6
Hermanos en la noche

Primavera del 333 d. R.

–¡Eh! ¡Cuidado con los baches, que lo estoy afinando! —gritó Rojer mientras el carro traqueteaba por el camino. Había limpiado y encerado con mimo el viejo violín que le había regalado el Protegido y había conseguido unas cuerdas nuevas muy caras en el gremio de los Juglares. Su antiguo violín había pertenecido a maese Jaycob y su fabricación barata hacía que tuviera que afinarlo continuamente. Antes de eso, había usado el violín de Arrick, que era mejor, aunque tenía ya muchos años de uso y estaba muy desgastado cuando Jains Gorgorito y sus aprendices lo destrozaron.

Este, rescatado de alguna ruina olvidada, era de una clase completamente distinta. El cuello y el cuerpo se curvaban de un modo muy diferente a lo que Rojer estaba acostumbrado, pero la artesanía era exquisita y por la madera habían pasado los siglos como si fueran días. Era un violín adecuado para actuar ante un duque.

—Lo siento, Rojer —dijo Leesha—, pero al camino no parece importarle que estés afinando y yo no sabía que lo estuvieras haciendo.

El Juglar le sacó la lengua y luego giró con delicadeza la última clavija entre el pulgar y el índice de su mano mutilada, mientras pulsaba la cuerda con el pulgar de la otra.

—¡Ya lo tengo! —gritó al final—. ¡Para el carro!

—Rojer, nos quedan un montón de kilómetros por recorrer antes de que oscurezca —repuso ella. Él sabía que cada minuto que estaba fuera de Hoya la consumía, preocupada por sus ciudadanos como una madre por sus hijos.

—Sólo un minuto —suplicó él. La muchacha chasqueó la lengua, contrariada, pero le complació. Gared y Wonda se detuvieron a su vez y miraron hacia el carro con curiosidad.

Rojer se puso en pie en el asiento del conductor, y blandió el violín y el arco. Puso el instrumento bajo su barbilla y acarició las cuerdas con el arco, con lo que generó un resonante zumbido.

—Escucha eso —expresó con voz maravillada—. Suave y dulce como la miel. El violín de Jaycob era un juguete en comparación.

—Si tú lo dices, Rojer —repuso la chica.

Él frunció el ceño durante un momento y después le restó importancia a su comentario con un gesto del arco. Los dos dedos que le quedaban asieron el arco que encajó en su mano mutilada como si fuera parte de ella. Rojer dejó que la música remontara el vuelo desde el violín, arrastrándolo con ella en su torbellino.

Notaba el medallón de Arrick reposando sobre su pecho desnudo, oculto por la túnica coloreada. Ya no le provocaba dolorosos recuerdos, sino que su peso le daba confianza, llevarlo era una manera de honrar a los que habían muerto por él. Llevarlo le daba valor.

No era el primer talismán que había poseído. Durante años había llevado en un bolsillo secreto en la cinturilla de sus pantalones una marioneta de madera y cuerdas rematada con un mechón del pelo dorado de su maestro. El amuleto anterior había sido otra marioneta con un mechón rojo del pelo de su madre.

Pero el medallón le hacía sentirse protegido tanto por Arrick como por sus padres y él les hablaba a través del violín. Tocó su amor hacia ellos y también tocó su soledad y el lamento por su pérdida. Les contó todas las cosas que no había podido contarles en vida.

Cuando terminó, se dio cuenta de que Leesha y los demás le observaban, con los ojos vidriosos como los de los abismales hechizados. Tras unos momentos de silencio sacudieron la cabeza y salieron de su trance.

—Jamás había oído nada tan maravilloso —concluyó Wonda. Gared gruñó y Leesha sacó un pañuelo para enjugarse los ojos.

La música les acompañó el resto del viaje hasta Hoya, pues Rojer tocó en cada momento en que sus manos no estuvieron ocupadas en otra cosa. Sabía que al volver encontrarían los mismos problemas que habían dejado, pero con la promesa de ayuda que esperaban del duque y del gremio de Juglares, además del consuelo que le proporcionaba el medallón que llevaba en torno al cuello, sentía una nueva esperanza de que todos los problemas se resolvieran al fin.

A un día de distancia de Hoya comenzaron a encontrarse con refugiados, la mayoría de ellos con tiendas y unos círculos de protección montados sobre el camino. Leesha no tardó en descubrir que eran laktonianos, porque la mayoría era gente de baja estatura y fornida, con rostros redondos y que andaban de un modo que sin duda estaba más adaptado a la cubierta de un bote que a tierra.

—¿Qué ha ocurrido? —les preguntó a los primeros que encontró, una madre joven que caminaba de un lado a otro para calmar a un bebé lloroso. La mujer la miró con ojos apagados e inexpresivos cuando ella se bajó del carro. La mujer vio entonces el delantal con bolsillos de Leesha y su rostro se iluminó.

—Por favor —suplicó, ofreciéndole el chiquillo que berreaba—. Creo que está enfermo.

Leesha tomó al bebé en brazos y sus dedos competentes se apresuraron a comprobar el pulso y la temperatura. Tras un momento, lo incorporó alojándolo en el hueco del brazo y le metió un nudillo en la boca. El chiquillo se serenó de forma inmediata y comenzó a succionar con fuerza.

—No le pasa nada —le explicó a la mujer—, simplemente, siente el nerviosismo de su madre. —La mujer se relajó de manera visible y respiró con alivio.

—¿Qué ha pasado? —insistió la Herborista.

—Los krasianos.

—¡Por el Creador!, ¿tan pronto han marchado sobre Lakton?

La mujer sacudió la cabeza.

—Cayeron sobre las aldeas de Rizón, cubrieron a las mujeres a la fuerza y arrastraron a los hombres a luchar contra los demonios. Escogieron a las chicas rizonianas que les gustaron como esposas del mismo modo que un granjero escoge un pollo para degollarlo y a los chicos los internaron en campos de entrenamiento donde se les enseña a odiar a sus propias familias.

Leesha frunció el ceño.

—Las aldeas ya no son seguras —continuó la mujer—. Todos los que pudieron se trasladaron a Lakton y unos cuantos se quedaron a luchar por sus hogares, pero todos los demás fuimos hacia Hoya en busca del Liberador. Al llegar allí nos dijeron que se había ido a Angiers y por eso vamos en esa dirección. El pondrá las cosas en su sitio, ya veréis cómo lo hace.

—Eso es lo que todos esperamos —suspiró Leesha, aunque tenía sus dudas. Después devolvió al bebé a la mujer y se subió de nuevo al carro—. Tenemos que llegar cuanto antes a Hoya —les dijo a los demás y miró a Gared.

—¡Despejad el camino! —bramó el gigantesco Leñador y sonó como el rugido de un león. Los viajeros tropezaban unos con otros en su afán de quitarse de en medio mientras él acicateaba al percherón que montaba en su dirección. Todos apartaron con rapidez las tiendas, mantas y grafos que había por todas partes. Leesha lamentó tener que actuar de tal modo, pero el carro no podía avanzar y los niños la necesitaban.

Cuando los miles de refugiados por fin se apartaron, pusieron los caballos al galope, pero no consiguieron llegar a Hoya antes del crepúsculo. Una mirada de reojo de la Herborista bastó para que Rojer empezara a tocar el violín; avanzaron a través de la oscuridad con el único auxilio del bastón luminoso de Leesha para guiarles y la música del Juglar para mantener a los abismales a raya.

La Herborista observó a los demonios que se mantenían en el límite de la zona iluminada, balanceándose al ritmo de la música mientras deambulaban lentamente detrás de Rojer, hipnotizados.

—Casi preferiría que atacaran —comentó Wonda. Había montado su gran arco y ya tenía una flecha protegida cargada y lista.

—Esto no es natural —admitió Gared.

Llegaron a la casita de Leesha en las afueras de Hoya a medianoche y sólo se detuvieron el tiempo preciso para que la Herborista almacenara los artículos más delicados de su cargamento antes de atravesar la oscuridad y arribar al pueblo propiamente dicho.

Si Hoya ya estaba atestada cuando se fueron, la cosa había ido a peor en los últimos días. Los refugiados de Lakton llegaban mejor equipados, con tiendas, círculos de protección y carros cubiertos llenos de suministros, pero se habían desparramado por el terreno bloqueado hasta llenarlo todo, debilitando de ese modo la zona protegida.

La Herborista se volvió hacia Gared y Wonda.

—Buscad a los otros Leñadores y hacer un barrido por la zona bloqueada. Cualquier tienda o carro situado a menos de tres metros del límite de la zona protegida tiene que moverse o pronto tendremos abismales en las calles. —Ambos asintieron y se marcharon.

Luego se volvió hacia el Juglar.

