GUILLERMO Y EL JINETE ENMASCARADO
RICHMAL CROMPTON
GUILLERMO Y EL JINETE ENMASCARADO
—Ya veo que toda mi vida va a quedar «destrozada» —auguró Guillermo, extendiendo los brazos en un gesto dramático—, por culpa de esa vieja chiflada.
—No digas tonterías, Guillermo —le atajó la señora Brown—. Tu vida no quedará destrozada y tía Felicia no está chiflada. Has visto películas del Oeste otras veces y lo más probable es que vuelvas a verlas.
—Pero ésta no —dijo Guillermo—. No «El jinete enmascarado». No es una película del Oeste como las demás. Hiela la sangre en las venas y pone los nervios de punta. Así lo dice en la puerta del cine. Sale un brujo en ella que sabe embrujar «de veras» y un indio que tiene una planta secreta que se enrolla alrededor de la gente y los estrangula, y un blanco que…
—Guillermo, todo esto me parece horrible —comentó la señora Brown, con un estremecimiento.
—Pero si esto es lo que «pretende» ser —explicó Guillermo, exasperado—. Víctor Jameson la vio en Londres y dice que es la «monda». A él se le heló la sangre en las venas y se le pusieron los nervios de punta. Y Pelirrojo, Enrique y Douglas irán a verla el sábado, y en cambio yo no. ¡Maldita sea! Voy a ser la única persona del lugar que se quede sin la sangre helada en las venas y sin los nervios de punta. Sale también un león y lo «ves» desgarrar a su víctima y ves a un indio cómo escalpa a un hombre y ves…
—Escucha, Guillermo… —trató de interrumpir la señora Brown, pero Guillermo se dejaba ya llevar por su torrencial elocuencia y nada podía frenarlo.
—Y es educativa, ¿sabes? Forma parte de la educación saber cosas de lugares extranjeros, cómo son y qué hace la gente en ellos. Eso es educar, ¿no? Apuesto a que aprendería muchas cosas de ese lugar extranjero de la película y que eso sería bueno para mi educación. Supongo que tú «quieres» que yo me eduque, ¿verdad? Apuesto que si fuera a ver esta película y aprendiese cosas de ese lugar extranjero y de su gente, el próximo trimestre podría tener mejores notas —soltó su resoplido irónico—. No comprendo que quieras que crezca como un inculto sólo por culpa de esa vieja chiflada.
—No es ninguna chiflada, Guillermo. Es muy simpática. No la has visto desde que eras pequeño.
—No, ni quiero verla —dijo Guillermo—. No quiero ver a una persona que ha destrozado mi vida. Yo…
—Ya basta, Guillermo. De nada sirve darle más vueltas al asunto. Es una de esas cosas que no pueden evitarse.
Era, desde luego, una de esas cosas que no pueden evitarse.
Una amiga de la infancia de la señora Brown (a la que Guillermo no había visto desde que era un pequeño, pero a la que conocía como tía Felicia y de la que recibía un obsequio cada cumpleaños) pasaba unos días de vacaciones en un hotel de Marleigh, y había invitado a la señora Brown y a Guillermo a almorzar y tomar el té el sábado siguiente. Guillermo había aceptado la situación sin entusiasmo, pero con protestas meramente formularias. Y entonces el film «El jinete enmascarado» había llegado al cine de Hadley y Guillermo, Enrique, Pelirrojo y Douglas habían acordado ir a verla el sábado por la tarde, dando por descontado el consentimiento de la señora Brown. Sin embargo, con gran horror y sorpresa por su parte, ésta se negó firmemente a permitir que por ningún motivo, Guillermo faltara al convite de tía Felicia.
—Es un compromiso adquirido con anterioridad, Guillermo —le dijo.
—No me importa lo que sea —replicó Guillermo—. Yo creo que es un caso de tiranía, como en la historia. Es lo mismo que vender esclavos. Es como si yo tuviera un esclavo, arrastrado a ese lugar polvoriento de Marleigh, cuando podría estar viendo una película que hiela la sangre en las venas y pone los nervios de punta, de la que probablemente la gente hablará durante el resto de mi vida y yo seré la única persona del mundo que no la habrá visto.
—Pero, Guillermo, es que no se puede faltar a un compromiso sólo porque se presente algo más atractivo después de haberlo aceptado. Debes aprender a comportarte como un ser civilizado.
—Yo no quiero comportarme como un ser civilizado —manifestó Guillermo—. Prefiero ser siempre un salvaje. Apuesto que ellos no se quedan a ver viejas chifladas, cuando prefieren ir a ver películas del Oeste que hielan la sangre en las venas y ponen los nervios de punta.
—Guillermo, no digas esas tonterías. Ya te he dicho que en el cine darán otras películas del Oeste.
—Si es que vivo para verlas —objetó Guillermo, sombrío—. Tú no sabes si me queda mucho tiempo de vida.
