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Supongo que de algún modo había esperado ser tratado a mi llegada como algún tipo de héroe conquistador... ya saben, con mis nuevos camaradas escuchando boquiabiertos cada palabra del modesto relato de mis aventuras y milagrosas escapadas y dándole las gracias al Gran Arquitecto que me había permitido salir victorioso y llegar hasta allí con mi tan importante mensaje.

Estaba equivocado. El ayudante de personal me envió a buscar antes incluso de que pudiera terminar dignamente mi desayuno, pero ni siquiera le vi; me encontré con el señor Giles. Me sentí en cierto modo decepcionado, y le interrumpí para preguntarle cuándo considerarían conveniente que diera mi informe formal al oficial al mando.

Sorbió una vez más.

―Oh, sí. Bueno, señor Lyle, el general le envía sus saludos y le ruega que considere como realizada la visita de cortesía, no sólo por su parte sino también por la de todos los jefes de departamento. Vamos más bien escasos de tiempo, ¿sabe? Le mandará llamar apenas disponga de un momento libre para usted.

Sabía muy bien que el general no me había enviado ningún mensaje de aquella índole y que aquel subalterno estaba siguiendo simplemente una costumbre previamente establecida. Aquello no me hizo sentirme mejor.

Pero no había nada que pudiera hacer al respecto; el sistema me tenía en sus manos. Al mediodía ya estaba alojado definitivamente, me habían aporreado el pecho y todo lo demás, y había rendido mis informes. Sí, tuve la oportunidad de relatar mi historia... a una máquina grabadora. Hombres de carne y hueso recibieron el mensaje que llevaba, pero la cosa no fue en absoluto divertida; permanecí bajo hipnosis todo el tiempo, exactamente como cuando grabaron el mensaje en mí.

Aquello ya era demasiado; le pregunté al psicotécnico que operaba sobre mí qué decía el mensaje que había llevado. Me respondió rígidamente:

―No se nos permite decirles a los correos los mensajes que transportan. ―Sus ademanes sugerían que mi pregunta era muy improcedente.

Perdí un poco los estribos. No sabía si aquel hombre era superior a mí en grado o no, puesto que no llevaba uniforme, pero no le importaba en absoluto.

―¡Por el amor del cielo! ¿Qué ocurre aquí? ¿Acaso la hermanad no confía en mí? He arriesgado el cuello...

Me cortó con un ademán mucho más conciliador.

―No, no, no se trata de eso en absoluto. Es para su protección.

―¿Eh?

―El reglamento. Cuanto menos sepa usted de lo que necesita saber, menos podrá revelar si alguna vez es capturado... y más seguro será para usted y para todos los demás. Por ejemplo, ¿sabe usted dónde estamos ahora? ¿Puede usted señalar nuestra localización en un mapa?

―No.

―Yo tampoco. No necesitamos saberlo, así que no se nos dice. )e todos modos ―prosiguió―, no me importa decirle, en líneas generales, el mensaje que lleva usted... simplemente informes de rutina, confirmación de hechos que ya sabíamos en su mayor parte a través de los circuitos sensitivos. Ya que venía usted para aquí, aprovecharon el viaje para llenarlo con todos esos informes. Hemos grabado tres cintas enteras con la información.

―¿Sólo informes de rutina? ¡Hey, el Maestro de la Logia me dijo que llevaba un mensaje de vital importancia! ¡El viejo chistoso!

El técnico ocultó una sonrisa.

―Me temo que le tomó... ¡oh!

―¿Eh?

―Entiendo lo que le quiso decir. Sí, traía usted un mensaje de vital importancia... para usted. Llevaba consigo sus propias credenciales hipnóticas. Si no las hubiera traído, nunca le hubiéramos permitido volver a despertarse.

Ante aquello no tenía nada que decir. Me fui discretamente.

Mis recorridos a la oficina médica, a la oficina psico, al oficial de servicio, etc., habían empezado a darme una cierta noción del tamaño de aquel lugar. El «pueblecito de juguete» que había visto desde lejos era simplemente la agrupación administrativa. La planta de energía, un edificio aislado, se hallaba en una caverna separada, con varios metros de pared de roca como escudo secundario. Las parejas casadas se instalaban donde les parecía ―casi un tercio de nosotros eran mujeres―, y normalmente elegían levantar sus casas (o compartimientos) lejos del agrupamiento central. La armería y depósito de municiones estaban localizados en un pasadizo lateral, a una distancia segura de las oficinas y residencias.

Había agua fresca en abundancia, aunque bastante dura, y los mismos pasadizos que traían las corrientes subterráneas proporcionaban también al parecer la ventilación necesaria... al menos el aire nunca estaba viciado. Se mantenía a una temperatura de 21 grados y a una humedad relativa de un 32 % invierno y verano, noche y día.

A la hora de la comida ya estaba integrado en la organización, y me encontré trabajando duramente en un empleo temporal inmediatamente después de comer... en la armería, reparando y ajustando desintegradoras, pistolas, armas pesadas y de asalto. Pude haberme mostrado enojado cuando me pidieron, u ordenaron, hacer un trabajo que correspondía realmente a un sargento armero, pero todo aquel lugar parecía funcionar con un mínimo de protocolo... por ejemplo, cada cual se limpiaba sus platos tras la comida. Y realmente era agradable sentarse de nuevo en un banco de la armería, seguro y cómodo, y trajinar de nuevo con calibres y galgas y brocas... un trabajo bueno y útil.

Poco antes de cenar, aquel primer día, vagabundeé un poco por el salón de oficiales en busca de alguna silla libre. De pronto oí una familiar voz de barítono a mis espaldas:

―¡Johnnie! ¡John Lyle! ―Me giré en redondo y allí estaba, corriendo hacia mí, Zebadiah Jones... el buen viejo Zeb, ancho como la vida y con su feo rostro partido por una sonrisa.

Nos palmeamos mutuamente la espalda e intercambiamos insultos.

―¿Cuándo llegaste aquí? ―le pregunté finalmente.

―Oh, hace un par de semanas.

―¿De veras? Aún estabas en Nueva Jerusalén cuando yo me fui. ¿Cómo te las arreglaste?

―Sin ningún problema. Simplemente fui facturado como un cadáver... bajo trance profundo. En un ataúd sellado y rotulado «contagioso».

Le conté las incidencias de mi propio viaje, y Zeb pareció impresionado, lo cual me levantó un poco la moral. Luego le pregunté qué estaba haciendo.

―Estoy en la oficina de Psico & Propaganda ―me dijo―, a las órdenes del coronel Novak. Precisamente ahora estoy escribiendo una serie de profundamente respetuosos artículos sobre la vida privada del Profeta y sus acólitos y sacerdotes, cuántos sirvientes tienen, cuánto cuesta mantener el Palacio, todo lo relativo a las fantasiosas ceremonias y rituales, y todo ese tipo de cosas. Todo ello es perfectamente cierto, por supuesto, y dicho con el grado justo de respetuosa aprobación. Pero lo envuelvo en una densa nube. El énfasis está puesto en las joyas y en los sólidos adornos de oro y en todo lo que cuesta todo ello, y les digo a los paletos qué privilegio es para ellos el que se les permita pagar por tales fruslerías y lo orgullosos que deberían sentirse de que el representante de Dios en la tierra les permita que cuiden de él.

―Creo que no estoy de acuerdo contigo ―le dije, frunciendo el ceño―. A la gente le gusta todo ese carnaval circense. Mira cómo los turistas que llegan a Nueva Jerusalén se apiñan para comprar las entradas para las ceremonias del Templo.

―Seguro, seguro... pero yo no redacto todo esto para la gente que va de vacaciones a Nueva Jerusalén; lo enviamos a pequeños periódicos locales en pequeñas y pobres comunidades rurales del valle del Mississippi, y en el Profundo Sur, y en la zona negra de Nueva Inglaterra. Es decir, lo esparcimos entre algunos de los más pobres y puritanos elementos de la población, gente que está emocionalmente convencida de que pobreza y virtud son la misma cosa. Eso raspa en sus nervios; a su debido tiempo los ablandará y hará que las dudas nazcan en ellos.

―¿Esperas seriamente iniciar una rebelión con cosas tan insignificantes como eso?