—Busca a Smitt y Jona. Quiero una reunión del concejo municipal esta noche y me da igual si se han acostado o no.

Rojer asintió.

—No he de preguntar dónde vas a estar, claro. —Bajó de un salto del carro y se alzó la capucha de la capa protegida mientras ella le daba la vuelta al carro para dirigirse al hospital.

Jardir alzó la mirada cuando Abban entró cojeando el salón del trono.

—Hoy te veo muy animado, khaffit.

El mercader hizo una reverencia.

—El aire de la primavera me da fuerzas, Shar’Dama Ka.

Ashan resopló con rabia al lado de Jardir. Jayan y Asome mantuvieron las distancias, pues sabían que no se debía incomodar al tullido en presencia de su padre.

—¿Qué sabes de un lugar que se llama Hoya del Liberador? —le preguntó, ignorando a los demás.

—¿Queréis ir al encuentro del Protegido? —inquirió el mercader.

Ashan se precipitó contra el hombre y lo agarró por la garganta.

—¿Dónde has oído ese nombre, khaffit? —le exigió—. Si has estado sobornando a los nie’dama para obtener información, yo…

—¡Ashan, basta! —gritó Jardir mientras el tullido jadeaba y luchaba débilmente. Como el damaji no le obedeció con la suficiente presteza, no volvió a pedírselo, sino que le dio una patada en el costado. Ashan salió despedido hacia un lado y aterrizó con un golpe sordo sobre el suelo de piedra pulida.

—¿No os importa golpear a vuestro leal damaji por culpa de un khaffit comedor de cerdo? —inquirió Ashan, incrédulo, cuando consiguió recuperar el aliento.

—Te he golpeado porque no me has obedecido —le corrigió Jardir y paseó la mirada por el resto de los que se encontraban en la habitación. Aleverak, Maji, Jayan, Asome, Ashan, Hasik, incluso los guardianes de la puerta. Sólo Inevera escapó a su escrutinio, envuelta en sus ropas vaporosas y reclinada sobre una cama de brillantes cojines de seda al lado del trono de su marido—. Ya estoy cansado de este juego, así que escuchad bien lo que voy a deciros: mataré a la siguiente persona que ataque a alguien en mi presencia sin que yo le dé mi permiso.

Abban mostró una sonrisita de suficiencia hasta que Jardir se volvió bruscamente en su dirección y le lanzó una mirada envenenada.

—Y tú, khaffit —rugió—, la próxima vez que hables sin que te haya preguntado te sacaré el ojo derecho y haré que te lo comas.

El mercader palideció mientras el hombre regresaba al trono a grandes zancadas y se sentaba en él de golpe.

—¿Cómo has sabido de la existencia del que llaman el Protegido? El dama tuvo que hacer un interrogatorio exhaustivo al Hombre Santo chin para sacarle el nombre de los labios.

El tullido sacudió la cabeza.

—Los chin no hablan de otra cosa, Liberador. Dudo que los interrogatorios hayan podido descubrir nada que no se pudiera obtener con facilidad en la calle con unos mendrugos de pan o unas palabras amables.

Jardir le miró con el ceño fruncido.

—¿Y las historias coinciden en que está en esa aldea que llaman Hoya del Liberador? —Abban asintió—. ¿Qué sabes de eso?

—Hasta hace un año o así era Hoya de Leñadores —repuso el mercader— y era una aldea pequeña de súbditos del duque de Angiers que cortaban árboles para obtener madera y combustible. La madera no se puede transportar bien a través del desierto, así que yo no tenía demasiada relación con ellos, pero tenía allí un contacto que aún conservo, un vendedor de papel de calidad.

—¿Y eso de qué sirve? —inquirió Ashan con desprecio.

Abban se encogió de hombros.

—No sé si servirá de algo, damaji.

—¿Y qué has oído sobre el lugar desde que cambió de nombre? —le preguntó Jardir en tono exigente.

—Dicen que el Protegido acudió allí el año pasado, cuando la disentería se había extendido y los grafos flaqueaban, y él solo mató cientos de alagai con las manos desnudas y les enseñó a los aldeanos la alagai’sharak.

—Imposible —adujo Jayan—. Los chin son demasiado cobardes y débiles para enfrentarse a la noche.

—Quizá no todos —repuso Abban—. Recordad al Par’chin.

Jardir le miró con los ojos encendidos de furia.

—Nadie recuerda al Par’chin, khaffit —bramó—. Y tú también harías bien en olvidarlo.

El mercader asintió, inclinándose en una reverencia tan profunda como le permitía su bastón.

—Lo veré con mis propios ojos —decidió el líder krasiano— y tú vendrás conmigo. —Todos le miraron con sorpresa—. Hasik, busca a Shanjat. Dile que reúna a las Lanzas del Liberador. —Ese era el nombre que había tomado la unidad con la que luchaba Jardir en el Laberinto al convertirse en su guardia personal. Las Lanzas del Liberador eran cincuenta de los mejores dal’Sharum de Krasia y servían bajo las órdenes del kai’Sharum Shanjat.

Hasik hizo una venia y se marchó.

—¿Estáis seguro de que esto es inteligente, Liberador? —le preguntó Ashan—. No es seguro que os separéis de vuestro ejército en tierras enemigas.

—Nada en la vida es seguro para los que luchan la Sharak Ka —repuso Jardir y puso una mano sobre el hombro del damaji—, pero si estás preocupado, puedes venir conmigo, amigo mío.

El damaji hizo una profunda reverencia.

—Esto es una estupidez —rugió Aleverak—. Mil peleles chin juntos podrían superar incluso a las Lanzas del Desierto.

Jayan resopló.

—Lo dudo mucho, anciano.

Aleverak se volvió hacia Jardir y este asintió para darle el permiso. El anciano damaji se acercó a Jayan y de repente el chico estaba tumbado de espaldas en el suelo.

—Te mataré por esto, viejo —bramó Jayan, levantándose de un salto.

—Inténtalo, chaval —le desafió el hombre. Después colocó los pies en una postura sharusahk y le hizo señas con el brazo sano para que se acercase. Jayan rugió, pero en el último momento, miró a su padre.

Jardir sonrió.

—No dudes, intenta matarle.

Una sonrisa sanguinaria se abrió paso en el rostro del muchacho, pero un momento después estaba de nuevo de espaldas en el suelo y Aleverak tiraba de su brazo para aumentar la presión constante que ejercía con el talón sobre su tráquea.

—Ya basta —ordenó Jardir; el anciano soltó la presa de inmediato y dio un paso atrás. Jayan tosió y se masajeó la garganta mientras se ponía en pie—. Incluso mis propios hijos deben mostrar respeto a los damaji, Jayan —le advirtió—. Sería inteligente por tu parte que sujetaras tu lengua en el futuro.

Se volvió hacia el viejo guerrero.

—En mi ausencia, los damaji gobernarán Don de Everam y tú encabezarás el consejo.

Aleverak entrecerró los ojos como si dudara en continuar o no con su protesta. Finalmente, se inclinó profundamente.

—Como ordene el Shar’Dama Ka. ¿Quién hablará por los kaji hasta que regrese el damaji Ashan?

—Mi hijo, el dama Asukaji —repuso Ashan, asintiendo en dirección al joven. Asukaji aún no tenía dieciocho años pero sí edad suficiente para vestir de blanco, lo cual significaba que también la tenía para portar el turbante negro, si tenía fuerzas para defenderlo.

»Y si Jayan es capaz de ser más humilde, servirá como Sharum Ka —añadió.

Todos los ojos se volvieron al chico, cuyo rostro delató la sorpresa. Pasó un momento, tras el cual puso una mano y una rodilla en el suelo, quizá por primera vez en su vida.

—Serviré al consejo de los damaji, por supuesto.

Él asintió.

—Procurad que las tribus menores mantengan a los chin bajo control mientras yo esté fuera —les ordenó tanto a Asukaji como a Aleverak—. Necesitaré a guerreros en forma para la Sharak Ka, no tribus en perpetua disputa por robarse unos a otros los pozos de agua. —Ambos hombres hicieron una reverencia.

Inevera se alzó de su cama de almohadones con el rostro sereno tras el velo diáfano.

—Quiero hablar con mi esposo en privado.

Ashan se inclinó.

—Por supuesto, Damajah. —Y condujo a los demás con rapidez fuera de la habitación con excepción de Asome, que se apartó para quedarse.

—¿Te preocupa algo, hijo mío? —le preguntó Jardir cuando se fueron los demás.

Asome hizo una venia.

—Si Jayan va a ser el Sharum Ka mientras estés fuera, entonces, yo estaría en mi derecho de ser Andrah.

Inevera se echó a reír. Asome entrecerró los ojos, pero sabía que era mejor para él no cruzarse en el camino de la Damajah.

