GUILLERMO Y LA PANTOMIMA
Una oleada de interés pasó por el pueblo cuando se supo que los Pennyman habían alquilado la gran casa solariega que pertenecía a los Bott. Era la segunda vez que la alquilaban. Sus propietarios, los Bott, ya se la habían alquilado en otra ocasión, y el pueblo no lo había olvidado, porque los Pennyman eran una familia con una misión en la vida, y su misión consistía en hacer revivir la era de la belleza y de la artesanía, huyendo de la fealdad de la civilización moderna, y volviendo a la aurora de la Creación. El medio de que se valían para realizar su misión parecía consistir principalmente en llevar ropas tejidas a mano, de curiosísima hechura, en comer extraños manjares en una vajilla elaborada en el horno por el propio señor Pennyman, y con unos cubiertos metálicos batidos a mano por el susodicho caballero, y en el empleo de unos muebles fabricados por él mismo y adornados con calados y bordados de mano de la señora Pennyman. Estos productos no dejaban de tener sus inconvenientes. Las hechuras de las ropas que llevaban eran de un diseño algo errático, la vajilla cocida en su propio horno era deforme y abollada, los cubiertos de mesa batidos a mano eran excesivamente maleables y cedían ante la menor presión, mientras que los muebles de artesanía tenían la desconcertante propiedad de resolverse en cada una de sus partes componentes, bajo el peso del cuerpo humano.
Sin embargo, tanto el señor como la señora Pennyman se mostraban imperturbables ante estos pequeños contratiempos. Veían sus productos de artesanía tal como se habían propuesto que fuesen y no tal como realmente eran. Y no cabía la menor duda sobre su sinceridad. Inmediatamente de tomar posesión de su nuevo domicilio se propusieron convertir al vecindario y, a tal efecto, empezaron a dar clases de tejido a mano, de cerámica, de metalurgia, de calado, de bordado y de otros supuestos elementos de la era de la belleza, informando a sus alumnos, quizás innecesariamente, de que ellos las habían «aprendido intuitivamente»; y, no contentos con difundir sus luces de cultura manual por el pueblo, se fueron a visitar a todos los pueblos de las cercanías para exponer su credo y continuar con su misión. En cuanto a transporte, habían intentado utilizar diversas formas antiguas de locomoción, sugeridoras de la era de la belleza y de la aurora de la Creación, pero habían tenido que abandonarlas una tras otra, como impracticables. La señora Pennyman había llegado a cabalgar en el mismo caballo que montaba su marido, pero en una sola tarde había caído tres veces, y por lo tanto, llegó a perder la serenidad suficiente para montar por cuarta vez. Los esposos Pennyman llegaron a un compromiso con la era de la belleza y se compraron un auto moderno, pero vistieron al chófer con un sombrero de tres picos y una capa con valona que le daba el aspecto de un salteador del siglo XVIII. Como chófer era muy malo, pero había sido el único solicitante al empleo que no había puesto peros a la obligación de ir vestido de aquel modo. En realidad, se sentía muy bien con semejante traje ya que su empleo anterior había consistido en hacer de portero de un restaurante típico, donde debía permanecer de pie, junto a la puerta, vestido de pastor, con cayado y zamarra. Los Pennyman llegaron a ser considerados como parte integrante del paisaje mientras efectuaban aquellas breves peregrinaciones a los pueblos circundantes, con aquel auto y aquel chófer, para organizar conferencias (en las que se obsequiaba a los asistentes con refrescos, ya que de otro modo no iba nadie), dar clases, y redactar resoluciones para reintroducir en el mundo moderno la era de la belleza. La señora Pennyman era alta, delgada y vehemente, y poseía una fuente inacabable de optimismo y al mismo tiempo una continua volubilidad. El señor Pennyman también era alto y delgado, pero había en él un cierto tinte de malhumor y acrimonia. Daba la impresión de que, si su mujer alguna vez se hubiese callado el tiempo suficiente para que él hubiera podido meter baza, lo habría hecho quejándose de algo.