―No son cosas insignificantes, porque actúan directamente sobre las emociones de la gente, por debajo del nivel lógico. Podrás influir en el ánimo de un millar de hombres apelando a sus prejuicios mucho más rápidamente de lo que podrás convencer a un solo hombre utilizando la lógica. Tampoco es necesario apelar a los prejuicios cuando se trata de algo importante. Johnnie, tú sabes cómo emplear los índices de connotación, ¿verdad?

―Bueno, sí y no. Sé lo que son; se supone que miden los efectos emocionales de las palabras.

―Exactamente, en la medida de sus posibilidades. Pero el índice de una palabra no es algo tan fijo como los cien centímetros de un metro; es una función variable compleja que depende del contexto, edad, sexo y ocupación del oyente, la localización, y otra docena de cosas. Un índice es una solución particular de la variable que te dice si una palabra en particular utilizada de una forma en particular sobre un lector o tipo de lector en particular afectará a esa persona favorablemente, desfavorablemente, o simplemente la dejará fría. Tomar las medidas adecuadas del grupo al que quieres dirigirte puede resultar algo tan matemáticamente exacto como cualquier rama de la ingeniería. Pero nunca tenemos todos los datos que necesitamos, y por eso sigue siendo un arte... pero un arte muy preciso, especialmente si empleamos la «realimentación» a través de los muestreos de campo. Cada artículo que escribo es un poco más enojoso que el anterior... y el lector nunca sabe por qué.

―Suena bien, pero no comprendo cómo funciona.

―Te pondré un ejemplo vulgar. ¿Qué es lo que preferirías tener ante ti? ¿Un hermoso, grueso, jugoso, tierno bistec... o un segmento de tejido muscular extraído del cadáver de un toro castrado e inmaduro?

Le hice una mueca.

―No vas a engañarme. Lo tomaré le des el nombre que le des... siempre que no esté demasiado hecho. Espero que nos avisen pronto para ir al comedor; estoy muerto de hambre.

―Tú crees que no te sientes afectado porque sabes que estoy hablando de la misma cosa. ¿Pero cuánto tiempo duraría un restaurante si utilizara ese tipo de terminología? Tomemos otro ejemplo vulgar, esas palabrotas que los chicos desvergonzados escriben por las paredes. Tú no puedes usarlas en compañía de gente educada sin ofender, pero existen circunloquios y sinónimos para cada una de ellas que sí pueden ser usados en cualquier compañía.

Asentí mi acuerdo.

―Supongo que sí. Supongo que sé cómo se puede actuar sobre la demás gente. Pero personalmente creo que soy inmune a todo ello. Esas palabras tabúes no significan nada para mí... excepto que soy lo suficientemente razonable como para cuidarme de no ofender a los demás con ellas. Soy un hombre educado, Zeb... «Piedras y bastones pueden quebrantar mis riñones, etcétera.» Pero me doy cuenta de cómo puedes actuar sobre los ignorantes.

Ahora comprendo mejor que no debo bajar nunca mi guardia con Zeb. El buen Dios sabe las veces que me ha vencido de esta forma. Me sonrió tranquilamente, e hizo una corta afirmación que incluía algunas de esas palabras tabúes.

―¡Deja a mi madre fuera de todo eso!

Fui yo quien grité, saltando de mi silla como un perro cargando ¡en una lucha callejera. Zeb debió anticipar exactamente lo que yo haría, pues se echó a un lado inmediatamente después de hablar, de modo que en vez de golpearle la barbilla descubrí que mi muñeca había sido agarrada por su puño y su otro brazo me rodeaba, sujetándome en una presa que detuvo la batalla antes incluso de que empezara.

―Tranquilo, Johnnie ―susurró en mi oído―. Te pido disculpas. Te ofrezco mis más humildes disculpas, y solicito tu perdón. Créeme, no te estaba insultando.

―¡Eso es lo que dices!

―De veras, y con toda humildad. ¿Me perdonas? A medida que me calmaba me di cuenta de que mi estallido había sido más bien notorio. Aunque habíamos escogido un rincón tranquilo para charlar, había como mínimo una docena o más de personas en el salón, aguardando a que se anunciara la cena. Pude darme cuenta del terrible silencio y sentir la interrogación en las mentes de los demás sobre si iba a ser o no necesaria su intervención. Empecé a enrojecer, más de turbación que de cólera.

―De acuerdo. Suéltame.

Lo hizo, y nos sentamos de nuevo. Yo aún me sentía dolido y no del todo inclinado a perdonarle a Zeb su imperdonable infracción de los buenos modales, pero la crisis había pasado. Pero él dijo suavemente:

―Johnnie, créeme, no te estaba insultando ni a ti ni a ningún miembro de tu familia. Se trataba de una demostración científica de la dinámica de los índices de connotación, eso es todo.

―Bueno... pero no hacía falta que lo hubieras hecho de una forma tan personal.

―Oh, no había otro remedio. Estábamos hablando de la psicodinámica de la emoción... y las emociones son cosas personales, subjetivas, que deben ser experimentadas para ser comprendidas. Tú eras de la creencia de que tú, como hombre educado, te hallabas inmune a esta forma de ataque... así que acudí a un test del laboratorio para demostrarte que no eres inmune. Ahora, ¿qué fue exactamente lo que te dije?

―Me dijiste... bueno, no importa. De acuerdo, fue un test. Pero no deseo que se repita. Ya has demostrado lo que querías: no me gusta.

―¿Pero qué fue lo que dije? Todo lo que dije, de hecho, fue que tú eras la descendencia legítima de un matrimonio legal. ¿Correcto? ¿Qué hay de insultante en ello?

―Pero... ―me interrumpí, y pasé mentalmente revista a las injuriosas, insultantes y degradantes cosas que había dicho... con todos sus significados. Gruñí tímidamente―. Fue la forma en que lo dijiste.

―¡Exacto, exacto! Para decirlo técnicamente, seleccioné términos con altos índices negativos, para esta situación y para este auditorio. Que es precisamente lo que hacemos con esa propaganda, excepto que los índices emocionales son menos cuantitativos para evitar despertar sospechas y evadir a los censores... un veneno lento más bien que una patada en la barriga. Lo que escribimos gira todo en torno al Profeta, ensalzándole hasta los cielos... de tal modo que la irritación producida en el lector es transferida a él. El método actúa por debajo de los pensamientos y actos conscientes del lector sobre los tabúes y fetiches que infectan su subconsciente.

Recordé amargamente mi propia irrazonable cólera.

―Estoy convencido. Suena como un montón de buena medicina.

―Lo es, muchacho, lo es. Hay magia en las palabras, magia negra... si sabes cómo invocarla.

Tras la cena, Zeb y yo fuimos a su cubículo y seguimos charlando. Me sentía a gusto y cómodo y muy, muy satisfecho. El hecho de que formábamos parte de un complot revolucionario, un proyecto que tenía muy pocas posibilidades de éxito y que muy probablemente terminaría con nosotros muertos en una batalla o quemados por traición, no me afectaba en absoluto. ¡El buen viejo Zeb! ¿Qué hubiera pasado si me hubiera golpeado por debajo de mi guardia y dado allá donde más me dolía? Él era mi «familia»... toda la familia que tenía. Estar ahora con él me hacía sentir como me sentía cuando mi madre me hacía sentar en la cocina y me daba pastelillos y leche.

Hablamos sobre esto y aquello, y durante el transcurso de la conversación aprendí más cosas sobre la organización, y descubrí ―fue una gran sorpresa el descubrirlo― que no todos nuestros camaradas eran hermanos. Hermanos de logia, quiero decir.

―Pero, ¿no es eso peligroso?

―¿Y qué no lo es? ¿Y qué esperabas, muchacho? Algunos de nuestros más valiosos camaradas no pueden unirse a la Logia; su propia fe religiosa se lo prohíbe. Pero nosotros no poseemos el monopolio de odiar la tiranía y amar la libertad, y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Cualquiera que vaya en nuestra misma dirección es un compañero de viaje. Cualquiera.

Pensé en aquello. La idea era lógica, aunque en cierto modo vagamente desagradable. Decidí aceptarla rápidamente.

―Supongo que sí. Imagino que incluso los parias nos serán de alguna utilidad, cuando se inicie la lucha, aunque no puedan ser aceptados como miembros.

Zeb me dirigió una mirada que yo conocía demasiado bien.

―¡Oh, por el amor del cielo, John! ¿Cuándo dejarás de llevar pañales?

―¿Eh?

―¿Todavía no se te ha metido en la cabeza que la propia noción de «paria» es el mecanismo de chivo expiatorio de esta tiranía que cualquier tiranía necesita?

