11
El Consejo Supremo, consistente en los jefes de departamento, el General Huxley, y unos pocos más, se reunía semanalmente, o más a menudo, para asesorar al General, intercambiar puntos de vista y considerar los informes de campo. Aproximadamente un mes después de nuestra escapada al estanque subterráneo se reunieron en sesión y yo estaba con ellos, no como miembro sino como registrador. Mi propia secretaria estaba enferma,―y yo pedí que me cedieran temporalmente a Maggie de la C-2 para operar la parloescritora, puesto que ella estaba facultada para trabajar con altos secretos. Siempre andábamos terriblemente escasos de personal competente. Mi jefe nominal, por ejemplo, era el general de brigada Penoyer, que ostentaba el título de Jefe de Estado Mayor. Pero raramente lo veía, porque también era Jefe de Artillería. Huxley era su propio jefe de estado mayor, y yo era una especie de glorioso ayudante... «guardiamarina, contramaestre, y tripulación, del esquife del capitán». Incluso me preocupaba de que Huxley tomara regularmente su medicina para el estómago.
Aquella reunión era más importante que lo habitual. Los jefes regionales de Gath, Canaán, Jericó, Babilonia y Egipto estaban presentes en persona; Nod y Damasco estaban representados por delegados... cada distrito de la Cabala de los Estados Unidos excepto Edén y nosotros mantenían una conexión sensitiva con Louisville para esa ocasión, utilizando un código ideográfico que ni los propios sensitivos podían comprender. Podía sentir la presión de algo grande acercándose, que ni siquiera Huxley me había confiado. El lugar estaba tan controlado que ni siquiera un ratón se hubiera podido introducir en él.
Empezamos con los habituales informes de rutina. Se registró debidamente que en aquel momento poseíamos ocho mil setecientos nueve miembros aceptados, ya fueran hermanos de logia o miembros probados o de la organización militar paralela. Habían sido alistados y reclutados e instruidos más de diez veces ese número de compañeros externos con los que podía contarse para que se levantaran contra el Profeta, pero que no habían sido instruidos en el conocimiento de la conspiración real.
Las cifras en sí no eran alentadoras. Seguíamos estando en las fauces de un dilema; cien mil hombres eran apenas un puñado para conquistar un país tan grande como un continente, mientras que un poco menos de nueve mil formando parte de la propia conspiración eran demasiados como para mantener el secreto. Teníamos que confiar necesariamente en el antiguo sistema de células en las cuales ningún hombre sabía más de lo que debía saber y no podía poner al descubierto demasiadas cosas por mucho que se esforzara un inquisidor en hacerle confesar... ni siquiera aunque él hubiera sido un espía. Pero teníamos nuestras pérdidas semanales pese a este estadio pasivo.
Toda una logia había sido sorprendida en sesión y arrestada en Seattle hacía cuatro días; era una seria pérdida, pero sólo tres de los altos cargos poseían información crítica y todos tres lograron suicidarse con éxito. Serían rezadas plegarias por todos ellos en una gran sesión aquella misma noche, pero allí era tan sólo un informe de rutina. Aquella semana habíamos perdido también cuatro asesinos profesionales, pero se habían realizado veintitrés asesinatos... uno de ellos el Inquisidor Mayor de todo el valle inferior del Mississippi.
El Jefe de Comunicaciones informó que la hermandad estaba preparada para utilizar el 91 % (según la cobertura de población) de las estaciones de radio y TV del país, y que con la ayuda de grupos de asalto podíamos esperar razonablemente dar cuenta del resto... con excepción de la estación de la Voz de Dios en Nueva Jerusalén, que constituía un problema especial.