La señora Brown suspiró, hastiada.
—Guillermo, «por favor», sal a jugar con alguien.
Guillermo recordó que Pelirrojo, Enrique y Douglas le estarían esperando en el viejo establo.
—Está bien —dijo, pero se volvió hacia ella al llegar ante la puerta—. Y espero que no lo lamentes cuando sea ya demasiado tarde.
Cruzó los campos con las manos hundidas en los bolsillos, arrostrando los pies y fruncido el ceño en una mueca feroz.
—¡Destrozada! —murmuraba—. ¡Toda mi vida destrozada! Y a ellos eso les tiene sin cuidado.
Su mente se entregó entonces a uno de aquellos sueños que en pleno día a menudo le habían procurado alivio en sus conflictos con la autoridad. Sucumbía tras una rápida y fatal enfermedad, dejando a sus padres tan sólo el recuerdo de su vida breve y ejemplar, y presa de remordimientos por no haberle dejado ver «El jinete enmascarado».
Pero por una u otra razón esto dejó de aportarle el débil consuelo de costumbre y optó por recurrir a otro de sus ensueños predilectos. De pronto, aunque sin determinar por qué medios, se elevó a la más alta cima de la fama, aclamado y agasajado por las personas más encumbradas. Sus padres le contemplaban, humilde y respetuosamente, pero él se mostraba magnánimo y afable. Les perdonaba el duro trato recibido de ellos. «No importa —les decía cuando ellos se excusaban abyectamente por no haberle permitido ver “El jinete enmascarado”—. No penséis más en ello. Fue bastante duro para mí, pero no quiero que eso os preocupe —y abría los brazos en un ademán de generosidad—. Mañana os llevaré a los dos a una fiesta en el Palacio de Buckingham, y en las próximas vacaciones de verano os invitaré a un viaje alrededor del mundo.»
Tenía todavía los labios curvados en una sonrisa de amable condescendencia cuando se reunió con Pelirrojo, Enrique y Douglas en el viejo establo.
—Bueno, ¿está de acuerdo? —preguntó Pelirrojo—. ¿Podrás venir con nosotros el próximo sábado, verdad?
La sonrisa de amable condescendencia desapareció de los labios de Guillermo y sus penas volvieron a adueñarse de él.
—No, no me deja. Sólo porque habíamos quedado en ir a ver a una vieja chiflada. Ha hablado de los seres humanos civilizados y no ha querido escuchar ni una palabra mía. Me ha tratado como si fuese un «gusano» —se encogió de hombros—. Bueno, salgamos y hagamos algo.
Pero había empezado a llover. Una fina llovizna que se convirtió en recio chaparrón mientras miraban desde la puerta.
—Parece como si todo se volviese contra mí —comentó Guillermo—. Hasta la naturaleza.
—La semana próxima darán buenas películas en la escuela —dijo Douglas tratando de alegrar aquella negra atmósfera.
—Si —asintió Guillermo, con amargura—. Todas educativas. Arqueología y otros rollos por el estilo.
—Pues la arqueología es muy interesante —dijo Enrique.
—No tanto como una película del Oeste —replico Guillermo, soltando de nuevo su risita irónica—. En la arqueología no tienes intrigas ni delitos, ni malos.
—Sí los hay —aseguró Enrique—. Mi padre trajo un libro de la biblioteca y yo leí trozos de él. Había un arqueólogo malo y cometió una intriga y un delito.
De mala gana, Guillermo apartó el pensamiento de su problema inmediato.
—¿Qué hizo? —inquirió.
—Pintó huesos y calaveras modernos para que parecieran un esqueleto prehistórico, los enterró y fingió haberlos encontrado. Y todos creyeron que era un esqueleto prehistórico auténtico y le pusieron su nombre y él se hizo famoso en todo el mundo. Ocurrió en un lugar llamado Piltdown. Ese libro lo explicaba todo.
—¿Y por qué lo hizo? —preguntó Guillermo, interesado a pesar de todo.
—Nadie lo sabe —contestó Enrique—, pero se cree que lo hizo porque creía que la gente no le apreciaba.
—Le tratarían como a un gusano —comentó Guillermo, dando de nuevo rienda suelta a su amargura.
—Sí… y pensó que así se desquitaba de todos. Pensó que cuando lo supieran quedarían en ridículo por haberse dejado tomar el pelo, y lo hizo todo muy hábilmente —incluso engañó a los expertos— y supongo que se rió de ellos como un loco.
—No deja de ser una idea muy extraña —opinó Pelirrojo.
—No, he leído historias sobre ese tipo de criminales —explicó Enrique con apasionamiento—. Son criminales que quieren vengarse de la sociedad porque ésta les ha hecho una afrenta intolerable.
Douglas meneó la cabeza, apesadumbrado.
—Hicieron trampas —comentó.
