Fin de partida
Después de lo que acabo de relatarle, no le extrañará mucho —no podrá extrañarle, supongo— que la primera semana de noviembre fuese para mí realmente ardua. Y si durante la última de octubre «se habían precipitado los acontecimientos», en aquellos primeros días del nuevo mes fui golpeado por un suceso en particular, un hecho imprevisto de gran calibre, muy difícil de asimilar o interpretar. Después de aquel funesto miércoles de fiebre, mi humor se volvió ineluctablemente sombrío. Ya no podía disimularlo de ningún modo. Me encerré en mí mismo y, a la vez, mi familia empezó a rehuirme. Creo que nunca antes me había sentido tan solo. En casa no hablaba con nadie. (Ni siquiera de fútbol con Mario). Tuve un fuerte choque con mi hija por una verdadera estupidez, una minucia relacionada con el coche. La cuestión de fondo no me sentía ni remotamente capaz de abordarla. Mi esposa se puso de su parte. Así que esa tarde, al final, salí de casa con el propósito determinado —pero cumplido sólo a medias— de emborracharme. Me sentía infinitamente lejos de mis hijos y, sobre todo, de mi mujer. Mi resentimiento, ahora, iba especialmente dirigido contra ella, contra Virginia; aunque no podría haber aducido una razón, una buena razón sólida y concreta que justificase aquella actitud. Seguía pensando que me ocultaba algo. Se me pasó por la cabeza contarle lo de la grabación que había encontrado en el portátil de Victoria, pero era superior a mis fuerzas. Supuse que aquello provocaría una debacle de reproches mutuos y que, después de todo, no nos llevaría a ninguna parte.
Por otro lado, en la tienda la segunda inspección se nos echaba encima, y no dejábamos de tener pequeñas pero continuas complicaciones con proveedores y clientes. Me sentía desbordado y apático. Empezó a tentarme la idea de cruzarme de brazos y ver hasta dónde llegaba el incendio. Quería, sencillamente, no estar en mi propia vida, sino en la de cualquier otro; o incluso en ninguna parte. Comenzaba a pensar en rendirme, en tirar la toalla, cuando los acontecimientos dieron un nuevo giro inesperado. Una especie de golpe de buena fortuna con el que apenas me había atrevido a fantasear, vagamente, después de mi conversación con Valle.
Esa mañana estaba con Mariola y con Marc acondicionando los nuevos acuarios y trasladando a los peces, cuando entró Peter Nielsen (danés de nacimiento, pero afincado en nuestra región desde la infancia) con sus azulones ojos a punto de saltarle de las órbitas y echarse a rodar por el suelo de baldosas de gres porcelánico de mi negocio. Nielsen es el encargado de una heladería del nivel 2 que yo solía visitar con alguna frecuencia. Así que nos conocíamos bastante.
Venía a contarnos algo. Parecía nervioso, muy exaltado.
—¿Lo sabéis ya? ¿No? ¿No os habéis enterado?
Al parecer no. No nos habíamos enterado. Y si venía así de desencajado, estaba claro que debía de tratarse de algo importante. Por lo tanto —sugerí—, ¿quería hacer el favor de tranquilizarse y contárnoslo?
—Maños… Alberto… el gerente… —balbució con una expresión extraña, indeterminada, pero más próxima, me pareció a mí, al júbilo que a la consternación.
—Sí… —dije yo—. ¿Qué pasa con Maños?
Finalmente Nielsen no pudo reprimir una especie de mueca hilarante, casi una sonrisa, justo antes de soltarlo:
—Pues que se ha matado. Esta mañana temprano.
En cierto sentido no era una noticia del todo inesperada, teniendo en cuenta la propuesta de Valle. De hecho, al oír las palabras de Nielsen, pensé inmediatamente en mi desquiciado camarada. ¿Lo habría hecho, finalmente? ¿Se lo habría cargado? Desde el principio me pareció excesivo, inverosímil; pero pensé que no había que descartarlo sin más. Pronto comprendí, sin embargo, que esa hipótesis no encajaba con los datos que nos suministró el propio Nielsen y que me confirmaron otros propietarios y algunos empleados de la gerencia, durante las sucesivas reuniones y conversaciones que mantuve a lo largo de toda la jornada. Al parecer, había sido un simple y fatal accidente de tráfico. Su coche se había salido de la carretera justo en la curva de incorporación a la autopista. Según contaron, voló unos metros y luego rodó por el talud de tierra, para ir a estrellarse brutalmente contra uno de los pilares de hormigón del paso elevado. La muerte, por lo visto, había sido instantánea con el impacto. No quedaban, en aquella historia, demasiados resquicios para el misterio o las hipótesis dudosas. Había sido un accidente. Ni más ni menos que eso.
¿Considera inhumano que yo sintiera, desde el principio, una gran sensación de alivio? No. Creo que no le parecerá inhumano. Reprobable, tal vez. Condenable, incluso. Pero no inhumano. Creo que cualquiera, usted mismo, puede entenderlo. No es que me alegrara de que hubiera muerto (¡yo no pedía tanto!), pero me alegraba mucho de habérmelo quitado de encima, francamente. Pensé que su propio desequilibrio mental debía de haber jugado algún papel en ese trágico desenlace. Sería, probablemente, un conductor temerario. El muy desgraciado no estaba bien de la cabeza y, de cualquier manera, habría terminado mal antes o después, estaba seguro. Sin embargo, desde su puesto aún podía haberme complicado mucho la vida, de no haber fallecido en aquel lamentable —pero al mismo tiempo, para mí, afortunado— accidente. Así son a veces las cosas. Esto ocurrió el jueves 6 de noviembre. Varias circunstancias cambiaron, después de esa fecha, bastante brusca e inesperadamente.
El martes de la semana siguiente superamos sin problemas la segunda inspección; y dos días más tarde nos comunicaron que la denuncia había sido retirada. Después de aquello, la tienda empezó a marchar sobre ruedas bien engrasadas. Dejó de producirme incordios de ningún tipo. Incluso aumentaron un poco las ventas —cosa lógica, por otro lado, en aquellas fechas—. La Navidad se vislumbraba ya en el horizonte; y los primeros adornos empezaron a llegar a algunos de los comercios de la galería Goldmare. Sólo una preocupación me impedía respirar a pleno pulmón aquellos vientos tan saludables. Esa preocupación, por supuesto, se correspondía con cierto apellido convertido en apelativo, y luego casi en nombre de pila. Valle.
El jueves (13) me decidí a llamarlo. Di con él al primer intento. Un poco precipitadamente, le conté lo de Alberto Maños. Reaccionó sin sorpresa aparente. Más en serio que en broma, le pregunté entonces si él había tenido algo que ver. Lo negó, aunque sin ningún tipo de énfasis. Había algo extraño en su voz. Una mezcla de premura y ausencia, de prisa y desidia, como si estuviera viendo una película interesante y lo hubiese sorprendido en un momento crucial. De hecho, no tardó en cortar la conversación:
—Ahora no puedo hablar contigo, ¿sabes? Tengo algo importante que hacer. Puede que nos veamos pronto. Puede que yo… te llame pronto —y después de decir eso, sin esperar mi réplica, cortó la comunicación. ¿Qué significaba? ¿Había cambiado algo en su vida en aquellos últimos días? ¿Me había indultado, acaso? ¿O, al contrario, estaba decidido a cumplir su amenaza de manera inminente? Un lunático había desaparecido, sí, pero todavía quedaba otro. Y su amenaza era la más preocupante, sin duda. Por otro lado, su reacción respecto al asunto Maños resultaba como mínimo sospechosa. Sin embargo, si realmente lo había matado, ¿por qué no decírmelo? Eso habría ido bien con su juego. Habría servido para atemorizarme más. No tenía sentido que lo negara. Salvo que temiera caer en una trampa. Es inextricable la lógica que gobierna una mente perturbada. No era difícil, pensé, ya se me había ocurrido antes—, trucar el motor de un coche para provocar un accidente. No muy difícil. Además, Valle conocía el nombre completo de Alberto Maños; y sabía también dónde trabajaba. ¿No le había contado yo todo eso un par de semanas atrás? Por lo tanto, él disponía de todos los datos que habría necesitado para perpetrarlo.
No es fácil mantener la cordura cuando todo se disloca a tu alrededor. Las cosas habían mejorado para mí, era cierto. El negocio ya no daba problemas y, por otro lado, empezaba a recuperar cierto grado de comunicación con mi familia. Sin embargo, por supuesto, no podía borrar de mi mente, sin más, la idea de que un viejo amigo me había llamado después de diez años de ausencia y me había amenazado de muerte en un café de mi ciudad, entre ancianitas y niños que sorbían con pajita batidos de chocolate. ¿Qué debía hacer, entonces? ¿Olvidarme de aquello? ¿Confiar en que fuese una especie de delirio pasajero? ¿Esperar a que él viniese una tarde a buscarme a mi casa, a mi negocio, para explicármelo todo o, por el contrario, para matarme? No parecía muy sensato. Aunque era lo que en la práctica estaba haciendo.
Tampoco me ayudaron mucho los rumores que se desataron en la galería sobre la muerte del joven gerente. Algunos decían que la policía estaba investigando intensivamente el caso. Aseguraban que su coche había sido enviado a un taller dirigido por peritos, para determinar con precisión las causas del accidente. Por lo visto sospechaban algo. No presté demasiada atención a esos chismorreos y procuré seguir con mi vida, enterrando debajo de una lápida sin nombre, en algún sitio frondoso y bien abonado de lo más recóndito de mi memoria, la personalidad ecológicamente lamentable de Alberto Maños.
El espejismo de bonanza y de buena fortuna empezó a resquebrajarse —antes de hacerse añicos y convertirse en cristal crujiente bajo mis zapatos— el sábado 15 de noviembre, en el preciso momento en que mi mujer me sorprendió con el anuncio de que ella y los niños iban a pasar el fin de semana fuera de casa. Sucedía que la había invitado a su finca de la sierra Ernesto Griñán. Más allá de que la invitación fuese dirigida exclusivamente a ella, lo peor del caso era que el tal Griñán había estado saliendo con Virginia, durante año y medio aproximadamente, poco antes de que yo la conociera. Había roto con él apenas unas semanas antes de empezar a salir conmigo. Que yo supiera, por otra parte, llevaban años sin verse ni mantener contacto alguno; lo cual, a mi juicio, volvía todo aquello mucho más incomprensible.
—El otro día Susana y yo nos encontramos con él en el Club Náutico —me explicó cuando le expuse mis perplejidades— y nos invitó a las dos a pasar un fin de semana en su finca. A las dos… Lo que pasa es que Susana no puede venir. Ya sabes los problemas que tiene con su padre. Acabo de llamar a Ernesto para preguntarle si no le importa que vaya yo con los chicos…
Me sentía frustrado y humillado. La situación me parecía tan anómala que no sabía ni por dónde empezar a impugnarla. De entrada, resultaba muy extraño el hecho de que nuestros hijos no tuvieran otros planes para ese fin de semana. Y, por otro lado, ¿qué pasaba conmigo? ¿Era acaso lógico el que me anunciasen de pronto que se marchaban aquella misma mañana, sin haberme dicho antes ni una palabra?
—A los chicos les encanta la montaña, ya lo sabes. Les he contado que Ernesto tiene caballos en la finca… No es tan extraño que quieran venir. Siempre te estás quejando de que no tienes tiempo ni tranquilidad para tus cosas. Bien… pues este fin de semana te dejamos la casa enterita para ti. Deberías estar contento, ¿no? Además, volvemos mañana mismo… por la tarde, o como mucho por la noche. No creo que tengas derecho a montarme un número.
—Pero Ernesto Griñán no es un amigo cualquiera —protesté, inflamado por un sentimiento de justa indignación—. ¡Es un antiguo novio tuyo!
Virginia se rio de mis quejas y murmuró algo que no entendí, mientras cerraba casi de un solo tirón la cremallera de la bolsa grande de viaje. Su actitud me pareció ofensivamente semejante a la de alguien que estuviera hablando con un niño pequeño.
—¡Por favor, Juan! Esa, precisamente, debería ser para ti la mejor garantía… ¿Crees que voy a arrojarme en sus brazos después de veinte años? ¿No ves que esa es una idea ridícula? Salimos unos meses cuando éramos universitarios… Fin de la historia. Ahora él también está casado. Su mujer también estará allí, supongo… ¿Quieres dejar ya de preocuparte? No creo que tengas ningún motivo. Ninguno.