El Jefe de Ingeniería de Combate informó de que estaban preparados para sabotear el suministro de energía de las cuarenta y seis mayores ciudades, de nuevo con la excepción de Nueva Jerusalén, cuyo abastecimiento de energía se obtenía directamente de la pila localizada bajo el Templo. Incluso allí podía lograrse una importante interrupción en las estaciones distribuidoras si se garantizaba la operación con el suficiente número de hombres. Las principales rutas de transporte y carga podían ser suficientemente saboteadas con los actuales planes y personal para reducir el tráfico a un 12 % de lo normal.
Los informes se fueron prolongando uno tras otro... periódicos, grupos de acción estudiantil, captura o sabotaje de campos de cohetes, milagros, propagación de rumores, reservas de agua, incitación a incidentes, contraespionaje, predicción del tiempo a largo plazo, distribución de armas. La guerra es un asunto sencillo comparado con la revolución. La guerra es una ciencia aplicada, con principios bien definidos probados por la historia; pueden hallarse soluciones análogas desde la ballesta hasta la bomba H. Pero cada revolución es un fenómeno distinto, un mutante, una monstruosidad, cuyas condiciones nunca se repiten y cuyas operaciones son realizadas por aficionados e individualistas.
Mientras Maggie registraba los datos yo los ordenaba y transmitía a la sala del calculador para su análisis. Estaba con mucho demasiado ocupado como para intentar siquiera una evaluación rápida en mi cabeza. Hubo una corta espera mientras los analistas terminaban su programación y dejaban que el «cerebro» la engullera... luego la impresora a control remoto que tenía ante mí tecleó brevemente y se detuvo. Huxley se inclinó hacia mí y arrancó la hoja de papel antes de que yo tuviera tiempo de alcanzarla.
La miró, luego carraspeó y aguardó a que se produjera el silencio.
―Hermanos ―empezó―, camaradas... desde hace tiempo acordamos nuestra doctrina de procedimiento. Cuando todos los factores predecibles, calculados, descontados los probables errores, sopesados y correlacionados con todos los demás factores significativos, dieran un riesgo calculado de dos a uno a nuestro favor, atacaríamos. La solución de hoy a la ecuación de probabilidades, sustituyendo los datos de esta semana por las variables, dan una respuesta de dos punto uno tres. Propongo que fijemos la hora de la ejecución. ¿Qué dicen ustedes?
Fue un shock retardado; nadie dijo nada. Las esperanzas demasiado tiempo retardadas hacen que la realidad sea difícil de creer... y todos aquellos hombres habían estado esperando durante años, algunos la mayor parte de sus vidas. Luego estuvieron todos de pie, gritando, sollozando, maldiciendo, dándose mutuamente golpes en la espalda.
Huxley permaneció sentado hasta que se apaciguaron, con una extraña sonrisita en su rostro. Luego se puso en pie y dijo sosegadamente:
―No creo que necesitemos poner a votación nuestros sentimientos. Fijaré la hora después de que...
―¡General! ¡Por favor! Yo no estoy de acuerdo. ―Era el jefe de Zeb, el general del sector Novak, Jefe de Psicología. Huxley dejó de hablar, y el silencio se hizo impresionante. Yo estaba tan sorprendido como los demás.
Luego Huxley dijo calmadamente:
―Normalmente este consejo actúa por consenso unánime. Hace tiempo acordamos el método de fijar la fecha... pero sé que no estaría usted en desacuerdo si no tuviera una buena razón. Escucharemos ahora al Hermano Novak.
Novak avanzó lentamente e hizo frente a todos.
―Hermanos ―empezó, recorriendo con la mirada los asombrados y hostiles rostros―, todos me conocéis, y sabéis que deseo esto tanto como vosotros. He dedicado mis últimos diecisiete años a ello... y me ha costado mi familia y mi hogar. Pero no puedo dejar que sigáis adelante sin advertiros, porque estoy seguro de que el tiempo aún no ha llegado. Creo... no, sé con certeza matemática que aún no estamos preparados para la revolución. ―Tuvo que aguardar y levantar ambas manos reclamando silencio; no querían escucharle―. ¡Oídme! Admito que todos los planes militares están listos. Admito que si nos levantamos en armas ahora tenemos bastantes posibilidades de ser capaces de dominar el país. Sin embargo, no estamos preparados...