—Eso te colocaría por encima de tu hermano mayor, hijo mío —explicó él—. Ningún padre haría eso sin una buena razón. Además, el Sharum Ka es un puesto designado, mientras que el de Andrah debe ganarse.

El muchacho se encogió de hombros.

—Reúne a los damaji. Los mataré a todos si eso es lo que hace falta.

Jardir miró a su hijo a los ojos y vio en ellos ambición, pero también un fiero orgullo que probablemente le llevaría, en cuanto cumpliera los dieciocho años, a enfrentarse a once desafíos a muerte, incluso aunque eso significara matar a sus propios hermanos o a Asukaji, que era su amigo más cercano y, por lo que se rumoreaba, también su amante. El ropaje blanco de Asome le impedía poner la mano sobre un arma, pero era más letal que Jayan con diferencia e incluso Aleverak haría bien en andarse con cuidado con él.

Jardir se sintió muy orgulloso del muchacho. Sabía que su segundo hijo sería mejor sucesor que Jayan, pero eso no ocurriría hasta que no llegara el momento oportuno, y su primogénito no le dejaría pasar por encima de él mientras le quedara aliento.

—Mientras yo viva, Krasia no necesitará a un Andrah —afirmó Jardir—. Y Jayan sólo llevará el turbante blanco mientras yo esté ausente. Ayudarás a Asukaji a mantener el control sobre los kaji.

Asome abrió la boca de nuevo, pero la Damajah le cortó.

—Basta. Está decidido. Déjanos solos.

Asome frunció el ceño pero se inclinó y se marchó.

—Algún día será un gran líder, si vive lo suficiente —comentó Jardir cuando la puerta se cerró tras el muchacho.

—A menudo pienso lo mismo de ti, esposo —repuso Inevera y luego volvió la cabeza en su dirección. Las palabras le dolieron, pero Jardir no dijo nada, pues sabía que Inevera siempre daba su opinión.

—Aleverak y Ashan tienen razón —continuó ella—. No hay necesidad de que dirijas la expedición personalmente.

—¿Es que no es el deber del Shar’Dama Ka reunir ejércitos para la Sharak Ka? —inquirió él—. Según parece, estos chin luchan en la Guerra Santa y debo saber cómo luchan.

—Al menos podías haber esperado a que hubiera arrojado los dados.

Jardir frunció el ceño.

—No hay necesidad de arrojar los dados cada vez que salgo del palacio.

—A lo mejor sí. La Sharak Ka no es un juego. Tenemos que aprovechar cada ventaja, si queremos tener éxito.

—Si mi éxito es la voluntad de Everam, esa es toda la ventaja que necesito. Y si no lo es…

Inevera cogió la bolsita que contenía los alagai hora.

—Te ruego me concedas el capricho.

Jardir suspiró, pero asintió y se retiraron a una cámara junto al salón del trono que ella había reclamado como suya. Como siempre, estaba cubierta de brillantes almohadones y sumida en el olor empalagoso del incienso. Sintió que se le aceleraba el pulso, pues su cuerpo se había acostumbrado a relacionarlo con el sexo de su esposa. La Jiwah Ka estaba más que contenta de compartirle cuando ella ya se había saciado, pero tenía casi el apetito de un hombre y usaban la cámara aledaña con frecuencia con ese propósito, a menudo mientras los damaji y los consejeros esperaban en el salón del trono.

Inevera se contoneó para cerrar las cortinas y él observó su cuerpo a través de los velos traslúcidos, que eran lo único que vestía ya. Debía de tener más de cuarenta años, aunque no permitía que nadie lo supiera con certeza, pero aun así era sin duda la más bella de sus esposas, con aquellas curvas pronunciadas, la carne firme y la piel tan suave. Se sintió tentado de tomarla en ese mismo momento, pero en lo que a los dados se refería, la Damajah era inquebrantable y Jardir sabía que no conseguiría nada de ella hasta que los hubiera lanzado.

Se arrodillaron sobre los almohadones de seda, dejando un espacio amplio entre ambos para tirar los dados. Como siempre, ella necesitaba sangre suya para realizar el hechizo y la obtuvo con un rápido corte de su cuchillo protegido. Lamió la hoja hasta que quedó limpia y luego la guardó en la vaina que colgaba de su cinturón. Después, presionó la palma de su mano sobre la herida y luego colocó los dados encima. Estos relucieron con fuerza en la oscuridad cuando ella cerró las manos, las sacudió y los arrojó.

Los huesos de demonio se dispersaron por el suelo y la mujer los estudió con rapidez. Jardir había aprendido que la posición en la que cayeran era tan importante como los mismos símbolos que mostraran, pero su comprensión de los dados terminaba allí. Había oído discutir a sus esposas muchas veces sobre el significado de una tirada, aunque nadie osaba desafiar las interpretaciones de Inevera.

La Damajah siseó enfadada ante el diseño que se extendía ante ella y levantó el rostro hacia Jardir.

—No puedes ir.

Él hizo una mueca y se dirigió hacia la ventana, donde agarró las cortinas con un gesto cargado de violencia.

—¿No puedo? —inquirió enfadado, tiró de los pesados pliegues hacia un lado y la brillante luz del sol iluminó la habitación. Inevera apenas tuvo tiempo de guardar los dados en la bolsita—. Yo soy el Shar’Dama Ka y no hay nada que no pueda hacer.

Un relámpago de furia cruzó el rostro de la mujer, pero se desvaneció al instante.

—Los dados dicen que si vas, será un desastre —le advirtió.

—Estoy harto de hacer lo que dicen tus dados —replicó él—. Sobre todo porque siempre parece que te dicen más cosas de las que consideras que yo debo saber. Iré.

—Entonces yo iré contigo.

Jardir sacudió la cabeza.

—No harás tal cosa. Te quedarás aquí y evitarás que tus hijos se maten entre sí antes de que yo regrese. —Se acercó a ella a grandes zancadas y la cogió del hombro con rudeza—. Pero antes de marchar hacia el norte, disfrutaré de mi esposa por última vez.

Inevera se retorció y, aunque pareció darle sólo una palmadita en el brazo, su agarre perdió fuerza y ella se soltó.

—Si te vas solo, entonces podrás esperar —le respondió con una sonrisa cruel en el rostro—. Así tendrás más motivos para regresar.

Jardir la miró con el ceño fruncido, pero sabía que era mejor no intentar forzar la situación, fuera Shar’Dama Ka y esposo o no.

Wonda abrió la puerta de la cabaña de Leesha para dar paso a Rojer y Gared. Cuando la chica oyó que el Protegido había ordenado a Gared que cuidara de Rojer, ella había insistido en hacer lo mismo por la Herborista, de modo que dormía todas las noches en la cabaña. Leesha había comenzado a asignarle tareas para intentar disuadirla de esa vigilancia que consideraba agobiante, pero ella hacía el trabajo con alegría y al final tuvo que admitir que había terminado acostumbrándose a su presencia.

—Los Leñadores han finalizado la tala de árboles necesaria para abrir espacio a la próxima zona protegida —explicó Rojer cuando se sentaron a la mesa y tomaron el té—. Es más de un kilómetro cuadrado, justo lo que me pediste.

—Está muy bien —repuso Leesha—. Ya podemos comenzar a fijar las piedras para marcar los límites de la zona.

—Esa área está llena de leñositos —indicó Gared—. Hay cientos. La tala los ha atraído como moscas a un montón de mierda. Será mejor que reunamos a la gente y la limpiemos antes de construir.

Leesha miró a Gared con atención. El gigantesco Leñador siempre recomendaba pelear, como mostraban los guanteletes llenos de muescas y mellas que llevaba en el cinturón. Pero ella nunca estaba segura de si era por amor a la carnicería y al relampagueo de la magia o por el bien del pueblo.

—Tiene razón —reconoció el Juglar, ante el silencio de la chica—. Las protecciones expulsarán a los demonios cuando se activen, pero así sólo conseguiremos tener a un montón de abismales deambulando por los límites de la zona bloqueada y esperando para matar a cualquiera que tropiece y caiga fuera. Sería mejor aniquilarlos ahora en terreno abierto que intentar cazarlos luego entre los árboles.

—Eso es lo que haría el Protegido —comentó Gared.

—El Protegido mataría a la mitad él solo —replicó ella—, pero ahora no está aquí.

El Leñador asintió.

—Por eso necesitamos tu ayuda. Nos van a hacer falta palos tronadores y fuego líquido demoníaco en grandes cantidades.

—Ya veo.

—Sé que estás muy ocupada —insistió él—, por eso puedo mandar gente para que haga la mezcla, si tú les das la receta.