Acabé cediendo, por cansancio. Por hastío y por cansancio. No me encontraba en condiciones de lanzar ninguna clase de órdago. No aquella mañana de sábado. Me dolía un poco la espalda. Todavía no había desayunado. Y quizás ella tuviera razón. Después de todo, ¿no me convendría un fin de semana de reclusión en casa y de absoluta calma? Intenté convencerme de que me estaban haciendo un favor. Los despedí desde el jardín, con los brazos cruzados. Apenas levanté tímidamente una mano cuando se activó el mecanismo de apertura de la verja, con su odioso gaznido eléctrico, y Virginia hizo sonar levemente el claxon, dos veces muy seguidas, con intención —me pareció— más bien burlona.
—¡Adiós, papá! —gritó Mario a través de su ventanilla. Me seguía pareciendo increíble que los chicos no tuvieran otros planes, pero pensé que era inútil darle más vueltas al asunto. Creo que había renunciado ya, a esas alturas, a cualquier intento de controlar mi propia vida más allá de lo estrictamente necesario para la supervivencia, así que estaba dispuesto a dejarme llevar por la corriente, limitándome a esquivar los remolinos más peligrosos y las piedras más puntiagudas.
Entré. Cerré la puerta. Me sentía derrotado y aliviado al mismo tiempo. Dediqué toda esa mañana a leer; para comer, me preparé un congelado de pollo con verduras. Ocho minutos de sartén. Por la tarde salí a dar un largo paseo. Vivimos —o vivíamos— en la parte norte de Las Zalbias, y muy cerca tenemos una buena pinada. Estuve vagando por allí casi una hora. Luego, regresé a casa y me duché. Lo cierto era que no me estaba sentando nada mal aquella imprevista jornada de soledad. Cené frugalmente. Me fui a dormir pronto y el domingo me levanté más temprano de lo que solía. Dediqué la jornada, más o menos, a las mismas ocupaciones que la anterior. Virginia y los chicos regresaron a eso de las siete. Lo habían pasado bien, a juzgar por su buen humor y por lo muy poco que me contaron.
Esa misma noche, cuando estábamos a punto de acostarnos, traté de hablar con mi esposa acerca de nuestra relación, de nuestra familia, de nuestras vidas. Pensé que era importante, ineludible incluso, rehabilitar nuestros deteriorados canales de comunicación. Intenté hacerle comprender que la rutina y la desidia estaban corroyendo —me parecía a mí— los cimientos de nuestra convivencia y de nuestro matrimonio.
—No seas tan dramático, por favor —me interrumpió ella, propinándome un par de cachetes en mi nalga izquierda mientras pasaba a mi lado camino del cuarto de baño—. ¿No será que todavía estás un poco enfadado porque Ernesto no te ha invitado a su finca?
La puerta del baño había quedado parcialmente abierta mientras Virginia se entregaba a uno de sus esmerados lavados faciales. Yo permanecía de pie en el dormitorio, con el pijama puesto, haciendo ridículos gestos con las manos en un patético esfuerzo por encontrar las palabras precisas que me permitieran activar sus entumecidos mecanismos de comprensión.
—No es lo de hoy. No se trata de eso… Por lo menos no sólo de eso. ¿No te das cuenta de que ya nunca hablamos de nada importante? ¿No te das cuenta de que prácticamente no hablamos en absoluto?
—¡Vaya! —dijo ella en tono jocoso y mirándome de pronto con la cara sorprendentemente llena de pequeñas burbujitas blancas—. ¿No es esa una queja típicamente femenina? Debes de ser el único hombre de este pueblo que se lamenta de que su esposa no se comunica suficientemente con él… Además… —Virginia abrió el grifo del lavabo para quitarse el gel especial de la cara—, además —repitió al cabo de unos segundos, una vez terminada la operación, mientras se secaba con la toalla—, yo no creo que sea cierto que no hablemos, cariño. No lo creo. De hecho, recuerdo que no hace mucho te quejabas más bien de lo contrario…
—Me refiero a hablar de verdad… del rumbo de nuestras vidas, de nuestros hijos. ¿Cuándo fue la última vez que hablamos del futuro de nuestros hijos?
—¿Quieres decir que yo no me preocupo por ellos? Te recuerdo que cuando tienen algún problema serio a la que vienen a buscar es precisamente a mí —arguyó, en un tono bastante más beligerante que el que había mantenido hasta entonces. Pero por lo visto no se trataba más que de enseñarme un poco los dientes; porque inmediatamente volvió a cambiar de registro y a mostrarse mucho más conciliadora—. Ya sé que deberíamos hablar más a menudo, cielo. Sé que tienes razón. No es que no me dé cuenta de lo que quieres decir. Pero es que hablas como si yo nunca lo hubiera intentado, y eso me molesta un poco, ¿sabes?, porque estuve esforzándome durante mucho tiempo, y tú ni siquiera te dabas cuenta. Podemos intentarlo otra vez, claro. Lo que pasa es que no has elegido la mejor noche del año: mañana tengo una reunión en el periódico, a primerísima hora; pero te prometo… —Virginia se acercó a mí sonriendo y contoneándose—, te prometo que el próximo fin de semana te lo reservo entero… ¿De acuerdo, marinero? Ahora vamos a dormir. El próximo fin de semana habrá palabras y… si quieres, algo más que palabras…
Mi mujer era una espléndida actriz cuando se lo proponía. Y se lo proponía bastante a menudo. Aquella actitud insinuante me pareció más o menos verosímil, más o menos sincera, precisamente porque como interpretación resultaba demasiado torpe y poco convincente. Supuse, en conclusión, que aún existía alguna posibilidad de recuperar nuestra perdida intimidad, ahora que las circunstancias parecían algo más propicias. O al menos, no tan desfavorables. Pensé que tal vez el fin de semana siguiente sería la ocasión de hablar largo y tendido; e incluso de ponerla al día respecto del «caso Valle», informándola por fin de todos los quebraderos de cabeza que ese asunto me venía acarreando. Recordé —ya en la cama y con la luz apagada— que no habíamos hecho el amor desde hacía un mes por lo menos. En concreto, desde aquel día de octubre en que la acompañé a la inauguración de una exposición y me paseó ante sus amigos (periodistas, artistas, intelectuales de toda laya) como podría haber paseado a un caniche en un concurso canino. Ciertamente, había mucho de que hablar entre nosotros. Y tal vez —se me ocurrió, antes de sumergirme en un sueño espeso y reparador, como un terapéutico baño de lodo—, tal vez todavía no fuera demasiado tarde.
Al día siguiente, el lunes, después de comer fui a la asesoría que dirige mi hermano en la capital. Tardé media hora en llegar desde el centro comercial. Por aquella zona, muy próxima al centro de negocios, estaban levantadas la mitad de las calles. El ruido, incluso con las ventanillas subidas, era realmente insoportable. Dejé el coche en la octava planta de un aparcamiento público. Había llamado a mi hermano una hora antes por teléfono, desde la tienda, para preguntarle si podríamos vernos aquella misma tarde, aunque fuese sólo unos minutos. Le dije que era importante. Aceptó, aunque a regañadientes. Hablamos durante tres cuartos de hora en su despacho, interrumpidos continuamente por su teléfono móvil, por el teléfono fijo y por no sé cuánta gente que llamó a la puerta a lo largo de nuestra conversación para preguntar algo o para poner sobre la mesa del jefe algún documento que requería urgentemente su firma.
—No lo entiendo. No sé qué quieres que te diga, Juan. Todos tenemos problemas así. Me estás hablando del mal de nuestro tiempo. ¿Cuántos años lleváis casados Virginia y tú? ¿Dieciocho? Mira… si ella quiere ir a ver a un antiguo novio, pues que vaya. Las mujeres hacen cosas así cuando se aproximan a la menopausia. ¿A ti qué te importa? No hagas montañas de granos de arena. Búscate algo tú. No sé… No tenéis por qué seguir juntos. Vuestros hijos ya están criados, ¿no? Lo soportarán, igual que lo soportaron los míos… Entiéndeme bien… No es que te anime a divorciarte ni nada de eso. O que tus problemas no sean importantes… Pero es como si me hablas del cambio climático, del fin de las reservas de petróleo… Son cosas que están ahí. Todo el mundo lo sabe, pero nadie tiene una verdadera respuesta. Hay paliativos, nada más.
Mi hermano engordó al dejar el tabaco y ya no ha vuelto a bajar de peso. Es sólo cinco años mayor que yo, pero parecen quince o veinte, a mi juicio. Supongo que, además del peso, tiene algo que ver el hecho de que apenas le quede pelo en el cráneo. En su despacho hay un acuario instalado por mí. Además, tiene sobre la mesa —junto al portátil y a un montón de carpetas con el membrete de la asesoría— una de esas espirales de fantasía que parecen dotadas de un movimiento imposible y perpetuo.
—No es sólo eso, Manuel. No se trata sólo de eso —intenté explicarle—. No te hablo únicamente de dificultades en mi matrimonio. Son… también son otras muchas cosas No sé… Es verdad que mis hijos ya están criados. Y ahora se han vuelto unos completos desconocidos para mí. Estoy solo, ¿sabes? Completamente solo. Y de pronto me he dado cuenta de que mi vida no va a ninguna parte…
—¡Pues claro que no va a ninguna parte! —me interrumpió, bastante exaltado, soltándose el nudo de la corbata—. Por supuesto que no va a ninguna parte. La vida de nadie va a ninguna parte, ¿no lo sabías? Esto es lo que hay, Juan. Son habas contadas. Y más vale que empieces a madurar y a aceptarlo. A ti siempre te ha gustado irte por las ramas. Mira… aparta de ti todas esas inquietudes inútiles. La tienda va bien, ¿no? Tu mujer hace su vida y no parece que esté intentando joderte de ningún modo, por lo que me cuentas. ¡Pues haz tú la tuya! No te la compliques con preguntas sin respuesta. Si quieres… haz algún curso de new age… Por Dios, Juan, no lo sé… toca el sitar… practica sexo tántrico… cultiva bonsáis… tírate a esa empleada tuya que te gustaba… ¿Cómo se llamaba? ¿Mari Loli…?
Salí de aquel edificio con la sensación de que tenía una olla de acero inoxidable encajada en la cabeza y alguien había intentado perforarla, sin éxito, usando una taladradora. Desde luego, había sido un error intentar hablar con mi hermano. Y un doble error intentarlo en su despacho.
Volví a Las Zalbias por la autovía. Durante la media hora del recorrido escuché el segundo acto de La Traviata. Era ya de noche cuando entré en casa. Los chicos me dijeron que no sabían nada de su madre. Victoria se ofreció a prepararme algo de cena. Le dije la verdad: que no tenía hambre. Cuando Virginia regresó a casa, cerca ya de las doce, me encontró dormido delante de la televisión. No se extrañó lo más mínimo. Se limitó a despertarme tocándome en el hombro, y a recordarme que al día siguiente debería encargarme yo de llevar a Mario a gimnasia correctora. Luego añadió bostezando que había tenido un día difícil y que se iba inmediatamente a la cama.
El miércoles de esa semana volvió a ocurrir algo totalmente inesperado. Serían las seis o las siete de la tarde. Teníamos la tienda llena de gente. Mariola, Marc y yo no dábamos abasto. Intentaba encontrar la forma de convencer a una señora, bastante metida en años, de que no existía ese canario sublime que ella andaba buscando, pero que bien podría reportarle muchas satisfacciones alguno, cuidadosamente escogido, de entre el medio centenar que teníamos allí, repartidos en dos grandes jaulas sobre la urna de cristal de las iguanas… En ese momento preciso fue cuando distinguí el rostro de Valle, por detrás de las cabezas de los clientes que se agrupaban entre el mostrador principal y la puerta de la tienda. No le sorprenderá mucho que le confiese que me dominó un ataque de terror paralizante. No había modo de escapar, y tampoco tenía con qué defenderme. Si Valle venía a cumplir su promesa, entonces yo ya estaba muerto, y aquella necia conversación sobre canarios habría sido la última de mi vida.
