6
Me había unido a la Cabala siguiendo un impulso. Seguramente bajo la tensión de haberme enamorado de Judith y por la excitación de los acontecimientos que me habían arrollado como resultado de conocerla, no había tenido tiempo de razonar calmadamente. No había roto con la Iglesia como resultado de una decisión filosófica. Por supuesto, sabía por pura lógica que unirme a la Cabala significaba romper con todos mis lazos anteriores, pero este hecho aún no me había golpeado emocionalmente. ¿Qué iba a ser seguir viviendo sin volver a vestir nunca más el uniforme de un oficial y un caballero? Había estado orgulloso de pasear por la calle, de entrar en un lugar público, consciente de que todos los ojos estaban fijos en mí.
Aparté todo aquello de mi mente. La reja estaba en el surco, mi mano en el arado; no podía volverme atrás. Tenía que seguir hasta que venciéramos o hasta que fuéramos quemados por traición.
Descubrí a Zeb mirándome irónicamente.
―¿Estás asustado, Johnnie?
―No. Pero aún no me he adaptado. Las cosas han ido muy aprisa.
―Lo sé. Bueno, podemos dejar de pensar en la paga del retiro, y nuestro número de promoción en West Point ya no tiene importancia. ―Se quitó el anillo de la Academia, lo lanzó al aire, lo atrapó y se lo metió en el bolsillo―. Pero hay un trabajo que hacer, muchacho, y descubrirás que es también un trabajo militar... auténticamente militar. Personalmente, yo ya estaba harto de tanto limpiar y pulir, y no me importa no volver a oír nunca más las arengas y el «¡Oficiales, firmes!», y el «Centinela, ¿qué hay de nuevo?». La hermandad hará mejor uso de nuestros talentos... y eso es lo que realmente importa.
El Maestro Peter van Eyck vino a verme un par de días más tarde. Se sentó al borde de mi cama y cruzó las manos sobre su abdomen mientras me miraba.
―¿Te sientes mejor, hijo?
―Podría levantarme si el médico me dejara.
―Estupendo. Estamos escasos de gente; cuanto menos tiempo pase un oficial entrenado en la lista de los enfermos, mejor. ―Hizo una pausa y se mordisqueó el labio―. Pero no sé exactamente qué hacer contigo.
―¿En? ¿Señor?
―Francamente, en primer lugar, tú nunca hubieras debido ser admitido en la Orden... una misión militar nunca debe mezclarse con asuntos del corazón. Confunde las motivaciones, ocasiona decisiones falsas. En segundo lugar, desde que te aceptamos, hemos tenido que mostrar nuestra fuerza en acciones que, desde un punto de vista estrictamente militar, nunca hubieran debido realizarse.
No respondí; no había ninguna respuesta... tenía razón. Mi rostro ardió abochornado.
―No enrojezcas por ello ―añadió bondadosamente―. Por otro lado, es bueno para la moral de los hermanos alguna acción militar de tanto en tanto. El asunto es, ¿qué hacer contigo? Eres un chico resistente, aguantaste bien, pero... ¿comprendes realmente los ideales de libertad y dignidad humanas por los cuales luchamos?
―Maestro... quizá mi cerebro no sea muy brillante, y el Señor sabe que es cierto qué nunca he pensado mucho en política. ¡Pero sé del lado que estoy!
Asintió.
―Eso es suficiente. No podemos esperar que cada hombre sea su propio Tom Paine.
―¿Su propio qué?
―Thomas Paine. Pero por supuesto no habrás oído hablar nunca de él. Búscalo en nuestra biblioteca cuando tengas ocasión. Es algo muy inspirador. Pero volvamos a tu destino. Sería muy fácil ponerte en algún trabajo burocrático aquí... tu amigo Zebadiah ha estado trabajando dieciséis horas diarias intentando poner un poco de orden en nuestro sistema de archivo. Pero no puedo desperdiciaros en trabajos de oficina. ¿Cuál es tu materia preferida, tu especialidad?
―No sé, señor, aún no he ejercido ninguna.