―¿Por qué no?
―...porque la mayoría de la gente cree todavía en la religión establecida, creen en la autoridad Divina del Profeta. Podemos conseguir el poder, pero no podremos mantenerlo.
―¡Infiernos no podremos!
―¡Escuchadme! Ningún pueblo fue sometido nunca durante largo tiempo sin su propio consentimiento. Durante tres generaciones el pueblo americano ha sido condicionado desde la cuna hasta la tumba por los psicotécnicos más hábiles y competentes del mundo. ¡Ellos creen! Si hacemos que pierdan la fe, sin una preparación psicológica adecuada, regresarán a sus cadenas... como un caballo regresa a la granja que está ardiendo. Podemos ganar la revolución, pero ésta se verá seguida por una larga y sangrienta guerra civil... ¡que vamos a perder!
Se detuvo, pasó una temblorosa mano sobre sus ojos, y luego le dijo a Huxley:
―Eso es todo.
Varios se pusieron en pie al mismo tiempo. Huxley martilleó reclamando orden, luego reconoció al general de brigada Penoyer.
Penoyer dijo:
―Me gustaría hacer al Hermano Novak algunas preguntas.
―Adelante.
―¿Puede su departamento decirnos qué porcentaje de la población es sinceramente devota?
Zebadiah, que estaba presente como ayudante de su jefe, levantó la vista; Novak asintió y fue él quien respondió:
―Sesenta y dos por ciento, con un error de más menos un tres por ciento.
―¿Y el porcentaje de aquellos que secretamente se oponen al gobierno, estén alistados o no con nosotros?
―Un veintiuno por ciento, más menos del error proporcional. El resto puede ser clasificado como conformistas, no devotos pero razonablemente contentos.
―¿Por qué medios son obtenidos estos datos?
―Hipnosis sorpresiva sobre tipos representativos.
―¿Puede indicar la tendencia?
―Sí, señor. El gobierno perdió terreno rápidamente durante los primeros años de la actual depresión, luego la curva se equilibró. La nueva ley tributaria y en cierto modo los decretos sobre vagancia se hicieron impopulares, y el gobierno perdió de nuevo terreno antes de que la curva se equilibrara de nuevo a un nivel inferior. Por aquel tiempo los negocios subieron un poco, pero nosotros empezamos simultáneamente nuestra actual campaña publicitaria intensificada; el gobierno ha ido perdiendo terreno lenta pero constantemente durante los últimos quince meses.
―¿Y qué muestra la primera derivada?
Zeb vaciló, y Novak tomó el relevo:
―Tendrá que imaginar la segunda derivada ―respondió con voz forzada―; el índice se está acelerando.
―¿Y bien?
El Jefe de Psicología respondió firme pero reluctantemente:
―Extrapolando, habrán de pasar tres años y ocho meses antes de que podamos arriesgarnos a actuar.
Penoyer se giró hacia Huxley.
―Ésta es mi respuesta, señor. Con mi más profundo respeto hacia el general Novak y su meticuloso trabajo científico, digo... ¡ganemos mientras podamos! Quizá nunca tengamos otra oportunidad.
Tenía a todos los demás con él.
―¡Penoyer tiene razón! Si esperamos, seremos traicionados...
―No podemos mantener eternamente una campaña como ésta...
―Hemos permanecido durante diez años en la clandestinidad; no deseo ser enterrado aquí...
―Venzamos... y ya nos preocuparemos de hacer conversos cuando controlemos las comunicaciones...
―¡Ataquemos ahora! ¡Ataquemos ahora!
Huxley les dejó que se desahogaran, el rostro inexpresivo, hasta que hubieron sacado todo lo que llevaban dentro. Yo me mantuve inmóvil, puesto que era demasiado novato como para tener voz en aquel asunto, pero estaba del lado de Penoyer; no me veía aguardando otros cuatro años.
