IV
I’d ninety bars of gold,
And dollars manifold
With riches uncontrolled, as I sailed.
Balada del capitán Kidd
En enero de 1718 Teach se presentó frente a Charleston al mando de una verdadera flota que constaba del Queen Ann’s Revenge, armado con cuarenta cañones, el Revenge con doce, otro sloop con ocho y un barco grande de carga que le servía de bodega y almacén de todo lo robado. El total venía tripulado por ciento cuarenta hombres resueltos, sin contar a los capitanes y al infeliz mayor Bonnet que seguía preso en su cabina y nunca se le consultó ninguna decisión importante, sirviendo más bien como bufón del capitán y de toda la gente, que lo consideraba loco.
Con esta flota ancló Teach en la entrada del puerto de Charleston sin llamar mayormente la atención, pues los vecinos estaban acostumbrados a que llegaran los piratas para traficar con ellos. Pero Barbanegra, en esta ocasión, no pensaba sólo en traficar, pues llevaba poca mercancía a bordo y quiso hacerse de algo más. Para el efecto tomó el lanchón del práctico del puerto, que estaba anclado en la barra, y lo retuvo para que no avisara en la ciudad. Luego entró en la bahía y tomó unos tres barcos que allí estaban y fue finalmente a anclar en la barra tomando en dos días siete barcos más que entraban o salían, haciendo un gran acopio de botín y prisioneros. En uno de esos barcos encontró a varios hombres importantes de la colonia que se dirigían a Londres para arreglar sus negocios, entre otros a un tal Mr. Wraggs que era miembro del consejo administrativo de la ciudad y hombre de mucha importancia y respeto.
Cuando esto se supo en Charleston, todos los habitantes se llenaron de pánico y huyeron de la ciudad, poniendo su dinero en lugar seguro y refugiándose con sus familias en el interior, prefiriendo el peligro de los indios, eternamente levantados, al de los piratas. El consejo de la ciudad se hallaba imposibilitado para tomar cualquier medida, pues no contaba con un solo barco capaz de enfrentarse a los de Teach y sus arcas estaban vacías debido a la guerra interior con los indios y los franceses del Canadá. Con esto, no les quedaba más remedio que el de esperar a que los piratas se fueran cuando quisieran.
Pero pasó una semana y los piratas no se iban. Ya el tráfico estaba totalmente interrumpido y el comercio se resentía grandemente, las mujeres se pasaban el día llorando por un pariente u otro que andaba en alta mar y los hombres apenas si se atrevían a alzar los ojos del suelo ante tamaña afrenta. Pero las cosas no pararon allí.
Un día entró al puerto una lancha y atracó tranquilamente en el muelle. Los tripulantes eran nada menos que el capitán Richards con diez piratas armados hasta los dientes y un prisionero, un tal Mr. Marks, de Charleston. Sin preocuparse en lo más mínimo por la admiración que causaban entre la gente que había acudido a verlos, se dirigieron a casa de Mr. Johnson, el gobernador, y, sin anunciarse ni hacer antesala, se metieron a la fuerza empujando ujieres negros y secretarios blancos que pretendían atajarles el paso. Llegando a la presencia del gobernador, Richards empujó hacia adelante al tembloroso Mr. Marks, diciendo que tenía una embajada que comunicarle de parte del capitán Edward Teach.
—Hable usted —dijo el gobernador, pálido por la cólera impotente que le comía las entrañas.
Los piratas no le asustaban, pues los conocía de sobra por haber tenido tratos con ellos muchas veces, pero el que se atrevieran a venir a su propia casa con ese lujo de fuerza, después de saquear los barcos de la ciudad, era una afrenta que no podía ni debía tolerarse.
Mr. Marks, tartamudeando mucho y apenado hasta las lágrimas dijo:
—El capitán Edward Teach, también conocido como Barbanegra, saluda a su excelencia, sintiendo mucho el no poder venir personalmente a presentarle sus respetos; pero ocupaciones a bordo de su Queen Ann’s Revenge se lo impiden. Por lo tanto me ordena que, después de besar la mano de su excelencia, le haga saber que a bordo de sus barcos hay una completa falta de medicamentos y vendajes, no habiendo siquiera los más necesarios, y como conoce el corazón magnánimo de su excelencia y el buen acogimiento que siempre ha dispensado a los hombres de mar, le ruega se sirva mandarle con estos caballeros una caja grande conteniendo todos los efectos que en esta lista se incluyen.