―Entiendo. Pero, ¿cuál era tu fuerte? ¿Cómo te desenvolvías en aplicación de milagros y en psicología de masas?
―Era bastante bueno en milagros, pero me temo que demasiado torpe en psicodinámica. Mi materia más fuerte era la balística.
―Bueno, no podemos tenerlo todo. Necesitaba un técnico en moral y propaganda, pero si no puedes, no puedes.
―Zeb era el número uno en su clase en psicología de masas, Maestro. El comandante lo apremiaba para que entrara en el sacerdocio.
―Lo sé y lo utilizaremos, pero no aquí. Está demasiado interesado en la Hermana Magdalene; no quiero que las parejas trabajen juntas. Eso puede distorsionar sus juicios. En cuanto a ti, me pregunto si no harías un buen asesino.
Lo dijo seriamente, pero como sin darle casi importancia; me costó trabajo creerle. Siempre había pensado, y lo había dado por seguro, que el asesinato era uno de los pecados innombrables, como el incesto o la blasfemia. Salté:
―¿Los hermanos utilizan el asesinato?
―¿En? ¿Por qué no? ―Van Eyck estudió mi rostro―. Oh, lo había olvidado. John, ¿matarías al Gran Inquisidor si tuvieras la oportunidad?
―Bueno... sí, por supuesto. Pero me gustaría hacerlo en una pelea abierta.
―¿Crees que alguna vez se te presentaría esa oportunidad? Ahora supongamos que nos hallamos en el día en que la Hermana Judith fue arrestada por él. Supongamos que tú podrías detenerlo matándolo... pero tan sólo si lo envenenaras, o lo apuñalaras por la espalda. ¿Qué es lo que harías?
―¡Lo mataría! ―respondí fieramente.
―¿Sentirías alguna vergüenza, alguna culpa?
―¡Ninguna!
―Aja. Pero él es tan sólo uno entre muchos en esa maldad. El hombre que come carne no puede burlarse del carnicero... y cada obispo, cada ministro de Estado, cada hombre que se beneficia de esta tiranía, y así hasta el propio Profeta, es un cómplice ante el hecho de cada asesinato cometido por los inquisidores. El hombre que perdona un pecado porque disfruta del resultado de ese pecado es también culpable del mismo. ¿Lo entiendes?
A duras penas, porque lo que yo había aprendido era la doctrina ortodoxa. Me sentía desconcertado ante su nueva aplicación. Pero el Maestro Peter seguía hablando:
―Pero nosotros no nos recreamos en la venganza... la venganza sigue perteneciendo al Señor. Jamás te enviaría contra el Inquisidor creyendo que podías regocijarte personalmente de ello. Nosotros no tentamos a un hombre con el pecado como cebo. Lo que hacemos, lo que estamos haciendo, es emprender una operación militar calculada en una guerra que ya ha comenzado. Un hombre clave es a menudo más valioso que un regimiento; elegimos a ese hombre clave y lo eliminamos. El obispo de una diócesis puede ser este hombre; el obispo del Estado adyacente puede ser tan sólo un chapucero, sostenido por el sistema. Matamos al primero, y dejamos al segundo donde está. Gradualmente vamos eliminando sus mejores cerebros. Ahora... ―se inclinó hacia mí―, ¿te gustaría un trabajo relacionado con esos hombres claves? Es un trabajo muy importante.
Tenía la impresión de que, en aquel asunto, había alguien que me estaba enfrentando constantemente a los hechos, en lugar de permitirme esquivar los hechos desagradables de la forma en que la mayor parte de la gente consigue hacerlo a lo largo de sus vidas. ¿Podría soportar una tal misión? ¿Podía rechazarla, puesto que el Maestro Peter había dado a entender que tales asesinos eran voluntarios, rechazarla e intentar ignorar dentro de mi corazón que se estaba produciendo y que debía disculparla?
El Maestro Peter estaba en lo cierto; el hombre que compra la carne es hermano del carnicero. Eso eran escrúpulos, no moral... como el hombre que aprueba la pena capital pero es demasiado «bueno» como para tirar él mismo de la cuerda o manejar el hacha. Como la persona que considera la guerra inevitable y en ciertas circunstancias moral, pero evita el servicio militar porque no le gusta el simple pensamiento de matar.
