LA VELADA TEATRAL

—¿Por qué —exclamó Guillermo, abriendo los brazos en dramático ademán— todo el mundo ha de pasárselo bien menos yo?

La señora Brown le miró con aprensión. Era evidente que su hijo se encaminaba hacia uno de sus arrebatos de elocuencia. Ella los consideraba agobiantes.

—No sé de qué estás hablando, Guillermo —dijo.

—Tú y papá y Roberto y Ethel vais a cenas y al teatro y… al teatro y a cenas, y yo me quedo en casa como aquella chica del cuento de la Bella Durmiente, y…

—Querrás decir Cenicienta, querido —le indicó la señora Brown.

—Bueno, sea quien sea. Y yo me quedo en casa y lo que es por vosotros bien podría «morirme de hambre» —prosiguió Guillermo, con elocuencia cada vez más vigorosa—. ¡Troncho! Hay «leyes» contra la gente que sale y deja en casa a sus hijos muriéndose de hambre. Bueno, sería una novedad para mí que no hubiera leyes que prohibieran a la gente salir y dejar a sus hijos en casa muriéndose de hambre.

—No sé cómo puedes morirte de hambre con toda la comida que te preparo, Guillermo —objetó suavemente la señora Brown.

—¡Comida! —exclamó Guillermo, descartando la comida con otro gesto grandilocuente—. Solo en casa, podría ocurrirme «cualquier cosa» y vosotros lo lamentaríais el resto de vuestras vidas.

—No estarás solo, querido —dijo la señora Brown—. Estarán contigo Pelirrojo, Enrique y Douglas, y te he comprado unos modelos de construcción nuevos y muy bonitos.

—Sí, mientras vosotros disfrutáis con cenas y teatros y… y viviendo unos vidas de lujo y placeres. Los niños a los que sus padres descuidan para vivir vidas de lujo y placeres se convierten en criminales cuando crecen —lo he leído en los periódicos— y por tanto no podréis echarme en cara que yo me convierta en uno después de esto. Será culpa vuestra si empiezo a robar cosas y sacar dinero de los contadores de gas, y a falsificar billetes de banco cuando sea mayor. Todo será culpa vuestra por no cuidarme y dejarme en casa mientras vosotros salís a divertiros. Sí, y hay otra cosa…

—Vamos a ver, Guillermo… —comenzó la señora Brown, pero era imposible atajar a Guillermo cuando se dejaba llevar por esa corriente.

—La gente va a pensar que esto es muy «extraño». Después de todo, yo soy tan hijo tuyo como Roberto, ¿no? Pues a la gente va a parecerle muy «extraño» que te lleves a un hijo a cenar y esas cosas y dejes el otro en casa. Creerán que estás «avergonzada» de mí. Creerán que hay algo «raro» en mí. Dirán…

Hizo una pausa para cobrar aliento y la señora Brown aprovechó esta oportunidad.

—Escúchame, Guillermo. Te he explicado la situación una y otra vez. Es la noche de la inauguración del Nuevo Teatro Hadley y, naturalmente, tu padre sacó entradas para nosotros pero ni se le ocurrió sacar una para ti. Es una nueva comedia que van a dar en Londres el mes que viene y no parecía una obra adecuada para niños…

—¡Niños! —profirió Guillermo, con una amarga risotada—. Tengo once años, ¿sabes? Es una novedad para «mí» que una persona de once años sea un «niño».

—Guillermo, deja de decir esa frase tan tonta —suplicó lo señora Brown, exasperada— y escúchame unos segundos. Tu padre compró las cuatro entradas para él, yo, Roberto y Ethel, y pensó que nos agradaría cenar juntos, primero, en el Grand Hotel de Hadley, y… bien, así fueron las cosas. Ya sé que después resultó que la obra era una comedia corriente de intriga y tratamos de conseguir otra entrada para ti cuando lo supimos, pero estaba todo vendido y no fue posible. De hecho, estaban vendidas todas las localidades para toda la semana.

—Y Humberto Lane irá —se lamentó Guillermo, con uno nota de desesperación en su voz—. ¡Y en un palco! Será muy agradable para mí, ¿verdad? ¡Humberto Lane riéndose de mí desde un palco!

La señora Brown suspiró. Sabía que ahí estaba la espina de la cuestión. Guillermo se había dado por satisfecho con la velada informal con Pelirrojo, Enrique y Douglas en su casa, hasta que oyó que los padres de Humberto Lane, su enemigo inveterado, habían tomado un palco para la función y que Humberto los acompañaba. Desde luego, Humberto estaba explotando la situación y se mofaba de los Proscritos, cada día más osadamente gracias al aplomo que le daba su ventaja. «¡Bah! —les gritaba—. Para vosotros lo más adecuado es ver a Peter Pan. ¡Sois unos críos!»

—Ya sabes que tía Hester vendrá para estar con vosotros —continuó la señora Brown— y probablemente te traerá algún regalito.

—Sí, y «eso» será estupendo para nosotros, ¿verdad? —replicó Guillermo, cada vez más encolerizado—. ¡Tener una «canguro» en casa mientras vosotros coméis «menús» y veis obras de teatro!