― Vi a Zeb hablando intensamente con Novak. Parecían estar discutiendo acerca de algo y no prestaban atención al alboroto.
Pero cuando finalmente Huxley levantó una mano reclamando silencio, Novak abandonó su lugar y se acercó apresuradamente a Huxley. El general escuchó por un instante, pareció casi disgustado, luego indeciso. Novak llamó a Zeb con un dedo, y éste acudió corriendo. Los tres hablaron durante unos momentos en voz baja, mientras el consejo aguardaba.
Finalmente Huxley se dirigió de nuevo a los demás:
―El general Novak ha propuesto un esquema que puede cambiar toda la situación. El consejo queda aplazado hasta mañana.
El plan de Novak (o de Zeb, aunque éste nunca admitió su autoría) requería un retraso de casi dos meses, hasta la fecha del Milagro anual de la Encarnación. Porque de lo que se trataba era ni más ni menos que de manipular directamente el propio Milagro. Bien mirado, era una estratagema obvia y probablemente esencial; el jefe de psico estaba en lo cierto. En esencia, la fuerza. de un dictador no depende de sus armas sino de la fe que su pueblo tiene puesta en él. Aquello había sido cierto con César, con (Napoleón, con Hitler, con Stalin. Era necesario socavar primero Bríos cimientos del poder del Profeta, la creencia popular de que gobernaba por autoridad directa de Dios.
Las generaciones futuras considerarían indudablemente imposible el creer en la importancia, en la extrema importancia tanto para la fe religiosa como para el poder político, del Milagro de la Encarnación. Para comprenderlo incluso intelectualmente es necesario darse cuenta de que el pueblo literalmente creía que el Primer Profeta regresaba real y físicamente de los cielos una vez al año para juzgar la conducta de su sucesor nombrado por orden divina y para confirmarlo en su oficio. El pueblo creía en eso... y la minoría de dudosos no se atrevían a discutirlo abiertamente por miedo a ser descuartizados lentamente... y estoy hablando literalmente, no como una figura retórica. Ser empalado resultaba algo mucho más suave.
Yo mismo había creído en ello, durante toda mi vida; nunca se me hubiera ocurrido dudar de un artículo tan básico de fe... y yo era lo que puede llamarse un hombre instruido, uno de los que habían podido iniciarse en los secretos y había sido entrenado en la producción de los milagros menores. Yo creía en ello.
Los dos meses siguientes estuvieron llenos con aquella interminable tensión del período de espera hasta que se entra en acción y se da la voz de «¡Fuego!»... pese a lo cual estábamos tan ocupados que cada día y cada hora eran demasiado cortos. Además de preparar la aún-más-milagrosa intervención en el Milagro, aprovechábamos el tiempo para afinar aún más nuestras armas habituales. Zeb y su jefe, el general de sector Novak, fueron destacados casi inmediatamente. Las órdenes de Novak decían: «...avance hasta beulahland y hágase cargo de la operación fundamentos». Yo mismo preparé las órdenes, no confiando en dárselas a ningún subordinado, pero nadie me dijo dónde podía hallar Beulahland en un mapa.
El propio Huxley se fue también, y estuvo ausente durante más de una semana, dejando a Penoyer como Jefe Accidental. No me dijo para qué se iba, por supuesto, ni dónde, pero podía adivinarlo. La Operación Fund amentos era una maniobra psicológica, pero los medios a emplear debían ser físicos... y mi jefe había sido antiguamente jefe del Departamento de Milagros Aplicados en West Point, Era probable que fuera el mejor físico de toda la Cabala; en cualquier caso podía suponer que seguramente su intención era asegurarse por sí mismo de que los medios eran adecuados y las técnicas a prueba de imprudencias. Por lo que pude saber, se pasó toda aquella semana utilizando el soldador y el destornillador y el micrómetro electrónico por sí mismo... al general no le importaba ensuciarse las manos si era necesario.