Niños emocionales, imbéciles éticos... la mano izquierda debe saber lo que hace la derecha, y el corazón es responsable de ambas. Respondí casi inmediatamente:
―Maestro Peter, estoy dispuesto a servir... de la forma en que mejor considere la hermandad.
―¡Buen chico! ―Se relajó un poco, y continuó―: Entre nosotros, es el trabajo que ofrezco a todos los nuevos reclutas cuando no estoy seguro de que comprenden que no se trata de un juego de pelota, sino de una causa a la que se deben dedicar sin ninguna reserva... a la que deben dedicar su vida, su fortuna, su sagrado honor. No tenemos lugar para el hombre que desea dar órdenes pero no aceptarlas.
Me sentí aliviado.
―Entonces, ¿no hablaba en serio cuando me ofrecía el trabajo de asesino?
―¿Eh? Normalmente no; pocos hombres son aptos para ello. Pero en tu caso sí hablaba en serio, porque sabemos que posees una cualidad indispensable y no muy común.
Intenté pensar qué era tan especial en mí, y no conseguí descubrir nada.
―¿Señor?
―Bueno, finalmente serás atrapado, por supuesto. A tres de cada siete misiones de asesinato cumplidas les está ocurriendo... un buen promedio, pero debemos mejorarlo porque andamos escasos de hombres. Pero contigo sabemos que cuando te atrapen y te pongan bajo Interrogación, no te derrumbarás.
Mi rostro debió reflejar mis sentimientos. ¿La Investigación? ¿De nuevo? Aún estaba medio muerto de la primera vez. El Maestro Peter dijo amablemente:
―Naturalmente, no tendrás que pasar otra vez por todo esto. Siempre protegemos a los asesinos; lo arreglamos de tal modo que puedan suicidarse fácilmente. No tienes que preocuparte.
Créanme, habiendo pasado una vez por la Investigación, aquella seguridad no me pareció cruel, sino más bien reconfortante.
―¿Cómo, señor?
―¿Eh? Oh, hay una docena de formas distintas. Nuestros cirujanos pueden prepararte un dispositivo explosivo que te permita morir por mucho que te aten. Existe también el diente hueco, desde luego, con cianuro o algo así... pero los investigadores se van dando cuenta de ello; a veces les abren e inmovilizan la boca.
Pero hay muchas otras formas. Por ejemplo... ―abrió los brazos y los echó hacia atrás, pero no mucho―, si yo echara los brazos más atrás en una posición que ningún hombre supondría sospechosa, una pequeña cápsula entre mis omoplatos se rompería y terminaría conmigo en el acto. Sin embargo, tú podrías estar golpeándome la espalda todo el día sin conseguir romperla.
―Esto... ¿es usted un asesino, señor?
―¿Yo? ¿Cómo podría serlo, en mi trabajo? Pero todos los nuestros que se hallan en posiciones de máxima exposición están cargados... es lo menos que podemos hacer por ellos. Además, llevo una bomba en mi vientre ―se palmeó el abdomen―, que puede llevarse conmigo a un número considerable de personas si lo considero conveniente.
―Yo hubiera podido utilizar una de ésas la otra semana ―dije enfáticamente.
―Estás aquí, ¿no? No menosprecies tu suerte. Si necesitas una, la tendrás. ―Se levantó y se dispuso a irse―. Mientras tanto, no te hagas ninguna idea especial acerca de ser seleccionado como ejecutor. El grupo de evaluación psicológica deberá decidir si eres apto, y son hombres duros de convencer.
Pese a sus palabras, seguí pensando en ello, por supuesto, aunque dejé de preocuparme. Poco después me dedicaron a trabajos de menor importancia, y pasé varios días leyendo las pruebas del Iconoclasta, un pulcro y suavemente crítico panfleto reformista que utilizaba la Cabala para facilitar la labor de sus misioneros de campo. Era el típico «Sí pero...», abiertamente leal al Profeta pero exactamente el tipo de lectura susceptible de despertar las dudas en las mentes de los obstinados e intolerantes. Su causticidad residía en cómo se decían las cosas, no en las cosas que se decían. Había visto incluso ejemplares del mismo en el Palacio.