—Creo que quería explicárselo después de reírse de ellos —dijo Enrique—, pero se murió antes. De todos modos, él se hizo famoso y todos los demás hicieron un papel ridículo cuando se enteraron. En realidad, fue una broma muy ingeniosa.
—Apuesto a que también yo lo haría —afirmó Guillermo y, pensativo, agregó—: Incluso me tienta probarlo.
—No podrías —exclamó Pelirrojo—. Tú no sabes cómo es un esqueleto prehistórico y no tienes ningún hueso.
—No —admitió Guillermo—, pero estoy seguro de poder encontrar unos cuantos.
—No podrías pegarlos para que parecieran un esqueleto —intervino Enrique—. Al menos, un esqueleto que engañase a los expertos.
—Quizá no —reconoció Guillermo—, pero podría probar otra cosa.
—¿Qué? —quiso saber Pelirrojo.
—¡Mira! Ha dejado de llover —anunció Douglas.
Había dejado de llover. Las nubes se dispersaban en un cielo azul pálido.
—Está bien —dijo Guillermo, indiferente. Sus pesares habían vuelto a invadirle en tropel—. No creo que importe mucho lo que yo vaya a hacer ahora con mi vida.
Atravesaron el campo hasta el portillo que daba al camino. Víctor Jameson pasaba por allí.
—¡Hola! —saludó—. ¿Vas a ver «El jinete enmascarado» el sábado?
—Yo no —gruñó Guillermo.
—¿Por qué?
—¡Uf! —resopló Guillermo—. Por una razón muy extraña. Porque a mis padres no les importa que me eduque o no.
—¡Vaya! Eso es mala pata —dijo Víctor, compasivamente—. ¡Es una película «fabulosa»! Hay un trozo en el que el jinete enmascarado y un guerrero indio pelean y se caen dentro de un pozo y siguen peleando en ese pozo y…
—¡Oh, cállate ya! —rezongó Guillermo.
Víctor era amigo de los Proscritos y su condolencia era genuina, pero hay veces en que incluso la conmiseración de un amigo resulta cargante.
Caminaron hasta el pueblo y se detuvieron ante el escaparate de la estafeta de Correos. Había, como siempre, unos coches en miniatura apiñados entre un montón de cacerolas y un cesto de jardinero lleno de alpargatas de suela de goma.
—Ninguna novedad —comentó Pelirrojo.
—No tiene por qué haberla —replicó Guillermo, sombrío— y aunque la hubiera tampoco tenemos dinero para comprarla.
—Buenos días, niños.
La señorita Radbury salió presurosa de la oficina de correos, con su bolsa de la compra. Vivía en Rose Cottage y era una maestra jubilada que ocupaba su tiempo escribiendo biografías históricas, tan bien acogidas por la crítica como por los lectores.
—¡Días! —contestaron los Proscritos, y volvieron a centrar su atención en los cochecitos del escaparate.
—Me parece que ese «Daimler» es nuevo —comentó Pelirrojo.
—No, no lo es —aseguró Guillermo—. La semana pasada ya lo tenían.
La señora Monks se acercaba, con un par de libros bajo el brazo, y se detuvo a hablar con la señorita Radbury ante la puerta de la estafeta.
—¡Oh, veo que ha estado leyendo «La familia Kennystone»! —exclamó la señorita Radbury, examinando los libros que la señora Monks había sacado de la biblioteca—. Es maravilloso, ¿no cree? Desde luego, la autora tuvo una suerte increíble. Descubrió un escondrijo con cartas de la familia y le bastó con enlazarlas entre sí. Casi todos sus miembros estaban metidos en política y es como si se contemplasen los grandes acontecimientos de la historia reflejados en la vida cotidiana de la familia —se echó a reír—. ¡Ya me gustaría tener un golpe de suerte como éste!
Las dos mujeres echaron a andar y se alejaron.
Guillermo se volvió hacia sus amigos. Iluminaba su rostro el amanecer de una idea.
—¡Troncho! —exclamó—. ¡«Eso» es lo que yo podría hacer!
—¿Qué? —inquirió Pelirrojo.
—Hacer una broma con las cartas, como el engaño del esqueleto, para que me las pagaran todas juntas y quedasen en ridículo.
—¿Pero cómo? —quiso saber Enrique.
—¡Cáscaras! ¿No lo «ves»? —dijo Guillermo—. Yo podría falsificar cartas viejas de viejas familias para que alguien las descubriese y escribiese un libro sobre ellos.
—¿Y cómo falsificarías cartas viejas? —preguntó Pelirrojo.
—Escribiendo cartas con trozos de historia en ellas y poniendo fechas antiguas arriba, como el 3 de enero de 1500 o algo por el estilo. Entonces creerían que eran cartas antiguas y escribirían un libro sobre ellas. Apuesto que yo lo haría tan bien como aquel hombre del esqueleto —había abandonado su malhumor y en su cara brillaba una expresión de determinación—. ¡Y desde luego voy a intentarlo!
