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Hacía frío en la muralla. Me puse a dar palmadas con mis entumecidas manos, luego me detuve rápidamente por miedo a molestar al Profeta. Mi puesto aquella noche estaba precisamente fuera de sus aposentos personales... un puesto que había obtenido por ser el más cuidadoso y pulcro y listo a la hora de montar guardia... pero ahora no deseaba llamar la atención sobre mí.
Por aquel entonces yo era joven y no muy brillante... un recién enviado de West Point y un centinela de los Ángeles del Señor, la guardia personal del Profeta Encarnado. Cuando nací, mi madre me consagró a la Iglesia, y a los dieciocho años mi tío Absalón, un antiguo censor laico, consiguió del Consejo de Ancianos un puesto para mí en la Academia Militar.
West Point me gustó. Oh, claro que me unía a las habituales quejas de mis compañeros de clase, las habituales lamentaciones comunes a la vida militar, pero a decir verdad me gustaba la rutina monástica: levantarse a las cinco, dos horas de plegarias y meditación, luego clases y conferencias sobre los interminables temas de la educación militar, estrategia y táctica, teología, psicología de masas, milagros básicos. Por la tarde practicábamos con armas de torbellino y desintegradoras, nos entrenábamos con los tanques, y endurecíamos nuestros cuerpos con el ejercicio.
No conseguí una graduación muy alta, y realmente no esperaba ser asignado a los Ángeles del Señor, aunque hice lo posible por conseguirlo. Pero siempre obtuve las calificaciones más altas en piedad, y fui lo suficientemente bueno en la mayoría de los temas prácticos; fui elegido. Eso casi me hizo pecar de orgullo... el más sagrado regimiento de las huestes del Profeta, en donde hasta los soldados rasos eran oficiales designados y cuyo coronel en jefe era la Espada Triunfante del Profeta, mariscal de todos los ejércitos. El día en que fui investido con el brillante escudo y la lanza de los Ángeles hice votos de estudiar para el sacerdocio tan pronto como la promoción a capitán me hiciera elegible.
Pero esta noche, varios meses más tarde, aunque mi escudo todavía brillaba, había una mácula en mi corazón. De algún modo, la vida en Nueva Jerusalén no era como yo la había imaginado mientras estaba en West Point. El Palacio y el Templo estaban devorados por la intriga y la política; sacerdotes y diáconos, ministros de Estado, y los funcionarios de Palacio, parecían enzarzados en una contienda por el poder y los favores recibidos de mano del Profeta. Incluso los oficiales de mi propio cuerpo parecían corrompidos por ello. Nuestro orgulloso lema, «Non sibi, sed Deo», tenía ahora un sabor pervertido en mi boca.
No es que yo estuviera libre de pecado. Aunque no me había unido a las luchas por las preferencias mundanas, había hecho algo que sabía en el fondo de mi corazón que era aún peor: había mirado con deseo a una mujer consagrada.
Por favor, compréndanme mejor de lo que yo mismo me comprendía. Era un hombre adulto en cuerpo, y un niño en experiencia. Mi propia madre era la única mujer a la que había conocido bien. Cuando era un niño en el seminario infantil, antes de ir a West Point, casi tenía miedo de las chicas; mis intereses estaban divididos entre mis estudios, mi madre, y las tropas de Querubines de mi parroquia, en las cuales era jefe de una patrulla y un asiduo ganador de condecoraciones al mérito en cualquier cosa, desde orientación en los bosques hasta memorización de las Escrituras. Si hubiera habido una condecoración al mérito con respecto a las chicas... pero naturalmente no la había.
En la Academia Militar simplemente no vi mujeres, de modo que no tuve mucho que confesar en cuanto a malos pensamientos. Mis apetencias carnales estaban más bien aletargadas, y mis ocasionales sueños intranquilizadores los contemplaba como tentaciones enviadas por el Viejo Diablo. Pero Nueva Jerusalén no es West Point, y a los Ángeles no se les ha prohibido casarse ni tener una legítima y juiciosa relación con las mujeres. De acuerdo, la mayoría de mis compañeros ni siquiera soñaban en pedir permiso para casarse, porque ello podía significar el ser transferidos a un regimiento regular, y muchos de ellos albergaban ambiciones de alcanzar el sacerdocio militar... pero no estaba prohibido.
