GUILLERMO Y EL ASNO
—Vino ayer a cenar con mi familia —dijo Enrique—, y es un hombre que «sabe».
—¿Qué es lo que sabe? —inquirió Guillermo.
—Sabe de lo que está hablando. Estuvo a punto de ir al Parlamento y está en un comité para salvar la campiña.
—Eso está muy bien —comentó Douglas, impresionado.
—Pero ¿qué dijo? —quiso saber Guillermo.
—Estoy tratando de explicarlo —dijo Enrique—. Es algo muy importante y puede significar una tragedia para todos nosotros.
—Bueno, sigue. «Explícate» —le apremió Pelirrojo.
—Pues bien, dijo que él vivía en una casa en medio de los campos y los bosques y que se fue de vacaciones, y al volver encontró todos los campos revueltos y todos los bosques cortados, y casas por todas partes, y dijo que esto podía ocurrirle a «cualquiera».
Estaban sentados los cuatro en el viejo establo. Guillermo echó un vistazo a la puerta abierta, cuyo umbral enmarcaba una vista de campos y prados bañados por el sol, con franjas de bosque a lo lejos.
—Bueno, nadie está construyendo por aquí —dijo—, de modo que «nosotros» estamos a salvo.
—De momento —observó Enrique—. Sólo de momento. Aquel hombre dijo que «cualquiera» podía despertar una mañana y encontrar casas creciendo por todas partes y, cuando han empezado, ya es tarde para detenerlos a causa de esos planos.
—¿Qué planos? —preguntó Guillermo.
—Hacen planos para construir casas —explicó Enrique—. Como si dijéramos unos dibujos de ellas, ¿sabes?, y los enseñan en una reunión del alcalde y los concejales, y éstos los aprueban. Y una vez aprobados, nadie puede impedirles que construyan las casas.
—¿Y no puede la gente ir a esa reunión y evitar que el alcalde y los concejales los aprueben? —quiso saber Guillermo.
—Sí, podrían hacerlo, pero la gente corriente no va a las reuniones porque no tiene tiempo, de modo que la primera noticia es que despiertan una mañana y encuentran casas por todas partes a su alrededor, y todos los campos y bosques han desaparecido y eso puede ocurrirle a «cualquiera». Podría ocurrirnos a «nosotros». «Podemos» despertar una mañana y encontrar todos nuestros campos llenos de casas.
—Quizá sólo nos dejarían el cobertizo —insinuó Douglas, patéticamente.
—No, no nos lo dejarían —dijo Enrique—. Ese hombre dijo que había un establo pintoresco en uno de los campos, junto a su casa, y ellos lo derribaron.
El horror se pintó en las caras de los Proscritos.
Habían considerado el viejo cobertizo, un cobertizo abandonado y ruinoso en el ángulo del campo como lugar seguro para siempre. Había sido su refugio, su lugar de reunión, el telón de fondo de todas sus aventuras hasta allá donde alcanzaba su memoria. En él habían planeado sus golpes más audaces, en él se habían ocultado de sus enemigos y lo habían utilizado como barco, avión, isla desierta, guarida de piratas, ladrones o espías, e incluso había hecho las veces de Scotland Yard. Tenía para ellos la naturaleza de un hogar, más incluso que aquellas pulcras viviendas en las que comían, dormían y acataban —en mayor o menor grado— las normas de la autoridad. Todo esto lo habían dado como cosa segura. No habían pensado en ello… hasta hoy. Y hoy, al enfrentarse a la monstruosa posibilidad de su pérdida, se sentían pasmados y consternados.
—Y no hay «nada» que podamos hacer —suspiró Douglas.
Pero las facciones de Guillermo estaban adoptando ya la férrea y resuelta expresión de resolución que nunca había dejado de tranquilizarles y, mientras le observaban, parte de su pesar se disipó.
—Bueno, eso no puede ocurrir con tanta rapidez —dijo—, quiero decir que no pueden construir campos llenos de casas, todo en una sola noche. Primero tienen que tomar algunas medidas y nosotros veremos cómo lo hacen.
—¿Y qué haremos «entonces»? —preguntó Pelirrojo—. Nosotros no podemos luchar contra un alcalde y todos sus concejales.
—¡Oh, ya encontraremos la manera! —aseguró Guillermo—. A mí no me asusta ningún alcalde ni ningún concejal. Sólo son «personas» igual que nosotros.
—Pero ¿qué haremos? —insistió Pelirrojo.
—Lo primero que debemos hacer es apostar un centinela —explicó Guillermo—. ¡Escuchadme ahora! Cada día rondamos por esos campos. Uno de nosotros montará guardia siempre, para que no puedan comenzar nada sin que nosotros lo sepamos, y apenas veamos que alguien está midiendo… bueno, entonces trazaremos nuestros planes.
—No tenemos ni la menor esperanza —manifestó Douglas, desalentado.
—Tenemos la razón a nuestro lado —sentenció Enrique.
Durante la semana siguiente, los Proscritos patrullaron diariamente los campos alrededor del cobertizo. Habían decidido, de mala gana, no llevar armas ni disfrazarse. Tales cosas satisfacían su sentido de lo dramático, pero hubieran podido llamar la atención sobre sus movimientos y tal vez incluso atraer la mirada de algún ávido constructor hacia el envidiable emplazamiento que ofrecían los campos.
Primero examinaron cada palmo de terreno y excavaron en busca de huellas de posibles agrimensores, escrutando cada rincón del viejo establo con la ayuda de la lupa de Enrique, y siguiendo a los inocentes habitantes que utilizaban el atajo a través de los campos para ir a sus casas. Pero al cabo de una semana o poco más, estas actividades empezaron a languidecer. Otros asuntos interesantes reclamaban su tiempo y sus energías. Su celo inicial comenzaba a ceder y la ausencia de todo signo de edificación aportó un elemento de monotonía a la situación.
—No podemos seguir vigilando la hierba el resto de nuestras vidas —dijo Guillermo, irritado—. Nos volveremos locos si durante el resto de nuestras vidas no hacemos más que vigilar los campos y buscar a personas que no vienen. Podemos malgastar en esto todas nuestras «vidas». Voto para que paremos un poco y sigamos como antes. Podemos ir al viejo cobertizo cuando queramos y no cuando no queramos ir… No terminamos aquella torre de control que estábamos construyendo en el árbol de Pelirrojo.
Los otros asintieron, con una cierta sensación de alivio.
—Hay un momento y un lugar para cada cosa —comentó Enrique, con su aire habitual de filosófica sabiduría.
—Yo ya me conozco a cada insecto de estos campos —manifestó Douglas—. Estoy harto de sus caras y apuesto que ellos también lo están de la mía.
—Bueno, para «eso» no se necesita ser un insecto —replicó Guillermo con duro sarcasmo, iniciando una pelea a la que se sumaron todos.