Personalmente eché de menos a Huxley. Penoyer tenía inclinación a revocar mis decisiones en asuntos de poca importancia, y malgastaba mi tiempo y el suyo en detalles en los que un alto jefe no puede ni debe entretenerse. Pero él también estaba ausente la mayor parte del tiempo. Había muchas entradas y salidas, y más de una vez tuve que cazar al vuelo al oficial de mayor graduación presente en aquel momento en el departamento, decirle que en aquel momento actuaba como jefe accidental, y hacerle firmar allá donde yo había puesto ya la antefirma. Terminé garabateando yo mismo «P. Juantonto, General de Brigada del Ejército de los EE.UU., accidental», de la forma más indescifrable posible, en todos los papeles internos de rutina... no creo que nadie llegara a darse cuenta nunca de ello.
Antes de que Zeb se fuera, ocurrió otra cosa que realmente no tiene nada que ver con el pueblo de los Estados Unidos ni con la lucha por recobrar sus libertades... pero mis propios asuntos personales están tan ligados a este relato que debo mencionarla. Quizás el aspecto personal sea realmente el importante; realmente, la orden bajo la cual se inició este diario indicaba que debía ser «personal» y «subjetivo»... sin embargo yo retuve una copia y la añadí a él debido a que consideré que me ayudaba a poner en orden mis confusos pensamientos mientras pasaba por una metamorfosis tan drástica como la de pasar de oruga a polilla. Quizá yo sea típico, un representante de la gran mayoría, el tipo de persona que necesita darse de narices con algo antes de darse cuenta de que este algo existe, mientras que Zeb y Maggie y el general Huxley pertenecían a la minoría de élite de almas naturalmente libres... los pensadores originales, los líderes.
Estaba en mi escritorio, intentando ganarle al habitual montón de papeles, cuando recibí una llamada para que acudiera a ver al jefe de Zeb lo antes posible. Puesto que él también tenía sus órdenes, dejé un aviso al ordenanza de Huxley y salí apresuradamente.
Prescindió de formalidades.
―Mayor, tengo aquí una carta para usted que Comunicaciones me ha enviado para análisis a fin de determinar si debe ser refraseada o simplemente destruida. De todos modos, bajo la urgente recomendación de uno de mis jefes de división, tomo la responsabilidad de dejársela leer sin parafrasearla. Deberá leerla aquí y ahora.
―Sí, señor ―dije, sintiéndome más bien desconcertado.
Me la entregó. Era bastante larga, y supongo que hubiera podido contener media docena de mensajes codificados, incluso ideas codificadas que hubieran podido escapar al parafraseado. No recuerdo mucha cosa de ella... sólo el impacto que me produjo. Era de Judith.
«Querido John... Siempre pensaré en ti con cariño y nunca olvidaré lo que hiciste por mí... El señor Mendoza ha sido muy considerado... Sé que me olvidarás... él me necesita; debió ser el destino el que nos unió... si alguna vez visitas Ciudad de México, recuerda que nuestra casa es la tuya... siempre pensé en ti como en mi fuerte y listo hermano mayor, y siempre seré tu hermana...» Había más, mucho más, todo del mismo estilo... creo que el proceso es lo que se podría llamar una «ruptura amistosa».
Novak se me acercó y me tomó la carta de la mano.
―La intención no es que tenga tiempo de aprendérsela de memoria ―dijo secamente, echándola directamente al incinerador. Me miró de nuevo―. Quizá será mejor que se siente, mayor. ¿Quiere fumar?
No me senté, pero estaba tan desconcertado que acepté el cigarrillo y dejé que me lo encendiera. Luego el humo del tabaco me hizo toser de tal modo y me sentí tan mal que aquello me ayudó a volver a la realidad. Le di las gracias y me fui... me dirigí directamente a mi habitación, llamé a mi oficina, y dejé el recado de dónde podía ser hallado si el general realmente me necesitaba. Pero le dije a mi secretario que me había puesto repentinamente enfermo y que no me molestaran si no era imprescindible.