Y diciendo esto le entregó a Johnson una larga lista de medicinas e instrumentos de cirugía. El gobernador pareció que iba a reventar de rabia, dio un manazo formidable sobre su escritorio y ya iba a soltar su acalorado discurso, que la cólera le impedía pronunciar, cuando Richards se adelantó, hizo con toda cortesía una reverencia y dijo:
—Además, el capitán Teach me permite hacer saber a su excelencia que, para agradecer esa caja de medicinas, pondrá en tierra a todos los señores de esta ciudad que nos honran con su presencia a bordo de nuestras naves, pero que si estas medicinas no son entregadas o se maltrata de cualquier manera a alguno de estos caballeros que me acompañan, el mismo capitán Teach tendrá el gusto de venir a saludar personalmente a su excelencia y poner a su disposición a los señores que están con nosotros a bordo, haciendo la aclaración de que, en este caso, los dichos señores traerán las cabezas despegadas de los troncos.
Tal insolencia ya era insoportable, el gobernador temblaba de ira y ganas tenía de mandar ahorcar a toda esa canalla, pero consideró un momento el asunto y vio que se iba a meter en una serie de complicaciones, pues no dudaba ni por un minuto que Teach cumpliría su amenaza y sabía que Wraggs estaba a bordo. Además Wraggs era su enemigo político y si algo le pasaba todo mundo diría que se había puesto de acuerdo con los piratas para que lo eliminaran. Considerando todo esto, dominó un poco su cólera y pidió a los piratas una hora de plazo para resolver y conseguir lo necesario. Éstos estuvieron de acuerdo en todo y salieron haciendo grandes reverencias, dedicándose a pasear frente a la puerta de palacio, espantando con sus gestos a los burgueses que venían a verlos y tomando grandes cantidades de aguardiente de un porrón que mandaron pedir a una taberna.
El gobernador mandó llamar a sus consejeros, les contó lo sucedido y opinó que lo mejor era agarrar a los piratas y ahorcarlos o tenerlos como rehenes para obligar a Teach a devolver los prisioneros. Los consejeros discutieron largamente, se aseguraron unos a otros que no le tenían miedo a los piratas y que eran muy capaces de salir en las pocas lanchas que había en el puerto y derrotarlos. Mucho se enardecieron entre sí, muchas acciones heroicas recordaron, acabando por aceptar la proposición de Teach y preparar la caja de medicamentos, cuyo costo fue de 400 libras. Richards se retiró con ella, siempre con grandes muestras de cortesía y reverencias al enfurecido gobernador.
Al recibir la caja de medicamentos, Teach puso en libertad a sus prisioneros después de sacarles un buen rescate. A Mr. Wraggs logró estafarle 6 000 libras y a los otros proporcionalmente a sus riquezas y cargos en la colonia, zarpando luego rumbo a la Carolina del Norte. Allí el mar ha formado una barra de arena, tras de la cual hay varias lagunas y calas, muy peligrosas para los navegantes debido a la gran cantidad de bancos y cayos, pero estupendos refugios, por eso mismo, para los piratas. Además, el gobierno de la Carolina del Norte andaba un tanto cuanto revuelto, así que los colonos se aprovechaban para traficar con los piratas y hacer su agosto. Teach ancló en Topsail Inlet y comenzó su venta.
Al día siguiente de haber llegado supo que el rey de Inglaterra había vuelto a poner en vigor el indulto de 1670 por el cual todos los piratas que así lo quisieran, podían quedar libres por el solo hecho de presentarse ante algún gobernador del rey, pedir perdón por sus fechorías y jurar no volver a incurrir en ellas, bajo pena de muerte. Además tenían que devolver el botín que aún se encontrara en su poder, pero esta cláusula generalmente se evitaba cohechando a las autoridades y esto lo sabía Teach.
Decidió ese mismo día pedir su perdón y eliminar a la mayor parte de su gente para no tener que compartir con ella las riquezas que llevaba a bordo y mucho menos con Bonnet. Para el efecto se puso de acuerdo con Richards, y otros hombres de confianza, entre los que se contaban su artillero, Philip Morton, su mozo el negro César a quien Teach quería mucho, Joseph Curtice, John Carnes y John Gilles. Para deshacerse del mayor y de su gente decidieron devolverle su barco, diciéndole que ya lo consideraban capacitado para manejarlo y le sugerían fuera a Bathtown a pedir su perdón, que era lo que pensaban hacer ellos y que se encontrarían de nuevo allí para repartir el botín. El mayor no cabía en sí de gozo ante el inesperado cambio de fortuna y prometió hacer todo lo que le decían, yéndose por tierra para abreviar camino y pensando en lo fácilmente que había salido de tanta dificultad.