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You must be hanged, because I am hungry; for, know, Sirrah, that’tis a Custom, that whenever the Tryal is over, the Prisoner is to be hanged of Course.

A General History of the Pyrates…

Por el capitán Charles Johnson

A mediados del siglo XVII las Tortugas habían dejado de existir como un reducto de piratas y bucaneros, pues el Rey Sol había obligado a Cussy, metiéndolo en la Bastilla durante un año, a que le cediera a la Compañía Francesa de las Indias Occidentales la explotación de la isla. Los bucaneros, que no querían depender de nadie más que de su rey, o de un gobernador nombrado por éste, y que ya habían sido villanamente engañados y robados en nombre del rey por Pointy cuando la toma de Maracaibo, se pasaron en su mayor parte a Jamaica o se establecieron en Santo Domingo en calidad de agricultores. Los que fueron a Jamaica, siguieron a los ingleses en sus correrías, amparadas por Morgan; pero a fines de ese mismo siglo, Inglaterra suspendió también la expedición de las patentes de corso y en 1670 el rey ofreció perdonar a todos los piratas o bucaneros que, dejando sus barcos y armas, se establecieran pacíficamente como plantadores en alguna de las colonias.

Con esto, la mayor parte de los filibusteros y bucaneros se convirtieron en colonos y los que siguieron sobre el mar ya fueron considerados francamente como piratas y ahorcados dondequiera que se lograba apresarlos. Los piratas, en represalia, empezaron a atacar barcos de todos los países y formaron una especie de confederación que se llamó el Jolly Roger, por el nombre que daban a su bandera, que era, nada menos, el famoso trapo negro con la calavera y las canillas atravesadas, como el signo que usan los boticarios para los frascos de veneno.

Esta corporación de piratas, en su mayoría ingleses o americanos de Rhode Island, Nueva York o las Carolinas, se estableció en la isla de Nueva Providencia, del grupo de las Bahamas, donde el gobernador, un antiguo pirata, seguía dando patentes de corso completamente ilegales pero que autorizaban a los piratas a vender su mercancía en la isla.

La capital de Nueva Providencia era el puerto de Nassau, un miserable pueblecillo de casas de adobe y palma, siendo casi todas ellas tabernas, garitos o bodegas de los traficantes de bienes robados. Había además un fuerte que dominaba al puerto, dentro del cual estaba el palacio del gobernador. La mayor parte de los habitantes vivían a bordo de sus barcos o en enramadas puestas al azar en la arena de las playas.

Allí llegaban a vender su mercancía, a descansar de sus trabajos o celebrar sus orgías piratas tan famosos como Teach, Rackam, alias Calicojack, por andar siempre vestido de calicó; Jasper Seager, quien por amor a Inglaterra, cuyos barcos saqueaba, se hizo llamar Edward England; el tenebroso y maquinador Charles Vane, el veloz Haman, el comunizante Bellamy, el ex campeón de boxeo McCarthy y otros muchos que fuera largo enumerar.

Junto a estos hombres de valor temerario y crueldad desenfrenada vivían otros piratas peores que ellos, los comerciantes, taberneros y dueños de garitos que lograban robarles todo el producto de sus fechorías sin correr ninguno de los riesgos.

Teniendo tan estupenda base donde reparar sus barcos y disponer de su botín, el Jolly Roger ondeaba por todo el Océano Atlántico, desde África a América y del Brasil a Terranova. Ni los barcos de cabotaje, ni los de altura, ni siquiera los infelices pescadores del norte, se escapaban de los piratas para los que no había presa demasiado grande ni demasiado pequeña.

La cosa ya era intolerable y todos los países decidieron unirse, en pro de la civilización de que tanto alarde hacían, y pasar leyes tendientes a acabar con los piratas. Estas leyes se reducían a una. Todo pirata que fuera aprehendido sería irremisiblemente ahorcado en los mástiles del aprehensor o en algún puerto. Siendo ingleses los más de los piratas, la mayor parte de las ejecuciones eran en Inglaterra y sus colonias y vemos que de 1670 a 1717 en Londres, Boston, Charleston y Jamaica se ahorcan piratas que da gusto, se ahorcan tripulaciones enteras, hasta muchachos menores de dieciocho años. Pero todo resulta inútil y el Jolly Roger sigue ondeando en la punta de los mástiles, llevando el terror a todos los rincones de las Antillas. Entonces comprenden los ingleses lo que han hecho sufrir a España al desencadenar sobre ella la piratería organizada y dictan leyes más tronantes aún, quitan a los gobernantes acusados de tratar con piratas y llega a tal grado la persecución que el 90 por ciento de los piratas de este tiempo muere en la horca, sólo el 7 por ciento en combates, riñas o ahogados y el 3 por ciento de muerte natural.