―Sí, pero...

―Cállate. Quítale el sexo a la gente. Decláralo prohibido, malvado, limítalo a la reproducción ritualista. Oblígalo a retroceder a un suprimido sadismo. Luego dale a la gente un chivo expiatorio a quien odiar. Déjale que ocasionalmente mate a algunos de esos chivos expiatorios como desahogo catártico. El mecanismo tiene siglos de antigüedad. Los tiranos lo utilizaban cientos de años antes de que fuera inventada la palabra «psicología». Y funciona. Mírate a ti mismo.

―Mira, Zeb, yo no tengo nada contra los parias.

―Es mejor que no lo tengas. Descubrirías unas cuantas docenas de ellos aquí en la Gran Logia. Y por supuesto, olvida esa palabra «paria». Posee, diríamos, un muy elevado índice negativo.

Se calló, y yo hice lo mismo; de nuevo necesitaba tiempo para poner en orden mis pensamientos. Por favor, compréndanme... es fácil sentirse libre cuando uno ha sido educado en la libertad; no es fácil de otro modo. Un tigre de un zoo, si se escapa, a menudo volverá por su propio pie a la paz y seguridad de sus barrotes. Si no puede volver, pueden estar seguros de que paseará arriba y abajo dentro de los límites de los barrotes de la jaula que ya no está a su alrededor. Supongo que yo también estaba paseando arriba y abajo por la jaula imaginaria de mis esquemas condicionados.

La mente humana es una cosa tremendamente compleja; hay en ella compartimientos que ni su propio dueño sospecha. Yo creía que había conseguido limpiar mi mente de todas las sucias supersticiones que había sido empujado a creer. Estaba aprendiendo que la «limpieza» no había sido más que un barrido en el que había metido el polvo y la suciedad debajo de las alfombras... deberían pasar años antes de que la limpieza fuera completa, antes de que el fresco aire de la razón soplara en todas las habitaciones.

De acuerdo, me dije a mí mismo, si me encuentro con uno de esos par... no, «camaradas», intercambiaré el reconocimiento con él y seré educado... ¡tanto como él sea educado conmigo! En aquel momento no vi nada hipócrita en mi reserva mental.

Zeb se echó hacia atrás, fumando, y me dejó cocerme a fuego lento. Yo sabía que él estaba fumando y él sabía que yo lo desaprobaba. Pero era un pecado menor y, cuando compartíamos la misma habitación en los alojamientos de Palacio, nunca se me había ocurrido delatarlo por ello. Incluso sabía que la sirvienta de la habitación era quien le suministraba el tabaco.

―¿Quién te suministra el tabaco ahora? ―le pregunté, deseando cambiar de tema.

―¿En? Bueno, puedes comprarlo en el economato, por supuesto. ―Mantuvo en alto aquella porquería y la miró―. Estos cigarrillos mexicanos son más fuertes de lo que me gusta. Sospecho que ponen en ellos auténtico tabaco, en lugar de las barreduras de puente a las que estaba acostumbrado. ¿Quieres uno?

―¿En? ¡Oh, no, gracias!

Sonrió sarcásticamente.

―Vamos, adelante, échame tu habitual reprimenda. Hará que te sientas mejor.

―Mira, Zeb, no estaba criticándote. Supongo que simplemente es otra de las muchas cosas sobre las que estoy equivocado.

―Oh, no. Es un hábito sucio y asqueroso que arruina mi aparato respiratorio y mancha mis dientes y finalmente me matará de un cáncer de pulmón. ―Inspiró profundamente, dejó que el humo brotara por las comisuras de su boca, y pareció profundamente satisfecho―. Pero simplemente resulta que me gustan las costumbres sucias y asquerosas.

Lanzó otra bocanada.

―Pero no es ningún pecado, y mi castigo por ello está aquí y ahora, en el mal sabor que tengo en la boca cada mañana. El Gran Arquitecto no va a enviarme al infierno por ello. ¿Quieres uno, muchacho? No hay nadie observándonos.

―No hay necesidad de ser sacrílego.

―No lo estaba siendo.

―¿No, eh? Te estás burlando de una de las más fundamentales, quizá la más fundamental, proposiciones de la religión: ¡la certeza de que Dios lo está viendo todo!

―¿Quién te lo dijo?

Por un momento todo lo que pude hacer fue farfullar.

―No es necesario que me lo diga nadie. Es una certeza axiomática. Es...

―Te repito: ¿quién te lo dijo? Mira, me retracto de lo que he dicho. Quizás el Altísimo esté observándome fumar. Quizás es un pecado mortal y debido a ello arderé por los siglos de los siglos. Quizá. Pero ¿quién te lo dijo? Johnnie, has alcanzado el punto en que estás intentando derribar al Profeta y colgarlo del árbol más alto que encuentres. Sin embargo, estás intentando reafirmar tus propias convicciones religiosas y utilizarlas como piedra de toque para juzgar mi conducta. Así que te repito: ¿quién te lo dijo? ¿En qué montaña estabas inmóvil cuando el rayo bajó de los cielos y te iluminó? ¿Qué arcángel te trajo el mensaje?

No respondí inmediatamente. No podía. Cuando lo hice fue una sensación de shock y de fría soledad.

―Zeb... creo que finalmente te comprendo. Eres... ateo, ¿verdad?

Zeb me miró fríamente.

―No me llames ateo ―dijo con lentitud― a menos que realmente estés pretendiendo crearte problemas.

―¿Entonces no lo eres? ―Sentí una oleada de alivio, aunque seguía sin comprenderle.

―No, no lo soy. Pero eso no es asunto tuyo. Mi fe religiosa es algo privado entre yo y mi Dios. Cuáles son mis creencias internas es algo que deberás juzgar por mis acciones... puesto que no eres invitado a preguntarme respecto a ellas. Ni tú ni nadie... ni el Maestro de la Logia... ni el Gran Inquisidor, si llegara el caso.

―¿Pero crees en Dios?

―Ya te lo dije, ¿no? Aunque no es asunto tuyo preguntármelo.

―¿Entonces debes creer en otras cosas?

―¡Por supuesto que sí! Creo que un hombre tiene obligación a ser compasivo con el débil... paciente con el estúpido... generoso son el pobre. Creo que está obligado a dar su vida por sus hermanos, si es requerido a ello. Pero no me propongo probar ninguna de esas cosas; se hallan más allá de toda prueba. Y tampoco te pido que creas en lo mismo en que creo yo.

Dejé escapar un suspiro.

―Me siento satisfecho, Zeb.

En lugar de mostrarse complacido, respondió:

―Es muy amable por tu parte, hermano, muy amable. Lo siento... no pretendía ser sarcástico. Pero no tenía intención de pedir tu aprobación. Me incitaste, accidentalmente, estoy seguro de ello, a entrar en materias de discusión que nunca he pretendido discutir. ―Hizo una pausa para encender otro de aquellos apestosos cigarrillos, y siguió más tranquilamente―: John, supongo que yo mismo soy, a mi propia quisquillosa manera, un hombre intolerante. Creo muy firmemente en la libertad de religión... pero creo que esta libertad se expresa mejor como la libertad de permanecer callado. Desde mi punto de vista, una gran parte de la piedad abiertamente expresada no es más que un orgullo insufrible.

―¿Eh?

―No todos los casos... Yo he conocido al bueno y al humilde y al devoto. ¿Pero qué hay del hombre que clama saber lo que piensa el Gran Arquitecto? ¿El hombre que proclama estar informado de sus Ocultos Designios? A mí me suena como una presunción sacrílega de la peor especie... por parte de un tipo que probablemente no ha estado nunca más cerca de Su Mesa de Diseño de lo que podamos haberlo estado tú o yo. Pero le hace sentirse mejor el proclamarse en términos amistosos con el Altísimo, ensalza su ego, y le permite dictar la ley para ti o para mí. ¡Puaf! Llega un sujeto con una voz potente, un C. I. de alrededor de los 90, pelo en las orejas, ropa interior sucia, un montón de ambición. Es demasiado perezoso para ser granjero, demasiado estúpido para ser ingeniero, demasiado poco de fiar para ser banquero... ¡pero hermano, sabe rezar! Tras un poco de tiempo ha reunido en torno suyo a otros sujetos que no poseen su vivida imaginación ni su confianza en sí mismo, pero a quienes les gusta la idea de tener una línea directa a la Omnipotencia. De modo que ese sujeto ya no es más Nehemiah Scudder, sino el Primer Profeta.

