GUILLERMO Y EL MONSTRUO
—Bueno, ya lo ves —le dijo Pelirrojo—. Hay un monstruo en el lago y nadie lo puede coger.
—Apuesto lo que quieras a que yo lo cogería si estuviera allí —dijo Guillermo.
—¡Oh, tú puedes hacerlo todo! ¿Verdad que sí? —le replicó burlonamente Pelirrojo.
—Puedo hacerlo casi todo —replicó a su vez, modestamente, Guillermo—. De todos modos eso de coger un monstruo no tiene nada de particular.
—¡Pues anda! ¡Ve y cógelo! —le desafió Pelirrojo.
—¡Hombre! Aquí no hay monstruos —dijo Guillermo— y no tengo dinero bastante para ir al lago Ness, que si lo tuviera, derecho allí me iba y lo cogería como si nada.
—¿Y cómo lo sabes que no hay ningún monstruo por aquí? —le dijo Pelirrojo—. Nadie sabía que ese monstruo se hallaba en el lago Ness hasta que alguien lo vio por casualidad y, no obstante, debió de estar en el lago durante años y años, desde el día que nació y como que es un monstruo prehistórico hete aquí que ha estado en el lago desde siempre. Apuesto a que también hay monstruos prehistóricos en los estanques de estos alrededores, pero da la casualidad que nadie los ha visto todavía. Viven en el fondo del estanque y sólo salen a la superficie para ver qué pasa una vez cada cien años y por eso nadie los ha visto aún.
—Apuesto a que yo lo vería —se jactó Guillermo—, y lo cazaría tan pronto como lo viera. Ya ves.
—¿Pues por qué no lo haces ya?
—Espérate y verás.
Esta conversación había sido provocada por una discusión sobre el monstruo del lago Ness, noticia que había aparecido en la primera página de los periódicos. Pelirrojo había oído comentarla a sus padres a la hora del desayuno y la cosa le había interesado muy levemente, pero aquella noticia al ser comunicada a Guillermo había inspirado a éste un insaciable deseo de capturar al monstruo prehistórico. Aquel deseo fue en aumento al enterarse Guillermo de que el director de un circo había ofrecido una cantidad fabulosa a quien le trajera el monstruo vivo o muerto.
«Si se lo llevara a ese director, me podría comprar por fin una escopeta decente de aire comprimido», se dijo a sí mismo Guillermo, mientras iba ejerciendo una meticulosa inspección de todos los estanques y balsas de las granjas del pueblo.
Pero aquellas inspecciones eran desalentadoras. Ni siquiera la fertilísima imaginación de Guillermo podía concebir que un reducido estanque, en cuya superficie nadaban grandes manadas de patos y ocas sin que los molestara nadie y donde hasta se metían las vacas para rumiar a su placer, pudiese contener en su fondo un monstruo prehistórico.
«Si estuviera ahí un monstruo ¡no haría pocos años que se hubiera comido las vacas, los gansos y los patos!», decía tristemente Guillermo para sus adentros, mientras contemplaba aquellas escenas de paz y tranquilidad rural.
Sin embargo, aunque contrariado, no perdió sus esperanzas. Habiendo decidido que un monstruo prehistórico estaba al acecho por aquellos aledaños, se propuso no descansar hasta haberlo descubierto. Además aquello borraría el recuerdo de la ignominia de su reciente captura como salvaje subterráneo, recuerdo que todavía afrentaba a su sentimiento de dignidad. En vista de lo cual, Guillermo se dedicó a buscar en los arroyos, porque él pensaba que, a fin de cuentas, también podían existir pequeños monstruos prehistóricos juntamente con los mayores, los estanques, las balsas y el río, pero todo en vano.
Es cierto que descubrió un lagarto y tuvo la fantástica idea de cebarlo hasta que hubiera alcanzado las proporciones de un monstruo prehistórico convencional, pero aunque intentó alimentarlo con todos los alimentos más a propósito para una cura de engorde en que pudo pensar, gachas, mantequilla, leche y aceite de hígado de bacalao inclusive, el lagarto languidecía de una manera tan evidente en lugar de engordar, que al final hasta el propio Guillermo tuvo lástima del pobre reptil y lo devolvió a su elemento natural. Fue en este momento, cuando ya casi había perdido las últimas esperanzas, que se acordó del lago que había en la finca de los Bott. Era un lago bastante grande y profundo, de aspecto siniestro y abandonado, rodeado de árboles y con un decrépito puente de piedra que se extendía de una a otra orilla. Tan pronto como los pensamientos de Guillermo se enfocaron hacia este lago, allí se encaminó él. Empezaba a anochecer y las sombras de los árboles se proyectaban, negrísimas, sobre la superficie de la otra orilla. La brisa rizaba la superficie del lago, haciendo que se movieran algunas de aquellas sombras negras… Y entonces Guillermo ya no tuvo la menor duda de que acababa de ver a un auténtico monstruo prehistórico.