Por tanto, fue una auténtica casualidad el que Guillermo, al pasar por la carretera unos días más tarde, transportando una antigua pantalla de chimenea, observara la presencia de dos hombres en el campo, junto al viejo cobertizo. Uno era alto, con cabellos grises y cejas muy pobladas, y el otro era bajo y grueso, con una barba negra. El de los cabellos grises sostenía el extremo de una larga cinta métrica y el barbudo se agachaba en el otro extremo. Después enrollaron la cinta en su estuche y el hombre de los cabellos grises tomó notas en una libreta de aspecto oficial, levantando los ojos de vez en cuando para lanzar miradas calculadoras alrededor del campo.
Guillermo tuvo la impresión de que su corazón cesaba de latir. Se quedó petrificado, mirando por encima del seto, boquiabierto y pintada la desolación en su cara. Después dejó caer la pantalla en la cuneta, cruzó la entrada de la cerca y, con las manos en los bolsillos, fruncidos los labios para emitir un desafinado silbido y clavada una mirada vacua en la distancia, se encaminó hacia los dos hombres y se detuvo cerca de ellos, al parecer absorto en la operación de estirar sus calcetines desde su posición habitual alrededor de los tobillos, y darles un ajuste más correcto. Los dos hombres le miraron sin el menor interés y continuaron su conversación.
Guillermo tuvo la impresión de que su corazón cesaba de latir.
—Aquí podríamos poner seis —dijo el hombre de los cabellos grises, señalando el campo alrededor del viejo cobertizo.
—Fácil —replicó el otro. Indicó con la mano el seto—. Y aquí podríamos hacer una entrada y poner otras seis en aquel campo.
Guillermo había oído ya lo suficiente. Abandonando su aire de indiferencia, echó a correr por el campo, saltó la cerca y se dirigió hacia la casa de Pelirrojo. Allí encontró, en el jardín, a Pelirrojo, Enrique y Douglas. Formaban un grupito al pie del castaño, donde habían reunido diversos materiales —un neumático usado, una caja de embalaje, un par de escaleras de mano, varios tablones y una silla de jardín prácticamente desintegrada— para la construcción de la torre de control.
—¿Dónde está tu pantalla? —preguntó Pelirrojo.
—Déjate de pantallas —contestó Guillermo, todavía sin aliento—. Ya han empezado.
—¿Empezado qué?
—A construir casas, desde luego. Van a poner seis en nuestro campo y seis en el de al lado.
Le miraron boquiabiertos.
—¡Atiza!
—Por tanto debemos «pararlos» —dijo Guillermo—. Debemos pararlos antes de que lleven los planos a la reunión del alcalde y los concejales. Sólo acaban de empezar, de modo que hemos de pararlos antes de que puedan continuar.
—¿Cómo? —preguntó Enrique.
—Oídme todos —dijo Guillermo. En su rostro había firmeza y resolución. Los demás le rodearon—. Aquel hombre del cabello gris era el arquitecto. Tiene que serlo porque estaba midiendo el suelo y tomando notas, de modo que es el primero al que hemos de parar. Si él no hace los planos no pueden construir las casas. Es razonable, ¿verdad? Por tanto, tenemos que impedir que haga los planos.
—¿Cómo? —insistió Enrique.
—Bueno, primero tenemos que saber algo de él —admitió Guillermo—. Tenemos que saber quién es y dónde vive.
—¿Es alguien a quien conocemos? —preguntó Douglas.
—¿Qué pinta dijiste que tenía? —inquirió Pelirrojo.
—Tenía cabellos grises y cejas grandes y negras —contestó Guillermo.
—¡Troncho! ¡Yo he «visto» a un hombre así! —exclamó Enrique, excitado—. Vive en Marleigh, en aquella casa frente a la iglesia.
—Vamos, pues —ordenó Guillermo, tajante—. Vamos allí y echemos un vistazo. No hay tiempo que perder. A lo mejor, en este momento está haciendo los planos y al acabar la semana ya las habrán «construido».
Caminaron presurosos por la carretera, pero junto a la entrada de la cerca hicieron una pausa para contemplar los campos. Los dos hombres se habían marchado. Los campos estaban vacíos. El viejo establo parecía dormitar bajo el sol. Lanzaron miradas apenadas hacia él al pasar.
—¡Corcho! —dijo Pelirrojo—. Es una de esas cosas que uno no puede creer.
—No vamos a creerla —replicó Guillermo, con energía—. Vamos a «pararla».
Moderaron el paso al llegar a la iglesia de Marleigh y se detuvieron a la sombra de la entrada con sotechado del cementerio, contemplando la casa al otro lado.
Era una casita estilo Georgia, cubierta de hiedra y con un jardín bien sombreado. En la verja había el nombre: «Ivy Lodge». Un hombre trabajaba en uno de sus lados, con una azada y un nivel.
—¿Es éste el hombre? —susurró Enrique al oído de Guillermo.
—Sí, ése es —contestó Guillermo.
—Parece muy fuerte —opinó Douglas—. No creo que sirviera de nada tratar de secuestrarlo.
—Claro que no —dijo Guillermo—. Tenemos que pensar algo mejor.
—Algo «sútil» —sugirió Enrique, acentuando mal la palabra.
—Todavía no sabemos siquiera si es el arquitecto —objetó Pelirrojo.
—Ha de serlo —aseveró Guillermo.
—Si lo fuese, tendría una placa de bronce en la entrada —dijo Douglas—, igual que un dentista, y yo no veo ninguna.
—A lo mejor la tiene en la puerta de casa —alegó Guillermo—. Desde aquí no podemos verla. Acerquémonos más y echemos una mirada.
Cruzaron el camino y se detuvieron en la entrada de la casa. El hombre les miró y después dejó la azada y se dirigió hacia la verja.
—¿Queréis algo? —preguntó.
—Pues nos estábamos preguntando si era usted arquitecto —respondió cortésmente Guillermo.
—Sí, soy arquitecto —dijo el hombre—. Me llamo Anderson —hubo un destello humorístico en sus ojos—. ¿Tenéis algún interés en el ramo de la construcción?
—¡No, eso sí que «no»! —replicó Pelirrojo, con acaloramiento.
—Cállate —le susurró Guillermo en voz muy baja. Después obsequió al arquitecto con lo que quería ser una sonrisa conciliadora—. Nosotros… a nosotros nos interesa la arquitectura, eso es todo. Pensamos que… que podríamos aprender un poco lo que es, por si queremos serlo también cuando seamos mayores.
—Excelente idea —aplaudió el hombre. En aquel momento, el reloj de la iglesia profirió cuatro campanadas resonantes. El arquitecto consultó su reloj de pulsera—. ¡Dios mío! Olvidé que mi reloj atrasa. Tengo que tomar un tren… Sí, es una profesión interesante, pero hoy no tiene mucho objeto. Está todo demasiado reglamentado y… Bueno, tengo que darme prisa. ¡Adiós!
Cogió la azada y el nivel y desapareció tras la esquina de la casa.
—Bueno, no hemos hecho gran cosa con «eso» —comentó Douglas.
