LA GRAN EXPERIENCIA DE DOUGLAS
Guillermo se encaramó a la valla y después cruzó lentamente el campo en dirección al viejo cobertizo. Su entrecejo estaba fruncido y su expresión era la del que se ve asaltado por profundos y angustiosos pensamientos. Pelirrojo y Enrique le estaban esperando junto al umbral. Dirigió una rápida mirada al interior del cobertizo.
—¿No ha venido? —preguntó.
—No —contestó Enrique, entristecido.
—Y ayer tampoco vino —dijo Guillermo.
—Ayer hubiera venido —explicó Pelirrojo—, pero ella fue a buscarlo para que le montase su granja de juguete.
—No tenía que ir si él no quería —opinó Guillermo, con un punto de dureza en su voz.
—Pero es que él «quiso» —manifestó Enrique—. Eso es lo peor del asunto, que él «quiera» hacer todas esas cosas horrendas.
—Y anteayer fue a tomar el té con ella —dijo Pelirrojo.
—Y el día antes fue a una merienda campestre con ella —agregó Enrique.
—Y prometió ir al bosque con nosotros, el martes, para jugar a indios y vaqueros —comentó Guillermo— y no se dejó ver porque ella quiso que le arreglase inmediatamente algunos deterioros del tejado de su casa de muñecas.
—Y ha estado jugando a «papás y mamás» con ella —dijo Enrique, asqueado.
—Es como para ponerse «enfermo» —aseguró Pelirrojo.
—Lleva días y días sin salir con nosotros —se quejó Enrique.
—¡Y «Douglas»! —exclamó Guillermo—. ¡Douglas, que hasta ahora nunca sabía qué hacer sin nosotros!
Y es que Douglas había sido víctima de los encantos de una niña llamada Patsy Willingham, que vivía con sus padres en una cuadrada casa victoriana en las afueras del pueblo, y ahora pasaba la mayor parte de su tiempo merodeando junto a la verja, esperando invitaciones, realizando tareas serviles y acompañando a la grácil figurilla de Patsy en todas sus idas y venidas.
—Se ha convertido en una especie de «esclavo» —comentó Guillermo, con amargura—. Ya no parece un ser «humano». Te hace sentir como… como…
—Avergonzado de él —le ayudó Enrique.
—Sí, eso es —dijo Guillermo—. Avergonzado de él. Y era un tipo bastante simpático antes de que ocurriera esto.
—Nadie podía imaginar que esto «pudiera» ocurrir —se lamentó Pelirrojo.
—Ha ocurrido otras veces en la historia —explicó Enrique—. Les ocurrió a Marco Antonio y Cleopatra. Ella… ella lo pescó a él tal como Patsy ha pescado a Douglas, y esto fue el final para él.
—¿Qué es lo que fue su final? —quiso saber Guillermo.
—Se mató y ella se hizo morder por una serpiente.
—Oye, esto es muy grave —se alarmó Guillermo—. No queremos que le ocurra una cosa así al pobre Douglas.
—Y también hubo en la historia un hombre llamado Dante —prosiguió Enrique— que se enamoró con pasión de una chica llamada Beatriz, pero vivía muy lejos de ella y como apenas podía verla se dedicó a escribir poemas.
—Bueno, eso ya no es tan grave —opinó Guillermo—. Al menos, ella no podía estar pidiéndole a todas horas que le arreglase su casa de muñecas o que le montase su granja de juguete, o que jugase con ella a juegos horribles.
—¡Mirad! —exclamó Pelirrojo—. ¡Ahí viene!
Vieron a Douglas atravesar el campo, después de franquear la cerca. Tenía el rostro ensombrecido y hundía profundamente las manos en sus bolsillos. Al caminar, arrastraba los pies por la hierba. Hasta llegar a la puerta del cobertizo no levantó la vista, y entonces lo hizo lentamente, hasta encararse con los tres rostros severos y acusadores de sus amigos.
—Hoy no puedo venir con vosotros —explicó—. Patsy tiene un triciclo nuevo y quiere que le enseñe a montar en él.
Había en su voz una mezcla de desafío y humildad.
—Y tampoco viniste ayer ni anteayer —dijo Guillermo.
—Ya lo sé —admitió Douglas—. No… no puedo evitarlo.
—Ni lo intentas —replicó Guillermo, con severidad.
—Sí que lo intento. Pero no puedo evitarlo.