Tampoco les estaba prohibido casarse a las diaconisas que cuidaban del Templo y del Palacio. Pero la mayoría de ellas eran viejas criaturas desaliñadas que me recordaban a mis tías, y difícilmente tema de pensamientos románticos. Acostumbraba charlar ocasionalmente con ellas por los corredores, y no veía ningún mal en ello. Como tampoco me sentía especialmente atraído por ninguna de las hermanas más jóvenes... hasta que conocí a la hermana Judith.
Me había tocado estar de guardia en aquel mismo puesto hacía más de un mes. Era la primera vez que estaba de guardia en el exterior de los aposentos del Profeta y, aunque estaba nervioso cuando tomé mi primer puesto, en aquel momento estaba alerta tan sólo a la posibilidad de que pasara el celador haciendo su ronda.
Aquella noche había brillado brevemente una luz a lo lejos en el corredor interior frente a mi puesto, y oí el ruido de gente moviéndose; miré a mi crono de muñeca: sí, serían las Vírgenes acudiendo a atender al Profeta... no era asunto mío. Cada noche a las diez en punto cambiaba su guardia ―su «guardia femenina», la llamaba yo―, aunque nunca había visto la ceremonia ni me interesaba. Todo lo que sabía al respecto era que las que acudían a cumplir sus deberes durante las siguientes veinticuatro horas luchaban encarnizadamente entre sí por obtener el privilegio de atender personalmente a la sagrada presencia del Profeta Encarnado.
Escuché brevemente, y dejé de prestar atención. Quizás un cuarto de hora más tarde una delgada figura envuelta en una capa negra se deslizó por mi lado hacia el parapeto, donde se detuvo para mirar las estrellas. Aferré inmediatamente mi desintegradora, luego la devolví a su funda cuando vi que se trataba de una diaconisa.
Había supuesto que se trataba de una diaconisa laica; juro que no se me ocurrió que pudiera tratarse de una diaconisa consagrada. No había ninguna regla en mi libro de órdenes diciendo que debía prohibirles salir afuera, pero nunca había oído de ninguna que lo hiciera.
No creo que me hubiera visto antes de que yo me dirigiera a ella.
―La paz sea contigo, hermana.
Se sobresaltó y ahogó un grito, luego recuperó su dignidad para responder:
―Y contigo, hermano menor.
Fue entonces cuando vi en su frente el Sello de Salomón, la marca de la familia personal del Profeta.
―Perdón, Hermana Mayor. No lo había visto.
―No estoy enojada. ―Parecía como si me invitara a conversar.
Sabía que no era correcto que nosotros conversáramos privadamente con ellas; su cuerpo mortal estaba dedicado al Profeta al igual que su alma inmortal lo estaba al Señor, pero yo era joven y me sentía solitario... y ella era joven y muy hermosa.
―¿Sirves esta noche al Sagrado, Hermana Mayor?
Ella agitó negativamente la cabeza.
―No, el honor no me ha correspondido. La elección ha recaído en otras.
―Debe ser un gran y maravilloso privilegio servirle directamente.
―Sin duda, aunque no lo puedo decir por conocimiento propio. La elección aún no me ha favorecido. ―Y añadió impulsivamente―: Estoy un poco nerviosa al respecto. Sabes, no llevo aquí mucho tiempo.
Aun sabiendo que su rango era superior al mío, su exhibición de debilidad femenina me emocionó.
―Estoy seguro de que te desenvolverás cumplidamente.
―Gracias.
Seguimos charlando. Me dijo que llevaba en Nueva Jerusalén menos tiempo aún que yo. Había sido educada en una granja en la parte alta del estado de Nueva York, y allí había sido consagrada al Profeta en el Seminario de Albany. Yo le dije a cambio que había nacido en el medio oeste, a menos de ochenta kilómetros del Manantial de la Verdad, donde se había encarnado el Primer Profeta. Luego le dije que mi nombre era John Lyle, y ella me respondió que el suyo era Hermana Judith.
