IV
If any time you meet with prudent woman, that Man that offers to meddle with her, without her consent shall suffer present Death.
Artículo noveno de los estatutos del Revenge al mando del pirata John Philips
Como el Victoire ya necesitaba reparaciones y sus tripulantes un buen descanso en tierra, Missón y Caracciolo, después de saquear algunos barcos más, zarparon rumbo a la isla de Anjuán, del grupo de las Cómoras en el canal de Mozambique, donde encontraron una bahía aceptable y se establecieron. Esta pequeña isla, que los ingleses con su maña de llamarle a las cosas por un nombre que no es el suyo, llamada Johanna, tiene unos 350 kilómetros cuadrados de superficie y tendría, en aquellos tiempos, doce mil habitantes negros mandados por el rey Mususu, quien se hizo inmediatamente amigo de los piratas, pidiéndoles, cosa que ofrecieron gustosos, que lo protegieran contra las incursiones de los negreros árabes del Mar Rojo. A cambio de esta protección, Mususu les daría alimentos para las tripulaciones y un lugar en tierra donde construir un fuerte.
Para cimentar esta alianza, Missón casó con una hermana del rey y Caracciolo con dos de sus sobrinas, repartiendo algunas otras mujeres entre los oficiales y marinos que quisieran tomarlas.
Durante dos años estuvieron en la isla gozando en paz del fruto de sus trabajos y de la compañía de sus mujeres negras que empezaron a tener niños. La mayor parte de los ingleses veían con malos ojos esta mezcla de razas y no querían tomar mujer, pues Caracciolo no permitía que las tomaran solamente por un tiempo, sino que se habían de casar con ellas, pues no habiendo diferencia en las razas, no había razón para que los marinos ingleses no respetaran a las mujeres negras como pudieran respetar a las de su tierra. Estos principios fueron muy discutidos y por fin los ingleses, necesitando mujeres, fueron tomando a las negras por esposas y tuvieron hijos con ellas.
Al cabo de dos años empezaron a escasear los víveres en la isla y Missón, deseoso de más aventuras, propuso irse de nuevo al mar, abandonando a las mujeres y familias. La mayor parte de los piratas, viendo ya exhausto el tesoro público, acordaron seguirlo y dejar a sus mujeres e hijos. Solamente Caracciolo se opuso y para resolver la cuestión, como era la costumbre, se llamó a un consejo general. Primero habló Missón dando todas las razones que tenía para quererse ir, alegando la falta de víveres, lo inseguro de la bahía y las muchas ganancias que podrían tener en nuevas aventuras por el mar. Luego habló Caracciolo y expuso sus planes para fundar una ciudad donde pudieran venir a descansar cuando, cansados ya de sus trabajos en el mar, quisieran gozar en paz de sus ganancias y tener una tumba de cristianos después de su muerte. Hizo gran hincapié en el terrible fin que aguardaba a todo pirata cuando no tenía un lugar donde volver después de sus correrías, de cómo ningún país civilizado los recibiría y cómo, aunque los recibiera, habían de sufrir el hambre y la pobreza originadas por las leyes injustas. En la ciudad que pretendía fundar, siguió diciendo, todo sería de todos, nadie tendría nunca necesidad de nada, allí podrían tener sus familias aseguradas contra la miseria y podrían ver a sus hijos crecer al amparo de unas leyes liberales y justas ante los ojos de Dios.
Cuando acabó de hablar, muchos estuvieron conformes y deseosos de que se fundara esa ciudad, preguntando solamente el sitio donde habría de fundarse. Missón estaba callado sin saber qué decir, viendo que la mayor parte de la gente apoyaba a Caracciolo. Nadie conocía un buen lugar para fundar y todos los propuestos parecían mal, ya fuera por lo peligroso del mar allí, por lo difícil de defenderse o por la pobreza del suelo. Por fin Missón se adelantó y dijo:
—He visto que todos están conformes en fundar una ciudad y establecerse en ella, cosa a la que yo me había opuesto tenazmente por considerarlo impracticable. Pero ya que ustedes quieren ensayarlo, y yo deseo que el ensayo sea un éxito, propongo que esa ciudad se funde en una bahía estupenda que yo conozco al sur de Madagascar. Si ustedes así lo desean mañana zarparemos con todas nuestras familias hacia allá y, llegando, dejaré de ser capitán para que ustedes escojan a quien mejor convenga, pues mi único interés es servirlos con los pocos conocimientos del mar que tengo y la fuerza de mi brazo.
