GUILLERMO Y LOS «NASTIS»

—¿Cómo has dicho que les llaman? —preguntó Guillermo.

«Nastis» —contestó Enrique, quien, como norma habitual, era la principal fuente de información sobre aquel tema.

—¿Nastis…? ¿… de plastis? No se pueden llamar nastis —protestó Guillermo—. Nadie les llamaría por un nombre como ese. La gente parecería que les dice que no a todo.

—Pues es su verdadero nombre —insistió Enrique—. Se llaman así. Ten en cuenta que nasti no quiere decir lo mismo aquí que en Alemania.

—No seas bobo —replicó Guillermo—, nasti no pude querer decir nada más que nasti, sea en el sitio que sea. ¿Qué es lo que hacen?

—Mandan en todo su país —respondió Enrique—, y obligan a todos a hacer lo que ellos quieren, y si no lo hacen, les mandan a la cárcel.

—Me gustaría ser uno de ellos si viviera en su país —dijo Guillermo—, pero te apuesto a que encontraría algún nombre mucho mejor que nasti.

—Ya te he dicho que nasti significa diferente en Alemania —repitió Enrique.

—¿Por qué no van a poderse llamar otra cosa que no sea nastis? —argumentó Guillermo—. ¿Es que han perdido el sentido? ¿Qué otras cosas hacen?

—Persiguen a los judíos —explicó Enrique.

—¿Por qué? —quiso saber Guillermo.

—Porque los judíos son ricos —aclaró Enrique—, así que les echan y van recogiendo todo lo que dejan tras ellos. Es una idea estupenda.

—Sí que lo es —reconoció Guillermo— pero no podríamos imitarla aunque empezáramos a ser nastis porque aquí no hay judíos.

—El viejo sr. Isaacs es judío —afirmó Pelirrojo.

Se miraron unos a otros con repentino interés.

El viejo Isaacs había comprado recientemente al sr. Monks la tienda de frutos secos de la localidad, y le había sustituido al frente de ella.

El sr. Monks había sido un buen amigo y aliado de los Proscritos, siempre dispuesto para la conversación y los cotilleos y siempre añadía algunas golosinas de más a lo que marcaba la balanza. En ocasiones les regalaba a los chicos cintas de regaliz, palomitas de maíz o piruletas.

El sr. Isaacs, sin embargo, desde que tomó posesión de la tienda, había mostrado una mezquindad que conmocionaba y enfurecía a los Proscritos. Afirmaban, muy indignados, que dejaba de echar golosinas cuando la balanza empezaba a moverse, mucho antes de que descendiera.

—¿Tacañería? —se quejó Guillermo—. Bueno, es más que tacañería. Es motivo más que suficiente para mandar a la gente a la cárcel. ¡Es robar, eso es lo que es!

La nostalgia de los días llevaderos con el sr. Monks incrementaba su amargura. Se vengaban del recién llegado lo mejor que podían. Al pasar por delante de la puerta abierta de la tienda, chillaban la vieja cantinela de «¡los timadores nunca triunfan!», y algunas veces se agrupaban todos frente al escaparate y criticaban ruidosamente las mercancías.

El hombrecillo de la nariz ganchuda salía corriendo tras ellos, persiguiéndoles por la calle gritando amenazas e imprecaciones.


El hombrecillo salía corriendo tras ellos, enfurecido.

—Sí, es judío, efectivamente —dijo Pelirrojo—. Si estuviéramos en Alemania y fuéramos nastis podríamos perseguirle y confiscar todo el contenido de la tienda. Son cosas que se permiten en Alemania, Echarles y quitarles todo lo que tienen en sus tiendas. Siempre que nosotros fuéramos nastis, claro.

—¡Caramba! —exclamó Guillermo con un profundo suspiro de éxtasis mientras le llegaban gloriosas visiones en las que echaba a un judío tras otro y se apropiaba del contenido de una tienda tras otra—. ¡Caramba, me encantaría ser uno de ellos!

—A mí también —dijo Pelirrojo—, y si pudiera conseguir suficiente dinero, me marcharía a Alemania mañana mismo y me uniría a ellos. Jamás en la vida —añadió patéticamente— he podido comerme todas las golosinas que me apetecían.