Yo había olvidado casi por completo las agobiantes rondas del celador, y estaba dispuesto a seguir charlando toda la noche, cuando mi crono hizo sonar el cuarto de hora.
―¡Oh, querido! ―exclamó la Hermana Judith―. Tendría que haber vuelto ya a mi celda. ―Echó a correr apresuradamente, luego se detuvo un instante―. ¿No me delatarás a nadie... John Lyle?
―¿Yo? ¡Oh, nunca!
Seguí pensando en ella todo el resto de la guardia. Cuando pasaba el celador en sus rondas yo era una sombra poco alerta.
Una pequeñez que podía conducirme hasta cometer una tontería, ¿no? Pero un solo trago puede resultar una gran cantidad para un abstemio; no era capaz de apartar a la Hermana Judith de mi mente. Durante el siguiente mes la vi media docena de veces. Una vez me crucé con ella en una escalera mecánica; ella iba para abajo y yo para arriba. Ni siquiera hablamos, pero me reconoció y me sonrió. Aquella noche, en mis sueños, no dejé de recorrer una y otra vez aquella escalera, pero ni una sola vez conseguí detenerme y hablar con ella. Los demás encuentros fueron igual de triviales. En otra ocasión oí su voz llamarme suavemente: «Hola, John Lyle», y cuando me giré fue sólo para ver una figura encapuchada que se cruzaba conmigo al atravesar una puerta. En otra ocasión la vi echándoles comida a los cisnes del estanque; no me atreví a acercarme a ella, pero creo que me vio.
El Temple Herald. publicaba la lista de los servicios, tanto los míos como los de ella. Yo tenía una guardia de cada cinco; las Vírgenes debían cumplir con sus deberes una vez a la semana. Así que tuvo que pasar todo un mes antes de que nuestras guardias coincidieran de nuevo. Vi su nombre... y me hice la promesa de que aquella noche ganaría la guardia de honor y me correspondería de nuevo el puesto frente a los aposentos del Profeta. No tenía ninguna razón para pensar que Judith saliera a verme al parapeto... pero en el fondo de mi corazón estaba seguro de que lo haría. Nunca en West Point me había presentado tan pulcro y acicalado; hubiera podido utilizar mi escudo como espejo para afeitarme.
Pero eran ya casi las diez y media y no había ninguna señal de Judith, aunque había oído a las Vírgenes concentrarse en el corredor cuando eran cerca de las diez. Todo lo que había conseguido con mis esfuerzos había sido el triste privilegio de montar guardia en el puesto más frío del Palacio.
Probablemente, pensé malhumorado, ella debía salir siempre a flirtear con el guardia cada vez que tenía oportunidad. Recordé amargamente que todas las mujeres son vehículo de iniquidad, y así había sido siempre desde la Caída del Hombre. ¿Quién era yo para pensar que había sido elegido para una amistad especial? Probablemente ella había considerado que la noche era demasiado fría como para molestarse.
Oí unos pasos, y mi corazón latió alegremente. Pero se trataba tan sólo del celador que hacía su ronda. Extraje mi pistola y la apresté mientras le daba el alto; su voz llegó hasta mí:
―Centinela, ¿cómo esta la noche?
―Paz en la Tierra ―respondí mecánicamente; y añadí―: Hace frío, Hermano Mayor.
―El otoño está en el aire ―admitió―. Hace frío incluso en el Templo. ―Pasó por mi lado, con su pistola y su bandolera de bombas paralizantes golpeando contra su armadura a cada paso. Era un viejo tranquilo y amigable que habitualmente se detenía para charlar unas pocas palabras amistosas; pero esta noche probablemente estaba deseando regresar lo antes posible al calor del cuarto de guardia. Volví a mis agrios pensamientos.
―Buenas noches, John Lyle.
Casi me salí de mis botas por el sobresalto. De pie en la oscuridad, justo al lado de la arcada, se hallaba la Hermana Judith. Conseguí balbucear:
―Buenas noches, Hermana Judith ―y ella avanzó hacia mí.