—Pero es que no puedes, Guillermo —dijo Enrique, mientras dejaban atrás la estafeta para pasear lentamente por el pueblo—. Ellos sabrían que no eran auténticas. Verían que el papel y los sellos no eran antiguos.
—¡Y la escritura! —intervino Pelirrojo—. La escritura antigua tiene un aspecto especial. Es como si fuese «marrón».
—¡Hola, chicos!
La señorita Thompson les saludaba desde el jardín de su casa. Como siempre, se mostraba amable y un tanto aturdida y atareada.
—Acabo de sacar del horno unos pastelillos de jengibre —dijo—. Creo que ya se habrán enfriado bastante como para comerlos. ¿Os gustaría entrar y probarlos?
Todos asintieron con entusiasmo. Incluso Guillermo se sintió más animado. La señorita Thompson era una cocinera excelente, pero tendía a preparar cantidades excesivas para un hogar habitado por una sola persona. Con frecuencia, recurría a los Proscritos para que diesen buena cuenta del excedente.
Rodearon la mesa de la cocina, masticando los pastelillos de jengibre.
—Mañana me marcho —explicó la señorita Thompson— y no quiero dejar sobras de comida. En realidad, no sé ni por qué los he hecho. Creo que porque estaba preocupada y siempre que me siento preocupada me dedico a cocinar. Es algo que me calma los nervios.
—Siento que esté preocupada, señorita Thompson —dijo educadamente Enrique—. ¿Podemos hacer algo por usted?
—Gracias, querido, pero no lo creo… —respondió la señorita Thompson—. Se trata de unas cartas…
—¿Cartas? —farfulló Guillermo, con la boca llena de pastelillo de jengibre.
—Sí, querido. Una tía mía guardaba una especie de colección de cartas de familia y falleció hace poco. Yo no la trataba apenas y no le tenía un gran aprecio, por lo que no voy a fingir que estoy muy apenada. El caso es que su compañera me ha enviado todas esas cartas. No les encuentro el menor interés y no pienso guardar esos papeluchos —ya tengo bastantes cosas que guardar—, por lo que pensé en quemarlas. El jardinero tenía que venir hoy y encender una fogata en el jardín, pero no ha podido venir y de todos modos el suelo está demasiado húmedo para encender fuego. Desde luego, podría echarlas al cubo de la basura, pero creo que eso sería una falta de respeto para la difunta, ¿no os parece? Quemarlas, no sé por qué, resulta mucho más apropiado. Y antes de marcharme, deseo librarme de ellas y quitarme ese asunto de la cabeza.
Los Proscritos se miraban boquiabiertos.
—¿Car… cartas? —dijo Guillermo, de nuevo.
—Tenemos un incinerador —anunció Pelirrojo—. Lo quema todo con facilidad.
Estupendo, querido —comentó la señorita Thompson—. Pienso comprarme uno cuando me sea posible.
—Nosotros… podemos coger esas cartas y… y librarla de ellas —sugirió Guillermo, con voz ronca.
—Muy «amable» por vuestra parte —asintió la señorita Thompson—. Ahora ya puedo marcharme tranquila, sin pensar en las cartas ni en los pastelillos de jengibre. Gracias, niños. Voy a buscar las cartas.
Salió de la cocina y volvió momentos después con un maletín de cuero, de modelo anticuado.
—Están todas aquí —dijo entregando el maletín a Guillermo—. ¡Me alegra tanto librarme de ellas! Guardar las cosas es una costumbre «fatal», ¿no creéis?
Pero los Proscritos habían cruzado ya la cerca y caminaban presurosos por el camino.
Estaban sentados en el suelo, en el dormitorio de Guillermo, con el maletín en el centro. Lenta y ceremoniosamente, Guillermo lo abrió y volcó su contenido. Una cascada de sobres, amarillentos por los años, con una caligrafía anticuada y sellos victorianos o eduardianos, cayó sobre la alfombra.
—¡Cáscaras! —exclamó Guillermo—. ¡Miradlos! ¡Sobres antiguos y sellos antiguos y todo! ¡Venga! Vamos a abrirlos y mirar qué hay dentro.
Ávidamente, pusieron manos a la obra, sacando cada carta de su sobre, leyéndola y volviendo a guardarla…
«Los niños han pasado el sarampión.»
«El vicario vino a tomar el té.»
«El carnicero les cobró demasiado.»
«El pulgón les ha estropeado las judías.»
«Tienen una sirvienta nueva que se llama Nelly.»
«El sermón del párroco fue demasiado largo.»
«Es su cumpleaños y entre todos van a comprarle una cámara fotográfica.»
«Fueron a comer al campo y llovió.»
«Vino el afinador de pianos.»
«El vicario ha vuelto a venir a tomar el té.»
—Aquí no hay nada de historia —rezongó Guillermo, disgustado.
—Desde luego, no refleja nada muy interesante en sus vidas cotidianas —admitió Pelirrojo.