Yo iba siguiendo su argumentación, sintiéndome impresionado pero también complacido, hasta que nombró al Primer Profeta. Quizá mi propio estado espiritual en aquel momento hubiera podido ser descrito como el de un «primitivo» seguidor del Primer Profeta... es decir, había decidido que el Profeta Encarnado era el propio diablo y que todas sus acciones eran malvadas, pero esa creencia no afectaba las bases de la fe que yo había aprendido de mi madre. Lo que había que hacer era expurgar y reformar la Iglesia, no destruirla. Menciono esto porque mi propio caso era paralelo a muy serios problemas militares que se iban a desarrollar más tarde.

Me di cuenta de que Zeb estaba estudiando mi rostro.

―Te he alcanzado de nuevo en lo sensible, ¿en, compañero? No era mi intención.

―No, en absoluto ―respondí envaradamente, e intenté explicar que, en mi opinión, la pecaminosidad de la actual pandilla de demonios que se habían apoderado de la Iglesia no invalidaba de ningún modo la verdadera fe―. Después de todo, no importa lo que pienses o la forma como prefieras exhibir tu cinismo, las doctrinas son un asunto de lógica necesidad. El Profeta Encarnado y sus cohortes pueden pervertirlas, pero no pueden destruirlas... y no importa si el auténtico Profeta lleva la ropa interior sucia o no.

Zeb suspiró como si estuviera enormemente cansado.

―Johnnie, puedes estar seguro de que no tengo intención de iniciar ninguna discusión sobre religión contigo. No soy del tipo agresivo... Ya lo sabes, fui empujado hacia la Cabala. ―Hizo una pausa―. ¿Dices que las doctrinas son asunto de lógica?

―Tú mismo me has explicado la lógica. Es una estructura perfecta, consistente.

―Así es. Johnnie, lo más hermoso de citar a Dios como una autoridad es que puedes probar cualquier cosa que tú desees probar. Es tan sólo cuestión de seleccionar los postulados adecuados, y luego insistir en que tus postulados son «inspirados». Luego nadie podrá probablemente demostrar que estás en un error.

―¿Estás afirmando que el Primer Profeta no estaba inspirado?

―No estoy afirmando nada. Por lo que sabemos, yo soy el Primer Profeta, que ha regresado para echar a los profanadores de mi templo.

―No seas., ―me sentía herido en lo más profundo, e iba a rebatirle impetuosamente cuando alguien llamó a la puerta de Zeb. Callé, y él dijo:

―¡Adelante!

Era la Hermana Magdalene.

Hizo una inclinación de cabeza hacia Zeb, sonrió dulcemente ante mi boca abierta por la sorpresa, y dijo:

―Hola, John Lyle. Bienvenido. ―Era la primera vez que la veía vestida con otras ropas distintas a las de sagrada diaconisa. Parecía tremendamente bonita y mucho más joven.

―¡Hermana Magdalene!

―No. Sargento de Estado Mayor Andrews. «Maggie» para mis amigos.

―¿Pero qué ha ocurrido? ¿Por qué está aquí?

―Precisamente en este momento estoy aquí porque oí en la cena que habías llegado. Cuando no te he encontrado en tus aposentos he llegado a la conclusión de que estarías con Zeb. Por lo demás, yo tampoco podía volver, como tú o Zeb... y nuestro escondite allá en Nueva Jerusalén se estaba atiborrando, así que me transfirieron.

―¡Bueno, me alegro mucho de verla!

―Yo también me alegro de verte a ti, John. ―Me palmeó la mejilla y sonrió de nuevo. Luego se sentó en la cama de Zeb con las piernas cruzadas, mostrando una más bien impúdica porción de sus extremidades en el proceso. Zeb encendió otro cigarrillo y se lo tendió; ella lo aceptó, inspiró profundamente el humo en sus pulmones, y lo expelió como si hubiera estado fumando toda su vida.

Yo nunca había visto fumar a una mujer... nunca. Me di cuenta de que Zeb me estaba observando, el cielo lo confundiera... e hice todo lo posible por ignorarlo. Sonreí y dije:

―¡Ésta sí es una maravillosa reunión! Si tan sólo...

―Lo sé ―asintió Maggie―. Si tan sólo Judith estuviera también aquí. ¿Has sabido algo de ella, John?

―¿Sabido de ella? ¿Cómo podría?

―Sí, es cierto, no puedes... todavía no. Pero ahora puedes escribirle.

―¿Eh? ¿Cómo?

―No sé de memoria su número de código, pero puedes dejar la carta en mi mesa... estoy en el G-2. No te preocupes de cerrarla; todo el correo personal debe ser censurado y parafraseado. Yo le escribí la semana pasada, pero aún no he obtenido respuesta.

Pensé en disculparme inmediatamente, marcharme, y escribirle una carta, pero no lo hice. Era maravilloso estar con ellos dos, y no deseé acortar la velada. Decidí que la escribiría antes de meterme en la cama... y me di cuenta, con sorpresa, de que había estado tan atareado últimamente que, tan lejos como podía recordar, ni siquiera había tenido tiempo de pensar en Judith desde... bueno, desde Denver como mínimo.

Pero tampoco iba a escribirle aquella noche más tarde. Eran pasadas las once y Maggie estaba diciendo algo acerca de levantarse temprano cuando apareció un ordenanza:

―El General en Jefe envía sus saludos y desea ver inmediatamente al oficial Lyle, señor.

Me cepillé apresuradamente el cabello con los útiles de Zeb y salí con toda celeridad, mientras deseaba imperiosamente haber tenido algo mejor que ponerme que un simple traje de paisano difícil de lucir.

Los aposentos interiores estaban desiertos y oscuros excepto por una luz que pude ver en la oficina interior más alejada... ni siquiera el señor Giles estaba en su escritorio. Avancé solo, golpeé el marco de la puerta, entré, hice resonar mis tacones y saludé:

―El oficial Lyle presentándose al General en Jefe tal como le ha sido ordenado, señor.

Un hombre de edad avanzada, sentado de espaldas a mí al otro lado de un enorme escritorio, se giró y alzó la vista, y recibí otra sorpresa.

―Oh, sí, John Lyle ―dijo suavemente. Se levantó y vino hacia mí, tendiéndome la mano―. Hace mucho tiempo que no nos veíamos, ¿verdad?

Era el coronel Huxley, jefe del Departamento de Milagros Aplicados cuando yo era cadete... y casi mi único amigo entre los oficiales por aquel entonces. Habían sido muchas las tardes de domingo que había pasado relajadamente en sus aposentos, con el cuello desabrochado, libre por el momento de las presiones de la disciplina.

Estreché su mano.

―Coronel... quiero decir General, señor... ¡creía que estaba usted muerto!

―Muerto como coronel y revivido como general, ¿en? No, Lyle, aunque fui dado por muerto cuando pasé a la clandestinidad. Generalmente lo hacen así cuando un oficial desaparece; queda mejor. Y tú también estás muerto... ¿lo sabías?

―Esto, no, no lo sabía, señor. No de esta forma. ¡Eso es maravilloso, señor!

―Es bueno.

―Pero... quiero decir, ¿cómo es que usted...? Bueno... ―interrumpí.

―¿Quieres decir cómo vine a parar aquí y me hice cargo de esto? He pertenecido a la Hermandad desde que tenía tu edad, Lyle. Pero no pasé a la clandestinidad hasta que me vi obligado a ello... ninguno de nosotros lo hace. En mi caso las presiones para que abrazara el sacerdocio empezaron a hacerse demasiado fuertes; el Superintendente estaba un poco preocupado teniendo a un oficial laico que sabía demasiado de las complejas ramas de la física y la química. Así que me tomé unas cortas vacaciones y me morí. Fue muy triste. ―Sonrió―. Pero siéntate. He querido llamarte durante todo el día, pero ha sido un día muy ajetreado. Todos lo son. Hasta ahora no me ha sido posible escuchar las cintas de tu informe.

Nos sentamos y charlamos, y dejé que mi copa rebosara. Huxley había sido el oficial al que más había respetado de todos aquellos bajo cuyas órdenes había servido. Su sola presencia resolvió cualquier duda residual que quedara en mí... si la Cabala era buena para él, era buena para mí, y al diablo las sutilidades de la doctrina.