Al día siguiente se reunió con los Proscritos y les informó de su trascendental descubrimiento.
—Yo lo he visto con mis propios ojos —les dijo con voz cavernosa y de un modo impresionante—. Lo he visto tan claramente como os veo ahora a vosotros. Era un gran bulto negro que se movía en la superficie del agua. Supongo que habría salido un momento a respirar. Probablemente sólo sale a respirar una vez cada cien años y dio la casualidad de que yo estaba allí cuando le tocó salir a respirar en este siglo. Bueno, pues, ahora que ya sabemos que está aquí, vamos a cogerlo.
Los demás se entusiasmaron con la idea y empezaron a discutir la manera de ponerla en práctica. Enrique tenía una nueva red de pescar, con mango, y pensó que podría serles útil.
—Cuesta nueve peniques —dijo—, y tiene que ser muy resistente.
A Guillermo, en cambio, le pareció de dudosa utilidad.
—Es que es un monstruo prehistórico muy grande —dijo.
La idea de Douglas de pescarlo con caña fue recibida con irrisión.
—¿Con caña? —dijo Guillermo—. De modo que con caña, ¿eh? ¿Has oído decir nunca que los monstruos prehistóricos se alimentaran de lombrices?
—Pues dime entonces de qué viven.
—Es muy posible que se alimentaran con lombrices prehistóricas en la época prehistórica, pero no querrán comer lombrices modernas.
—Todas las lombrices son prehistóricas —dijo Enrique, que estaba informado de un modo desconcertante—. Lo he leído en un libro. En la antigüedad toda la tierra estaba poblada de lombrices. No había nada más que lombrices. Todas las personas eran lombrices.
—¡Oh, cállate ya y no digas más tonterías! —le dijo Guillermo con impaciencia—. Tú sí que hubieras podido ser una lombriz, pero yo no.
—Si Enrique es una lombriz prehistórica, vamos a pescar con él —sugirió Pelirrojo—. Lo ataremos al final del hilo de la caña de pescar y…
Enrique se molestó mucho con aquella burla; se molestó tanto que la discusión terminó, como de costumbre, en una sesión de lucha libre. Cuando hubo terminado la sesión, los Proscritos convinieron en acompañar a Guillermo hasta el lago aquella misma tarde, para echar ellos también un vistazo al monstruo prehistórico.
* * *
De nuevo la brisa rizó las negras sombras que se proyectaban en la superficie de la otra orilla del lago, y los Proscritos, con la imaginación inflamada por la descripción de Guillermo, declararon que ellos también veían claramente al monstruo prehistórico, Pelirrojo llegó a decir que le había visto los cuernos; Douglas percibió claramente el rabo; y Enrique, que era la autoridad más competente en cuestiones de prehistoria dijo haber visto un instante los pies palmados del animal, que eran característicos de su especie.
—¿Qué? —dijo Guillermo con aire de triunfo—. ¿No os lo dije?
—¿Qué? —dijo Guillermo con aire de triunfo—. ¿No os lo dije?
—¡Atiza! —exclamó Pelirrojo—. ¡Pues sí que era un monstruo prehistórico de veras! Y si ha salido a la superficie dos tardes seguidas no puede ser de la clase de ésos que sólo salen a respirar una vez cada cien años. Probablemente es de una clase que sale a la superficie todas las tardes, de modo que así será más fácil cazarlo que no si fuera de los otros.
El problema consistía, desde luego, en lo que debía hacerse. Pelirrojo sugirió dragar el lago con una gran red, pero como que los Proscritos no poseían ninguna gran red, la cosa demostró ser impracticable. Douglas sugirió la idea de dejar algún manjar tentador en la orilla y capturar el monstruo cuando saliera para devorarlo, pero el inconveniente de la idea era que ninguno de los Proscritos sabía qué clase de manjar podía ser bastante tentador para un monstruo prehistórico. Enrique tuvo otra idea: la de vaciar el lago, dejándolo seco, y así dejar también expuesto el monstruo a la captura, pero no pudo aconsejar nada sobre cuál sería el mejor procedimiento para llevar la operación a cabo. En conjunto, el mejor consejo fue el de Guillermo. Tenían que permanecer pacientemente en vigilancia en las orillas del lago, esperando la aparición del monstruo prehistórico, para así conocer sus costumbres, y acostumbrarle a su vez a la presencia de ellos, de modo que, poco a poco, fuesen trabando amistad con él.
—Y entonces se lo venderemos al hombre del circo —terminó diciendo Pelirrojo.
Pero Guillermo tenía sus dudas. La idea de llevar consigo, con una cuerda atada al cuello y siguiéndole por todas partes, a un monstruo prehistórico, era algo que se aparejaba muy bien con su sentido de lo dramático. Además, creía que aquello aumentaría enormemente su prestigio entre sus compañeros.