―Chist ―recomendó―. Alguien podría oírnos. John... John Lyle... finalmente ha sucedido. ¡He sido elegida!
―¿Huh? ―dije, y luego añadí torpemente―: Mis felicitaciones, Hermana Mayor. Quiera Dios que su rostro resplandezca en tu sagrado servicio.
―Sí, sí, gracias ―añadió rápidamente―. Pero John... he robado unos pocos minutos para charlar contigo. No puedo... debo ir al guardarropa para recibir el adoctrinamiento y rezar, y debo hacerlo ahora mismo. He de apresurarme.
―Sí, será mejor que te apresures ―admití. Estaba decepcionado porque ella no pudiera quedarse, feliz por ella puesto que había sido honrada de tal modo, y exultante de que no me hubiera olvidado―. Dios sea contigo.
―Pero quería que supieras que he sido elegida. ―Sus ojos brillaban con lo que parecía ser una alegría santa; sus siguientes palabras me sorprendieron―. Estoy asustada, John Lyle.
―¿Eh? ¿Asustada? ―Repentinamente recordé lo que yo mismo había sentido, cómo se me había quebrado la voz, la primera vez que entrené a un pelotón―. No debes estarlo. Saldrás bien de ello.
―¡Oh, espero que sí! Reza por mí, John. ―Y se alejó, perdiéndose en el oscuro corredor.
Recé por ella, e intenté imaginar dónde estaba, qué estaba haciendo. Pero puesto que sabía menos acerca de lo que ocurre en el interior de las habitaciones privadas del Profeta de lo que sabe una vaca sobre consejos de guerra, pronto desistí de ello y simplemente pensé en Judith. Más tarde, una hora o más, mis ensoñaciones fueron interrumpidas por un agudo grito dentro del Palacio, seguido por una conmoción, y rumor de pasos corriendo. Me precipité al corredor interior y vi a un grupo de mujeres reunidas en torno a la puerta principal de los aposentos del Profeta. Otras dos o tres mujeres estaban sacando a alguien por la puerta; se detuvieron al llegar al corredor y dejaron su carga en el suelo.
―¿Qué ocurre? ―pregunté, preparando mi arma.
Una Hermana ya vieja se detuvo frente a mí.
―No ocurre nada. Regresa a tu puesto, centinela.
―He oído un grito.
―No es asunto tuyo. Una de las Hermanas se ha desvanecido cuando el Santo requirió sus servicios.
―¿Cuál de ellas era?
―Eres más bien preguntón, hermano menor. ―Se alzó de hombros―. La Hermana Judith, si te importa.
No me paré a pensarlo.
―Dejadme ayudarla ―dije, y di un paso adelante. Ella me cerró el paso.
―¿Te has vuelto loco? Sus hermanas la devolverán a su celda. ¿Desde cuándo los Ángeles asisten a las Vírgenes nerviosas?
Hubiera podido apartarla fácilmente con un solo dedo, pero ella tenía razón. Retrocedí, y regresé de mala gana a ocupar mi puesto.
Durante los siguientes días no pude apartar a la Hermana Judith de mi pensamiento. Cuando estaba libre de servicio, merodeaba por todas las partes del Palacio que me estaba permitido visitar, esperando verla. Podía estar enferma, o podía haber sido confinada en su celda por lo que seguramente había sido una infracción grave de la disciplina. Pero no llegué a verla ni una sola vez.
Mi compañero de cuarto, Zebadiah Jones, observó mi estado de ánimo e intentó animarme un poco. Zeb estaba tres clases por encima de mí, y yo había sido uno de sus estudiantes de primer año en West Point; ahora era mi mejor amigo y mi único confidente.
―Johnnie, hijo, te pareces a un muerto asistiendo a sus propios funerales. ¿Qué es lo que te corroe?
―¿Eh? Nada en absoluto. Un poco de indigestión, quizá.
―¿Sí? Anda, vamos a dar un paseo. El aire te hará bien.