Pero Valle no venía a matarme, ni mucho menos, sino a decirme que deseaba hablar conmigo de algo importante, en cuanto yo dispusiera de diez minutos para atenderlo. Por supuesto, me dirigí inmediatamente a Mariola y le rogué que se ocupara de la señora de los canarios, la cual pareció bastante molesta ante mi defección. Mariola, por su parte, me miró extrañada —repasó a Valle de arriba abajo y de abajo arriba—, cuando le advertí que debía ausentarme un momento para resolver un asunto urgente.
Hablamos en un lugar muy concurrido, junto a las escaleras mecánicas, debajo de la gran cúpula de cristal translúcido del nivel 0. Había algo extraño en su rostro, una expresión de placidez ligeramente soñolienta, como si después de varios días de duro trabajo, la noche anterior hubiera dormido en exceso. Tenía el pelo más revuelto que de costumbre y —esto era lo más insólito de todo— flotaba en sus labios, en el rictus relajado de su boca, una especie de seráfica sonrisa.
—Todo ha cambiado, Juan —me dijo solemnemente, con una mirada profunda, a la vez oscura y brillante—, no puedes imaginarte cuánto ha cambiado todo para mí estos últimos días. Soy un hombre nuevo, y vengo a pedirte perdón. Perdón por… por mi locura.
Entonces, me reveló algo inaudito. Me dijo que había sufrido una auténtica catarsis, una verdadera y completa transformación espiritual.
—Sé que te va a costar creerlo —me advirtió al observar (supongo) mi expresión atónita—, pero ya no estás hablando con el hombre amargado y resentido que vino a Las Zalbias cargado de odio y de desesperación… Ya no soy el hombre que llegó a amenazarte de muerte. Soy un hombre distinto, Juan. Lo que yo creía imposible ha sucedido. Y me ha pasado a mí. ¿Lo entiendes? Ahora puedo dar testimonio de que esto es lo único verdadero. Ahora sé que la mentira era todo lo demás.
Bajo la gran cúpula de cristal de la galería Goldmare, rodeados por la gente que entraba y salía de las tiendas, o subía y bajaba en los ascensores transparentes con forma de diamante, haciendo sus primeras compras navideñas, Valle me habló de Jesús y de su redención. Me habló de su gran sacrificio por todos los hombres de todas las razas y de todas las edades, y de su predilección por los más extraviados y doloridos. Aquella tarde, con una especie de mal reprimido fervor —el cual yo no pude interpretar más que como un nuevo e inesperado fruto de su demencia—, Valle me habló de Dios. Según él, había sido salvado y se había convertido a la verdad eterna e imperecedera de Cristo, nuestro redentor, gracias al auxilio y a la caridad de una mujer. No podía creerle. No creía una palabra de lo que me estaba diciendo. Mi encallecido escepticismo se había transformado —especialmente después de lo ocurrido durante aquellas últimas semanas— en una especie de sólida y rugosa coraza invisible segregada por mi cerebro, como la costra que recubre una herida cicatrizada, aunque mucho más resistente. Me limité a escucharlo en silencio.
Por lo visto, la propietaria del motel Azarbe era una cristiana anabaptista, absolutamente entregada a la causa de Jesús y a la salvación de las almas perdidas. Al parecer, con gran habilidad psicológica e inagotable paciencia y comprensión, había logrado aproximarse a Valle, venciendo sus iniciales resistencias. Mantuvo con él varias conversaciones vespertinas, que se prolongaron en algún caso hasta una hora muy avanzada de la noche.
—Ella tiene un don —me dijo Valle—, es un don extraordinario. Su sentido del humor, su inteligencia… no sabría cómo describírtelos…
Me pregunté si aquel lunático no se habría enamorado; pero a tenor de lo que me contaba se trataba de algo bien distinto. Ella lo había convencido, por fin, para que la acompañara a una de las reuniones de su congregación.
Respecto a lo que ocurrió en el curso de aquella celebración —a la cual asistió más bien por curiosidad, según me confesó—, respecto a lo que pudo suceder en aquel salón al que Valle acudió acompañado por María Eugenia (así se llamaba ella), no supo decirme más que había sido algo sencillamente milagroso, en el sentido literal de la expresión.
—Ya hablaremos más despacio, si tú quieres —me prometió—, y entonces te contaré lo que ocurrió aquella tarde. No puedo resumirlo en pocas palabras… ni creo que sepa explicártelo tampoco con muchas —consultó su reloj y me dijo que tenía que irse. Añadió que esperaba que yo supiera perdonarlo por sus anteriores extravíos. Me expresó su deseo de que siguiéramos en contacto, siempre que yo no decidiera darle la espalda; lo cual, por muy doloroso que resultase, dijo, fácilmente comprendería.
Noté que estaba a punto de darme un abrazo, así que retrocedí un corto paso y extendí la mano, para resolver cuanto antes el expediente de nuestra despedida.
—Me alegro mucho… por ti —fue lo único que pude decir en aquel momento. Valle estrechó mi mano entre las dos suyas, prolongadamente, rogándome una vez más que lo perdonara.
—Ahora —añadió con emoción— ya soy libre para amar y ser amado.
Regresé a la tienda en un estado de confusión agónica. Casi de inmediato, había asumido la plena convicción de que Valle mentía, o bien se había vuelto definitivamente loco. Y si esto último era cierto, supuse, entonces probablemente sería más peligroso que nunca. Ahora me avergüenza tener que admitir que fue una reacción evidentemente paranoica por mi parte, aunque por otro lado no me parece del todo injustificable. Existe una determinada y posible combinación de circunstancias para arrastrar a cada hombre a su propia y particular forma de locura; y nadie, por sólidamente constituido que esté su carácter, se encuentra completamente a salvo de eso. Nadie.
Los días siguientes fueron algo semejante a estar medio borracho a bordo de un barco carguero, sucio y corroído, que naufragase en medio de una gran tormenta, y del cual yo fuera el único tripulante.
Por la mañana, el jueves, intenté hablar con Francisco, pero no hubo forma de dar con él en todo el día. La primera vez que lo llamé al móvil, poco antes de la hora del almuerzo, no lo cogió. Y más tarde, empezó a saltar directamente el contestador automático. Lo llamé también a la oficina, por la tarde, y su secretaria me dedicó una serie de prolijas explicaciones que me olieron a mentira precocinada y me hicieron sospechar, por primera vez, que Francisco deliberadamente me estaba evitando.
El viernes 21 de noviembre, al volver a casa, hacia las siete, la encontré deshabitada e inhóspita. Había un montón de platos en el fregadero, las camas sin hacer y las persianas echadas… Era algo raro, ya que los viernes solíamos coincidir allí todos. Virginia me llamó a las ocho para advertirme de que había quedado con Susana en el hospital porque acababan de ingresar otra vez a su padre. Me dijo que pensaba quedarse con ella hasta bien entrada la noche, y que no valía la pena que la esperase para cenar. También me anunció que Mario iba a pasar el fin de semana en casa de un amigo y que Victoria había salido y probablemente no regresaría hasta la mañana siguiente. Casi no me dio la oportunidad de pronunciar una palabra. Tampoco tenía mucho que decir, la verdad, y además me atormentaba una especie de permanente y lejano ruido sibilante, como de turbinas, dentro de mi cráneo. Se me pasó después de permanecer tumbado unos veinte minutos. Entonces, me levanté y cené algo de lo que pude encontrar. No me podía quitar de la cabeza el asunto de la inaudita conversión de Valle. Recordé un extraño comentario suyo (durante la primera de nuestras recientes conversaciones, la del café Arrecife) relativo al Libro de Job. Aunque ni Virginia ni yo éramos religiosos, había en casa una Biblia. Teníamos gran cantidad de libros, en realidad. Puede que no sea el pasatiempo más típico del propietario de una tienda de mascotas, pero lo cierto —y creo habérselo dicho ya—, lo cierto es que siempre he sido un lector constante. Incluso voraz. Más que Virginia, creo, aunque ella ostentase la titularidad intelectual de la familia. El caso es que aquella noche estuve leyendo. Primero el Libro de Job. Luego otros libros. Recordaba el dato de que aquella pieza del Antiguo Testamento era obra, como mínimo, de dos autores distintos. Quise confirmarlo. Eso me condujo a un segundo volumen, y algo que leí en él me llevó a un tercero. Me dediqué a rebuscar en mi biblioteca con un frenesí semejante al de un cerdo que hoza en la tierra, estimulado por el aroma de una trufa que no encuentra. La trufa que yo ansiaba, supongo, era la de la perfecta comprensión, la del conocimiento final. Aquel que debería permitirnos descansar y exclamar: «Así que esto era todo…».
Antes de irme a dormir, conecté el portátil para rastrear en internet el nombre del autor de cierto libro titulado Trivialidades. Virginia me lo había regalado hacía ya varios años, pero todavía no lo había leído. Lo firmaba un tal R. Balazay. No tenía la menor referencia acerca de él. Al menos una docena de veces me había propuesto averiguar de quién se trataba, reunir alguna información sobre su trayectoria, pero siempre se cruzó alguna distracción en mi camino que me apartó de ese leve propósito. Aquella noche, sin embargo, decidí que no me iría a la cama sin indagar el opaco perfil del autor de Trivialidades. Se trataba de una colección de cinco relatos de diversa extensión y de temática, al parecer, más bien fantástica. Enseguida accedí a algunos datos elementales sobre R. Balazay. Entre ellos, el de que había muerto —alcoholizado y en la ruina— apenas cuatro años atrás, después de que quebrara la publicación cultural que dirigía, una revista llamada Architeuthis. En una de las entradas di con uno de sus cuentos, y ya no pude reprimir la curiosidad. Me asomé a las primeras líneas, sin otra intención que la de realizar una pequeña cata de su prosa, pero acabé leyéndolo completo. Me impresionó porque me pareció detectar cierta extraña, cierta oblicua relación con las circunstancias de mi propia vida. El relato se titula «El recurso del arpón». Es fácil copiarlo aquí. Así que puede juzgar usted mismo.
Nadie ha venido hoy a retirar la bandeja del desayuno. A esos malvones que veo a través de la ventana, delante del muro, hace ya una eternidad que les está dando el sol por el mismo lado, como si el tiempo se hubiese detenido o no existiera. Entre las hipótesis que barajo, no es la más improbable —tampoco la más desconsoladora— la de que ya esté muerto. La frontera entre lo vivido y lo soñado se ha tornado para mí demasiado difusa, pero aún puedo evocar con alguna claridad ciertos sucesos ocurridos en los primeros días de un marzo muy lejano, sucesos cuyas consecuencias tal vez me abocaron a esta situación. No es difícil, sin embargo, que al hacerlo confunda o transforme en parte los hechos.
Empezaré por decir que yo vivía bajo uno de esos regímenes burocráticos que el mundo conoció durante el siglo XX, después de las dos grandes guerras. Mi profesión: investigador de la policía. Fui enviado a la isla de Tobrkian para esclarecer un homicidio. No se me informó de la razón por la que se me había asignado aquel caso, en cuyas primeras diligencias ni siquiera había participado. Tan sólo conocía el nombre de la víctima: Murian Helsrick.
El viaje en el trasbordador, bajo una acerada cúpula de nubes, vino a durar unas dos horas. La misma tarde de mi llegada al puerto de Tobrkian me entrevisté con la máxima —en realidad la única— autoridad del lugar: el alcalde del pequeño pueblo de la isla. En cuanto me identifiqué y le expliqué el motivo de mi visita, afloró enseguida cierta anomalía que, de entrada, podría haberme parecido incluso cómica; de no ser por los aciagos presagios que lastraban mi corazón, y por ciertas extrañas ideas que habían asaltado mi pensamiento, estremecido por el apabullante abrazo del mar durante la travesía.
—No, no… —dijo aquel hombre desgarbado y prematuramente calvo, cortando mis explicaciones—, tiene que haber algún error. Aquí no ha habido ningún asesinato, se lo aseguro. Además, no hay nadie que se llame como usted dice. Uno de nuestros vecinos se llama Murian: Murian Helssik; pero, que yo sepa, se encuentra perfectamente.
Desde luego, lo primero que le pedí a continuación fue que me llevara ante aquel sujeto. Lo hizo de inmediato. Entonces, yo mismo pude comprobar que el hombre tenía, en efecto, un aspecto demasiado saludable para tratarse de una víctima de homicidio. A pesar de mi familiaridad con la manera en que funcionaban las cosas en nuestra democracia popular, e incluso conociendo las anécdotas extravagantes que las rígidas y complejas rutinas de nuestra burocracia estatal producían continuamente, todo aquel extraño malentendido superaba cualquier cosa de la que hubiese tenido noticia hasta entonces.