—¿Y por qué no podemos tenerlos aquí? —se le ocurrió de pronto a Guillermo.

—¿Qué? ¿Los dulces? Pues porque el viejo Isaacs es un tacaño que hace oscilar la balanza y no espera a que baje.

—No, los nastis. ¿Por qué no tenemos nastis aquí? Si existieran nastis aquí, podríamos unirnos a ellos y perseguirle y cuando estuviera fuera de su tienda, requisarle toda la mercancía.

—¡Caramba! —dijo Douglas—. Y acaban de traerle una caja entera de regalices de todas clases.

—¡Pensadlo! Tarros, tarros y más tarros de piruletas y cajas, cajas y más cajas de… —les fallaban las palabras.

Se miraron unos a otros en silencio, con la visión de los bien surtidos anaqueles del sr. Isaacs flotando tentadoramente ante sus ojos.

—Bien —continuó Guillermo por fin—, alguien tiene que crearlos, quien sea.

—¿Crear qué?

—Los nastis de aquí. Apuesto a que hace tiempo no existían en Alemania y alguien tuvo que inventarlos. Y apuesto a qué ese alguien los inventó porque una persona parecida al viejo Isaacs vivía en su pueblo y era tan tacaño que dejaba de echar golosinas tan pronto como la cosa empezaba a oscilar sin dejarla que bajara. Apuesto a que el inventor estaba tan superenfadado que creó a los nastis para perseguir a ese tendero tacaño y apropiarse de sus dulces cuando saliera de la tienda. Y apuesto a que estaba convencido de que el tendero se los debía por todas las veces que había dejado de echar dulces tan pronto como la cosa empezaba a oscilar sin dejarla que bajara. Lo mismo sentimos nosotros del viejo Isaacs. Bien, voto porque creemos a los nastis de aquí.

—¿Quiénes se apuntarán? —se interesó Pelirrojo.

—Todos querrán alistarse cuando se enteren de lo que vamos a hacer —dijo Douglas.

—Pues no van a quedar muchas golosinas para nosotros si todo el mundo se alista —dijo un pensativo Enrique.

—No, no nos quedarían bastantes —asintió Guillermo—. ¡Voto que no alistemos a nadie salvo a nosotros mismos! Por lo menos hasta que hayamos echado al viejo Isaacs y nos hayamos comido todos sus dulces. Y no le diremos a nadie nada de todo esto, porque todos querrían ser nastis también. Seremos nastis secretos con bolsas repletas de regalices variados.

—Estoy seguro de que tendremos dulces de todas clases más que suficientes —dijo Enrique—. Apuesto a que nos durarán muchísimo tiempo, porque también hay un almacén lleno de golosinas arriba. ¿No os acordáis de aquella vez que nos lo enseñó el Sr. Monks?

—Será mejor que empecemos a ser nastis ya mismo —habló Guillermo imitando el estilo de los hombres de negocios—. ¡Me pido ser el jefe! ¿Cómo le llaman los alemanes?

¡Jer Jitler! —dijo Enrique.

¡«Jer»! —repitió Guillermo disgustado— ¿no será una mu… jer?

—No, no. Es un hombre, seguro —explicó Enrique—, «jer» quiere decir en alemán que se trata de un hombre. Es lo mismo que «don».

—No puede ser lo mismo que «don» —objetó Guillermo—, «jer» no puede querer decir lo mismo que «don» en ningún idioma. ¡No pienso llamarme a mí mismo «jer» de ninguna de las maneras! Nasti ya es demasiado malo. La gente que habla en idiomas extranjeros parece que ha perdido el juicio. No me importa que me llamen «Jitler», pase, pero no permitiré que me llamen «jer Jitler». ¿Sabéis qué? Me llamaréis «don Jitler». ¡Suena bien! De ahora en adelante yo seré don Jitler y los cuatro seremos los nastis. Y ahora debemos discutir el plan de actuación.

—Sólo queremos hacer una cosa —resumió Pelirrojo—, echar al viejo Isaacs y comernos sus dulces.