Dejé que me condujera fuera. No dijo nada excepto banalidades hasta que estuvimos en la amplia terraza que rodea la torre sur y libres del peligro de los instrumentos de detección visuales y auditivos. Cuando estuvimos lo suficiente lejos de todo el mundo, dijo suavemente:
―Vamos. Suéltalo.
―Mira, Zeb, no puedo cargar a los demás con mis preocupaciones.
―¿Por qué no? ¿Para qué sirven los amigos?
―Oh, te horrorizarás.
―Lo dudo. La última vez que me horroricé fue cuando descubrí a un tipo con cuatro ases falsos. Aquello devolvió mi fe en los milagros, y desde entonces me he sentido relativamente inmune. Vamos, podemos decir que esto es una comunicación privilegiada... con un consejero mayor y todas esas tonterías.
Dejé que me persuadiera. Ante mi sorpresa, Zeb no se horrorizó al descubrir que me había interesado en una diaconisa sagrada. Así que le conté toda la historia y le añadí mis dudas y preocupaciones, todos los recelos que habían ido creciendo en mí desde el día en que me había presentado para cumplir con mis deberes en Nueva Jerusalén.
Asintió sin darle importancia.
―Conociéndote, puedo ver cómo debe haberte afectado. Supongo que no habrás admitido nada de esto en confesión, ¿verdad?
―No ―dije, azarado.
―Entonces no lo hagas. Guárdate para ti mismo tus secretos. El mayor Bagby es comprensivo, no se sentiría impresionado por lo que le dijeras... pero puede considerar necesario comunicarlo a sus superiores. No te gustaría tener que enfrentarte a la Inquisición, aunque fueras tan inocente como el alabastro. De hecho, especialmente puesto que eres inocente... y lo eres, como sabes; cualquiera tiene pensamientos impíos algunas veces. Pero el Inquisidor espera hallar pecado; si no lo encuentra, sigue hurgando.
Ante la sugerencia de que podía ser puesto bajo Investigación, mi estómago dio un vuelco. Intenté no aparentarlo, y Zeb prosiguió calmadamente:
―Johnnie, muchacho, admiro tu piedad y tu inocencia, pero no las envidio. A veces demasiada piedad es más impedimento que demasiado poca. Te sorprenderá la idea de que la política tiene tanta importancia como el canto de los salmos en el gobierno de un gran país. Ahora escúchame; sentí las mismas cosas cuando recién llegado aquí, pero no me sorprendí porque ya me lo esperaba.
―Pero... ―me callé. Sus observaciones sonaban dolorosamente como herejías; cambié de tema―. Zeb, ¿qué supones que pudo suceder para que Judith se desmayara la noche en que servía al Profeta?
―¿Eh? ¿Cómo podría yo saberlo? ―Me miró, luego desvió la vista.
―Bueno, simplemente pensé que podrías saberlo. Generalmente estás enterado de todos los chismorreos relativos al Palacio.
―Bueno... Oh, olvídalo, muchacho. Realmente no tiene importancia.
―Entonces, ¿lo sabes?
―No he dicho que lo supiera. Quizá pudiera hacer averiguaciones, pero no te servirían de nada. Así que olvídalo.
Dejé de andar, me detuve frente a él y le miré directamente al rostro.
―Zeb, deseo oír cualquier cosa que sepas al respecto... o que creas que sabes. Es importante para mí.
―¡Vamos, tranquilízate! Temías horrorizarme; pero soy yo quien no quiere horrorizarte a ti.
―¿Qué quieres decir? ¡Explícate!
―Tranquilo, he dicho. Recuerda que estamos paseando, ajenos a todo el mundo, hablando de nuestras colecciones de mariposas y preguntándonos si tendremos de nuevo estofado de carne para cenar esta noche.
Aún irritado, dejé que siguiéramos paseando un trecho. Luego dijo más calmadamente:
―John, obviamente no eres el tipo que se entera de las cosas simplemente pegando la oreja al suelo... y tampoco has estudiado nada acerca de los Misterios Internos, ¿verdad?
―Sabes que no. La clasificación oficial psico no me eligió para el curso. No comprendo por qué.
