GUILLERMO EL CONSPIRADOR

—Lo que yo creo es —dijo Guillermo—, que es una tontería celebrar la fiesta de Guy Fawkes[1] en noviembre y no tener nada más que celebrar en todo el resto del año. Deben de haber ocurrido muchísimas cosas más en la historia, que podrían ser celebradas igual que la fiesta de Guy Fawkes.

—¿Y qué otras cosas ocurrieron? —preguntó Douglas.

—No lo sé. No sé gran cosa de historia. Pelirrojo y yo jugamos a un juego muy interesante con reglas y goma de borrar en la clase de historia y no nos queda tiempo para escuchar.

—Pues espera a que tu madre vea las notas de historia —dijo Enrique, sombríamente.

—Yo ya trato de explicarle toda la cuestión a mi padre —dijo Guillermo—, porque, ¿qué vamos a sacar con gastarnos todo el seso en la escuela, si luego ya no nos quedará nada para cuando seamos mayores y tengamos que ganarnos la vida? Prefiero quedarme con mis sesos frescos, sin usarlos, para cuando sea mayor y los necesite. Estoy seguro que es por eso por lo que los mayores son tan estúpidos; se han gastado los sesos en latín y en historia y en otras cosas inútiles parecidas a éstas, mientras iban a la escuela y luego no les queda sesera. Yo os aseguro que no voy a gastar nada de mis sesos en semejante forma. Y apuesto a que cuando sea mayor seré más listo que nadie porque no me habré gastado los sesos con lecciones inútiles como hace mucha gente.

Los Proscritos, que ya habían oído aquello muchas veces y sabían que si no se le atajaba a tiempo el discurso continuaría durante horas, le interrumpieron.

—¿Qué otras cosas hay en la historia que nosotros pudiéramos hacer? —volvió a preguntar Douglas.

—Debe de haber algo —dijo Guillermo—, y tenemos que descubrir qué es. Debe de haber otros personajes en la historia, además de Guy Fawkes, si no, no podrían seguir dando lecciones de historia semana tras semana, tal como lo hacen ahora.

Y volviéndose hacia Enrique, que era considerado generalmente como el mejor informado de los Proscritos, le preguntó:

—¿Qué otras cosas sucedieron en la historia?

—En primer lugar, siempre mataban a la gente —dijo Enrique.

—¿Quién?

—La otra gente.

—¿Y por qué?

—Pues porque tenían que hacerlo. ¿Cómo podría haber habido historia si no se hubieran matado unos a otros?

El argumento pareció incontrovertible.

—Pero nosotros no podemos ir por ahí matando a la gente —dijo Guillermo, decididamente—, de modo que tenemos que encontrar otra cosa, algo así como lo de Guy Fawkes, pero que sea propio de este mes. ¿En qué mes estamos?

—En febrero —dijo Enrique.

—Muy bien. Dime entonces qué se hizo en la historia durante el mes de febrero.

—No lo sé —dijo Enrique, encogiéndose de hombros.

—Entonces, ¿de qué te sirve estar escuchando las lecciones de historia si cuando llega el momento resulta que no sabes nada? —dijo Guillermo, con una severidad muy poco razonable en él.

—Supongo que algún personaje mataría a otro personaje. ¡Siempre estaban haciendo lo mismo! Tan pronto como alguien había acabado de matar a otro, salía otro alguien a matar a otro otro.

—Ya te he dicho que eso no nos sirve de nada. No podemos empezar a matar a la gente porque sí. Esto que hacemos no es historia; es la vida real. A la gente le permitían hacer eso en la historia, pero no se lo permiten a nadie que lo haga en la vida real.

—Te voy a decir otra cosa —dijo Pelirrojo, de pronto, como si de repente se hubiese acordado de algo importante—. Tengo en casa una especie de calendario que me regalaron por Navidad y allí pone todas las cosas que sucedieron en la historia en cada día del año. Voy a buscarlo.

Dicho esto, Pelirrojo echó a correr hacia su casa para regresar unos minutos más tarde, jadeante, mientras iba volviendo las hojas de un cuadernito.

—¡Ahí está! —exclamó, casi sin aliento—. Enero… febrero… Ahí está Siete de febrero: Anexión del reino indio del Oude.

Y miró interrogativamente a Guillermo.

—No sirve —dijo Guillermo, adoptando una actitud superior para disimular su ignorancia sobre el significado de la palabra «anexión».

—Bueno. El día siguiente, ocho de febrero, dice: Ejecución de María Estuardo, reina de Escocia.

—Pero ¿cómo diablos te puedes imaginar que podemos ejecutar a alguien? —dijo Guillermo, severamente—. ¡Has de tener un poco más de sentido común, hombre!