—Sí, eso está muy bien, pero es mejor que discutamos cómo vamos a conseguirlo —explicó Guillermo.

Se hizo un largo silencio, durante el cual fue borrándose la animación de las caras de los Proscritos. Por primera vez se daban cuenta de la magnitud de la tarea que iban a confrontar.

—Bien, pero ¿cómo lo hacen ellos? —preguntó Guillermo a Enrique.

—Pues… les persiguen y les quitan sus cosas —contestó el interpelado.

—Sí, pero ¿cómo? —insistió Guillermo comenzando a irritarse—. Quiero decir que ¿cómo lo preparan todo para hacerlo?

—Se las ingenian para atemorizarles —afirmó Enrique.

—¿Pero cómo? —Insistió Guillermo una vez más.

—Bueeeno… usan una especie de dibujo de una serpiente enroscada a la que llaman esvástica, y al verla se asustan.

—¿Por qué se asustan?, yo no me asustaría —dudó Guillermo—. ¿Cómo puedo creerme que las serpientes asustan a los judíos si a mí no me asustan? Probemos de todas formas. ¿Quién quiere dibujar la serpiente?

—Dejadme a mí —se ofreció Douglas.

Douglas tenía un primo lejano al que una vez seleccionaron un dibujo para la exposición local de pintura y artesanía, y con esta experiencia ya se consideraba un experto en cuestiones artísticas.

—¡Apuesto a que dibujaré una serpiente enroscada estupenda! ¿Cómo habéis dicho que se llama?

—Esvástica —contestó Enrique—. Esvástica quiere decir serpiente en alemán.

—Eso ya lo sabía —replicó Douglas, algo molesto por los aires omniscientes de Enrique.

—¿Y qué hacen con la esvás…? ¿… con la serpiente enroscada esa? —preguntó Guillermo.

—Colocan el dibujo en una especie de estandarte y lo pasean por las calles. Cuando los judíos lo ven, se asustan y huyen despavoridos. Entonces es cuando les quitan todas las golosinas y las cosas que dejan abandonadas en sus tiendas.

—Bueno, probaremos eso primero —dijo Guillermo.

—Apuesto a que funcionará igual que en Alemania —dijo Enrique—, ya veréis.

—Pues yo me pondré a dibujar la esv… la serpiente enroscada —dijo Douglas—. Será lo primero que haga cuando llegue a casa. Podremos empezar a asustarle esta misma tarde.

* * *

Los Proscritos volvieron a reunirse inmediatamente después de comer. En la tapa de una caja de sombreros que encontró en el trastero, Douglas había dibujado algo que pretendía ser una serpiente erráticamente enroscada, coloreada con violentos tonos de verde. Los Proscritos examinaron el dibujo y lo criticaron con dureza.

—Le has dibujado orejas —objetó Enrique. Las serpientes no tienen orejas.

—¡Pues claro que tienen orejas! —se revolvió Douglas—. ¿Cómo crees que iban a oír si no tuvieran orejas?

Parecía un argumento incuestionable.

—Es una serpiente y tiene que asustarle —zanjó Guillermo—. ¡Vamos, confeccionemos el estandarte!

Hicieron el estandarte por el simple procedimiento de pinchar el dibujo de Douglas con chinchetas en un bastón de paseo.

—Vamos a colocarnos con él delante de la tienda —sugirió Pelirrojo—. Apuesto a que se asustará y saldrá huyendo.

Los Proscritos marcharon en fila india hacia la tienda del sr. Isaacs. Guillermo marchaba en cabeza portando el estandarte.

Se agruparon delante de la puerta abierta, a la vista del sr. Isaacs, esperando ver su rostro distorsionarse por el terror cuando sus ojos se posaran sobre el pavoroso emblema. Confiaban en verle salir corriendo de la tienda despavorido y desvanecerse presa del pánico, a velocidad meteórica, en dirección a la estación. Pero sus expectativas sólo se vieron cumplidas parcialmente. La cara del sr. Isaacs se distorsionó ciertamente, pero fue de furia, no a causa del terror. Salió raudo de la tienda, pero en vez de huir despavorido en dirección a la estación, se arrojó tempestuosamente sobre los Proscritos y Guillermo recibió tal cachete que tanto él como el resto del mundo se tambalearon.