—¿Quieres que te entregue los secretos del fuego? —La mujer soltó una risa que sonó como un ladrido—. ¡Antes de eso preferiría que ese conocimiento desapareciera del mundo!

—¿Qué diferencia hay entre eso y un hacha protegida? —preguntó el Leñador—. ¿Por qué pones en manos de la gente una cosa y no otra?

—La diferencia está en que tu hacha no explota y destruye todo lo que encuentra en ciento cincuenta metros a la redonda si la dejas caer o la expones al sol —replicó ella—. Mis propias aprendizas tendrán suerte si algún día les enseño los secretos del fuego.

—Según tú, entonces, ¿es mejor que construyamos un pueblo para los refugiados en una tierra infestada de demonios?

—Es una extensión de Hoya, no un pueblo para los refugiados —le corrigió la mujer—, y por supuesto que no. Traza un plan y, si me parece bien, fabricaré lo que haga falta. Pero yo andaré cerca para asegurarme de que ningún idiota con cabeza de serrín se prende fuego a sí mismo o a la leña cortada.

Gared sacudió la cabeza.

—No es seguro. De todos modos, te necesitaremos en el hospital, en caso de que alguien caiga herido.

La Herborista se cruzó de brazos.

—Pues entonces tendrás que luchar sin fuego.

Wonda cruzó también los brazos.

—Ningún demonio va a ponerle una garra encima a la señora Leesha mientras yo ande cerca, Gared Cutter, y yo tampoco tengo intención de ir al hospital a esperar.

—Haremos la batida dentro de una semana —concluyó la Herborista—. Es tiempo suficiente para preparar la tierra y mezclar los ingredientes químicos. Informad a Benn también. A ver si podemos hacer que los demonios carguen algo de cristal antes de que los expongamos al sol.

Ni Rojer y Gared parecían complacidos, pero Leesha sabía que no tenían otra alternativa que asentir y estar de acuerdo. Quizá no era tan sutil como la duquesa Araine, que seguramente habría convencido a los hombres de que era idea de ellos el que Leesha estuviera presente en el escenario de la lucha, pero tampoco le había ido tan mal. Se preguntó si Bruna habría hecho algo parecido al gobernar Hoya desde su pequeña cabaña sin que nadie se diera cuenta.

Los cincuenta guerreros galoparon campo a través sobre los negros corceles del desierto a la zaga de Jardir y Ashan, que lo hacían sobre sementales blancos. Les seguía Abban sobre su camello de largas patas, aunque apenas conseguía no perderlos de vista. Tuvieron que parar con frecuencia para no perderle y por lo general aprovechaban alguna corriente de agua para que abrevaran los caballos. Solían encontrarlas con frecuencia en las tierras verdes, algo que jamás dejaba de asombrar a los guerreros del desierto.

—Por las barbas de Everam, este camino es bien pedregoso —gimió Abban cuando finalmente llegaron a una de aquellas fuentes de agua. Prácticamente se dejó caer de la montura y gimió al frotarse aquel enorme trasero.

—No veo por qué necesitábamos traer con nosotros al khaffit, Liberador —comentó Ashan.

—Porque necesito a alguien, aparte de ti y de mí, que sepa contar algo más que los dedos de sus pies —explicó Ahmann—. Abban, además, ve cosas que otros no ven y necesito saber todo lo que sea posible de las tierras verdes para aprovechar sus recursos en la Sharak Ka.

El mercader continuó quejándose por cada pedrusco del camino o por el viento helado, pero para Jardir fue fácil ignorar aquella larga diatriba mientras cabalgaban. Se sentía más libre de lo que se había sentido en una década, como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Durante el tiempo que durara la expedición, que podían ser unas semanas, no tendría más responsabilidades que Abban, Ashan y los cincuenta valientes dal’Sharum que le seguían. A una parte de él le habría gustado seguir cabalgando para siempre, lejos de la política de los chin, los damaji y las dama’ting.

Encontraron a algunos refugiados de las tierras verdes por el camino, pero huyeron a su paso y Ahmann no vio provecho alguno en perseguirles. Se movían a pie y temerosos de viajar por la noche, así que no corrían peligro de que les adelantaran y avisaran a los de Hoya y menos aún de que atacaran a las Lanzas del Liberador. Por la noche, incluso los abismales se apartaban de su paso, ya que Jardir no quiso hacer un alto en el camino tras el crepúsculo. Abban se las apañó como pudo para seguirles. Cabalgaba con su camello en medio de todos los guerreros, y toleró sus burlas y escupitajos a cambio del refugio que le proporcionaban.

Llegaron a Hoya por la noche. Ya desde el camino les llegaron ecos de gritos y unos sonidos atronadores acompañados de grandes relámpagos de luz.

Aminoraron el paso y Jardir se deslizó entre los árboles en dirección a aquella cacofonía con sus guerreros a la zaga. Llegaron al borde de una gran franja de tierra roturada cubierta aún de tocones, donde los chin luchaban su versión norteña de la alagai’sharak.

Unos grandes fuegos ardían en trincheras, acompañados del constante relucir de los grafos a todo lo largo y ancho del campo de batalla, de modo que el claro estaba iluminado como si fuera de día y cubierto de alagai muertos. Los fuegos y los grafos obligaban a los demonios a replegarse hacia los lugares donde los norteños esperaban listos para hacerlos pedazos.

—Han preparado el campo de batalla —caviló Jardir para sus adentros.

El mercader buscó a su alrededor hasta que encontró un sitio apropiado y ató allí su camello. Después sacó un círculo portátil de sus alforjas y lo colocó alrededor de ambos.

—¿Rodeado de tantos guerreros aún te tienes que esconder tras los grafos como un cobarde? —le preguntó Jardir.

El tullido se encogió de hombros.

—Soy un khaffit —dijo con sencillez y su interlocutor resopló y se volvió a observar la lucha de los norteños.

A diferencia de los chin de Don de Everam, estos eran altos y musculosos. Los más grandes luchaban con enormes hachas protegidas y azadones, en vez de con lanza y escudo. Los hombres eran de un tamaño similar al de los demonios del bosque y los abatían como si fueran árboles.

Peleaban bien, pero cientos de demonios acudían sin parar. Parecían estar a punto de ser vencidos cuando se apartaron e hicieron sitio para que una fila de arqueros batiera el terreno.

Jardir se quedó boquiabierto cuando descubrió que los arqueros llevaban los largos vestidos que lucían las mujeres norteñas y mostraban sus rostros y parte de su pecho como si fueran rameras.

—¿Las mujeres también se unen a la alagai’sharak? —inquirió Ashan en estado de shock. Cuando Jardir se acercó a observar más de cerca, vio que algunas de ellas incluso luchaban con los demonios cuerpo a cuerpo.

Y luego apareció un gigante inmenso, cuya silueta destacaba entre toda aquella gente tan alta, y que lideraba cada carga con un bramido que resonaba a kilómetros de distancia. Enarbolaba un hacha enorme de dos filos en una mano como si fuera una hachuela, y en la otra un machete que más parecía un cuchillo.

Uno de los norteños cayó sobre una rodilla a consecuencia del impacto de un demonio del bosque de más de dos metros y medio de altura, y el gigante arrojó a la criatura a un lado antes de que pudiera darle el golpe de gracia. Después perdió las armas en una caída, pero eso no supuso diferencia alguna cuando los alagai saltaron sobre él. Con una mano agarró a uno de ellos y con la otra le dio un golpe que llameó con un relámpago mágico y que lanzó al alagai dando tumbos. Jardir se dio cuenta entonces de que llevaba unos pesados guantes forrados con metal protegido.

El gigante no le concedió un segundo de descanso al demonio, sino que cayó sobre él y lo aporreó en la cabeza hasta que quedó cubierto de icor y el abismal se quedó inmóvil. El hombre lanzó un rugido a la noche y, con aquella espesa barba y la mata de cabello rubio, no parecía otra cosa que un león sobre su víctima.

Otro demonio se le acercó, pero un chico esbelto con el pelo de color rojo intenso y la piel pálida, vestido de brillantes colores como un khaffit, se plantó delante de él y tocó un instrumento. Hizo un sonido discordante y el alagai se echó las manos a la cabeza y chilló de puro dolor. El ruido continuó y el demonio huyó aterrorizado, justo en dirección al hacha de otro chin.

—Por las barbas de Everam —exclamó Abban con un jadeo sorprendido.

—¿Qué tipo de magia es esa? —preguntó Ashan.

—Ya lo averiguaremos —respondió Jardir.

—Dejadme que mate al gigante y os traiga al chico, Liberador —suplicó Hasik, con los ojos encendidos con aquella luz enloquecida que los iluminaba siempre antes de la batalla.

—No hagas nada —repuso el líder krasiano—. Estamos aquí para aprender, no para luchar.