El Departamento me había reservado una habitación en un pequeño hostal. El lugar era acogedor y estaba aceptablemente limpio. Como era ya demasiado tarde para tomar ninguna otra iniciativa, me instalé allí; deshice mi equipaje y me dispuse a pasar mi primera noche en la isla.
Por la mañana telefoneé a mi superior, el comisario Vandémek, y le informé de la situación. Para mi consternación, él insistió en que se había denunciado un asesinato en Tobrkian. Dijo que no era posible que las autoridades locales no tuviesen conocimiento del asunto, puesto que eran ellos mismos quienes habían informado a la Dirección General de la Policía; y añadió que, en todo caso, yo debería permanecer en la isla hasta que se hubiese aclarado todo. Sabía que su mandato resultaba inapelable, así que me armé de paciencia y me dispuse a esperar.
Dediqué la mañana a recorrer el pueblo y sus alrededores. Supe por el alcalde —Antón Haissech era su nombre— que no había censados allí más de mil habitantes. Decidí entrevistarme con algunos de ellos. Comprobé que nadie había oído hablar de ningún crimen reciente. Me aseguraron que no se había producido un óbito en la isla desde hacía ya varios meses. De modo que mis pesquisas no sirvieron para ninguna otra cosa que no fuese confirmar lo inadecuado o lo superfluo de mi presencia allí.
A mediodía telefoneé a mi esposa. Todo aquel despropósito habría resultado para mí algo más llevadero de haberse mostrado Olga más comprensiva. Pero puso el grito en el cielo en cuanto le dije que debería pasar en Tobrkian alguna noche más. Nuestro matrimonio, debo decirlo, estaba atravesando una grave crisis. Los médicos nos habían dicho que no podríamos tener hijos, y eso la había sumido en una depresión que a duras penas estaba empezando a superar, no sin el auxilio de fármacos. Traté de convencerla de que estaría de vuelta en casa antes de que advirtiese realmente mi ausencia, pero ya no atendía a razones. Empezó a sollozar y a decirme que no la quería.
—Si todo es un error —argumentaba—, nadie te puede culpar porque vuelvas y lo expliques aquí… ¿Qué sentido tiene que te quedes en esa isla para investigar un crimen que no se ha cometido?
Olga tenía razón, claro, pero ella no comprendía el modo en que funcionaban las cosas en nuestro Departamento. Cuando amenazó con llamar directamente a mis superiores, el pánico me dominó, y fui yo el que empezó a perder los estribos. Le dije que no se le pasase por la cabeza llevar a cabo tal acción. Le grité que mi carrera, y nuestro porvenir entero, estarían en peligro si ella hacía una cosa semejante. Pero no me escuchaba. Ya no llegó hasta mí ninguna palabra inteligible; ningún sonido articulado. Tan sólo su llanto torrencial, hasta que colgó.
¿Será necesario explicar que yo estaba enamorado de mi esposa, y que no era capaz de concebir mi vida sin ella? Sabía, por otra parte, cuánto me necesitaba, y conocía su precario equilibrio mental; pero también debo precisar que, dadas las circunstancias que reinaban en nuestro país durante aquellos años, no podía ni pensar en desobedecer una orden tan clara y terminante como la que había recibido.
De modo que pasé mi segunda noche en Tobrkian entre pensamientos torturados y enrevesadas elucubraciones, dando vueltas en la cama, tratando de imaginar alguna explicación posible para un error tan insólito como el que me mantenía encadenado a aquella roca. A la mañana siguiente, la encargada del hostal llamó a la puerta de mi cuarto para avisarme de una llamada: Vandémek al teléfono. Me explicó que estaba haciendo todo lo posible para averiguar qué clase de confusión se había producido, pero no me prometió nada concreto acerca de mi regreso. Añadió que, entretanto, debía emplear el tiempo en realizar todas las averiguaciones que pudiese sobre el lugar y sus habitantes. En especial acerca de ese tal Helssik o Helsrick, o como se llamase el individuo en cuestión. Le aseguré que así lo haría, y le pedí que, por su parte, acelerase todo lo posible las gestiones para resolver aquel embrollo. Se despidió de mí con unas palabras de aliento que me sonaron huecas.
Poco antes del mediodía volví a visitar a Helssik; un pescador de bajura, hombre recio, de mediana edad, con fama de solitario y de bebedor. Vivía en una casa apartada, cerca del puerto. Se trataba de una tosca vivienda, enjalbegada, con tejado de pizarra, construida sobre una loma árida que dominaba la pequeña ensenada. Me recibió con una reluctancia que juzgué comprensible. Los ojos vidriosos, el rostro atezado y la barba de varios días subrayaban su aire desabrido y melancólico. No me invitó a pasar hasta que le recordé mi condición de investigador policial y el motivo de mi visita.
Luego, estuvimos conversando en una estancia algo oscura que parecía servirle al mismo tiempo de comedor y de alcoba. Había allí dos pequeñas ventanas, una a cada lado de la angosta puerta principal. Olía, quizá, a salvia. Y también a tabaco. Y un poco a rancio. Junto al camastro, cubierto con un jergón, cerca de una vieja cómoda, se amontonaban en desorden algunos aparejos de pesca. Me ofreció un poco de nevoduja, mostrándome una pequeña garrafa sin etiqueta. No lo rechacé. Me lo sirvió en una taza. Él se llenó hasta el borde un pequeño vaso sucio o muy rayado. Comenzamos a hablar. Le formulé varias preguntas, muy generales, sobre su vida. A duras penas logré que hilvanase dos o tres frases seguidas. Colegí por ellas una existencia rutinaria y poco social, burdamente sazonada con esporádicas y previsibles compensaciones. Alguna vez estuvo casado. Sobre esto no quiso darme más explicaciones.
Cuando volví a mencionar la denuncia y el motivo de mi presencia en la isla, se limitó a insistir, con desgana, en que él no había sido asesinado.
—A no ser que uno pueda seguir pescando después de eso —concluyó, entre dientes, con socarronería, pero sin llegar a sonreír. Mientras hablábamos, me fijé en una fotografía colocada sobre la cómoda. Era el retrato, en blanco y negro, de una pareja de ancianos. Probablemente sus padres. Detrás de ella, distinguí un pequeño y gastado icono de madera: la Virgen con el Niño, en tonos dorados, marrones y rojos. Había también, junto a la foto, un tritón seco y una pequeña esfera esmeralda que parecía dotada de brillo propio. Aunque este último objeto despertó mi curiosidad, preguntar a Helssik acerca de aquello habría sido una frivolidad, o así lo entendí en aquel momento.
En verdad, no era nada fácil imaginar quién habría podido enredar el nombre de aquel modesto pescador en un falso caso de homicidio, con qué propósito, ni qué extraño itinerario burocrático habría podido seguir tal denuncia. Quizá se tratase de una broma. Pero eso no explicaba suficientemente mi presencia allí. ¿No existían acaso toda clase de protocolos para cribar denuncias como aquella? Además, la Central nunca enviaba a un investigador especializado sin antes cerciorarse de que el suceso requería la implementación de recursos excepcionales.
En definitiva, mi segunda entrevista con Helssik no sirvió para otra cosa que para aumentar la perplejidad de ambos.
Al igual que el día anterior, comí en el hostal. Después, volví a llamar a mi casa. Encontré a Olga más tranquila. Le transmití lo que Vandémek me había dicho a primera hora y le rogué que mantuviese la serenidad.
—Estoy mucho mejor —declaró ella al otro lado del cable, en un tono sospechosamente melifluo—, esta mañana Bjeorn ha venido a visitarme.
Recuerdo que sentí un latigazo eléctrico en la espalda al escuchar aquello. El shock inicial dio paso a una sensación de hormigueo en el occipucio, como si físicamente me hubieran golpeado. Luego, se formó en mi mente un nubarrón espeso de oscura frustración e ira destellante. Una gran borrasca que amenazaba con estallar pese a todos mis esfuerzos por contenerla.
—Está bien, cariño —le dije, procurando dominarme—. Eso demuestra que es un buen amigo, y que se preocupa por ti.
Pero Olga no estaba dispuesta a dejar las cosas ahí, ni mucho menos.
—Me alegro de que te parezca bien —añadió con perfidia—, porque me ha prometido que volverá esta tarde.
Por unos segundos me quedé sin habla. El silencio adquirió, en ese breve lapso de tiempo, cierta calidad material de una viscosidad repugnante. Después, sin que pudiera reprimirla, se despeñó de mis labios la siguiente frase:
—Te gustaría que me degradaran, ¿verdad? ¿No es eso lo que quieres, que desobedezca una orden para que…? —la pregunta quedó interrumpida por el tono continuo que señalaba el final de la comunicación.
El resto de aquella jornada lo pasé intentando llenar el tiempo con absurdas idas y venidas. Hablando sin propósito con unos y con otros. Despertando inevitablemente toda clase de recelos entre los vecinos.
Esa noche, mi tercera noche en la isla, una larga sucesión de imágenes y de ocurrencias retorcidas desfiló por mi mente ofuscada. Pensé en Olga y en mí, en nuestra declinante relación. Pensé también en Olga y en Bjeorn. En la mutua simpatía que siempre se habían profesado. No pude evitar que las peores suposiciones se adornaran, entre las tinieblas de mi atormentada vigilia, con los ropajes más grotescos y los detalles más hirientes. (Los dedos gordezuelos de él, sus manos pequeñas y ávidas, recorriendo la blanca piel de ella, o enredándose en su oscuro cabello). Apenas logré descansar.
Al día siguiente, después de desayunar, marqué el teléfono de mi casa, pero nadie contestó a mi llamada.
Inmediatamente, marqué el teléfono de la Central y pedí que me pusieran con Vandémek.
Le advertí con determinación que pensaba regresar en el trasbordador de la tarde. Replicó que eso era imposible. Que me arriesgaba a perder, no sólo un probable ascenso, sino incluso, sencillamente, mi empleo. Y que yo sabía muy bien lo que podía significar aquello en nuestro país. Intenté entonces exponerle lo absurdo de mi situación. Traté de explicarle que no tenía ningún sentido que permaneciese más tiempo en aquel lugar, donde hacía muchos años que no se había producido el menor incidente y varios meses que no moría nadie.
—Mire, Bolk —me dijo en un tono artificiosamente paternal—, yo le comprendo muy bien a usted, no piense que no; pero ya sabemos cómo funcionan aquí las cosas. Usted no puede regresar hasta que vaya allí un equipo y compruebe que se trata de un malentendido, de un error… Compréndalo: se ha cursado una denuncia por asesinato. La cosa es bastante grave.
Pregunté entonces a Vandémek cuándo estaba prevista la llegada de ese equipo del que me hablaba. Me dijo que lo enviaría en dos o tres días como máximo.
—¿Dos o tres días? —grité al auricular—. ¡Yo no puedo quedarme aquí dos o tres días más!
Llegué a recurrir a algo que había tratado de evitar a toda costa: le hablé de mi mujer, y de la crisis que estaba atravesando nuestro matrimonio.
—Sí, Darío, lo comprendo —el hecho de que me llamara por mi nombre de pila significaba que también mi superior estaba movilizando sus recursos de emergencia—; pero usted debe esforzarse en comprenderme a mí. No puedo enviar a la isla en este momento a un equipo de varios hombres. Eso es totalmente imposible… por ahora… Debe usted esperar.
Pregunté entonces por qué era necesario que viniesen varios hombres. En realidad fue una salida desesperada, porque yo conocía anticipadamente la respuesta. Cuando se producía un fallo burocrático de cierto calibre —y más en el Departamento de Homicidios—, al menos tres personas debían dar fe de que aquel fallo se había producido. Y eso, en realidad, no era más que el comienzo de una interminable cadena de comprobaciones, de la que no se adivinaba el final.
En vano traté de razonar de nuevo toda la situación: yo había sido enviado para investigar el supuesto asesinato de Murian Helsrick. Pero Helsrick (o Helssik, que era como se llamaba en realidad) verdaderamente no había sido asesinado. Y esto podía confirmarlo el alcalde —máxima autoridad de Tobrkian—, además del propio Helssik, de mí mismo y de una gran cantidad de posibles testigos. ¿No era todo eso suficiente?