Finalmente dijo:

―No te he mandado llamar a esta hora tan tardía tan sólo para charlar contigo, Lyle. Tengo un trabajo para ti.

―¿Sí, señor?

―No dudo que habrás observado ya la escasa calidad de la milicia que tenemos aquí. Esto es entre nosotros, y no estoy criticando a nuestros camaradas... cada uno de ellos ha dedicado su vida a nuestra causa, algo mucho más difícil para ellos que para ti o para mí, y todos se han sometido de buen grado a la disciplina militar, lo cual resulta aún más duro. Pero no dispongo de los suficientes soldados adiestrados como para llevar las cosas adecuadamente. Lo hacen lo mejor que pueden, pero estoy tremendamente impedido al intentar convertir la organización en una eficiente máquina de lucha. Me encuentro agobiado por los detalles administrativos. ¿Puedes ayudarme?

Me puse en pie.

―Me sentiré muy honrado de servir con mi General en la mejor medida de mis habilidades.

―¡Estupendo! De momento serás mi ayudante personal. Eso es todo por esta noche, capitán. Te veré por la mañana.

Estaba ya cruzando la puerta antes de que su designación al despedirme me golpeara... y decidí que habría sido un desliz de su lengua.

Pero no lo era. A la mañana siguiente encontré cuál era mi oficina porque en ella había sido colocada una placa que decía: «capitán lyle». Desde el punto de vista de un militar profesional, las revoluciones tienen algo bueno: las oportunidades de promoción rápida son excelentes... aunque la paga suele ser más bien irregular.

Mi oficina estaba adjunta a la del general Huxley, y desde entonces casi viví en ella... finalmente me instalé un catre detrás del escritorio. El primer día estaba batallando aún a las diez de la noche con el montón de papeles que había en mi bandeja sobre el escritorio. Me había prometido a mí mismo que primero terminaría con ellos, y luego escribiría una larga carta a Judith. Pero tuve que conformarme con una nota muy corta, al encontrarme con un memorándum dirigido a mí personalmente, y no al general, en el fondo de la bandeja.

Iba dirigido al «Oficial J. Lyle», y alguien había tachado el «Oficial» y escrito encima «Capitán». Decía:


Memorándum para todo el personal recientemente incorporado.


objeto: Informe de Conversión del Personal.

1. Se le requiere e invita a expresar por escrito, tan ampliamente como le sea posible, todos los acontecimientos, pensamientos, consideraciones e incidentes que le empujaron en su decisión de unirse a nuestra lucha por la libertad. Esta relación deberá ser tan detallada como sea posible y tan subjetiva como sea posible. Un informe escrito con rapidez, demasiado breve, o demasiado superficial, será devuelto para ser ampliado y corregido, y podrá ser suplementado por un examen hipno.

2. Este informe será tratado confidencialmente en su totalidad, y cada parte de él podrá ser clasificada como secreta por su propio autor. Puede usted sustituir los nombres propios por letras o números si esto le ayuda a expresarse libremente, pero el informe debe ser completo.

3. No se destinará para este propósito ningún tiempo fuera de los deberes regulares, pero este informe debe ser tratado como una tarea extraordinaria de la más alta prioridad. Un borrador de su informe se espera sea entregado el (aquí alguien había escrito una fecha a menos de cuarenta y ocho horas de distancia de aquel momento; dejé escapar para mí mismo algunas expresiones declaradamente profanas).

Por orden del General en Jefe,

firmada: M. novak, Coronel, Ej. EE.UU.

Jefe de Psicología.


Me sentí considerablemente molesto por aquella demanda, y decidí escribir primero a Judith. La nota no me salió demasiado bien... ¿cómo puede escribir uno una carta de amor cuando sabe que uno o varios extraños van a leerla, y que cualquiera de ellos puede refrasear tus más tiernas palabras? Además, mientras le estaba escribiendo a Judith, mis pensamientos retrocedieron hasta aquella noche en la muralla del Palacio cuando la encontré por primera vez. Tenía la impresión de que mi propia conversión personal, como la llamaba el entrometido coronel Novak, había empezado entonces... aunque ya había empezado a tener algunas dudas antes de aquel momento. Finalmente terminé la nota, y decidí no irme a la cama inmediatamente sino empezar con aquel maldito informe.

Tras un rato me di cuenta de que era la una de la madrugada y aún no había llegado en mi relato al punto donde fui admitido por la Hermandad. Dejé de escribir con una cierta reluctancia (descubrí que aquello había despertado mi interés) y lo guardé bajo llave en mi escritorio.

En el desayuno del día siguiente me senté al lado de Zebadiah, le mostré el memorándum, y le pregunté acerca de él.

―¿A qué se debe esta gran idea? ―dije―. Tú trabajas para esa rama en particular. ¿Siguen aún sospechando de nosotros, después de habernos admitido aquí? Zeb apenas le echó una mirada.

―Oh, eso... Cáscaras, no. Aunque debo añadir que un espía, suponiendo que alguno pudiera llegar hasta tan lejos, sería atrapado inmediatamente cuando su historia personal pasara a través del análisis semántico. Nadie puede contar una mentira tan larga y tan complicada.

―¿Pero para qué sirve entonces?

―¿Y a ti qué te importa? Escríbelo... y asegúrate de que haces un buen trabajo. Luego olvídalo. Sentí que me encendía.

―No sé lo que voy a hacer. Pienso que antes le preguntaré al general al respecto.

―Hazlo, si quieres ponerte en el más espantoso de los ridículos. Mira, John, los psicomatemáticos que leerán esa sarta de imbecilidades que tú escribas no sienten el más mínimo interés hacia ti como individuo. Ni siquiera desearán saber quién eres... una chica tomará antes tu informe y tachará todos los nombres personales, incluido el tuyo, y los sustituirá por números... y todo ello antes de que cualquier analista pueda verlo. Eres simplemente un dato, nada más; el Jefe tiene algún gran proyecto en plena ebullición... ni yo mismo sé de qué se trata y está intentando reunir un gran abanico estadístico que sea significativo. Me ablandé un poco.

―Bueno, pero entonces, ¿por qué no lo dicen claramente? Este memorándum es simplemente una orden directa... irritante. Zeb se alzó de hombros.

―Eso es debido a que fue preparado por la división semántica. Si lo hubiera escrito la división de propaganda, te hubieras levantado más temprano y hubieras terminado el trabajo antes del desayuno. A propósito ―añadió―, he oído decir que habías sido promocionado. Felicidades.

―Gracias. ―Sonreí sarcástico―. ¿Cómo te sientes siendo inferior a mí, Zeb?

―¿En? ¿Tan rápido te han proclamado? Creí que eras capitán.

―Lo soy.

―Bueno, entonces perdona la inmodestia... pero yo soy Mayor.

―Oh. Enhorabuena.

―No te preocupes mucho por ello. Aquí tienes que ser como mínimo coronel, o tienes que seguir haciéndote tú mismo la cama.

La mayoría de las veces yo estaba demasiado ocupado como para hacerme mi propia cama. Casi la mitad de las veces dormía en el camastro de mi oficina, y en una ocasión me pasé una semana sin bañarme. Muy pronto se me hizo evidente que la Cabala era mucho mayor y tenía unas ramificaciones mucho más complicadas de las que hubiera podido llegar a soñar nunca, y que además todo el conjunto crecía sin parar. Estaba demasiado cerca de los árboles como para ver el bosque, pese a que todos los documentos marcados como «máximo secreto» y «destrúyase una vez leído» pasaban por mi escritorio.

Yo simplemente me ocupaba de que el general Huxley no se viera inundado por montañas de papeles... y quien se veía inundado por ellas era yo. Mi trabajo era imaginar lo que él haría, si tuviera tiempo, y entonces hacerlo yo por él. Una persona que ha sido adiestrada en los principios de la autoridad y la obediencia doctrinal puede hacerlo; el truco estriba en hacer que tu mente funcione como la de tu jefe en todos los asuntos rutinarios, y ser capaz de reconocer lo que es rutinario y lo que debe pasársele a él. Cometí mi porcentaje de errores, pero aparentemente no fueron tantos puesto que no me despidió, y tres meses más tarde era Mayor, con el fascinante título de jefe ayudante de Estado Mayor. No es necesario decir que buena parte de ello se lo debí a mi anillo de West Point, por supuesto... un profesional tiene grandes ventajas.