—¡Ya lo «creo» que sí! —exclamó Guillermo—. Hemos descubierto que él es el hombre que está planeando estas casas y ahora tenemos que…
—Trazar nuestros planes —le ayudó Enrique.
—Sí, y ha sido muy astuto por mi parte eso de decirle que estamos interesados en la arquitectura. Ahora podemos hablarle de ella cada vez que se nos antoje.
—¿Y de qué va a servirnos «eso»? —preguntó Douglas.
—Ya os lo diré… —repuso Guillermo—. Pero ahora no conviene que nos quedemos aquí. No interesa que sospeche de nosotros. Vámonos. Volvamos al viejo cobertizo y celebremos una reunión.
—Mientras podamos —dijo Douglas, con amargura.
Caminaron lentamente a través de los campos, en dirección del viejo establo.
—Parecía un tipo simpático —comentó Pelirrojo.
—Es que es muy astuto —replicó Guillermo.
—Los que parecen simpáticos siempre son los de corazón más ruin —remachó Enrique.
Llegaron al viejo establo y se acomodaron para la reunión: Guillermo y Enrique sentados en dos cajas de embalaje, Pelirrojo y Douglas en el suelo.
—Ahora escuchadme todos —exigió Guillermo—. Ese hombre es el que va a hacer los planos para esas casas. Lo hemos comprobado y esto nos da una buena ventaja. Pues bien, si él no hace los planos, ellos no pueden construir las casas porque no habrá planos que el alcalde y sus concejales puedan aprobar.
—Pero si él «quiere» hacer planos… —comenzó Enrique.
—Tenemos que impedir que él «quiera» hacer planos —dijo Guillermo—. No podemos impedir que él haga planos si es esto lo que quiere, pero hemos de impedir que «quiera» hacerlos.
—Tenemos que impedir que él «quiera» hacer planos —dijo Guillermo.
—¿Cómo? —preguntó Enrique.
—Asustándole —contestó Guillermo.
—¿Asustándole?
—Sí —afirmó Guillermo—. Hemos de pensar una manera de asustarle. Para asustarle, pensemos en cosas terribles que le han ocurrido a la gente en casas.
—Asesinatos y embrujamientos —apuntó Pelirrojo.
—Sí, podríamos probar con esas cosas —dijo Guillermo—. Y recuerdo que en algún lugar del extranjero había una tumba que todos los que tenían algo que ver con ella acababan muy mal.
—Sí, yo también lo recuerdo —confirmó Enrique—. Era una tumba egipcia.
—Y una vez yo leí algo sobre una joya que había pertenecido a un ídolo —explicó Pelirrojo— y todo el que trataba de llevarla se volvía loco de atar. Y eso es «verdad» porque un chico me contó que conocía a un hombre que conoció a un hombre al que le había pasado esto. Era un chico al que conocí en unas vacaciones en la costa y… —soltó una risita— trató de empujarme desde el paseo y fue él quien se cayó al mar.
—No veo que podamos emplear esto en una casa —rezongó Guillermo, escéptico.
—Podríamos intentarlo —dijo Pelirrojo.
—Y hay también la magia negra —sugirió Enrique.
—¿Qué es eso? —preguntó Guillermo.
—Tiene que ver con los diablos —explicó Enrique—. Si hubo personas que hicieron magia negra en estos campos, todo el que construye casas en ellos o quiera vivir en ellas… bueno, durante toda su vida se verá acosado por los diablos. Hay también signos de magia negra, de los que emana el mal y hielan la sangre en las venas, y que dan mala suerte a cualquiera, de modo que todo lo que hagas sale mal y se convierte en ruinas.
—Eso está muy bien —aprobó Guillermo—. Lo probaremos todo. Tú, Enrique, le hablas de los embrujamientos, Pelirrojo de la tumba y Douglas de la joya, y yo haré la magia negra, y apuesto que le asustaremos tanto que en toda su vida volverá a hacer ningún plano.
—Estoy seguro de que no escuchará —pronosticó Douglas.
—Sí, ya lo creo —aseveró Guillermo—. Yo me mostraré muy cortés, de modo que tendrá que hacerlo.
Se reunieron a la mañana siguiente y, a través de los campos, se dirigieron hacia Marleigh. Encontraron al arquitecto subido a una escalera en el camino, recortando su seto.
Guillermo se acercó y carraspeó con un extraño ladrido que obligó al hombre a volverse, sobresaltado.
—Hola —dijo—. ¡Los arquitectos en ciernes! ¡Bien, bien, bien!
Y seguidamente se volvió de nuevo y siguió recortando el seto.
Los Proscritos quedaron un tanto desconcertados.
Guillermo aclaró de nuevo su garganta, emitiendo una nota todavía más alta y al mismo tiempo más siniestra.
—Sólo queríamos hacerle unas cuantas preguntas sobre arquitectura —dijo, exhibiendo los dientes en su más amable sonrisa—, si no es demasiada molestia. Quiero decir, si no le molesta que le interrumpamos.
—No faltaría más —dijo el hombre, inclinándose para atacar un saliente particularmente grueso de la parte inferior del seto.
—¿Conoce aquellos campos en los que hay un viejo cobertizo? —preguntó Guillermo.
—Creo que sí —contestó el hombre.
Guillermo soltó una seca risotada.
—Pues lo siento mucho por todo el que intente construir casas en ellos —dijo.
—¿Por qué? —quiso saber el hombre.
—Sigue tú —murmuró Guillermo, dando un codazo a Enrique.
Allí se han cometido asesinatos —explicó Enrique—. Asesinatos y… y cosas tenebrosas. Todo está teñido en sangre y poblado por los espectros más espantosos. Nadie podría dormir una sola noche en una casa construida en ellos y todo el que «construya» casas allí… bueno, su destino quedará sellado apenas empiece a hacerlo.
—¿De veras? —dijo el hombre, distraído.
Concentraba ahora toda su atención en una desigualdad del seto, exactamente sobre su cabeza.
Guillermo dirigió una mueca apremiante a Pelirrojo y empujó a éste hacia el seto.
—Y… y hay un lugar hueco en el campo —narró Pelirrojo—. Se sabe que está hueco si se golpea encima y… y yo creo que es como una antigua tumba egipcia y si alguien empieza a excavar allí para hacer casas, morirá fulminado o se volverá loco de atar.
—¿Podéis apartaros un poco? —rogó el hombre—. Quiero ver si esto ha quedado bien nivelado… Pásame las tijeras que hay en la carretilla, ¿quieres?
Guillermo le pasó las tijeras y asestó un codazo a Douglas.
—¡Continúa! —le apremió.
—Pues yo… yo tengo la impresión —tartamudeó Douglas— de que hay allí joyas escondidas que habían pertenecido a un ídolo y… Pelirrojo conoció a un hombre que tenía una de estas joyas y lo empujaron desde el paseo y se cayó al mar.
—¡«No» es verdad! —protestó Pelirrojo, indignado—. Lo has dicho todo mal.
