CAPÍTULO I
Mi abuelo, Hammoud, me llamó Sarah por la gran Sarah Bernhardt. Estaba loco por ella. Como fue él quien eligió mi nombre, quien me marcó, inmediatamente me convertí en su nieta preferida.
De niña, pasaba tanto tiempo en casa de mi abuelo como en la nuestra. Mis abuelos vivían en un piso espacioso a sólo dos edificios de distancia. A pesar de que mi padre tenía estudios, era médico, consideraba la educación un simple medio para conseguir una mejor posición profesional, no un proceso de satisfacción de las curiosidades intelectuales. Mi abuelo, en cambio, era periodista. Tenía el cerebro lleno de información y trivialidades que compartía con cualquiera dispuesto a escucharle, y a mí me encantaba escuchar.
Pasaba la mayor parte del tiempo con mi abuelo en la sala de estar, una habitación de paredes verdes, bien amueblada y repleta de libros. Me sentaba en su regazo mientras él me agasajaba con historias. Me contaba todo tipo de cuentos, pero mis favoritos eran los que se referían a la Divina Sarah, la diosa del escenario. Acabé sabiéndomelos de memoria.
— Su nombre real era Henriette-Rosine Bernard — me decía— , pero siempre será Sarah Bernhardt, la Divina Sarah, la mujer más grande que jamás haya existido. Rompía el corazón de todos los hombres. Cuando estaba en escena, la tierra se movía, los planetas chocaban y el público se enamoraba. Yo era un niño cuando la conocí, no mucho mayor que tú, pero supe que estaba en presencia de la mejor actriz del mundo.
— Su cabello — decía otra historia— , tenía el pelo rojo como el fuego, de un rojo brillante, y su voz, cielos, su voz era la más bonita del mundo. Cuando ella hablaba parecía que cantara. Yo era un niño cuando la conocí, y ella una mujer mayor, pero me hubiera casado con ella si hubiera podido. Me hubiera casado con ella allí mismo. Pero todo el mundo quería casarse con ella. Su cabello pelirrojo era muy parecido al que tú tenías cuando eras un bebé. Si ahora te tiñeras el pelo, te parecerías mucho a ella. Y era explosiva, como tú.
Crecí convencida de que yo era la Divina Sarah. Podía hacer lo que me viniera en gana. Ese regalo de mi abuelo fue el mejor que jamás me fue concedido. Crecer en el Líbano no era fácil para una chica. Por mucho apoyo que los padres prestaran a sus hijas, las presiones, sutiles y no tan sutiles, llevaban a las chicas a no esperar más que un buen matrimonio. Al ser la Divina Sarah, podía hacer caso omiso de esas presiones, para consternación de muchos. De niña, era hombruna, y no sabía cómo debían comportarse las niñas. Me convertí en una buena jugadora de fútbol. Se me daban muy bien las matemáticas. Llevaba petos y zapatillas de deporte.
Sus historias tenían muy poco efecto en los demás. Mis hermanas Amal y Lamia no se sentían nada impresionadas. Mi madrastra se oponía a que yo escuchara historias de mujeres rebeldes, pero mi padre la convenció de que era una actividad inofensiva. Años después, consideraría que yo me había convertido en una guarra — así es como me llamó en una ocasión— por culpa de esas historias, que a los cinco años podía ya repetir palabra por palabra. Quería ser actriz. Permanecía ante el espejo de mi habitación dando las gracias al público. Declamaba monólogos incomprensibles como la Fedra de Racine sin tener la menor idea del argumento de la obra. Lamia, que era dos años mayor, se hartó hasta tal punto de mis actuaciones que me dio un bofetón en plena cara. Lloré, corrí hacia mi padre, me quejé de lo que me había hecho, y cuando llegó para defenderse, me protegí detrás de mi padre, pronunciando un nuevo monólogo con la sola intención de molestarla. Todavía hoy, con todos sus problemas, con su internamiento y todo, es mi hermana menos preferida.
A medida que crecía, empecé a hacerle más preguntas a mi abuelo. ¿Cómo llegó a conocer a la Divina Sarah ? Estaba con su padre, un diplomático de alto rango con sueldo del decadente Imperio otomano, que se encontraba visitando París en misión diplomática. Vieron una obra de teatro y mi abuelo fue llevado a los camerinos para conocerla. ¿Qué edad tenía él? Once, fue en el año 1912. ¿La obra? L’Aiglon, de Edmond Rostand. El protagonista de esa obra era el hijo de Napoleón, que era retenido en una especie de cautividad después de la caída del imperio. La Divina Sarah era una mujer de mediana edad haciendo el papel de un chico. Yo estaba embelesada. ¿Estaba bien como hijo de Napoleón? Estaba increíble. Corría de lado a lado del escenario, saltando de un lugar a otro, pronunciando sus frases con tanta intensidad, tanta integridad, que los espectadores olvidaron que estaban viendo a la Divina Sarah. Estaban viendo al hijo de Napoleón caminando por el escenario.
A los diez años, empecé a estudiar las obras de teatro. Me encantaba L`Aiglon, pero si la Divina Sarah tenía que hacer un Rostand, ¿por qué no ser Cyrano de Bergerac, con toda su brillantez? Le pregunté a mi abuelo si sabía si alguna vez ella había hecho de Cyrano. No, nunca. Podría. La Divina Sarah podía hacer cualquier cosa. Quería estar completamente segura, así que intenté descubrirlo. Recurrí a las monjas de la escuela. Una monja amable, atípica entre las carmelitas, se tomó la molestia de enseñarme cómo utilizar la Encyclopédie Larousse. Busqué a la Divina Sarah.
Descubrí que la divina Sarah apareció en L’Aiglon alrededor de 1900, o posiblemente antes, pero no en 1912. La revelación me conmocionó. A medida que iba leyendo, empecé a formular excusas. Podía ser que mi abuelo tuviera cuatro años. No, no, todavía no había nacido. Quizá ella interpretó de nuevo la obra en 1912. Que la hubiera interpretado doce años antes no significaba que no pudiera haberlo hecho de nuevo. Después leí acerca de su accidente y las lágrimas empezaron a descender por mis mejillas. En 1905, mientras actuaba en Río de Janeiro, sufrió una lesión en la pierna derecha. En 1911 era incapaz de caminar sin ayuda y, en 1915, le amputaron la pierna. La Divina Sarah, mi tocaya, siguió actuando. Cuando ya no podía andar, usaba un bastón o era ayudada, en el escenario, por otros actores. Después de la amputación, utilizó una pierna artificial. En 1912, no podía saltar por el escenario. No pudo haber interpretado L`Aiglon.
No le dije nada a mi abuelo, jamás. Murió ignorando que yo lo sabía. Todavía hoy, siempre que me siento ligeramente deprimida, me tiño el pelo de rojo.