Conocí también algunas de las ramificaciones del sorprendente cuartel general subterráneo de Nueva Jerusalén. El almacén que estaba sobre nosotros pertenecía a un antiguo Gran Maestro, y era un medio de comunicación extremadamente importante con el mundo exterior. Sus estanterías nos alimentaban y vestían; a través de las líneas visiofónicas comerciales del almacén podíamos conectar con el exterior y efectuar incluso llamadas intercontinentales, cifrando el mensaje por si las líneas estaban intervenidas. Los camiones de reparto del almacén podían ser utilizados para transportar fugitivos de o a nuestro cuartel general clandestino... supe que Judith había iniciado así su viaje, facturada en una caja especial como botas de caucho. La amplitud de las operaciones comerciales del almacén era una pantalla completa y plausible para nuestras extensas operaciones.
El éxito de una revolución es una empresa de gran envergadura... no nos engañemos al respecto. En un Estado moderno, complejo y altamente industrializado, una revolución no pueden hacerla un puñado de conspiradores murmurando en torno a una miserable vela entre unas ruinas abandonadas. Requiere un personal numeroso, pertrechos, maquinaria moderna y armas sofisticadas. Y para manejar todos esos factores con éxito es necesario lealtad, sigilo y una organización superlativa.
Me mantuve ocupado, pero mi trabajo era provisional, puesto que estaba aguardando un destino. Tuve tiempo de indagar en la biblioteca, y busqué referencias de Tom Paine, el cual me llevó a Patrick Henry y Thomas Jefferson y otros... y todo un nuevo mundo se abrió ante mí. Al principio tuve problemas para admitir la posibilidad de lo que leía; creo que de todas las cosas que puede hacerles la policía del Estado a los ciudadanos, la más perniciosa es posiblemente distorsionar la historia. Por ejemplo, supe por primera vez que los Estados Unidos no habían sido gobernados por un sanguinario emisario de Satán antes de que el Primer Profeta montara en cólera y lo echara del poder... sino que habían sido una comunidad de hombres libres, que decidían sus propios asuntos a través de un consenso pacífico. No quiero decir con esto que la primera república fuera un paraíso bíblico, pero tampoco era como la mostraban en la escuela.
Por primera vez en mi vida estaba leyendo cosas que no habían sido aprobadas por los censores del Profeta, y el impacto en mi mente fue devastador. A veces miraba de reojo por encima de mi hombro para ver quién me estaba observando, asustado pese a mí mismo. Empecé a darme cuenta de que la ocultación es la clave de toda tiranía. No la fuerza, sino la ocultación... la censura. Cuando cualquier gobierno, o cualquier Iglesia en nuestro caso, empieza a decir a sus súbditos: «Esto no debéis leerlo, esto no debéis verlo, esto os está prohibido conocerlo», el resultado final es la tiranía y la opresión, no importa cuan sagrados sean los motivos. Poca fuerza se necesita para controlar a un hombre cuya mente ha sido vendada; por el contrario, ninguna fuerza puede controlar a un hombre libre, a un hombre cuya mente es libre. No, no hay tortura, no hay bombas de fisión, no existe nada... no se puede conquistar a un hombre libre; lo máximo que puedes hacer con él es matarlo.
Mis pensamientos no estaban cayendo en silogismos; mi cabeza estaba llenándose con un torrente de ideas nuevas, cada una de ellas más excitante que la anterior. Descubrí que los viajes interplanetarios, casi un mito en mi mundo, no se habían detenido porque el Primer Profeta los hubiera prohibido como un pecado contra la omnipotencia de Dios; habían cesado por meras cuestiones económicas, y el gobierno del Profeta no había querido financiarlos. Había incluso una declaración que dejaba entrever que los «infieles» (en mi mente seguía usando aún esta palabra) enviaban aún de vez en cuando una ocasional nave de investigación, y que había aún seres humanos en Marte y Venus.