—Pero oye, Guillermo… —quiso empezar de nuevo la señora Brown, pero su hijo se había embarcado en otro alud de elocuencia y no la oía.

—Y es una obra acerca de un asesinato y quién lo cometió, ¿verdad? Pues bien, si alguien debe ver esa obra soy yo. Yo he escrito obras de teatro sobre asesinatos y quién los cometió. «La mano sangrienta» era sobre un asesinato y era una obra buenísima. Pelirrojo dijo que era la mejor comedia que había visto en su vida y él sabe lo que dice. Una vez se aprendió todo un discurso de Shakespeare para sacarle un par de chelines a su tía, y por tanto puede saber algo de «teatro». Y… ¡troncho! ¡Y Humberto Lane viéndola! ¡Y en un «palco»!

De nuevo, la señora Brown suspiró. Le había planeado una velada que, según creyó, había de compensar ampliamente el perderse la función del Nuevo Teatro Hadley. Pelirrojo, Enrique y Douglas (todos los padres respectivos asistían al estreno, y a ninguno de ellos se le había ocurrido comprar entradas para los chicos) pasarían la velada con Guillermo y tía Hester, una tía del señor Brown que recientemente se había trasladado a una casa cercana a la de ellos, vendría y se ocuparía de ellos. Los padres regresarían juntos al terminar la función y recogerían a sus retoños, después de lo cual el señor Brown acompañaría en coche a su tía Hester hasta su casa. Había parecido ser un plan altamente satisfactorio hasta que las noticias sobre Humberto y su palco, y de que la obra era una inofensiva comedia policíaca, habían empezado a circular.

—Podéis haber «arruinado» mi vida —continuó Guillermo, alzando los brazos en un ademán apasionado—. Si hubiese visto esa obra tal vez habría llegado a ser un gran escritor de teatro. A lo mejor me habría dado ideas que me hubieran hecho «famoso». Y es que para ser un gran escritor de teatro has de ver grandes obras. Es lógico, ¿verdad? Apuesto que a Shakespeare se le ocurrió aquello de Macbeth yendo a ver una obra sobre un asesinato y quién lo cometió, y que eso fue lo que le hizo probar por su cuenta.

La señora Brown dejó su labor, con la actitud propia de la persona que ha soportado más de lo que puede resistir.

—Guillermo —rogó—, ¿quieres salir, «por favor», a jugar con alguien? Estoy cansada de oír tu voz.

Guillermo la miró, estupefacto y profundamente herido.

—¿Mi «voz»? —exclamó—. ¡Pero si apenas he hablado!

Pero salió y encontró a Pelirrojo, y los dos erraron, desconsolados, a través del pueblo, en dirección al viejo establo. Al pasar frente a la casa de Humberto Lane, su obeso enemigo asomó desde el otro lado del seto.

—¡Bah! —gritó con desprecio—. ¿Quién va a quedarse en casa el sábado? ¿Quién no verá la función en Hadley?

Guillermo profirió una risa desdeñosa, pero no muy convincente.

—¡Esa dichosa función! —exclamó—. ¡Bah! Tengo otras cosas mejores que hacer en vez de ver esa obra de tres al cuarto.

—¡Claro! Prefieres ver «La velada con mamá», ¿verdad? —se mofó Humberto—. No quieres perderte los dibujos animados y la función de marionetas, ¿verdad?

—¡Cállate! —gritó Guillermo enfurecido—. Me están… me están «suplicando» que vaya a ver esa obrita y tal vez vaya, pero también puedo quedarme en casa. Precisamente, en casa tengo muchas cosas importantes que hacer.

Humberto expresó su irrisión con un alarido.

—¡Claro! Ya lo sabía. Tiíta va a venir a hacerle de «canguro» a Guillermito, ¿verdad?, mientras papi y mami ven la función.

Guillermo se abalanzó hacia la cerca del jardín, pero Humberto había calculado cuidadosamente su posición de modo que se encontrara cerca de la entrada de la casa, y logró entrar en ella a tiempo para cerrar la puerta ante las narices de Guillermo.

Abatido, éste volvió junto a Pelirrojo y los dos continuaron su camino.

—Le he dado un buen susto —dijo Guillermo, sin excesiva seguridad—. Le he dado un susto de «muerte».

—Nunca empieza si no está en su jardín y cerca de la puerta —comentó Pelirrojo—. Seguirá en ese plan hasta que haya pasado lo de la función. «Y» después…

—Es que yo ya estoy harto de esa maldita comedia —manifestó Guillermo—. No quiero pensar más en ella. Nunca más.

—Sí, no pensemos más —se mostró de acuerdo Pelirrojo—. En el mundo hay «miles» de cosas más importantes que las comedias. Hay aquel pluviómetro que íbamos a construir en tu jardín…

Pero el pluviómetro había dejado de suscitar su interés y sus pensamientos retomaban, cada vez con mayor frecuencia, a la función del Nuevo Teatro Hadley. Bajo una capa de fingida indiferencia, recogían afanosamente toda clase de noticias que llegaran hasta ellos. Y las noticias menudeaban. Sir Roderick Newnham, un conocido actor londinense, sería el «artista invitado» y asumiría el papel principal de la obra. Sus fotografías —una elegante figura, con una perilla y un bigote fino y bien perfilado— aparecieron en el periódico local, y solía reunirse un buen grupo de curiosos cuando se apeaba de su «Jaguar» ante la puerta del escenario, para asistir a los ensayos. No logró, sin embargo, hacerse popular entre los habitantes de Hadley. Calificaba a Hadley de «aldea», y de «mejunjes» los platos del Grand Hotel (que anunciaba «Cocina refinada» y era considerado por su clientela como el no va más de lujo y la sofisticación), y describía el parterre de matorrales ornamentales en la calle principal de Hadley (del que sus habitantes estaban justamente orgullosos) como un «montón de plumeros apolillados».