—Usted no quiere entender, Bolk. ¿Cree que basta con que alguien se ponga al teléfono y diga que es Helsrick para que toda la maquinaria legal se detenga? ¿Cree que basta con eso para que en la Dirección General se den por satisfechos y reconozcan su error? No, amigo mío, no… Una cosa así les parecería irrelevante. Hacen falta comprobaciones directas. Testimonios. Declaraciones. Fotografías. Huellas dactilares. Partidas de nacimiento… La palabra de un solo hombre no basta. Ni siquiera la de un detective con buen expediente. Alguien ha denunciado un asesinato en Tobrkian. Y ahora ellos, allá arriba, en la cúpula de la Dirección General, están esperando un informe con todos los detalles. ¿Comprende, Bolk? El informe de un caso de homicidio. Eso es lo que están esperando, y no se conformarán fácilmente con ninguna otra cosa. Hágame caso, Darío: espere un poco más. No ponga en riesgo su carrera. Es lo mejor, créame. Espere.
Después de aquella desmoralizadora conversación, pasé la mañana en un lugar apartado, cerca del faro, en el poniente de la isla, intentando pensar con claridad acerca de toda aquella aberración que me estaba descuartizando el alma minuciosamente, como una refinadísima máquina de tortura mental.
Al igual que en las dos jornadas precedentes, regresé a la posada para comer. Después, a primera hora de la tarde, fui a ver al alcalde. Le demandé un listado breve —no más de diez nombres, especifiqué— de aquellos que según su criterio personal, o a tenor de sus antecedentes, fuesen los habitantes más conflictivos de la isla. Le pedí también que adjuntase un somero informe relativo a cada uno de ellos. La perplejidad de Haissech no impidió que accediera, obsecuente, a mi petición. No hizo preguntas. Me aseguró que lo tendría a mi disposición por la mañana.
Del resto de aquella tarde, no puedo referir otra cosa que el modo en que la angustia y la frustración se apoderaron de mí en sucesivas oleadas, cada vez más recias; como lo eran las ráfagas de viento que habían empezado a barrer la isla, y a amontonar negros nubarrones sobre aquel escueto pedazo de tierra caliza en medio del mar. Recuerdo que compré una botella de vodka en una minúscula bodega, no muy lejos del hostal. Regresé a mi cuarto en el mismo momento en que empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. Me quedé allí, bebiendo y escuchando por la radio —el pequeño transistor que había traído conmigo— los Coros de nuestro glorioso Ejército Nacional, interpretando adaptaciones de tonadas populares. Por un instante, el sonido de una efímera gadulka me devolvió a un pueblo visitado por los zíngaros, a una infancia acalorada, de carretas por caminos pedregosos, de bodas ruidosas, de perros flacos. A la claridad de la risa de mi madre, a la de mi casa. Fuera, entretanto, la tormenta azotaba fallebas y postigos, y aullaba por las desiertas calles de la pequeña población.
Después, quizá, me dormí. Tal vez soñé que me levantaba, que recorría furtivamente el pueblo, de madrugada, presa de una clarividencia vesánica, tan repentina y apodíctica como suele serlo la locura en su estallido. Acaso pude verme envuelto en alguna desenfrenada pesadilla, porque cuando por la mañana los gritos de la encargada de la hostería y los golpes en la puerta me despertaron, me incorporé sudando en medio de un remolino de sábanas empapadas. Me levanté de un salto y abrí la puerta.
—Helssik… —pronunció la mujer, intentando recuperar el aliento— Helssik está muerto —tenía el semblante desencajado y se expresaba con dificultad—. Alguien lo ha asesinado esta noche.
Le pedí que se tranquilizara, y que aguardase abajo mientras yo me vestía. Me puse los pantalones y la camisa. Sacudí en la papelera del aseo algún resto de barro de mis zapatos, antes de calzarme, y preparé el equipo que necesitaba. Luego salí de la habitación, encajé la puerta y bajé deprisa las escaleras.
El alcalde, la hospedera y varios vecinos me acompañaron hasta la vivienda del pescador. Entré en la modesta casa que había visitado por primera vez dos días antes. El cuerpo estaba tendido en la cama, en medio de un verdadero lago de sangre, con los ojos abiertos y el pecho atravesado por un arpón. Nadie entendía nada.
—¿Pero cómo lo sabían? —me interrogó Haissech, presa del terror supersticioso que por aquellos días solía inspirar el Partido—. ¿Cómo sabían que esto iba a ocurrir?
Me limité a decir que todo aquello era en verdad muy raro y que sería exhaustivamente investigado. Luego, formulé algunas preguntas rutinarias a quienes habían encontrado el cadáver, tomé unas cuantas fotografías y metí con cuidado algunos objetos —escogidos más bien al azar— en bolsitas transparentes. (Uno de ellos, la pequeña esfera esmeralda, que me pareció ahora una vulgar canica). A continuación llamé al Departamento y le expliqué lo sucedido a Vandémek, que lo comprendió y asimiló con asombrosa facilidad. Incluso tuvo el acierto de resumir la situación en una sencilla frase:
—Así que, después de todo, se trataba únicamente de un error en el nombre. Bien… de esta manera será mucho más fácil —y me preguntó, a continuación, si tenía ya preparado mi informe. Respondí que sí (aunque no era cierto), seguro de poder improvisarlo a mi llegada. Hubo entonces un silencio prolongado. Luego escuché de nuevo su voz—. Bien… —repitió—, parece que las piezas van encajando, ¿verdad? Esta misma tarde llegará el juez, y también un equipo nuestro para relevarlo a usted… Lo llamaré en unos minutos… No se mueva de ese hostal.
En efecto, un cuarto de hora después volvía a sonar el teléfono y yo recibía por fin mi autorización para regresar.
Partí —afligido, fatigado— en el barco de las cuatro, con la única maleta que había llevado a la isla. Pude pensar entonces, fácilmente, que el destino de los hombres no es otra cosa que una aberración burocrática, un constante trámite urgente de deseos opuestos e incompatibles, una ecuación hermética que define los difusos contornos de un crimen puramente abstracto. Quizá un único crimen perpetuo, que busca sin descanso a víctimas y a culpables en los que materializarse.
Sin embargo, no pensé en nada de esto. Porque mi mente estaba enteramente ocupada por la mullida esperanza de reunirme con mi esposa, y por el extraño prurito de tomarme cuanto antes un chocolate caliente en la avenida Zvärnik; un deseo que, según creo, no llegué nunca a satisfacer.
Lo cierto es que, de lo que sucedió después, no recuerdo hoy casi nada. Excepto que ella no estaba, y que yo bebía sin medida. Sé que mi salud se resintió por ello. Sufrí cierto deterioro. En algún momento fui apartado del servicio. Sé también que algún tiempo más tarde me internaron en este lugar. Debe de ser un asilo o un hospital. He necesitado muchos años para entender que Olga no regresará a mi lado. Y hace apenas un instante he comprendido que las sombras de las ramas y de los tallos, que aún veo en ese muro de ahí fuera, para mí ya no cambiarán nunca de forma o de lugar.
Como ve, el protagonista es víctima de un cúmulo de circunstancias absurdas que terminan convirtiéndolo en un criminal… Pero será mejor dejar por ahora los comentarios. No anticipemos nada. Sigamos por orden.
A las doce caí rendido en la cama. Esa noche tuve un tortuoso sueño que no creo que consiga olvidar por mucho tiempo que viva. Más o menos, se desarrollaba así: yo regresaba de algún viaje largo y fatigoso, cargado con un montón de equipaje. En casa no me esperaba nadie, lo cual me extrañaba y me irritaba bastante. Decidía entonces subir a mi habitación directamente, cargado con todas aquellas bolsas y maletas; tan sólo me desprendía de las bombonas de oxígeno de mi equipo de submarinismo, porque eran demasiado pesadas para subir con ellas las escaleras.
Una vez en el piso superior, me duchaba y deshacía el equipaje a una velocidad increíble, como en una escena rodada a cámara rápida, ya que tenía el presentimiento de que alguien se presentaría muy pronto por sorpresa. Y no me equivocaba. Al poco tiempo, oía voces y mucho ruido en el piso de abajo. Entonces decidía salir a hurtadillas de mi cuarto y asomarme cuidadosamente desde el rellano de la escalera, para intentar averiguar quiénes, exactamente, habían entrado en la casa. No me cabía duda de que mi mujer estaba entre ellos, porque su voz era precisamente la única que había llegado a distinguir con claridad. No sé cómo me las arreglaba para espiarlos sin ser visto, pero eso era exactamente lo que ocurría en el sueño. Estaban allí casi todos: Francisco, Susana, Valle, Virginia, Mariola… también Alberto Maños, me parece. E incluso mi suegra.
—Ahora —ordenaba precisamente esta última—, en cuanto entre, le cantamos Feliz en tu día y después le damos sus regalos. ¿Lo habéis traído todo? ¿Lo tenéis preparado?
Entonces intervenía mi mujer:
—Sí, aquí está todo… —acto seguido, le entregaba a Valle lo que parecía ser un paquete formado con una sábana enrollada o, tal vez, una toalla. Como es lógico, yo pensaba que se proponían ofrecerme una fiesta sorpresa para darme la bienvenida. No imaginaba de qué clase de sorpresa se trataba hasta que el mismo Valle desplegaba, con un gesto exacto y brusco, como de gladiador reciario, aquel trapo grande en el suelo. Rodaban y se desperdigaban entonces sobre la alfombra un montón de objetos que al principio me parecieron inconexos y disparatados: una máscara de cerdo, una palangana, una sierra, una hachuela de carnicero, unos zapatones enormes que parecían de payaso… No tardaron mucho en adquirir cierta cohesión en mi mente todos esos adminículos, y en conformar un futurible de sufrimiento atroz y de burla. No me cupieron ya muchas dudas acerca de cuál era el papel que se me había reservado en aquella comedia. El miedo me hizo retroceder, lentamente, hacia el piso de arriba. Entonces oí que alguien decía:
—¡Mirad! ¡Su acordeón! Ahí… al pie de la escalera…
Y otra voz:
—Está en la casa.
Corría a refugiarme en mi dormitorio. No recuerdo bien lo que sucedía luego, excepto el estrépito de aquella jauría subiendo por la escalera. Sus risas, sus alaridos de sevicia, sus pasos atropellados… Lograba escapar por la ventana.
Corría, sin detenerme, hasta llegar al puerto. Las Zalbias parecía una población abandonada. El cielo, de un amarillo verdoso, tenía la luminosidad de un acuario. Llegaba al muelle donde está amarrado el Bóreas. Mientras corría sobre los listones de madera, mis hijos, desde el barco, me saludaban con alegría.
—¡Corre, papá! —gritaba Mario—. ¡Lo tenemos todo preparado!
Me refugiaba con ellos en el habitáculo del velero y cerrábamos la portezuela.
—Tómate esto —me decía Victoria—, ya verás qué bien te sienta…
Y entonces me daba un termo lleno de té con leche, u otra bebida similar, caliente y dulce. Apenas después de beber un par de tragos, me invadía una especie de modorra invencible y tenía que acostarme en una de las dos estrechas camas con las que cuenta nuestro barco. Los chicos, entretanto, no dejaban de pronunciar constantemente palabras tranquilizadoras. Me susurraban que durmiera tranquilo, mientras ellos salían a ultimar los preparativos necesarios para la navegación. Yo me sentía mareado e incapaz de coordinar mis movimientos. De pronto, fuera, oía la voz de Victoria, que estaba hablando, probablemente, a través de su móvil:
—Lo tenemos aquí… la puerta está cerrada, la hemos atrancado…
El sueño continuaba repitiendo, como el bolero de Ravel, una y otra vez el mismo horroroso esquema. Yo conseguía escapar del velero, de alguna extraña manera, y la persecución se prolongaba. Pero cada vez me sentía más exhausto, más acorralado, más angustiado. Empezaba a resultar evidente que no contaba ni con la más remota posibilidad de escapar a mi ultrajante destino.
Abrí los ojos y experimenté una relativa sensación de alivio al comprobar que estaba en casa, en mi propio cuarto, y que por los resquicios de la persiana se filtraba la suficiente luz como para suponer que fuera brillaría el sol de un nuevo día. Estaba solo en la cama. Virginia no había dormido conmigo. Sentí (y rechacé de inmediato) la tentación de elaborar suposiciones acerca de lo que le podría o no haber sucedido.
