La verdad (epílogo)


La verdad es inútil o dañina, padre. No vale la pena, se lo aseguro. Paso las horas en esta celda intentando comprender mi propia vida como un fenómeno tal vez incómodo, pero necesario y en cierto modo apreciable. Digamos, un pequeño fragmento armoniosamente integrado en alguna posible totalidad llena de sentido. Me esfuerzo en imaginarla como una parte de algo mucho mayor y más hermoso. No lo consigo. Al contrario. Lo que me ha sucedido a mí no puedo interpretarlo más que como un indicio de la gran miseria en la que vivimos y nos debatimos todos, y a la que otorgamos el elegante nombre de «universo» o «cosmos», ya que nos gusta pensar que está gobernada por un orden delicado y que obedece a algún místico propósito. Para mí —ya se lo dije— se trata de una sustancia repugnante segregada, o más bien excretada, no se sabe por quién o para qué en algún momento del no tiempo y del no ser. Me parece que el autor (para ser exactos: uno de los dos autores) del Libro de Job dio con la clave de todo el asunto. En mi opinión, no se puede ilustrar con mejores palabras. Por ejemplo, estas que le copio a continuación puedo aplicármelas ahora sin la menor dificultad:

Yo esperaba la dicha, y llegó la desgracia,

aguardaba la luz, y llegó la oscuridad.

Me hierven las entrañas sin descanso,

me han alcanzado días de aflicción.

Y estas otras que vienen a continuación también son muy precisas. Resulta curioso pensar que la primera vez que las leí casi no pude evitar reírme:

Sin haber sol, ando renegrido,

me he levantado en la asamblea sólo para gritar.

Me he hecho hermano de chacales

y compañero de avestruces.

Mi piel se ha ennegrecido sobre mí,

mis huesos se han quemado por la fiebre.

¡Mi cítara sólo ha servido para el duelo,

mi flauta para la voz de plañideras!

Usted admitirá que esto de los chacales y de los avestruces tiene bastante gracia. Quiero decir que tendría gracia si no fuera horroroso. Así es como soy ahora. Así es exactamente como yo me siento. Como un chacal o un avestruz. Eso es. No se me ocurre un modo mejor de describirme. Estoy solo, encerrado igual que una alimaña, aborrecido por mi propia familia, abandonado por mis amigos y sentado en el polvo, sin entender nada de lo que me ha ocurrido. Sin entender nada en absoluto (me refiero a una hipotética secuencia lógica de los acontecimientos), pero al mismo tiempo habiendo entendido de una vez y para siempre, con la máxima claridad, cuál es la verdadera naturaleza de todo.

Esta noche he soñado con mis hijos. En el sueño eran pequeños todavía. Estábamos corriendo y jugando en un campo muy verde. Un prado rodeado de suaves lomas rojizas y cubierto de hierba alta y húmeda. De pronto, yo advertía que había un enorme tigre suelto por allí, al que veíamos aparecer y desaparecer entre unos árboles no muy lejanos. Al principio, pensaba en el modo de salvar a Victoria y a Mario, pero luego me daba cuenta de que mis hijos no estaban en absoluto en peligro: el tigre pasaba junto a ellos sin prestarles la menor atención. De una forma difícil de explicar, como una intuición repentina, comprendí que era en realidad a mí a quien el tigre buscaba. Solamente a mí. Y a continuación me daba cuenta, con tristeza, de que a Victoria y a Mario no parecía importarles lo más mínimo que yo pudiera ser devorado. Recuerdo que Virginia los llamaba desde el coche y les ofrecía algo de comer. Algo que agitaba en sus manos. Tal vez unos bocadillos y unos zumos. Recuerdo el brillo del papel de aluminio de los bocadillos y, al mismo tiempo, la mirada del tigre entre los árboles, definidamente fija en mí. Supongo que estará de acuerdo en que no hace falta ser Freud para interpretar esto.