—Bueno —comentó quejoso Guillermo cuando ya estaban bien cobijados en el viejo granero—, pues no nos ha salido nada bien la cosa —se volvió hacia Enrique—. ¡Vaya asco de idea que tuviste!

Enrique, a su vez, miró acusadoramente a Douglas.

—¿Por qué le dibujaste orejas? —exclamó indignado—. Te dije que las serpientes no tienen orejas.

—De acuerdo —se resignó Douglas—. Dibujaré otra sin orejas y podremos volver a intentarlo.

Pero los Proscritos no recibieron con mucho entusiasmo la sugerencia.

—No, no serviría de nada intentarlo otra vez, con orejas o sin orejas —aseguró Guillermo con firmeza—. Me temo que la gente no sabe cómo debe reaccionar ante los nastis aquí en Inglaterra.

—Apuesto a que ni tan siquiera se dio cuenta de que éramos nastis —se dolió Pelirrojo—. Apuesto a que estábamos equivocados. O no era una serpiente lo que aterrorizaba, o se trataba de una especie de serpiente diferente.

—Pues era una serpiente estupenda —protestó Douglas con firmeza—, y tienen orejas. ¿Cómo hubiera hablado con Eva, en la Biblia, si no tuviera orejas? Eso sí, es posible que se las haya dibujado un poquito demasiado grandes, pero estoy convencido de que tienen orejas.

—No creo que haya pasado por culpa de las orejas —explicó Pelirrojo. Creo que nos equivocamos por completo al elegir el tipo de serpiente. Ya sabréis que existen toda clase de serpientes.

—Vamos a dejar de fastidiarnos a causa de las serpientes —afirmó Guillermo—, estoy harto de serpientes y no parece que le asusten lo más mínimo, más bien parecen enfurecerle. ¡Tenemos que encontrar el modo de que se entere de que somos nastis!

—¿Por qué no vamos y se lo decimos?, así de fácil —sugirió Douglas.

—Ya, pero él habrá casi acabado con nosotros antes de que nos dé tiempo a salir —se quejó Guillermo—. Es la persona más salvaje con la que me he tropezado y os aseguro que me he tropezado con muchas personas salvajes.

—Apuesto a que se moriría de miedo si se enterara de que tú eres igual que ese tal Jitler —dijo Douglas—. Todos le temen. Si supiera que eres lo mismo, aquí en Inglaterra, que el Jitler de Alemania, apuesto a que se aterrorizaría completamente. Mándale un mensaje secreto e infórmale de que eres igual que ese tal Jitler. Apuesto a que llorará de terror.

A los Proscritos les encantó la idea y se pusieron a trabajar en ella sin demora. Pelirrojo se las ingenió para quitarle a su madre una de sus tarjetas de visita, tacharon el nombre y la dirección y escribieron con letras grandes e irregulares:

DON JITLER

NASTI

Al pie escribieron:

«Sigue por detrás»

, y por detrás Douglas dibujó una calavera con tibias cruzadas y añadió, en letras rojas, las siniestras palabras:

ESTÁS AMENAZADO.

—Eso le enseñará —exclamó Guillermo, con satisfacción, cuando la obra de arte quedó terminada—. Se acordará de esta. Apuesto a que palidecerá del susto.

Cuando el sr. Isaacs cerró la tienda a la hora de la comida, aprovecharon para introducir la tarjeta por la ranura de la correspondencia.

Esperaron expectantes, con la ilusión otra vez de ver la figura del sr. Isaacs huyendo a la carrera, lleno de pánico, en dirección a la estación. Pero el sr. Isaacs seguía realizando las actividades propias de la tienda calmada y plácidamente. Ni siquiera parecía sentirse molesto. De hecho, barrió la tienda cuando volvió de comer y no se fijó para nada en la tarjeta, que ahora descansaba, con el resto de los desperdicios barridos, en el cubo de la basura.