Al principio los Proscritos tomaron un gran interés en esas actividades. Se divirtieron horrores viendo cómo los informes objetos, que los Pennyman denominaban pomposamente como «nuestra vajilla fabricada a mano», se desintegraban en fragmentos de arcilla cocida, al ser puestos en uso. Se divirtieron viendo cómo los muebles fabricados a mano reventaban bajo el peso del cuerpo humano. Se divirtieron arrojando proyectiles de diversa naturaleza al chófer del tricornio y de la copa con valona. Pero su interés por los Pennyman fue decreciendo a medida que se acercaba la primavera con su día de limpieza general[4]. Después del día de Navidad y del de Guy Fawkes, el día de limpieza general era el favorito de los Proscritos. Disfrutaban entonces con las comidas improvisadas, la falta de vigilancia y la atmósfera general de caos. Nadie paraba mientes en sus caras y manos sucias, porque todo el mundo las tenía por el estilo. Los zapatos cubiertos de barro parecían hacer juego con el plan general de las cosas. Se podía jugar entonces a unos juegos emocionantes, en pasillos y escaleras desprovistas de alfombras y esteras, donde se podían provocar estruendos atronadores. Las palas de picar y los plumeros, dejados desatendidos en todos los rincones de la casa, constituían eficacísimas armas. Naturalmente, todo el mundo estaba de mal humor, pero ello carecía de importancia, porque los Proscritos eran lo bastante ágiles para escapar del castigo inmediato y la memoria, en épocas de trabajo y barullo, suele ser afortunadamente escasa. A menudo los Proscritos decían, al referirse al día de limpieza general, lo mismo que decían con respecto al día de Navidad o al de Guy Fawkes, o sea que era una verdadera lástima que no durase todo el año.
Pero la gloria culminante de la limpieza general de primavera la constituía, indudablemente, la visita del deshollinador. Aquél era el día cuya llegada todos los Proscritos esperaban ansiosamente, el día en que sus diversas ambiciones a ser dictadores, acróbatas, maquinistas de tren o «gangsters» se fundía en un solo deseo consumidor de ser deshollinadores. En general, no habían encontrado que los deshollinadores constituyesen una raza muy sociable o comprensiva, los ofrecimientos que los Proscritos habían hecho a los deshollinadores, de ayudarles o de vigilar su trabajo, se habían encontrado siempre con bruscas negativas. Los Proscritos podían contemplar aquella operación fascinadora únicamente desde una ventana: echando a correr a cierta distancia, llegado el momento psicológico, para ver cómo el cepillo deshollinador surgía en lo alto de la chimenea. Luego, negro completamente de pies a cabeza, salía de la casa el deshollinador, cargado con su botín de hollín, negándose a entablar conversación con los Proscritos, no permitiéndoles siquiera que le ayudasen a llevar los trastos del oficio. Los Proscritos contemplaban entonces tristemente la partida del deshollinador.
Pero la gloria culminante de la limpieza general de primavera la
constituía, indudablemente, la visita del deshollinador.
—¡Qué raro —decía Guillermo—, que se presente así en su casa y no le armen jaleo!
—Estoy seguro de que su madre nunca le dice que vaya a lavarse la cara —decía Pelirrojo—. Apuesto a que la lleva siempre así. De nada le serviría lavarse porque a los cinco minutos ya volvería a estar igual que antes. Yo le digo lo mismo a mi madre cuando quiere que me lave la cara, pero no quiere hacerme ningún caso. Pues tendría que hacerme caso si yo fuese deshollinador.
Por consiguiente, la emoción de Guillermo fue intensa al descubrir que el deshollinador que tenía que ir a trabajar a su casa al día siguiente, había llamado aquel mismo día por la tarde, para dejar sus trastos en el cobertizo de las herramientas que había en el jardín, a fin de tenerlas a punto cuando él llegara al día siguiente. A Guillermo le faltó tiempo para ir en busca de los demás Proscritos, y los cuatro se quedaron contemplando en silencioso éxtasis el emocionante descubrimiento.
—¡Sus cepillos! —exclamó extasiado, Pelirrojo.
—Une un mango con otro y con otro hasta que ha formado con ellos un bastón tan largo que sale por lo alto de la chimenea —le explicó Guillermo—. ¡Uy! ¡Qué divertido debe ser!
Se hizo un prolongado silencio, indicador de la profundidad de los pensamientos y de la agudeza de las especulaciones de los cuatro.
—No podemos hacer nada en mi casa —dijo por fin Pelirrojo—, porque están allí mi padre y mi madre.
