Me encantan los animales, amo mucho la naturaleza


A pesar de todo, y por extraño que parezca, esa segunda conversación con Valle en cierto modo me ayudó a serenarme. Me proporcionó una visión más precisa, menos dudosa de las circunstancias. Es decir, de sus intenciones y de mi propia situación. Ahora podía fijar mi posición con más exactitud y desplegar alguna estrategia. Se trataba —supongo— de la paz que nos aporta siempre la certeza, por terrible que esta sea. Ya no había lugar para el engaño: sabía a qué atenerme. Estaba condenado a muerte, así de sencillo. No era una broma, ni una amenaza vana o pasajera, como creí al principio. Valle había hablado como un hombre que está más allá de la desesperación, y nadie puede fingir hasta ese punto. Había verdadera tragedia, sin falsa solemnidad, en cada uno de sus gestos. Su fría demencia —si se trataba de eso— avanzaba lenta pero incontenible hacia mí, como un glaciar. Comprendí que había renunciado a la vida. Así que ahora, si yo quería salvar la mía, debía pedir ayuda. Pero ¿a quién? A Virginia, a mi mujer, por supuesto. Ahora bien, ¿cómo explicárselo a ella? Era ya hora de afrontar un lábil sentimiento: me avergonzaba hablarle de mi conducta con aquella chica, Alejandra, y con el propio Valle. ¿Y si me culpaba a mí de todo? De pronto, esta demencial situación me proporcionaba un claro registro de la distancia que, inadvertidamente, la inercia de un matrimonio demasiado cómodo e insincero había puesto entre mi mujer y yo. Nuestra intimidad física permanecía relativamente incólume (manteníamos relaciones sexuales con cierta frecuencia, aunque algo mecánicamente), pero la confianza mutua estaba mortalmente dañada desde hacía mucho tiempo. Demasiado tiempo. Quizá desde poco después de que naciese Mario. La expectativa de hablar con mi mujer de todo este absurdo asunto me producía una insuperable sensación de angustia. Algo entre el oprobio y el ridículo. Podía recurrir a Francisco. Eso me parecía bastante más aceptable. Menos humillante. Él lo entendería mejor. Y tal vez podría ayudarme.

Alberto Maños, el nuevo gerente de la galería del centro comercial y de ocio Goldmare, se presentó por sorpresa en mi tienda el lunes por la mañana. Tendría unos treinta y cinco años. Era joven, fibroso y casi guapo; aunque una insidiosa alopecia empezaba a hacer estragos en su mata de pelo ondulado y oscuro. Parecía de muy buen humor y, al igual que durante el almuerzo de presentación, fue de nuevo bastante amable y cordial conmigo. Me dijo que se había propuesto visitar todos los comercios a lo largo de aquella primera semana. En la galería hay un total de setenta y ocho tiendas, además de un hipermercado, un multicine, un montón de restaurantes de diferentes franquicias, una bolera, un parque recreativo infantil, una sala de emergencias con servicio médico permanente y varias otras dependencias y ofertas lúdicas que yo ni siquiera conozco. No me extrañó que se hubiera tomado la semana entera para cumplir con su objetivo.

—Tu tienda —acordamos tutearnos nada más iniciar la conversación—… yo la veo como una especie de reducto de naturaleza en un ambiente tan artificial como este… —se rio con ganas de su propia ocurrencia y me dio un golpecito en el codo—. ¡A lo mejor a ti eso te parece una gilipollez!

—¡No! ¡Qué va! Estoy de acuerdo… —reí yo también. De pronto pareció ponerse grave, casi demasiado solemne:

—Es brutal… —ahora movía con aflicción la cabeza, yo no tenía la menor idea de a qué se refería—, brutal… —me miró, sonrió y decidió explicarse—, lo que estamos haciendo con el planeta. Desaparece una especie cada trece minutos, ¿sabes? A mí me encantan los animales… amo mucho la naturaleza.

Le dije que me alegraba conocer su punto de vista sobre un tema tan importante para todos, e hice gala (falsamente) de toda clase de convicciones ecologistas. La verdad es que desde que empecé con la tienda —de un modo bastante casual— he visto a los animales principalmente como una buena oportunidad de negocio. Es cierto, claro, que siempre he sido aficionado a unas cuantas especies —de peces, sobre todo—, pero no soy lo que se dice un ecologista militante, ni he tenido nunca una especial preocupación por el asunto. Alberto Maños dijo estar encantado con su nuevo destino.

—Ya sabes que he venido para que todo siga marchando tan bien como hasta ahora, y, sobre todo, para ayudaros a vosotros en lo que pueda… —anunció con cierta jovialidad justo antes de estrecharme la mano y despedirse muy risueño—: Ya nos veremos por aquí… —a lo cual correspondí con un ridículo (y cuasifascistoide) gesto de mi mano derecha.