—Ya te dije que eso no podría ser —dijo Douglas, con sombrío aire triunfal.
—Bueno, pues yo no me he tomado todo ese trabajo para nada —manifestó Guillermo, con firmeza—. ¡Os diré lo que vamos a hacer! —la luz de una idea resplandecía de nuevo en su faz—. Si en ellas no hay nada de historia, vamos a poner un poco de historia en ellas.
—¿Cómo? —preguntó Enrique.
—Nada más fácil —respondió Guillermo—. ¿Tenéis plumas o lápices?
Resultó que cada uno llevaba una pluma o un lápiz en el bolsillo.
—Adelante, pues —dijo Guillermo, con el tono enérgico de un hombre de negocios.
Abrió un sobre, sacó la carta y garrapateó en la parte inferior de la última página: «P. D. Alguien me dijo que hay una batalla en Trafalgar. No sé quién va a ganar. Nelson ha recibido una herida en un ojo y no puede ver las señales.»
—Eso es una buena idea —comentó Pelirrojo, impresionado.
—Sí —reconoció Guillermo—. Pondremos un poco de historia en todas ellas y entonces serán un buen reflejo de la historia en la vida cotidiana.
Trabajaron con afán.
Un relato sobre una tómbola parroquial terminaba con estas palabras: «P. D. Cristóbal Colón acaba de zarpar para descubrir América. Espero que llegue allí sin novedad.»
Una descripción de un concurso deportivo local acababa con éstas: «P. D. Esta mañana he leído en el diario que Carlos I ha sido ejecutado. Tendremos que esperar hasta 1660 para la restauración.»
Enrique, cuyas energías se centraban sobre todo en la supervisión de la ortografía de los otros tres, trató de limitar sus referencias históricas dentro de unos confines más o menos definidos. «El señor Bell acaba de inventar el teléfono. La semana que viene nos pondrán uno en casa.» «La reina Victoria se elevó esta mañana en uno de los nuevos globos. Querían llegar al espacio exterior pero el gas empezó a escaparse y tuvieron que hacer un aterrizaje forzoso.» «El Pozo Negro de Calcuta tuvo lugar ayer y mañana los seiscientos cabalgarán por el Valle de la Muerte.»
Las referencias de Guillermo abarcaban toda la gama de la historia con la mayor osadía: «Esta mañana Enrique VIII se ha casado con la tercera de sus seis esposas.» «Ayer fui a Hastings para ver la batalla. Al parecer, a Harold le ha entrado una flecha en el ojo.» «La noche pasada ayudé a Guy Fawkes a meter pólvora en la Cámara de los Comunes. Estuvo a punto de detenernos la policía.» «Ayer estalló la guerra civil. Voy a alistarme con los hombres de Cromwell.» «Fui a Londres en diligencia la semana pasada. Tardó horas y horas. Tengo ganas de que alguien invente el tren.» «Ayer pasé todo el día ayudando a apagar el incendio de Londres. Esta mañana me encuentro muy mal. Creo que he pillado la epidemia.»
Douglas se limitó al único film histórico que había visto: «Alguien me ha dicho esta mañana que Ricardo III piensa hacer matar a la princesa en la Torre si encuentra un buen asesino. Ha cambiado su reino por un caballo y se ha metido en un embrollo.»
Pelirrojo, que poco tiempo antes había leído un libro titulado «Escenas de la historia de Inglaterra», aportó un breve relato de sus experiencias en las Cruzadas (en las que incluyó la batalla de Agincourt) y su expedición a Canterbury con un grupo de peregrinos, conducidos por Thomas Becket.
—Me estoy cansando un poco de esto —dijo Guillermo finalmente—, y además he puesto ya toda la historia que sé. No es necesario que pongamos historia en «todas» ellas. Con esto ya basta para dar un buen reflejo de la historia en la vida cotidiana. Vamos. Envolvamos eso con algo y enterrémoslo.
—¿Dónde? —inquirió Pelirrojo.
—En cualquier parte —contestó Guillermo, y en seguida añadió—: ¡Ya lo sé! Las enterraremos en el jardín de la señorita Radbury para que pueda encontrarlas y empiece a escribir su libro. Será un golpe de suerte para ella. No las meteremos en ese maletín, pues la lluvia podría entrar en él. Buscaremos una vieja lata de galletas, las guardaremos en ella y las enterraremos. ¡Vamos!
Encontraron una lata de galletas vieja, metieron en ella las cartas y se encaminaron hacia la casita de la señorita Radbury. Unas notas clavadas con chinchetas en la puerta trasera y dirigidas al panadero y al lechero indicaban que la señorita Radbury estaría ausente todo el día. Exploraron el jardín posterior. Desde su jubilación, la señorita Radbury se había convertido en una jardinera entusiasta. La mitad del terreno dedicado a las plantas había sido despejado y revuelto, pero la otra mitad estaba todavía infestada por las malas hierbas.