Puede que estuviera allí durante una hora ―no lo sé―, tendido boca abajo y sin hacer nada, ni siquiera pensar. Luego alguien llamó suavemente a la puerta, y ésta se abrió; era Zeb.
―¿Cómo te sientes? ―dijo.
―Aturdido ―respondí. No se me ocurrió preguntarme cómo lo sabía, y en aquel momento había olvidado que el «jefe de división», había prevalecido sobre Novak para que me la dejara leer tal cual.
Entró, se dejó caer en una silla, y se me quedó mirando. Yo me giré y me senté en el borde de la cama.
―No te lo tomes así, John ―dijo suavemente―. Todos terminaremos muertos y los gusanos se nos comerán... pero que no sea por culpa del amor.
―¡Tú no sabes!
―No, no lo sé ―admitió―. Cada hombre es su propio prisionero, en un confinamiento solitario durante toda su vida. Sin embargo, en esta cuestión en particular, las estadísticas son bastante fidedignas. Intenta algo por mí. Visualiza a Judith en tu mente. Mira sus rasgos. Escucha su voz.
―¿Eh?
―Hazlo.
Lo intenté, realmente lo intenté... y, ¿saben?, no me fue posible. Nunca había tenido una foto de ella; su rostro, ahora, me eludía.
Zeb estaba mirándome fijamente.
―La olvidarás ―dijo firmemente―. Ahora mira, Johnnie... debí habértelo dicho. Judith es un tipo de mujer realmente hembra, todo gónadas y nada de cerebro. Y es muy atractiva. Al quedar sola, estaba predestinada a encontrar a otro hombre, tan seguro como que el naciente oxígeno volverá a combinarse. Pero es una tontería hablarle a un hombre enamorado.
Se puso en pie.
―Johnnie, tengo que irme. Odio como la mentira el tener que irme y dejarte en el estado en que te encuentras, pero el Hermano Mayor Novak está a punto de marcharse y debo acompañarle. Va a hacerme picadillo por dejarle solo tanto tiempo. Pero déjame darte otro consejo antes de irme...
Aguardé.
―Sugiero ―prosiguió― que te veas mucho con Maggie mientras > yo estoy fuera. Ella es una buena medicina.
Empezó a levantarse; dije bruscamente:
―Zeb... ¿qué os ocurrió a ti y a Maggie? ¿Fue algo como esto?
Se giró y me dijo secamente:
―¿Eh? No. No, en absoluto. No fue... bueno, no fue nada similar.
―No te comprendo... creo que simplemente no comprendo a la gente. Me aconsejas que vea mucho a Maggie... y yo pensaba que era tu chica. Esto, ¿no vas a sentirte celoso?
Se me quedó mirando, se echó a reír, y me dio una palmada en el hombro.
―Ella es un ciudadano libre, Johnnie, créeme. Si alguna vez haces algo que dañe a Maggie, te arrancaré la cabeza y te golpearé con ella hasta matarte. ¿Pero celoso? No. Eso no entra en el esquema. Creo que es la chica más grande que jamás calzó zapatos... pero antes me casaría con un puma que con ella.
Tras lo cual se fue, dejándome de nuevo con la boca abierta. Pero seguí su consejo, o más bien Maggie lo siguió por mí. Maggie lo sabía todo al respecto ―sobre Judith, quiero decir―, y supuse que Zeb se lo habría dicho. No lo había hecho; al parecer, Judith la había escrito antes a ella. En cualquier caso no tuve que ir a buscarla; ella me vino a buscar a mí inmediatamente después de cenar, aquella misma noche. Charlé un poco con ella y me sentí mucho mejor, tanto que después volví a mi oficina y recuperé el tiempo perdido de aquella tarde.