—Puede que se lo alquilemos por un mes o así, de vez en cuando —dijo—. Pero en cuanto a vendérselo, yo voto en contra.
—Pero tiene que pertenecer a todos nosotros —estipuló Pelirrojo.
—Muy bien —concedió Guillermo generosamente—. Yo fui el primero que lo vio, pero es como si hubiéramos sido todos nosotros.
—Claro, porque todos nosotros habremos contribuido a capturarlo —dijo Pelirrojo, y añadió—: ¿Y dónde lo guardaremos?
—En el viejo granero —dijo Guillermo—. Le pondremos paja para yacija y repararemos las goteras que hay en el techo y le proporcionaremos comida, que veamos que le gusta… y me parece que se encontrará allí muy cómodo. Dejaremos que duerma allí y pertenecerá a cada uno de nosotros, por turno.
—¿Y cuánto tiempo durará el turno? —preguntó Douglas.
Guillermo propuso una quincena, Pelirrojo una semana y Enrique un día, de modo que pasaron el resto de la mañana discutiendo animadamente esta cuestión.
Al día siguiente volvieron a reunirse y decidieron iniciar al momento la captura de su nuevo animal favorito. Por regla general el lago estaba desierto, ya que se hallaba en la parte trasera y más alejada de la finca de los Bott, mientras que las otras amenidades se hallaban en la parte delantera, como el prado y las pistas de tenis. Aquel día, sin embargo, los Proscritos al pasar directamente de la carretera al lago, a través del seto y del jardín de los Bott, del modo más disimulado posible, se encontraron con gran sorpresa y contrariedad, que el puente estaba ocupado. Allí estaba Roberto, apoyado en el parapeto, y, junto a él, una bonita y pintoresca muchacha vestida con un exquisito traje primaveral.
Allí estaba Roberto, apoyado en el parapeto, y, junto a él, una
bonita y pintoresca muchacha.
Guillermo llevaba una cuerda, que era la de tender la ropa.
Roberto se encaró muy serio con los Proscritos. Guillermo llevaba una cuerda, que era la de tender la ropa, y que él había cogido del lavadero de su casa, con cuya cuerda pretendía sujetar al monstruo y llevárselo, tirando de ella, al viejo granero; Enrique, a pesar de la guasa con que le recibieron los demás, había traído una redecilla de pescar; Douglas llevaba en un paquete un grumo de huevos de hormiga, un hueso de cordero y media libra de bifes, para que el monstruo pudiera escoger el más tentador de aquellos manjares; y Pelirrojo llevaba una estaca para pegar estacazo al monstruo si demostraba ser demasiado fiero, aunque a Guillermo le había parecido mal, en principio, lo de la estaca y el estacazo.
—¡Vamos a ver! —había exclamado Guillermo, muy indignado—. La primera semana el monstruo va a pertenecerme a mí y no quiero que tú me lo estropees.
—No voy a estropeártelo —le había asegurado Pelirrojo—. Le voy a pegar un ligero estacazo en la cabeza, nada más, sólo para atontarlo si se pone a hacer el salvaje. Pronto volverá en sí.
Así armados pues, los Proscritos tuvieron que enfrentarse en el puente con el indignado Roberto. La pintoresca y bonita muchacha del exquisito traje primaveral había ido a pasar unos días en casa de los Bott, y Roberto, que anteriormente ya se había enamoriscado de ella, hacía frecuentes visitas a dicha casa. La muchacha en cuestión se había torcido el tobillo el día anterior jugando al tenis y el médico le había recomendado que no anduviera ni jugara a ningún deporte durante unos días, en vista de lo cual, como quiera que ella tenía un temperamento romántico, había hecho que le llevara la gandula al puente que franqueaba el tenebroso lago. Roberto se había constituido por derecho propio en su acompañante. Al parecer, la expresión de sus sentimientos se estaba abriendo paso y estaba ya a punto de declarar a la muchacha que ella era el único amor de su vida, cuando su catastrófico hermano, acompañado de toda la pandilla hizo su aparición precisamente en aquel dichoso lugar.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó severamente.
—Yo, nada. ¿Y tú? —le respondió Guillermo con la mayor serenidad.
—Lo que a ti no te importa —le replicó Roberto—. En primer lugar sabrás que a mí me han invitado a venir aquí y a ti no. Tú no tienes ningún derecho a estar aquí. Te estás metiendo en un terreno que no es tuyo, y no tienes permiso de estar en él. Lárgate inmediatamente.
La voz y la actitud de Roberto eran tan amenazadoras que los Proscritos, muy contra su voluntad, se retiraron.