Debo añadir que por aquel entonces Zeb formaba en la cola del escalafón de coroneles, y actuaba como jefe de propaganda, habiendo sido transferida la jefatura de su sección a un cuartel general regional que yo sólo conocía por su nombre clave de jericó.

Pero me estoy adelantando a mi historia. Había tenido noticias de Judith hacía dos semanas... una nota agradable pero con el jugo exprimido por el refraseo. Quise contestarle inmediatamente pero en realidad me retrasé una semana... era tan engorrosamente duro no saber qué decir. Posiblemente no pudiera decirle otra cosa más que el que me encontraba bien y muy ajetreado. Si le decía tres veces que la amaba en una sola carta algún idiota de criptografía lo examinaría atentamente en busca de algún «esquema» y finalmente la rechazaría enteramente cuando fracasara en intentar hallar alguno.

El correo iba hasta México a través de un largo túnel, parcialmente artificial pero natural en su mayor parte, que pasaba exactamente por debajo de la frontera internacional. Un pequeño ferrocarril eléctrico del tipo usado en las minas recorría el túnel y llevaba no sólo mis quebraderos de cabeza diarios en la valija del correo oficial sino también una gran cantidad de carga para aprovisionar a nuestra ciudad de respetable tamaño. Había una docena de otras entradas al Cuartel General en la parte fronteriza de Arizona, pero nunca llegué a saber dónde estaban... y tampoco me importaba. Toda aquella zona tenía una profunda capa de rocas paleozoicas y podía ser transformada en una auténtica colmena subterránea de California hasta Texas. La zona conocida como Cuartel General había sido utilizada durante más de veinte años como escondite para hermanos refugiados. Nadie conocía la extensión de las cavernas en las que nos encontrábamos; simplemente iluminábamos y utilizábamos aquellas que necesitábamos. Nosotros los trogloditas poseíamos un deporte favorito ―los residentes permanentes éramos «troglos»; los transeúntes eran «murciélagos», puesto que volaban por la noche―: nos gustaba ir a picnics «de aficionados» que incluían pequeñas excursiones espeleológicas por las zonas inexploradas.

Estas excursiones estaban permitidas por las reglas, pero tan sólo de vez en cuando y sujetas a las más estrictas precauciones de seguridad, ya que uno podía romperse fácilmente una pierna en aquellos agujeros. Pero el General lo permitía porque era necesario; eran la única diversión que teníamos, y algunos de nosotros llevábamos años sin ver la luz del día.

Zeb, Maggie y yo realizamos un buen número de esas salidas, cuando a mí me lo permitía mi trabajo. Maggie siempre traía consigo alguna otra chica. Yo al principio protestaba, pero ella me indicó que era necesario para evitar los chismorreos... vigilancia mutua. Me aseguró que estaba segura de que a Judith no le importaría, bajo las circunstancias. Cada vez era una chica diferente, y la cosa parecía funcionar, ya que Zeb siempre le prestaba más atención a la otra chica mientras yo charlaba con Maggie.

Antes había pensado que Maggie y Zeb terminarían casándose pero ahora empezaba a cuestionármelo. Parecían hacer una pareja tan ideal como los huevos y el jamón, pero Maggie no parecía mostrarse celosa, y yo tan sólo podría describir honestamente e Zeb como un desvergonzado... es decir, bajo el supuesto de que Maggie estuviera interesada por él.

Un sábado por la mañana Zeb asomó su cabeza por mi cuchitril y dijo:

―Espeleología. A las dos en punto. Tráete una toalla.

Miré por encima de un montón de papeles.

―Dudo que pueda ir ―respondí―. ¿Y por qué una toalla?

Pero ya se había ido. Maggie pasó más tarde por mi oficina para traerme el informe semanal consolidado de inteligencia al Viejo, pero ni siquiera traté de preguntarle, puesto que Maggie era toda eficiencia durante las horas de trabajo... la perfecta sargento de oficina. Comí en mi despacho, con la esperanza de terminar el trabajo pero sabiendo que era imposible. A eso de la una y cuarto fui a que el general Huxley firmara un documento que debía salir aquella noche por correo hipno y por lo tanto debía estar aquella misma tarde en el departamento psico para que el correo pudiera ser operado. Le echó un vistazo y lo firmó, y luego dijo:

―La sargento Andy me ha dicho que tienes una cita.

―La sargento Andrews está en un error ―dije rígidamente―, aún están por revisar los informes semanales de Jericó, Nod y Egipto.

―Déjalos sobre mi escritorio y vete. Es una orden. No quiero que te hagas viejo por exceso de trabajo.

No le dije que él llevaba más de un mes sin ir a sus aposentos; me fui.

Dejé el mensaje con el coronel Novak y me apresuré hacia el lujar donde nos reuníamos siempre, cerca del comedor de mujeres. Maggie estaba allí con otra chica... una rubia llamada Miriam Booth que era una de las empleadas del almacén del Cuartel General. La conocía de vista, pero nunca había hablado con ella. Llevaba nuestra comida para el picnic, y Zeb llegó mientras estábamos siendo presentados. Traía consigo, como siempre, la luz portátil que usaríamos cuando encontráramos un lugar adecuado, y una manta para sentarnos y utilizarla como mesa.

―¿Dónde está tu toalla? ―preguntó.

―¿Hablabas en serio? La he olvidado.

―Corre a buscarla. Nosotros adelantaremos camino por la vía rápida. Puedes alcanzarnos. Vamos, chicas.

Echaron a andar, y a mí no me quedó otra cosa que hacer más que obedecer. Tras tomar una toalla de mi habitación, aceleré el paso hasta que los tuve de nuevo a la vista, y entonces retardé un poco el paso, resoplando. El trabajo de oficina había arruinado mi resuello. Me oyeron y esperaron.

Todos íbamos vestidos igual, las mujeres también llevaban pantalones, y todos con una cuerda de seguridad enrollada en la cintura y una linterna colgada del cinturón. Yo había llegado a acostumbrarme a ver a las mujeres con ropas de hombre, aunque no me gustara... y, después de todo, no resulta práctico y hasta es en cierto modo indecente practicar la espeleología, aunque sea en plan aficionado, con faldas.

Abandonarnos la zona iluminada tomando un recodo que parecía conducir a una pared ciega; sin embargo conducía hasta un túnel completamente escondido pero fácilmente practicable. Zeb desenrolló su cuerda e hizo que todos nos sujetáramos a ella mientras pasábamos por las zonas marcadas como peligrosas, tal como requerían las órdenes; Zeb era siempre muy cuidadoso con las cosas que realmente eran importantes.

Durante quizás un millar de pasos pudimos ver restos de hogueras y otras indicaciones de que otras personas habían utilizado antes aquel mismo camino, tales como un lugar donde alguien había ensanchado un angosto paso a golpes de pico. Luego dejamos aquel sendero frecuentado y giramos hacia una pared ciega. Zeb puso la luz en el suelo y la encendió.

―Sacad vuestras linternas. Vamos a trepar por aquí.

―¿Adonde vamos?

―A un lugar que conoce Miriam. Hazme pie, Johnnie.

No había mucho que trepar. Zeb subió con facilidad, y las chicas hubieran podido hacerlo también sin problemas, pero preferimos utilizar las cuerdas, para mayor seguridad. Cada cual volvió a cargar con su equipo, y Miriam nos condujo hacia adelante, utilizando todos nuestras linternas.

Cruzamos al otro lado, y allí había otro pasadizo tan bien oculto que hubiera podido quedar olvidado por otros diez mil años. Nos detuvimos otra vez mientras Zeb hacía otro nudo en su cuerda. De pronto Miriam dijo:

―Ahora todos hacia arriba, despacio. Creo que es aquí.

Zeb paseó su linterna alrededor, luego colocó la luz portátil en el suelo y la encendió. Lanzó un silbido.

―¡Huau! ¡Esto es estupendo!

―Es maravilloso ―dijo Maggie, suavemente. Miriam se limitó a sonreír, triunfante.

Estuve de acuerdo con todos ellos. Era una pequeña caverna en forma de domo perfecto, de quizás unos treinta metros de ancho y mucho más de largo. No pude decir cuan larga, ya que se curvaba suavemente allá delante perdiéndose en la oscuridad. Pero lo más característico de aquel lugar era un tranquilo estanque negro como la tinta que llenaba la mayor parte del suelo. Frente a nosotros había una pequeña playa de auténtica arena que a juzgar por las apariencias debía estar allí desde hacía un millón de años.