—Pero tengo que leerlos uno por uno, para ver lo que podemos hacer, ¿no es cierto? —replicó, animosamente Pelirrojo—. Al fin y al cabo, el libro es mío, y si me vas a criticar todo lo que voy leyendo, me llevo el libro a casa y santas pascuas.

—Oh… bueno… Sigue leyendo…

—Trece de febrero: Matanza de Glencoe.

—¿Matanza dijiste? ¿Qué quiere decir matanza?

—Pues matanza viene de matar —intervino Enrique.

—Sí, ya lo sé —dijo Guillermo, insinceramente—. Lo que quiero decir es por qué mataron a Glencoe. ¿Qué había hecho?

Pelirrojo volvió a examinar su calendario.

—No lo sé. Aquí no lo dice.

—Entonces tampoco podemos hacerlo nosotros. Sigue. ¿Qué dice más?

—Quince de febrero: Se levanta el sitio de Kimberley.

—¿Quién era Kimberley?

—No lo sé.

—¿Y por qué le levantaron el sitio?

—Tampoco lo sé. Aquí no lo dice.

—Entonces tampoco podemos hacer eso nosotros. De todos modos me parece una solemne tontería que pongan eso en el calendario. Será un calendario muy pocho, ése que tienes ahí. Bueno, sigue.

—Dieciséis de febrero: Toma de Martinica por los ingleses.

—¿Adónde se lo llevaron?

—¿A quién?

—Al Martín ése que tomaron.

Pelirrojo volvió a consultar de nuevo su calendario.

—No lo sé. Aquí no lo dice.

—Ya te he dicho que es un calendario muy pocho ése. Tampoco podemos hacer nada esta vez si no dice adónde se lo llevaron. Sigue.

—Veintitrés de febrero: Conspiración de la Calle de Catón.

—Esto ya parece un poco más interesante. ¿De qué se trata?

—Aquí no lo dice.

—¿Hay algo más que sea interesante?

Pelirrojo recorrió con la vista las fechas restantes.

—No —dijo—. Sólo el incendio del teatro Drury Lane.

—Eso se parece demasiado a lo de Guy Fawkes —dijo Guillermo—. No; hay que probar eso de la conspiración. A mí siempre me ha gustado eso de las conspiraciones. Pero en primer lugar tenemos que enterarnos de qué se trata. Apuesto a que los de mi casa no lo saben tampoco. Cuando le pregunto algo a mi padre sobre las lecciones siempre me dice que lo ha olvidado después de tanto tiempo, pero luego me dice que tengo que estudiar mucho en el colegio para que cuando yo sea mayor sepa muchas cosas. Y él no sabe nada. La cosa, para mí no tiene sentido. Tener que aprender cosas como el latín y la historia para olvidarlas luego, y…


—A mí siempre me ha gustado eso de las conspiraciones.

—Sí —le interrumpió apresuradamente Pelirrojo, para evitar que el discurso de Guillermo se hiciera interminable—. Pero ¿qué te parece que vamos a hacer con eso de la conspiración de la calle de Catón? ¿Quién va a enterarse de lo que ocurrió?

—Yo mismo —dijo Enrique—. En casa tenemos una enciclopedia.

—¿Una… una qué? —dijo Guillermo.

Enrique estuvo a punto de pronunciar otra vez la palabreja, pero, pensándolo mejor, se abstuvo, y en su lugar, dijo:

—Una especie de libro que dice lo que quieren significar las cosas.

—Ya. Un diccionario. ¿Por qué no lo dijiste antes en inglés? Siempre sueltas palabrejas en alemán, porque tu tía te enseñó cuatro frases en esa lengua. Muy bien, pues a ver si averiguas de qué se trata y nos lo dices luego, después de la merienda.

Después de la merienda, Enrique volvió a reunirse con los otros Proscritos, dándose importancia, y con una sonrisa de gran complacencia en los labios. Y es que a Enrique le gustaba informar a los demás de sus conocimientos.

—Ya me he enterado de todo —les comunicó—. Por lo visto había unos que querían libertad de palabra y por eso quisieron matar al gobierno, pero otros les descubrieron a tiempo y no pudieron hacerlo.