Resultó, además, que sir Roderick había escrito su autobiografía dos años antes y la madre de Enrique había pedido prestado el libro en la biblioteca pública.

—He leído algunos trozos —explicó Enrique— y es espantoso. Todo puro farol. Dice que él aventaja a cualquiera y que es el mejor actor del mundo. Dice que ha estado en todas partes y que ha hecho de todo. Incluso dice que se hizo hermano de sangre con un piel roja y que le dieron un nombre especial. No recuerdo cuál era. Algo así como Winnashee o Minnashoo. Y dice que una vez mató un elefante de un tiro.

—Pues esto fue una crueldad —se indignó Guillermo—. ¡Matar a un pobre elefante que nunca le había hecho ningún daño!

—El amigo del hombre —dijo Enrique, un tanto vagamente.

—Y son tan grandes que no podía fallar —comentó Pelirrojo—, de modo que la cosa no tiene ningún mérito.

—No es más que un farolero indecente —concluyó Guillermo.

Pero en realidad la indignación de Guillermo contra sir Roderick no se desató del todo hasta que se enteró del incidente con la motocicleta de Roberto. El gran hombre, al llegar al garaje local para repostar gasolina, encontró su paso obstaculizado por la moto de Roberto, y había ordenado secamente a éste que sacara «ese viejo juguete de aquí, y rápido».

Esto hirió profundamente a Guillermo. La moto de Roberto no era precisamente un último modelo y su desgaste era notorio, pero Guillermo compartía el orgullo que Roberto sentía por ella y juzgó que aquellas palabras eran un insulto mortal contra toda la familia.

—¡Juguete viejo! —explicó, enfurecido, a Pelirrojo—. ¡Ahora ya no iría a ver esa maldita comedia, ni siquiera que él me ofreciera cien libras!

—No creo que él lo haga —observó Pelirrojo—, de modo que esto no debe preocuparte… Además, dijimos que procuraríamos olvidarlo todo.

Pero no era tan fácil olvidarlo. Humberto Lane mantuvo su caudal de puyas no muy originales y añadió los polichinelas y los payasos a los presuntos programas favoritos de los Proscritos, llegando en su osadía a lanzar una bola de barro a Pelirrojo (falló el tiro) y a tender un bramante a través del camino de su jardín para que los Proscritos tropezaran con él al perseguirle, si bien fue él mismo quien tropezó.

La noticia de que sir Roderick iba a cenar con los Lane la noche de la función agregó una nueva chispa a la situación. Al parecer, sir Roderick era amigo de un amigo de un amigo de los Lane y, al descubrirlo, la señora Lane le había estado acosando sin darse respiro. A medida que se aproximaba el gran día, Humberto se mostró cada vez más insoportable.

—¡Eh! —gritó—. El sábado, sir Roderick viene a cenar a casa y después vamos a ver la función en un palco.

Guillermo fingió reprimir una risita despectiva.

—Te llevarás una buena sorpresa cuando veas dónde estaremos «nosotros» el sábado —dijo.

—Sé dónde estaréis —replicó Humberto—. Bien arropados en vuestras camitas mientras tiíta os lee un cuento para que os durmáis.

La sonrisa de Guillermo era abierta y condescendiente.

—¡Espera y verás! —le auguró—. El sábado vas a llevarte una fuerte impresión.

Los Proscritos siguieron su camino. La sonrisa de superioridad desapareció de la cara de Guillermo.

—¿Por qué has dicho eso, Guillermo? —preguntó Pelirrojo.

—Para darle algo en que pensar —contestó Guillermo—. Ahora tendrá algo que le preocupe hasta el sábado.

—Pero después será peor que nunca —auguró Douglas, sombrío.

—Tal vez haya una niebla tan espesa que nadie pueda ir al teatro —aventuró Pelirrojo.

—Quizá caiga un rayo en el edificio —dijo Guillermo.

—O puede que comience una guerra nuclear —sugirió Enrique.

—O que llegue el fin del mundo —agregó Douglas—. Después de todo, algún día ha de llegar.

Alentados al pensar en tales posibilidades, siguieron caminando a buen paso por el camino.

Pero el gran día amaneció como cualquier otro día y concluyó sin novedad, con un anochecer agradable muy templado.

La señora Brown había preparado una cena suntuosa. Había canapés de salchicha y de sardina, rosquillas, tarta de mermelada, dados de queso, galletas de chocolate, macedonia de frutas y batido de grosella. Había comprado varias cajas de construcción de modelos de coches y aviones, y un par de rompecabezas.

—Estoy segura de que vais a pasar una velada muy agradable, querido —dijo—. Me he tomado mucho trabajo para ello.