—Los míos no están en casa —dijo Guillermo—, pero tampoco podemos probar la maniobra allí porque queda la cocinera y nos oiría y hoy está con un genio de todos los demonios. Esta misma tarde, después de comer casi me asesina, sólo porque yo quería ayudarla. Yo quería acoplar la escoba de la cocina a la radio, para transformarla en una aspiradora eléctrica y apuesto a que lo habría conseguido, de no venir ella a impedírmelo. Me dijo que había estropeado la radio pero estoy seguro de que la radio ya estaba estropeada antes de que yo empezara a fijarle la escoba. Después la cocinera se puso hecha una furia, porque le cogí el tazón grande que tiene en la cocina, sólo con el intento de ayudarla porque creí que estorbaba, y puse dentro del tazón a mis ranas, porque en alguna parte tenía que ponerlas para guardarlas y ella entonces me dijo que iba a hacer las gachas en aquel tazón, y como entonces el tazón ya se había roto, mientras yo enseñaba a las ranas a hacer acrobacias en él, todo el mundo se me echó encima insultándome y qué sé yo. ¡Ni que el tazón hubiese sido de oro! ¡Vaya escándalo que armaron! Bueno pues, con todo eso, ahora está hecha una fiera y ha dicho que al primer truco que hiciera yo, se despedía para no volver más, y si lo hace y cumple su palabra, después me echarán toda la culpa a mí. Siempre me echan a mí la culpa de todo lo que ocurre. De modo que vale más que, por esta vez, no vayamos a mi casa. Otro día será.
—Pero mañana será demasiado tarde —dijo Pelirrojo—. Mañana por la tarde ya habrá deshollinado. ¿Dónde han ido tus padres?
—Han ido a casa de los Pennyman, que creo que hacen una especie de fiesta. No querían ir, pero la señora Pennyman se puso tan pesada que han tenido que ir.
—¡Oh! Ya me lo figuro. También quería que fuesen mis padres.
—Creo que hacen allí una cosa que se llama «pantimoma».
—Pantomima —corrigió Enrique.
—¿Y eso qué es?
—No lo sé. Es como una comedia, pero sin hablar, me parece. Pero se entra pagando entrada. Hay que pagar para verlo.
—Mi madre dijo que pagaría para no tener que verlo —dijo Pelirrojo.
—Pues la mía dijo que estaba ya tan harta de la limpieza general, con toda la casa en desorden —dijo Guillermo—, que iría a cualquier parte con tal de estar unas horas sin verla. No comprendo cómo las personas mayores no saben divertirse más con esa limpieza general de la primavera. ¡Serán tontas!
Pero los pensamientos de Pelirrojo estaban concentrados en el festival que tenía lugar en aquellos momentos en casa de los Pennyman.
—También está allí la hermana de la señora Pennyman, que ha venido a pasar unos días con ellos, y es igual que ellos; también lleva un traje raro y hace lo mismo que ellos. Quieren recoger dinero para hacer que la gente se vuelva como era en la antigüedad, en la que nadie tenía ningún quehacer.
—¡Anda! —exclamó Guillermo, entusiasmado—. Vamos a ver si podemos enterarnos de lo que hacen. Jamás he visto una «pantimoma».
—Pantomima —le corrigió pacientemente Enrique.
—Y si se puede sacar dinero con eso —prosiguió diciendo Guillermo—, también nosotros podríamos hacerlo. ¡Vamos!
Rápidamente se dirigieron hacia la casa de los Pennyman y, arrastrándose sigilosamente por el jardín, llegaron hasta las ventanas de la sala del billar que era donde tenía lugar la representación. Pero las ventanas estaban tapadas por gruesas cortinas. No había ni una sola rendija por la que los ejercitados ojos de los Proscritos pudieran atisbar lo que ocurría dentro. En consecuencia, los cuatro Proscritos, muy decepcionados, se retiraron.
—¡Qué cosa tan mezquina! ¡Todo se lo guardan para ellos! —exclamó indignado Guillermo—. De todos modos estoy seguro de que esas viejas «pantimomas» no valen la pena.
—Pantomimas —volvió a decir Enrique, pacienzudo.
—¡Oh! ¡Cállate ya! —exclamó Guillermo—. ¿Qué importa cómo se llaman? ¿Qué importa cómo les llame la gente si nadie sabe lo que son? Vámonos ya. ¿Para qué estamos aquí parados si no podemos ver nada?
