EL DRAMA DEL COBRADOR

Iba a poner estas palabras:

«Han llegado los dramáticos días para los cobradores»; pero, de pronto, pienso que el cobrador de cualquier cosa vive en perpetuo drama, y entonces me pregunto: ¿Con qué palabras puedo comenzar esta nota?

Porque… carnaval en puerta, elecciones en puerta… cesantías, después de las elecciones, en puerta…

TE COMPADEZCO

Te compadezco, cobrador destartalado. Te compadecemos todos. Te aborrecemos todos. Con tu pinta inconfundible, con tu cuello de celuloide, los únicos que quedan en el mercado privado, con tu corbata que fue y no es, con tu camisa zurcida por todos los bordes que se doblan, con tus botines que tienen el color del sapo, y ese traje roído por el sol, el viento, la lluvia, la tierra, y tu valija o cartera de procurador bajo el brazo… Te compadezco, cobrador destartalado.

Cobrar. Cobrar. Esta palabra resuena en nuestros oídos como la trompa del juicio final en el día postrero. Cobrar… ¡Cobrarías!…

Han llegado los días de experiencia amarga para los cobradores. Si bien es cierto que no hay ciudadano que sea reacio a palmar el vento ganado en legítima o ilegítima «yugada», si bien es cierto que todos son parcos en eso de aflojar los cordones invisibles que cierran las bolsas invisibles, si bien es cierto que no hay día en que todo cobrador no se sienta varias veces descuartizador, los tiempos de impiedad han crecido en estos días, y no hay hombre que se estime un poco que no le diga a la vieja, a la hermana o a la mujer:

—Che, si viene el cobrador decí que no estoy. Que no estaré tampoco. Que he desaparecido. Que han dado cuenta a la policía de mi desaparición. Qué creen que me han descuartizado.

Y llega el bendito. Llega y llega con cara de apóstol. El brulote de los recibos bajo el brazo. La sonrisa pascual, evangélica. Golpea y se pasa el pañuelo por el cogote. Esto es sintomático. Se pasa el pañuelo por el cogote para que el que abra la puerta tenga la sensación de que llega cansado de recorrer inenarrables leguas y así no tenga corazón endurecido para rechazarlo. Llega y llega sonriendo el apóstol. Llega y dice:

—El recibito.

No especifica de dónde es el «recibito». Cuando la puerta de calle queda entreabierta y los del interior lo pueden ver, el hombre sigue con el pañuelo laburándola de sudoroso. Se pasa el pañuelo por el cogote y bufa. Si sale un chico le sonríe al chico, aunque en su interior quisiera exterminarlo. El chico le da una patada en la canilla, la madre lo ve y el apóstol exclama:

—Estos angelitos…

Asoma la portadora del recibo, la que debía portar el vento y no el papel mojado.

El apóstol ensaya una mirada asesina. Bufa, auténticamente. Reprime diez malas palabras vertiginosas. El «angelito» se desarrima prudentemente del cobrador.

LA EXCUSA

—Dice mamá que si puede pasar el mes que viene que mi hermano salió para el campo…

El bendito rechina los dientes. Diez mil malas palabras fulgurantes le estallan entre los sesos y los huesos del cráneo. Tiene ganas de asesinar a alguien. Y sonríe como un bulldog…

—Pero si esta cuentita hace cinco meses que debía estar cancelada…

—Cierto, tiene razón, pero mi hermano… vino y se fue…

—Pero podía dejar la plata su hermano…

—«Muchacha» —gritan de adentro—, «cierra esa puerta que entra calor»…

—Bueno, véngase el mes que viene…

La puerta se cierra. El apóstol murmura injurias tremendas. Tiene ganas de tumbar la puerta a patadas. ¡Dónde está su comisión! Cuando piensa que ha caminado diez cuadras a contramano, nuevas y más retumbantes malas palabras le rechinan entre los dientes. Olfatea la puerta, pero como la puerta no es maquinita de hacer plata, el cristo se aleja, se aleja y mira para atrás. En la garganta se le atragantan quinientas nuevas malas palabras inesperadas.

Camina y su tristeza se hace inmensa. Nadie palma. Nadie quiere saber ni medio de pagar. Y él vive de la comisión. ¡No haber nadie para asesinarlo! En su pecho crece un odio espantoso. Carnaval en puerta, cesantías, la plaza está mal, las elecciones; hay vagos que en vez de trabajar se van a pegar carteles, y gratis… El hombre siente descomunales ganas de oscurecer el sol de una andanada.

Estampa derrotada de cobrador. Estampa fulera, vencido de la vida; escombro que por una irónica contradicción del destino tiene que dedicarse a recolectar «vento». Te compadecemos. Te aborrecemos. Tu figura nos espanta como la del ángel que tocará la trompeta del juicio en el día postrero. Te aparecés cuando menos esperamos a sobresaltarnos el bolsillo, a amargarnos el almuerzo, a estropearnos la cena; te aparecés con la amplia sonrisa del apóstol y un oscuro pañuelo grande como una sábana para demostrarnos todos los trabajos crueles que tiene que sobrellevar el que se dedica a hacerle «vomitar» el «argent» a sus prójimos. Y sólo nos consuela de largarte a la pileta, de no palmar, ni medio, sólo nos consuela del remordimiento que podríamos sentir, la andanada de injurias que nos echarás a las espaldas. Ese desahogo bien vale el no pagarte.