Primer capítulo

Era capaz de introducirme en el interior de esos cuadros [asiáticos], que me hacían preguntarme quién era yo. Por contraste, los pintores occidentales intentaban decirme quiénes eran ellos.

JOHN McLAUGHLIN

David y yo

Casi puedo ver a David, tranquilo e inescrutable, absorto, entrando en su coche, un viejo Nissan gris, y alejándose. Llega a su casa en algún lugar de la ciudad, algún lugar que yo no conozco, lo saluda alguien a quien yo no conozco, una mujer probablemente. Su coche puede ser modesto, pero no su casa. Allí es donde recibe. La casa tiene bellas vistas sobre la bahía y el puente, ventanas del suelo hasta el techo a través de las cuales él y su mujer pueden ver los veleros.

Casi puedo ver a David en el Museo de Arte Moderno mirando un Mondrian recientemente adquirido, pensando que el maestro debe haber copiado a McLaughlin, el pintor de California cuya obra yo le enseñé a apreciar.

— Mira — le dirá a la mujer— . El cuadro es de alguien que intenta imitar a John McLaughlin. Mira allí. Se ha dejado la cinta adhesiva en el cuadro.

— ¿Quién es ese tipo, McLaughlin? — le preguntará probablemente ella, a quien no le interesa la respuesta pero que, después de haber sido adoctrinada con una mane educación durante su juventud, se siente obligada a preguntar.

— Un pintor de California con el que estaba obsesionada una mujer con la que salí.

David me dejó antes de que pudiera enseñarle sobre Mondrian.

Casi puedo ver a David celebrando un picnic en el patio trasero de su casa cuando sus hermanas lo visitan. Deben tener la barbacoa encendida. La mujer entretiene a las hermanas con historias sobre cómo ella y David se conocieron, cómo ella supo que estaban hechos el uno para el otro. Una sonrisa aquí, una risilla allá.

El cuñado le susurra a David al oído:

— Es un buen partido.

— Por supuesto.

— ¿Vas a tomártelo en serio?

— Lo estoy pensando muy seriamente. — David se ríe con su cuñado, dos conspiradores en el juego de la vida.

Casi puedo ver a David en todas partes adonde voy. Ha sido una obsesión indecente. Siempre me habían dicho que el tiempo lo cura todo, destruye los recuerdos, sublima la pasión. No es verdad. Nunca fui un juguete del tiempo. David me dejó hace dos años y no lo he visto desde entonces, pero todavía siento lo mismo por él que si hubiera sucedido ayer. Hay ciertas cosas que trascienden el tiempo. Nada parece haber cambiado en mis sentimientos por él. Estoy atrapada en arenas movedizas.

David y McLaughlin

Conocí a David en un momento bajo de mi vida, y él me dio una dirección, se convirtió en mi compás y mi ancla. Yo me estaba debatiendo y él me centró. Las primeras veces que estuvimos juntos no hicimos otra cosa que hablar en la cama, explorándonos, literal y figuradamente. No le veía lo suficiente, porque estaba siempre ocupado, lo cual significaba que en el momento mismo en que aparecía en mi casa, lo arrastraba a la cama. Al principio no me daba cuenta de que él se sentía más cómodo en mi cama, cuando estábamos solos, cuando nadie podía vernos juntos. Era en mi cama, estando yo desnuda, con independencia de que él lo estuviera o no, donde él se sentía menos amenazado.

Nuestra primera salida fue al Museo de Arte Moderno. El comisario había llenado el pasillo de cuadros de artistas californianos; a un lado los de California del Norte, y al otro los de California del Sur. David y yo prestamos más atención a los pintores de California del Norte por su utilización de los colores. Mientras caminábamos, un cuadro del otro muro me obligó a detenerme. Me llamó. «Sarah», dijo, «mírame». Era un cuadro simple, de un estilo que nunca me había gustado y siempre había considerado estéril. Pero me quedé helada, embelesada. Era un cuadro de tamaño medio, ochenta centímetros de ancho por noventa y cinco de alto. La superficie era suave, sin signos de pincelada alguna; el color era un amarillo blanquecino — en realidad era una mezcla de blanco zinc, amarillo cadmio y un punto de ocre puro—  con un rectángulo amarillo ligeramente descentrado. Ocho líneas horizontales y cuatro verticales, de color negro y distintas longitudes y grosores, se cruzaban en distintos puntos del cuadro. No estaba viendo un cuadro, sino un objeto móvil de tres dimensiones, una escultura viviente. Las líneas negras se movían hacia adelante y hacia atrás en el espacio. El cuadro amarillo se hundía hacia el fondo del cuadro, creando una profundidad difícil de comprender. Los colores estallaban en lugares inesperados. Fue mi introducción a John McLaughlin, el pintor que me abrió los ojos.