Me sentí tan excitado ante aquellos datos que casi olvidé la situación en que nos hallábamos metidos. Si no hubiera sido escogido para los Ángeles del Señor, seguramente me habría apuntado a la cohetería. Tenía buenas condiciones para ello, tales como reflejos rápidos, y un conocimiento de las artes matemáticas y mecánicas. Quizás algún día los Estados Unidos tuvieran de nuevo naves espaciales. Quizá yo...
Pero el pensamiento fue desbordado por una docena de otros pensamientos. Periódicos extranjeros... oh, ni siquiera había estado seguro de que los infieles supieran leer y escribir. El Times de Londres era una lectura increíble y excitante. Gradualmente llegué a la conclusión de que aparentemente los británicos ya no comían carne humana, si es que la habían comido alguna vez. Se parecían notablemente a nosotros, excepto por el hecho de que eran sorprendentemente proclives a hacer lo que deseaban... en el Times había incluso cartas criticando abiertamente al gobierno. Y había otra carta firmada por un obispo de su Iglesia infiel, criticando al pueblo por no acudir a los servicios religiosos. No sé cuál de los dos tipos de cartas me desconcertó más; ambas parecían incitar una situación de abierta anarquía.
El Maestro Peter me informó que el tribunal calificador psicológico me había rechazado para las tareas de asesinato. Me sentí a la vez aliviado e indignado. ¿Qué habían encontrado de malo en mí para que no me confiaran ese trabajo? Parecía algo así como una mancha en mi carácter... por aquel entonces.
―Tómatelo con calma ―me advirtió van Eyck fríamente―. Han hecho un examen somero basado en el perfil de tu personalidad, y han llegado a la conclusión de que habría muchas posibilidades de que te atraparan en tu primera misión. No queremos desperdiciar hombres de este modo.
«Tranquilo, muchacho. Voy a enviarte al Cuartel General para que allí te asignen una misión.
―¿El Cuartel General? ¿Dónde está eso?
―Lo sabrás cuando llegues allí. Preséntate al departamento metamórfico.
El doctor Mueller era el transformarrostros de la hermandad; le pregunté qué había pensado para mí.
―¿Cómo voy a saberlo hasta descubrir quién eres? ―Me midió y fotografió, registró mi voz, analizó mi modo de andar, y preparó una tarjeta perforada con mis características físicas―. Ahora encontraremos a tu hermano gemelo. ―Observó cómo el clasificador de tarjetas revisaba rápidamente varios miles de ellas, y yo estaba empezando a pensar ya que era un individuo único, no lo suficientemente parecido a nadie como para permitirme un disfraz plausible, cuando dos tarjetas cayeron en el cesto casi simultáneamente. Antes de que la máquina se detuviera definitivamente había cinco tarjetas en el cesto.
―Un buen surtido ―sonrió el doctor Mueller, mientras las revisaba―. Un sintético, dos vivos, un muerto, y una mujer. No utilizaremos a la mujer para este trabajo, pero la tendremos en cuenta; puede sernos muy útil algún día saber que hay una ciudadana femenina a la que puedes suplantar con éxito.
―¿Qué es un sintético? ―pregunté.
―¿En? Oh, es una personalidad compuesta, construida muy cuidadosamente a base de datos y antecedentes imaginarios. Un asunto arriesgado... implica manipular en los archivos nacionales. No me gusta utilizar a un sintético, porque realmente no hay ninguna forma de llenar completamente el pasado de un hombre que no existe. Es mucho más preferible actuar sobre el pasado real de una persona real.
―Entonces, ¿por qué usan a los sintéticos?
―A veces debemos hacerlo. Cuando tenemos que trasladar apresuradamente a un refugiado, por ejemplo, y no existe ninguna persona real con la que pueda encajar. Por eso tratamos de tener siempre un buen surtido de sintéticos. Ahora déjame ver ―añadió, revolviendo las tarjetas―, podemos elegir a dos de...