—Pues eso es precisamente lo que queremos nosotros: libertad de palabra —dijo Guillermo, muy excitado—. Ya estoy harto de que siempre me hagan callar en el momento en que abro la boca. Casi no tengo ni tiempo de empezar una frase, y no digamos de terminarla. No creo —añadió, patéticamente— que jamás haya podido terminar una frase en toda mi vida. Y siempre ocurre lo mismo dondequiera que vaya. Me dicen «cállate», o «estate quieto», antes de que yo haya soltado la primera palabra. Para mí es un milagro que yo sepa hablar, visto que nadie me deja pronunciar nunca ni una sola palabra. Claro que en la escuela todavía es peor. A veces, en casa, llego a la mitad de la frase, pero lo que en la escuela, no se puede hablar en clase, ni en el pasillo, ni en la escalera, ni…, bueno, parece increíble que ninguno de nosotros se haya vuelto sordomudo. Y eso es lo que parecen querer de nosotros; que nos volvamos sordomudos. A menudo me parece que me estoy volviendo sordomudo, cuando me dicen «cállate» y «estate quieto», en el momento en que abro la boca.

Se interrumpió al llegar aquí, para tomar aliento. Los otros se quedaron contemplándole admirativamente, impresionados por su elocuencia, e intrigados por la relación que al parecer había entre Guillermo el vociferador, el Guillermo que hablaba a troche y moche, tanto en la escuela como en su casa, tanto en los lugares donde estaba prohibido hablar como en aquellos en que estaba permitido, el Guillermo cuya voz penetrante constituía la constante aflicción de sus vecinos… y un sordomudo.

—De todas maneras —continuó Guillermo, con su caudal de elocuencia ya agotado— a nosotros nos gusta la libertad de palabra tanto como les gustaba a esos de la calle de Catón. ¿Y a quién dices que mataron?

—Al gobierno. Pero en realidad no lo mataron.

—Tampoco lo mataremos nosotros —dijo Guillermo, generosamente—. Todo lo que queremos es libertad de palabra, igual que los de la calle de Catón.

—Nosotros no conocemos al gobierno —objetó Pelirrojo—, y no se puede matar a lo que no se conoce.

—Acabo precisamente de decir que no lo mataremos —dijo Guillermo—. Además, no es el gobierno el que impide la libertad de palabra, sino que es el viejo Markie y todos sus secuaces.

—Yo, por mi parte, no voy a hacerle ninguna jugarreta al viejo Markie —intervino Douglas, quien el día anterior había podido experimentar en su propia persona toda la fuerza de que era capaz el brazo derecho del anciano director de la escuela—. No es que le tenga miedo —añadió apresuradamente—, pero es que no creo que sea culpa suya. Él es sólo una especie de criado de la Junta Directiva.

—¡Atiza! —exclamó Guillermo, para quien aquella era una nueva idea—. ¡Qué curioso que el viejo Markie sea el criado de alguien!

—Pues lo es. Los de la Junta Directiva le pagan un sueldo y él tiene que hacer lo que le dicen.

—¿Quién te ha dicho todo eso? —preguntó Guillermo, incrédulo.

—Mi padre, que conoce a uno de los de la Junta que se llama Steadman.

—¡Atiza! —repitió Guillermo, estupefacto ante la magnitud de aquella idea—. ¡Arrea! Eso sí que no lo sabía. ¡Qué gracioso es eso de que él haga lo que le dicen!

—Así, pues, si hemos de empezar por alguien, será por los de la Junta Directiva.

—Muy bien. Así lo haremos —dijo Guillermo, quien, habiéndose percatado, por fin, de lo que representaba la idea, ya estaba preparado a actuar en consecuencia—. ¿Y quiénes son los de la Junta Directiva? ¿Tú lo sabes?

—No lo sé. Quiero decir que yo sólo conozco a ese que conoce mi padre, el que se llama Steadman, que es el presidente de la Junta.

—Bueno, iremos a por él, pues. De todos modos, sólo podemos ir a por uno al día. No más. Y si ese que tú dices es el presidente, tanto mejor. Él se encargará de decir a los demás qué tienen que hacer y los demás se lo dirán al viejo Markie y así todo saldrá bien. Nuestros compañeros tendrían que levantarnos un monumento por eso de haber conseguido libertad de palabra para ellos. Siempre me ha gustado que me hagan una estatua.

Guillermo, habiendo empezado únicamente con la idea de celebrar un acontecimiento histórico, se estaba inflamando con el celo del verdadero reformador social.

—Sí, pero ¿qué le haremos? —inquirió Enrique, como el más práctico que era de los cuatro.

—Bueno, como he dicho antes, no podemos matarlo —dijo Guillermo—; es decir, no podemos matarlo de veras. Si en lugar de tratarse de la vida real, se tratase de la historia, la cosa ya sería diferente. ¿Sabéis lo que podemos hacer? Secuestrarlo. Siempre me ha gustado poder secuestrar a alguien.

—¿Y cómo podremos hacerlo? —preguntó Pelirrojo realmente intrigado.