—Más nos vale pensar alguna otra cosa —dijo Guillermo con firmeza—. Tenía la sangre alterada y no estaba dispuesto a ser burlado otra vez por su presa. Si esos nastis alemanes se hubieran rendido porque el primer judío que intentaron echar no se asustara de ellos, nunca habrían alcanzado el poder en su país, y nosotros no nos rendiremos porque el primer judío que intentamos echar no se asuste de nosotros. Lo intentaremos de nuevo y le asustaremos —se volvió hacia Enrique—: ¿sabes qué hicieron a continuación al ver que no se asustaban?

—Me enteraré —contestó Enrique, sintiendo que su reputación de inacabable fuente de conocimiento estaba en entredicho—. Voy a informarme y os lo contaré después del té.

—¡Y lo conseguiremos por fin! —afirmó Guillermo con determinación.

* * *

Después del té, Enrique regresó al viejo granero dándose aires de importancia.

—Ya sé lo que hacen —explicó a los Proscritos reunidos—, tienen a gente, a la que llaman tropas de asalto, y cuando los judíos se niegan a escapar corriendo, les pegan hasta conseguirlo.

—¡Oh! —los Proscritos, asombrados, no sabían qué decir.

—Les pegan —repitió Guillermo, rememorando la pequeña, pero robusta figura del sr. Isaacs y recordando el cachete recibido, por cuya causa aún le zumbaba el oído.

—Podríamos nombrarnos perfectamente a nosotros mismos tropas de asalto —dijo despacio Pelirrojo—, es sencillo.

—Sí, pero ¿seríamos capaces de pegarle? —observó Douglas dubitativo.

—¡Pues tenemos que hacer algo! —exclamó Guillermo—, no podemos rendirnos ahora. Nunca llegaremos a ser los mandamases del este país si nos rendimos por tonterías como esta. Tengo un plan.

—¡Cuéntalo! —pidieron los Proscritos expectantes.

—Después de que cierre la tienda, entraremos en su casa con mucho sigilo, le dejaremos encerrado en cualquier habitación en que se encuentre, nos llevaremos todas las golosinas y todas las cosas y por fin se enterará de que somos nastis y se largará.

—Perfecto —clamaron los Proscritos, disipando todas las dudas y aprehensiones del interior de sus mentes cuando terminaron de escuchar el plan de Guillermo.

* * *

Un pequeño y silencioso grupo se reunió al anochecer fuera de la tienda del sr. Isaacs cuando había echado ya las persianas metálicas.

—¿No preferís esperar hasta mañana? —murmuró Douglas.

—No —respondió Guillermo con entereza—, tenemos que hacerlo ahora mismo. ¡Adelante! Miraremos sigilosamente para ver si ha quedado algo abierto. Tenemos que encerrarle en una habitación y aprovechar para llevarnos todo lo que tenga. ¡Vamos! —repitió tratando de insuflar valor a sus, obviamente, vacilantes seguidores—. Pensad en cajas y cajas de regalices de todas clases, en bolsas y bolsas de palomitas de maíz y en frascos y frascos de toffees.

Encorajinadas de esta manera, las tropas de asalto lanzaron un grito de júbilo flojito y le siguieron alrededor del lateral de la casa. Probaron, con cuidado, la puerta lateral, estaba cerrada. Lo intentaron, con cuidado, con la puerta de la cocina, estaba cerrada. Miraron a ver, con cuidado, la ventana pequeña que había al lado de la puerta de la cocina, ¡estaba abierta! Guillermo dio un silbido flojito.

—¡Venga! —dijo con entusiasmo a la vez que se subía a la ventana. Los demás le siguieron uno a uno a través de ella, Douglas, en la retaguardia, rezongaba algo acerca de «esperar hasta mañana».

Se encontraban a oscuras en medio de una pequeña despensa, inmóviles, escuchando con atención. Lo único que rompía el silencio de la casa era el tic-tac de un lejano reloj.

—Puede que haya salido —susurró Pelirrojo.

—No, seguro que no —murmuró Guillermo—. Hemos estado vigilando desde que echó los cierres y le hubiéramos visto, ¡miraremos si está en la tienda!