Nuestras voces creaban agradables ecos a lo largo de la cámara, rotas y distorsionadas por las estalactitas que colgaban como cortinajes del techo. Zeb se dirigió hacia el borde del agua, se inclinó, y la probó con la mano.

―No es demasiado fría ―anunció―. Bien, el último es un soplón de los censores.

Reconocí el viejo reto de los bañistas, aunque la última vez que lo había oído, cuando aún era un niño, era: «El último es un sucio paria.» Pero aquí nadie se lo creería.

Zeb estaba ya desabotonándose la camisa. Di rápidamente unos pasos hacia él y le dije en privado:

―¡Zeb! ¿Un baño todos juntos? ¿Estás bromeando?

―En absoluto. ―Observó mi rostro―. ¿Por qué no? ¿Qué ocurre contigo, chico? ¿Temes que alguien te ponga una penitencia? Sabes que no lo van a hacer. Nadie va a enterarse.

―Pero...

―¿Pero qué?

No supe qué responder. La única forma en que podía argumentar era en los términos que me habían sido enseñados en la Iglesia, y sabía que Zeb iba a reírse de mí... delante de las mujeres. Probablemente ellas también se echarían a reír, puesto que ellas sabían y yo no.

―Pero Zeb ―insistí―, no puedo. Tú no me dijiste... y ni siquiera he traído traje de baño.

―Yo tampoco. ¿Temes que te regañen como a un crío... y recibir unas cuantas palmadas por ello? ―Se giró sin esperar mi respuesta a aquella enormidad y dijo―: ¿Sois frágiles barquitas aguardando algo?

―Sólo que vosotros dos terminéis vuestra discusión ―respondió Maggie, acercándose―. Zeb, creo que Mimí y yo vamos a utilizar el otro lado de esa roca. ¿De acuerdo?

―De acuerdo. Pero aguardad un segundo. Nada de zambullirse, ¿entendéis las dos? Y alguien vigilando desde la orilla durante todo el rato... John y yo nos turnaremos en ello.

―¡Puah! ―dijo Miriam―. Yo me zambullí la última vez que estuve aquí.

―Porque no estabas conmigo, eso seguro. Nada de zambullidas... u os calentaré las posaderas allá donde están más rellenas.

Ella se alzó de hombros.

―De acuerdo, coronel Cascarrabias. Vamos, Mag. ―Pasaron junto a nosotros y rodearon una piedra del tamaño de media casa. Miriam se detuvo, me miró directamente a mí, y agitó un dedo.

―¡Y ahora, nada de mirar! ―Enrojecí hasta las orejas.

Desaparecieron, y no oímos más de ellas excepto risitas. Dije apresuradamente:

―Mira. Tú haz lo que quieras... es asunto tuyo. Pero yo no me meto en el agua. Me quedaré sentado aquí en la orilla y seré el vigilante.

―Haz lo que quieras. Pensaba pedirte que hicieras el primer turno, pero nadie te está retorciendo el brazo para que lo aceptes. Prepara una cuerda, de todos modos, por si hay que echársela a alguien. No creo que la necesitemos; las dos chicas son estupendas nadadoras.

Dije desesperadamente:

―Zeb, estoy seguro de que el General prohibiría bañarse en estos estanques subterráneos.

―Por eso precisamente no los mencionamos. «No preocupar nunca innecesariamente al General en Jefe»... órdenes vigentes en el Ejército de Josué, aproximadamente 1.400 años a. de C. ―Fue quitándose las ropas.

No sé por qué Miriam me advirtió que no mirara ―¡nunca me hubiera atrevido!―, porque cuando estuvo desvestida salió directamente de detrás de aquella roca, no hacia nosotros sino hacia el agua. Pero la luz era la suficiente como para iluminarla por completo, e incluso se giró hacia nosotros un instante, para luego gritar:

―¡Vamos, Maggie! ¡Si te apresuras, Zeb va a ser el último!

Yo no deseaba mirar, pero no podía apartar mis ojos de ella. Nunca había visto nada en mi vida que se pareciera a la visión que ella me ofrecía... tan sólo en una ocasión un grabado, perteneciente a un chico de la escuela de mi parroquia, y en esa ocasión tan sólo había visto un asomo, y lo había informado inmediatamente.

Pero ahora no podía dejar de mirar, ardiendo de vergüenza al mismo tiempo.

Zeb empujó a Miriam al agua... y no creo que a ella le preocupara. Luego se metió rápidamente en el agua, él también contraviniendo casi sus propias órdenes acerca de zambullirse. Sus poderosas brazadas le hicieron alcanzar pronto a Miriam, que había empezado a nadar hacia el otro extremo.

Luego salió Maggie de detrás de la roca y se dirigió hacia el agua. No hizo las espectaculares evoluciones que había desplegado Miriam, sino que simplemente anduvo rápidamente y se metió en el agua con una tranquila gracia. Cuando el agua le llegó a la cintura se dejó caer hacia adelante con un intenso chapoteo, y luego empezó a bracear y siguió a los otros, a los que aún podía oír pero difícilmente ver en la distancia.

De nuevo me fue imposible apartar mis ojos, aunque mi alma eterna hubiera dependido de ello. ¿Qué es lo que tiene el cuerpo de una mujer que lo convierte en la visión más terriblemente hermosa de la tierra? ¿Será, como proclaman algunos, tan sólo un instinto necesario que nos asegure de que cumplimos con los designios de Dios de repoblar el mundo? ¿O es algo mucho más extraño, mucho más maravilloso?

Me descubrí a mí mismo citando:

―¡Qué bello y qué delicioso arte eres, oh amor, para el deleite! Tu figura es como la palmera, y tus pechos dos racimos de uvas.

Entonces me callé, avergonzado, recordando que el Cantar de los Cantares de Salomón era tan sólo una casta y sagrada alegoría que no tenía nada que ver con estas cosas.

Me senté en la arena e intenté componer mi alma. Tras un cierto tiempo me sentí mejor y mi corazón dejó de latir tan fuerte. Cuando regresaron nadando con Zeb a la cabeza, seguido por Miriam, apenas conseguí esbozar una sonrisa. La cosa ya no me parecía tan terrible, y mientras estuvieran en el agua las mujeres no se exhibían tan impresionantemente. Quizás el demonio estuviera realmente en los ojos del espectador... en cuyo caso lo que debía hacer era arrojarlo de los míos.

―¿Listo para ser relevado? ―gritó Zeb en voz alta.

―No ―respondí firmemente―. Seguid divirtiéndoos.

―De acuerdo. ―Se giró como un delfín y empezó a nadar hacia el otro lado. Miriam lo siguió. Maggie siguió hacia donde el agua era menos profunda, clavó sus dedos en el fondo, y se me quedó mirando, con tan sólo su cabeza y sus marfileños hombros surgiendo de las negras aguas, mientras su cabellera que le llegaba hasta la cintura flotaba a su alrededor.

―Pobre John ―dijo suavemente―. Ahora voy a relevarte.

―¡Oh, no, de veras!

―¿Estás seguro?

―Absolutamente seguro.

―De acuerdo. ―Se giró, dando una vuelta sobre sí misma y siguió a los otros. Por un fantasmagórico y mágico instante, estuvo parcialmente fuera del agua.

Maggie regresó a mi extremo de la caverna unos diez minutos más tarde.

―Tengo frío ―dijo brevemente, saliendo del agua y dirigiéndose rápidamente a la protección de la roca. De alguna forma, no estaba desnuda, sino simplemente desvestida, como la Madre Eva. Era una diferencia... Miriam estaba simplemente desnuda.

Con Maggie fuera del agua y ninguno de nosotros hablando, me di cuenta por primera vez de que no había ningún otro sonido. No hay nada más silencioso que una caverna; en cualquier otro lugar siempre hay algún sonido, pero los completos cero decibelios que se obtienen bajo tierra si uno permanece inmóvil y no dice nada es algo muy distinto.

El problema era que yo tendría que ser capaz de oír a Zeb y a Miriam nadando. El nadar no tiene por qué ser ruidoso, pero no puede ser tan silencioso como una caverna. Me levanté bruscamente y eché a andar hacia adelante... luego me detuve con la misma brusquedad pues no quería invadir el vestidor de Maggie, lo cual hubiera hecho con una docena más de pasos.

