V
Dirigí un ferviente llamado al cielo y mi oración no fue en vano.
Mi vida
Jurgen Jurgensen
En sus memorias el mismo Jurgensen nos cuenta la crueldad y miseria de la vida en los pontones anclados en el Támesis y que servían como cárceles indistintamente a los más vulgares delincuentes y a los prisioneros políticos. Cuando algún infeliz llegaba a bordo, inmediatamente era despojado de todo lo que llevaba, ropa inclusive, y llevado a la cala, donde recibía un baño con las aguas sucias y frías del río y luego era rapado y vestido con el uniforme infamante.
Los presos eran despertados todas las mañanas antes del alba y mandados a trabajar a los arsenales de la marina con una cadena al pie para que no se fugaran. Jurgen, en su categoría de prisionero político, no era obligado a trabajar y esto hacía su vida todavía más monótona y cansada. No le permitían escribir, le habían quitado sus dos libros y no lo dejaban fumar ni pasear en el puente. El día se lo pasaba sentado en su galera pensando en su desgracia y en la ingratitud de sus amigos.
Cuando los demás prisioneros políticos se enteraron de que Jurgen conocía a fondo las islas a donde su destino aciago los mandaba, empezaron a tratarlo con más respeto y todo el tiempo le preguntaban cosas de allá. Jurgen les explicaba todo, les dibujaba planos y les hablaba de los salvajes, de las selvas impenetrables y los ríos torrentosos. Esto lo entretenía y siempre buscaba la oportunidad de platicar sobre su vida pasada, que, cuando la hubo contado en su totalidad, le valió el mote de el Rey Deportado.
En los pontones, al alcaide se le llamaba «capitán» y a sus esbirros «tenientes», aunque ninguno de ellos era marino sino vulgares carceleros, algunas veces de una crueldad extraordinaria. Jurgen relata haber visto al capitán de su pontón tender en el suelo de un puñetazo formidable a un niño que no se quitó lo bastante pronto de su camino cuando paseaba el puente. Jurgen no pierde oportunidad, en sus memorias, de quejarse de este sistema de pontones y de la inmoralidad que reina en ellos, diciendo que son verdaderas escuelas del vicio, donde los poco contaminados salen, después de las enseñanzas de sus compañeros más viejos, convertidos en unos criminales de la peor especie.
Todos los presos competían en delatar a sus compañeros para congraciarse a los tenientes. Así, apenas algún miserable lograba conseguir un poco de tabaco o un trozo de azúcar, era delatado inmediatamente y se lo quitaban. Jurgen, a pesar de la indignación que le causa este sistema de pontones que Inglaterra siguió usando hasta 1835, dice que a él lo trataron bastante bien y que nunca le retuvieron su correspondencia como acostumbraba hacer el capitán con los otros presos. El capitán era el censor de todas las cartas y entregaba las que creía conveniente y rompía las que no le parecían bien. Como el trabajo de leerlas todas era mucho, en un pontón grande como el Justitia, el capitán solía echarlas por la borda sin leerlas.
Por fin, en enero de 1826, se supo, en esa forma misteriosa en que los presos siempre saben todo lo que pasa, que el Woodman iba a zarpar rumbo a Tasmania con un cargamento de presos y deportados. Todos en el Justitia se entristecieron, prefiriendo quedar allí cerca de Londres, con la esperanza eterna de fugarse. Sólo Jurgensen se alegró con la noticia. En el pontón había perdido los últimos lazos que lo ligaban con Europa y su mundo y ahora lo único que deseaba era irse ya a su destierro en paz y morir allí, lejos de las aventuras en las que siempre había vivido y lejos, sobre todo, de las fatídicas mesas de juego.
Pronto se supo que los presos del Justitia no habían de zarpar en el Woodman. Jurgen inmediatamente les escribió a todos sus amigos influyentes pidiéndoles como último favor el que lo mandaran en ese transporte y lo consiguió.
En mayo se embarcó, por última vez en su vida, rumbo a una gran travesía. Pero ahora ya no era el capitán Jurgen que paseaba el puente con sus dos metros de estatura, su cuerpo flaco y anguloso recortándose sobre el horizonte, sus ojos brillantes de risa y simpatía bajo las cejas rojizas y tupidas, las manos largas y delgadas apretando el catalejo. No, ahora ya no era el capitán Jurgen Jurgensen, era un miserable deportado el que con los ojos llenos de lágrimas veía perderse por última vez las tierras de Europa, teatro de sus grandes aventuras y de sus empresas fantásticas. Tal vez en ese instante pensó en la rareza de su destino, atado a dos islas en los dos extremos del mundo.