Se acostumbraba en Inglaterra conmutar la pena de muerte por la de esclavitud y los reos eran vendidos por siete años a la Compañía Real del África. Muchos de los piratas fueron a dar allí, de donde lograban fugarse fácilmente y pasarse a Madagascar para seguir adelante con su antiguo oficio. Viendo esto, se suspendió la venta de esclavos piratas y fueron todos irremisiblemente ahorcados.

Pero a pesar de tanto peligro el Jolly Roger seguía adelante en su obra destructora. No en vano Inglaterra había educado a sus marinos, durante dos siglos, en la piratería contra España; y ahora esos marinos no se animaban a dejar un oficio que les fuera tan provechoso y de tanta honra en su patria, pues todos recordaban cómo Morgan había sido hecho noble por sus actos de piratería, lo mismo que el Drake.

Viendo que las medidas severas aprovechaban tan poco, los reyes ingleses en 1717 resolvieron ofrecer otro perdón general para aquellos que quisieran acogerse a él y dejar el mar. Como el gobernador de Nueva Providencia no era persona a la que se pudiera fiar un negocio tan delicado e importante, se le destituyó y se nombró en su lugar a Woodes Rogers, un antiguo pirata y explorador, compañero del famoso William Dampier. La obligación de Rogers era ir a Nassau, tomar el puerto si los piratas pretendían defenderlo, ahorcar a los que no aceptaran el perdón y formar con los restantes una apacible colonia de plantadores y comerciantes más o menos honrados. Rogers era hombre con el que no se podía jugar y los piratas conocían bien su fama de capitán enérgico y autoritario que no se pararía en pintas cuando tratara de hacer algo y que le sobraban pantalones para ahorcar a cualquiera de ellos en la mitad de la plaza, frente a todos sus compañeros del Jolly Roger.

Por eso, cuando se enteraron de su venida, se reunieron en una taberna de Nassau los más de los jefes piratas y deliberaron en lo que fuera mejor hacer, si defender el fuerte o aceptar la rendición. Para decidir esto se juntaron Charles Bellamy, Edward England, Rackam, McCarthy, Turnley, Hornygold, Howell Davis, Haman y otros muchos. La mayor parte de ellos estaba por aceptar la rendición alegando que siempre se podría llevar una bandera del Jolly Roger escondida para enarbolarla en el momento oportuno. Sólo Rackam, que era un muchacho de unos veintiséis años, moreno, ojos verdes, grandes hombros y pelo negro que se desbordaba del sombrero y la mascada que traía siempre puesta en la cabeza, se opuso a este proyecto y resolvió, con algunos compañeros, seguir abiertamente en su oficio, para no verse convertido en un vulgar colono.

Por fin, el 20 de junio de 1718, Woodes Rogers se presentó frente a Nassau con una escuadra de tres barcos de guerra. En los muelles estaban atracados los navíos de los piratas con las velas bajadas y sin pabellón a la vista. Rogers avanzó con todos sus barcos, los cañones dispuestos, temeroso de una celada, pero al ver en la playa a los habitantes con sus vestidos de gala que lo aclamaban al son de la música de tambores y trompetas, perdió todo recelo y entró directamente al puerto. En la entrada se cruzó con el barco de Rackam que salía rumbo al mar a toda vela, y al pasar junto a Rogers izó el Jolly Roger y le vació toda una banda de cañones. Rogers no pudo contestar por la sorpresa, ni perseguirlo por serle contrario el aire, así que, ayudando al barco que había recibido la andanada y estaba bastante maltrecho, entró al puerto y ancló cerca de tierra, desembarcando y siendo estupendamente recibido por todos los habitantes que, a base de zalemas y cariños, pretendían hacerle olvidar la mala recepción de Rackam.