Me avergüenza sentir miedo, incluso en sueños, porque eso me revela que aún deseo estar vivo. El instinto de supervivencia es lo más humillante de todo. Valle tenía razón. Estoy harto de soñar, créalo. Quisiera dormir con la mente en blanco, adentrarme en un sueño profundo y vacío como un erial arrasado únicamente por mi propia respiración. Pero eso no es posible. En mi mente hay más recuerdos, y son más punzantes ahora que nunca. Es como estar desnudo en medio de una lluvia de agujas de hielo. La primera vez que Virginia y yo viajamos juntos, el verano en que Mario se rompió el brazo al resbalar junto a la piscina, las vacaciones en Grecia… Todo tiene otro color. Un color amargo que vuelve tan intolerable el pasado como despreciable el futuro. Cualquier futuro. Ya nada es inocente. Las cosas que en su momento resultaron gratas me parecen ahora trampas refinadas, como las manzanas envenenadas de los cuentos. Nada es verdadero, excepto la pérdida y la privación. Sospecho que a los mortales se nos conceden atisbos de felicidad para destilar así un mal más puro, más perfecto. Supongo que esto le parecerá una blasfemia, pero tenga en cuenta que la blasfemia y la verdad para mí han quedado íntimamente fundidas. Y ha sido usted (perdóneme) quien me ha pedido que no me reserve ningún secreto.

La verdad, padre, no nos hace libres, se lo aseguro; pero aquí la tiene, ya que al parecer le interesa tanto. Aunque, sinceramente, no creo que pasado mañana, cuando venga a visitarme de nuevo, me decida a entregarle lo que ahora escribo con este portátil; el cual, dicho sea de paso, gracias a su mediación me permiten utilizar casi sin restricciones. En fin, si no mañana, puede que algún otro día, en un futuro próximo o lejano, decida compartir con usted estas pocas líneas que —puede creerlo— no añaden nada sustancial a lo que usted ya sabe.

Tiene razón, hay algún detalle que no he registrado todavía acerca de lo que realmente ocurrió la tarde en que maté a Valle atropellándolo con mi coche. Hacia las seis, llegué a las inmediaciones del lugar donde la congregación se reúne. Empezaba a oscurecer perceptiblemente, y la calle estaba casi desierta. Había sitio de sobra, pero aparqué a cierta distancia de la puerta del salón de reuniones. A unos sesenta metros, más o menos. Esperé un poco en el coche, sin apagar el motor. En realidad, no sabía lo que estaba haciendo allí y sentía la tentación de marcharme. No sabía qué andaba buscando, pero me parecía que sólo allí podría encontrarlo. Una explicación, tal vez. Creo que era eso lo que buscaba. Quería que Valle me explicara lo que estaba ocurriendo con mi vida. Necesitaba hablar con él. Tenía la inextricable sospecha de que sólo él podría ayudarme. El hombre que me había amenazado de muerte unas semanas atrás resultaba ser ahora, en mi imaginación, el único capaz de comprenderme y aconsejarme. Extraño, ¿verdad? No tanto. No tan extraño. Y si ha entendido usted las cosas como yo intuyo que las ha entendido, no se lo parecerá.

Al final, apagué el motor y me acerqué a pie al salón. En el interior se oían cánticos. Me aproximé con sigilo, un poco indeciso. Entré, y desde el zaguán pude espiar a la feligresía sin ser visto. Había allí gente de todas las edades. Familias enteras. Niños y viejos. Unas treinta o cuarenta personas. Los cantos habían cesado. Fueron sustituidos por una especie de susurro, en el cual creí detectar algo repulsivo. No entendía bien las palabras, pero por un momento me pareció que decían algo así como «Señor de las cerdas que con tu savia envenenas…». Sé que no tiene ningún sentido. Luego, el pastor empezó a decir algo sobre la gracia, la libertad, los elegidos… Temí ser descubierto. Salí de nuevo a la calle. Anduve un rato por la acera, arriba y abajo. Se trata de una calle con una cierta pendiente. (En realidad son dos, una a cada extremo, como en una montaña rusa, aunque mucho menos pronunciadas). Mi coche estaba casi en la parte más profunda de la depresión, junto a unos contenedores. Entre los edificios, a través de un solar, podía contemplarse el mar; un poco hacia abajo, no muy lejos. De un color azul muy oscuro en ese momento. El sol, como una gran naranja partida, acababa de desaparecer definitivamente de mi vista detrás de un tejado de fibrocemento; y todo pareció oscurecerse demasiado rápidamente.