—¡Callarse! —exclamó Guillermo.
Pero era obvio que el hombre no les estaba escuchando. Se había inclinado a un lado y recortaba la última desigualdad con intensa concentración.
—Y hay la magia negra —dijo Guillermo.
El hombre bajó de la escalera y les miró, concediéndoles, al parecer, toda su atención por vez primera.
—Y hay la magia negra —dijo Guillermo.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó.
Sacó de la carretilla dos listones de madera y empezó a recoger los recortes del seto esparcidos por el suelo.
—Puede hacer las cosas más espantosas a las personas —explicó Guillermo—. Puede hacerlos torturar por demonios hasta que mueran con dolores de agonía o bien convertirlas en diablos para que no puedan volver nunca más.
—Parece muy desagradable —opinó el hombre, vertiendo en la carretilla un puñado de recortes del seto.
—Supongamos —continuó Guillermo, dando a su voz un tono bajo y siniestro—, supongamos que hace usted el plano de una casa y empiezan a aparecer en él signos de magia negra, y que cada vez que hace uno nuevo «siguen» apareciendo los signos de la magia negra de modo que usted apenas puede «ver» el plano con tanto signo de magia negra… ¿se atrevería a seguir construyendo la casa a pesar de todo?
El hombre dedicó a la cuestión unos momentos de silenciosa reflexión.
—No, no creo que lo hiciera —dijo por fin—. No, estoy seguro que no lo haría —dejó las tijeras de podar en la carretilla y agarró las empuñaduras de ésta—. Bien, creo que aquí he hecho ya cuanto se puede hacer por ahora. Muy buenos días.
—Buenos días —dijeron los Proscritos y le vieron desaparecer con la carretilla por el lado de la casa.
Guillermo se volvió hacia los demás.
—Muy bien —dijo—, «ahora» ya sé lo que debemos hacer. Está tan claro como el agua. Debemos apoderamos de los planos que ha hecho para estas casas y poner en todos ellos signos de magia negra y entonces se asustará tanto que los romperá todos, y si no hay planos tampoco pueden construir las casas.
Los demás le miraron, intrigados y sólo a medios convencidos.
—Nosotros no podemos hacer signos de magia negra —objetó Enrique.
—Yo sí puedo —aseguró Guillermo—. Sé dibujar con tinta roja unos diablillos que parecen de verdad. Soy muy bueno dibujando diablos rojos. Pinté algunos en mi libro de historia y el cascarrabias de Frenchie se enfureció, pero yo sé que estaba muy asustado. Lo que ahora debemos hacer es apoderarnos de esos planos y yo dibujaré diablos rojos en todos ellos y tendrá tal susto que no dejará que construyan las casas.
—Sí, pero ¿cómo vamos a apoderarnos de los planos? —preguntó Pelirrojo.
—Tendremos que estudiar un poco esa cuestión —contestó Guillermo—. Esta noche practicaré con los signos de magia negra y mañana intentaremos apoderarnos de los planos.
Al día siguiente se reunieron en el viejo establo y Guillermo sacó de su bolsillo dos hojas de papel muy arrugadas.
—Las arranqué del medio de mi libreta de ejercicios de aritmética —explicó.
—Hiciste lo mismo la semana pasada para los barquitos de papel —dijo Enrique.
—Sí, pero todavía no está tan delgada como para que Frenchie se dé cuenta —adujo Guillermo—. ¡Mirad! —desdobló las cuartillas y las expuso ante sus amigos—. ¡Ahí están! Muy bien dibujados, ¿no es así? La tinta roja les da un aspecto especialmente «maligno», ¿no creéis? Este es de lo más espantoso, ¿verdad? Y éste, el que está sacando la lengua, es como si «emanara» el mal, ¿verdad?
—A mí me parecen más bien gatos —señaló Pelirrojo.
—Éste recuerda un poco una tortuga —criticó Douglas.
—¡Pues son unos signos de magia negra estupendos! —exclamó Guillermo, enojado—. Pueden darle a cualquiera un susto de muerte… Bien, ahora tenemos que hacernos con esos planos.
—No sabemos dónde los guarda —objetó Pelirrojo.
—Siempre podemos averiguarlo, ¿no? —repuso Guillermo—. Han de estar en algún lugar de la casa. Rodearemos su casa y esperaremos una oportunidad y entonces entraremos en ella, encontraremos los planos y pondremos signos de magia negra en ellos y…, y quedará tan asustado que no construirá ni una casa.
—La idea es buena —aprobó Pelirrojo.
—Hay leyes que prohíben entrar en las casas de los demás —intervino Douglas— y apuesto que hay leyes contra poner signos de magia negra en los planos de la gente.
—Está bien —dijo Guillermo—. Si prefieres no volver a ver nunca más el viejo cobertizo y que construyan casas en todos nuestros campos, no vengas y en paz.
Pero fue con ellos. Los cuatro volvieron a hacer el camino hasta Ivy Lodge a través de los campos. Precisamente al aproximarse a la casa vieron que el arquitecto cruzaba la verja y se alejaba por el camino en dirección opuesta. Vestía un traje oscuro de ciudad y llevaba una cartera de mano.
—Apuesto que se marcha a Londres —manifestó Guillermo, reuniendo a sus compañeros junto al escondite que les ofrecía el seto—. Esperemos hasta que se haya perdido de vista.
Esperaron hasta que dejaron de ver al hombre y seguidamente se acercaron con cautela a la casa cubierta de hiedra y se detuvieron junto a la entrada, explorando los alrededores. El jardín estaba desierto y la casa ofrecía un vago aspecto de estar también desocupada.
—Vayamos a la parte posterior —dijo Guillermo—. Apuesto que no hay nadie tampoco. Y si hay alguien, diremos que nos hemos extraviado y pediremos un vaso de agua.
Los demás le siguieron a lo largo del lado de la casa y después se detuvieron bruscamente. En la parte trasera de la casa había una terraza enlosada con unos escalones que bajaban hasta el césped, y en el último de ellos estaba sentada una niña de pocos años. Sobre cada hombro le colgaba una gruesa trenza y su cabeza se inclinaba sobre un libro. Levantó la vista al oír los pasos de los Proscritos. Guillermo había iniciado un movimiento de retirada, pero ya era demasiado tarde.
—¿Qué queréis? —preguntó la niña.
Guillermo se acercó a ella con aires de despreocupación.
—Nada —contestó—. Bueno, casi nada. Quiero decir, ¿te gustaría hacer algo para salvar la campiña?
—No, gracias —replicó la niña y volvió a concentrarse en su libro.
Guillermo decidió abordar la cuestión de modo más personal.
—¿Cómo te llamas?
—Fenella.
—Y… ¿y ese arquitecto es tu padre?
—No, es mi abuelo. Estoy en su casa porque mis papás se encuentran en el extranjero —había en su voz una nota más cálida. No le interesaban los Proscritos ni sus actividades, pero sí, evidentemente, su propia situación—. La semana que viene la pasaré en casa de mi tía y después volveré aquí, con mi abuelo, hasta que mis padres regresen.