Estaba seguro de que esa respuesta no gustaría a sus hombres, pero no le importó, pues dos figuras más habían captado su atención. Una era una mujer que no llevaba arma de ningún tipo, sólo una pequeña cesta. La otra era mucho más alta y vestía como un hombre, pero portaba un arco como las demás mujeres norteñas. Su rostro estaba marcado por las cicatrices de las heridas de los demonios.

Ambas llevaban unas finas capas bordadas con cientos de grafos y andaban entre la carnicería sin que los alagai las molestasen. Los demás norteños les abrían paso, respetuosos.

—Pasan desapercibidas a los alagai como si llevaran la Capa de Kaji —comentó Ashan.

Un demonio clavó su garra en el pecho de un hombre, y este chilló y cayó al suelo, dejando caer su hacha. Las mujeres encapuchadas se apresuraron para llegar junto al herido; la arquera le lanzó una flecha al demonio, mientras la otra se arrodillaba al lado del hombre. Entonces echó hacia atrás su capucha y Jardir vio su rostro.

Era aún más hermosa que Inevera, pues su piel era blanca como la crema y contrastaba intensamente con su pelo, negro como la coraza de un demonio de las rocas.

La mujer desgarró la camisa del herido y le atendió mientras su guardaespaldas vigilaba y disparaba a cualquier alagai que osara acercarse demasiado.

—¿Será alguna especie de dama’ting norteña? —reflexionó Jardir en voz alta.

—Más bien la parodia pagana de una —repuso Ashan.

Tras un rato, la hermosa mujer dio una orden a su guardaespaldas y esta se apresuró a colgarse el arco del hombro y coger al hombre herido en brazos. El camino de regreso estaba bloqueado por un grupo de alagai, pero la dama’ting del norte metió la mano en una bolsita y sacó un objeto. En su mano apareció el fuego, lanzando chispas; echó el brazo hacia atrás y lo arrojó. La explosión apartó a los alagai de su camino y los dejó tendidos en el suelo, inmóviles.

—Serán paganos —comentó Jardir—, pero estos norteños no carecen de poder.

—Estos hombres deben de ser más cobardes que los khaffit, si dependen de mujeres para que les rescaten —intervino Shanjat—. Yo preferiría morir en el campo de batalla.

—No —dijo Jardir—, los cobardes somos nosotros, escondidos aquí en las sombras mientras los chin luchan la alagai’sharak.

—Son nuestros enemigos —adujo el damaji.

Jardir le miró y sacudió la cabeza.

—Quizá lo sean durante el día, pero todos los hombres somos hermanos en la noche. —Se alzó el velo y enarboló la lanza. Después emitió un grito de guerra y se arrojó a la pelea.

Sus hombres vacilaron debido a la sorpresa, pero tras unos segundos, rugieron a su vez y le siguieron.

—¡Krasianos! —chilló Merrem, la mujer del carnicero. Rojer alzó la mirada sorprendido y comprobó que llevaba razón. Docenas de guerreros krasianos vestidos de negro avanzaban por el claro, blandiendo sus lanzas y aullando. La sangre se le heló en las venas y el arco quedó suspendido sobre el violín.

Un demonio estuvo a punto de matarlo en ese momento, pero Gared cortó el brazo que se dirigía hacia él con el machete.

—¡Mantened vuestros ojos en los demonios! —aulló el Leñador para que le oyeran todos los demás—. ¡Los krasianos no van a tener con quien luchar si dejamos que los abismales les hagan el trabajo!

Pero pronto resultó evidente que los krasianos no tenían intención de atacar a los hoyenses. Liderados por un hombre con un turbante blanco y una lanza protegida que parecía estar hecha por entero de plata pulimentada, cayeron sobre los demonios del bosque como una manada de lobos en un gallinero, y los mataron con la eficacia nacida de la práctica.

El líder se introdujo a solas en mitad de los demonios, pero su temeridad parecía justificada pues los destruía con tanta facilidad como el Protegido. Su lanza se movía tan rápido que parecía un borrón y sus miembros también maniobraban a una velocidad inhumana.

Los otros guerreros unieron los escudos en filas hasta formar cuñas y se adentraron entre los demonios como si fueran cebada.

Un grupo lo conducía un hombre con unas ropas blancas impolutas que hacían un gran contraste con los guerreros vestidos de negro. El hombre que llevaba aquellas vestimentas prístinas no llevaba arma alguna, pero se manejaba con confianza en el campo de batalla. Un demonio del bosque saltó hacia él, pero el guerrero se deslizó a un lado, con lo que el demonio tropezó. Luego el hombre lo empujó en dirección a la lanza de uno de sus guerreros.

Otro demonio más le atacó, pero el hombre de blanco giró su torso a la izquierda y después a la derecha, sin mover los pies, para esquivar con facilidad el barrido de las garras del demonio. A la tercera pasada, cogió al abismal por la muñeca y se la torció, con lo que volvió la fuerza del ataque contra la criatura y la derribó sobre su espalda, donde un guerrero la ensartó.

Rojer y los demás habían asumido que la limpieza duraría toda la noche y habían planeado establecer guerreros de reserva para que acudieran cuando fueran necesarios, así como hacer buen uso del fuego de Leesha.

Pero con los krasianos luchando junto a ellos, la batalla terminó en unos cuantos minutos.

Tanto los krasianos como los hombres de las tierras verdes se contemplaron atónitos cuando cayó el último demonio. Todos continuaban aferrados a sus armas, como si no estuvieran seguros de si la batalla había finalizado realmente, pero ninguno osó dar el primer paso, pues esperaban las órdenes de sus líderes.

—Los chin nos miran de reojo —le dijo Jardir a Ashan.

El dama asintió.

—Y también miran al gigante y al chaval khaffit del pelo rojo que ha hecho huir aterrorizados a los alagai.

—Pues ellos están tan parados como los otros —anotó el líder krasiano.

—Entonces no son los auténticos líderes —supuso Ashan—. Deben de ser kai’Sharum o el equivalente pagano. El gigante podría ser incluso su Sharum Ka.

—Aun así es un hombre que merece respeto —comentó Jardir—. Acompáñame.

Se acercó a grandes zancadas hacia los dos hombres, mientras insertaba la lanza en el correaje que llevaba en la espalda y mostraba las manos desnudas para indicar que no tenía intenciones ofensivas. Cuando llegó a la altura de los hombres, hizo una educada reverencia.

—Soy Ahmann, hijo de Hoshkamin, del linaje de Jardir, hijo de Kaji —enunció en perfecto thesano y vio que los ojos de los hombres relucían al reconocerle—. Este es el damaji Ashan. —Hizo un gesto en dirección al sacerdote que imitó su ligera venia.

—Un honor —comentó él.

Los dos norteños les contemplaron con curiosidad. Al final, el chico de los cabellos rojos se encogió de hombros y el gigante se relajó. Jardir se dio cuenta, con sorpresa, de que el joven era el jefe.

—Rojer, hijo de Jessum, de la Posada de Pontón —enumeró a su vez el muchacho, echando hacia atrás su capa multicolor. Avanzó una pierna y retrasó la otra para inclinarse en una especie de reverencia al estilo de las tierras verdes.

—Gared Cutter —se presentó el gigante—. Esto… hijo de Steave. —Sus modales eran aún menos civilizados, pues avanzó y alargó la mano con tanta rapidez que Jardir estuvo a punto de cogerle la muñeca y romperle el brazo. Fue sólo en el último momento cuando se dio cuenta de que simplemente quería estrecharle la mano en señal de saludo. Le apretó la mano con fuerza, en una especie de prueba primitiva de hombría y Jardir le devolvió el apretón hasta que ambos sintieron cómo se aplastaban los huesos el uno al otro. El gigante le dedicó un asentimiento respetuoso cuando finalmente se separaron.

—Shar’Dama Ka, se acercan más chin —le informó Ashan en krasiano—. Uno de sus clérigos herejes y la sanadora pagana.

—No tengo ningún deseo de enojar a esta gente, Ashan —le indicó él—. Sean paganos o no, les mostraremos respeto como si fueran dama y dama’ting.

—¿También tengo que lavarle los pies a sus khaffit? —inquirió el sacerdote, disgustado.

—Si yo lo ordeno, sí —replicó Jardir y se inclinó profundamente ante los recién llegados. El pelirrojo dio un paso adelante para llevar a cabo las presentaciones. El líder krasiano encaró al Hombre Santo y se inclinó, pero olvidó su nombre al instante, y luego se volvió hacia la mujer.