Me encontraba a unos cuantos pasos de la puerta del salón cuando vi salir a dos hombres hablando y riendo. No me prestaron atención, así que no me moví. Esperé a que salieran los demás, y por fin distinguí a Valle. Estaba conversando con una mujer de rostro duro, anguloso, que vestía un pantalón gris, elegante y sobrio, y una blusa blanca. Me acerqué a él, sin saber lo que iba a decirle. En cuanto me vio, hizo un gesto de disculpa con la mano, destinado a su interlocutora. Le dijo algo y ella miró en mi dirección, asintiendo. Luego, Valle vino directamente hacia mí. Lo primero que me dijo, «Me alegro mucho de que hayas venido», me molestó un poco. Supongo que porque me pareció una especie de juicio precipitado sobre mis intenciones. ¿Acaso se proponía introducirme en su secta? Le pregunté si podía dedicarme unos minutos. Se mostró inmediatamente dispuesto. Dijo que podíamos hablar en el salón de la congregación, si yo quería. Por supuesto, rechacé esa oferta. «Prefiero que sea en otro sitio», le dije. Accedió, pero me pidió que aguardase un poco, para que pudiera despedirse de los demás de forma correcta. Y también —añadió— para tratar de no sé qué asunto. Le contesté que lo esperaría en el coche, y señalé el lugar donde lo tenía aparcado. Asintió. Después me dio la espalda para volver inmediatamente junto a la elegante mujer con la que estaba conversando en el momento en que yo lo interrumpí.

Volví a mi coche, y observé desde allí cómo toda aquella gente poco a poco se dispersaba. Al cabo de unos cinco minutos ya no quedaba casi nadie. Apenas un grupo de unas cinco o seis personas, no más, del cual formaba parte mi amigo. Todo aquello me seguía pareciendo una especie de farsa, aunque no puedo explicar el porqué. Tenía la sospecha de que algo podrido se ocultaba debajo de aquella capa de salmos y santurronería. Supongo, claro, que mis facultades estaban alteradas. Lo veía todo a través de una lente deformante; aunque no tanto, sin embargo, como para que se convierta en una eximente de la responsabilidad de mis actos. Estaba algo trastornado, lo reconozco, pero no lo bastante loco. No lo bastante.

El grupo, al fin, terminó de disgregarse, cuando dos o tres de aquellas personas se marcharon; aunque un par de individuos se quedaron conversando todavía muy cerca de la puerta del salón. Valle, entonces, empezó a bajar por la pendiente en dirección a mi coche. Ya muy cerca, como a unos dos metros, se detuvo y sonrió de un modo que me pareció extraño.

—Espera… —dijo—, voy adentro a buscar algo para ti.

Estas palabras me desconcertaron. Estuve a punto de intentar retenerlo, preguntándole de qué se trataba, pero él se dio la vuelta inmediatamente y empezó a remontar la pendiente hacia el local de la congregación, que todavía estaba abierto.

Si no me he molestado en contarle a nadie lo que ocurrió a continuación, padre, no es sólo porque resulte inverosímil, o porque en esencia no cambie las cosas; sino porque además de todo eso me parece ridículo. Y cuando se tiene una conciencia trágica, se lo aseguro, el sentido del ridículo es precisamente lo último que se pierde. La verdad más secreta del hombre es que lo más inmortal de él es el ridículo que hace.

Valle salió al cabo de un minuto, más o menos. Llevaba algo en la mano y empezó a caminar directamente hacia el coche, por el centro de la calzada, con un paso claramente más rápido y más decidido que la vez anterior. Lo que llevaba en la mano era un objeto oscuro y pequeño. Mi confusión, se lo aseguro, no fue producto de la duda, porque la duda, si llegó a existir, desapareció casi de inmediato: realmente yo vi un arma en su mano. Un arma, y no un Nuevo Testamento. Un regalo de mi Dios, no del suyo. (Pero si yo intentase explicar semejante cosa ante un jurado, ¿va usted a decirme que no se carcajearían? ¿No sería lo más probable que terminasen pensando que también todo lo demás —la historia completa que usted ha leído— es sólo una ridícula patraña exculpatoria? Porque a mí no me cabe duda de que sería así. Me parece que, mucho antes que la muy enrevesada y rugosa verdad, estarían dispuestos a creer alguna simple y tersa tontería, como por ejemplo que no era con Francisco, sino con Valle, con quien en realidad se estaba acostando Virginia).