—Hay que pensarlo bien primero. ¿Qué día vamos a hacerlo?

Pelirrojo volvió a consultar su calendario.

—El veintitrés. O sea el sábado próximo.

—Muy bien. El sábado nos dará más tiempo que otro día.

Y volviéndose hacia Douglas le preguntó:

—¿Dónde vive?

—Vive en Marleigh —dijo Douglas—, pero viene a menudo aquí. Especialmente los sábados. Viene para jugar al golf. Viene en tren y se va en seguida al campo de golf en el coche de la estación.

—Bueno, pues tenemos que pensar y reflexionar muy seriamente lo que vamos a hacer con él —dijo Guillermo—. Todos nosotros hemos de reflexionar mucho esta noche y mañana volveremos a reunirnos para discutir el plan.

—Mañana tenemos que ir a jugar a indios en los Cuatro Caminos —le recordó Enrique.

—¡Ah, sí…! Es verdad —dijo Guillermo—. Bueno, pensaremos mientras jugamos.

De pronto, su mirada se iluminó, y añadió:

—Ya tengo idea de lo que voy a pensar, pero no estoy del todo seguro todavía.

Los otros tres le miraron con interés, emoción y aún cierta aprensión. Era evidente que una idea estaba naciendo en el cerebro de Guillermo; en otras ocasiones les habían conducido a todos, a situaciones muy raras.

* * *

Los Cuatro Caminos era un caserón, a la salida del pueblo, que había estado deshabitado durante cerca de un año. Era propiedad de cierta señorita Miggs, anciana señora, algo extravagante, quien hallándose demasiado pobre para poder mantener y cuidar toda la casa, se había metido a vivir en una casucha, en un rincón del huerto, donde antaño viviera su jardinero.

Varios letreros torcidos con la indicación «Por alquilar» se hallaban colgados en todas las ventanas y en la verja de la entrada, pero aunque en alguna rara ocasión, alguien había entrado a examinar la finca, nadie la había alquilado todavía. Era una casa demasiado espaciosa para simple quinta de verano, y en cambio era demasiado pequeña para casa de campo. Una de las principales características de la excentricidad de la señora Miggs era que no le importaba que en su finca fueran a jugar los muchachos. Permitía que los Proscritos jugaran en el jardín de Cuatro Caminos y hasta les dejaba jugar dentro de la casa. Les prestaba la llave y ellos tomaban la casa por asalto, utilizándola como fortaleza, castillo o barco pirata, según la necesidad del momento. El jardín estaba abandonado y cubierto de altos hierbajos y arbustos, entre varios árboles por los que era relativamente fácil trepar. Los arriates y cuadros del jardín estaban completamente echados a perder y el césped en verano crecía hasta la altura de las rodillas. A los ojos de los Proscritos aquello era digno de admiración; constituía un jardín perfecto.

—No sé por qué a la gente les gusta tanto las flores —decía Guillermo—, y tampoco comprendo por qué les gusta recortar tanto la hierba que se ve en seguida las huellas de las pisadas y las cenizas de las fogatas y cualquier otra de esas menudencias que hacen chillar a los mayores.

La señorita Miggs fue a contemplarlos al día siguiente, cuando jugaban a indios en el jardín. Tenía un aspecto frágil y endeble, envuelta en su traje y capa negros y apoyándose en un bastón. Los Proscritos sospechaban que la señorita Miggs era más pobre de lo que creía la gente, pero siempre estaba alegre y amable.

—¿Volveréis aquí el sábado? —les preguntó a los Proscritos cuando éstos regresaban de una expedición en la selva virgen donde habían luchado heroicamente y exterminado seis leones y diez tribus hostiles.

El destello en la mirada que siempre acompañaba las ideas brillantes que tenía Guillermo, se dejó entrever.

—Creo que sí —dijo Guillermo, añadiendo con un raro acceso de urbanidad—: Si a usted no le molesta, claro está.

—No, hijo en absoluto. Pero puede que yo no esté aquí el sábado. Probablemente estaré fuera durante todo el fin de semana, de modo que si queréis ir a jugar dentro de la casa os dejaré la llave.

—Muchísimas gracias —dijo Guillermo—. Probablemente querremos ir a jugar dentro de la casa. Hemos descubierto un juego nuevo y lo jugamos en el tejado. Es una especie de deporte de invierno, patinando y esquiando arriba y abajo.

—Muy bien —dijo la buena de la señorita Miggs—; entonces os dejaré la llave en el alféizar de la ventana de al lado de la puerta, detrás de la hiedra.