Pero, una vez allí, aquel lugar cobraba una gran fascinación, y no deseaban irse tan aprisa, sin acabar de explorar todas sus posibilidades. Así pues, dieron vuelta al caserón, se encaminaron hacia la cocina e intentaron mirar por la ventana lo que pasaba dentro de la casa, pero la cocinera, creyendo que eran gatos, les arrojó un trozo de carbón que le dio a Pelirrojo de lleno detrás de la oreja. Entonces, los cuatro volvieron, con el mismo sigilo, a la parte anterior de la casa. Allí todas las habitaciones se hallaban a oscuras; ni siquiera habían echado las cortinas. Los anfitriones y los invitados se hallaban en la sala del billar, y el personal doméstico, en la cocina. No había nadie en el salón, ni en el comedor, ni en la salita… Sin embargo, la ventana de la salita estaba entreabierta…
Los Proscritos se miraron y en sus rostros se reflejó simultáneamente la luz de la inspiración.
—¡Vamos! —dijo Guillermo—. ¡Vamos a buscarlos! ¡Corriendo!
Los cuatro echaron a correr hacia la casa de Guillermo, cogieron los cepillos del deshollinador, y volvieron rápidamente, llegando casi sin aliento otra vez a casa de los Pennyman. Se pararon ante la ventana entreabierta para ajustar los mangos del cepillo, pero, desgraciadamente, con las prisas, habían dejado algunas de las partes del mango en casa de Guillermo, y las partes que tenían en las manos no acababan de ajustarse bien. Sin embargo, por fin consiguieron montar un viejo cepillo con un mango razonablemente largo.
—Esto es todo lo que necesitamos —dijo Guillermo, con su habitual optimismo—. Podré llegar muy arriba con esto. Apuesto a que llegaré hasta arriba de todo si me pongo de puntillas y me estiro.
Saltaron por la ventana dentro de la salita desierta y durante unos momentos permanecieron quietos, escuchando. El silencio era absoluto. A continuación Guillermo procedió a examinar la chimenea. Era una chimenea muy grande, estilo Tudor de imitación y la abertura parecía tan grande como la de una alacena de las de mayor tamaño.
—¡Toma! —exclamó Guillermo—. ¡Si me puedo meter ahí dentro con lo grande que es! ¡Y hasta puedo trepar sin dificultad por dentro! Apuesto a que puedo llegar arriba de todo.
Se quedó callado un momento, luchando con ciertos escrúpulos de conciencia, de una conciencia no muy refractaria por cierto, a la que consiguió vencer sin grandes dificultades.
—Bueno, de todos modos —prosiguió diciendo— tendrían que estar muy contentos de que alguien les limpiara la chimenea gratis. Apuesto a que me quedarán muy reconocidos cuando lo sepan. Tendrían que estarlo al menos… Voy a empezar ahora mismo. No me entretengo.
Y dicho esto, desapareció por el interior de la abertura.
—¡Hola! —se le oyó decir, con voz algo apagada—. ¡Si es facilísimo trepar por aquí! Voy a trepar hasta arriba de todo.
La voz se hizo más apagada todavía, al decir:
—Además hay mucho hollín para deshollinar aquí.
Un pesado bloque de hollín que cayó en aquel momento en el centro del hogar demostró la veracidad de sus palabras.
—Hay mucho hollín, muchísimo.
Otro gran pedazo de hollín que cayó en el mismo sitio emitió una especie de nube negra al chocar contra el suelo, que luego fue posándose en forma de película negruzca sobre todo lo que había en la salita. La voz de Guillermo se oía cada vez más débil y apagada, y ya resultaba por completo ininteligible… Finalmente se hizo un silencio, que a los pocos segundos quedó roto por una especie de ruido de pataleo y un grito:
—¡Oh! ¡Estoy cogido!
Era evidente que la chimenea se había estrechado de pronto y Guillermo había quedado prensado. Pelirrojo miró hacia arriba, dentro de la chimenea y abrió la boca para darle un consejo, pero recibió en su boca abierta un puñado de hollín que, inadvertidamente se tragó y, en consecuencia, quedó transitoriamente privado del uso de la palabra. Douglas se acercó entonces, con más cautela.
—¡Baja! —le recomendó.
—¡No puedo! ¡Te digo que estoy cogido! —dijo la voz apagada y lejana.