—¡Qué caradura! —exclamó Guillermo, indignado—. ¡Como si él fuese el amo del cotarro! ¿Quién se habrá creído que es? Pues, nada; sólo tenemos que esperar a que se haya ido y entonces iremos nosotros a echar un vistazo al monstruo.
Mientras tanto, Melisa dirigía sus ojos claros, hechiceramente, hacia Roberto, y decía:
—¡Qué muchachos tan horrendos!
—Sí. Son horrendos de veras —convino Roberto.
Melisa no se había encontrado nunca, hasta aquel momento, con Guillermo. De momento, a Roberto le pareció muy bien y estuvo a punto de negar que tuviera ninguna relación con su hermano, pero finalmente, sus honrados y caballerosos sentimientos le impulsaron a confesar, muy a pesar suyo, a medias su parentesco.
—Uno de ellos —dijo con un afectado tono de indiferencia—, es pariente mío.
—Oh, bueno; no tiene importancia —dijo la muchacha para animarle—. Nadie puede escogerse los parientes que tiene. Conozco a muchas personas muy simpáticas que tienen unos parientes sencillamente horrorosos… No hablemos más de eso. Olvidémoslo y volvamos a… ¿De qué estábamos hablando?
—De ti —dijo Roberto sencillamente.
—Ah, sí. Decías que jamás te habías encontrado con nadie que tuviese el cabello del color que yo lo tengo… Continúa, continúa.
Pero, por lo que fuere, Roberto no supo cómo continuar. Melisa seguía siendo su único amor, pero el hechizo se había roto. Roberto estaba seguro de que los Proscritos no habían tomado la repulsa de que habían sido objeto, tan mansamente como aparentaron tomarla. Tenía la incómoda sospecha de que en aquellos momentos le estaban espiando entre los arbustos y malezas de la orilla del lago, además de otra sospecha, todavía más incómoda, de que estaban planeando la manera de echarle a él de aquel lugar donde ellos, evidentemente, habían decidido pasar la mañana.
—Hace un poco de fresco aquí, ¿no te parece? —dijo Roberto con estudiada indiferencia—. ¿Y si nos fuéramos a otra parte?
Ella volvió hacia él sus ojos claros, azul-violeta, llenos de mudos reproches.
—Pero yo creía que estabas de acuerdo conmigo en que este sitio es el más romántico de toda la finca. Creí que esto precisamente demostraba lo mucho que nosotros dos tenemos en común.
—Bueno…, sí, pero me ha parecido que tal vez ahora hacía demasiado fresco.
—Pero ¿tienes frío?
—Bueno…, no. No es que tenga frío, precisamente. Pero creí que a ti tal vez te gustaría ir a otro lado.
—Si estás cansado de hacerme compañía —dijo Melisa con frialdad—, ¿por qué no lo dices así, clarito, y terminamos de una vez?
—Es que no es eso —dijo Roberto, rojo como una cereza—. De veras que no estoy cansado de estar a tu lado. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? Lo sabes tú muy bien. Claro que no es eso. Ni que decir tiene. Yo… yo… yo… Bueno, ya sabes lo mucho que tú significas para mí. Precisamente si he dicho esto ha sido pensando en ti. Nunca me perdonaría que por culpa mía hubieras pillado un resfriado.
—Me extraña que hayas cambiado tan radicalmente, así de pronto —dijo Melisa todavía sin apaciguarse—. Primero me hablas elogiosamente del color de mis cabellos y luego, de pronto, quieres marcharte a toda prisa de mi lado.
—No quiero marcharme de tu lado —insistió Roberto, sintiéndose muy desgraciado—. Ya sabes lo muchísimo que tú significas para mí. Tú misma debes saberlo, lo muchísimo que significas para mí.
—¿Por qué debo saberlo, lo que significo para ti? —le replicó Melisa—. Lo único que sé es que te pones a hablar del color de mis cabellos y al minuto ya me estás diciendo prácticamente que ya estás harto de mí y que no quieres volver a verme en tu vida. Quiero decir que justo en el momento en que yo estaba ya creída de lo mucho que teníamos en común, al haberme dicho tú que te gustaba tanto como me gusta a mí este sitio tan romántico, vas y me demuestras todo lo contrario al querer irte de aquí.
Roberto estuvo tratando de convencerle con todas sus fuerzas durante la media hora siguiente y, habiendo apaciguado en parte a la muchacha, volvió a insistir sobre el color de sus cabellos.
Mientras tanto, los Proscritos tenían una reunión en el viejo granero.
—¡Qué mala suerte hemos tenido que encontrárnoslos allí en el puente, que es un sitio donde yo nunca me había encontrado con nadie en toda mi vida! —decía Guillermo—. Pero ¿qué otro remedio nos queda? Tendremos que volver por la tarde. No estarán allí por la tarde si ya han estado por la mañana.
Pero, con gran sorpresa y disgusto de los Proscritos, allí estaban los dos tórtolos, por la tarde. Melisa se había hecho llevar la gandula de nuevo al puente.
