Primer capítulo

El principio

Tuve una niñez de cuento de hadas, con madrastra malvada incluida. Cuando llegó a nuestra casa, era apenas una muchacha. Sólo tenía quince años más que yo (y doce más que Amal, la mayor). Pronto decidió que yo no le gustaba y estableció un plan disciplinario que se prolongaría hasta mi adolescencia. Con mis dos hermanas era estricta, pero conmigo se comportaba como un nazi.

Yo no me sentía a gusto en un ambiente tan disciplinado, ni en casa de mi madrastra ni, posteriormente, con las monjas de la escuela. Tenía un carácter independiente que, a pesar de los intentos de mi madrastra, no era fácil domeñar. Mi padre y mis tíos nos enseñaban a las chicas todo tipo de insultos obscenos y se reían histéricamente cuando nosotras los repetíamos. Cuando llegó mi madrastra, lo consideró ofensivo y exigió que se acabara con aquel lenguaje indecente. El compromiso de mi padre fue el de permitirnos utilizar palabrotas sólo cuando mi madrastra no estuviera presente. Mis hermanas cumplieron. Yo no. Me gustaban las caras de susto que ponían los demás cuando pronunciaba un delicioso insulto. Cuando ella no estaba presente, recibía una respuesta hilarante. Cuando sí lo estaba, una reprimenda. Pero aun así, persistía.

Siempre estaba indignada porque yo no hacía lo que me pedía. Yo era una niña precoz, y lo único que deseaba era que la gente me explicara por qué quería que yo hiciera algo en concreto. Ella nunca lo hacía. Siempre estaba dando órdenes y yo me preguntaba por qué. Por cada por qué, yo recibía un cachete. Nunca dejaba de preguntar.

Como fui la menor hasta que nacieron mis medio hermanas, era la esclava de la casa. Mi madrastra me ordenaba cosas constantemente. «Tráeme una botella de agua, Sarah.» «Mis zapatillas, que están debajo de la cama.» «Tráeme el frasco azul de crema facial, Sarah. El que está en la mesilla de noche. Asegúrate de coger el azul y no el verde, Sarah. El verde no.» Yo le llevaba el verde y ella me daba un cachete.

Todas las noches caminaba sobre su espalda porque tenía el peso perfecto. Ella había caminado sobre la espalda de su madre cuando tenía mi edad, de modo que yo también tenía que hacerlo. Gemía a cada paso que yo daba, y me imaginaba cómo se le rompían las vértebras, cómo mis piececitos le hacían pequeñas muescas en la espalda. Cómo se le enrojecía la piel.

Me vengaba. Robarle los zapatos era mi venganza predilecta. Una vez descubría cuál era su par favorito, tiraba un zapato por el conducto de la basura y escuchaba cómo retumbaba metálicamente a lo largo de seis pisos y aterrizaba en los contenedores con un ruido apagado. Nadie miraba allí. Siempre tiraba uno solo de los zapatos, nunca el par. De ese modo ella creía que había perdido uno, no que alguien se los había robado. También me gustaba vaciarle la mitad de un frasco de perfume por la taza del váter. Cuando Violet, nuestra niñera de las Seychelles, pasaba junto a ella, mi madrastra olía el rastro que dejaba. Nunca fue capaz de inculpar de nada a Violet, por supuesto, y no creo que pensara que Violet era capaz de hacer las cosas que yo hacía. Sin embargo, la despidió un par de años después de asumir el mando de la casa. Cuando lo hizo, le declaré la guerra.

Le ponía bolígrafos Bic en los bolsillos del abrigo para que se reventasen. Le puse un ratón vivo en el delantal. Le descosía los dobladillos de las faldas. Pero mi travesura preferida, por la que, desgraciadamente, fui sorprendida, tenía que ver con los saquitos aromáticos. Mi madre hacía saquitos cortando viejas redes de mosquiteras en pequeños retales. Después los empapaba de lavanda y los metía en el interior de una bolsa que colocaba entre las sábanas recién lavadas, en el armario donde se guardaba la ropa de lino. Las sábanas, cuando se sacaban y se colocaban en las camas, se habían impregnado del aroma de lavanda. Fui al armario del lino, saqué las bolsas y las coloqué en el cajón de arena de los gatos. La noche siguiente, las puse de nuevo en el armario, entre las sábanas. Mi madrastra se puso furiosa. Fue mi padre quien me azotó por aquello, con el cinturón, por supuesto, en el baño.

Yo era un poco hombruna por naturaleza y, sabedora de que con ello molestaba a mi madrastra, me negaba a ponerme vestidos. Muchas veces iba sucia y era mejor deportista que cualquiera de los niños del vecindario. No usé maquillaje hasta los quince años, cuando conocí a mi mejor amiga, Dina. Mi madrastra les enseñaba a mis hermanas, Amal y Lamia, a hacer las labores del hogar, como cocinar o coser. Yo no podía soportarlo. Cuando intentó enseñarme a bordar, me pinché los dedos hasta sangrar. Nunca lo volvió a intentar.