Oriné y me lavé las manos y la cara en el baño de nuestro dormitorio. Salí al pasillo y comprobé que la puerta del cuarto de Victoria estaba cerrada. Debía de haber llegado de madrugada. O tal vez lo había hecho hacía apenas un rato. Eran las diez y cuarto de la mañana. Desayuné solo, escuchando la radio. Después, abrí la puerta y eché un vistazo a la calle. Los vecinos de enfrente estaban cargando su monovolumen de equipaje. Los niños entraban y salían de la casa jugando, gritando, persiguiéndose. Probablemente se disponían a pasar fuera el fin de semana. Saludé a Fernando con un leve gesto de la cabeza, y él me correspondió con otro de su mano. Iba por su tercer matrimonio y nunca me había parecido deprimido o malhumorado. Levanté la vista. El cielo estaba plagado de pequeñas y diseminadas nubes algodonosas que un viento fresco, suave y norteño, empujaba en dirección al mar, por encima de las urbanizaciones de Las Zalbias y de los pocos edificios altos del centro urbano.
Volví adentro con algo de frío, así que puse la calefacción. Me senté en el tresillo y me quedé un rato inmóvil, con la vista fija en la pantalla panorámica del televisor. Pensé que ya habían quedado atrás los tiempos en que las televisiones apagadas le devolvían a uno su propio reflejo. Intenté decidir qué era lo que debía hacer aquella mañana. Se me ocurrió llamar a mi mujer. Pero esa idea fue atropellada inmediatamente por un tropel de pensamientos ruidosos y evanescentes, como una manada de bisontes albinos corriendo por una pradera nevada, hasta desaparecer en un difuso horizonte; el de una conciencia suspensa y embotada que no era la mía, sino la de algún otro que ahora vivía a disgusto en mi cuerpo. Comprendí que debía salir. Debía ponerme en movimiento. No podía esperar la menor lucidez allí encerrado. Pensé, por enésima vez, en lo que Valle me había dicho el miércoles en la galería. Deseaba creerlo, con todas mis fuerzas lo deseaba; pero también con todas mis fuerzas me resistía a caer en un nuevo error de interpretación, en una nueva trampa. Me vestí. Salí a la calle y comencé a caminar en dirección al puerto. Recuerdo que saludé a varios conocidos. No podría decir con seguridad quiénes fueron. Anduve sin rumbo por las calles del centro. De la plaza de los Descubridores al paseo marítimo, del paseo marítimo al auditorio municipal. Me pareció que había demasiado movimiento, demasiado tráfico para tratarse de un fin de semana fuera de temporada. En Las Zalbias no suele haber tanta gente hasta mediados de mayo. No era normal aquella actividad para un sábado de noviembre. A menos, pensé, que se celebrase algo extraordinario. Una regata, por ejemplo. Pero me habría enterado. Además, ningún cartel de los que pude ver —desfasados y rotos la mayoría, concernientes a conciertos veraniegos o a la visita de algún circo— anunciaba nada parecido. Me senté en un banco —de nuevo en la plaza—, junto a la fuente de estilo modernista, con sus abstractas sirenas rollizas de mármol rojo, y me quedé allí un tiempo indeterminado luchando inútilmente por ordenar mis confusas ideas.
Después de tomar una ensaladilla de marisco, un plato pequeño de boquerones con tomate natural troceado y cuatro cervezas en una freiduría junto a la playa, asumí por fin una decisión rotunda y clara. Miré mi reloj. Las tres menos cuarto. A las cinco iría a buscar a Francisco a su casa. Saqué un paquete de tabaco y me fui al espigón nuevo, para hacer tiempo hasta la hora que me había fijado. Desde allí, vi salir el trasbordador de las cuatro. Se trata de un gran catamarán con su doble casco pintado de rojo. Pasó a unos trescientos metros de distancia, más o menos. Iba dejando detrás de sí una gran estela que se abría como un abanico espumoso de aguas revueltas. En la cubierta, había gente que saludaba no se sabía muy bien a quién. A los pocos y abúlicos pescadores que se sentaban sobre sus coloridas neveras portátiles de plástico duro, encima de los grandes bloques de hormigón que guarnecían el puerto. O quizás a las codiciosas y estridentes gaviotas que agitaban sus alas a muy pocos centímetros sobre las olas, en la bocana del puerto. Me fui de allí a las cinco menos cuarto. Miré dentro del paquete de tabaco antes de guardármelo en el bolsillo de la chaqueta. Hacía mucho tiempo que no fumaba tanto.
Francisco y Adriana vivían en un hermoso ático junto al parque de las Palmeras, en la parte más alta del pueblo. Desde el balcón de su casa se domina toda la ensenada. Yo sabía que había bastantes posibilidades de que ella estuviese fuera. Trabajaba para una conocida promotora inmobiliaria de nuestra zona y se dedicaba a vender bungalows a los europeos septentrionales, siempre ávidos de nuestro sol y de nuestras playas; así que viajaba con mucha frecuencia a Zúrich, a Berlín, a Londres… Sin embargo, ni este ni otros posibles «factores de riesgo» habían servido para hacer germinar en mi cerebro la menor sospecha relacionada con lo que estaba a punto de encontrarme. Subí cuesta arriba por una calle perpendicular a la del domicilio de nuestros mejores amigos. Caminaba junto a un murallón empedrado que formaba parte del zócalo sobre el que se alzaba una enorme y lujosa residencia privada. Cuando, un poco fatigado, llegué al final, doblé la esquina y, casualmente, levanté la vista hacia el balcón en el que habíamos cenado muchas veces los dos matrimonios. En ese momento vi a mi mujer junto a Francisco. Estaban mirando hacia el mar, en la dirección opuesta a aquella por la que yo venía. No podían verme. Me detuve en seco, con el cuerpo recorrido, de abajo arriba, del vientre a la cabeza, por varias oleadas de vértigo que se resolvieron en una sensación de náusea y de humillante debilidad en las rodillas. Alcancé a ver todavía claramente cómo Virginia rodeaba a Francisco, con su tenue y blanco brazo derecho, por la cintura, mientras apoyaba amorosamente la cabeza en su hombro. Entonces, retrocedí y me escondí detrás de la misma esquina por la que acababa de asomar. Tuve que apoyar la espalda en el muro de mampostería. Temí desplomarme y rodar por la acera calle abajo, como si fuera uno de esos antiguos cubos de basura, hoy desbancados por los contenedores de reciclado. Cerré los ojos y respiré profundamente varias veces. Luego, revitalizado por el odio, pude iniciar con cierta entereza el camino de regreso a ninguna parte. No sabía adónde ir. Hacía mucho que mi casa ya no era un hogar, pero ahora ni siquiera la podía considerar un refugio confortable; como máximo, una sórdida y compartida madriguera.
No hay nada peor, se lo aseguro, que darse cuenta un día concreto, a una hora específica, en cuestión de segundos (incluso en un solo instante), de que la miseria, el sufrimiento, la humillación… no son de ningún modo, como uno creía, el residuo, el desecho de su vida, sino al contrario: la principal sustancia de la que esta se nutre. Es como despertar de un sueño —o, digamos, de un trance hipnótico—, y descubrir que se nos ha impelido a degustar con gran delectación y ridículos gestos de gourmet un plato lleno de excrementos. Pensé en suicidarme. Pensé también en matarlos. Pero todo eso me daba demasiada vergüenza. Luego, pensé en seguir viviendo cínicamente como si nada sucediera, y me sentí un poco —tan sólo un poco— menos avergonzado. Muy pronto comprendí que de todos modos no tenía otra salida. Destapar aquello resultaría doloroso y humillante, especialmente para mí. El negocio acababa de demostrarme cuán frágil podía volverse apenas cambiase la dirección del viento. Debía tener eso en cuenta, aún con Maños fuera de juego. Hacía años que Virginia ganaba más que yo. ¿A qué me conduciría, entonces, un divorcio? ¿Para qué lo quería, a esas alturas? ¿Merecía la pena siquiera tomarse la molestia? ¿Estaba dispuesto a contratar a una agencia de detectives para demostrar ante un tribunal su adulterio y tratar de sacarle partido económico? Vergüenza y oprobio por todas partes. Eso era lo único que veía. Decidí que de momento me convenía mantener la farsa y pensar con calma cuál podría ser mi siguiente paso, en el supuesto de que quedara alguna dirección en que moverse.
Regresé a casa hacia las ocho, medio borracho, después de recorrer algunos bares. Ella estaba en la cocina. Me preguntó —en tono de reproche, pero con buen humor— dónde había pasado el día. Sentí ganas de vomitar, pero inmediatamente me dominé, y logré seguirle el juego con asombrosa desenvoltura. Le dije, también en fingido tono de broma, que había estado bebiendo para olvidar mis miserias. Ella rio y me dijo que si quería podíamos salir a beber y a brindar por ellas los dos juntos. Me pregunté entonces qué ocurriría si sacase una botella de vino de la despensa, se la mostrara con mi mejor sonrisa, y a continuación se la rompiera en la cara.
—Prefiero quedarme aquí, si no te importa —logré decir, con un timbre bastante natural, aunque ligeramente metálico, creo.
—No me importa, no me importa… —dijo ella, como riendo para sí misma—. Voy a hacer tortellini con setas si te parece bien… para cenar…
Le dije que me parecía muy bien y le anuncié que subía a nuestro cuarto de baño para ducharme. Aquella noche cenamos juntos, los dos solos, y me estuvo explicando, con todo lujo de detalles, lo mal que estaba el padre de Susana. La dejé hablar. Prácticamente no pronuncié palabra. Finalmente, abrimos una botella de vino y brindamos por nosotros. Me bebí casi la mitad, en un vano intento de ahogar mi vergüenza.
El domingo desperté a las once con un espantoso dolor de cabeza. Virginia me había dejado una nota en la cocina explicándome que se había marchado otra vez al hospital. Sentí asco al ver su letra. Hice, rabioso, una pequeña pelota con el papel y lo tiré rápidamente a la basura. Me vestí y salí de casa con la intención de dar un paseo por la pinada. Sin embargo, acabé perdiéndome por las desiertas calles de una urbanización reciente y muy próxima. De cuando en cuando, veía a una vieja alemana regando su jardín, o a un teutón jubilado repasando el motor de su Mercedes. Muchas de aquellas casas blancas con chimenea estaban aún deshabitadas. De pronto, no sé cómo, se me ocurrió la idea de ir a buscar a Valle al motel Azarbe. La puse inmediatamente en práctica. Regresé a casa y salí con el coche, hacia la carretera de la costa. Llegué al motel a media mañana. Hablé con un hombre de pequeña estatura —mucho pelo sobre unas cejas muy juntas y pobladas, mostacho impresionante, ojos medrosos y diminutos—, el cual estaba a cargo de la recepción. Apenas lograba, con esfuerzo, que asomasen sus hombros y su cabeza por encima del mostrador.
—Ah, sí… Valle… Pero ya no está hospedado aquí. La dueña tiene su dirección. Aguarde un momento… la llamo al móvil —sin darme tiempo a decir que no era necesario, porque yo podía llamar al móvil de mi amigo, marcó el número desde el teléfono de la recepción y consiguió, casi de inmediato, comunicar con ella—. Un señor, que dice que es amigo de Valle… Sí… que si le podemos dar su nueva dirección… Sí… ¿No? Ah, sí, en el salón. ¿Esta tarde…? Sí, de acuerdo, se lo digo ahora mismo —el hombre colgó el teléfono y me entregó un díptico de cartón que sacó de debajo del mostrador. Era una especie de folleto, evidentemente destinado al proselitismo religioso—. Mire, aquí tiene la dirección —dijo, señalando un recuadro en la parte inferior—. Dice la señora que lo podrá encontrar usted allí esta tarde, hacia las siete…
Le di las gracias, y salí del motel con el folleto hecho un rollo, a modo de pequeño cetro, en la mano derecha.