David no podía entender por qué me negaba a moverme del lugar.

— ¿Te gusta ese cuadro? — me preguntó.

— Sí. Es bonito. — Le miré, esperando que no me considerara una lunática consumada. Ni yo misma podía comprender mi asombro.

— ¿Qué te gusta de él? — Me miró, más intrigado por mí y mi reacción que por el cuadro. Intenté explicárselo y me sorprendí haciéndolo adecuadamente. No pude precisar los aspectos espirituales y emocionales que veía en él, pero le mostré cómo se movían las líneas, cómo sus intersecciones cambiaban los colores al mirarlas a pesar de que estuvieran pintadas de negro. Cuando terminé, él reconoció que se trataba de un buen cuadro, y afirmó que no le importaría colgarlo en su casa.

— Ojalá pudiera llevármelo a casa — le dije— . Me encantaría tenerlo.

— Aunque pudieras — me respondió— , probablemente te costaría una fortuna.

— Pero valdría la pena. Pagaría lo que fuera por ese cuadro. Si el museo me lo vendiera, lo compraría sin pensarlo. Es magnífico.

— Te estás comportando como una tonta — dijo— . Es un cuadro bonito y quedaría muy bien en tu casa, pero ¿por qué ibas a pagar tanto por él? Sólo es pintura sobre un lienzo. No, aquí dice que es sobre Masonite. Seguramente eso es más barato. No es algo único.

— ¿Qué quieres decir con eso de que no es único? Nunca he visto nada igual.

— No — dijo él con seriedad— . No quiero decir que cualquiera pueda crear el original, sino que cualquiera puede copiarlo. Tú puedes hacerlo. Eres ingeniera. Si tanto te gusta este cuadro, ¿por qué no haces uno exactamente igual? No debe ser tan difícil. ¿No crees?

Nunca había pensado en eso. Miré el cuadro y empecé a preguntarme si podría copiarlo. No veía por qué no. Así es como empezó.

Necesité diecisiete cuadros para conseguir una copia aceptable del McLaughlin. Probé la pintura sobre lienzo, sobre lino, sobre Masonite, y aprendí acerca de las distintas texturas. Pinté el cuadrado marcando su superficie con cinta adhesiva, utilizando una regla, y sin ayuda alguna. En el décimo cuadro di con los colores adecuados, pero no fue hasta el decimoséptimo, una vez que hube corregido las medidas y la colocación de las líneas, cuando el cuadro funcionó. David me animó durante todo el proceso. No podía advertir las diferencias que había entre los distintos cuadros, pero se mostraba paciente con mis inútiles explicaciones. Mi primer intento le gustó tanto como el último, así que, a modo de regalo, le di mi primer cuadro. Consideré que era un regalo perfecto. En aquellos momentos, significaba mucho para mí. En el mismo instante de poner la pintura sobre el lienzo, descubrí un placer tan primitivo, tan intrínseco a mi naturaleza, que me resultó difícil desentrañar cómo había podido pasar tanto tiempo sin él. Quería que David compartiera mi placer. Quería que tuviera algo mío en su casa. Poco podía sospechar que nunca volvería a ver el cuadro. Cuando salió de mi casa, lo perdí. David nunca me tuvo la confianza suficiente para decirme dónde vivía.