—Gracias —contestó Guillermo.

Trató de inyectar en la palabra desdén, burla y cinismo… y casi lo consiguió.

—Al fin y al cabo, Guillermo —añadió la señora Brown—, más adelante no te faltarán oportunidades para ir al Nuevo Teatro.

—Sí, cuando sea un anciano —replicó Guillermo, amargamente—. Ya estaré sordo y ciego cuando alguien decida llevarme a «mí» a algún sitio.

—Vamos, Guillermo… —empezó a decir la señora Brown, pero en aquel momento llegaron Pelirrojo, Enrique y Douglas y, casi al mismo tiempo, telefoneó el señor Brown para decir a su esposa que para ir a Hadley tomase un autobús anterior al que habían previsto.

—El hotel estará abarrotado para la cena —dijo— y nos perderemos el principio de la obra si no llegamos puntuales. Toma el autobús anterior y yo te esperaré en la parada de Hadley.

La señora Brown se afanó en recoger todas sus cosas.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡No puedo soportar las prisas! ¿Dónde están mis guantes? ¿Qué ha sido de mi bolso? ¡No encuentro las gafas!

Los niños corrieron de un lado a otro, buscando y encontrando guantes, bolso y gafas. La señora Brown lanzó una mirada frenética a la esfera del reloj de la sala.

—¡Ay, Dios mío! Tía Hester todavía tardará unos veinte minutos, pero vosotros os comportaréis como es debido, ¿verdad? No hagáis ninguna travesura. En la despensa hay otra lata de galletas de chocolate y más tartas de mermelada… ¿Dónde habré puesto mis llaves? Oh, aquí están… Buenas noches, ¡pasar una buena velada!

La acompañaron hasta la cerca y después, lentamente y desanimados, regresaron a la casa. A pesar de su abatimiento, no dejaba de circular por su interior una débil corriente de excitación.

—¡Comida! —exclamó Guillermo con desdén, contemplando la mesa parada—. Troncho, parecen creer que la comida lo compensa todo —tomó un bocadillo de salchicha, se lo zampó en tres dentelladas y prosiguió con la boca llena—: Cree que la «comida» es todo lo que queremos. Ellos pueden ir al teatro y a cenar, y piensan que nosotros sólo queremos comer. Pues bien —cogió un canapé de sardina y lo atacó con vigor—, ni siquiera quiero tocar su maldita comida.

—Ni yo —afirmó Pelirrojo, entre dos bocados de tarta de mermelada.

—Ni yo —aseguró Enrique, apoderándose de un puñado de dados de queso.

Douglas profirió un sonido indeterminado a través de la rosquilla que llenaba su boca y extendió la mano para tomar otra. Entonces sonó el teléfono y Guillermo, tras apurar un vaso de refresco de grosella y meterse medio bocadillo de salchicha en la boca, fue al vestíbulo para contestar a la llamada.

—¿Eres tú, Guillermo? —preguntó la voz de tía Hester.

—Sí.

—Quiero que des a tu madre un recado. Sé que aún no puede haberse marchado, pero no quiero que acuda al teléfono porque estará muy atareada. Dile que he pillado un resfriado tremendo. Así, repentinamente. Empecé a sentirme mal hace media hora, mientras estaba dando de comer al gato. No quiero exponer a ninguno de vosotros al contagio, de modo que si tu madre puede encontrar otra solución —me dijo que si yo no podía venir, probablemente se ofrecería alguna vecina— creo que será más prudente que me quede en casa. Pero si no encuentra a nadie, entonces vendré y confiaremos en la providencia. ¿Me has entendido, Guillermo?

Precavidamente, Guillermo emitió un sonido apagado como respuesta.

—Pues entonces dile que si no me ha llamado dentro de diez minutos sabré que todo marcha bien y que ha podido encontrar una sustituta. ¿Lo has comprendido bien, querido?

—Sí —contestó Guillermo.

Colgó el teléfono y volvió junto a sus amigos.

—Podríais haber dejado algún bocadillo de salchicha —rezongó, con una mueca desaprobadora.

—Pensamos que tú no querías tocar la comida —alegó Pelirrojo.

—No, no quiero —confirmó Guillermo, asegurándose el último canapé de sardina—, y no la tocaría ni siquiera si me «pagaran» por ello.

Hablaba con toda sinceridad. Su espíritu parecía mantenerse a una altura desdeñosa, mientras el cuerpo ayudaba celosamente a sus amigos a despejar la mesa.

—¿Quién llamaba? —preguntó Pelirrojo finalmente, limpiándose con el dorso de la mano el círculo de chocolate que rodeaba su boca.

—Era aquella tía mía que había de venir —explicó Guillermo. Hizo una pausa momentánea antes de lanzar la resonante noticia—: No viene.

Le miraron en silencio por unos momentos.

—¿Por qué? —preguntó Pelirrojo, finalmente.

—Porque pilló un resfriado mientras daba de comer al gato.

—¿Quieres decir —inquirió Enrique, lentamente— que no vendrá en toda la noche?

—Sí —contestó Guillermo—. No vendrá en toda la noche.

De nuevo le miraron en silencio, mientras aquella corriente de excitación que había fluido en el fondo de sus corazones durante todo el atardecer salía poco a poco a la superficie.