Avanzaron cautelosamente por el pasillo en dirección a la tienda. Pararon, de repente, como si se hubieran convertido en piedra. Desde donde estaban, podían observar como, en el interior de un despacho no mayor que un armario, una pequeña pero recia figura se inclinaba ante una caja fuerte abierta. Evidentemente, el sr. Isaacs guardaba las ganancias del día. La puerta del despacho sólo estaba entreabierta y la llave se veía colocada en el lado exterior de la puerta. Guillermo se lanzó hacia adelante, cerró la puerta con un fuerte portazo y giró la llave en la cerradura. Entonces, puso la boca a la altura del agujero de la cerradura.

—¡Somos los nastis y yo soy don Jitler y vamos a llevarnos todas tus cosas para obligarte a que te marches! —gritó.

En vez de las voces iracundas que las tropas de asalto esperaban escuchar, todo continuaba en completo silencio. Entonces se oyó el sonido de manipular el picaporte interior de la puerta cerrada probando a abrirla con cuidado.

—Está asustado —dijo Guillermo—. Tiene miedo de nosotros porque ahora sabe que somos nastis. ¡Vamos a apoderarnos de sus cos…!

—Las tropas de asalto se quedaron inmovilizadas y muy dubitativas ante la puerta que daba a la tienda.

—¡Olvidémoslo! —dijo Guillermo por fin—. Hay agujeros en los cierres y la gente que nos vea desde la calle no va a creerse que seamos nastis, ni tropas de asalto, ni nada de todo este asunto. Pensarán que somos vulgares ladrones. ¿Sabéis lo que os digo? Subamos al almacén que el sr. Monks nos enseñó aquella vez. Nadie podrá vernos allí.

Llegaron por el pasillo al pie de las escaleras.

Volvía a haber silencio absoluto en el pequeño despacho cerrado.

—Confío en que no se haya muerto de miedo —dijo Pelirrojo—. Nos meteremos en un buen lío si se ha muerto de miedo. Lo más probable es que nos ahorquen por asesinato.

De pronto, volvieron a oírse los cautelosos intentos infructuosos con el picaporte.

—No, no está muerto —exclamó Pelirrojo, aliviado.

—¡A lo mejor se ha quedado mudo de espanto! —pensó Guillermo en voz alta.

—También por eso podríamos estar metidos en un lío tremendo —advirtió Douglas, abatido—. Seguro que hay alguna ley contra los que dejan mudos de espanto a la gente.

—¡Subamos! —ordenó Guillermo— y empecemos a apoderarnos de sus posesiones.

Pero un extraño mal sabor de boca molestaba a los Proscritos durante toda la aventura. Subieron las escaleras despacio, como con desgana. Ni siquiera pensar en los deliciosos toffees masticables y en los regalices variados les levantaba el ánimo.

—Esto se parece mucho a un vulgar robo ordinario normal y corriente —afirmó Pelirrojo, verbalizando sus dudas.

—No es un robo si eres un nasti —intentó explicar Guillermo—. Es el cometido de los nastis.

—Lo sé, pero podríamos ser malinterpretados —especuló Pelirrojo—. Si se empeñan en que no somos nastis… Es por cosas como esta por lo que pone en los periódicos que mandan a la gente a la cárcel.

—No quiero que me metan en la cárcel —se quejó Douglas—. La semana que viene es mi cumpleaños.

—Bien, voto porque sólo cojamos un «poquito» —dijo Guillermo. No vamos a llevárnoslo todo. Cojamos…, digamos, diez golosinas cada uno y nos volvemos a casa. Y dejamos ya de una vez este rollo de perseguirle. No vale la pena ser nastis en Inglaterra, debe ser muy diferente en Alemania. Vamos, os lo digo en serio. Cojamos algunos dulces en compensación a todos los problemas que hemos tenido.

Abrió la puerta del almacén y los Proscritos se quedaron paralizados de asombro.