Maggie y yo convertimos en una costumbre el dar un paseo juntos, charlando, después de cenar. Ya no volvimos a hacer más excursiones espeleológicas; no sólo no teníamos tiempo para tales cosas durante aquellos últimos días, sino que ninguno de nosotros se sentía con ánimos para ello después del intenso trabajo ; y con Zeb fuera. Algunas veces sólo podía aprovechar veinte minutos o incluso menos antes de tener que volver a mi escritorio... I pero era lo mejor del día; lo esperaba siempre con ansia.
Incluso sin abandonar la iluminada caverna principal, sin abandonar los senderos trazados, había montones de maravillosos paseos por efectuar. Si podíamos disponer de una hora como mínimo, había un lugar en particular al que nos gustaba ir... en la parte norte de la gran oquedad, a casi un kilómetro de distancia de los edificios. El sendero serpenteaba entre helados hongos de piedra caliza, grandes columnas, domos y fantásticas formas que no tenían nombres y se parecían a almas atormentadas o a grandes flores exóticas, según el humor en que estuviera uno. En un punto a casi treinta metros de altura con respecto al suelo general habíamos descubierto un lugar, a sólo unos pocos metros del sendero autorizado, donde la naturaleza había ingeniado un banco de piedra natural. Podíamos sentarnos allí y contemplar la ciudad de juguete allá abajo, charlar, y Maggie podía fumar. Yo me había acostumbrado a encenderle sus cigarrillos, tal como había visto hacer a Zeb. Era una pequeña atención que a ella le gustaba, y yo aprendí a evitar que el humo se me metiera por la garganta.
Unas seis semanas después de que Zeb se hubiera ido, y sólo unos días antes de la hora-M, estábamos allí charlando acerca de cómo serían las cosas después de la revolución y de lo que haríamos nosotros. Yo dije que seguramente me quedaría en el ejército regular, suponiendo que siguiera existiendo ejército y que fuera aceptado en él.
―¿Y tú qué vas a hacer, Maggie?
Exhaló lentamente el humo.
―No he llegado a pensar hasta tan lejos, John. No tengo ninguna profesión... es decir, estamos intentando hacer todo lo posible por eliminar la única que he tenido. ―Sonrió irónicamente―. No he sido educada en nada útil. Puedo cocinar y coser y llevar una casa; supongo que buscaré algún trabajo como ama de llaves... las sirvientas competentes son siempre escasas, dicen.
La idea de la valerosa y hábil Hermana Magdalene, tan rápida con la vibrohoja cuando era necesario, pasando de una oficina de empleo a otra en busca de un trabajo servil para ganarse el sustento, fue una idea que inmediatamente me desagradó... «Ama de llaves y cocinera, todo estar, se busca; libres jueves por la tarde y domingos alternos; se exigen referencias.» ¿Maggie? ¿Maggie que había salvado al menos dos veces mi probablemente inútil vida sin preocuparse de las consecuencias? ¡No, Maggie!
―Mira, no tienes por qué hacer eso ―dije bruscamente.
―Es lo que sé hacer.
―Sí, pero... Bueno, ¿por qué no cocinas y cuidas de la casa para mí? Ganaré lo suficiente para que podamos vivir los dos, aunque tenga que volver a mi antiguo rango. Quizá no sea mucho, pero, ¡qué diablos!, serás bienvenida.
Me miró.
―Oh, John, eres muy generoso. ―Aplastó el cigarrillo y lo echó a un lado―. Te lo agradezco... pero no podría hacerlo. Imagino que habrá los mismos prejuicios una vez hayamos ganado que los que había antes. A tu coronel no le gustaría.
Enrojecí y casi grité:
―¡No es eso en absoluto lo que quería decir!
―¿Qué? Entonces, ¿qué es lo que querías decir?
Realmente no lo había sabido hasta que las palabras salieron de mi boca. Pero ahora que lo sabía no hallaba la forma de expresarlo.