La señorita Miggs no les había dicho nunca «andad con cuidado», o «este juego es demasiado peligroso», como decían tan a menudo las otras personas mayores. Aunque actualmente la señorita Miggs era la única superviviente de su familia, en otro tiempo había tenido siete hermanos, todos ellos varones, y daba por sentado que los muchachos se hallan constantemente a un pelo de morir de muerte súbita y violenta, y sin embargo, siempre llegan a sobrevivir milagrosamente.

—Me gusta mucho eso de que se vaya durante el fin de semana —dijo Guillermo gravemente cuando la señorita Miggs se hubo vuelto a su casita.

—¿Por qué?

—Porque se me ha ocurrido una idea y cada vez la veo más clara.

Clarísima tenía que verla ya a media tarde, porque abandonando bruscamente su papel de Ojo de Halcón, el gran jefe indio, empezó a revelar todos sus detalles.

—Tenemos que secuestrarlo —dijo—, traerlo aquí, encerrarlo, y dejarlo encerrado hasta que nos prometa que nos dará libertad de palabra.

—¿«Aquí»? —exclamaron los Proscritos, estupefactos.

—Sí. Ella ha dicho que estaría ausente durante todo el fin de semana y que nos dejaría la llave. Lo dejaremos encerrado en la casa hasta que nos lo prometa.

Guillermo dijo aquello en un tono tan natural e indiferente, como si lo que propusiera fuese ir a jugar a la pelota en el jardín de atrás.

—S… sí, bueno, pero ¿cómo vamos a traerlo aquí? —objetó Pelirrojo—. ¿Y cómo podemos hacer que entre en la casa para dejarlo encerrado luego?

Guillermo hizo un gesto con la mano, como apartando aquel detalle como demasiado insignificante para ser considerado seriamente.

—Eso ya lo pensaremos luego —dijo con toda la frescura—. Apuesto a que será muy fácil. Siempre estáis poniendo dificultades a todo lo que yo digo. No conozco a nadie que ponga tantas dificultades como vosotros. Vamos, continuemos con el juego.

La alegría que denotó Guillermo durante los días siguientes indicaba que seguía estando muy satisfecho con su portentosa idea.

—Lo he pensado en todos sus detalles —dijo en cierta ocasión—, y todo lo que tenéis que hacer vosotros es seguir al pie de la letra lo que yo os diga. Estoy seguro —prosiguió diciendo alentadoramente—, de que os harán estatuas a todos. La mía será la mayor, naturalmente, pero estoy seguro que pondrán otras más pequeñas de vosotros por haberme ayudado.

—¿Y qué tenemos que hacer? —preguntó Douglas con cierto nerviosismo.

—Iremos todos a esperarle cuando venga en el tren el sábado (Douglas se encargará de enterarse de la hora de llegada del tren), y… bueno, entonces vamos nosotros y lo secuestramos.

—Sí, pero…

—¡Oh! ¡Deja de poner dificultades ya! —exclamó Guillermo en tono de disgusto—. ¿Cómo crees que hubieran podido suceder las cosas que han sucedido en la historia, si la gente hubiera puesto las dificultades que tú pones?

* * *

El sábado, a primera hora de la tarde, los Proscritos se habían reunido en un grupito, algo disimulado, por la parte de afuera de la estación de ferrocarril (Douglas había descubierto, gracias a su padre, que iba a menudo a jugar al golf con el señor Steadman, a qué hora solía llegar éste), y el tren estaba ya a punto de llegar. Junto a la estación, por la parte de afuera, también había el coche de la estación, algo desvencijado, con el que el señor Steadman solía trasladarse al campo de golf. Era un vehículo prehistórico tirado por una yegua apolillada y conducido por un vetusto sujeto, de inteligencia subnormal, conocido con el apodo de Jaime el Loco.

El vehículo tenía un aire anacrónico del que el pueblo se sentía orgulloso. Daba la impresión de que quería destacarse jactanciosamente de la vulgaridad de la civilización moderna. En otro tiempo alguien intentó hacer funcionar un servicio de taxis, pero fracasó en su empeño porque nadie lo empleó jamás.

Así pues, el carricoche de Jaime el Loco estaba a la puerta de la estación, esperando la llegada del señor Steadman, quien ya había avisado previamente para que fuera a recogerle a la llegada del tren, como de costumbre. Llegó el tren y los pasajeros empezaron a salir por la puerta de la estación. El señor Steadman salió con todos los demás, dio una orden a Jaime el Loco, se metió en el coche que olía a polvo acumulado durante siglos, y se arrellanó en el asiento con el aire de un hombre de negocios muy cansado, cerrando los párpados con complacencia.

Guillermo, de un salto, se subió al pescante con Jaime el Loco.