David tuvo una importancia capital en el desarrollo de mi carrera artística. Había estado en la inauguración de una pequeña galería y me habló de ella. Me sugirió que los llamara, porque creía que exponían pintura abstracta. Hablé con la directora, una mujer magnífica, más joven que yo, que se ganaba la vida como camarera y había convertido un pequeño garaje en una galería para exponer las obras de sus amigos. Le dije que era una principiante y que me gustaría conocer su opinión sobre mi obra. Se presentó al cabo de media hora, diciendo que aquella tarde no tenía nada más que hacer. Le encantaron los dieciséis cuadros. Quería exponerlos todos, en orden cronológico, para mostrar la progresión, a pesar de que el último cuadro fuera una réplica exacta. La exposición no fue un éxito clamoroso, pero tampoco una decepción. Colocamos los dieciséis cuadros en orden, con una elaborada explicación de la metodología empleada. Es posible que no cambiara el mundo del arte, pero fue instructivo. Exponer mi obra cambió mi opinión de mí misma. Nunca volví a sentirme perdida. Tenía un motivo por el que levantarme cada mañana. Y por eso, aunque sólo sea por eso, siempre le estaré agradecida a David.

David me sugirió que tomara clases, que aprendiera más sobre pintura. Me apunté a una clase de especialización en el San Francisco Art Institute. La primera noche, el profesor nos dijo que había dos formas de pintar que no estaban permitidas en su clase: no podíamos pintar en diagonal y no podíamos pintar de negro. Ni siquiera con el mayor esfuerzo pude comprender cómo un pintor — de éxito discreto, debo decir, pero pintor a fin de cuentas—  era capaz de imponer reglas tan arbitrarias. ¿Qué problema había con el color negro? Mi primer instinto fue salir de la clase y no regresar nunca más. Sin embargo, me quedé, y durante todo el tedioso semestre no pinté otra cosa que diagonales negras. Pintaba líneas diagonales negras cruzándose entre ellas, diagonales negras por todas partes. El profesor no me dijo nada durante todo el semestre. Al final del curso, fui la única estudiante de la clase que recibió un sobresaliente. Ningún otro estudiante pasó del aprobado. Después de aquello, no asistí a más clases de arte.

En el momento de hacer mi segunda exposición, había desarrollado un estilo pictórico distintivo, consistente en grandes lienzos cuadrados con barras de colores sobre un fondo sólido, siempre de dos tonalidades, pintado con una capa delgada. El propietario de una galería de Nueva York me escribió diciéndome que expondría mi obra en su galería durante tres semanas si estaba dispuesta a hacerme cargo de los costes. Las condiciones del trato estaban bien claras: sería expuesta en Nueva York, en una galería del Soho nada menos, si pagaba dos mil dólares más el coste del transporte de los cuadros. Al principio dudé, sin saber si se trataba tan sólo de una exposición destinada a saciar mi vanidad. Pero acepté las condiciones por dos cosas: el propietario dijo que los ingresos de la venta de los cuadros serían íntegramente para mí hasta que pudiera recuperar mis gastos, sólo después de lo cual él se cobraría una comisión; y David pensó que era un buen negocio debido a la publicidad que recibiría. Fijamos la fecha de la exposición para el enero de 1995, justo dos años después de que hubiera empezado a pintar. Por suerte, acabé recuperando mucho más de lo que gasté. Mandé mis cuadros por UPS. Destrozaron dos de ellos, uno de camino a Nueva York y el otro de regreso. Los había asegurado, y recibí cuatro mil dólares de UPS. Así pues, en mi currículum incluyo a UPS como un gran coleccionista de mis cuadros.

David siempre ponía excusas para no asistir a ninguna de las inauguraciones. Pero apareció en un cóctel en San Francisco después de que yo lo importunara durante semanas. Era un jueves por la noche, que no era nuestra noche. Se escabullía alegando una y otra vez otros planes. Me sorprendió verlo aparecer. Se quedó durante unos veinte minutos. Apenas hablamos, porque yo andaba ocupada con otra gente. Me saludó con la mano al entrar, paseó por la galería y se marchó sin decir adiós. Durante un buen tiempo después de aquello tuve que oírle repetir cómo había pasado de él.