Puso a mi padre en contra de mí. Yo era su hija favorita, su Cordelia. Él siempre había considerado encantadora mi singularidad. Después de años de persistentes críticas de mi madrastra, mi padre empezó a verme como una causa perdida. Su última decepción fue mi habilidad con el fútbol. Había practicado ese deporte de niña, en la calle, con los niños. Mi padre nunca consideró, a diferencia de mi madrastra, que aquello fuera un problema.

En cualquier caso, durante los años posteriores a la final de la Copa del Mundo de 1970, mi madrastra consiguió convencer a mi padre de que yo era perversa. Vi el campeonato con mi familia y observé cómo Brasil destrozaba a Italia. Yo no sabía quiénes eran los jugadores y llegué a pensar que Repetición era el mejor jugador porque su nombre aparecía en la parte inferior de la pantalla cada vez que sucedía algo realmente importante. Lo único que en realidad sabía era que los brasileños hacían café y los italianos pasta. Pero entonces vi a Pelé pasarle el balón a Jairzhinho para que marcara uno de los goles, y experimenté una epifanía futbolística. A partir de aquel momento, supe cómo se debía jugar aquel deporte, y ese conocimiento marcó el inicio de mi descenso en espiral hacia la desgracia.

Yo era una niña escuálida, ni rápida ni fuerte. Pero desarrollé un impecable control del balón y contaba con la bendición de algo intangible: visión del juego. Podía ver el desarrollo de las jugadas mucho antes de que tuvieran lugar. Siempre sabía dónde estar, dónde mandar el balón. Incluso en los pequeños y desorganizados partidos callejeros, sin ni siquiera un par de zapatillas deportivas, resultaba evidente para cualquier espectador que yo era especial. Y que era una niña.

Un día, mi madrastra miró por el balcón, me vio en la calle jugando y tuvo una crisis nerviosa. Se negó a hablar con nadie, se tomó tranquilizantes y se encerró en su habitación. Mi padre durmió en el sofá. Al día siguiente, cuando permitió que mi padre entrara en la habitación, mantuvieron una larga conversación. Las tres, sus hijastras, pero no sus hijas, acabamos en una escuela en régimen de mediopensionado, Carmel Saint Joseph. La escuela estaba a sólo cuatro calles de distancia de nuestra casa, pero dormíamos allí cinco noches a la semana. Íbamos a la escuela los lunes por la mañana y regresábamos los sábados por la tarde. Teníamos que llevar uniforme. Las monjas fueron advertidas sobre mi comportamiento y actuaron en consecuencia. Me trataron como a una alborotadora y no las decepcioné. No me permitieron que jugara al fútbol ni a cualquier otro deporte en la escuela. Tenía que limitarme a mirar mientras las otras niñas jugaban al voleibol o al baloncesto, considerados deportes aceptables para las chicas pero no para mí.

Por suerte, la intromisión de mi madrastra en mi vida terminó, o por decirlo adecuadamente, disminuyó, con el nacimiento de Ramzi, el primer hijo de mi padre y la razón de su boda con mi madrastra. Yo tenía once años. Tanto ella como mi padre dejaron de preocuparse de las niñas y centraron toda su atención en el recién nacido, la única razón de la existencia de mi padre y de todos sus antepasados. Menudean las historias apócrifas sobre ese «bendito» acontecimiento. Se dijo que mi madre, Janet, de la que mi padre se había divorciado y a la que había mandado de regreso a Nueva York porque no le podía dar un niño que llevara su nombre, lloró durante todo un mes a partir del instante en el que el bebé Ramzi lloró por primera vez. Se dice que mi padre lloró. Lo único que sé es que para mí fue la liberación.

Capítulo I

Lo que recuerdo de toda la locura de aquel día es el sonido de los primeros acordes de Smoke on the Water, de Deep Purple, que Mazen, el niño que vivía en el segundo piso, machacaba. Es curioso que recuerde eso. Es fácil ubicar mi recuerdo en el tiempo. El primer día de la guerra en Beirut, abril de 1975. Yo tenía quince años. Los misiles y las bombas caen a nuestro alrededor, pero debemos tener electricidad porque Mazen está tocando su nueva guitarra eléctrica, como durante los diez últimos días desde que la recibió como regalo de cumpleaños. Ninguna «escaramuza política» va a detenerlo. Recuerdo perfectamente que me pregunté cómo podía tocar tan mal. Todos los niños de Beirut tocaban Smoke on the Water con sus guitarras eléctricas, pero nosotros habíamos tenido la mala suerte de vivir encima del único niño que carecía por completo de oído musical. Se llevaba su guitarra a las escaleras mientras sus padres intentaban desesperadamente que parara. Aquellos vertiginosos tiempos.

Toda mi familia había salido del piso. La escalera parecía el lugar más seguro, porque estaba protegida por muros por todas partes. Mi padre estaba sentado de lado, con la espalda apoyada en la pared y una rodilla cerca del pecho, arrugando su mejor traje marrón. En aquellos tiempos era atractivo. Todavía tenía el pelo oscuro; sus fieros ojos eran todavía indómitos. Estaba fumándose un cigarrillo, echando el humo hacia los pisos superiores. Nos hablaba constantemente con suavidad para que mantuviéramos la calma.