—¿Entonces podemos hacer lo que se nos antoje? —quiso saber Enrique.

—Sí —dijo Guillermo—, podemos hacer lo que se nos antoje.

Pasaron a la sala de estar y contemplaron los modelos de construcción y los rompecabezas que con tan buena voluntad la señora Brown les había comprado. No parecía necesario ningún comentario.

—Bueno, podríamos salir en vez de quedarnos en casa —propuso Guillermo.

—Sí, podríamos —accedió Pelirrojo.

—Nos sentará bien un poco de aire fresco —dijo Enrique.

—¿Dónde? —consultó Douglas.

—Ese sir Roderick irá a cenar con los Lane —observó Guillermo, con fingida indiferencia.

—Apuesto que en realidad no irá —opinó Pelirrojo—. Apuesto que eso fue una invención de Humberto.

—Pues podemos ir y ver si él va o no —sugirió Guillermo.

—No sé si debemos hacer tal cosa —titubeó Douglas.

Pero la idea había excitado ya la imaginación de los demás Proscritos, entablándose entre ellos, acaloradas discusiones.

—Vámonos —dijo Guillermo, dirigiéndose hacia la puerta. Al llegar a ella, se detuvo y añadió—: No hay nada «malo» en salir a dar un paseo para respirar un poco de aire fresco. Eso es todo. Tan sólo un paseíllo para respirar unas bocanadas de aire fresco… y es probable que pasemos ante la casa de Humberto… sólo para ver si ese sir Roderick ha ido «de veras» a cenar allí.

Animosamente, emprendieron la marcha y se dirigieron a buen paso hacia el camino que conducía a la casa de Humberto. La excitación crecía en su interior sin saber el porqué. Pasaron unos minutos bajo el cielo cada vez más oscuro, vigilando la cerrada puerta de la casa. No había señales de anfitriones ni de invitados.

—De nada sirve quedarse aquí —dijo Guillermo, finalmente—. Si viene, llegará en ese feo coche suyo y se meterá directamente en la casa. Ni siquiera tendremos tiempo para hablar con él. No podríamos hacer nada. Vamos a pasear un poco. No queremos que él piense que esperamos para verle. ¡Troncho! Todavía se echaría más faroles. Vámonos.

Caminaron lentamente por la carretera. Guillermo rompió el silencio.

—Vamos a organizar un juego —propuso—. Imaginando lo que habríamos hecho si nos «hubiésemos» encontrado con él, si hubiese llegado andando y sin saber exactamente donde está la casa de Humberto…

—¿Qué habríamos hecho? —preguntó Pelirrojo.

—Secuestrarlo —afirmó Douglas—, para que no pudiese actuar en esa función.

—No es tan fácil secuestrar a la gente —objetó Enrique—. Hay que tener algún lugar donde guardarlos y nosotros no tenemos ninguno.

—El viejo establo —sugirió Pelirrojo.

—Sí, ¿y cómo lo «llevamos» allí y cómo lo «guardamos» allí? Ni siquiera se puede cerrar bien la puerta. Sería un secuestro absurdo.

—Debe de haber otros lugares —apuntó Pelirrojo.

—Sí, pensemos —dijo Guillermo.

La idea estaba arraigando en ellos. Casi habían olvidado la naturaleza imaginaria de la situación. Se había hecho real, apremiante.

—¿Y tu cobertizo para el carbón? —recordó Pelirrojo.

—Sí, ¿y cómo lo encerramos en él? —replicó Enrique—. Gritaría, le oirían todos, lo soltarían y entonces seríamos nosotros los que nos veríamos en un apuro, no él.

—¡Ya lo «sé»! —gritó Guillermo, deteniéndose bruscamente—. ¡Tengo una idea!

En respetuoso silencio, se congregaron a su alrededor.

—La vieja cantera en la carretera de Marleigh —explicó.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Pelirrojo.

—Pues que si lo llevamos allí, nunca podrá subir. A menos que nosotros le enseñemos el camino secreto que descubrimos. Y allí nadie le oirá gritar.

—Sí, pero ¿cómo lo haremos bajar? —quiso saber Pelirrojo.

—No podemos hacerle bajar de un empujón —dijo Douglas—. Hay leyes que lo prohíben: la Carta Magna.

Siguieron caminando lentamente.

—Y de todos modos no «podríamos» empujarlo hacia abajo —añadió Enrique—. Sería más probable que él nos empujara a nosotros.

—¡Ya lo «tengo»! —exclamó Guillermo, parándose de nuevo.

De nuevo, los demás le rodearon.

—Aquellos pieles rojas… Los del libro…

—¿Y bien? —le apremió Pelirrojo.

—Pues que él dijo que lo habían hecho hermano de sangre de un indio y que le habían dado un nombre de piel roja, y una vez leí una historia que decía que si uno de ellos está en peligro y grita el nombre del hermano de sangre, éste «tiene» que acudir en su ayuda. Si no lo hace, una maldición lo acompaña el resto de su vida. ¿Cuál era el nombre, Enrique?