—Ese caballero dice —le anunció a media voz pero con clara dicción—, que no vaya adonde le ha dicho, que ha cambiado de idea y que le lleve, en su lugar, a los Cuatro Caminos.


—Ese caballero dice —le anunció a media voz, pero con clara dicción—, que no vaya adonde le ha dicho, que ha cambiado de idea.

—¿Eh? —dijo Jaime el Loco, mirándole pasmado.

—A los Cuatro Caminos —repitió Guillermo—. Ha cambiado de idea. A los Cuatro Caminos.

Jaime el Loco sonrió ampliamente al comprender por fin lo que el otro le decía. Ya. Tenía que ir a los Cuatro Caminos. Dio un empujoncito a Guillermo, quien se apeó de un salto, y dio un latigazo a la apolillada yegua. El señor Steadman, cómodamente sentado en el interior del coche, no había abierto los párpados. El vehículo se puso en marcha, con los cuatro Proscritos montados en la trasera. Muy a menudo hacían uso ilegal del coche de la estación, dejándose transportar de aquel modo. De vez en cuando Jaime el Loco daba un latigazo hacia atrás, pero en cierta ocasión los Proscritos le habían arrancado la mitad del látigo y ahora ya no llegaba hasta ellos. Al acercarse a los Cuatro Caminos el coche, hasta Guillermo se puso algo nervioso.

—He pensado en varios procedimientos para meterlo dentro de la casa —susurró a sus compañeros—. Podríamos empujarlo dentro de la casa, pero es demasiado gordo… Probablemente lo mejor sería decirle que hemos visto un ladrón que se metía dentro de la casa, o que hay alguien que se está muriendo allí dentro, sin que nadie le socorra, o que la casa está deshabitada y hay allí dentro un montón de dinero sin dueño, y él seguramente irá a verlo por pura curiosidad. Claro que —añadió Guillermo, y en aquel momento pareció como si parte de su optimismo le abandonase—, esto será lo más difícil del plan. La cosa ya será más fácil cuando le tengamos encerrado bajo llave, porque todo lo que tendremos que hacer es mantenerle ahí encerrado hasta que prometa darnos libertad de palabra. Lo difícil será meterlo ahí dentro.

Sin embargo, aquello resultó ser inesperadamente sencillo. El vehículo se detuvo ante la puerta de los Cuatro Caminos. El señor Steadman se apeó con la misma tranquilidad que si no le secuestraran, pagó a Jaime el Loco, miró a su alrededor, y tan campante se dirigió hacia la puerta de entrada que Guillermo ya había dejado abierta, dispuesta a recibir a la víctima.

Los cuatro Proscritos, que se habían deslizado bajo la protección de la sombra proyectada por un gigantesco acebo, junto a la puerta, se miraron, boquiabiertos de estupor.

—¡Atiza! —exclamó débilmente Guillermo.

—A lo mejor anda en sueños —supuso Pelirrojo.

—Bueno, sea lo que sea, vamos a cerrar las puertas, ahora que ya está dentro —dijo Douglas.

Arrastrándose llegaron a la puerta, la cerraron y, sin hacer ruido, dieron vuelta a la llave en la cerradura.

—Quizás se ha dado cuenta de que lo secuestrábamos y ha creído que no valía la pena luchar, porque todo estaba ya planeado y decidido —dijo Guillermo, sin quedar nada convencido por su propia explicación.

Era evidente que el señor Steadman no se había dado cuenta de que lo secuestraban. Los Proscritos se habían sentido llenos de aprensión al pensar en una posible lucha contra una víctima obstinada en no serlo, pero mayores fueron sus aprensiones todavía al ver que no sólo la víctima no se obstinaba en nada sino que ni siquiera parecía darse cuenta de que fuese tal víctima.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Pelirrojo.

Guillermo intentó recobrar su perdido aplomo.

—Bueno. Ya lo tenemos secuestrado —dijo con cierto resentimiento—. Tanto da que él no quiera darse cuenta de que lo está porque más secuestrado ya no puede estar. Ahora tenemos que ir a hablarle de la libertad de palabra, y decirle que no vamos a soltarle hasta que nos haya prometido concedérnosla.

—¿Y cómo se lo vamos a decir ahora que está encerrado? —quiso saber Pelirrojo.

Guillermo, sin pronunciar ni una palabra, se sacó un papel del bolsillo.

—Ya lo llevo aquí escrito —dijo—. He pensado que no habría tiempo para decírselo antes de encerrarlo y que una vez encerrado haría un escándalo tan tremendo, a gritos y patadas, que aunque se lo dijéramos, no lo oiría.

Pelirrojo echó un vistazo a la casa, que estaba completamente silenciosa.