—Señora Leesha Paper —presentó Rojer—. Herborista de Hoya del Liberador. —La mujer extendió sus faldas y se inclinó profundamente; Jardir se sintió incapaz de apartar los ojos del escote que se mostró a su vista hasta que ella se irguió. Ella lo miró a los ojos de manera atrevida y él se quedó paralizado al ver que eran azules como el cielo.

Siguiendo un impulso, tomó su mano y la besó. Sabía que era una osadía, especialmente entre extraños, pero se decía que Everam favorecía a los audaces. Leesha emitió un pequeño jadeo de sorpresa y sus pálidas mejillas se ruborizaron ligeramente. En ese momento y aunque pareciera imposible, su belleza se incrementó.

—Gracias por vuestra ayuda —dijo ella, e indicó con la cabeza en dirección a los cientos de cadáveres de alagai que yacían en el claro.

—Todos los hombres son hermanos en la noche —dictaminó él con una nueva inclinación—. Debemos estar unidos.

Ella asintió.

—¿Y durante el día?

—Parece que las mujeres del norte hacen algo más que luchar —murmuró Ashan en krasiano.

Jardir sonrió.

—Creo que todo el mundo debería estar unido también durante el día.

Los ojos de la mujer se entrecerraron.

—¿Unidos bajo vuestro poder?

Jardir percibió cómo tanto Ashan como los hombres de las tierras verdes se tensaban. Pero era como si nadie más de los que estaban presentes tuviera alguna importancia. Sólo ellos dos podrían decidir si el negro icor demoníaco que cubría el campo de batalla se mezclaría pronto con la roja sangre humana.

Pero Jardir no temía eso, pues sentía que ese encuentro estaba predestinado desde hacía mucho tiempo. Extendió las manos en gesto de impotencia.

—Si es la voluntad de Everam, a lo mejor algún día. —Se inclinó de nuevo.

Una de las comisuras de la boca de la Herborista se torció en una sonrisa.

—Al menos sois honrado. Quizá sea bueno, entonces, que la noche apenas haya empezado. ¿Querríais vos y vuestros consejeros tomar el té con nosotros?

—Sería un gran honor —admitió Jardir—. ¿Podrían mis guerreros montar las tiendas y acomodar a los caballos en este claro mientras esperan?

—En el extremo más lejano del campo. Tenemos trabajo pendiente en este lado.

Jardir la miró con curiosidad y después comprobó que tras la batalla habían aparecido una gran cantidad de norteños. Eran más pequeños y débiles que los guerreros portadores de hachas y comenzaron a recoger objetos brillantes del terreno.

—¿Qué están haciendo? —preguntó, con el deseo más de volver a escuchar la voz de la mujer que porque realmente le preocupara lo que estaban haciendo aquellos khaffit del norte.

Leesha miró hacia un lado y se inclinó para recoger una botella de cristal con tapón que luego le ofreció al líder krasiano. Era una pieza muy elegante, hermosa en su sencillez.

—Rompedla con la contera de vuestra lanza.

Jardir frunció el ceño pues no entendió el motivo para destrozar algo tan bello. Supuso que era algún ritual amistoso, así que liberó la Lanza de Kaji de su funda y obedeció su petición, pero aunque el extremo de la lanza rebotó sobre el cristal con un sonido audible, la pieza quedó intacta.

—Por las barbas de Everam —murmuró. Intentó repetidas veces aplastar la botella pero falló en todos sus intentos—. Increíble.

—Es cristal protegido —aclaró la mujer. Después recogió la botella y se la ofreció.

—Un regalo regio —adujo Ashan en krasiano—. Al menos son respetuosos. —Jardir asintió.

—Nuestros pueblos tienen mucho que aprender el uno del otro, si mantenemos la paz tanto durante el día como por la noche —dijo ella.

—Estoy de acuerdo —repuso Jardir al mirarla a los ojos—. Hablemos de ese asunto, entre otros, mientras tomamos el té.

—¿Has visto la corona que lleva? —preguntó Leesha a Rojer y este asintió.

—Y la lanza de metal. Es aquella de la que hablaban Marick y el Protegido.

—Efectivamente —repuso ella—. Pero yo me refiero a la corona en sí misma. El Protegido tiene los mismos grafos tatuados sobre la frente.

—¿De verdad? —inquirió sorprendido.

Ella asintió y bajó la voz para que sólo la escuchara él.

—No creo que Arlen nos haya contado todo lo que sabe sobre ese hombre.

—No me puedo creer que le hayas invitado a tomar el té —intervino Wonda.

—¿En vez de eso debería haberle escupido a la cara? —contestó ella con otra pregunta.

La arquera afirmó con un seco asentimiento.

—O tendrías que haberme dejado que le disparase. Ha matado a la mitad de la población de Rizón y ¡ha ordenado que sus hombres forzaran a todas las mujeres fértiles del ducado!

De repente se detuvo en seco, se volvió hacia la mujer y se inclinó hasta situarse muy cerca.

—¿Vas a drogarle, no es cierto? —preguntó la arquera con los ojos relucientes—. ¿Vas a tomarle prisionero a él y a sus hombres?

—No voy a hacer tal cosa —repuso la Herborista—. Todo lo que conocemos de ese hombre son rumores. Lo único que sabemos con certeza es que él y sus hombres nos han ayudado a deshacernos de doscientos demonios del bosque. Será nuestro invitado hasta que su comportamiento nos demuestre que debe ser tratado de otro modo.

—Por no mencionar que tomar prisionero a su Liberador es la manera más segura de atraer a todo el ejército krasiano hacia Hoya —apuntó el Juglar.

—También está eso, claro —admitió Leesha—. Dile a Smitt que eche a todo el mundo del bar y reúna al concejo municipal. Dejemos que cada uno pueda ver y juzgar a este supuesto demonio del desierto con sus propios ojos.

—Desde luego no es lo que me esperaba —reconoció el Pastor Jona.

—Parece educado —aportó Gared—. Aunque creo que todo es fachada, como los criados del palacio del duque.

—A eso se le llama modales, Gared —aclaró la mujer—. Y tú y los demás hombres podríais tomar algunas lecciones.

—Tiene razón —comentó Rojer—. Esperaba a un monstruo, no esa sonrisa noble tras la barba aceitada.

—Ya sé lo que quieres decir —dijo Leesha—. La verdad es que no me imaginaba que fuera tan apuesto.

Jona, Rojer y Gared se quedaron inmóviles de puro asombro. La Herborista anduvo varios pasos antes de darse cuenta de que no la seguían. Se volvió para ver a los hombres observándola incrédulos. Incluso Wonda tenía una mirada sorprendida retratada en el rostro.

—¿Qué pasa?

—Voy a hacer como si no hubiera oído eso —dijo el Juglar tras un momento. Continuó andando y los otros le siguieron. Ella sacudió la cabeza y empezó a caminar detrás de ellos.

—Estos norteños son peores de lo que había pensado —comentó Ashan cuando regresaron para reunirse con los demás hombres—. ¡No me puedo creer que reciban órdenes de una mujer!

—Pero ¡qué mujer! —exclamó Jardir—. Es poderosa y exótica, y hermosa como la aurora.

—Viste como una prostituta —repuso Ashan—. Deberíais haberla matado simplemente por haberse atrevido a miraros a los ojos.

Jardir siseó disgustado ante la idea y la ahuyentó con un gesto de la mano.

—Matar a una dama’ting significaría la muerte.

—Disculpadme, Shar’Dama Ka, pero ella no es una dama’ting —aclaró el damaji—. Es una pagana. Todos estos norteños son infieles y rezan a un falso dios.

El líder krasiano sacudió negativamente la cabeza.

—Siguen a Everam aunque no lo sepan. Sólo hay dos Leyes Divinas en el Evejah: «Adora a un solo dios» y «baila la alagai’sharak». Más allá de eso, cada tribu es libre de tener sus propias costumbres. Quizá estos norteños no sean tan diferentes a nosotros. Quizá simplemente es que las suyas nos resultan extrañas.

El damaji abrió la boca para protestar pero una mirada de Jardir le dejó claro que la discusión había terminado. Cerró la boca de golpe y se inclinó.

—Por supuesto, si el Shar’Dama Ka lo dice, así debe ser.

—Ve y dile a los dal’Sharum que acampen —le ordenó—. Tú, Hasik, Shanjat y Abban os reuniréis conmigo para compartir el té con ellos.

—¿Vamos a llevarnos al khaffit? —inquirió el clérigo con el ceño fruncido—. No es digno de tomar el té con hombres.

—Habla su lengua con más fluidez que tú, amigo mío —repuso— y Hasik y Shanjat juntos apenas manejan un puñado de palabras en ese idioma. Esta es la auténtica razón por la que lo traje. En esta reunión demostrará su valor.