Llamé a Francisco ese mismo lunes, por la tarde, y le pregunté si disponía de media hora para mí después del trabajo. Me puso alguna pega al principio, pero ante mi insistencia terminó por aceptar. Así que fui a buscarlo a su despacho, hacia las siete, y tomamos un par de cervezas en un bar cercano.

—Chico… te aseguro que es la historia más brutal que he oído en los últimos años. ¿Y estás seguro de que no lo conozco?

El adjetivo «brutal» presentaba todas las trazas de ir a convertirse, al parecer, en el cargante estribillo de la semana. Y no se podía decir que no fuese una palabra adecuada, por otro lado.

—No. Tú viniste a vivir a Las Zalbias el mismo año en que él desapareció. Conoces a alguno del grupo… Conoces a Manu… —confirmó que lo conocía sonriendo y levantando a la vez un poco el mentón—, pero a Valle no creo que lo conozcas… Ya te he dicho que yo mismo llevaba diez años sin verle el pelo.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

Hice un gesto de impotencia, de perplejidad, con la boca y con los hombros, y me bebí la cerveza que quedaba en el vaso de un solo trago.

—Si lo supiera no estaría aquí hablando contigo… No te estaría pidiendo consejo.

Su réplica fue inmediata, cabal…

—¡Joder! ¡Ve a la policía!

… decepcionante. Tuve que pasar a desgranarle los convincentes argumentos que el propio Valle me había expuesto para disuadirme de tal idea. Le hablé de la indefensión de la sociedad ante quienes actúan por fanatismo o desesperación; de lo muy arduo y engorroso que probablemente resultaría explicar todo aquel embrollo a algún escéptico y desmotivado policía. Evidentemente, estaban demasiado desbordados por las mafias del Este, el terrorismo y la inmigración ilegal como para prestar verdadera atención a un asunto como el mío. Añadí, además, algunos inconvenientes de mi propia cosecha: en cuanto mi mujer se enterase de todo, me vería obligado a darle un montón de explicaciones, y el caso pasaría a formar parte de su arsenal de reproches. Acabaría culpándome a mí de todo. Podía estar bastante seguro de eso.

—Da igual —se encastilló Francisco, irreductible en su opinión como el conserje que sabe, sin resquicio de duda, quién está o no está en cada piso—, tienes que ir. No puedes hacer otra cosa. Mira… —cogió la chaqueta que había dejado en un taburete y buscó su agenda electrónica—, mira… —repitió, sin levantar todavía la vista de la agenda, mientras repasaba la pantalla con el lápiz digital—, mañana yo te llamo por la tarde, ¿de acuerdo? Y vamos a la policía los dos juntos… ¿Te parece…?

Ante tan arrolladora convicción, acabé claudicando.

Pasé la mañana del martes en la tienda, hablando con Mariola de sus problemas personales. Haciendo, más que de jefe o de amigo, de confesor a la antigua usanza. Me preguntaba si en lugar de todos aquellos paños calientes y todas esas palabras de aliento no debería decirle que lo que le había pasado era mucho menos de lo que se merecía, y que si estaba dispuesta a que le sacara del cuerpo la melancolía a base de polvos, todavía estábamos los dos a tiempo. Desde luego, continuó prevaleciendo la alternativa casta y humanitaria. De tanto en tanto, teníamos que parar para atender a algún cliente; y ella, más o menos cada media hora, se escondía para llorar en el reservado.

El martes por la tarde esperé en vano la llamada de Francisco. Estuve a punto de llamarlo yo un par de veces; pero mis hijos y mi esposa me mantuvieron lo bastante distraído —a base, sobre todo, de discusiones entre ellos— como para eludir sin esfuerzo aquel débil impulso. Llegué a la conclusión de que sería mejor darle tiempo al tiempo. (Aunque me daba cuenta de lo peligrosa que podría llegar a ser esa política).

Al día siguiente ocurrió algo que acaparó mi atención durante toda la mañana. Algo completamente inesperado y que parecía exactamente lo que hacía falta para terminar de sacarme de quicio. Al abrir la tienda, Mariola y yo encontramos un sobre que alguien había deslizado por debajo de nuestra persiana de plástico. Tenía el membrete de la galería y lo remitía la secretaria del nuevo gerente. Cuando lo abrí —casi de inmediato—, la mezcla inicial de curiosidad y extrañeza se transformó en un cóctel mucho más explosivo, compuesto de incredulidad e indignación.