—Tu abuelo «es» arquitecto, ¿verdad? —inquirió Enrique.
—Oh, sí, ¡es un arquitecto estupendo!
—¿Y dibuja planos para casas?
—Oh, sí, dibuja unos planos estupendos.
—¿Y ahora está dibujando varios, verdad?
—Está haciendo uno.
—¿Sólo uno? —exclamó Enrique—. Yo creía que…
—Claro que sólo hace uno para empezar —intervino Guillermo—. Será como una especie de modelo y después hará los otros iguales —se volvió hacia la niña—. Apuesto que no sabes dónde guarda este plano.
—Sí que lo sé —dijo Fenella—. Él no sabe que yo lo sé. No sabe que yo sé todo lo de ese plano, pero esta mañana lo he encontrado en un cajón de su escritorio, y así es como lo «sé».
—Apuesto que te lo estás inventando todo —dijo Guillermo.
—¡No es verdad! —exclamó la niña, indignada—. Yo lo he «visto».
—Está bien. Enséñanoslo.
—Sí, voy a hacerlo.
Se levantó de un salto y entró en la casa por la puerta posterior, para volver unos segundos más tarde con un trozo de papel que exhibió retadoramente, fuera del alcance de los Proscritos. Era, evidentemente, un fotocalco azul y en él se perfilaba con toda claridad el plano de una casa, completo con habitaciones y medidas.
—Déjanoslo —dijo Guillermo, persuasivamente.
—No —contestó Fenella.
Volvió a entrar en la casa y regresó sin el plano.
—Déjanoslo sólo por media hora —imploró Guillermo.
Fenella se sentó en el último escalón y le dirigió una mirada calculadora.
—Si lo hago, ¿qué me darás a cambio? —preguntó.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¿No puedes hacer una cosa tan insignificante como dejar un plano para salvar la campiña, a cambio de nada?
—No —replicó Fenella.
—Te daré un caramelo de palo —propuso Pelirrojo.
—No —repitió Fenella.
—Un rompecabezas con el Palacio de Buckingham al que sólo le faltan dos piezas —dijo Enrique. Y añadió—: Bueno, tal vez tres.
—No —contestó Fenella.
—Una araña de broma —sugirió Douglas—. Es como si fuese una de verdad. La pones en la almohada de alguien y pegan un salto que tocan el techo.
—No.
—Está bien, ¿qué «es» lo que quieres? —preguntó Guillermo.
—Un asno —replicó Fenella.
Guillermo soltó un respingo.
—¿Un «qué»?
—Un asno —repitió Fenella. Tomó el libro que había estado leyendo—. Las niñas que salen en este libro tienen un asno. Es un libro que se llama «Una plancha casi regalada» y las niñas que salen en él tienen un asno, y por esto yo también quiero uno. Si me dais un asno, yo os entregaré el plano.
—¡Nosotros no «podemos» darte un asno! —protestó Guillermo—. ¡Oye! Te daré un anillo que saqué de un petardo sorpresa esta Navidad. Un anillo con una esmeralda. Una esmeralda «enorme». Es tan grande que «debe» ser muy valiosa. Por esto lo he guardado.
—Yo no quiero nada más que un asno —dijo Fenella con firmeza—. Si no me regaláis un asno, podéis marcharos.
—Está bien; nos marcharemos, pues —exclamó Guillermo. Se encaminó hacia el lado de la casa, seguido por sus tres amigos. Al llegar al lado, se volvió y habló con toda dignidad—: Y volveremos con un asno.
—¡Atiza, Guillermo! —dijo Pelirrojo cuando llegaron al camino—. ¿Por qué has dicho esto? No podremos encontrar un asno.
—Pues «tenemos» que encontrarlo —replicó Guillermo, inflexible—. Si no queremos casas en todos nuestros campos y que desaparezca para siempre el viejo establo, tenemos que encontrar un asno.
—¿Cómo? —quiso saber Douglas.
—¡Oh, basta ya de preguntas tontas! —se irritó Guillermo—. Cada vez que trazo un plan estupendo, todos empezáis a poner peros. Bien debe haber asnos por ahí, ¿no? Hemos de poder encontrar uno en alguna parte. Caminaremos y caminaremos hasta que veamos uno.
—Oye, yo conozco bien todos estos alrededores —dijo Enrique—, y sé que no hay un asno en ninguna parte.
—Hace semanas que no hemos estado en Applelea —comentó Guillermo, pensativo—. Vamos allí. Puede haber ocurrido cualquier cosa desde que estuvimos la última vez.
—Lo que hay es muchas vacas —anunció Enrique, melancólicamente, mientras cruzaban, apresurados los campos.
—Y ovejas —añadió Pelirrojo.
—También hay orugas —dijo Douglas—. ¿Por qué se le habrá ocurrido elegir un asno?
—Y hablando de asnos —intervino Pelirrojo—, hace siglos que no veo ni uno. Es probable que se hayan extinguido, como los dinosaurios.
Atravesaron el pueblo de Applelea, dirigiendo miradas inquisitivas a sus campos y jardines.
—Yo me doy por vencido —exclamó finalmente Enrique—. El destino no nos favorece.
—Está bien —admitió Guillermo—. Iremos hasta la curva del camino y si allí no hay nada, regresaremos… ¡Corcho! —añadió, pesaroso—. Eran unos signos de magia negra estremecedores. Le hubieran dado un susto de muerte.
Lentamente, arrastrando los pies, caminaron hasta el final del camino. Y al llegar a él, se detuvieron y guardaron silencio, pasmados. De la entrada de la cerca de una casa, junto al camino, salía un asno al trote ligero. Una anciana aceleraba su marcha azuzándolo por detrás con un palo.
—¡Largo de aquí! —gritaba la vieja—. ¡Y no vuelvas si no quieres acordarte de mí! ¡Fuera de una vez! ¡Y no quiero volver a verte!
La mujer cerró la cerca y volvió a la casa, que cerró también dando un portazo.
—¡Arrea! —murmuró Guillermo—. ¡Un «asno»!
—El destino «está» a nuestro lado —sentenció Enrique.
El asno recorrió el camino con la mirada y después, poco a poco, inició un avance en dirección de los Proscritos.
—¡Acércate, asnito guapo! —le alentó Guillermo.
—¡Adelante! ¡Simpático borrico! —invitóle Pelirrojo.
—¡Buen chico! ¡Ven aquí, borrico! —agregó Douglas.
El asno elevó su voz en un sonoro rebuzno y Douglas se retiró presuroso hacia el seto.
—Bueno, queríamos un asno y ya tenemos uno —anunció Guillermo, triunfalmente.
—No es nuestro, ¿sabes? —objetó Enrique—. No puedes «apoderarte» de un asno como si tal cosa.
—Pero si pertenecía a esa vieja —protestó Guillermo— y ella no lo quiere. Así lo «dijo» bien claro.