—¿Y por qué no te dedicas a escribir poesías como Dante, en vez de seguir viéndola a ella?
—Yo no sé escribir poesías —alegó Douglas— y… y no puedo evitar ir a verla.
—¿Y por qué no puedes evitar ir a verla? —inquirió Enrique.
—No lo sé —contestó Douglas—. No sé cómo explicarlo. Es… es algo que tiene relación con su cara.
—Pues sólo tiene una cara corriente, con una nariz, dos ojos y una boca —dijo Guillermo—. No se diferencia en nada de las demás.
—«Es» diferente —aseguró Douglas—. No puedo explicarlo, pero «es» diferente.
Los demás le miraron, seriamente preocupados, como si fuesen médicos enfrentándose a un grave caso clínico.
—Llevas así más de una semana, ¿sabes? —le recordó Guillermo.
—Lo sé —admitió Douglas, con un gesto de impotencia.
—¿Y no notas ninguna mejoría? —preguntó Pelirrojo.
—No creo —murmuró Douglas, visiblemente azorado—. Bueno, será mejor que me marche. No quiero hacerla esperar.
Permanecieron junto a la puerta, viéndole alejarse a través del campo, arrastrando los pies. Una vez en el camino, pareció desprenderse de toda su melancolía y echó a correr, casi desesperadamente, en dirección a la casa de Patsy.
—Hasta cierto punto, me da pena —dijo Enrique, cuando volvieron a entrar en el establo.
—Sí, pero la cosa es grave —sentenció Guillermo—. Tenemos que hacer algo.
Permanecieron junto a la puerta, viéndole alejarse a través del campo.
—A lo mejor se le pasará —sugirió Pelirrojo—. Tal vez si lo dejamos en paz, se le pase.
—Esto puede durar «semanas» —dijo Guillermo—. Creo que deberíamos hacer algo, ahora, para salvarle de sí mismo.
—Esto es un dilema —expuso Enrique—. Hacer algo ahora para salvarle de sí mismo o esperar hasta que se le pase.
—Echemos una moneda al aire —propuso Pelirrojo.
—¿Alguien tiene un penique? —preguntó Guillermo.
Nadie lo tenía.
—De todos modos, echar una moneda es una manera muy tonta de resolver las cosas —dijo Guillermo—. Se caen de cara y después ruedan y caen de cruz y no sabes qué es lo que se ha de hacer. Busquemos otro sistema.
—Los antiguos romanos lo hacían con animales, de alguna manera —explicó Enrique con cierta vaguedad.
—¿Cómo? quiso saber Guillermo.
—No estoy muy seguro —contestó Enrique—. Lo he olvidado.
—Animales… —murmuró Guillermo, dirigiéndose a la puerta del establo—. Vacas… Hay vacas en el campo de al lado. Podríamos hacerlo con vacas… ¡Ya lo «tengo»! Contaremos las vacas de ese campo y si el número es impar esperaremos que se le pase, y si es par «haremos» algo para salvarle.
Los demás se mostraron de acuerdo. Se colocaron junto al seto y contaron… ocho vacas. Volvieron a contar. Seguía habiendo ocho vacas.
—Por tanto, tenemos que «hacer» algo para salvarle de sí mismo —anunció Guillermo, con una nota de satisfacción en su voz. La política de la inacción nunca le había seducido—. Venga. A pensar qué podemos hacer.
Se sentaron en la hierba que crecía frente a la puerta del viejo establo y por unos momentos se entregaron a silenciosa reflexión.
—Podríamos obligarles a trasladarse a otro lugar —sugirió por fin Pelirrojo.
—¿Cómo? —preguntó Guillermo.
—Pues bien… encantando la casa. Hacerles creer que hay un fantasma en ella. Entonces tal vez se marcharían.
—Ya intentamos encantar casas —recordó Guillermo— y de poco sirvió.
Hubo otro largo silencio y de pronto:
—¡Ya lo «tengo»! —exclamó Guillermo.
—¿Qué?
—Vosotros ya sabéis cómo es Douglas… Siempre tiene miedo de hacer algo que vaya contra la ley. Entrar en casa de los demás y otras cosas por el estilo. Pues bien, si logramos hacerle creer que el padre de esa chica es un criminal, eso le asustará de mala manera.
—O la madre… —agregó Pelirrojo.