— No pueden seguir así por mucho tiempo — dijo— . Pronto pararán.

Advertí una franja de piel entre los calcetines y el dobladillo de los pantalones. Debían habérsele aflojado las ligas. Era la primera vez que veía una imperfección en su atuendo. Mi padre se llama Mustafa Hammoud Nour el-Din, doctor en Medicina. Todo el mundo le llamaba doctor, incluso a veces sus hijos. Yo lo llamaba Docteur Baba.

Percibí un aroma especial en el aire. Más tarde descubrí que se trataba de cordita. Las cosas que aprendemos. Con el tiempo, el aroma de cordita, de basura, orina y carne putrefacta se convertiría en algo familiar, banal y tópico.

Tres fuertes explosiones seguidas sacudieron el edificio. Demasiado cerca. Ramzi, el más joven, gritó con el rostro empalidecido y se hundió todavía más en el vestido de su madre. Mi padre hizo una mueca de dolor. Imaginé que se estaba preguntando si era demasiado pequeño para reprenderlo. Los niños nunca deben gritar.

— No parece que vayan a parar — dijo mi madrastra, Saniya. Se apretó contra su hijo acariciándole el pelo— . Quizá debiéramos bajar y reunimos con los vecinos.

Era expresiva y suave, increíblemente parecida a Anna Magnani. Estaba sentada entre sus dos hijas, Majida a su derecha y Rana a su izquierda, reconfortándolas. Nos miraba, a sus tres hijastras, intermitentemente, preguntándose cómo debía confortarnos. Las tres permanecíamos separadas de ella y los más pequeños.

Amal, mi hermana mayor, que tenía diecinueve años, iba a casarse. Los tiros no podían enfriar su humor. Se apoyó contra la pared, resuelta, con unos vaqueros Jordache y un jersey de angora azul lavanda con cuello de pico, con el rostro sereno.

Mi otra hermana, Lamia, también parecía imperturbable, pero de un modo distinto. Por muchos tiros que hubiera, nada podía transformar el aire de penumbra que la rodeaba. Estaba sentada, con la cabeza gacha, sin participar. Tenía casi dieciocho años. La tenue luz creaba un estrago sombrío en su rostro plagado de acné. Su expresión taciturna era solamente una costumbre: después de recurrir con tanta frecuencia a aquella demostración de sus emociones, su rostro se había adaptado a ella, se había acostumbrado a ella, incluso en reposo. No parecía pertenecer a nuestra familia a pesar de ser una parte esencial de ella.

Elevé la mirada hacia las manchas de humedad del techo, hacia los desconchones de la pintura. Me pregunté si el portero pintaría la escalera en caso de que el edificio quedara muy dañado. Cayó cerca otro misil.

— Estoy segura de que terminará pronto — dije— . Se hartarán.

Me alisé el vestido rojo y jugueteé con un mechón de mi pelo entre rojizo y castaño.

Mi medio hermana Rana escribía furiosamente en su diario. Escribía constantemente, consideraba el mundo poco más que material para escribir. Mi hermana favorita estaba convirtiéndose en una persona estupenda, una rompecorazones en ciernes.

— ¿Qué escribes? — le pregunté.

— Escribo sobre esto. Todo lo que está pasando. El ruido. De dónde viene, su carácter impredecible. Por qué para, empieza, para y empieza de nuevo. Los distintos sonidos. Siempre procedentes de distintos lugares. No sé de dónde vendrá el siguiente.

— Nadie lo sabe, querida — dijo Saniya— . Nadie sabe exactamente quién lucha contra quién. Tenemos que limitarnos a esperar.

— Si supiera qué va a suceder, sería mejor — dijo Rana— . No sé lo que sucederá dentro de un rato.

Algo explotó no muy lejos de nosotros y nos hizo dar un salto. Ramzi gritó otra vez. Rana alargó el brazo y le pasó la mano por la cabeza. Parecía adulta. Él empezó a gimotear. Me arrodillé en el escalón inferior y le acaricié su pequeña espalda.

— No pasa nada, hayatee. Todo irá bien. Te lo prometo.

Como si obedecieran a mi señal, los disparos se detuvieron. Oímos gritos de hombres, pero no podíamos discernir lo que decían.

— Deben estar en el tejado del edificio de al lado — dijo mi padre— . Seguramente por eso los misiles caen tan cerca.

— ¿Crees que se irán? — preguntó Saniya.

— Eso espero. Quizá debería ir allí y hablar con ellos.

— No. Ni siquiera sabemos quiénes son. No puedes hablar con ellos.

— Quizá alguno de ellos esté herido — dijo Rana— . ¿Necesitarán nuestra ayuda?

Permanecimos sentados en silencio, preguntándonos si reemprenderían la lucha. Cada vez que alguien intentaba decir algo, mi padre le hacía callar. Después de diez minutos de silencio, volvimos a oír la guitarra eléctrica. Lamia se puso en pie, se inclinó sobre la baranda y gritó hacia abajo:

— Deja de hacer ruido. Aquí arriba estamos intentando pensar.

Se volvió a sentar.