—No sé por qué no lo quiere —dijo Enrique—. No tiene nada de malo. Parece un asno muy «bueno».
El asno dobló las orejas como si asintiera. Parecía estar esperando ansiosamente su decisión.
—Yo os diré lo que ha ocurrido —anunció Guillermo—. El periódico que leí el sábado hablaba de estas cosas. A veces, hay personas que salen de vacaciones y no tienen ningún lugar donde dejar sus animalitos domésticos, y entonces los abandonan para que se mueran de hambre. Esto es una atrocidad y apuesto a que eso era lo que estaba haciendo esa mujer. Este asno era su animal de compañía y ella se dispone a marcharse a otra parte, no tiene dónde dejarlo y lo abandona para que se muera de hambre. Lo estaba sacando de la casa a palos y diciéndole que no volviera, de modo que «debe» tratarse de esto.
—¿Y qué decía el periódico que debes hacer si encuentras uno de esos animales? —preguntó Enrique.
—Decía que si estabas seguro de que lo habían abandonado para que se muriese de hambre, era un acto de generosidad darle un hogar. Bueno, nosotros estamos seguros de que lo echaban para que se muriese de hambre, puesto que vimos como ella lo hacía, y por tanto podemos regalarlo a esa niña para que ella le dé un hogar, y conseguir los planos de la casa y poner en ellos los signos de la magia negra, y asustar a aquel hombre para que no construya las casas, y así quedará todo arreglado.
Los demás estudiaron en silencio la situación por unos momentos. El asno los miraba atentamente, echando hacia adelante una oreja y hacia atrás la otra.
—Es un asno espléndido —aseveró Guillermo con orgullo.
—Tiene un color muy extraño —dijo Pelirrojo.
—Castaño —señaló Douglas.
—No del todo —objetó Guillermo.
—Rubio —sugirió Enrique.
—Éste es un buen nombre —aprobó Guillermo—. Le llamaremos «Rubio»… Ven, «Rubio»… Acércate, muchacho. Voy a montar en él. Ayudadme.
Le ayudaron. Cabalgó sobre «Rubio» unos fugaces segundos… hasta que «Rubio» levantó sus cascos en un movimiento repentino e inesperado y Guillermo salió despedido por encima de las orejas y aterrizó a un par de metros de distancia.
—Déjame probar a mí —pidió Pelirrojo.
Probó y aterrizó en el camino, junto a Guillermo.
Los dos se levantaron y se frotaron sus magulladuras, mientras miraban a «Rubio» no sin cierta aprensión. El asno enderezó la cola, movió las orejas y empezó a dedicarse a la hierba que crecía junto a la cuneta.
—Está claro que no es de los que se dejan montar —dijo Guillermo—. Es una lástima que no tengamos un trozo de cuerda para tirar de él.
—Siempre hay su cola y sus orejas —sugirió Pelirrojo.
—Nos está vigilando —anunció Enrique.
«Rubio» les dirigía, efectivamente, miradas de soslayo mientras comía.
—Está tramando algo —aventuró Douglas.
—Tendremos que «engatusarlo» para que nos siga —dijo Guillermo, y avanzó hacia el asno—. ¡Vamos, «Rubio»! ¡Vamos, pequeño!
—Es posible que tengamos que tirar de él hacia atrás, por la cola.
—Primero, trataremos de engatusarlo un poco más —decidió Guillermo.
Pero de pronto «Rubio» bajó la cabeza y emprendió un rápido trote por el camino, dispersando a los Proscritos en su huida.
—Vamos —dijo Guillermo, levantándose—. Hay que cogerlo.
Corrieron por el camino hasta llegar a la carretera y miraron en todas direcciones. No se veía a «Rubio» por ninguna parte.
—¡Mirad! ¡Ahí está! —gritó Guillermo.
Sólo se atisbaba la cabeza del asno por encima de un seto lejano. Había cruzado la carretera y trotaba por un sendero al otro lado. Lo siguieron, pero «Rubio» era más ligero de lo que aparentaba. Los llevó por todos los caminillos y atajos que se le antojaron y de pronto, cuando creían haber perdido del todo su pista, toparon con él, erguido majestuosamente junto a la carretera y mordisqueando las ramas más bajas de un haya. Enderezó las orejas como saludo y trotó ágilmente hacia ellos.
—¡Atiza! ¡Nos ha traído cerca de nuestras casas! —exclamó Guillermo—. Nos costará una barbaridad llevarlo hasta Marleigh.
Su recorrido hasta Marleigh fue tan accidentado como Guillermo había pronosticado. «Rubio» parecía ser un animal de carácter voluble, con súbitos arrebatos de alegría y largos períodos de silenciosa reflexión. Trotaba ágilmente por la carretera y de súbito se inmovilizaba. Tiraban de él, lo empujaban y lo azuzaban, pero él se negaba a moverse hasta que volvía a acometerle el repentino arrebato de regocijo. Hubo un momento en que se echó en la cuneta y daba ya toda la impresión de disponerse a echar un sueño cuando un misterioso impulso le hizo levantarse y emprender un rápido trote en la dirección opuesta a la que habían seguido.
—Yo estoy deshecho —se quejó Douglas por fin—. Vamos a dejarlo.
—No, ni pensarlo —se obstinó Guillermo—. Dijimos que le regalaríamos un asno y lo «haremos». Tenemos que impedir que construyan esas casas, ¿no es así? Vale la pena molestarse un poco para lograrlo, ¿no crees?
—¡Molestarse «un poco»! —repitió Douglas, con una risa irónica.
—Será mejor que pase por aquí muy deprisa —aconsejó Enrique—. Estamos casi delante de la casa de la señorita Milton y ella armará un jaleo si «Rubio» intenta aquí alguna cosa.
Angustiados, llegaron a la casa de la señorita Milton. «Rubio» se detuvo ante la valla y la examinó con interés.
—Cogedlo por la cola —ordenó Guillermo, nervioso.
Pelirrojo agarró la cola del asno pero, con un rápido meneo, «Rubio» se libró de él y contemplaron, impotentes, como recorría al trote el corto camino de la entrada y entraba por la abierta puerta principal.
—¡Cáspita! —exclamó Guillermo—. ¡Ojalá no cometa ningún estropicio!
Sus esperanzas no fueron duraderas, pues se oyó el ruido de rotura de vajilla, seguido por un grito penetrante proferido por la bien conocida voz de la señorita Milton. Seguidamente, «Rubio», tras haber volcado de una coz la mesita de té en la sala de estar, salió por la puerta del jardín, en evidente buena forma y muy satisfecho de sí mismo.
—Larguémonos en seguida —aconsejó Guillermo.
Echaron a correr por el camino. Un grupo de niños del pueblo, que con los ojos muy abiertos hablan presenciado, interesadísimos, el lance, les siguió lentamente. «Rubio» abría la marcha, trotando con innegable decoro… hasta que de pronto desapareció tras otra cerca.