Seguido por todos los hombres, subió Rogers al fuerte y leyó allí el edicto del rey, que luego mandó clavar en la plaza, y recibió las muestras de arrepentimiento de todos los presentes. Por primeras providencias los trató a todos con suma afabilidad, los halagó y les repartió aperos de labranza y semillas, pero también mandó construir una horca en la plaza. Todos los ex piratas vieron aquellos preparativos sin protestar y se dedicaron en cuerpo y alma a la siembra o al honrado comercio.

Poco después, algunos de los perdonados, encabezados por el ex campeón de boxeo McCarthy, se olvidaron de sus buenos intentos y volvieron a la piratería. Vane y Bellamy siguieron estas huellas y tras de ellos muchos otros a pesar de que, para escarmiento, Teach y Bonnet acababan de ser ahorcados en Charleston con todas sus tripulaciones. Woodes Rogers resolvió tomar el toro por los cuernos y mandó a uno de sus buques de guerra que le fuera trayendo piratas conforme los encontrara y él los iba encerrando en el fuerte, sin que nadie creyera que se atrevería a ahorcarlos; pero cuando tuvo varios, ordenó que los ejecutaran en la horca de la plaza mayor.

El día de la ejecución, cuando llegaron los presos a la plaza, estaba ésta llena de antiguos piratas, unos cuatrocientos, todos silenciosos y cabizbajos. Entre ellos, muy alegre por esta ejecución, estaba un tal Bonny, antiguo pirata de poca monta que se dedicaba ahora a comerciar y sembrar honradamente y era el brazo derecho de Rogers. Su mujer también andaba entre la multitud pero, como veremos más tarde, con un espíritu totalmente distinto al de su marido.

El primero en ser ahorcado en tan memorable día fue el capitán John Morris, que desde el patíbulo excitó a la multitud de amigos y compañeros suyos a que lo salvaran. Al ver que los ex piratas no hacían nada, él mismo se puso la cuerda al cuello, diciendo que más le valía morir en la horca que vivir entre aquella partida de cobardes. Tras de él ahorcaron a toda su tripulación.

Luego vino John Augur. Al subir al patíbulo, el pastor que lo ayudaba a bien morir le preguntó si se arrepentía de sus muchos y terribles pecados.

—Sí —contestó Augur—, me arrepiento con toda mi alma de no haber pasado a cuchillo cuanto prisionero cayó en mis manos y especialmente a todos estos infelices que ven cómo se ahorca a un amigo y no son para ayudarlo.

Y diciendo esto, se dejó ahorcar con toda dignidad, apareciendo después el apuesto e impecable William Lucy, luciendo su traje más elegante, con casaca roja de vueltas de oro, pantalón de seda blanca y sombrero con plumas. Sin decir una palabra llegó hasta el patíbulo, subió y dejó que le ataran la cuerda. Sólo cuando el verdugo le ofreció un vaso de ron, lo rechazó diciendo:

—Considero que el agua sería una bebida más apropiada para un momento como éste.

Tras de William Lucy fueron ahorcados algunos otros sin importancia y apareció por fin McCarthy, con todo el pecho cubierto de listones que había ganado en sus antiguas peleas de box. Al subir al patíbulo dijo:

—Algunos amigos míos con frecuencia me profetizaron que había de morir con los zapatos puestos. Vean ustedes cómo han mentido.

Y diciendo esto se zafó los zapatones y los arrojó a la cara de los que lo veían boquiabiertos.

Los cuatrocientos piratas que contemplaban la escena anterior estuvieron sin decir una palabra, conformes en que fueran ahorcados sus antiguos compañeros. Uno de los más entusiastas era Bonny, pero no así Ana su mujer, que andaba entre la multitud excitándola para que se sublevara. Nadie le hacía caso, pues la conocían como algo loca, pero el pobre marido se desesperaba, pues lo único que deseaba ya en su vida era tranquilidad y que no le volvieran a hablar de piratas y piraterías. Su mujer, en cambio, suspiraba por aquellos buenos tiempos en que un hombre valiente enarbolaba el Jolly Roger, se lanzaba al mar, corría mil aventuras y volvía rico para gastar su fortuna en una semana de juerga y juego y volver a las andadas.