Estudiaron las posibilidades que ofrecían los padres de Patsy. El señor Willingham era un hombre alto y corpulento, con tal exuberancia de cejas, bigote y barba que los Proscritos le habían apodado el «Peludo». La señora Willingham era menuda, indefinida y plácida.
—No «podríamos» hacer pasar a su madre por una criminal —dijo Guillermo—, pero sí a su padre… Tiene toda la pinta de un criminal. Apuesto que fácilmente podemos lograr que algo que haga tenga todo el aspecto de un crimen, y así asustar a Douglas.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Pelirrojo.
—Tendremos que vigilarlo —explicó Guillermo—. Seguir todos sus pasos como si fuésemos detectives. Tendremos que encontrar algo normal que él haga y presentarlo como si fuese algo contra la ley, y causarle una fuerte impresión al pobre Douglas.
—Apuesto que no será tan fácil como dices —dijo Enrique.
—Apuesto que sí —replicó Guillermo—, y aunque no lo fuese, hemos de salvar a Douglas de sí mismo, ¿no es así? Vale la pena sacrificarse un poco por él, ¿no creéis?
—¿Cuándo empezaremos a seguirle los pasos? —quiso saber Enrique.
—Hoy —contestó Guillermo—. No podemos perder tiempo. Douglas empeora coda vez más y la situación es «desesperada». Es «preciso» hacer algo para salvarle de sí mismo.
—¿Quieres decir que vamos a empezar ahora? —preguntó Pelirrojo.
—Esperaremos que el «Peludo» regrese de Londres. Va allí cada día porque trabaja en un periódico, y vuelve alrededor de las seis. Por tanto, nos reuniremos delante de su casa… ¿Cómo se llama la casa?
—Roxborough —dijo Enrique.
—Sí, Roxborough. Pues nos encontraremos delante de ella a eso de las seis y empezaremos a seguirle los pasos.
Los tres se encontraron a las seis y tomaron posiciones en el lado opuesto de la carretera, manteniéndose a la sombra del seto que allí había. Roxborough tenía un aspecto de respetable solidez, con una verja de entrada y un camino interior flanqueado por laureles. Un pasaje la comunicaba con la casa contigua, Elm Mead, un edificio maltrecho y desagradable. Tras un seto mal cuidado surgía un cartel que anunciaba: «En venta».
—Esto lleva siglos sin habitar —comentó Enrique—. Es donde vivían los Hart.
—Supongo que el «Peludo» lo utiliza como cuartel general de su banda —dijo Guillermo, que estaba ya firmemente convencido de las actividades delictivas del señor Willingham—. Es probable que guarde aquí todos los productos de sus robos.
—Bueno, en realidad no es un criminal —le recordó Enrique—. Es un ciudadano perfectamente respetable. Sólo que vamos a hacerlo pasar por criminal para salvar a Douglas de sí mismo, empleando todos los medios a nuestro alcance.
—Bien podemos meternos en algo más gordo de lo que imaginamos —repuso Guillermo, ominosamente—. Hay muchos criminales que van por ahí disfrazados de ciudadanos respetables.
—¡«Mira»! —exclamó Pelirrojo—. ¡Ahí viene! Este es su coche.
Por la carretera se acercaba lentamente un coche de color gris azulado. Se detuvo ante la entrada de Elm Mead.
—¿Por qué se para aquí? —se extrañó Enrique—. Esta no es su casa.
—Sigamos vigilándole —aconsejó Guillermo—. Él… ¡«Atiza»!
El señor Willingham se había apeado del coche y sacado de él un gran paquete cuadrado, envuelto al parecer en papel muy grueso. Permaneció inmóvil unos momentos, lanzando miradas furtivas a uno y otro lado de la carretera, y después, manteniéndose a la sombra de los matorrales, enfiló el corto camino de entrada de la casa Elm Mead. Los niños le vieron abrir la puerta del garaje, desaparecer unos momentos en el interior del mismo, y reaparecer después sin el paquete. Regresó por el camino, con la misma actitud furtiva, entró de nuevo en su coche y avanzó hasta la verja de Roxborough.
—¡Atiza! —repitió Guillermo—. «Es» un criminal. Es un ladrón y oculta lo que roba en ese garaje vacío. En ese paquete llevaba cosas robadas. Probablemente, habrá asaltado hoy un banco.
—No es un paquete muy grande para proceder de un banco —objetó Enrique.