―Debí dejarte leer algunos cuando los empecé a desentrañar. No, eso era antes de que tú te graduaras. Demasiado difíciles, puesto que te explican las cosas con un lenguaje muy delicado que has de saber cómo interpretar... y justificar cada uno de sus elementos cuidadosamente, si tienes en cuenta la dialéctica de la teoría religiosa. John, ¿cuál es tu noción de los deberes de las Vírgenes?
―Bueno, cuidar de él, y cocinar su comida, y todo eso.
―Seguro que lo hacen. Y algo más. Esa Hermana Judith... una chica campesina inocente, tal como la describes. Tremendamente devota, imaginas.
Respondí, algo desabrido, que su devoción era lo que primero me había atraído de ella. Y quizá lo creyera realmente.
―Bien, puede que simplemente se impresionara en exceso al escuchar casualmente una discusión más bien mundana y cínica entre el Santo y, esto, digamos el Alto Tesorero... impuestos y diezmos y la mejor forma de arrancárselos a los campesinos. Podría tratarse de algo así, aunque dudo mucho que la escriba de una tal conversación fuera una Virgen recién llegada en su primer servicio. No, lo más seguro es que se trató del «y así sucesivamente».
―¿Eh? No te sigo.
Zeb suspiró.
―Realmente eres uno de los inocentes de Dios, ¿no? Por el Santo Nombre, creía que lo sabías, y que simplemente eras demasiado obstinado como para admitirlo. Bueno, incluso los Ángeles se benefician a veces a las Vírgenes, una vez el Profeta ha terminado con ellas. Sin mencionar a los sacerdotes y a los diáconos. Recuerdo una ocasión en la cual... ―Calló de repente, al darse cuenta de la expresión de mi rostro―. ¡Borra eso de tu cara! ¿Quieres que alguien se fije en nosotros"?
Intenté hacerlo, mientras terribles pensamientos revoloteaban dentro de mi cabeza. Zeb prosiguió suavemente:
―Mi opinión, si tanto te importa, es que tu amiga Judith sigue mereciendo el calificativo de «Virgen» en el más exacto sentido físico de la palabra, más que en el espiritual. Y puede que incluso siga siéndolo, si el Santo está tan furioso con ella como probablemente debe estarlo. Seguro que ella debe ser tan densa como tú y no consiguió comprender las simbólicas explicaciones que le dieron... luego llegó a un punto donde ya no podía dejar de comprender, y aquello fue como un mazazo en su cabeza, y él simplemente la despidió. Así de sencillo.
Me detuve de nuevo, murmurando para mí mismo expresiones bíblicas que apenas comprendía. Zeb se detuvo también, y se me quedó mirando con una sonrisa de cínica tolerancia.
―Zeb ―dije, casi suplicándole―, esas cosas son terribles. ¡Terribles! No me dirás que las apruebas.
―¿Aprobarlas? Muchacho, todo ello forma parte del Plan. Lamento que no fueras seleccionado para los estudios superiores. Pero mira, procuraré darte un rápido bosquejo. Dios no malgasta el tiempo. ¿De acuerdo?
―Eso suena a doctrina.
―Dios no exige a los hombres nada que esté más allá de sus fuerzas. ¿De acuerdo?
―Sí, pero...
―Cállate. Dios ordena a los hombres que sean fecundos. El Profeta Encarnado, siendo como es especialmente santo, se supone que debe ser especialmente fecundo. Ésta es la finalidad de todo eso; podrás comprenderlo más elaboradamente cuando lo estudies. Mientras tanto, si el Profeta puede humillarse a descender hasta la carne por puro deber hacia el Plan, ¿quién eres tú para escandalizarte? Respóndeme.
No pude responder, por supuesto, y seguimos nuestro paseo en silencio. Tuve que admitir la lógica de todo lo que había dicho, y que las conclusiones se derivaban directamente de las doctrinas reveladas. El problema era que yo deseaba rechazar las conclusiones, echarlas fuera de mí como si se trataran de algo venenoso que me había tragado.
Luego me consolé con el pensamiento de que Zeb estaba seguro de que Judith no había sufrido daño. Empecé a sentirme mejor, diciéndome a mí mismo que Zeb tenía razón, que no era a mí a quien correspondía, en absoluto, establecer juicios morales acerca del Santo Profeta Encarnado.