—La pondremos en la parte que no ha tocado —dijo Guillermo—. Cuando vuelva, empezará a cavar, encontrará la lata y entonces podrá empezar a escribir el libro en seguida.
Tomando la pala que había en el suelo, allí donde había cesado la labor, abrió un hoyo debajo de una mata de hierbas altas y metió en él la lata, cubriéndola después con un par de paletadas de tierra.
—Ahora, todo lo que ella debe hacer —dijo— es escribir ese libro, y cuando sea famosa en todo el mundo diremos que nosotros pusimos la historia y eso nos hará famosos en todo el mundo y ellos quedarán en ridículo —hablaba con una cierta incertidumbre, ya que todo le parecía ahora más complicado que cuando lo sugirió al principio—. Bueno, tanto da —concluyó apresuradamente—. Volvamos a casa. No podemos rondar por ahí, pues ella puede regresar de un momento a otro. Mañana por la mañana volveremos y veremos qué ha ocurrido.
Volvieron a la mañana siguiente y, apiñados y algo nerviosos, se apostaron junto a la entrada de Rose Cottage. Al parecer, no había nadie. Cautelosamente, en fila india y precedidos por Guillermo, se encaminaron hacia el terreno de la parte posterior, la pala seguía donde ellos la habían dejado el día antes, pero la mata de hierba había sido arrancada y la caja había desaparecido.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¡Ya la ha encontrado!
—Supongo que ya habrá empezado a escribir el libro —dijo Pelirrojo.
—A lo mejor, lo ha terminado ya —aventuró Douglas—. Vamos a la librería de Hadley y veremos si está allí.
—No seas burro —le atajó Enrique—. Se necesitan «semanas» para escribir un libro que merezca la pena ser leído.
La ventana de la habitación que daba al jardín posterior se abrió de par en par y en ella apareció la cara de la señorita Radbury. Ostentaba una sonrisa amable.
—Y bien, chicos —dijo—, ¿habéis venido para hacer algo útil?
La miraron fijamente.
—Tengo mucho trabajo para vosotros en el jardín —continuó ella—, si habéis venido para eso. Esperad un momento. Os daré los útiles.
Se ausentó y reapareció unos momentos después con un cesto de jardinero.
—Aquí encontraréis todo lo que queráis —les explicó—. Azadas, rastrillos y tijeras de jardín. Me gustaría que me despejarais todo ese borde debajo de la ventana. Quitad las malas hierbas, rastrillad el suelo y cortad las flores muertas. Os pagaré lo que marca el sindicato. Hoy he tenido un golpe de suerte.
Se echó a reír y desapareció de nuevo tras la esquina de la casa.
Confusos y pasmados, pero siguiendo la línea de menor resistencia, los Proscritos empezaron a limpiar el borde junto a la casa, adoptando como principio general el de que las plantas grandes eran buenas y las pequeñas eran malas hierbas. Desde fuera, pudieron oír a la señorita Radbury que hablaba por teléfono con una amiga.
—Sí, un hallazgo maravilloso… En una «lata» en el jardín… Ayer al anochecer salí a cavar un poco en el jardín y allí estaba… Ni la menor idea de dónde procede… Parece un regalo del cielo… Ahora tengo que seguir con mi trabajo. Ya te lo contaré todo cuando te vea.
Los Proscritos dejaron rastrillos y azadas y se miraron unos a otros. Los acontecimientos se sucedían tan deprisa que era difícil seguir su paso. Guillermo estiró el cuello para mirar cautelosamente a través de la ventana. La señorita Radbury estaba sentada ante una mesa y escribía. Tenía la cabeza inclinada sobre su trabajo y su pluma pareció volar sobre el papel. Guillermo volvió a agacharse.
—Está escribiendo el libro —dijo. Su voz era débil y parecía llegar desde muy lejos—. ¡Atiza! Lo hemos «conseguido».
—Bueno, ¿y ahora qué ocurrirá? —quiso saber Douglas—. ¿Qué vamos a hacer?
—Nada —contestó Guillermo—. Esto se convertirá en un libro y entonces descubrirán que es una broma y… quedarán en ridículo.
Consideraron esta posibilidad, mientras Guillermo arrancaba un par de caléndulas y Pelirrojo, distraídamente, excavaba el suelo alrededor de una lujuriante mata de diente de león.
De pronto, la señorita Radbury surgió de nuevo junto a la esquina de la casa. Por unos momentos, inspeccionó el terreno.
—¡Oh, cielos! —exclamó—. Habéis arrancado mis caléndulas. Bueno, no importa. Volved a plantarlas en su sitio. No les pasará nada… Y ahora no quiero reteneros más. Hace un día muy hermoso y estoy segura de que queréis ir a divertiros. Os pagaré muy bien. Estoy de buen humor porque he hecho un hallazgo maravilloso —sacó el monedero y dio media corona a cada uno—. Ahora dejad el cesto y las herramientas en el cobertizo y marcharos. Esta mañana estoy muy atareada.