—Bueno, pues diamantes o pieles, o bien oro o planos secretos o sellos extranjeros o drogas o… algo por el estilo —dijo Guillermo—. Sea lo que sea, es algo que él tenía que esconder. Es un bandido, de eso no cabe duda… Vamos. Veamos qué era ese paquete.
—No podremos entrar en el garaje.
—Sí podremos. Esa cerradura no funciona bien. Le das un buen empujón a la puerta y se abre. La señora Hart solía hacerlo. Más de una vez la ayudé yo… Venid. Y guardad silencio. No interesa que sepa que le seguimos la pista. Si se enterase, sería capaz de cualquier cosa.
En silencio, hundidas las cabezas entre los hombros, cruzaron el camino, franquearon la cerca de Elm Mead y se acercaron al garaje. Guillermo dio a las puertas un empujón enérgico y éstas se abrieron. Los muchachos entraron. El garaje estaba vacío, salvo el paquete que habían visto en manos del señor Willingham. Ostentaban unas etiquetas grandes, de color rojo: MUY INFLAMABLE. PELIGRO. PRECAUCIÓN.
—Es una bomba —manifestó Guillermo, con toda convicción.
—¿Y para qué la ha puesto aquí? —preguntó Enrique.
—No iba a dejarla en su casa. Probablemente, su esposa no sabe nada de su vida de delincuencia, y además él no quiere que su casa vuele por los aires.
—¿Y qué va hacer con ella?
—Probablemente, es un agente secreto —explicó Guillermo— y se dispone a lanzarla en un lugar público o a ponerla en un avión. Cada día se leen en los periódicos historias de gente que arroja bombas en lugares públicos o que las mete en aviones. O bien… ¡ya lo «sé»! Probablemente la usará en ese periódico en el que trabaja. Si llega a volar todos los periódicos del país, ya no habrá periódicos y nadie sabrá lo que ocurre, y entonces él podrá hacerse con el poder y gobernar. Eso es lo que está tratando de hacer. Empezará por su propio periódico y después irá volando todos los demás.
—Tal vez sea mejor dejarlo en paz —aventuró Pelirrojo.
—¡Hombre, no podemos hacer tal cosa! —exclamó Guillermo, indignado—. ¡Sobre todo teniendo esa «bomba»! Puede explotar de un momento a otro y matar gente a muchos kilómetros a la redonda. Tenemos que «hacer» algo.
—Sí, pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Pelirrojo.
—Meterla dentro del agua —contestó Guillermo—. He leído que eso es lo que se hace con las bombas. Venga. Vamos a meterla en el agua.
—¿Cómo? —inquirió Pelirrojo.
—¿Dónde? —dijo Enrique.
Guillermo echó un largo vistazo al vacío garaje.
—No creo que aquí haya agua —juzgó—. En algunos garajes hay grifos, pero no en éste. Entremos en la casa. Podemos entrar por esa puerta que comunica con ella. Da al pasillo de la cocina. El «Peludo» tiene las llaves, pero Douglas y esa cría han estado jugando aquí y apuesto que la puerta de la cocina no está cerrada.
La puerta de la cocina no estaba cerrada. Entraron todos en ella, Guillermo sosteniendo el paquete con el brazo extendido y la cara vuelta a un lado.
—No quiero que me explote ante mis narices —explicó—. Abre el grifo, Pelirrojo.
Pelirrojo dio vuelta al grifo. No salió ni una gota de agua.
—Han cerrado la toma principal —explicó Enrique—. Hacen esto en las casas deshabitadas, por si hay heladas.
—Podrían tener el sentido común de dejar abierta el agua en caso de que haya alguna bomba —rezongó Guillermo, severamente—. Tendremos que probar en el cuarto de baño.
Probaron en el cuarto de baño, sin ningún resultado.
—Será mejor que lo dejemos —dijo Pelirrojo.
—Pues yo no estoy dispuesto a dejarlo —insistió Guillermo, testarudo—. He empezado esto y no voy a dejarlo. Voy a encontrar agua «como sea». Voy a… ¡Troncho! Debe de haber algo de agua en el depósito. Sé que hay un depósito en el altillo. Vamos a verlo.
Recorrieron el vacío y polvoriento pasillo, con unos pasos que resonaban en el desnudo piso de madera.
—Sí, ahí está —dijo Guillermo, parándose para examinar un pequeño escotillón que había en el techo—. Y en ese cuartito, al lado, hay una escalera.