—No lo recuerdo muy bien —contestó Enrique—. Algo así como Winnashee o Wannshoo…

—Pues si uno de nosotros gritase su nombre de hermano de sangre desde la cantera, él tendría que bajar para ayudarle. Si no lo hiciera, le acompañaría una maldición durante el resto de su vida. «Tendría» que bajar.

—¿Y entonces qué ocurrirá? —preguntó Douglas—. No podemos dejar que se muera de hambre en una cantera. Contra esto también hay leyes.

—Oh, no —repuso Guillermo—, sólo le tendremos allí hasta que la función haya terminado, para que no pueda ir a cenar con Humberto ni actuar en la comedia. Le estará bien empleado por decir que la moto de Roberto es un «juguete viejo», y a mi familia también por no llevarme con ellos.

—Supongo que tendrá un suplente —dijo Enrique.

—Sí —confirmó Guillermo—, pero oí a Roberto decir que su suplente había pillado un resfriado descomunal y que no podía decir ni una palabra sin estornudar, de modo que a «todos» les estará bien empleado. Y cuando llegue la hora en que termina la función y sea ya demasiado tarde para que pueda actuar, le explicaremos la manera de salir de la cantera.

—Nos meteremos en el lío más grande de nuestras vidas —pronosticó Douglas.

—Habrá valido la pena —repuso Guillermo, con firmeza—. Les habremos dado una «lección» a todos, a él, a Humberto «y» a nuestras familias… Bueno… —se encogió de hombros y continuó con indiferencia—: Ha sido una especie de juego imaginario. Y una pérdida de tiempo, cuando hubiéramos podido hacer algo interesante.

—Es curioso que sigamos caminando por el camino de Marleigh —comentó Pelirrojo, pensativo—, y que casi hayamos llegado a la antigua cantera.

—Sí —admitió Guillermo—, no me había dado cuenta, pero… —lanzó su risita breve y sarcástica— no es probable que lo encontremos caminando por la carretera de Marleigh, tan lejos de Hadley y el teatro, y de casa de Humberto.

—Alguien viene detrás de nosotros —anunció Pelirrojo, reduciendo su voz a un mero susurro.

Moderaron el paso y escucharon. Detrás de ellos se oían pasos que se aproximaban.

Se volvieron y se quedaron pasmados, boquiabiertos. Aquella figura alta y elegante, con la perilla y el largo y sedoso bigote, era inconfundible.

—¡Atiza! —murmuró Guillermo.

—Buenas noches —dijo el hombre.

Se dispuso a adelantarlos, pero Guillermo se situó a un lado de él y Enrique al otro, con Pelirrojo y Douglas detrás. Los cinco siguieron caminando juntos por el camino. El hombre optó por ignorar a sus acompañantes.

—Una noche agradable —comentó Enrique, a modo de tentativa.

El hombre no contestó.

—Ejem… ¿va usted a casa de los Lane? —preguntó Guillermo.

El hombre guardó silencio.

—Hace un poco de frío por ser esta época del año —dijo Enrique.

El hombre siguió sin responder.

—Probablemente, llegará a casa de los Lane si sigue recto en esta dirección —le alentó Guillermo.

El hombre continuó ignorándolos.

—Estos parajes son interesantes —indicó Enrique.

—Hay una iglesia antigua construida en… en la Edad del Bronce —explicó Guillermo— y la estatua de un hombre que fue a las Cruzadas.

De pronto, un grito surcó el aire.

—¡Winna… shoo!

Guillermo se volvió en redondo. Pelirrojo ya no estaba allí. Volvió a oírse el grito.

—¡Winna… shoo!

Y entonces, sin un momento de vacilación, el hombre se lanzó hacia la barandilla que separaba el camino de la cantera, la saltó ágilmente y desapareció.

—¡Atiza! —volvió a exclamar Guillermo.

—Pelirrojo ha bajado —explicó Douglas—. Sabía que el hombre no se daría cuenta, de modo que ha bajado y ha lanzado el grito del hermano de sangre.

—Entonces él «era» un hermano de sangre —reconoció Guillermo—. Quizá lo hemos juzgado mal.

—Pues él no va a juzgarnos mal —auguró Enrique— cuando suba… si es que llega a subir.

Se asomaron desde la barandilla, tratando de atisbar algo en la oscura cantera y finalmente se vieron recompensados por la visión de Pelirrojo que apareció trepando detrás de unas matas que crecían en el borde de la cantera.

—¡Estás loco, Pelirrojo! —exclamó Guillermo—. Yo no quise decir que lo hicieras «de veras».

—Ya lo sé —se excusó Pelirrojo—. Lo siento… Se me ocurrió de repente, al verlos a la vez, a él y a la cantera. Entonces todo me pareció «real».

—Lo que tú has hecho sí que es real —dijo Guillermo—. Ahora probablemente no podrá actuar en la función… —se detuvo y escuchó. No se oía el menor ruido en la cantera—. Debería estar gritando para pedir auxilio. Habrá descubierto que aquí no hay nadie. ¿Qué estará haciendo?

—Probablemente se estará muriendo de hambre —sugirió Douglas, con voz siniestra— y dirán que ha sido culpa nuestra. Siempre lo dicen.

Escucharon de nuevo, pero nada se oía debajo de ellos.

—Espero que no se haya roto el cuello —dijo Enrique.