—Yo soy así —le decía Melisa a Roberto—. Amo a la belleza. Ya sé que hay personas que lo encuentran extraño en mí, pero yo soy así. Voy a quedarme aquí para disfrutar de esta maravillosa vista toda la tarde, pero si hace demasiado fresco para ti, Roberto, no te quedes a hacerme compañía. Puedes irte.
De nuevo Roberto afirmó su completa devoción por ella.
—Antes moriría congelado que perder un momento de estar contigo. Quiero decir que no tengo frío, sino calor. Yo no siento el frío, y estoy completamente de acuerdo contigo en que ésta es la vista más maravillosa que en mi vida he visto.
Mientras decía esto iba escrutando con la mirada los arbustos de la orilla, para ver si, por casualidad, descubría por allí a los Proscritos.
—En un lugar como éste quisiera morir —dijo Melisa románticamente—. ¿Y tú?
—Bueno… sí; también yo —dijo Roberto con moderado entusiasmo.
—¿Sabes? —continuó diciendo Melisa—. Es muy extraño, pero siempre he creído que soy vidente. Y es que, naturalmente, soy mucho más sensible a la belleza que la mayoría de la gente, y será por esa cualidad.
Roberto, con la mirada ausente, convino en que sería así. Un movimiento entre los arbustos había atraído su atención, pero después de mucho fijarse llegó a la conclusión que no era nada más que el soplo de la brisa.
Melisa bajó el tono de su voz de un modo impresionante, y dijo:
—¿Sabes? En cuanto vi este sitio sentí en mi interior que había algo raro, algo sobrenatural en él. Y así es. Lo descubrí este mediodía, antes de la comida… Tú no eres vidente, ¿verdad Roberto?
—No —dijo Roberto, con el pensamiento todavía en otra parte.
—¡Qué lástima! Al principio creí que teníamos más cosas en común de las que en realidad tenemos, después de todo.
—Bueno…, sí, soy algo vidente yo también —se apresuró a informarle Roberto.
Pero seguía mirando ansiosamente hacia las orillas del lago en busca de los muchachos al acecho que pudieran ocultar arbustos y malezas.
—Tú sentiste también que sobre este lago flotaba un efluvio sobrenatural en cuanto lo viste, ¿no es cierto? —siguió diciendo Melisa—. ¿O quizás no lo sentiste?
—Yo… sí —dijo Roberto, deseando ardientemente que Melisa le permitiera volver al tema, más fácil y agradable, de sus atractivos personales.
—Pues oye —prosiguió diciendo ella—: Una de las criadas me lo ha contado antes de la comida. Dicen que este puente está hechizado y que un día cada año, no me acuerdo cuál, por la noche, si se mira hacia acá desde aquella ventana, una hora después de haberse puesto el sol, se puede ver aquí a un hombre con capa y chambergo, vestido de época, ¿comprendes?, que atraviesa el puente, y cuando llega a la mitad, si es una muchacha la que mira, el hombre aquel se quita el chambergo y la muchacha ve entonces la cara del hombre con quien se casará. ¿No te parece romantiquísimo?
De pronto, se le ocurrió a Roberto una idea. En realidad, no había adelantado mucho con Melisa aquel día, gracias en gran parte a la intervención extemporánea de aquellos condenados muchachos. Y recordó que él tenía en su casa una capa y un chambergo que tenía preparados para ponérselos en una representación teatral en la que debía tomar parte al mes siguiente. Entonces él podría probar de un modo tajante e irrevocable que el Destino los juntaba, que eran uno para el otro, etcétera. Al fin y al cabo, aquella muchacha era su único amor.
—Sí. Ya lo sabía —dijo mintiendo con toda la caradura—. Ya me lo habían contado a mí también. Y, ¡ya ves qué casualidad!, hoy es precisamente la noche en que tiene lugar la aparición.
Ella se mostró tan entusiasmada con la noticia, como él habría podido desear.
—¿De veras? —exclamó, boquiabierta.
—Sí —dijo él—. Pero yo claro, no lo creo. Estoy convencido de que es una paparrucha, aunque, de todos modos, hoy es la noche de la aparición, según me han dicho.
Ella le miró fijamente, con sus claros ojos de color azul-violeta.
—Esta noche estaré en la ventana —dijo de un modo lento e impresionante—, y si hay algo por ver, lo veré.
Después de lo cual, permitió que la conversación volviera a deslizarse por el siempre candente tema de sus atractivos personales.
El hecho de que Roberto y Melisa aguantaran en el puente, como los Horacios de la Historia romana, durante el transcurso de la tarde, impacientó, pero no desanimó a los Proscritos.