Pelirrojo fue a buscar la escalera y la apoyó en el escotillón. Lentamente, subieron todos, Guillermo con el paquete en una mano y ayudándose con la otra. Una vez en el altillo, contemplaron el depósito de hierro galvanizado que llenaba la mayor parte del cuarto. Estaba cubierto por una tela metálica.
—Supongo que eso es para que no se caigan moscas en el agua —sugirió Enrique.
—No importa para lo que sirva —descartó Guillermo—. Vamos a quitarlo.
Lucharon con la tapa, infructuosamente, unos minutos, hasta que Guillermo depositó el paquete sobre la rejilla del depósito y consideró la situación.
—Podríamos llevarlo al estanque —propuso.
—O al río —dijo Enrique.
—Y también hay el estanque del jardín de la señorita Thompson —agregó Pelirrojo—, pero no sé qué quedaría de sus peces de colores si explotase allí.
—Sea como fuere, bajemos otra vez —decidió Guillermo—. De nada sirve quedamos aquí. Cada minuto es precioso con cosas como las bombas. Ni siquiera sé si la estoy sosteniendo en la posición debida. Baja tú primero, Pelirrojo.
Y entonces ocurrió la catástrofe. Al tratar Pelirrojo de asegurar el extremo de la escalera que descansaba en el abierto escotillón, resbaló entre sus manos… y con un fuerte estruendo cayó sobre el piso de madera del pasillo.
—¡Eres un «manazas», Pelirrojo! —gritó Guillermo.
—Lo siento —murmuró Pelirrojo—. No sé cómo se me ha ido de las manos.
Tres rostros angustiados contemplaron los casi cuatro metros de espacio vacío.
—No es aconsejable saltar —dijo Guillermo—. Puestos a elegir entre rompernos el cuello y que nos mate una bomba, yo prefiero que me mate una bomba. No quiero ir por ahí el resto de mi vida con el cuello roto —dejó caer el escotillón—. Mejor será cerrarlo, para que no nos caigamos por él.
Rodearon otra vez el depósito, contemplando el paquete. Parte del saludable color de Guillermo se había desvanecido.
—¡Troncho! —exclamó—. ¡Encerrados aquí para toda la vida, y con una bomba!
—Y es posible que no sea muy larga —remachó Enrique—. La vida, quiero decir.
—¿Cuándo explotará? —preguntó Pelirrojo.
—En cualquier momento —contestó Guillermo—. Nunca se sabe con las bombas. Y aunque no explote, podemos pasamos aquí meses enteros sin que nadie nos encuentre. Es una casa tan vieja y destartalada que apenas viene nadie a echarle un vistazo. Podemos morimos de hambre antes de que alguien nos encuentre.
Pelirrojo parpadeó, nervioso.
—¿Cuánto tiempo se necesita para morirse de hambre? —consultó.
—No lo sé —dijo Enrique—. Creo que es una muerte larga y lenta. Pero de todos modos es probable que la bomba explote antes de que esto ocurra… ¡Corcho! Hay montones de cosas que yo hubiera hecho de haber sabido que iba a pasar esto. Hubiese terminado aquel modelo de astronave para que la gente tuviese algo para recordarme.
—Y yo hubiera hecho aquel experimento de fabricar un imán con un cortaplumas —manifestó Pelirrojo—. Ahora nunca sabré si habría salido bien o no.
—Desde luego, si yo hubiera sabido que iba a ocurrir esto —intervino Guillermo— vosotros no habríais venido aquí y esto no habría ocurrido, y si no hubiera ocurrido vosotros no habríais podido saber que iba a ocurrir porque no habría sucedido entonces, y… —un momento de reflexión le hizo constatar que su explicación se estaba saliendo de todo cauce y optó por volver al problema inmediato—. Sea como fuere, «hagamos» algo. Ha de haber alguna manera de salir de aquí —sus ojos recorrieron el techo y se detuvieron en una claraboya cubierta de telarañas, que había sobre el depósito—. Probemos esto…
Cautelosamente, depositó el paquete en el suelo y trepó al depósito. Con un chirrido prolongado, la claraboya se abrió poco a poco. Guillermo atisbó desde la abertura.
—Podríamos salir por ese tejado…
—Pero esto no nos acerca más al suelo —objetó Pelirrojo—, y si esa bomba explota nos alcanzará igualmente si nos encontramos en el tejado.