A las seis y media de la tarde detuve mi coche en una calle muy empinada, en el extremo opuesto de Las Zalbias, cerca de la salida hacia el sur por la carretera de la costa. Había por allí algunos edificios, altos y bastante mugrientos, y también dos o tres naves de otras tantas antiguas fábricas, abandonadas desde hacía muchos años. No me costó demasiado encontrar el salón de celebraciones. Se trataba de un bajo con una puerta doble, acristalada y protegida por una persiana blanca de tijera extensible. Había un letrero de respetable tamaño, colocado justo encima, en el que podía leerse lo siguiente: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Miré a un lado y a otro. La calle estaba desierta. No parecía haber llegado nadie todavía. Así que decidí regresar al coche y permanecer allí a la expectativa.
A las siete, aparecieron los primeros miembros de la congregación. Varios hombres y mujeres de mediana edad, alguna pareja joven, una o dos familias… Poco a poco, fueron llegando los demás, hasta formar un grupo de unas cuarenta personas que hablaban animadamente a las puertas del local, las cuales ya habían sido abiertas. En un momento dado, distinguí a Valle entre ellos. No lo había visto llegar. Estaba hablando con una elegante mujer de unos cincuenta y tantos años que lucía una llamativa melena rubia. Sentí el impulso de salir del coche, pero no me decidí a hacerlo. Permanecí allí hasta que todos entraron. Serían aproximadamente las siete y cuarto. Entonces, súbitamente, opté por marcharme.
Esa misma noche, desde el jardín trasero de mi casa, expuesto al indolente escrutinio de los miles de ojos parpadeantes y minúsculos que infestaban el cielo, llamé a mi amigo por teléfono. Tenía algo de frío, aunque llevaba el anorak puesto.
—Valle… soy yo.
—Hola, Juan, ¿dónde estás? Eugenia me ha contado que has ido al motel a buscarme. Me ha dicho que ibas a venir esta tarde…
—Y he ido —confirmé. Evidentemente desconcertado, Valle guardó silencio durante varios segundos.
—Pero ¿cómo que has ido? —me interrogó por fin.
—Te he visto desde lejos. Estaba en el coche… Estaba en mi coche.
Ante esta explicación, mi amigo reaccionó con una explosión de perplejidad y reproche:
—Pero ¿por qué? ¿Me has visto y no te has bajado? ¿No querías hablar conmigo? —era yo, ahora, el que no encontraba qué decir. De hecho, ni siquiera sabía por qué razón había ido a buscarlo. Mi mente era en ese momento un remolino que se absorbía continuamente a sí mismo, en un frenético y vano esfuerzo por expresarse—: Escucha. Si quieres hablar conmigo, el próximo martes nos reunimos a la misma hora… —como yo seguía sin poder articular ni una sílaba, él preguntó—: ¿Estás ahí?
—Sí —conseguí decir por fin—, estoy. El martes… De acuerdo. Perdona, tengo que dejarte.
Corté la comunicación y regresé al interior de la casa. Oí las voces de Virginia y de los chicos en la cocina. Me parecieron ridículas, ofensivamente irreales. Como si procedieran del reparto de alguna vulgar telecomedia. Casi podía oír las risas en off. Subí a mi cuarto y permanecí allí, encerrado, hasta que mi mujer vino, un poco más tarde, para preguntarme si me encontraba mal, si estaba enfermo.
—No… sólo estoy pensando —le dije—, pero me encuentro bien. Me encuentro muy bien, de verdad. Mejor que nunca…
Ella dijo que se alegraba de oírlo, cerró la puerta y se marchó sin más. Me encontraba agotado. El alcohol del día anterior pasaba su factura de tristeza demoledora, de insuperable cansancio. Me puse el pijama y me metí en la cama. Debí de dormirme casi de inmediato.
Soñé que llegaba al salón de la congregación en el preciso momento en que la celebración comenzaba.
—Siéntate, hermano —me decía amablemente el pastor. Valle, desde la primera fila, me saludaba levantando una mano, con gesto serio. Había algunas sillas libres. Yo decidía quedarme donde estaba, en la parte de atrás. El pastor decía entonces, dirigiéndose a sus correligionarios—: Hoy, hermanos, no es un día como otro cualquiera, porque nos acompaña esta valiente mujer, cuyo inigualable sacrificio hará merecedora a esta comunidad del favor eterno de nuestro Dueño y Señor, cuando seamos llamados a su divina presencia —el pastor señalaba, mientras decía esto, con un gesto de su mano extendida, a una hermosa mujer madura con una larga melena rubia que estaba sentada sola en un banco de madera junto a la pared—. Como todos sabéis perfectamente —continuaba el orador—, ella tuvo tres hijos, de los cuales dos le fueron arrebatados nada más nacer. Eran varones. De modo que sólo ha criado y conocido a la hembra que tenemos aquí, con nosotros… —en efecto, junto al pastor había una niña muy pequeña, vestida con un uniforme escolar. Parecía en trance. Tenía los ojos extraviados y miraba a algún punto indeterminado al fondo de la sala. Debía de tener unos cinco años apenas—. Cualquier mujer corriente —continuaba el oficiante— no habría dudado ni un segundo en suicidarse si con dos de sus vástagos se hubiera hecho la décima parte de lo que se ha verificado en los cuerpos de los dos hijos varones de nuestra hermana; y sin embargo, ella ha demostrado su fe y su entereza mucho más allá de los límites impuestos a la mayoría por la ley natural y las costumbres humanas. Ella permitió que les fueran vaciadas las cuencas de los ojos para dejarlos ciegos. Ella consintió en que fueran sometidos a las más salvajes degradaciones y a los más bestiales tormentos, a fin de convertirlos en dos alimañas feroces, libres de toda compasión. Se les mantuvo durante años atados con una misma cadena. Se los obligó a devorar animales vivos, como pollos y conejos. Ahora, en lugar de dos niños de trece años, son dos animales furiosos que no dudarán en devorar a su hermanita, a fin de que nosotros comprobemos que no existen límites que la llamada ética pueda imponer a nuestra voluntad, si el espíritu ha sido forjado con el fuego secreto y primigenio que confirió a la vida su primitiva forma, su auténtica naturaleza. Mientras la carne de esta criatura es arrancada, pedazo a pedazo, a dentelladas por sus propios hermanos, nosotros entonaremos nuestra plegaria para que el Señor de los abismos nos otorgue su favor y nos conceda los dones que con tanta insistencia le hemos solicitado…
En un momento determinado, yo conseguía escabullirme de la sala y sentía un enorme alivio al respirar el aire del exterior. Estaba convencido de que todo aquello no había sido más que una broma urdida por Valle, con la complicidad de sus nuevos amigos, para intimidarme o para reírse a mi costa. Recuerdo que me alejaba de allí por calles muy concurridas; hasta que de pronto, de algún modo, me encontraba en un establecimiento lleno de mujeres, que me parecía al principio una especie de mercado y, a continuación, se transformaba en una peluquería. Una de las señoras, con la cabeza parcialmente cubierta por el secador de pelo, se ponía a tocar con entusiasmo un pequeño acordeón. Todas las demás daban palmas, cantaban, reían. Una chica joven (quizá una de las peluqueras) se aproximaba a mí con dos libros y me los mostraba.
—Mira —decía—, estoy estudiando en la universidad porque quiero ser algo más en la vida. ¿Tú puedes explicarme lo que significa esto?
El título del primer libro era Irrelevancia de la ética para una ontología positivista; la moral como espejismo genético. El título del segundo era Apología de la voluntad. Entonces, de pronto, una de las mujeres de más edad se aproximaba a mí y abría un táper delante de mi cara ofreciéndome unas rosquillas, que me recordaban demasiado a pequeños excrementos humanos.
A pesar de aquel sueño repugnante, el lunes me levanté descansado y con una extraña sensación de vitalidad recuperada. Me invadía una especie de optimismo repentino e infundado. Comprendía que aquel extraño giro de mi ánimo no resultaba demasiado coherente con mis actuales coordenadas vitales; pero pensé, también, que no me haría daño algo de entusiasmo, por muy absurdo o inmotivado que este fuera. Así que procuré mantenerme en aquella longitud de onda. Se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era seguir el consejo de mi hermano. «Si tu mujer hace su vida… pues muy bien. ¡Haz tú la tuya!». Después de todo, ahora sabía a qué atenerme. Sabía dónde estaban exactamente situadas las fichas sobre el tablero. Ya no había zonas oscuras, por lo menos en mi relación con Virginia. Y los problemas que afectaban a mi negocio, por otra parte, parecían haberse esfumado. Decidí que me tomaría un par de días libres. Llamé a Mariola y le anuncié que no iría por allí hasta el miércoles. Me dijo que ella y Marc se encargarían de todo y que no me preocupase. Eran las nueve y media. Todavía no había desayunado. Miré por la ventana. El día parecía espléndido. Un claro y frío día de finales de noviembre.
Salí a media mañana, sin un propósito determinado. Comí solo en un restaurante del centro. Me dediqué a vagar por el pueblo, abandonándome a las pequeñas veleidades de mi desidia: observar a la gente por la calle; escuchar conversaciones ajenas sentado en una terraza; entrar en una tienda de modelismo y ver circular un tren eléctrico por una maqueta que reproducía minuciosamente un inverosímil, pero encantador, paisaje ferroviario; tomarme un par de cervezas en un bar ojeando el periódico; quedarme amodorrado en un banco hasta que me encontraba incómodo o me daba frío.
Estaba mirando el estrafalario escaparate de una boutique gótica cuando se me acercó una anciana y me rogó que la ayudase a buscar la foto de su hija. Más que no entender las palabras, lo que me ocurría era que no me sentía capaz de atribuirles algún significado preciso. Se lo hice repetir.
—Le digo que si me puede ayudar a encontrar la foto de mi hija. Vivo aquí al lado —señaló un portal oscuro, a pocos metros de donde estábamos, en un viejo edificio de cuatro plantas. La mujer tenía el pelo recogido en un gran moño blanco y vestía ropa sucia y deteriorada: una falda a cuadros, una rebeca azul celeste, llena de pelusas y lamparones, con las mangas raídas, zapatos sucios y viejos. Sus ojos eran también azules, a juego con la rebeca, y tenía la expresión anhelante de una niña en día de feria. Le dije que sí, que estaba dispuesto a ayudarla. Así que entramos juntos en el portal de la finca. Olía a humedad, a repollo y a algo dulzón que podría ser un insecticida.
—Es en el primero… el ascensor no funciona —me advirtió antes de dirigirse hacia las escaleras. Tardamos mucho en llegar a su rellano. En el tramo final tuve que ayudarla, asiéndola por el codo, para salvar los últimos escalones. Cuando recuperó el resuello, me dio las gracias. Después, sacó la llave de su gran bolso marrón y abrió la puerta—. No sé dónde he puesto esa foto, el otro día hice limpieza… ¿sabe?
La verdad era que la limpieza no se veía por ninguna parte. Los muebles estaban cubiertos de polvo y costaba despegar de las mugrientas baldosas las suelas de los zapatos. El empapelado de las paredes, con abstractos motivos vegetales, resultaba, igual que lo demás, rancio y triste. Lo único agradable era la sala de estar, que daba a un balcón abierto de par en par y lleno de plantas. Un tumulto de voces y motores llegaba desde la calle.
Buscamos juntos la foto por toda la casa. Miramos en los cajones de la cómoda, en el armario de su dormitorio, incluso debajo de su cama. La foto no aparecía. La anciana se puso a llorar. Traté de consolarla:
—Ya verá como el día menos pensado se la encuentra… donde menos se lo espere.
Era inútil: seguía gimoteando. Estábamos otra vez en el comedor. Se había sentado en una mecedora y se secaba los ojos con un pañuelo amarillo de tela.
—No ha sido una buena chica… no se ha portado bien… —se quejaba amargamente. Supuse que se refería a su hija.
—Verá cómo la encuentra —repetí, ya que no se me ocurría otra cosa que decir—, a menos que… si no la ha… —entonces tuve una idea—. ¿La cocina está al fondo? —pregunté. Ella levantó la cabeza para asentir. Recorrí el largo pasillo. Tanteé los azulejos, buscando el interruptor. Dos tubos de neón se encendieron a regañadientes. Vi esconderse a una cucaracha detrás del frigorífico. Fui hacia el fregadero. Abrí una portezuela de madera. Como yo sospechaba, la foto estaba en la basura. Decidí que no tenía sentido rescatarla. La anciana seguía llorando y murmurando su melancólica letanía en el comedor. Salí de la casa sin hacer ruido.