—O que se haya abierto la cabeza con una piedra —sugirió Pelirrojo.

—Yo creo que está muerto —opinó Douglas.

Volvieron a escuchar, pero sólo consiguieron captar el más profundo silencio.

—Gritemos —propuso Enrique—. Gritemos «¡Eh!» y veremos si contesta.

Gritaron «Eh» con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones. Los ecos se extinguieron y de nuevo reinó el silencio.

—Si se hubiera partido la cabeza le oiríamos gemir y gruñir —dijo Enrique—. No sé si deberíamos llamar a la policía.

—¿Por qué? —preguntó Guillermo.

—Puede ser nuestro deber de ciudadanos.

—Es ya un poco tarde para pensar en eso —replicó Guillermo—. No era nuestro deber de ciudadanos empujarlo al fondo de una cantera.

—Nosotros no lo empujamos —protestó Douglas.

—Le hicimos víctima de un «engaño» —dijo Pelirrojo—, y yo lo hice muy bien.

—Escuchemos con mucha atención otra vez —propuso Guillermo.

Escucharon de nuevo… y esta vez oyeron leves ruidos, ruidos que se aproximaban y cuya intensidad iba en aumento… hasta que de pronto surgieron la familiar perilla y el bien perfilado bigote de uno de los matorrales cercanos al borde y el hombre se izó y saltó ágilmente la baranda para reunirse con los Proscritos en el camino.

—¡Hola! —saludó tranquilamente—. ¿Todavía estáis aquí?

Era una visión deplorable. Sus cabellos estaban despeinados, la cara tiznada y arañada, la chaqueta y los pantalones rasgados, y los zapatos cubiertos de barro.

—Lo… lo sentimos —balbuceó Guillermo—. Nosotros no quisimos… Era una especie de juego que de pronto se hizo real.

El hombre parecía concentrar toda su atención en eliminar fragmentos de piedra y barro de sus pantalones.

—¿Cómo ha podido subir? —preguntó Pelirrojo—. Creíamos que sólo había nuestro camino.

—Soy un escalador bastante competente —explicó el hombre—. He practicado un poco en los Alpes y los Dolomitas.

Se sentó en la barandilla y empezó a quitarse el barro de los zapatos con puñados de hierba.

—Lo sentimos —repitió Guillermo—. No queríamos que se ensuciara de ese modo precisamente cuando va a actuar en la función.

—Yo no actúo en la función —dijo el hombre.

Le miraron, estupefactos.

—Pero… pero usted es sir Roderick Newnham, ¿no? —quiso aclarar Guillermo.

—Oh, no —respondió el hombre—. Ya sé que me parezco a él. A menudo nos confunden. Llevamos el mismo tipo de patillas. Yo las gastaba ya antes de conocernos, y no vi por qué tenía que prescindir de ellas sólo porque él las llevase, y él no vio por qué tenía que prescindir de las suyas sólo porque las llevara yo.

—Oh —dijo Guillermo.

La situación pareció escapársele por completo de sus manos.

—Pues si no tiene que ver nada con la función… —empezó.

—Oh, sí que tengo que ver —le interrumpió el hombre—, pero en tanto que sir Roderick está en la cumbre yo estoy en el fondo. Soy la persona menos importante de la obra. La más ínfima.

—¿El traspunte? —sugirió Enrique.

—Mucho menos importante que el traspunte. Soy el autor del libro del que ha sido adaptada la obra teatral. Ya no se puede caer más bajo —hablaba con evidente buen humor—. No sabéis mi nombre —está impreso en el cartel con letras tan pequeñas que nadie puede leerlas— pero me llamo Guy Boscastle.

—Oh —dijo nuevamente Guillermo.

—¿Entonces no es usted hermano de sangre de ningún piel roja? —preguntó Pelirrojo.

—Que yo sepa, no —respondió el señor Boscastle, quitándose unas piedrecillas que se habían pegado al cuello de la camisa.

—Pero cuando yo grité «Winnashee» desde la cantera…

—Ah, ¿ése fue el grito? —exclamó el señor Boscastle—. Creí oír que alguien se caía al agua.

—Fui yo —aclaró Pelirrojo—. Yo no me caí a ese estanque que hay en el fondo de la cantera, pero la piedra a la que me agarraba sí.

—Y después oí ese grito de socorro…

—Era el nombre de su hermano de sangre —dijo Pelirrojo.

—¡Vaya! —murmuró el señor Boscastle—. No caí en ello, desde luego. Bajé hasta el fondo para echar una mano y no encontré a nadie, y entonces pensé que pudo haber sido el grito de un ave. No estoy muy fuerte en aves. Pero, vamos a ver, ¿a qué se debe todo esto?

Desarticuladamente y con escasa coherencia, explicaron la situación. El señor Boscastle les escuchó con gruñidos de asentimiento y ocasionales interrupciones.

—En realidad, no es mal muchacho el pobre Roddy. Un poco engreído, como la mayoría de los personajes importantes, pero en el fondo no es mal tipo… Sí, me dijo que alguien le había invitado a cenar —temo que les llamó «esos malditos nativos»—, pero no tenía intención de ir.

—Se quedó usted allí abajo mucho tiempo —observó Pelirrojo.