—No sé —dudó Enrique—. Hay la fuerza de la gravedad…
—Bueno, vamos —resolvió Guillermo—. Salgamos de una vez de aquí.
Precedidos por Guillermo, se izaron a través de la abierta claraboya. El tejado era plano, bordeado por un bajo parapeto. Se acercaron a éste y miraron por encima del borde. A través de los árboles pudieron ver el jardín de Roxborough y el pasaje que había entre las dos casas.
—¡Atiza! ¡Mirad al pobre Douglas empujando a la chica en el triciclo por el césped! —exclamó Guillermo—. Es hora de que lo salvemos de sí mismo.
—Y allí está el «Peludo» —observó Enrique—, paseando por el callejón entre las dos casas.
Estiraron los cuellos para mirar por encima del parapeto.
Pudieron ver al señor Willingham en el extremo más distante del callejón. Caminaba con pasos inciertos y vacilantes.
—Anda como si estuviera ciego —observó Guillermo.
—Tiene los ojos cerrados —aseguró Pelirrojo.
—Ahora los ha abierto…
—Nos ha «visto». Nos está mirando, ahora mismo, fijamente.
—Ha dado media vuelta… Se va por donde ha venido.
—Y ahora camina muy deprisa. Casi está corriendo…
—Sabe que le seguimos la pista —aseveró Guillermo—. Sabe que hemos encontrado su bomba. Va a buscar un arma mortífera para emplearla contra nosotros.
—O a reunir a su banda de criminales —apuntó Pelirrojo.
—Sí —admitió Guillermo—. Rodearán la casa y caerán sobre nosotros cuando tratemos de salir y… y nadie sabrá nunca lo que fue de nosotros.
—Tal vez la bomba acabe con ellos.
—También acabará con nosotros si explota.
—Vamos —dijo Guillermo—. Encontraré un medio para salir de ésta.
—El «Peludo» ha entrado ahora en su casa.
—¡Oye, «vámonos» de una vez! —exclamó Guillermo.
Había encontrado una tubería conveniente que descendía desde un conveniente desagüe en estrecha proximidad con un árbol conveniente, y ya había puesto una pierna sobre el parapeto, aferrándose a una rama del árbol para conservar el equilibrio y disponiéndose a descender por la cañería. Los demás le siguieron más lentamente.
Al llegar todos al suelo, se miraron entre sí.
—Tienes la cara llena de telarañas, Guillermo —dijo Pelirrojo.
—Y tú también —replicó Guillermo—. Todos nosotros. Se nos pegaron al salir por la ventana.
—¿Y qué haremos ahora? —quiso saber Enrique.
—Irnos a casa —propuso Pelirrojo—. La bomba puede explotar en cualquier momento.
—No podemos irnos hasta haber salvado a Douglas de sí mismo —repuso Guillermo—. Esto es lo que decidimos y vamos a «hacerlo». Hemos de demostrarle que el «Peludo» es un criminal. Le contaremos lo de la bomba y apuesto que se quedará helado… Vamos. Veamos qué está haciendo ahora.
Por el callejón llegaron a la cerca lateral de Roxborough, y ocultándose detrás del seto atisbaron al otro lado.
La señora Willingham estaba sentada en un banco del jardín y hacía labor. Patsy se había instalado en el columpio y Douglas estaba empujándola.
Había en el rostro de Douglas una expresión estática pero un tanto fatigada.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo, arrugando la cara (todavía velada por unas cuantas telarañas) en una mueca de asco—. ¡Empujando a una «chica» en el columpio! ¡«Pobre» Douglas!
Patsy saltó entonces del columpio y echó a correr por el césped, seguida por Douglas.
—¡Sabe Dios qué van a hacer ahora! —dijo Guillermo, olvidando toda cautela y asomando la cabeza por encima de la cerca.
En este momento, el señor Willingham salió por la puerta de acceso al jardín.
—¡Hola, hola! —rugió el señor Willingham—. ¡Un visitante inesperado! ¡«Tres» visitantes inesperados! ¡Adelante, chicos! ¡Entrad, entrad!
De mala gana, abrieron la puerta de la cerca y entraron. El señor Willingham se sentó junto a su mujer en el banco del jardin, e hizo un gesto invitador en dirección a los chicos.
—¡Sentaos, sentaos! —exclamó—. Quiero que os pongáis cómodos. Tengo algo que contar y me gusta un público tan numeroso como sea posible.