—«Muchísimas» gracias.
Ella volvió a desaparecer y después la vieron sentarse de nuevo ante su mesa de trabajo para seguir escribiendo.
—Está despachando deprisa el libro —comentó Pelirrojo.
—¡Troncho! ¡Media corona! —exclamó Guillermo.
En silencio, volvieron a plantar las caléndulas, guardaron el cesto y las herramientas en el cobertizo y se encaminaron hacia la cerca. Allí se quedaron, contemplando la casa. Habían conseguido su propósito y debían sentirse satisfechos y triunfantes, pero por alguna razón no era así. Había en aquella situación una curiosa sensación de vaciedad, junto con una corriente subterránea de aprensión, como si hubieran puesto en movimiento unas fuerzas que ellos no pudieran controlar.
—Supongo que lo terminará esta noche —dijo Guillermo—. Está trabajando de firme.
—Pero «ella» será la que quede en ridículo —alegó Pelirrojo— y nosotros no pretendíamos eso.
—Sí, va a tocarle a la persona que no lo merece —añadió Douglas.
—De todas maneras —dijo Guillermo, exponiendo la única faceta compensadora de la situación—, ha sido una broma muy bien ideada y ha salido a pedir de boca.
—Ella siempre se ha portado muy bien con nosotros —insistió Pelirrojo.
—Sí… eso sí —admitió Guillermo—. ¡Media corona! Y también se ha portado bien en eso de los calendarios.
—Las caléndulas —le corrigió Enrique.
—Bueno, como se llamen, pero se ha portado bien en eso.
—Y lo que hacemos nosotros es ponerla en ridículo.
—Yo ya dije desde el principio que eso no funcionaba —manifestó Douglas.
—Bueno, ahora ya no podemos hacer nada —suspiró Enrique—. Lo hecho, hecho está.
—Sí puede hacerse —dijo Guillermo, tenso el rostro por una súbita resolución—. Podemos «deshacerlo». Podemos ir a decirle que todo fue un engaño. ¡Vamos!
Caminó hacia la abierta puerta delantera, seguido por los demás, y la golpeó enérgicamente con la aldaba.
—¡Adelante! —invitó la señorita Radbury.
Pasaron al pequeño estudio y la señorita Radbury se volvió hacia ellos desde su mesa de escribir. Seguía sonriendo amistosamente.
—Bien, bien, bien —dijo—. ¿De qué se trata ahora?
—Es acerca de ese «hallazgo» que ha encontrado —explicó Guillermo, ceñudo.
—Fue su venganza contra la sociedad —añadió Enrique— por haberle hecho una afrenta intolerable.
—Nunca ha visto a esa tía —intervino Pelirrojo.
—Y ni siquiera existe una tía de veras —completó Douglas.
—Tal vez no vuelva a tener otra ocasión de ver «El jinete enmascarado» en toda su vida —agregó Enrique.
—No sé de qué estáis hablando —contestó lo señorita Radbury.
—La lata… —comenzó Guillermo.
—El «hallazgo» —dijo Pelirrojo.
Una luz se hizo en la confusión que embargaba a la señorita Radbury.
—Oh, se trata de eso… —exclamó—. Supongo que me oísteis telefonear y os entró curiosidad. También a mí me consume la curiosidad cuando oigo fragmentos de conversación en el teléfono. Bueno, os lo explicaré. ¿Alguno de vosotros colecciona sellos?
—No —contestó Guillermo.
—Pues yo sí. He reunido una colección bastante buena, pero el gran hueco en ella era un cierto sello negro de un penique… Y esta noche encontré una lata misteriosa llena de cartas y en una de ellas había el sello negro de penique que yo necesitaba. No tengo idea de donde salieron esas cartas. Sólo leí una o dos de ellas, pero en una se menciona a una señorita Thompson que, al parecer, vive aquí cerca, de modo que tal vez ella pueda aclarar el misterio. Ahora no está, pero cuando vuelva iré a verla. Si son de su propiedad, claro está, le pagaré el precio de este sello en el mercado.
—Podrá comprarse un incinerador —dijo Douglas.
—Las car… cartas —dijo Guillermo. El mundo parecía dar vueltas a su alrededor—. Las… cartas. ¿No había nada de… nada de historia en ellos?
—¿Historia? —repitió la señorita Radbury, perpleja—. ¡Oh, ya sé a qué te refieres! No, ni una sola referencia a acontecimientos históricos. Sólo hablan de tómbolas parroquiales, alfombras nuevas, conferencias sobre Palestina con proyecciones, y cosas así. Sólo leí una o dos, pero ya me bastó. Una familia perfectamente aburrida. No me ha despertado ningún interés. ¡Pero el sello negro de penique, verdaderamente, me ha entusiasmado!
—Oh —dijo Guillermo.