—¡Troncho! ¿Dónde se habrá metido ahora? —murmuró Guillermo.
No sin cierto temor, se adelantaron hasta la cerca. En el patio anterior, el general Moult estaba lavando su coche. Sobre el techo de éste había un cubo de agua del que descendía un tubo de goma con el que el general regaba la carrocería. Daba la espalda a «Rubio» y no advirtió la presencia de éste hasta que recibió en la espalda un empujoncito juguetón a consecuencia del cual el cubo cayó sobre su cabeza. Quedó sentado en el suelo, cubierto el rostro por el cubo y empapado todo él por el agua. Su rugido de furor, aunque sofocado por el cubo, fue estremecedor. Incluso sobresaltó a «Rubio», que profirió su ronco rebuzno y emprendió de nuevo el trote para reunirse con los Proscritos.
—No podemos seguir así —declaró Enrique—. Tendremos que dejarlo marchar.
—De acuerdo —asintió Guillermo, desalentado.
También él se sentía derrotado.
Echaron a correr por la carretera, pero «Rubio» no tenía la menor intención de desprenderse de sus nuevos amigos. Les siguió pisándoles los talones y mordisqueando el cuello de Guillermo cuando éste se volvía para ahuyentarlo.
—Apretemos el paso y no nos volvamos —recomendó Guillermo.
Aceleraron la marcha… pero tuvieron que volverse al oír detrás de ellos una súbita algarabía. No habían advertido la presencia del carrito del verdulero junto al camino, pero no le había pasado desapercibido a «Rubio». El asno se había apropiado ya de un manojo de zanahorias, desparramando al mismo tiempo por el suelo lechugas y coles. El verdulero salió de la casa lanzando gritos airados y «Rubio», emprendiendo el trote y balanceando alegremente el manojo de zanahorias en su boca, dejó atrás el carro y enfiló de nuevo la carretera en pos de los Proscritos.
—Vayamos al campo y procuremos deshacernos de él —sugirió Enrique.
Treparon a una valla, saltaron al campo y echaron a correr por él, pero pronto supieron que «Rubio» seguía de cerca sus huellas. No pudo pasar por la valla pero había encontrado una abertura conveniente en el seto y trotaba ya detrás de ellos, masticando todavía su manojo de zanahorias.
—De todos modos —dijo Guillermo—, ahora estamos cerca de Marleigh, de manera que lo regalaremos a aquella chica a cambio del plano, pondremos en él los signos de la magia negra y todo irá a pedir de boca.
—¡Lo dudo! —gimoteó Douglas.
«Rubio» parecía deseoso de rehabilitarse tras su anterior conducta irresponsable. Aparte de lanzar un bocado a la chaqueta de Pelirrojo y repudiarla por incomestible, y de dar caza a una vaca alrededor de un pajar, les siguió con relativa docilidad hasta llegar a la entrada de Ivy Lodge.
—Hemos de conseguir que se comporte como es debido y así ella querrá quedarse con él —dijo Guillermo—. Vamos, «Rubio». Adelante, «Rubio», guapetón.
Pelirrojo lo agarró por la cola y Enrique y Douglas por una oreja cada uno y Guillermo caminó delante, abriendo los brazos para regular el paso de la procesión. Lentamente, flanquearon la casa hasta llegar al jardín posterior. La niña seguía sentada en el escalón, leyendo su libro.
—Como verás, te hemos traído el asno —anunció Guillermo— y supongo que ahora nos dejarás esos planos de la casa.
Súbitamente, el arquitecto apareció en la abierta puerta que daba a la terraza.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué es eso?
Guillermo miró, horrorizado, a su alrededor, y decidió hacer frente a lo inevitable.
—Ella quería un asno —explicó— y nosotros dijimos que se lo daríamos si ella nos daba aquellos planos, y hemos traído un asno tal como dijimos.
—¿Qué planos? —preguntó el arquitecto.
—Los planos de aquellas casas que usted va a construir.
El arquitecto se mostró perplejo.
—Yo no voy a construir ninguna casa —aseguró.
—Sí va a construirlas —insistió Guillermo—. Yo le vi tomar medidas y ella nos ha enseñado uno de los planos.
—Está en el cajón de arriba de tu escritorio —confirmó Fenella—. Lo he encontrado esta mañana y se lo he enseñado a ellos, y «es» el plano de una casa.
—¡Eres una curiosona! —dijo el arquitecto—. Esto tenía que ser un secreto.
—¡Valiente secreto! —exclamó Guillermo—. ¡Construir casas en todas partes!
—No sé de qué estáis hablando —confesó el señor Anderson—. Mi nietecita se marchará la semana que viene para pasar unos días con una de sus tías, y yo había planeado construirle una casita en miniatura en el jardín para darle una sorpresa a su regreso. Tal vez podáis explicar qué tiene que ver el asno con todo esto. Y al propio tiempo, si tenéis algún control sobre él, quizá podáis impedir que se coma los geranios de esa maceta.
Tirando de la cola de «Rubio», Enrique consiguió apartarlo de la maceta de los geranios. El asno pateó el suelo y después se echó en el césped, con una actitud de aburrimiento y resignación algo despectiva.
—Pero… pero… —balbuceó Guillermo—. Pero usted es arquitecto y usted hizo los planos de una casa…
—Sí, claro que soy arquitecto —confirmó el señor Anderson—, pero ya no ejerzo. El año pasado me retiré, ¿sabes? En cuanto al plano… aunque sólo se tratase de una casa en miniatura para el jardín, el hábito de tantos años fue muy fuerte para mí y no pude evitar el hacerlo todo como si la casa fuese de veras, todo a escala como corresponde a un profesional. Tenía que ser un secreto, pero esa picaruela lo ha averiguado. Y ahora permitidme una pregunta: ¿por qué lo queríais vosotros?
—Porque yo le vi medir aquel campo junto al viejo cobertizo, y contar las casas que cabían en él —respondió Guillermo—. Yo le «vi».
La cara del señor Anderson se iluminó.
—¡Oh, se trata de eso! —exclamó—. ¡Cielo santo! Ahora lo comprendo. No, lo que ocurre es que yo formo parte del comité organizador de los festejos para celebrar el centenario de la concesión de la Carta de Hadley.
Guillermo le miró, estupefacto.
—Voy a explicártelo, muchacho —dijo el señor Anderson, pacientemente—. Hace largo tiempo, Hadley sólo era un pueblecillo como Marleigh, Applelea y los demás, pero hace cien años se había convertido ya en una pequeña ciudad y entonces se le otorgó una cédula real por la que adquirió representación en el Parlamento. Pensamos que esto bien justifica la celebración del centenario y a mí me incluyeron en el comité organizador de los festejos que tendrán lugar en estos campos, con tiendas, concursos, paradas de atracciones, tiros al blanco y qué sé yo qué más. Lo que yo hacía era medir el espacio para las tiendas y las paradas y averiguar cuántas cabían allí.