―Un segundo, doctor ―interrumpí―. ¿Por qué guardan en el archivo a los muertos?
―Oh, no están legalmente muertos. Cuando uno de los hermanos muere y es posible ocultar el hecho, mantenemos su personalidad pública para un futuro uso posible. Ahora veamos ―continuó―, ¿sabes cantar?
―No muy bien.
―Entonces hay que descartar a éste. Es un barítono de concierto. Puedo hacer un montón de cambios en ti, pero no puedo convertirte en un cantante profesional. Sería demasiado. ¿Qué te parecería ser Adam Reeves, viajante comercial de productos textiles? ―mostró una tarjeta.
―¿Cree que me desenvolveré bien?
―Seguro... cuando yo haya acabado de trabajar contigo.
Quince días más tarde ni mi propia madre me hubiera reconocido. Ni creo que la propia madre de Reeves hubiera sabido diferenciarme de su hijo. A la segunda semana podía hacerle la competencia a Reeves en su propio trabajo. Empezó a caerme bien mientras lo estaba estudiando. Era un hombre tranquilo y pacífico, con una disposición al retraimiento, que siempre me hacía pensar en él como en alguien algo más pequeño que yo, aunque ambos éramos, por supuesto, de la misma altura, peso y estructura ósea. Nos parecíamos, en rostro y apariencia, tan sólo superficialmente.
Es decir, al principio. Una simple operación hizo que mis orejas se separaran del cráneo un poco más de lo habitual; al mismo tiempo retocaron mis lóbulos. La nariz de Reeves era ligeramente aquilina; un poco de cera bajo la piel a la altura del puente hizo crecer un poco la mía. Fue necesario coronar algunos de mis dientes para identificarlos con sus muelas postizas; ésa fue la única parte que realmente me desagradó. El tono de mi piel tuvo que ser descolorido ligeramente; el trabajo de Reeves no le permitía tomar demasiado el sol.
Pero la parte más difícil de la transformación física fueron las huellas dactilares artificiales. Un plástico opaco, flexible y de color carne fue implantado en las yemas de mis dedos, y luego sellado con moldes tomados de las huellas dactilares de Reeves. Fue un trabajo de artesano; cada dedo tuvo que ser sometido a siete pruebas antes de que el doctor Mueller diera su conformidad.
Aquello fue sólo el comienzo; luego tuve que aprender a actuar como Reeves... su andar, sus gestos, la forma como reía, sus modales en la mesa. Dudo que nunca pudiera dedicarme con éxito a la carrera de actor... y mi instructor era de mi misma opinión.
―¿Acaso no lo va aprender nunca, Lyle? Su vida dependerá de ello. ¡Tiene que aprenderlo!.
―Pero yo pensaba que estaba actuando exactamente como Reeves ―objeté débilmente.
―¡Actuando! Esto es precisamente lo malo... está usted actuando como Reeves. Y es algo tan falso como una pierna postiza. Tiene que ser usted Reeves. Inténtelo. Preocúpese de su cartera de ventas, piense en su último viaje, medite en las comisiones y los descuentos y las cuotas. Adelante. Inténtelo.
Durante cada minuto que, tenía libre estudiaba los detalles normales del empleo de Reeves, pues realmente tendría que vender artículos textiles en su lugar. Tuve que aprender todo un oficio, y descubrí que era mucho más que simplemente llevar conmigo unas muestras y dejar que el tendero hiciera su elección... y ni siquiera sabía distinguir un denier de una fibra continua. Antes de terminar adquirí un nuevo respeto hacia los hombres de negocios. Siempre había pensado que comprar y vender era algo sencillo; nuevamente estaba equivocado. Tuve que utilizar el viejo profesor fonográfico y meterme en la cama con auriculares. Nunca conseguí dormir bien de este modo, y me despertaba cada mañana con dolor de cabeza y las orejas, aún tiernas de las operaciones, doloridas como dos forúnculos.
Pero funcionó. En dos cortas semanas yo era Adam Reeves, viajante de comercio, de los pies a la cabeza.