Entre los tarros, cajas y latas de dulces y golosinas había una curiosa figura que tenía los brazos atados en los costados y unos ojos que brillaban salvajemente por encima de una venda negra muy apretada que le amordazaba. Emitía extraños sonidos ahogados.

—¡Caramba! —exclamó Guillermo—. Tiene escondido a este pobre prisionero. Debe ser un nasti que raptó en Alemania. Por suerte lo hemos descubierto todo. Le meterán en la cárcel por un delito como éste.

Sacó su navaja del bolsillo y se afanó en cortar las cuerdas que ataban a la postrada figura. Cuando la postrada figura pudo, se levantó y empezó a darle tirones a la mordaza de color negro.

Los Proscritos acudieron raudos en su ayuda y la mordaza fue retirada pronto. Hubo otra sorpresa, la ausencia de la mordaza reveló, no a una víctima del odioso sr. Isaacs, sino al odioso sr. Isaacs en persona, quien farfulló sonidos inarticulados durante un buen rato.

—¿Dónde esstag? ¿Dónde esstag el ladrrón? —articuló por fin, jadeando.

Guillermo se dio cuenta de la situación con inusitada rapidez.

—Todo está bajo control —dijo—, le tenemos encerrado en un despacho del piso de abajo.

Llamaron a la policía y en cinco minutos el ladrón estaba a buen recaudo. El sr. Isaacs, aún bastante histérico, daba su versión de los hechos.

—El ladrrón esstaba esscondido en mi almacén y me atrrapó cuando subí a inventarriarr la merrcancía. Entoncess bajó a mi pequeño desspacho. Esstoss valientess muchachoss le vierron a trravéss de la ventana, se dierron cuenta de lo que ocurrría y entrrarron en la cassa. Le encerrarron en el despacho y acudierron rrraudoss en mi rrescate.

—¡Malditos pequeños sabuesos entrometidos! —comentó el ladrón, desapasionadamente, cuando le sacaban de allí.

—Ahorra coged lo que querráis —ofreció el sr Isaacs a los confusos Proscritos, señalando todo lo que contenía el almacén—. Coged cualquierr cossa que oss apetezzca. Podéiss llevarros todo lo que podáiss —continúo con una temeraria e inusitada generosidad—. ¡Comprrobad cuánto podéiss carrgarr!

Los proscritos, picados por el reto, se pusieron manos a la obra, e incluso el sr. Isaacs se quedó muy impresionado al observar todo lo que sus rescatadores eran capaces de cargar. Guillermo se tambaleaba por el peso de un tarro enorme de toffees, una caja de regalices variados y dos latas de caramelos de diferentes sabores. Pelirrojo apenas podía ser visto tapado por tarros de gotas de pera, cajas de galletitas saladas y una bolsa de piruletas. Chocolatinas, barritas de turrón y gominolas cubrían casi completamente a Douglas. Los brazos de Enrique estaban atiborrados con frascos de almendras garrapiñadas y cajas de bizcochos y sujetaba con los dientes dos bolsas de palomitas de maíz.

El sr. Isaacs, agradecido y sonriente les despedía desde la puerta de la tienda.


El señor Isaacs se sorprendió de lo que podían cargar sus rescatadores.


Los Proscritos apenas podían ser vistos tapados por todo lo que llevaban.

—Y cuando volváiss a gasstarros vuesstrra paga del ssábado, comprrobarréis que todavía no sse me habrrá olvidado.

* * *

Bajo la escasa luz crepuscular, los Proscritos se tambaleaban, por el peso de las preciosas cargas, en dirección a sus hogares.

—Es como un sueño —exclamó Guillermo, con la voz entrecortada por la emoción.

—Es mucho mejor que si hubiéramos seguido siendo nastis —expuso Pelirrojo—. Apuesto a que la policía no hubiera entendido todo eso de que éramos nastis. Apuesto a que si el ladrón hubiera dicho que hizo lo que hizo porque era nasti, le hubieran metido en la cárcel de todos modos.

—Me temo que durante semanas y semanas no querré volver a probar la comida ordinaria —aseguró Douglas.

Guillermo asintió con un gruñido de extasiada aquiescencia desde detrás de sus bolsas de palomitas de maíz.