Guillermo, Pelirrojo y Enrique se sentaron en el césped, frente al banco, y Douglas y Patsy algo distantes de ellos. Douglas parecía azorado y evitaba la mirada de Guillermo. El señor Willingham se volvió hacia su esposa.
—He aceptado el puesto —anunció.
Ella levantó su plácida mirada de su labor.
—¿Sí, querido?
—¿No te alegras? —preguntó él.
—Creo que será estupendo, querido —dijo ella—. Un cambio siempre es un cambio.
—¡Cierto, cierto! —exclamó su esposo. Se volvió hacia los niños—. Pero debo una explicación a mi audiencia. Debo situaros en la cuestión. Tal vez sepáis ya que dirijo una modesta revista titulada «Hobbies». Trata, claro está, de toda clase de entretenimientos y aficiones… Pues bien, he recibido una oferta para dirigir una revista similar, aunque tal vez con mejores perspectivas, en Escocia. Durante días y días, mi mente ha sido un torbellino.
—Atrapado por el dilema —apuntó Enrique.
—¡Exactamente, exactamente! —aplaudió el señor Willingham—. Atrapado entre dos alternativas: aferrarme a lo familiar, lo seguro, lo monótono, o bien lanzarme a lo desconocido, a la aventura en terrenos totalmente nuevos y vírgenes. Aceptar o rechazar la oferta de trabajo que demostrara ser más interesante y provechosa, pero lo que expone a los helados vientos del cambio, también le envuelve a uno en nuevas amistades, nuevos contactos, un nuevo ambiente, nuevas ideas, nuevas perspectivas…
—Nuevas alfombras, nuevas cortinas… —murmuró su esposa.
—Exactamente, exactamente, querida. Lo has resumido todo en cuatro palabras. Pues bien, como decía, en estos momentos mi mente se negaba a llegar a una decisión…
—Recordarás, cariño —le interrumpió su esposa—, que esta tarde dijiste que te decidirías hoy, antes de ponerse el sol.
—Es cierto, querida, y yo soy hombre de palabra. Estaba sentado ante mi escritorio, reflexionando, titubeando, zarandeado por las oleadas de pros y contras, cuando de pronto observé que el sol descendía hacia el oeste y entonces recordé mis palabras. La suerte debía quedar echada antes de que se pusiera el astro rey. Y de repente decidí dejar la decisión en manos de la diosa del Azar. Decidí dar veinticuatro pasos por el callejón lateral con los ojos cerrados. Después abriría los ojos y si lo que me rodeaba no había experimentado cambio alguno, ni siquiera en los nimios detalles, rehusaría el empleo, pero si a mi alrededor se había producido algún cambio, por pequeño que fuese, mientras yo caminaba mis veinticuatro pasos con los ojos cerrados, aceptaría la oferta —soltó una risita vergonzosa—. Explicado así, parece una tontería, ¿verdad? No creo que vosotros, muchachos, hagáis nunca tonterías como ésa.
—Nosotros contamos vacas —dijo Guillermo, con dignidad.
—No es mala idea —reconoció el señor Willingham—. La próxima vez lo probaré.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Enrique.
—Pues miré atentamente a mi alrededor y registré todos los detalles. Después cerré los ojos y di mis veinticuatro pasos. Seguidamente, me detuve, abrí los ojos y volví a mirar a mi alrededor.
—¿Y había algo que fuese diferente? —preguntó Patsy.
—Ya lo creo que sí, cariño. En el tejado de Elm Mead había gente que no estaba allí cuando yo cerré los ojos. No tenía conmigo las gafas de larga distancia y los árboles son allí bastante frondosos, pero no cabe duda de que en el tejado había unas personas que antes no estaban allí. Recordé entonces que el administrador había dicho que varias tejas necesitaban ser cambiadas y supuse que habría enviado unos operarios para examinarlas… Sea como fuere, entré en casa y telefoneé a esa revista de Escocia y les dije que aceptaba el puesto. Quieren que vaya en seguida y, por tanto, no vamos a quedarnos mucho tiempo aquí. Nos tienen preparada una casa amueblada, por lo que podemos abandonar ésta en seguida y dejarla en manos del administrador de fincas. ¿Qué te parece, querida?
—Nunca he estado en Escocia —contestó la señora Willingham, con su plácida sonrisa—, pero siempre he oído decir que es un lugar muy agradable.