Mi mente empezaba a sentir preocupaciones acerca del pensamiento de que mi alivio con respecto a Judith surgía exclusivamente del hecho de que yo la había mirado pecaminosamente, de que no era posible que hubiera una regla para una santa diaconisa, y otra regla para todas las demás, y estaba empezando a sentirme nuevamente infeliz... cuando Zeb se detuvo de repente.
―¿Qué es eso?
Nos apresuramos hacia el parapeto de la terraza y miramos hacia abajo por encima de la muralla. La muralla sur se erige junto a la misma ciudad. Una multitud de cincuenta o sesenta personas cargaba ladera arriba en dirección al Palacio. Delante de ellos, corriendo mientras volvía frecuentemente la cabeza, había un hombre vestido con una larga gabardina. Se dirigía hacia la entrada del Santuario.
Zebadiah miró hacia abajo y se respondió a sí mismo:
―De eso se trata... el apedreamiento de un paria. Probablemente fue lo bastante descuidado como para ser atrapado fuera del ghetto después de las cinco. ―Miró hacia abajo y agitó la cabeza―. No creo que consiga alcanzar la puerta.
La predicción de Zeb se cumplió en aquel preciso momento; una piedra de buen tamaño alcanzó al hombre entre los omoplatos, haciéndole tambalearse y caer. Estuvieron inmediatamente sobre él. Intentó arrastrarse de rodillas, fue golpeado por una docena de piedras, se derrumbó hecho un ovillo. Lanzó un agudo y entrecortado gemido, luego se cubrió con un pliegue de la gabardina sus oscuros ojos y su recia nariz romana.
Un momento más tarde no quedaba allí nada más que ver excepto un montón de piedras y un pie calzado con una zapatilla surgiendo entre ellas. Sufrió un estremecimiento y se inmovilizó.
Me giré hacia un lado, sintiendo náuseas. Zebadiah captó mi expresión.
―¿Por qué ―dije defensivamente― persisten esos parias en su herejía? Por todo lo demás, parecen individuos más bien inofensivos.
Arqueó una ceja en mi dirección.
―Quizá para ellos no sea ninguna herejía. ¿Has visto a ese tipo renegar de su Dios?
―Pero ése no es el auténtico Dios.
―Él debe pensar de otra forma.
Sonrió de forma tan irritante que le dije con brusquedad:
―No te comprendo, Zeb... ¡maldita sea si lo hago! Hace diez minutos me instruías en la correcta doctrina; ahora pareces estar defendiendo la herejía. Reconcilia ambas cosas.
Se alzó de hombros.
―Oh, puedo actuar como abogado del diablo. En West Point me gustaba debatir y argumentar las cosas, ¿recuerdas? Algún día seré un famoso teólogo... si el Gran Inquisidor no me agarra antes.
―Bueno... pero... ¿tú crees que es correcto apedrear a los impíos? ¿Lo crees?
Cambió bruscamente de tema.
―¿Viste quién arrojó la primera piedra? ―No lo había visto, y así se lo dije; todo lo que recordaba era que se trataba de un hombre con ropas campesinas, y no una mujer o un niño.
―Era Iracundo Fassett ―Zeb frunció el ceño.
Recordaba muy bien a Fassett; era dos clases superior a mí, y había convertido mi primer año de noviciado en algo que deseaba olvidar.
―Así que pasó de ese modo ―dije lentamente―. Zeb, no creo que pudiera soportar el trabajo de espionaje.
―Por supuesto no es un agente provocador ―reconoció―. Pero supongo que el Consejo necesita ocasionalmente que estos incidentes se produzcan. Esos rumores acerca de la Cabala y todo eso...
Agarré al vuelo su última observación.
―Zeb, ¿crees realmente que hay algo sobre esa Cabala? No puedo creer que exista ninguna deslealtad organizada hacia el Profeta.
―Bueno., realmente se han producido algunos disturbios allá en la Costa Oeste. Oh, olvídalo; nuestro trabajo es mantener la vigilancia aquí.