Como le decía, sentí miedo cuando lo vi venir caminando directamente hacia mí. Me invadió un terror paralizante, físicamente doloroso, como si tuviera emplastos de nieve en mi espalda… De pronto, comprendí que si dejaba que se acercase apenas unos metros más, ya sería demasiado tarde. Me encontraría a tiro de su revólver, o de su pistola, o de lo que fuese que llevara en su mano derecha. Las balas, seguramente, atravesarían el parabrisas. Penetrarían en mi cráneo por algún punto de la cara; por la frente, por la boca rompiendo los dientes, por un ojo… Se pueden imaginar todos esos detalles, créalo, en apenas dos o tres segundos.

Y entonces, como obedeciendo a una señal de control remoto más que a mi propia voluntad, puse en marcha el coche. En mi mente, fue un acto puramente defensivo. Él seguía bajando hacia mí, y estaría ahora a unos cuarenta metros. Había recorrido, en esos escasos seis o siete segundos, más o menos la tercera parte de la distancia que nos separaba. Entonces tuve la certeza de que dispararía de inmediato, así que quité el freno de mano y arranqué con toda la potencia que pude imprimirle al motor. Creo que por fin se detuvo y me miró sorprendido, mientras yo aceleraba, pero ni siquiera trató de esquivarme. Se quedó allí en medio, sin intentar moverse en absoluto, como un maniquí, como un estúpido muñeco sobre el asfalto. Arremetí de lleno contra él. Fue un golpe brutal. Al menos, así lo percibí yo —aunque supongo que no habría adquirido una gran velocidad—. El cuerpo golpeó contra el capó y también contra el parabrisas, el cual se resquebrajó en la zona del impacto, hacia la parte derecha, frente al asiento del acompañante. Frené bruscamente y lo vi salir despedido, y caer sobre el asfalto delante del coche a cuatro o cinco metros de distancia. El frenazo había sido tan brusco que casi di con el pecho contra el volante. Después, vi cómo los dos hombres que habían permanecido cerca de la puerta del local conversando bajaban ahora corriendo hacia donde estaba tendido Valle, boca arriba y sangrando profusamente. Comprendí entonces que yo también debía ir junto a él. Llegué al mismo tiempo que los otros. Me arrodillé a su lado. Uno de los hombres gritó algo. Estaba muy cerca, agachado junto a mí, pero no entendí lo que decía. El otro estaba de pie, a unos dos metros, pidiendo ayuda —según creo recordar— con su teléfono móvil.

Valle todavía respiraba cuando llegamos, y estaba consciente; aunque su cráneo aparecía orlado por una gran mancha de sangre espesa y brillante. También brotaba sangre de su boca y de su nariz. Tendió una mano hacia mí, pero no acerté a sujetársela. Recuerdo que apenas le rocé los dedos. Entonces, desfallecido, la dejó caer. Instintivamente puse las manos a un lado y a otro de su cuerpo y me incliné hacia él, porque comprendí que quería hablarme. No me atreví a tocarlo. En aquel momento, sin dudarlo, sin ningún heroísmo (como el que acepta un trueque claramente ventajoso), habría cambiado mi vida por la poca que a él le quedaba.

—Perdóname —logró decir, entre dos esputos sanguinolentos—, perdóname…

Luego, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, vi escapar la exigua luz que aún brillaba en el interior de sus ojos hacia algún lugar improbable por encima y por detrás de sus párpados. En realidad, no llegué a entender del todo lo que estaba pasando hasta ese preciso momento. Se moría mi mejor amigo. El único amigo posible. Se moría la única persona en el mundo que podía de verdad comprenderme. Y lo había matado yo. Por un malentendido. Por un malentendido gigantesco. Más extenso que mi propia vida, o que la vida en general. Un malentendido más grande y más antiguo que el propio mundo. El amigo de mi juventud se estaba muriendo a unos dos palmos de mi rostro, de mis ojos, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Se marchaba y me dejaba allí. Desarmado. Sin odio.

Su cabeza giró levemente hacia un lado. Levanté la vista y vi a alguien asomado a un balcón de uno de los edificios. No recuerdo si era hombre o mujer; si era joven o viejo; pero recuerdo, eso sí, que era una sola persona. (Probablemente, un hombre). Entonces vi el cielo, de un gris azul, casi morado, con algunos mechones blancos, y me pareció completamente ridículo. Algo postizo, como una cubierta de lona, sucia e inverosímil. Una especie de carpa grotesca que usurpaba el lugar del vacío profundo y solemne que yo habría esperado.