Cuando volví a la calle, me di cuenta de que ya estaba oscureciendo. Un poco sorprendido, miré el reloj. Eran casi las siete. Decidí tomar una copa en un café cercano: La Piedra de la Locura. Era un lugar muy moderno que reproducía con libertad un ambiente clásico. Las mesas eran redondas, de mármol. Se veían candelabros, bustos de escayola y cortinas de terciopelo rojo por todas partes; pero también había pantallas gigantes de plasma y proyectores que bañaban las paredes o las cortinas con vistosos y cambiantes dibujos psicodélicos. Pedí un coñac a una joven camarera vestida de negro. Me encendí un cigarro. Fue entonces cuando lo vi, con su ofendida y atenta cara de lechuza, en medio de la penumbra del salón, entre las cabezas que se movían animadas por la conversación, entre las ascendentes volutas de humo que partían de bocas indiscernibles o borrosas. Era él, sin ninguna duda. Estaba con una mujer, pero no hablaban. Los vigilé durante un cuarto de hora. Parecían disgustados. Apenas intercambiaron alguna palabra. Pedí una segunda copa de coñac. Pasaron otros diez minutos. Entonces vi cómo él se levantaba e iba al fondo del café, donde estaban los servicios. Me levanté y lo seguí. Los aseos se encuentran detrás de una gruesa cortina, la cual sirve de pared, formando una especie de pasillo de unos cinco o seis metros. Esperé a que saliera. Después de apenas un minuto, la puerta del aseo de caballeros se abrió y él me dirigió una mirada rápida antes de darme la espalda. Entonces dije:
—Por favor.
Se detuvo, se dio la vuelta y me echó un segundo vistazo, esta vez claramente inquisitivo y teñido de extrañeza.
—Perdone. Por favor, creo que le conozco…
Me miraba con sus escrutadores ojos de ave nocturna. Un poco más abajo, de sus mezquinos labios colgaba una especie de precaria, de titubeante sonrisa.
—Pues… no lo sé… —dijo.
—Quería… quisiera hacerle una pregunta.
—Dígame.
—Usted es psiquiatra —aseveré. Él asintió, con una expresión suspicaz, defensiva, como de ligera molestia—. No se enfade, por favor —dije, intentando tranquilizarlo—, sólo quiero que me diga… Mire… necesito ayuda. Quiero saber si usted podría atenderme.
Ahora, su mueca de disgusto se había acentuado. La posición de sus pies en el suelo, la torsión de su cuerpo, indicaban que estaba a punto de marcharse.
—Podría —dijo—, pero no aquí. Los psiquiatras no atendemos a la gente por la calle… o en los bares.
Estaba a punto de darme de nuevo la espalda, pero logré evitarlo con una súplica, envuelta en una inflexión patética de mi voz.
—¡Se lo ruego! Un minuto… Por favor… escúcheme.
El hombre lanzó un suspiro de resignación y dio un paso hacia mí.
—Está bien… de qué se trata.
Contuve la respiración unos segundos. Intenté encontrar las palabras necesarias.
—Estoy desesperado —confesé—, perdido… completamente perdido.
—Ya… —dijo él—, todos nos sentimos así de vez en cuando. ¿Cuál es exactamente su problema?
Aparté la vista de él y la clavé en el suelo de tarima. Intenté resumir lo que me ocurría en una sola frase, lo más precisa y compendiosa posible.
—Mi mujer se acuesta con otro… con un amigo. Aparentemente en mi familia no hay ningún problema, pero tampoco hay amor, ni fe. Estoy solo. Mi vida está vacía. Siento desprecio por todo. Nada va a ninguna parte…
No había sido una sola frase, pero me sentía satisfecho. Me noté algo aliviado por el mero hecho de haber conseguido pronunciar esas palabras. El psiquiatra movió afirmativamente la cabeza, cerrando un momento los ojos. Luego volvió a mirarme.
—Venga a mi consulta. Parece que me conoce. Llame por teléfono y pídale cita a mi enfermera. Escucho problemas como los suyos a diario, pero… la psiquiatría no es una panacea. No podemos curarlo todo. Intentamos dar respuesta a las enfermedades neurológicas, con un origen orgánico… Sus problemas, por lo que dice, son los problemas de la vida. Podría intentar ayudarle, pero será usted quien deberá solucionarlos.
Súbitamente —como sale disparado por sorpresa el tapón de una botella de champán que ha sido abierta a medias—, me oí pronunciar la siguiente frase:
—Mi mujer es paciente suya.
El psiquiatra pareció muy sorprendido, casi consternado. No dijo una palabra. Se dio la vuelta con decisión y se dirigió a la salida.
—¿Qué ocurrió con el camaleón? —le grité, en tono casi amenazante—. Dígame… ¿Por qué lo devolvió? ¿Se sintió decepcionado? ¿Fue su hija la que no lo quiso? ¿Qué esperaba usted de ese animal? ¿Qué era lo que no le gustaba? ¿Está usted también perdido, doctor? ¿Cómo va a ayudarme?
El médico se volvió y me miró con sus ojos de lechuza más abiertos que nunca.
—Usted… —balbució con expresión de absoluta perplejidad—, usted es el de la tienda de animales. Mire… —dijo, después de unos segundos de incrédulo silencio—, mire… yo no puedo hablarle de mi vida privada, ¿entiende? Me doy cuenta de que tiene problemas. Pero como comprenderá aquí no puedo hacer nada. Sería mejor que lo tratase alguno de mis colegas.
No supe qué contestar, y me quedé frente a él en silencio. Aprovechó aquella indecisión mía para despedirse y marcharse:
—Adiós —dijo—, le deseo suerte —y luego desapareció al final del pequeño corredor, al otro lado de la cortina. Esperé unos segundos antes de salir. Tal vez, un minuto. Cuando regresé al salón y miré hacia su mesa pude ver que ya no estaban.
Esa noche, seguí bebiendo hasta la madrugada, en diversos bares y locales nocturnos. Acabé entablando amistad con un par de chicos de poco más de veinte años. Hasta bien entrada la noche no me dijeron que eran pareja. En realidad lo había sospechado desde el primer momento, pero no me importó seguir con ellos de farra. Me invitaron a formar un trío. Decliné su amable oferta. Creo que me dieron algo en algún momento de nuestra lánguida y melancólica juerga. Una pastilla, supongo. No estoy seguro. No sé ni cómo pude volver a casa.
Me parece que estamos llegando al final de la historia. Mi encuentro con el psiquiatra, en el café La Piedra de la Locura, ocurrió la tarde del lunes 24 de noviembre. No hay mucho más que contar, porque el resto usted ya lo conoce por el sumario. El martes desperté muy tarde, en mi cama. Por lo visto estaban aumentando mis índices de tolerancia al alcohol. Lo digo porque no me encontraba tan mal como cabría esperar. Había dormido mucho y muy profundamente. Eran las doce y cuarto. Estaba solo, claro. Me preparé un café. Me lo tomé en la cocina. Después abrí la nevera y cogí un yogur. Me lo comí sin apetito. Mi estómago parecía llevarse la peor parte de la resaca. Llamé a la tienda a la una. Hablé con Marc. Me dijo que no había novedades. Le confirmé que probablemente me acercaría al día siguiente por la mañana.
A la hora del almuerzo, Virginia se mostró muy sorprendida de encontrarme en casa. Me preguntó con quién me había emborrachado la noche anterior. Le respondí sin dudar un instante:
—Con Valle —la miré furioso, esperando alguna otra pregunta. Pero no hubo ninguna otra. Ella se limitó a encogerse de hombros. Lo único que me preguntó a continuación fue si quería pescado y ensalada. Le dije que tenía poca hambre. De todos modos, me senté a la mesa y tomé algo con ella. En cierto momento, la interrogué malignamente acerca del padre de Susana. Noté que, por algo más de un segundo, me miraba con suspicacia. Luego sonrió y dijo:
—Ya está en casa.
Apenas cambiamos alguna palabra más durante la comida. Después, Virginia subió a ducharse y a cambiarse de ropa. Yo, entretanto, me quedé en el comedor, viendo un informativo en la televisión. Ni siquiera me había quitado el pijama. Hablaban de un genocidio en alguna parte de Asia. Tortura, violaciones de niños… y otros horrores parecidos. Cambié de canal y me encontré con otro informativo. En este caso el tema era la recesión económica. Había una cumbre mundial para intentar encontrar soluciones. De lo que decían parecía deducirse que el planeta se encaminaba hacia el cataclismo final. Una expectativa que no me disgustaba demasiado. Me debí de quedar en blanco unos segundos, porque cuando volví a enfocar mi atención en la pantalla había allí un individuo vestido de policía que se dedicaba a pasearle a una adolescente pelirroja (pecosa, gordita) un pez, todavía vivo, por la cara. Pulsé, asqueado, el botón rojo del mando a distancia.
Antes de salir, mi mujer me advirtió que volvería tarde.
—Los chicos estarán aquí más o menos a las ocho… —añadió—, puedes cenar con ellos, si quieres. Supongo que Victoria preparará algo… —y esa fue, si no me equivoco, la última vez que la vi o hablé con ella hasta hace unas dos semanas.
Por la tarde, como sabe, fui al salón de la congregación anabaptista de los Hermanos en Jesús, a la cual Valle decía haberse incorporado. Por extraño que le parezca, era en él en quien había cifrado mis últimas esperanzas de comunicación. Llegué a la convicción de que sólo él podría comprenderme. Era muy extraño, porque al mismo tiempo no me había librado todavía completamente de mis recelos, de mis temores, de mi sospecha. No sabía a qué atenerme, realmente. ¿Quién era Valle ahora? ¿Mi mejor amigo, o mi verdugo enmascarado? ¿Cuál era su nuevo juego? Este tipo de preguntas torturaban mi cerebro. De todos modos, no podía evitar verle como una especie de luminaria en la oscuridad; así me estuviese reservado a mí el papel de la polilla atraída por el fuego o, en el extremo contrario, el del espeleólogo perdido que ha encontrado por fin un camino hacia el exterior de la caverna. No podía resistirme a la tentación de hablar con él de nuevo; ni tampoco a la esperanza de que, de alguna forma, pudiese ayudarme.
Cómo y por qué decidí matarlo es algo que, sencillamente, no puedo explicarle. Ocurrió en un instante, esa es la verdad. No fue algo premeditado. Supe que había terminado la celebración cuando los feligreses empezaron a salir y a formar diversos corros en la acera y en medio de la calle. Yo estaba en mi coche esperando, igual que la otra vez. Vigilando, sin tener claro cuál sería mi siguiente movimiento. Creo que transcurrieron todavía algunos minutos. Unos cinco o diez minutos, tal vez. La gente se iba marchando y el grupo quedaba cada vez más reducido. Supongo que en algún momento él debió de verme, porque me saludó en la distancia y, después, empezó a bajar rápidamente hacia mí por la calzada en pendiente. Creo que fue eso, el hecho de que decidiera venir a buscarme, lo que provocó algún cortocircuito en mi cerebro, lo que puso en marcha algún tipo de mecanismo mortífero. No sé lo que realmente ocurrió, se lo aseguro. Como no lo puede saber nunca, supongo, ningún hombre que haya sido arrastrado a los arrabales de la locura, a esa tierra de nadie dominada por el delirio, el alcohol y la fiebre. Puede imaginar, si quiere, que de pronto decidí que él tenía la culpa de todo. Que de pronto comprendí que las cosas empezaron a ir mal para mí cuando él vino a buscarme con sus monsergas de resentimiento y fracaso. También recordé que no hacía mucho me había amenazado de muerte. Sentí rabia. Puse el motor en marcha. Arremetí contra él sin pensarlo, como en un trance.
Lo demás, para mí es demasiado doloroso recordarlo ahora. (Su cuerpo sobre el asfalto, en aquella postura absurda, rígida, las rodillas dobladas, los brazos extendidos en cruz; igual que un muñeco articulado derribado por un niño de un manotazo… Tenía el cráneo destrozado). Lo vi morir. Vi morir a mi amigo con tanta pena y tanta rabia como si lo hubiese matado otro; como si yo, simplemente, no hubiera llegado a tiempo de impedirlo. ¿Tiene esto algún sentido? Recuerdo que miré al cielo y me sentí vacío, como si me hubieran sacado el alma con una gran cuchara invisible. Había otros dos hombres conmigo. Los dos miembros de su congregación con los que él había estado conversando. Fueron ellos quienes avisaron a la policía.