Cuando el barco se mueve bajo sus pies recuerda sus exploraciones, sus pescas de ballena, sus viajes a Islandia, su reinado fantástico y ya sólo quiere calma, tranquilidad en su destierro. Es un hombre de cuarenta y seis años, pero las cárceles, los placeres, las aventuras, la miseria, lo han avejentado y el médico de a bordo cree que tiene sesenta. Jurgen no lo contradice y acepta servirle como ayudante.
Cuando el Woodman llega al ecuador hay muchos enfermos a bordo. Es una especie de epidemia o peste que el médico trata de combatir con calomel y, en menos de tres días, despacha sobre la borda doce cadáveres. Jurgen le indica un nuevo tratamiento, pero el médico no hace caso y los enfermos siguen muriéndose hasta que el mismo doctor es víctima de su calomel y pasa sobre la borda. Entonces Jurgen queda a cargo de la enfermería, fabrica unas píldoras especiales de su invención y todos los enfermos se alivian.
Después de ciento treinta y dos días de viaje, con una sola escala en Ciudad del Cabo, vieja conocida de Jurgen, el Woodman llega por fin a Tasmania y entra por la Derwent. Grande es la sorpresa de Jurgensen al ver aquellas riberas desoladas hace veinticuatro años, hoy llenas de granjas y aldeas, el río cubierto de barcas llenas de mercancías. Por fin aparece Hobart, no ya la aldea de seis casas que él dejara, sino una gran ciudad comercial y agrícola.
Cuando el barco toca el muelle, inmediatamente suben varios colonos para contratar a los deportados como peones o, por mejor decir, como esclavos. Todos ven a Jurgen viejo y lo dejan. Cuando se han ido, y los presos han sido llevados ya a otro barco que ha de conducirlos a Sidney, Jurgen baja solo la escalinata, su saco de lona al hombro. Frente a los muelles ve una gran casa de la Van Diemen’s Land Co. Jurgen entra en ella, cuenta su historia, inmediatamente es reconocido por uno de los jefes de la compañía, un viejo ballenero, que le da un empleo de guarda forestal.
Al llegar a este punto de su vida los varios cronistas que han tratado las hazañas de Jurgen Jurgensen acaban su libro añadiendo tan sólo que tuvo una muerte oscura en Nueva Gales del Sur. Se ve que estos cronistas nunca han estudiado a fondo el carácter de su biografiado, pues lo consideran capaz de hacer algo oscuramente. No, Jurgen no tuvo una muerte oscura ni fue nunca a Nueva Gales del Sur. Se quedó en Hobart y allí dio aún mucho que hablar.
Estando ocupado como guardia forestal se casó con una mujer deportada, antigua prostituta, gran bebedora que se pasaba el día persiguiéndolo por las calles de Hobart con una sartén en la mano, porque Jurgen se había vuelto, en su edad avanzada, un verdadero don Juan que hacía conquista sobre conquista entre las damas de la colonia, antiguas prostitutas de Londres en su mayor parte.
Cansado de ser guarda forestal, deja el empleo y se mete de periodista. En Hobart había tres revistas que se hacían una terrible competencia y habían entablado una guerra a muerte; Jurgen funda una más, la Van Diemen’s Land Anals, y empieza a publicar, en una serie de artículos, la historia de su vida. La publicación dura tres años, de 1835 a 1838, y resulta tan interesante que su diario pronto vence a todos los otros y los obliga a desaparecer, quedando él solo en el campo de la prensa hasta la fundación del Mercury en 1840. Sus éxitos literarios le valieron gran renombre en la isla, donde por todos lados era estimado y conocido con el nombre de el Rey Deportado. Algunas veces se habló de que iba a ponerse a la cabeza de los presos y exilados y amotinarse contra el gobernador, pero Jurgen no hizo nada, probablemente ni pensó en ello. Con la facilidad que tenía para esas cosas, de seguro hubiera sido rey de Tasmania, pero ya estaba cansado de la aventura y sólo deseaba morir en paz. Para congraciárselo, el gobernador le dio un título de explotación por el cual se convirtió en concesionario de una parte de la isla.
Por fin, en 1845, a los sesenta y cinco años de edad, murió Jurgen Jurgensen, rey de Islandia. Nadie sabe ahora dónde está su tumba.