Cuando llegaron los krasianos, parecía que todo el pueblo se había reunido alrededor de la posada de Smitt. Leesha sólo había permitido que asistieran los miembros del concejo del municipio y sus esposas, pero a ellos se les unieron el pequeño ejército de hijos y nietos de Smitt que preparaban el local y servían, de modo que sobrepasaban a los krasianos en un número considerable.

La multitud murmuró al paso de Jardir hacia la posada.

—¡Vuélvete a tus arenas! —gritó alguien y muchas voces gruñeron en asentimiento.

Si los krasianos se sintieron molestos por eso, no dieron señal aparente de ello. Caminaron ufanos, con las cabezas altas y sin dar muestras de miedo alguno. Sólo uno, un hombre grueso vestido de brillantes colores y que caminaba apoyado en un bastón, miraba a los hoyenses con cautela al pasar ante ellos. La Herborista les esperaba en la puerta, preparada para intervenir si las cosas se ponían feas con aquella turba de gente irritada.

—Tienes razón, es apuesto —le dijo Elona al oído.

La mujer se volvió sorprendida hacia ella.

—¿Quién te ha dicho que yo he comentado eso?

Su madre se limitó a sonreír.

—Bienvenidos —los saludó Leesha cuando Jardir se dirigió hacia la puerta. Su madre y ella hicieron idénticas reverencias. El hombre miró a Elona y luego volvió la mirada hacia la hija. Eran tan parecidas que nadie podía obviar su parentesco.

—¿Es vuestra… hermana? —preguntó Jardir.

—Mi madre, Elona. —La Herborista puso los ojos en blanco cuando su madre extendió la mano con una risita ahogada para que el hombre la besara—. Y mi padre, Ernal. —Señaló con la barbilla en dirección a su padre, y el líder krasiano se inclinó ante él.

—Permitidme que os presente a mis consejeros —dijo Jardir después, haciendo un gesto hacia los hombres que le seguían—. Ya habéis conocido al damaji Ashan. Estos son el kai’Sharum Shanjat y mi guardaespaldas dal’Sharum, Hasik. —Los hombres se inclinaron cuando fueron presentados y Jardir y su séquito se movieron a lo largo de la fila de anfitriones haciendo presentaciones y reverencias, pero en ningún momento pareció tener intención de presentar a su quinto acompañante.

Aquel hombre era diferente a los demás. Mientras que los otros eran esbeltos, él estaba gordo. Si los demás iban vestidos con colores sobrios, puros, él iba ataviado con los brillantes colores de un Juglar. Los otros eran fuertes y estaban en forma, pero él se apoyaba en su bastón con tanta fuerza que parecía que se caería de no llevarlo.

Leesha abrió la boca para saludarlo cuando se acercó, pero sus ojos pasaron por encima de ella y se inclinó ante su padre.

—Es un placer encontrarme al fin con vos, Ernal Paper.

Erny lo miró con curiosidad.

—¿Nos conocemos?

—Soy Abban am’Haman am’Kaji —se presentó él mismo.

—Ah, yo… antes le vendía papel —recordó Erny al cabo de un momento—. Y esto… en realidad tengo su último pedido en la tienda. Estaba esperando el pago cuando los Enviados dejaron de venir de Rizón.

—Seiscientas hojas del mejor papel de su hija, creo —comentó el mercader.

—¡Por la Noche!, ¡¿ese sois vos?! —exclamó Leesha—. ¿Sabéis cuántas horas me pasé pegada a esas hojas, sólo para verlas allí arrumbadas en el secadero como si fueran… abono?

Jardir se acercó al instante y dejó a Smitt con la palabra en la boca en mitad de su presentación como si no fuera nadie.

—¿Qué has dicho para ofender a nuestros anfitriones, khaffit? —preguntó en tono exigente.

Abban se inclinó todo lo que le permitió la muleta.

—Creo que le debo a su padre algún dinero, Liberador, del último cargamento que me prepararon hace años y que no pude llevarme después de que se cerraran las fronteras.

El krasiano soltó un rugido y le dio un fuerte revés de la mano que lo estrelló contra el suelo.

—¡Les pagarás inmediatamente el triple de lo que les debas! —El tullido gritó cuando impactó contra la dura superficie y luego escupió sangre.

La Herborista apartó a Jardir de un empujón y corrió a arrodillarse junto al mercader. Él intentó apartarla, pero Leesha le cogió la cabeza entre las manos con firmeza para examinarle. Tenía el labio partido, pero no creía que necesitara puntos.

Se alzó con rapidez y miró con el ceño fruncido al líder krasiano.

—¡Pero ¿qué Abismos os pasa?!

El rostro de Jardir mostró una mirada llena de sorpresa, como si a ella le hubieran crecido cuernos súbitamente.

—Es sólo un khaffit —le explicó—. Un pelele sin honor.

—¡No me importa lo que sea! —replicó la mujer con brusquedad, acercando el rostro al suyo hasta que sus narices casi se tocaron, con los ojos encendidos como si bailaran en ellos llamas azules—. Él es un invitado bajo nuestro techo, igual que vos, y si queréis que eso continúe así, ¡controlaréis esos odiosos modales y mantendréis quietas las manos!

Jardir permaneció allí inmóvil, aturdido, y sus consejeros mostraron el mismo asombro. Todos se volvieron hacia su líder para que él les indicara cómo debían actuar. Los guerreros flexionaron las manos como si las prepararan para coger las lanzas cortas que colgaban sobre sus hombros y los dedos de Leesha le picaban de puro deseo de ponerse a rebuscar en los bolsillos de su delantal para coger un puñado de polvo cegador en caso de que lo hicieran.

Pero Jardir apartó la mirada y dio un paso hacia atrás para inclinarse profundamente.

—Tenéis razón. Mis disculpas por comportarme de forma violenta en vuestro hogar. —Se volvió hacia Abban—. Te compraré el papel al triple del precio que le pagues a su padre —dijo en voz alta y luego se volvió a mirar a la Herborista—. Algo tan precioso para la señora Leesha debe de ser un auténtico tesoro.

El mercader abatió la frente hasta tocar el suelo y después se apoyó sobre el bastón para ponerse en pie. Erny se apresuró a ayudarle, aunque era un hombre menudo y poco pudo hacer para levantar el peso descomunal del otro.

Jardir sonrió a Leesha, henchido de puro orgullo, como si realmente pensara que podía impresionarla más con una exhibición de su riqueza que con una de violencia.

—Apuesto o no, es un asno presuntuoso —masculló Leesha entre dientes en dirección a Rojer.

—Puede —admitió el Juglar—, pero es un asno que podría aplastar Hoya como a un insecto si quisiera.

La Herborista le devolvió una mirada envenenada.

—No apuestes mucho por ello.

—Las mujeres del norte están hechas de acero —observó Hasik en krasiano cuando les condujeron hacia una de las altas mesas norteñas con sus duros bancos laterales.

—Las nuestras también —replicó Jardir—. Sólo que lo ocultan bajo sus ropas. —Todos ellos, incluido Abban, se echaron a reír ante la observación y estuvieron de acuerdo.

Los niños sirvieron el té, junto con platos con galletas. El Hombre Santo del norte se aclaró la garganta y todos los ojos se volvieron en su dirección. Ashan miró al Pastor como un ave rapaz a un roedor. El hombre palideció bajo la mirada del dama, pero no se arredró.

—Es nuestra costumbre rezar antes de las comidas.

Elona resopló y Jona le dedicó una dura mirada. Jardir ignoró a la mujer, aunque le sorprendió su grosería.

—También es nuestra costumbre, Pastor —repuso, con un gesto deferente—. Es correcto dar las gracias a Everam por todas las cosas.

El labio de Jona se torció ligeramente ante el nombre con el que el líder krasiano se refirió al Creador, pero asintió, aplacado por su cordialidad.

—Creador —entonó Jona, mientras sujetaba la taza entre las dos manos como si fuera una ofrenda—, te damos las gracias por la comida y la bebida de la que disponemos, un símbolo de la vida y el don floreciente que nos has otorgado. Te rogamos para que nos concedas las fuerzas necesarias para servirte del mejor modo y pedimos que nos bendigas a nosotros y a los que no disponen de una mesa en torno a la que reunirse esta noche.

—Pues este año no hemos tenido un don especialmente floreciente —masculló Elona entre dientes, tomando una de las galletas tras lo cual arrugó la nariz en señal de disgusto. La mujer dio un súbito respingo y Jardir adivinó, por el modo en que Leesha la miró con el ceño fruncido, que la hija le había propinado una patada bajo la mesa.

—Siento no poder ofreceros una comida mejor —comentó la Herborista cuando el krasiano captó su mirada—, pero la escasez de la guerra ha golpeado con dureza a nuestro pueblo, ya que hemos acogido a miles de refugiados que han sido desprovistos de manera irracional de todo lo que poseían y también de muchos de sus seres queridos.