—Sí, aquel lugar me dio una idea maravillosa. Venid, sentaos y os lo contaré todo —se sentaron junto a él, en la barandilla—. Veréis, estoy trabajando de firme en otro libro. Es, desde luego, un libro de intriga y emoción, y quiero que en el último capítulo haya una persecución. Ya sabéis a qué me refiero. El malo y el protagonista se persiguen página tras página. Se esquivan, se esconden, se preparan trampas y emboscadas, y tienen diversos encuentros. El héroe está a punto de morir veinte veces, pero cada vez se salva de milagro y, desde luego, al final sale victorioso.

—Generalmente ocurre así —comentó Enrique, con una nota de cinismo en su voz.

—¿Y dónde ocurre la persecución final? —quiso saber Guillermo.

—Ahí está el problema —dijo el señor Boscastle—. Yo había pensado en una de esas estaciones de ferrocarril abandonadas, cubiertas de hierbajos e infestadas por las ratas. Al principio, me pareció una gran idea, con los dos persiguiéndose por la ruinosa sala de espera y las taquillas, entrando y saliendo por las rotas ventanas de la cantina, pero cuando llegó el momento vi que la cosa no se sostenía. La escala general era demasiado pequeña. No había un lugar adecuado y, desde luego, nada podía impedir que cualquiera de los dos escapara a lo largo de las vías si le tocaban las de perder.

—¿Y entonces qué hizo? —preguntó Guillermo.

—Salí a dar un paseo y a buscar otra idea…

—¿Por eso no nos contestó cuando le hablábamos?

—Probablemente. Cuando estoy pensando en esas cosas, todo lo demás tiende a pasarme desapercibido… Pero cuando llegué al fondo de la cantera y miré a mi alrededor… la gran idea acudió de pronto. Era el lugar ideal para una persecución. Hay cuevas, rocas, peñascos, espesos matorrales en los bordes, y ese estanque siniestro en el fondo.

—Una vez navegamos en una balsa por él —dijo Guillermo.

—No fuimos muy lejos —completó Enrique.

—Sea como fuere, vi en seguida que era el ambiente ideal para el acoso final. Allí podían emboscarse los dos, arrojarse pedruscos, ocultarse, caer uno sobre el otro…

—Arrojar al enemigo al estanque —sugirió Guillermo.

—Acorralarse en las cuevas —dijo Pelirrojo.

—Caerse desde alturas vertiginosas —apuntó Enrique.

—Trepar a alturas vertiginosas —completó Douglas.

—Sí, todo eso —asintió el señor Boscastle—. Las posibilidades son ilimitadas. Todo el capítulo puede estar lleno de tensión, aventura y «suspense». Y, desde luego, la cantera sería una trampa. Ninguno de los dos puede escapar.

—¿Y por eso pasó tanto tiempo allí? —preguntó Enrique.

—Sí, estaba grabándolo todo en mi mente. Recordando todos los detalles. De pronto, mientras miraba, lo «viví» todo —se levantó bruscamente—. De hecho, no puedo esperar más y debo escribirlo. Está todo hirviendo en mi cabeza como… como un géiser. Es como si ya lo estuviera escribiendo. En una hora lo habré anotado todo.

—Pero… ¿no va usted a ver su obra? —preguntó Guillermo.

—No —contestó el señor Boscastle—. Han tenido la amabilidad de poner un palco a mi disposición, pero es que en realidad no quiero verla. No reconocería ni una palabra. Se la habrán cargado toda —hablaba sin resentimiento—. No les culpo por ello. Es algo que no pueden remediar; forma parte de su naturaleza. No, iré directamente a mi escritorio y empezaré el capítulo de la cantera. ¡Será «grandioso»! —les miró entonces como si le asaltara una súbita idea—. ¿No os interesaría, por casualidad, aprovechar mi palco?

Le miraron boquiabiertos.

—¿No nos diga… no nos diga que nos cede usted su palco? —balbuceó Guillermo.

—Claro, si es que os interesa ver la obra. Es muy poco a cambio de lo que vosotros habéis hecho por mí. Me habéis «regalado» mi último capítulo. Habéis salvado mi libro.

Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas entraron en el palco y ocuparon sus asientos en digno silencio. Era el palco del proscenio, el mejor palco del teatro. Al volverse para echar un vistazo a su alrededor, Guillermo topó con la mirada de Humberto Lane, que, junto con sus padres, ocupaba el palco inmediato, una situación muy inferior ya que la visión del escenario desde él quedaba obstaculizada en parte por el palco en el que se acababan de instalar los Proscritos. La boca de Humberto se abrió como si se le hubieran desencajado las mandíbulas y su cara se tornó verdosa de rabia. Guillermo le dedicó una expresiva mueca de triunfo, en la que también se leían la satisfacción y el desprecio. Humberto disponía de una mueca propia muy aceptable, pero no estaba en condiciones de utilizarla.

Se estaban apagando las luces. Mientras contemplaba la platea, Guillermo vio, alzadas hacia él, las caras de sus familiares, convertidas en máscaras de incrédulo asombro.

Les dirigió una sonrisa de distante y mesurado reconocimiento, alzó la mano en un saludo casual, y seguidamente concentró toda su atención en el escenario.

F I N