—¡Pues sube hasta el tope! —dijo Enrique.
—¡Te digo que no puedo, que estoy cogido! —gimió la voz.
—¡Atiza! —exclamó Pelirrojo, recobrando ya el uso del habla—. ¡No tenía ni idea de que eso tuviese un sabor así!
—Vamos a cogerle de las piernas y a tirar hacia abajo —sugirió brillantemente Douglas.
Pero antes de que pudieran llevar a cabo esta sugerencia oyeron ruido de pisadas procedentes del pasillo, y apresuradamente desaparecieron Pelirrojo, Enrique y Douglas, saltando por la ventana abierta, tan atropelladamente que cayeron en confuso montón en el jardín. Allí, después de deshacer el revoltillo, se quedaron contemplando ansiosamente, como mejor pudieron, la escena que se iba a desarrollar seguidamente.
Una criada entró en la salita, cerró la ventana e iba a echar las cortinas cuando se detuvo, sorprendida por el ruido que hacían los esfuerzos frenéticos de Guillermo en el interior de la chimenea. Una expresión de gran asombro se dibujó en su rostro, y al cabo de un instante echó a correr de la habitación, para regresar a los pocos momentos, acompañada por el señor Pennyman y por una mujer en quien los Proscritos reconocieron a la hermana de la señora Pennyman.
—¿Que hay un pájaro en la chimenea, dice usted? —decía el señor Pennyman.
—¡Un pajarraco grandísimo! —respondió la criada—. Me parece que es un águila. ¡Oiga, oiga como aletea!
Indudablemente el ruido del aleteo llenaba el ambiente, y al mismo tiempo, la caída de grandes pedazos de hollín, produjo como unas grandes nubes negras, flotando en el aire de la salita.
—¡La porquería que está haciendo el bicharraco! —exclamó la criada, indignadísima—. ¡Quisiera retorcerle el pescuezo!
—No tiene la culpa el pobre pájaro —dijo con suavidad, la hermana de la señora Pennyman—. El pobre animalito irresponsable, está en un apuro. ¡Pobre pajarito atemorizado! ¡Si casi pueden oírse los latidos de su corazoncito!
En realidad, lo único que podía oírse era el ruido de los golpes que Guillermo daba con las botas contra la chimenea, mientras luchaba desesperadamente para apuntalar los pies. Guillermo ya no se quejaba, no tanto porque se hubiese conformado con su situación como porque tenía la cabeza tan firmemente cogida, que sus voces ya no llegaban a los de abajo. Pero no obstante, sus esfuerzos redoblaban en violencia. La hermana de la señora Pennyman puso la cabeza en la abertura de la chimenea.
—¡Calma, calma, chiquitín! —le dijo, suavemente, para tranquilizarlo—. ¡Calma, calma, hermanito con plumas, calma! ¡Todo se arreglará! ¡Ahora venimos en tu ayuda!
Por toda respuesta recibió en la boca un trozo de hollín que, igual que antes hiciera Pelirrojo, se tragó inadvertidamente.
—Pequeño, pequeño —siguió diciendo, con menos suavidad, después de toser, estornudar y expectorar sin éxito alguno durante unos momentos—. ¡En qué estado se halla esta chimenea, por Dios! ¿Por qué no la haces deshollinar?
—El deshollinador tenía que venir la próxima semana —dijo la criada, con mal humor.
Y añadió, al hacerse todavía más frenéticos los esfuerzos de Guillermo:
—¡Cielo santo! ¡Oigan ustedes el escándalo que está armando!
—¡Pobre pajarito! —dijo la hermana de la señora Pennyman, aunque con una notable disminución de su gentil suavidad de antes en la voz—. Es muy extraño. Me parece muy raro todo eso. Y la culpa no la tiene el pobre pájaro. Debe de ser una chimenea muy mal construida. Y además, asquerosamente sucia. ¡Tenemos que hacer algo inmediatamente por el pobre animalito!
—¿Y qué podemos hacer? —dijo el señor Pennyman, con una nota de irritación en la voz.
—Tenemos que sacarlo de ahí —dijo firmemente su cuñada—. Mira hacia arriba a ver si puedes verlo.