No bien acabó de hablar cuando la noche se llenó de gritos y aclamaciones, sonando por todos lados: «¡Viva nuestro capitán Missón el Bueno y viva el sabio Caracciolo!». Los dos aclamados se abrazaron teatralmente frente a toda su tripulación y resolvieron zarpar a la tarde siguiente con todos sus bienes y familias y los negros que quisieran seguirlos, dejando a diez hombres para la defensa del rey Mususu y de su isla con seis cañones y un barco pequeño. Así nació Libertatia, que llegó a ser una floreciente república comunista y el más estupendo refugio de piratas que ha conocido la historia.
Cuando llegaron los dos barcos al sitio escogido por Missón, todo el mundo lo encontró excelente. La bahía, bien resguardada contra el mar, era fácilmente defendible con dos fuertes y daba cabida a más de cincuenta barcos. En el fondo se extendía una llanura, atravesada por un arroyo, de tierra estupenda para huertas y jardines, y atrás de la llanura se alzaba una cordillera escarpada que la protegía por ese lado. Al desembarcar, Missón, según su costumbre, soltó un largo discurso tomando posesión de esa tierra a nombre de la comunidad y ofreciéndola a todos aquellos que, cansados de la vida del mar o de las leyes de los hombres, quisieran un lugar de reposo para su vejez y una sepultura cristiana en su muerte. Luego, cuando acabó el discurso, habló también Caracciolo y plantó un poste con un cartel que decía: Libertatia, y ordenó que cada quien buscara el sitio que mejor le conviniera y lo marcara por suyo, para hacer allí su casa poniendo él el ejemplo al delimitar un pedazo de terreno y poner en él a sus dos mujeres y sus tres hijos. Con esto la gente se regó por la llanura con gran regocijo, quedándose la mayor parte, desde esa noche, a dormir en tierra, bajo un cielo estrellado y sereno.
Al día siguiente, cuando todos estaban ocupados en explorar el terreno y construir unos fuertes provisionales donde guardar sus cosas y defenderse de los naturales si éstos atacaban, apareció de pronto en la boca de la bahía un barco que llevaba el estandarte negro de los piratas. Con la poca brisa que soplaba, avanzaba muy despacio hacia donde estaba anclado el Victoire y desde tierra se veía claramente al capitán sobre el puente de mando y a un hombre bajo el bauprés que, con la sonda en la mano, gritaba las profundidades. Missón inmediatamente subió al Victoire y ordenó todo allí para el combate, cargando y afianzando los cañones, distribuyendo a la gente sobre cubierta y en las cofas y regando el piso con arena para evitar los resbalones en la sangre. Caracciolo, mientras, acomodaba unos cañones en un cerro y lo fortificaba, pretendiendo defenderse allí en caso de que el Victoire fuera derrotado.
El barco desconocido no dio muestras de querer combate, antes siguió avanzando lentamente, siempre sondeando con cuidado, cosa que Missón observó pensando que quien mandaba ese barco era seguramente un capitán experimentado y no como los piratas son generalmente, cosa que le espantaba más y no acertaba a coordinar esas perfectas maniobras con la bandera negra y el esqueleto. Por fin el recién llegado estuvo a unos ciento cincuenta metros del Victoire y viró sobre estribor soltando sus anclas y bajando su vela mayor. Tras esto subió y bajó tres veces su estandarte en señal de saludo y Missón ordenó que se le contestara. Luego tomando un magnavoz, preguntó qué barco era ése:
—Piratas al mando del capitán Thomas Tew —contestó una voz.
—¿Qué desean? —volvió a preguntar Missón.
—Unirnos a ustedes —repuso la voz—; no disparen, pues el capitán Tew quiere hablar con el capitán Missón.
—Yo soy ése —contestó Missón—. Que venga en buena hora el capitán Tew, pero que venga sólo con dos remeros.
Al cabo de un cuarto de hora, en el puente del Victoire el capitán Tew estrechaba entre sus brazos a Missón, poniéndose a sus órdenes y jurándole ser su amigo si le permitía establecerse con él. Missón aceptó de buen grado, conociendo ya, por la fama, el valor y pericia del capitán inglés en las cosas de guerra y desembarcaron juntos encontrando a Caracciolo en la playa, quien, ya sabiendo el nombre y calidad del recién llegado, lo abrazó efusivamente ofreciéndosele para todo lo que deseara.