—En cuanto a ti, pequeña —dijo el señor Willingham a Patsy—, mañana mismo te irás. He telefoneado a tu abuela para preguntarle si podíamos dejarte con ella hasta haber completado el traslado. Aunque parezca extraño, se mostró encantada y mañana vendrá a buscarte.
—¡Oh, estupendo! —exclamó Patsy.
Douglas le dirigió una mirada de reproche.
Gradualmente, Guillermo, Enrique y Pelirrojo se iban recuperando de su estupefacción.
—En cuanto a la bomba… —comenzó Guillermo.
—¿Qué bomba? —preguntó el señor Willingham.
—La bomba del garaje… el garaje de Elm Mead.
—¡Oh, eso no es una bomba! —se rió el señor Willingham—. Es una caja de fuegos artificiales para interiores. Alguien quería publicar en «Hobbies» un anuncio de fuegos artificiales para fiestas en casa. A mí me pareció un poco peligroso y decidí probarlos yo mismo antes de aceptar el anuncio. Les pedí que me mandaran una caja y la traje a casa desde la oficina, y la escondí en el garaje de Elm Mead, para que esta jovencita no la encontrase y no saliera volando por los aires. Es una criatura muy curiosona, ¿sabéis?
—Vamos a probarlos ahora, papá —suplicó Patsy.
—¿Y por qué no? El subdirector me llamó por teléfono apenas llegué a casa y me dijo que él los había probado ya y que eran totalmente inofensivos… Sí, vamos a celebrarlo con un pequeño castillo de fuegos artificiales. ¡Vamos! Los sacaré de ese garaje.
—Es que… es que no están en el garaje —tartamudeó Guillermo.
—¿Pues dónde están?
—Junto al depósito, en el altillo —explicó Guillermo.
—¡Dios mío! ¿Y cómo pudieron llegar hasta allí?
—Nosotros los llevamos —contestó Guillermo, con sencillez.
—Está bien, supongo que tendríais vuestras razones —admitió el señor Willingham. Evidentemente, no era hombre dispuesto a malgastar su tiempo profundizando en misterios—. Yo subiré y los traeré.
Echó a andar, presuroso, hacia la cerca.
Los Proscritos se miraron entre sí, de nuevo atónitos y silenciosos.
Los cuatro se encaminaron lentamente hacia sus casas. Guillermo y Pelirrojo caminaban delante, seguidos por Enrique y Douglas. Los fuegos artificiales para interiores habían sido un éxito total. Centelleantes volcanes, chisporroteantes cascadas, estrellas fugaces y una lluvia de oro habían iluminado la oscurecida habitación, mientras las bengalas y las fuentes mágicas llenaban todos los momentos de calma.
—Ha sido impresionante, ¿verdad? —comentó Pelirrojo.
—Ya lo creo —admitió Guillermo, y se volvió hacia Douglas—. Y lo hemos salvado de sí mismo.
—Sí —corroboró Pelirrojo—. Ha costado un poco, pero nos ha salido muy bien.
Se detuvieron y esperaron hasta que Enrique y Douglas se unieron a ellos, y entonces reanudaron su camino. Guillermo dirigió a Douglas una mirada de afectuosa solicitud.
—¿Cómo te sientes ahora, Douglas? —preguntó—. ¿Algo mejor?
—Algo mejor, sí —respondió Douglas—, pero es terrible pensar que no voy a volver a verla nunca más.
—Lo superarás, Douglas —le animó Enrique.
—Sí, supongo que sí —admitió Douglas.
—Con el tiempo, te hubieras aburrido como una ostra —dijo Pelirrojo—. Eso de empujarla con el triciclo y columpiarla…
—Sí, supongo que sí —reconoció Douglas.
—El miércoles te dejaste perder una cosa fantástica —le dijo Guillermo—. Fuimos al estanque que hay junto a la cantera e hicimos navegar balsas por él. Podríamos ir otra vez mañana. ¿Te gustaría?
—Sí, creo que sí —contestó Douglas. Había aparecido una nota de anhelo en su voz—. Ya lo creo, vayamos.
—En realidad, te alegras de que todo haya terminado, ¿no crees, Douglas? —preguntó Enrique.
—Bueno, era un poco como estar atado —admitió Douglas—, pero… —suspiró profundamente— ha sido una gran experiencia.