Prestamente, el señor Pennyman puso también su cara en el interior de la chimenea, mirando hacia arriba. Las botas de Guillermo eran apenas perceptibles, en sus esfuerzos para apuntalarse en la pared. El señor Pennyman retiró rápidamente la cara de la abertura de la chimenea, pero no con rapidez suficiente para poder esquivar una nueva dosis de hollín, la cual, sin embargo, con gran presencia de ánimo, no llegó a tragarse.
—¿Viste algo? —le preguntó su cuñada.
—Sí. Vi como aleteaba contra la pared de la chimenea —dijo indistintamente el señor Pennyman—. ¡Qué torpe! —siguió diciendo con irritación creciente, al darse cuenta de que tenía la boca llena de hollín, aunque, en realidad, había podido evitar su deglución—. Es evidente que el animal tiene ojos y sentido de la orientación. ¿Por qué no hace uso de ellos y de su instinto de pájaro en lugar de meterse en la chimenea del prójimo y cubrir al prójimo de hollín?
—Calla, calla, Adolfo —dijo su cuñada, en tono de reproche—. Piensa en el terror y la desesperación del pajarito. Piensa en el pequeño nido que lo espera en alguna parte y en las boquitas abiertas en espera del gusanito, o de lo que sea que le sirva de alimento. Piensa en su corazoncito que late furiosamente como si quisiese…
La criada, impulsada por la curiosidad, también metió la cabeza en la abertura de la chimenea. Ya caía menos hollín ahora, ya que la mayoría del hollín que había antes en las proximidades de Guillermo, había sido desalojado.
—¡Cáspita! —exclamó—. ¡Qué pajarraco más raro! ¡Si más bien parece un perro o un caballo!
—Pues no puede ser ni lo uno ni lo otro —dijo la hermana de la señora Pennyman—. ¿Cómo quiere usted que un perro o un caballo se hayan podido meter dentro de la chimenea?
—¡Anda! —dijo la criada—. ¡Cosas más raras salen en los periódicos! Una vez leí que un fogón se había puesto a cantar el «God save the King[5]».
Una vez más el señor Pennyman se había aventurado a meter la cabeza en el hueco de la chimenea.
—Sí —dijo denotando gran interés—. Ciertamente pertenece a una especie muy curiosa. Indudablemente se trata de un ave, pero no creo que pertenezca a ninguna de las variedades corrientes.
—Será un pulpo —sugirió la criada.
En aquel momento se oyó un estrépito ensordecedor, al conseguir Guillermo soltar su cabeza aprisionada, juntamente con unos cuantos ladrillos.
—¡Sopla! —exclamó la criada—. ¡Ya dije yo que era un caballo!
Inmediatamente, en medio de una lluvia de ladrillos y hollín, Guillermo descendió al hogar. Estaba negro de pies a cabeza. Sólo el blanco de los ojos se distinguían, brillantes, en medio de la más absoluta negrura. El efecto era apocalíptico, pero indudablemente se trataba de un niño de raza humana, a despecho de las apariencias.
El señor Pennyman se enfrentó con él, con una voz que temblaba de contenida furia:
—¿Qué estás haciendo, aquí?
Con una voz apagada por el hollín, Guillermo respondió:
—He estado deshollinando su chimenea.
El señor Pennyman le echó una mirada furiosa; jadeaba intensamente, pero no le salía ninguna palabra de los labios. La habitación estaba materialmente enterrada en hollín, como Pompeya después de la erupción del Vesubio. El mismo señor Pennyman estaba casi enterrado en el hollín. Y lo mismo su cuñada y la criada. Y aquello… aquella forma negra era la causa de todo. Además, el señor Pennyman reconoció al muchacho, porque le conocía de tiempo. Sabía que era un indeseable, el más indeseable de todos los individuos que constituían la población juvenil de aquel lugar; le conocía como al muchacho que se había burlado repetidamente de su misión, que había parodiado sus discursos y conferencias, que había arrojado proyectiles de la más diversa especie a su chofer, el de la capa y el tricornio. Aquel muchacho representaba en su persona menuda y cubierta de hollín todas las fuerzas hostiles que el señor Pennyman se imaginaba tener dispuestas contra él en formación de combate. Y el Destino, no siempre aciago, le acababa de entregar aquella persona en sus manos. Por fin aquel retorcido sentimiento de agravio que durante tanto tiempo había estado fermentando en el alma del señor Pennyman, podría encontrar salida legítima. En la persona de aquel muchacho podría vengarse cumplidamente de todos sus enemigos. Y estaba dispuesto a llevar a cabo la venganza inmediatamente… Sus ojos brillaron de satisfacción anticipada y empezó a arremangarse las mangas de la chaqueta y enrollarse las de la camisa; luego, volviéndose hacia su cuñada y la criada, les dijo:
—Dejádmelo para mí.