—Bueno, pero no van a pasarse toda la noche ahí —dijo Guillermo—. Es lógico que no van a dormir en el puente. Esperaremos hasta que ya no puedan permanecer en el puente, porque la noche se les va a echar encima y entonces iremos nosotros y cazaremos el monstruo. Tenemos que pensar en el nombre que vamos a ponerle cuando lo tengamos suficientemente amaestrado.
Entonces cada uno empezó a proponer nombres. Pelirrojo sugirió el de Príncipe, que era el nombre del perro de su tía; Douglas sugirió el de Nelson, nombre que combinaba las ideas de lo heroico con lo marítimo; Enrique propuso el de Monny, como abreviación de monstruo; y Guillermo, con su modestia habitual, propuso que lo llamaran simplemente Guillermo, en honor a sí mismo. La discusión se prolongó desmesuradamente y la cuestión estaba todavía por decidir cuando los Proscritos tuvieron que volverse a sus respectivas casas porque había sonado la hora de la merienda.
—Bueno —dijo Guillermo finalmente—. Ahora, de momento, tanto da el nombre. Ya se lo pondremos luego, cuando lo hayamos cogido. Lo primero que hay que hacer es cogerlo y yo propongo que no vayamos a capturarlo hasta que haya anochecido por completo y tengamos la absoluta seguridad que no va a surgir nadie de improviso para aguarnos la fiesta. Además, yo diría que es de noche cuando sale el monstruo para echar un vistazo por ahí sin que nadie lo vea, de modo que entonces será más fácil de capturar.
Mientras tanto, Roberto sacaba el chambergo y la capa de conspirador, de la caja de cartón donde los guardaba. No cabía la menor duda de que el chambergo era demasiado grande y la capa demasiado larga. Chambergo y capa se los había prestado un individuo que era mucho más alto y ancho de espaldas que Roberto. Así y todo, pensó Roberto que si se aguantaba la capa con el brazo y se echaba el chambergo hacia atrás, aún podría quedar bastante bien. Afortunadamente, el chambergo llevaba una cintilla elástica para sujetarlo debajo de la barbilla, de modo que no había peligro de que una ráfaga de viento se lo tirara al lago.
Roberto, así disfrazado, esperó a que fuera exactamente una hora después de la puesta de Sol. Una vez llegado el momento echó a andar por el parque y de pronto, lenta y deliberadamente, de una manera impresionante y espectacular, se dispuso a atravesar el puente. Era una noche oscurísima, sin Luna y sin estrellas, tan sin Luna y sin estrellas, que Roberto empezó a sospechar que sus impresionantes andares serían esfuerzo perdido. No era posible que nadie pudiera verle desde la ventana, por mucho que aguzara la vista. Él se había imaginado que aquella escena fantasmagórica ocurriría en una clara noche de Luna. La mala suerte le perseguía. Las cosas nunca le ocurrían del modo que él las hubiera deseado. De pronto tuvo una idea.
El parapeto del puente era ancho y completamente horizontal en su borde. Sería muy fácil andar por encima del parapeto y así Melisa, con toda seguridad, podría divisar su silueta, destacándose contra el fondo menos oscuro del cielo. Él se quedaría parado, en actitud teatral en el centro, se quitaría el chambergo, y era seguro que entonces ella le reconocería. Hasta podría soltar unos golpecitos de tos, a fin de que ella pudiera reconocerle, sino por otra cosa, por la voz. Así dispuesto, Roberto, de un salto se subió al parapeto y echó a andar por él. Se imaginaba que ella le estaría observando y vería claramente cómo su negra silueta se recortaba contra el fondo del cielo. Hasta cierto punto aquello resultaba más impresionante que si acaeciera bajo la luz de la Luna… Roberto llegó al centro del puente, levantó la mano para quitarse el chambergo, tropezó con la capa, perdió el equilibrio, durante unos segundos dio unos manotazos desesperados en el aire y cayó con un gran chapuzón en el lago. En seguida salió a la superficie e, impedido como se hallaba por el chambergo y la capa, se puso a nadar desesperadamente hacia la orilla.