―Quiero decir... Mira, Maggie, parece que tú y yo nos llevarnos bien... y podemos seguir llevándonos bien juntos. Siendo así, ¿por qué no...? ―me detuve, notando que me faltaban las palabras.
Ella se puso en pie y se me quedó mirando.
―John, ¿estás proponiendo casarte... conmigo?
―Bueno, ésta es la idea general ―dije rudamente. Me molestaba tenerla de pie frente a mí, así que yo también me levanté.
Ella me miró gravemente, escrutando mi rostro, luego dijo humildemente:
―Me siento muy honrada... y agradecida... y profundamente emocionada. Pero... ¡oh, no, John! ―Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, y se echó a llorar. Dejó de hacerlo rápidamente, secándose el rostro con la manga, y dijo con voz quebrada―: Has conseguido hacerme llorar. Hace años que no lloraba.
Quise rodearla con mis brazos; me rechazó.
―¡No, John! Escúchame primero. Aceptaré ese trabajo como ama de llaves tuya, pero no me casaré contigo.
―¿Por qué no?
―«¿Por qué no?» Oh, cariño, cariño... porque soy una mujer vieja y cansada, por eso.
―¿Vieja? No puedes tener más de uno o dos años más que yo... tres como máximo. Eso no importa.
―Soy mil años más vieja que tú. Piensa en lo que soy, en lo que he sido, en lo que he conocido. Primero fui la «novia», si quieres llamarlo así, del Profeta.
―¡No fue culpa tuya!
―Quizá. Luego fui la amante de tu amigo Zebadiah. ¿Lo sabías?
―Bueno... estaba casi seguro de ello.
―Eso no es todo. Hubo otros hombres. Algunos porque era necesario y una mujer tiene pocos sobornos que ofrecer. Algunos debido a la soledad, o incluso el aburrimiento. Después de que el Profeta se ha cansado de ella, una mujer no parece tener un gran valor, ni siquiera para sí misma.
―No me importa. ¡No me importa! ¡No tiene la menor importancia!
―Eso es lo que dices ahora. Más tarde te importará, terriblemente. Creo que te conozco, querido.
―Entonces no me conoces. Empezaremos de nuevo.
Suspiró profundamente.
―¿Crees que me quieres, John?
―¿En? Sí, estoy seguro que sí.
―Querías a Judith. Ahora te sientes herido... así que crees que me quieres a mí.
―Pero... ¡Oh, no sé lo que es el amor! Lo único que sé es que quiero casarme contigo y que vivamos juntos.
―Yo tampoco lo sé ―dijo ella, tan bajo que casi no la oí. Luego se echó a mis brazos con tanta naturalidad y facilidad como si siempre hubiera vivido entre ellos.
Cuando terminamos de besarnos dije:
―¿Te casarás conmigo, entonces?
Ella echó la cabeza hacia atrás y me miró como aterrada.
―¡Oh, no!
―¿En? Pero yo pensé...
―¡No, querido, no! Cuidaré de tu casa y cocinaré tu comida y te haré la cama... y dormiré en ella, si tú lo deseas. Pero no necesitas casarte conmigo.
―Pero... ¡infiernos! Maggie, no te quiero de esa forma.
―¿No? Ya lo veremos. ―Se liberó de mis brazos pese a que yo no la dejaba marcharse―. Nos veremos esta noche. A la una... cuando todo el mundo esté durmiendo. Deja tu puerta sin cerrar.
―¡Maggie! ―grité.
Pero ya estaba lejos por el camino, corriendo como si volara. Intenté alcanzarla, tropecé con una estalagmita y caí. Cuando me levanté de nuevo ya estaba fuera de mi vista.
Y hay un detalle extraño... siempre había pensado que Maggie era más bien alta, imponente, casi tan alta como yo. Pero cuando la tuve entre mis brazos, era bajita. Tuve que inclinarme para besarla.