Pero, tanto la cuñada como la criada se habían visto reflejadas en el espejo, completamente tiznadas y habían huido de la salita. El señor Pennyman avanzó lentamente hacia Guillermo, con los labios apretados y los ojos echando chispas. Guillermo se dio cuenta de lo que se le venía encima y de que no había escapatoria posible. Sin embargo, en el mismo momento en que se daba cuenta de la gravedad de la situación, se abrió la puerta de golpe y la señora Pennyman entró en la habitación. Se la veía pálida y parecía estar preocupada. No se fijó en Guillermo ni en el hollín que cubría la estancia.
—¡Ay! —exclamó, dirigiéndose a su marido—. ¡Ay, Adolfo! No sé qué hacer. ¡Es espantoso! ¡Es-pan-toso! Todo sale mal. ¡Todo, pero todo! ¡Con lo estupenda que era la idea que había tenido! Una pantomima con versos de Blake. Fue una verdadera inspiración. Corderito, corderito, ¿quién te creó?… El pastor y su oveja… Jueves Santo… Tigre, tigre… Y todos los demás versos. Yo creía que resultaría maravilloso. Pero en su lugar, está resultando espantoso. El corderito y el tigre no han comparecido, y los niños que tenían que representar la poesía del Jueves Santo empezaron a pelearse tan pronto como se levantó el telón, y al pastor se le cayó la barba y… si tan sólo una de las pantomimas hubiese salido bien, tanto me daría que se hubieran echado a perder las otras. Todos están esperando la última, y yo creía que si la última nos salía bien, se olvidarían de lo mal que han salido las otras. Tenía que ser «La canción de la niñera», y la niñera de la señora Greene tenía que venir a representarla, pero ahora mismo me han llamado por teléfono para decirme que no puede acudir porque a Juanito Greene le ha salido el sarampión, y no sé lo que les voy a decir a todos esos que están esperando, y…
Se interrumpió de repente. Acababa de percibir la triste figura de Guillermo, cubierta de hollín, todavía con el cepillo deshollinador en la mano. Se quedó boquiabierta dando un grito ahogado.
—¿De dónde ha salido ese? —preguntó.
La expresión de cólera volvió a pintarse en el rostro de su marido.
—Tanto da de dónde haya salido —dijo éste—. Ahora mismo voy a ajustarle las cuentas y…
—¡No! —exclamó la señora Pennyman—. Lo necesito. Está perfecto. ¡Perfectísimo! Será el mayor éxito de la velada. Ven conmigo. ¡Aprisa!
—Ahora mismo voy a ajustarle las cuentas y…
—Ven conmigo. ¡Aprisa!
Y tomando a Guillermo de la mano, lo arrastró fuera de la salita. Guillermo, temiendo ser llevado hacia un castigo ejemplar, luchaba por desasirse con todas sus fuerzas.
—¡Ven conmigo! —le suplicaba la señora Pennyman—. Te daré todo lo que quieras. Todo. Pero tienes que venir conmigo. Te lo daré todo. Te lo prometo.
Como en sueños, Guillermo dejó que le introdujeran en otra habitación y le empujaran para que subiera a un estrado situado detrás de una cortina que hacía las veces de telón. Subió el telón y Guillermo se quedó allí plantado, tieso, inmóvil, bajo una luz deslumbrante, y mirando hacia abajo vio un verdadero mar de caras, entre las cuales pudo reconocer las de sus padres, y entonces oyó la voz de la señora Pennyman, que recitaba con gran emoción y sentimiento, los siguientes versos:
Cuando era muy niño mi madre murió.
Mi padre, a un gitano después me vendió.
Dentro chimeneas oscuras, sin fin.
Transcurre mi vida entre mugre y hollín.
Guillermo no sabía lo que ocurría. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba tomando parte en aquello que según él se llamaba «pantimoma». Sólo sabía una vez más que, la Providencia lo había salvado por milagro.