En aquel mismo momento los Proscritos llegaban al lago. Guillermo llevaba la cuerda, Enrique la redecilla de pescar, Douglas toda su variedad de comida tentadora, y Pelirrojo, la estaca. Tomando muchas precauciones, habían venido arrastrándose hasta el lago, a través de los matorrales. Y al llegar a la orilla los cuatro se quedaron pasmados y boquiabiertos, porque allí, ante sus propios ojos, una gran bestia negra surgía del agua del lago, para volver a hundirse y surgir de nuevo. Inmediatamente los cuatro se metieron en el agua para apoderarse del monstruo. El chambergo de Roberto, completamente empapado de agua se le aplicaba sobre el rostro, ocultándolo, la capa se le había quedado adherida al cuerpo y realmente el aspecto de Roberto, a lo que más se parecía era a un monstruo marino, algo semejante a una foca. Cogido por los cuatro Proscritos, Roberto se dejó arrastrar a la orilla, sin oponer resistencia. Se había tragado tanta agua que no estaba seguro de si se había ahogado o no. No podía ver, ni hablar, ni oír. Sólo sabía que le estaban ocurriendo unas cosas muy extrañas. Le arrastraban y le empujaban de una manera rarísima. Tal vez se había levantado una tempestad y aquello era el oleaje. Fuera lo que fuese, estaba demasiado extenuado para poder hacer nada por su cuenta. Si se había ahogado, pues nada: se había ahogado y era inútil hacer nada porque estaba muerto. Sólo deseaba que ella se hubiese enterado de que él había muerto por ella, pero reconocía que aquello era improbable. Ella no podía enterarse. Nadie la enteraría ya. La mala suerte seguía persiguiéndole. Por consiguiente, él no podía hacer otra cosa sino rendirse a los azares del destino. Probablemente, sin él saberlo, a estas horas ya estaría en el cielo o en el infierno. Vete a saber. Pero de lo que ya estaba seguro era de que estaba muerto y ahogado. Triunfalmente los Proscritos acabaron de arrastrar su pesca a la orilla. Apresuradamente Guillermo le pasó la cuerda por el cuello, y los cuatro, al mismo tiempo, empezaron a tirar.
—¡Vamos, Príncipe! —le animaba Pelirrojo.
—¡Adelante, Nelson! —le gritaba Douglas.
—¡Arre, Monny! —voceaba Enrique.
—¡Guillermo! ¡Guillermo! ¡Guillermo! —iba exclamando el propio Guillermo, convencido de que le metería en la mollera el nombre, por la frecuente repetición del mismo.
Roberto, confundido por aquel galimatías, habiendo perdido las facultades de hablar y de comprender y casi casi la de moverse, todavía tuvo la presencia de ánimo suficiente para aligerarse con las manos el dogal que tenía en el cuello.
—Mira. ¡Anda! —exclamó Guillermo, muy excitado.
—¡Y tiene los pies palmados, tal como yo dije! —dijo Enrique.
Entonces a Roberto no le cupo la menor duda de que había muerto ahogado. Se había ahogado y había ido a parar al infierno, adonde lo estaban arrastrando unos demonios, reducidos en número, pero de ánimo feroz. En su mente revivió escenas leídas en «La Divina Comedia», de Dante, y se atemorizó todavía más pensando en las refinadas torturas que seguramente estarían aguardándole. En aquel momento uno de los demonios habló:
—¡Atiza! —dijo en voz alta—. ¡Qué monstruo tan bonito!
En el tono de aquella voz había algo familiar que penetró hasta en lo más profundo de las anegadas facultades de Roberto. Al oír aquella voz, Roberto dio un respingo que hizo perder el equilibrio a sus captores y a continuación levantó el ala del chambergo que los Proscritos habían tomado como una especie de cara prehistórica.
—¡Arrea! —exclamó el demonio más próximo—. ¡Si es Roberto!
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó el monstruo—. ¡Si es Guillermo!
Fue imposible dar y recibir más explicaciones, porque en aquel momento se abrió de par en par una ventana por encima de sus cabezas, y la argentina voz de Melisa gritó histéricamente:
—¡Cielos! ¿Qué ha ocurrido?
Roberto intentó explicarlo, pero había tragado tanta agua que sólo le salió una especie de gargarismo.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —volvió a preguntar Melisa.
Roberto se volvió hacia los Proscritos, pero éstos se habían desvanecido misteriosamente. Roberto volvió a emitir otro gargarismo, un gargarismo explicativo esta vez, un gargarismo tranquilizador, ardiente, expresivo, de los sufrimientos valientemente soportados, pero desprovisto de verdaderas palabras. Melisa se asomó más a la ventana e intentó percibir algo entre las sombras.
—Estás mojado —dijo—. Estás mojadísimo.
—Grl-grl-grl-grl-grl-grl-grl —respondió Roberto, mientras le castañeteaban los dientes.
—Debes irte en seguida a casa y secarte al fuego —continuó diciendo Melisa.
—Grl-grl-grl-grl-grl-grl-grl —repitió Roberto.
Y, girando sobre sus talones, se volvió a su casa tan aprisa como pudo, subió a su dormitorio sin que nadie se diese cuenta, tomó un baño caliente y una vez seco y habiéndole vuelto la facultad de la palabra, bajó a la planta baja y entró en la salita.
—¿Dónde está Guillermo? —preguntó.
Tenía que liquidar cierta cuestión con Guillermo y no quería perder tiempo.
Está acostado y durmiendo, hijo mío —dijo su madre—. Ha llegado tan cansado que ha dicho que iba a acostarse inmediatamente. Y acostarse y quedarse dormido ha sido todo uno. Lo sé porque yo misma lo he visto. Jamás le había visto dormirse tan pronto. Supongo que no estará enfermo.