El mundo seguía girando en torno a él, pero con menos violencia.
—Y ahora —dijo la señorita Radbury—, si ya he satisfecho vuestra curiosidad, tendré que pediros que os marchéis en seguida. Estoy escribiendo una reseña sobre el nuevo libro del profesor Winterton y quiero terminarla cuanto antes. ¡Adiós!
Los Proscritos se despidieron y, como en un sueño, salieron de la casa y enfilaron la carretera.
—¡Atiza! ¡Un «sello»! —exclamó Enrique.
—Y ni siquiera «leyó» toda esa historia que pusimos nosotros —comentó Guillermo—. Era una historia de lo más impresionante y ella ni siquiera la ha «leído». Todo ese trabajo para nada y volvemos a estar allí donde empezamos.
—Sin embargo, era un buen truco si hubiera salido bien —filosofó Enrique.
—¡Toda esa historia desperdiciada! —se lamentó Guillermo, con amargura—. Es como para aborrecer la historia durante toda la vida.
—Y nos veremos en un buen lio cuando ella pregunte a la señorita Thompson y se entere de lo que ha ocurrido —dijo Pelirrojo.
—Bueno —alegó Guillermo—, la señorita Thompson estará fuera un par de semanas, de modo que eso todavía no debe preocuparnos.
—Cada cosa a su tiempo —dijo Enrique.
Una mujer se acercaba a ellos por la carretera. Era una mujer de aspecto agradable, con una cara amable e inteligente. Se detuvo al llegar junto al grupo de niños y clavó la mirada en Guillermo.
—Yo he visto tu fotografía —le dijo—. Eres Guillermo.
Guillermo la miró con desagrado.
—Y yo he visto la tuya —manifestó, enfurruñado—. Eres tía Felicia.
—Sí, querido. Acabo de ver a tu madre. Quería sugerirle algo. Tengo entendido que dan una película del Oeste muy emocionante en el cine de Hadley. He olvidado su nombre.
—«¡El jinete enmascarado!» —exclamaron los Proscritos a coro.
—Eso es… Bien, Guillermo, se me ha ocurrido que podríamos ir al cine después de comer y ver la película. ¿Te gustaría?
—Sí… sí, gracias —contestó Guillermo.
—Creo que es de las de horror, pero a mí me gustan esas películas. ¿Y a ti?
—Sí… sí —dijo Guillermo—. Sí me gustan.
—Pues bien, ven a comer conmigo tal como quedamos y después iremos a ver la película. ¿De acuerdo? Y ahora debo apresurarme para no perder mi autobús.
Se alejó por la carretera. El mundo volvía a dar vueltas alrededor de Guillermo.
—¡Atiza! —exclamó, aturdido.
—Vas a ir a ver «El jinete enmascarado», Guillermo —dijo Pelirrojo, alterada su voz por la excitación.
—Si —asintió Guillermo mientras le invadía una oleada de alegría—. Voy a ir a ver «El jinete enmascarado» —intentó hacer una pirueta y perdió el equilibrio—. ¡Voy a ir a ver «El jinete enmascarado»! —gritó, exultante, mientras se levantaba.
Se separaron para ir a almorzar. Guillermo caminó hacia su casa, todavía aturdido. Advirtió de pronto que había llegado a un lugar en su camino que siempre constituía el escenario para alguna aventura privada. Había allí una gran zanja reseca, un árbol bajo cuyas ramas colgaban sobre el camino, y un seto tan despejado en sus raíces que él podía deslizarse a través de sus agujeros. Generalmente, era un detective lanzado en persecución de un criminal, o bien un criminal que perseguía a un detective, según cual fuera su talante. Hoy era el Jinete Enmascarado. Agazapado en la zanja, vio pasar a los indios en hilera. Oculto entre el follaje del árbol, enfiló con mortal puntería el negro corazón del jefe indio. Perseguido por los enfurecidos tribeños del jefe, se arrastró por los agujeros, sumiendo a los pieles rojas en tremenda confusión, y volviéndose de vez en cuando para disparar con mortal puntería contra el más cercano de sus perseguidores. Fue al salir del último agujero cuando topó con Víctor Jameson.
—¡Hola! —dijo Víctor—. Olvidé contarte un trozo de «El jinete enmascarado». Es cuando él…
—No te molestes —le atajó Guillermo—. Voy a verla el sábado.
Víctor le miró con los ojos muy abiertos.
—Creía que no ibas —dijo.
—Oh, ya lo he arreglado —explicó Guillermo—. El sábado estaré allí con los demás.
Los ojos de Víctor se abrieron todavía más.
—¿Y cómo lo arreglaste? —quiso saber.
Guillermo consideró la pregunta, incapaz de contestar por unos momentos. Después se encogió de hombros y emitió su risa breve y discordante.
—Bueno, yo tengo mis «métodos» —replicó despreocupadamente, y prosiguió su errático camino.