DIVAGACIONES ACERCA DEL EMPLEADO

Me interesa sobre todas las cosas el gremio de empleados y, sobre todo, en estos días de espantosa calor, porque un dulce recuerdo viene siempre a mi memoria, y es que nunca me han aguantado en una empresa comercial más de una semana.

No sé por qué pero, la constancia que yo ponía en encontrar empleo, esa misma constancia tenían luego los patrones en echarme a la calle.

De modo que conozco a medias la crueldad de los espantosos días de calor y la inefable delicia de estarse en un cuarto a oscuras, bebiendo agua con limón mientras el sol raja la tierra y las casas y todos los empleados de la ciudad piensan que mejor se estaría viviendo en el polo… o no trabajando.

UN EMPLEADO SINGULAR

Recuerdo que entre los empleados que conocí en una casa de cereales, había un truhán alto y flaco, que en las horas de más calor, a las tres de la tarde, mientras que todos sudaban sobre los libros de contabilidad, éste decía:

A estas horas, en las sierras de Córdoba, todo el mundo va a bañarse al río —o si no—: La conveniencia de estar empleado consiste en que cuando se deja de trabajar se aprende definitivamente que es preferible hacer cualquier cosa a trabajar doce horas.

Ése era un tío disolvente y poco deseable en una sociedad bien constituida. Faltaba frecuentemente, y cuando arreció el calor, de modo que ya no era posible sino trabajar envueltos en una sábana, como lo hacían los romanos en todas las épocas del año, un día el fulano a quien le mandaron a cobrar un cheque de cinco mil setecientos pesos, desapareció y no se supo más de él. Envió una carta a la gerencia diciendo que se iría con los cinco mil pesos para las islas de Sumatra donde compraría una hamaca malaya y tendría varias negras que con un plumero se encargarían de ahuyentar los mosquitos de su escuálida figura.

LOS EMPLEADOS DE TIENDA

Pero fuera de toda duda, los únicos dignos de que se les recuerde como mártires auténticos de la cinta de hilera y de la puntilla valenciana, son los mancebos tenderos.

Para ser empleado de tienda hay que tener condiciones de santo laico. No hay vuelta. De otro modo no se explica que un joven bien parecido, robusto, de pelo rizado, de labios rojos y fisonómicamente bien parecido, desprecie estas condiciones donjuanescas y se dedique durante todos los días del año a desenfardar sedas ante los curiosos ojos de las señoritas que nada tienen que hacer.

Recuerdo que una vez entré a una tienda en compañía de una amiga. El mancebo tendero, bajó tal cantidad de fardos, que yo me avergoncé y le dije:

—Vea, amigo; no se moleste tanto. Con unas muestras está bien.

¿Saben ustedes lo que me contestó el hombre? Es para quedarse frío:

—Mire, señor… si no le enseñamos al cliente muchas, pero muchas telas, el patrón nos echa a la calle. De modo que mire y pida sin recelo no más. Me hace un gran favor.

Estuve tentado de ir a pedirle explicaciones al patrón.

SANTOS DE VERDAD

A medida que uno examina las condiciones de vida que rodean los distintos gremios proletarios, se llega a esta conclusión:

El trabajador que más cómodamente vive, con menos horario, más independencia, mayor respeto de parte de los que le rodean y tranquilidad en lo que atañe a su futuro, es el obrero, ya sea mecánico, carpintero; es decir, el artesano en general.

Un obrero tiene del patrón un concepto social e industrial completamente serio. Si el patrón no le conconviene, lo larga y se busca otro; porque el patrón no es un patrón para él, sino el intermediario entre el capital y el jornal. Para un empleado el patrón es una figura más gigantesca y temible. El patrón del empleado es el dios de horca y cuchillo, que puede suprimirle el plato de lentejas en cualquier circunstancia. En ciertas casas el culto del patrón tiene las características de un rito sagrado. Se habla del patrón en voz baja; cuando el patrón entra a los escritorios, las máquinas de escribir rechinan, como rechinaba el grano bajo las muelas de piedra en los molinos de Amílcar Barca, cuando éste se dejó ver a sus esclavos. Algunos no le conocían.

Y es que para reemplazar a un empleado hay cientos y cientos más preparados que él; en cambio un oficial mecánico es tan oficial como otro, y en un mismo trabajo la producción será análoga.

De ahí que esta gente, que se pasa ocho o diez horas en una oficina donde se trabaja de verdad, me parezca que tienen condiciones de santos de verdad. Pensar que afuera hay campos, que hay montañas con «chalets» y jardines, que hay ríos donde es una gloria pegarse un baño, y cerrar los ojos ante todo eso por cuatro pesos al día, sobre llevar cuello duro y afeitarse todas las mañanas… aguantar todo eso…

Estoy seguro que San Francisco de Asís, que llamaba al pasto hermano pasto y al agua hermana agua, no hubiera resistido veinticuatro horas empleado en una tienda ni en una ferretería. Y ahora que recuerdo, el padre de San Francisco era tendero. Lo que el joven Francisquito debió haber visto en la tienda, yo no me lo imagino, pero eso sí lo sé: un día Francisco largó al diablo todas las vestiduras de ciudadano florentino, y se fue a vagabundear, pues la tienda no le convencía…

Y ahora se me ocurre, si fuera posible hacer la vida de un ermitaño en nuestros días… pero quede esto para la nota de mañana.