SOLCITO DE ARRABAL
Antes de entrar en materia permítanme que les conteste a algunos lectores.
Benacasi: La timidez se combate eficazmente con numerosos baños tibios. En su defecto aprendiendo a pegar saltos mortales.
Oficinesca: A su vez las telefonistas deben echar pestes de ustedes las encargadas de los conmutadores particulares, de manera que se encuentran a la recíproca. Además, está mal eso de que ustedes obreras se «tiren a matar» por insignificancias así.
Villaclara: Bueno, si usted es el autor.
Jota - Erre - Eme: Dicho manifiesto futbolístico parece redactado por el Peludo o un imitador.
Vinchan: Opino que semejantes catástrofes amenizan la vida y enriquecen a los sobrevivientes. Yo iba a escribir una nota humorística, pero sabía que la censura no la dejaría pasar.
Baliña: No se haga mala sangre y largue, aunque quién le dice a usted que en la práctica no sea preferible una estúpida a una inteligente.
DE BRAZOS CRUZADOS
El transeúnte del arrabal, particularmente aquel que callejea a la una de la tarde, puede, si pone un poco de buena voluntad, descubrir barrios, donde las «señoras» pasan horas en la puerta de calle, con la espalda protegida por una pañoleta, de brazos cruzados y rechupando un mate. Estas mujeres, a medida que van saliendo a estacionarse en la puerta, se saludan en estos términos:
—Buenas tardes, señora; ¿tomando el solcito?…
—Así es…
Dichas estas palabras se husmean como los perros; de arriba abajo. Luego entornan los ojos y miran hacia la bocacalle.
Son buenas mujeres, chismosas como ellas solas, de nariz investigadora y ojos tipo Rayos X. Tienen en el fondo de las pupilas una chispa de dureza, y en la comisura de los labios esa arruga que no sabemos por qué pinta malicia y tacañería en el semblante. Agregan a dichas virtudes la de un cerebro de las dimensiones del de un pájaro, lo que explica la repetición que sigue:
—Está lindo el solcito, ¿no?…
—Sí, está lindo…
Pronunciadas estas sacramentales palabras, se aprietan los brazos sobre el pecho, giran el cogote y miran hacia la bocacalle, como si de la bocacalle esperaran ver surgir un prodigio.
Los perros juegan en la vereda. Con la cola tiesa y las orejas encapotadas. El almacenero ha salido un momento a la esquina, y desde la ochava soleada, con su nariz de bestia socarrona, husmea el cielo. Siente nostalgia del verde, donde jugaría con sus hermanos a los burros y los caballos. Luego piensa que es preferible empacar pesos y saludando a una señora de sombrero, la única que para salir usa sombrero en el barrio, se sumerge en su caverna.
Las mujeres siguen paradas a las puertas de sus casas. Durante treinta inviernos han repasado cien mil veces la pequeña idea que sigue:
—No hay como el solcito en invierno, ¿eh?…
La que ha introducido tan fenomenal variación en el pensamiento dicho, se queda regustándolo como si hubiera descubierto la inmortalidad del cangrejo. A su vez, la que ha tenido la inmensa suerte de escuchar una exposición tan profunda acerca de los beneficios de la helioterapia, replica:
—Cierto, da gusto este solcito…
Los chicos trotan como pequeños perros por la vereda.
—Angelito —grita una vecina—, vení, Angelito, que te voy a romper el alma.
Como es natural, Angelito no va. Obedecer sería darle una oportunidad a su madre para que no pudiendo romperle el alma le dejara unos cardenales en el cuerpo. Y Angelito se queda parado, enfurruñado en la misma esquina, mientras que la madre vocifera desde setenta metros:
—Vas a ver cuando venga tu padre…
Angelito piensa que de allí a que «venga su padre» faltan cinco horas, y que en cinco horas pueden ocurrir numerosos fenómenos, incluso el de que su madre se olvide de contarle al «viejo» sus fechorías.
Las vecinas, que participan de los beneficios del solarium callejero, prosiguen:
—Sin embargo, ayer no había el solcito que hay hoy… ¿eh?
—Sí, tiene razón, señora, ayer no había el solcito que hay hoy. Era más frío…
Después de una semejante exposición astronómica, los sesos de gallina reposan en una meditación trascendental. Y las consecuencias de esta meditación son las siguientes tesis interplanetarias:
—De un día para otro el sol no es lo mismo.
—Sí, cambia mucho el sol…
—Yo, si no tomo un ratito de sol estoy mal… con los huesos fríos todo el día…
—Y yo estoy muy floja… Me fijé en ese detalle hace cinco años.
Los perros continúan haciendo de las suyas en medio de la calle. Las comadres fingen no ver nada, mientras que los chicos miran y se ríen ostensiblemente.
Una vecina dice:
—Ya van a ser las dos de la tarde…
—Dios mío, ¡cómo se pasa el tiempo!… Tengo que hacer una bombachas de franela, para la nena que está resfriada. Con este frío no anda bien la chica…
—Hay que tener cuidado con la gripe, señora…
—Dígamelo a mí…