El desengaño de David con mi arte fue madurando lentamente, y alcanzó su punto álgido con la aparición de Baba Blakshi. Baba era mi respuesta a la hipocresía del mundo del arte. Nunca pensé que fuera a crecer, prosperar y madurar. Una galería local pidió aportaciones a una exposición llamada «Apariciones». El comisario quería obras que reflexionaran sobre los conceptos de visión, aparición y materialización de iconos. No sé exactamente por qué me interesó la idea, porque no era algo a lo que, en circunstancias habituales, hubiera prestado atención. Pero desde el momento en que leí el anuncio en la revista de arte, mi cerebro se desbordó de posibilidades. Propuse dos piezas: ambas fueron aceptadas. La primera era el hoy infame Jesús en una tortita. Encargué a un impresor local que hiciera una lámina de metal estampada con un dibujo de Jesús tomado de Cabeza de Cristo coronada de espinas, un cuadro de Guido Reni, de la National Gallery de Londres. Había pensado en un Cristo de Miguel Ángel, pero el Reni tenía exactamente ese insufrible aire de sufrimiento que tanto me gustaba. Calenté la lámina y le eché encima tortitas de harina. El resultado fue un montón de jesuses en tortitas. Esto, por supuesto, era una referencia a una historia verdadera: en 1978 una mujer de Nuevo México que estaba friendo una tortita vio el rostro de Jesús en ella. La enmarcó. Los creyentes llegaban en manadas desde todas partes del mundo para contemplar la epifanía. Yo le di al mundo un montón. La segunda pieza, Jesse en mi retrete, era un poco más compleja. Tuve que encargar a un fontanero que la hiciera por mí. Utilicé una taza de váter real, con una bomba que reciclaba el agua. Instalé una luz negra bajo el borde del váter que se encendía cuando se tiraba de la cadena. Para el interior, encargué un retrato de Jesse Helms que solamente podía verse cuando se encendía la luz negra. De este modo, siempre que se tiraba de la cadena aparecía un retrato apenas visible de Jesse.

David no apreció mis obras. Insinuó que podían representar el final de mi carrera artística seria. Ningún comisario respetable se tomaría mis cuadros en serio si presentaba un retrete como obra de arte. Le expliqué lo de Duchamp y el urinario, Fuente. No estaba haciendo nada especialmente nuevo o chocante. Simplemente me pareció que era divertido. Le dije a David que no presentaría mis obras con mi nombre, porque no tenía ningún interés en que las asociaran conmigo. Me inventaría un nombre absurdo, como hizo Duchamp, un nombre chistoso. Me inventé lo de Baba Blakshi. Mis cuadros serios no se verían afectados (me equivocaba por supuesto, pero por razones distintas a las que David mencionó).

Las obras no sólo fueron el gran éxito de la exposición — el resto de trabajos eran pueriles—  sino que se habló de ellas durante meses. Había más interés por la obra de Baba Blakshi del que jamás había habido por la de Sarah Nour el-Din. Lo que yo consideraba una broma adquirió seriedad por sí misma. Baba ridiculizaba la hipocresía del mundo del arte y el pérfido mundo del arte se tragó lo de Baba.

Si diera marcha atrás, no volvería a crear a Baba. Me dejé llevar por la atención que se le prestó, creyendo que era inocua. Lentamente, pero con firmeza, empecé a conceder a la obra de Baba un respeto que no merecía, baba impregnó mi vida, todos los aspectos de mi vida. El cinismo es un amante cruel y parasitario. Seduce. Como un demonio, agota con sus adulaciones toda energía creativa y la destina a su propia supervivencia, baba no era otra cosa que la encarnación del cinismo. No es extraño que prosperara.

Nunca controlé a Baba, y ella ni siquiera me recompensó por mis esfuerzos. Casi todo su trabajo era difícil de vender (con la excepción de Jess en mi retrete, que se vendió al momento por más dinero que cualquier otra «obra» de arte que yo hubiera creado). Como Baba era efímera, recibió más atención que su creadora. Finalmente, perdí a Baba hace un año y medio, en mi última exposición. Para llevar más allá una broma que ya no era divertida, les pedí a unos cuantos artistas que se inventaran obras de Baba. Crearon una serie de piezas que gustaron más a la galería que mis originales. Mi exposición de Baba no incluía nada mío. Se estaba haciendo fuerte en algún lugar, pero no tenía nada que ver conmigo. El mundo del arte sigue amando a Baba, a pesar de que ella ya no ridiculiza la hipocresía. La obra de Baba ha dejado de ser divertida para ser cruel, una progresión natural.

Perdí a David durante la transición de Sarah a Baba. No me dejó por eso, pero jamás hubo ninguna duda de que él desaprobaba con vehemencia a Baba. La consideraba vulgar, sin clase y despreciable. No puedo culparle de ello.