A tenor de las quejas que recientemente ha recibido esta gerencia, relativas a las condiciones de higiene de su tienda de mascotas Zoo Amici, sita en la planta 0 de esta galería, me veo en la incómoda obligación de rogarle que subsane cuanto antes las siguientes deficiencias:

Y a continuación podía leerse una larga y absurda lista de insignificantes irregularidades, pequeños fallos que podrían detectarse en cualquier otro negocio de las mismas características, tales como

manchas en el suelo, presencia de insectos, deficiencias en la instalación eléctrica, malas condiciones de algunos terrarios y jaulas, insuficiente control veterinario…

y otras varias tonterías por el estilo. Leyendo aquello, cualquiera podía pensar que mi tienda era una versión hiperrealista y hardcore del arca de Noé. Aquello resultaba injusto y descabellado, a todas luces. El local estaba más que razonablemente limpio, teniendo en cuenta sus características, y durante años apenas habíamos tenido que arrostrar quejas ni denuncias de nadie. ¿Falta de control veterinario? ¡Eso ni siquiera era competencia de ellos, sino del Núcleo Zoológico, en todo caso! Y en el registro apenas faltaba una visita correspondiente al último año… ¿Quién podía habernos denunciado por algo así? Y más importante aún, ¿a quién le preocupaba tanto, y tan repentinamente, que hubiera alguna mínima disfunción en nuestra tienda?

Pero lo mejor eran las últimas líneas de la carta. Justo antes de que el nuevo gerente me rogara comprensión y me dedicase una alambicada y cortés fórmula de despedida, podía leerse la siguiente frase:

Nuestro común entusiasmo por la naturaleza no puede hacernos olvidar el régimen estricto de calidades que debemos exigir a todos los comercios de esta galería.

Era inverosímil: «Nuestro común entusiasmo por la naturaleza…». Grotesco. Una expresión como esa parecía más bien una burla, y estaba fuera de lugar en una carta admonitoria como la que tenía en ese momento entre mis crispados dedos. Cuando Mariola la leyó, se sumó a mi perplejidad:

—Yo creo que este está mal de la cabeza… —fue su comentario. Por supuesto, llamé a Alberto Maños casi inmediatamente, pero no estaba en su despacho. Me dijeron que no pasaría por allí hasta la tarde. Cuando por fin logré hablar con él, la carcajada que soltó me dejó tan completamente noqueado que ya no fui capaz de articular palabra durante varios segundos:

—Oye… ¿estás ahí?

Apenas pude contestar con un par de monosílabos.

—Escucha, Juan, no tiene importancia. De verdad… es una carta tipo. Pura fórmula. Debería haberte avisado por teléfono, ya lo sé. Oye… soluciona esos pequeños detalles y ya está. Asunto olvidado. ¿Quieres?

Intenté enterarme de quién le había proporcionado algunos de los datos más comprometidos, como lo de la falta de una inspección veterinaria el último año, pero él siguió en su línea de quitarle toda importancia al asunto.

—Bueno… uno tiene que tener sus fuentes de información, ¿comprendes? Hay que hablar con todo el mundo. Pero escucha… todo esto no tiene importancia, de verdad. Ninguna. Además, voy a colaborar a tope contigo. Pídeme lo que necesites. Puedo pasarles una nota a los de la limpieza general, si te parece. Mira… ni siquiera te doy un plazo. Haz los arreglos cuando puedas. No te preocupes. Sé que son faltas insignificantes, pero comprende que yo tengo que empezar siendo un poco estricto. Ha habido alguna queja, ¿sabes? De palabra, no por escrito… algún comentario… nada más. Pero no creo que deba preocuparte. Yo no me preocuparía. Avísame en cuanto lo tengas todo en regla y lo archivamos juntos con un par de cervezas, ¿de acuerdo?

Sus palabras no me tranquilizaron del todo. La verdad es que no me tranquilizaron en absoluto, y en otras circunstancias no habría dejado las cosas así. Habría tomado alguna medida. Virginia y yo habíamos recurrido alguna vez a un abogado de la capital para resolver ciertos pequeños problemas legales. Pensé en llamarlo, pero al final no lo hice. No estaba en situación de buscarme más problemas, de manera que lo dejé correr. Decidí confiar en las lenitivas palabras de Alberto Maños. Decidí suponer que había sido su exceso de celo profesional, la responsabilidad de su nuevo cargo, lo que había motivado que escribiera una carta de advertencia tan injusta e infamante.

Ese mismo día, por la tarde, me llamó Francisco. Se disculpó por su olvido y me preguntó si había ido ya a la policía. Esta pregunta me dejó un poco desconcertado. Dudé un momento y luego —no sabría explicar exactamente por qué—, le dije que sí, que ya había ido a la policía, y que ellos se encargarían ahora de todo.

—¡Claro! Bien hecho… ¿Te han dicho si piensan interrogarlo?

—No… no exactamente. Pero…

—¿Estás más tranquilo?

—Sí… me han escuchado…

—¿Lo ves? Venga… llámame si hay novedades.

Después de hablar con Francisco, inmediatamente marqué el número de Valle. Quería saber qué significaba exactamente aquello de que aún tenía «algo de tiempo por delante». Quería decirle, a ese hijo de perra, a ese malnacido de Valle, que era necesario que nos viéramos una tercera vez. No pude hablar con él. Me saltaba el buzón de voz. Tenía el móvil desconectado.