LA SED DEL JUGADOR
A las tres de la tarde había ganado treinta y ocho mil pesos; a las cuatro de la mañana, en el tercer viaje que hice a mi casa para buscar dinero, me quedaban quinientos.
Luego, el hombre chiquitín, envuelto en una bufanda y con el sombrero picado y manoseado inclina la cabeza sobre el pocillo, para continuar diciendo:
—Por eso siempre le digo a mi ahijado: tomá ejemplo de este jockey en desgracia. No jugués; si ganás plata, amarrocala; escapale a las mujeres, al copetín, al «escolazo». Le hablo así, porque es muchacho y me entiende. «Pero padrino, me dice él, algunos ganadores no le hacen mal a nadie. Y si son de fija…». Es inútil; el hombre tira al juego. A cualquier juego con tal de que haga temblar las manos y arder la frente…, no lo digo por mí, que, ven, soy serenito; pero es inútil…
Dije que el hombre era chiquitín. Además flaco y amarillo. Con los dedos en horqueta se rasca la barba y piensa… piensa en toda la plata que pasó por sus manos.
SIEMPRE EL MISMO
Nos hemos quedado en silencio. Yo cavilando sobre toda la pasión que envasa este cuerpo menudo; pasión tan formidable que no obstante no pesar el hombre más de cincuenta kilos, haría derretir entre sus manos al caudal de un imperio y la fortuna de un sátrapa. Con los dedos en horqueta, se rasca la barba; rechupa la colilla de cigarro y, de pronto, lanza la preocupación que lo mantiene con los ojos fijos en la taza de café:
—¡Ah! ¡Si yo tuviera plata, ahora!
—¿Qué haría?
—Lo que hace don… (aquí viene un nombre campanudo). Este don, se perdió un millón a las carreras (es curiosa la psicología del jugador. Siempre habla de hombres que perdieron millones). Y un buen día se dijo: «¿Así que yo fui un otario? He tenido que perder toda mi plata para saber cómo hay que ganarla». ¿Y sabe cuántas casas se hizo en ocho años? Catorce casas. Con este procedimiento. Él va y le juega al caballo que no puede perder. Claro está que estos caballos dejan un miserable sport por boleto; pero en un montón de carreras; haga el cálculo: hace semanalmente trescientos, cuatrocientos, doscientos pesos. Calcule usted que a fin de mes suman varios patacones. ¡Tiene que verlo! ¡Y la suerte! Vez pasada, va y pide quinientos places. Él juega siempre place. Se equivocó él o se equivocó el boletero, el caso es que le dan ganadores. ¡Y el caballo entra ganador!…
—¡Ah! ¡Si tuviera plata!
HISTORIAS
No es el primer jugador con el que hablo. Y todos al rato de confesar amarguras, recaen fatalmente en la historia vieja y nueva: el jugador que tuvo suerte. El jugador que llegó a las puertas de la más absoluta miseria, y que con una moneda hizo saltar una banca. Fue a las ruletas y estremeció a los banqueros; entró a los hipódromos y se vio obligado a contratar a, un ganapán para que le llevara a su casa bolsas cargadas de dinero.
Historias donde un azar fabuloso se complace en llevar al jugador y a su familia, del día a la noche, del fondo de un cuchitril a un palacio encantado. Historias que le contaron otros jugadores. Casos referidos en esas noches en que dos desdichados se acodan en el mostrador de zinc de un bodegón, y entre caña y caña, desenvainan recuerdos y mentiras. Mentiras que no son mentiras, sino carbón de esperanza; fuego para alimentar la pasión cada vez más arraigada, más dura, más sedienta.
—¡Ah! ¡Si tuviera plata!
Las cuatro palabras están impregnadas de nostalgia; son secas como los labios que las pronuncian, y cuando resuenan, los ojos del jugador se adistancian; entran a un hipódromo, a una timba, a un casino. Los naipes, caballos o ruleta desplazan la tristeza de cualquier tugurio, aun del más siniestro. Y el jugador, durante un instante, siente que su vida está suspendida de las cuatro palabras:
¡Ganaría! Siente que ganaría. Esta convicción le brota desde adentro, siempre que sus bolsillos están vacíos. Si no es ahora, será mañana. Y para sostenerse en esa terrible lucha con lo invisible, recuerda historias; la novela del millonario que quedó pobre y que con una billete de un peso, reconstruyó su fortuna; la historia del muchacho que por primera vez fue al hipódromo a jugarse un depósito bancario, se equivoca de ventanilla, en vez de jugarle al siete, le juega al seis; el seis da un sport de ciento sesenta pesos por boleto. El muchacho había jugado mil boletos, son 180 000 pesos. ¡Cruz diablo! ¡Cuánta imaginación!
¿CREE? ¿NO CREE?
¿Cree? ¿No cree? ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Dinero o jugar? Estoy seguro que si a mi jugador viniera el diablo y le ofreciera una fortuna a cambio de no jugar, este hombre movería la cabeza dudaría, aceptaría el dinero, firmaría y al otro día perdería el alma al entrar a una timba, por haber faltado a lo estipulado.
Y es que el jugador… (Iba a hacer psicología barata, y es mejor que me callé la boca). Todo hombre necesita tener la vida retorcida por algo. Dostoiewsky decía que «en todo hombre hay un verdugo de sí mismo». Este verdugo es la mala sed que día tras día va modificando la naturaleza del hombre que cayó en una pasión y que siente que ésta lo ata más y más; de manera que en un instante dado deja de ser él, para convertirse en un mecanismo oscuro y retorcido, que a toda hora exclama o piensa:
—¡Ah! ¡Si tuviera dinero!