Pero estaba realmente preocupado, y no sabía qué hacer. ¿Echar una cuerda? ¿Dónde? ¿Meterme en el agua y buscarlos? Si era necesario... Llamé suavemente:

―Maggie.

―¿Qué ocurre, John?

―Maggie, estoy preocupado.

Salió inmediatamente de detrás de la roca. Se había puesto ya los pantalones, pero llevaba enrollada la toalla de modo que le cubriera el pecho; tuve la impresión de que se había estado secando el pelo.

―¿Por qué, John?

―Estáte quieta y escucha.

Lo hizo.

―No oigo nada.

―Eso es precisamente. Deberíamos oír algo. Podía oíros a todos nadando incluso cuando estabais lejos, fuera de mi vista. Ahora no hay ningún sonido, ni un chapoteo. ¿Crees posible que ambos se hayan podido golpear la cabeza contra el fondo al mismo tiempo?

―Oh. Deja de preocuparte, John. Todo está bien.

―Pero estoy preocupado.

―Simplemente están descansando, estoy segura. Hay otra playa pequeña al otro lado más o menos como la mitad de ésta. Están allí. Yo estuve con ellos, pero me volví porque tenía frío.

Tomé una decisión, dándome cuenta de que mi recato me había impedido cumplir completamente con mi deber.

―Date la vuelta. No, ve detrás de la roca... quiero desnudarme.

―¿Qué? Te digo que no es necesario. ―No se movió.

Abrí mi boca para gritar. Antes de que pudiera hacerlo Maggie me había tapado la boca con una mano, lo cual hizo que su toalla se desajustara y cayera.

―¡Oh, cielos! ―dijo secamente―. Mantén cerrada esa bocaza. ―Se giró bruscamente y volvió a colocarse la toalla; luego, cuando se giró de nuevo, vi que se la había colocado como una estola, cubriendo lo suficiente su busto, supuse, pero sin necesariamente ocultarlo.

―John Lyle, ven aquí y siéntate. Siéntate a mi lado. ―Se sentó en la arena y palmeó un lugar para sentarme... y lo dijo con una tal firmeza que hice lo que me indicaba.

―A mi lado ―insistió―. Acércate más. No deseo tener que gritar. ―Me acerqué, centímetro a centímetro, hasta que mi manga rozó su brazo desnudo―. Eso está mejor ―admitió, manteniendo su voz lo suficientemente baja como para que no resonara en la caverna―. Ahora escúchame. Hay dos personas allá, que han ido por su propia voluntad. Se hallan completamente a salvo... las he visto. Y ambas son excelentes nadadores. Lo que tú tienes que hacer, John Lyle, es meterte en tus propios asuntos y refrenar esa insana tendencia que tienes a entrometerte.

―Me temo que no te comprendo. ―Y, realmente, me temo que era cierto.

―¡Oh, por los cielos! Mira, ¿significa Miriam algo para ti?

―Bueno, no, no especialmente.

―Eso es lo que he creído, puesto que no le has dirigido más de seis palabras desde que nos encontramos. Muy bien, entonces, puesto que no tienes ninguna razón para sentirte celoso, si dos personas escogen estar solas, ¿por qué deberías meter la nariz en ello? ¿Me comprendes ahora?

―Oh, me parece que sí.

―Entonces simplemente quédate quieto.

Me quedé quieto. Ella tampoco se movió. Yo era muy consciente de su desnudez, ―porque estaba desnuda, pese a ir tapada―, y deseé que ella no fuera consciente de que yo era consciente de ello. Además, yo era profundamente consciente de ser casi un participante en... bueno, no sabía en qué. Me dije rabiosamente a mí mismo que no tenía derecho a suponer lo peor, como un censor de moral.

Al cabo de un rato dije:

―Maggie...

―¿Sí, John?

―No te comprendo.

―¿Por qué no, John? Aunque no es realmente necesario.

―Oh, se trata de que no parece importarte que Zeb esté ahí, con Miriam... solos.

―¿Debería importarme?

¡Dios confunda a la mujer! Ella me estaba confundiendo a mí deliberadamente.

―Bueno... mira, en cierto modo yo tenía la impresión de que tú y Zeb... quiero decir... bueno, supongo que de algún modo esperaba que vosotros dos os casarais, cuando pudierais.

Ella se echó a reír con una risita baja que implicaba muy poca alegría.

―Supongo que puedes haber recibido esta impresión. Pero créeme, el asunto está zanjado, y para bien.

―¿Eh?

―No me interpretes mal. Quiero mucho a Zebadiah, y sé que él también me quiere lo mismo. Pero los dos somos lo que psicológicamente se llama un tipo dominante... deberías ver el esquema de mi perfil; ¡se parece a las Montañas Rocosas! Dos personas de este tipo no deben casarse. Estos matrimonios no se realizan en el cielo, créeme. Afortunadamente, lo descubrimos a tiempo.

―Oh.

―Oh, por supuesto.

A partir de entonces no sé exactamente lo que ocurrió a continuación. Estaba pensando en que ella parecía más bien desamparada... y lo siguiente que recuerdo es que la estaba besando. Ella yacía entre mis brazos y me devolvía el beso con un fervor que yo nunca hubiera creído posible. En cuanto a mí, la cabeza me zumbaba y mis globos oculares estaban entrechocando y no hubiera sido capaz de decir si estaba a trescientos metros bajo tierra o en una revista de uniformes.

Luego todo pasó. Ella levantó la vista por un breve momento para mirarme directamente a los ojos y susurró:

―Querido John... ―luego se puso bruscamente en pie, se inclinó hacia mí, sin preocuparse de su toalla, y me palmeó la mejilla―. Judith es una chica muy afortunada. Me pregunto si ella lo sabe.

―¡Maggie! ―dije.

Ella se giró y dijo, sin mirar hacia atrás: ―Realmente debo terminar de vestirme. Tengo frío. A mí no me pareció que lo tuviera.


Regresó al poco tiempo, completamente vestida y secándose vigorosamente el pelo con la toalla. Yo tomé mi toalla seca y la ayudé. No creo que yo lo sugiriera; la idea simplemente apareció por sí sola. Su pelo era espeso y hermoso y disfruté secándoselo.

Zeb y Miriam regresaron mientras estaba haciéndolo, no apresurándose sino nadando lentamente; pudimos oírles reírse mucho antes de que estuvieran a la vista. Miriam salió del agua tan despreocupadamente como una ramera de Gomorra, pero apenas le presté atención. Zeb me miró directamente a los ojos y dijo agresivamente:

―¿Listo para tu baño, compañero?

Empecé a decir que no creía que valiera la pena, y estaba buscando alguna excusa como el que mi toalla estaba ya mojada... cuando observé que Maggie me estaba mirando... sin decir nada, simplemente mirando. Respondí:

―Seguro, ¿cómo no? Vosotros os habéis tomado un buen rato. ―Llamé―. ¡Miriam! ¡Sal pronto de detrás de esa roca! Deseo utilizarla.

Ella soltó un gritito y se rió y salió, aún arreglándose las ropas. Fui detrás de la roca con tranquila dignidad.

Confío en que conservé la misma tranquila dignidad cuando Salí. En cualquier caso encajé los dientes, y anduve tranquilamente en dirección al agua. Estaba penetrantemente fría al principio, pero sólo por un momento. Nunca pertenecí a ningún equipo en la universidad, pero nadé con el equipo de mi clase y estuve en el Hudson el Día de Año Nuevo. Me gustó el estanque negro, una vez estuve en él.

Simplemente nadé hasta el otro extremo. Sí, había una pequeña playa allí. Pero no la utilicé.

En mi camino de regreso intenté zambullirme hasta el fondo. No lo conseguí, pero debía estar a más de ocho metros de profundidad. Me gustó aquella profundidad... negra y tremendamente tranquila. De haber podido respirar allí, o tenido branquias, creo que me hubiera gustado quedarme en aquel lugar, lejos de Profetas, lejos de Cábalas, y papeleos, y preocupaciones, y problemas demasiado sutiles para mí.

Salí del agua jadeando, y corrí hacia la playa donde ya estaban listas las cosas. Las chicas habían preparado la comida, y Zeb me gritó que me apresurara. Zeb y Maggie no levantaron la vista cuando salí del agua, pero descubrí a Miriam mirándome. No creo que me ruborizara. De todos modos, nunca me han gustado las rubias. Creo que Lilith debió ser rubia.