—Pues ahora ni grita, ni patalea, ni nada —dijo.

La expresión de resentimiento en la cara de Guillermo, se hizo más profunda.

—No —dijo—, y es porque hay personas que no saben lo que tienen que hacer cuando se las secuestra. No se podrían escribir esos libros tan interesantes que se escriben sobre los secuestros, si los secuestrados se comportasen como él. Bueno, sea como sea, aquí está el papel.

Desdobló un papel algo pringoso y arrugado para que todos pudieran ver lo que había escrito en él y era lo siguiente:

«Esto es para azbertirle que quedará ahí de prisionero asta que nos dé livertá de palabra.

Firmado cuatro secuestradores.»

Debajo de lo escrito había un dibujo que quería representar una calavera y dos tibias cruzadas, cuya ejecución Guillermo había estado perfeccionando mucho en su calidad de jefe de los piratas.

Los otros tres estudiaron el documento con ojo crítico.

—No está bien escrito —dijo Douglas después de cierta vacilación.

—Sí que lo está —dijo Guillermo—. El mes pasado me dieron muy buena nota de ortografía. Al menos me lo dijeron en una palabra que no entendí, pero apuesto a que quería decir que la ortografía era muy buena.

En realidad la nota de ortografía del mes anterior había sido: «Ortografía execrable», pero como Guillermo no se había encontrado con la palabra «execrable» en su vida, había preferido considerarlo como de significado elogioso.

—Bueno, tanto da —continuó diciendo Guillermo—. Jamás he podido comprender por qué arma tanto lío la gente en cuestiones de ortografía. No sé por qué no le dejan escribir a uno las cosas como le dé la gana, y tienen mucho más sentido las palabras tal como las escribo yo, que como salen escritas en los libros. Por ejemplo…

—Sí —le interrumpió apresuradamente Pelirrojo, para hacerle descender de las nubes y evitar que se desviara del tema principal a discutir—, pero ¿qué vamos a hacer con ese hombre que hemos secuestrado? ¿Cómo vas a entregarle la nota?

—Se la echaré en el buzón de la puerta —dijo Guillermo—. Le concederemos una hora para que se lo piense bien pensado, y luego iremos a preguntarle si nos quiere dar libertad de palabra y si dice que no, volveremos a encerrarle.

—Bueno, pues vamos ya a echar la nota en el buzón —dijo Pelirrojo.

Los cuatro se acercaron a la casa, que parecía estar extrañamente silenciosa. No se oían ni puñetazos contra la puerta, ni gritos de cólera, ni imploraciones, ni quejas ni nada.

—¿No se habrá marchado por la puerta trasera? —dijo Douglas.

Los cuatro dieron la vuelta a la casa. Tanto las puertas trasera y lateral como las ventanas estaban firmemente cerradas.

—Está maquinando algo —dijo Enrique sombríamente.

—A ver si va a prender fuego a la casa.

—Pues si lo hace morirá abrasado —dijo Guillermo, tétrico.

—Quizá se haya desmayado del susto —sugirió Pelirrojo.

—Vamos a echar la nota en el buzón sin perder tiempo —dijo Enrique—, y entonces él sabrá que con sólo concedernos libertad de palabra le dejaremos libre.

Deslizaron la nota en el buzón y se fueron a sentarse bajo unos arbustos, a esperar el desarrollo ulterior de los acontecimientos, con claros sentimientos de marcada aprensión.

—Le diremos que tenemos armas aquí para asustarle —dijo Guillermo—, porque estando encerrado como está no sabrá que no las tenemos.

Transcurrieron lentamente los minutos. Ninguno de los Proscritos poseía reloj propio, y es muy posible que su juicio sobre el tiempo transcurrido estuviera muy influido por sus sensaciones del momento.

Cuando hubieron pasado tres minutos Guillermo se puso en pie.

—Creo que ya ha pasado una hora —dijo—. Vamos ya a preguntarle si nos quiere conceder libertad de palabra.

Los otros le siguieron hasta la puerta principal. Su aprensión se había transformado en pánico, pero Guillermo era su jefe, y le siguieron sin hacerse rogar.

Guillermo metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

En aquel momento el señor Steadman bajaba por la escalera interior de la casa. No tenía el menor aspecto de secuestrado. Silbaba alegremente, con las manos en los bolsillos. En la parte de dentro del umbral había la nota, en el suelo. Por lo visto nadie la había recogido ni la había desdoblado para leerla.

Pero en aquel momento ocurrió algo imprevisto. La señorita Miggs hizo su aparición, vestida de negro como siempre, y dirigiéndose por el sendero del jardín hacia la puerta de la casa.


Silbaba alegremente con las manos en los bolsillos.