—Tanto si está enfermo como si no lo está, tengo que decirle algo —dijo Roberto intencionadamente, y sin perder tiempo volvió a subir, esta vez al dormitorio de Guillermo.
Pero Guillermo estaba profundamente dormido. Hasta tenía los párpados fuertemente apretados, como demostración de lo profundo de su sueño. Ni las reconvenciones, ni los insultos, ni las imprecaciones consiguieron despertarle, y como que no es nada deportivo atacar a un niño dormido, Roberto se vio obligado a dejarle durmiendo, sin haber podido apaciguar sus ansias de venganza.
—Muy bien —dijo al marcharse—. Tú espera hasta mañana y verás lo que te pasa. Eso es todo por hoy.
Pero al día siguiente Guillermo no compareció a la mesa a la hora del desayuno.
—¿Dónde está Guillermo? —volvió a preguntar intencionadamente Roberto.
—Ha salido —dijo la señora Brown—. Se ha levantado muy temprano y se ha desayunado antes que nadie. Ha dicho que hacía un día tan bueno que era una lástima perder ni un solo minuto de él. Me ha complacido mucho ver que toma la costumbre de levantarse temprano. Eso es muy saludable.
En aquel momento Guillermo se hallaba con los Proscritos en el viejo granero.
—Bueno, yo ya estoy harto de monstruos prehistóricos —decía—. No quiero ver más monstruos prehistóricos en mi vida. Nos hemos mojado como esponjas y casi nos hemos matado al pescarlo, y todo por nada. Para mí ya pueden quedarse todos en el fondo del lago por el resto de su vida que a mí me importan un pepino.
Los otros estuvieron completamente de acuerdo con él.
—¡Qué tontería, la de Roberto, de ir a nadar a esa hora de la noche! —comentó Pelirrojo—. ¡Y con sombrero y todo! Debe de estar loco.
—Lo está —dijo Guillermo con convicción—. A menudo se lo he dicho a mi madre, pero ella no quiere creerme… ¡Mira que ir a nadar de noche, vestido de mamarracho! ¡Y luego, ponerse como una furia porque lo habíamos sacado del agua, cuando éramos nosotros los que hubiéramos debido enfadarnos porque resultó que él no era el monstruo! Anoche seguro que me habría matado si no me hubiera encontrado durmiendo… Bueno, no hablemos más de él… Ni de los monstruos. Ya estoy harto de Roberto y de los monstruos prehistóricos. ¡Vamos a jugar a indios!
Mientras tanto, Roberto iba andando lentamente, muy descorazonado, por la carretera que conducía a la finca de los Bott. No sabía todavía lo que le diría a Melisa. Y tampoco sabía, desde luego, lo que Melisa le diría a él. Ella había sido testigo ocular, la noche anterior, de cómo cuatro muchachos pequeños le sacaban ignominiosamente del agua y luego lo arrastraban con una cuerda al cuello. Desesperadamente intentó pensar en alguna clara explicación de la escena, pero no se le ocurrió ninguna, ni sencilla ni complicada.
Melisa ya le estaba esperando en el puente.
—Tengo el pie mucho mejor hoy —le dijo Melisa—. Me parece que ya podré dar un paseíto…, pero antes quería encontrarme aquí contigo porque…, bueno, ya sabes por qué, supongo.
—Ah… sí —dijo Roberto, pensando todavía en si podría explicar la escena de la noche pasada diciendo que era sonámbulo.
—Pues el por qué no es necesario que te lo diga, pero así y todo te lo diré; porque vi cómo realizabas aquella heroicidad. ¡Oh, Roberto! ¡Qué orgullosa me siento de ti!
Roberto pestañeó, mudo de asombro.
—Sí, Roberto, la noche era muy oscura pero no lo era tanto que yo no pudiera ver lo que ocurrió. Me asomé a la ventana justo en el momento preciso para poder ver cómo te lanzabas al agua desde el parapeto de puente y te zambullías en el lago para ir a salvar aquellos muchachos, y, ¡oh, Roberto!, cuando vi que habías logrado poner a los cuatro a salvo en la orilla, ¡tan agotado como estabas por tus heroicos esfuerzos! Yo… ¡oh!, ¡yo me sentí tan orgullosa de ti! Temí tanto que no fueras a pillar un mal resfriado que no quise entretenerte hablándote anoche, pero… ¡oh, Roberto! ¡Me sentí tan orgullosa de ti! ¡Fuiste un verdadero héroe! Ahora, Roberto, hazme el favor de explicarme cómo sucedió todo.
Roberto había adoptado inmediatamente la actitud de un tímido heroísmo.
—Ah, bueno —dijo con una leve risilla de modestia—, ya viste tú misma cuanto había por ver y realmente, yo no tengo nada que añadir.