—Atiza… —murmuró Guillermo—. ¿De modo que nadie va a construir casas en esos campos?
—¡Desde luego que no! No hay ningún peligro al respecto. Pero sigo sin ver qué relación tiene el asno con todo esto.
Miraron hacia el asno. «Rubio» seguía tendido en el césped y Fenella se había sentado junto a él, rodeándole el cuello con su brazo y apoyando la mejilla en su oreja. En la faz de «Rubio» parecía haber una expresión de satisfacción y docilidad.
—Bueno, la cosa fue que… —comenzó Guillermo.
Su relato no fue muy coherente, debido sobre todo a los comentarios que los otros Proscritos introdujeron en él, pero al parecer el señor Anderson captó la esencia del mismo y prorrumpió en carcajadas.
—¡Ojalá hubiese llegado a casa más tarde! Me hubiera gustado ver los signos de la magia negra.
—Eran espantosos —aseguró Guillermo, solemnemente.
—Pero… ¿y a quién pertenece el asno?
—El asno es nuestro, claro —contestó Guillermo—. Vimos que alguien lo echaba de su casa para que se muriese de hambre porque ellos se marchaban de vacaciones, y entonces nosotros lo recogimos para darle un buen hogar.
—Sí, pero… —quiso objetar el señor Anderson, pero algo llamó su atención—. ¡Hola! ¿Qué ocurre?
Un hombrecillo se acercaba desde el lado de la casa. Tenía una cara enjuta y unos ojos azules y vivarachos. Su boca se abrió en una sonrisa cuando vio a «Rubio».
—¿De modo que estás aquí, granujilla? —exclamó, riéndose—. ¡Buena caminata me has hecho dar!
—Veamos si llegamos al fondo de este asunto —dijo el señor Anderson—. ¿De quién «es» este asno?
—Es mío, señor —contestó el anciano—. Es el mejor asno del mundo pero yo tuve que ir a vivir con mi hijo en Applelea. No podía valerme a causa de mi reuma. Y Neddy se vino conmigo. Pero en la casa de mi hijo no hay lugar para Neddy y el pobre se dedica a vagabundear —volvió a reírse—. Siempre le ha gustado mucho vagabundear, entrar y salir en los jardines de todas las casas. La pobre señora Abbott está muy enfadada con él, y con razón. Siempre le está buscando sus lechugas. Ella me ha dicho que esta mañana tuvo que echarlo. Primero no pude imaginar adónde habría ido, hasta que después oí comentar que iba callejeando por ahí con esos cuatro chicos.
—Creímos que andaba perdido —dijo Guillermo.
—Así lo parecía —confirmó Pelirrojo.
—Siempre lo hace —dijo el hombre, con otra risita—. Es un juerguista. Tiene un gran sentido del humor —su rostro se ensombreció—. Pero tengo que deshacerme de él. Ya no puedo tenerlo por más tiempo en casa de mi hijo. No sería justo para ninguno de los dos —lanzó un suspiro—. Hemos pasado muy buenos ratos, Neddy y yo. Antes de que empeorase mi reuma, íbamos los dos a ferias y fiestas, y yo dejaba que los chiquillos lo montasen. Todavía guardo lo silla. Cabalgaban dos en él, espalda contra espalda.
—Como en el asno de mi libro —dijo Fenella.
—¡Ajá! —exclamó el señor Anderson—. Exactamente lo que yo estaba buscando. He organizado carreras y concursos para los niños ya mayorcitos, pero necesitaba algo para los más pequeños. ¡Paseos en asno para los pequeñines! ¡Lo que necesitaba! ¿Querrá venir con Neddy y la silla y pasear a los niños en nuestra fiesta?
El anciano sonrió, encantado.
—Desde luego que sí —contestó.
—Pero ¿y yo? —gimoteó Fenella—. Iba a ser «mi» asno y ahora será de todos menos mío.
—¿Y por qué no me dijiste que querías un asno, pequeña? —preguntó el señor Anderson.
—No lo supe hasta que leí este libro.
—Bien, bien, bien —rezongó el señor Anderson. Se volvió hacia el anciano—. ¿Ha dicho que no pueden tener el asno en casa de su hijo?
—Por desgracia, no, señor. También mi hijo lo lamenta, pero nada puede hacerse.
—Si piensa usted venderlo —dijo el señor Anderson—, ¿no podría comprarlo yo para mi nieta? Usted podrá venir a verlo siempre que quiera. Al otro lado del jardín hay un corral cercado. Creo que aquí se encontrará muy bien. Usted enseñaría a la niña a montarlo y a cuidar de él. ¿Estaría de acuerdo?
El rostro del hombrecillo estaba radiante.
—Ya lo creo, señor, y además me quito una carga muy grande de mi conciencia. No podía soportar la idea de entregarlo a unos extraños.
—Pues bien, nosotros no somos extraños para usted —acabó de tranquilizarle el señor Anderson— y además lo verá usted muy a menudo —el sonido de unas voces cada vez más próximas y claras llegó hasta ellos—. ¿Y ahora quién más puede venir?
Guillermo había reconocido ya las voces y dirigió una furtiva mirada hacia el lado de la casa. La señorita Milton y el general Moult habían llegado a la valla… A poca distancia de ellos, les seguía el verdulero. Era evidente que el grupito de aquellos niños boquiabiertos había seguido a los Proscritos hasta Ivy Lodge y no había perdido tiempo en informar acerca de su paradero a la señorita Milton y al general Moult.
—¡Cáspita! —exclamó Guillermo, aterrado—. Son la señorita Milton y el general Moult, y el hombre del carro de las verduras… El asno coceó la mesa de té de ella, volcó un cubo de agua sobre la cabeza de él y cogió zanahorias del carro de ese otro, y ahora todos dirán que fue culpa nuestra y…
Pero el señor Anderson se había hecho cargo de la situación.
—Yo lo arreglaré todo con ellos —aseguró—. Os estoy más que agradecido por haber encontrado un asno para los pequeñines de la fiesta «y» para mi nieta. No os preocupéis. Yo lo arreglaré todo con ellos, pero será mejor que os marchéis sin perder tiempo. La cerca verde al final del jardín conduce al corral y por allí podréis escabulliros.
Aturdidamente, formando un grupo compacto y sin alejarse de la sombra del seto, se dirigieron hacia la cerca verde, acelerando el paso al oír desde la puerta posterior el agudo sonido de la voz de la señorita Milton. Atravesaron el corral y llegaron al camino. Allí se detuvieron para recuperar sus fuerzas.
—Pensé que no dejarían de ocurrir cosas, una tras otra —dijo Enrique.
—Todavía están ocurriendo —agregó Guillermo.
—¿Y qué haremos ahora? —quiso saber Douglas.
—Yo estoy lo que se dice deshecho —manifestó Pelirrojo—. Vayamos a algún lugar a descansar.
Guillermo lanzó un largo y profundo suspiro.
—Vayamos al viejo cobertizo —propuso.