La señorita Miggs hizo su aparición, vestida de negro como siempre…

Los Proscritos se quedaron mirándola estupefactos.

—Después de todo, decidí no irme —les explicó a los Proscritos.

Entonces vio al señor Steadman y se detuvo.

—Es muy bonita —dijo el señor Steadman, alegre y gozoso, sonriendo benévolamente a los cinco que tenía delante.

—¿Qué es lo que es bonita? —preguntó la señorita Miggs.

—Esta casa… Las Hayas.

—¿Las Hayas? —preguntó perpleja la señorita Miggs.

—Sí. Se llama Las Hayas, ¿no es cierto?

Y a continuación el señor Steadman se sacó unos papeles del bolsillo y añadió:

—Llevo aquí la autorización escrita para visitarla, pero como que la puerta estaba abierta me colé de rondón. Es precisamente el tipo de casa que buscaba. Lo veo y no lo creo.

—Esta casa —dijo la señorita Miggs—, se llama Los Cuatro Caminos. Las Hayas está a cinco kilómetros de aquí.

—Me importa un bledo donde esté Las Hayas. Le digo que ésta es la casa por la que he estado suspirando meses enteros. ¿A quién pertenece?

—A mí —dijo la señorita Miggs.

—¿De veras? Pues no está en la lista de ningún corredor de fincas, me parece, porque las he recorrido todas de cabo a rabo.

—No; no está en ninguna lista —admitió la señorita Miggs—. Una vez fui a ver a un corredor de fincas y no me gustó nada. Llevaba un traje morado y tenía las uñas esmaltadas de rosa.

Dio un suspiro y añadió:

—¡Me gusta tanto mi finca! No hubiera soportado verla descrita como una «Residencia Cómoda y Agradable, con Hermoso Jardín».

—Me lo imagino —dijo el señor Steadman riendo—. Tampoco me hubiera gustado a mí. Pero está por alquilar, ¿no es cierto?

—Ah, sí.

—Bueno. Perfectamente. Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo sobre las condiciones del alquiler. Es la casa ideal, la que he estado buscando por todos estos alrededores, sin encontrarla hasta ahora. Pero —añadió con una mirada de perplejidad—, ¡qué raro es eso de que me haya traído aquí el cochero cuando yo le dije bien claro que me llevara a Las Hayas…! Mírelo; ahí viene.

Efectivamente, el desvencijado vehículo se detenía en aquel momento junto a la verja de la entrada. Le habían dicho a Jaime el Loco que volviera dentro de un cuarto de hora, circunstancia que él había aprovechado para ir a dar una vuelta por la taberna y refrescar el gaznate.

—¡Ah! Ya está usted de vuelta —dijo el señor Steadman cuando se hubo parado el armatoste—. Esto no es Las Hayas.

—No —dijo Jaime el Loco.

—¿Y quién le dijo que me trajera aquí?

Jaime el Loco miró a su alrededor.

—Ése —dijo señalando a Guillermo.

Todos miraron a Guillermo.

—¿Por qué diablos…? —empezó a decir el señor Steadman.

Pero la señorita Miggs le interrumpió, diciendo:

—Me parece que yo podré explicarlo. Esos niños tan simpáticos sabían que yo tenía la casa por alquilar y han querido ayudarme. Naturalmente, eso no teníais que haberlo hecho, niños, pero…

—Bueno, de todos modos les estoy muy agradecido —dijo el señor Steadman—, ya que de no haber sido por ellos yo probablemente no habría visto la casa y… bueno, como ya he dicho antes, este tipo de casa es el que yo he andado buscando durante años.

Se metió la mano en el bolsillo y la sacó llena de monedas de plata.

—Vamos a ver, hoy es sábado, ¿verdad? No os vendría mal un poco más de dinero para gastarlo el domingo, ¿eh?

Guillermo abrió la boca y volvió a cerrarla. Naturalmente, habría que explicar la verdad de todo a la señorita Miggs, pero luego. Su primer impulso de abordar audazmente la cuestión de la libertad de palabra con el señor Steadman, se iba desvaneciendo.

El señor Steadman estaba escogiendo cuatro medias coronas[2], de su puñado de dinero, con gran deliberación. Cualquier referencia a la cuestión de la libertad de palabra podría distraerle del asunto de las medias coronas, y podría ser que luego el señor Steadman no se acordara ya de ello. Más vale media corona en la mano que libertad de palabra volando.

Los Proscritos, siguiendo el ejemplo de Guillermo, recibieron humildemente las medias coronas, dieron las más efusivas gracias a su inconsciente víctima y desaparecieron rápidamente de la escena del secuestro frustrado.