—¿De manera irracional? —susurró Ashan en krasiano—. ¡Os está insultando a vos y vuestra misión sagrada, Liberador!

—¡No! —murmuró Abban—. Es un desafío. Responded con cuidado. —El damaji le dirigió una mirada cargada de odio.

—¡Callaos los dos! —siseó Jardir. Apartó los ojos de Leesha y su madre y los volvió en dirección hacia donde estaba el Pastor.

—Vuestra oración para bendecir el pan es muy parecida a la nuestra —comentó—. En Krasia, rezamos incluso sobre nuestros cuencos vacíos, porque si Everam lo quiere, nos fortalecerán de un modo que jamás podrían hacerlo si estuvieran llenos. —Volvió a mirar a Leesha—. Me dijeron que vuestro pueblo era pequeño y muy parecido a los demás hace un año. Pero ahora es grande y poderoso. No veo que haya hambre en sus calles. No hay mendigos, ni pedigüeños, ni mutilados. En vez de eso, os enfrentáis con valentía a la noche, luchando contra cientos de demonios. Como el acero, mi llegada ha hecho que vuestro pueblo se templara y endureciera.

—Pero no habéis sido vos el que lo ha templado —replicó Gared con dureza—. Fue el Protegido el que lo hizo, mientras vosotros aún comíais arena en el desierto.

Hasik se tensó. Jardir dudaba de que hubiera entendido por completo lo que había dicho el norteño, pero el tono del gigante no dejaba lugar a dudas. Hizo un gesto en dirección a su guardaespaldas para indicarle que se calmara.

—Me gustaría saber más de ese Protegido. He oído hablar mucho de él en Don de Everam, pero nada procedente de alguien que le hubiera visto en persona.

—Él es el Liberador, eso es todo lo que necesitáis saber —gruñó el Leñador—. Nos ha devuelto la magia que habíamos perdido hacía muchos años.

—Grafos de combate para luchar contra los alagai —repuso Jardir y Gared asintió—. ¿Podría ver algún arma que él haya protegido? —preguntó después.

Gared dudó y sus ojos se dirigieron hacia Leesha. Jardir los siguió con naturalidad y, de nuevo, aquellos ojos azules como el agua fresca, amenazaron con hundirle en sus profundidades ocultas. Ella sonrió y él sintió que le recorría un escalofrío.

—Os las mostraremos —repuso, sonriendo con coquetería—, si vos nos mostráis algunas de las vuestras. Vuestra lanza, por ejemplo.

Incluso el mercader soltó un jadeo por su audacia, pero el líder krasiano se limitó a sonreír. Cogió el arma, pero Ashan le sujetó la mano.

—¡No, Liberador! —siseó el sacerdote—. La Lanza de Kaji no puede estar en manos de los chin.

—Ya no es la Lanza de Kaji, Ashan —contestó él en krasiano—. Es la Lanza de Ahmann y haré con ella lo que me plazca. Esta no es la primera vez que la tocan las manos de un chin y su bendición perdura.

—¿Y si intentan robarla? —preguntó Hasik.

Jardir le miró con los ojos serenos.

—Si lo hacen, mataremos a todos los hombres, mujeres y niños, y reduciremos este pueblo a escombros.

Una vez hubo concluido la discusión, Jardir alzó la lanza en posición horizontal ante él. En respuesta, el Leñador puso la mano en su cinturón y sacó una larga hoja. Hasik y Shanjat se pusieron tensos, preparados para atacar, pero el gigante le dio vuelta a la hoja, y la cogió por la punta para ofrecerle la empuñadura a Jardir. Ambos hicieron el cambio en el mismo momento.

No hubo pretensión alguna de decoro por parte de ninguno cuando los expertos en protección de ambos bandos se apresuraron a examinar las armas.

El líder krasiano dio la vuelta a la hoja para que captara la luz, que se derramó en ríos relucientes a lo largo de los intrincados grafos grabados en su superficie. En seguida se percató de que los grafos eran los mismos que su gente usaba para proteger sus propias armas, símbolos tomados de la Lanza de Kaji, que portaba casi todos los grafos de combate que existían.

Pero la protección iba más allá de la mera funcionalidad, al contrario que ocurría en las lanzas grabadas de forma ruda de los dal’Sharum. Había una maestría en aquella hoja que hacía que esta rivalizara con cualquier otra pieza que Jardir hubiera visto, aparte de la misma Lanza de Kaji, pues sus cientos de grafos fluían de modo armonioso para generar una red de un poder tan increíble que era tan hermoso de observar como terrible había de ser para los alagai.

—Exquisita —murmuró el krasiano.

—No tiene precio —susurró Abban.

—¿Podría ese Protegido haber robado los símbolos de Sol de Anoch? —se preguntó Ashan.

—Eso es ridículo —repuso Jardir—. Nadie ha puesto un pie allí desde hace miles de años, excepto…

Miró a sus hombres y todos los ojos mostraron el mismo pensamiento.

—No —afirmó el líder krasiano al fin—. Él está muerto.

—Tiene que estarlo —repitió el damaji como en un eco, después de una breve pausa y los demás asintieron.

Después alzaron la mirada para ver a Leesha y a su padre, quien ahora llevaba puestos unos lentes, examinando la Lanza de Kaji desde muy cerca. La habían sostenido el tiempo suficiente para apreciar su grandeza, pero él no veía motivo para revelar aún todos sus secretos.

—Estos son grafos poderosos —dijo Jardir al devolver la hoja a Gared, con la empuñadura por delante. Después miró a la lanza sin disimulo y los norteños se la devolvieron a regañadientes. La mirada de anhelo en los ojos de la Herborista cuando le entregó la lanza le gustó. Estaba claro que ansiaba sus secretos.

—¿Dónde está el Protegido? —preguntó Jardir a Gared cuando la lanza estuvo guardada de nuevo sobre su hombro—. Me gustaría mucho conocerle.

—Va y viene —intervino la mujer antes de que el gigante pudiera responder.

Jardir asintió en su dirección.

—¿Fue él quien os regaló esa capa maravillosa? Realmente debe ser como la misma Capa de Kaji, si os permite pasear ante los alagai sin que os vean.

Las mejillas de la Herborista se colorearon y el líder krasiano comprendió que la había halagado de algún modo.

—Las Capas de Invisibilidad son creación mía —explicó—. Alteré los grafos de confusión y vista, junto con los de un bloqueo suave, de modo que ningún abismal puede ver al que la lleve.

—Es increíble —comentó Jardir—. Everam debe hablaros al oído, si sois vos quien modifica los grafos, especialmente para transformarlos en algo de una belleza y un poder casi divinos.

Leesha bajó la mirada hacia su capa y la acarició de forma distraída. Finalmente, chasqueó la lengua y se puso en pie para desabrochar el grafo de plata que la cerraba en torno a su garganta.

—Tomadla —dijo, haciendo gesto de entregarla a Jardir.

—¡¿Estás loca?! —gritó Elona y avanzó para impedírselo, igual que Ashan había hecho antes con Jardir.

—La capa sólo tiene utilidad contra los demonios —adujo ella, dirigiéndose tanto a su madre como al hombre—. Quedáosla para que recordéis cuál es el verdadero enemigo cuando el sol se alce mañana. —Apartó el brazo de su madre y se la ofreció de nuevo.

Jardir apoyó las palmas de las manos sobre la superficie de la mesa y se inclinó.

—Es un regalo demasiado valioso y no tengo nada que ofreceros en agradecimiento. No puedo aceptar, por Everam.

—Todo lo que quiero como agradecimiento es que recordéis lo que he dicho —insistió ella. El krasiano se inclinó de nuevo y tomó la maravillosa capa con los ojos abiertos por la sorpresa. Si los grafos en el arma que había grabado al que llamaban Protegido eran pura armonía, la Capa de Invisibilidad de Leesha era una auténtica sinfonía. La dobló cuidadosamente y la guardó entre sus propios ropajes antes de que cualquiera de sus consejeros se distrajera en el estudio del regalo.

—Gracias, señora Leesha, hija de Erny, Herborista de Hoya del Liberador —repuso, con una reverencia—. Me honráis en sobremanera con vuestro regalo.

La Herborista sonrió y se acomodó de nuevo en su asiento. Durante un momento, los norteños hicieron grandes aspavientos bebiendo el té y murmurando entre ellos. Jardir les concedió aquel tiempo para que charlaran entre ellos y miró en dirección a Abban.

—Cuéntame quién es el chico pelirrojo que viste como un khaffit —le ordenó.

El mercader se inclinó.

—Es lo que los norteños llaman un Juglar, Liberador. Son cuentistas viajeros y músicos que visten con brillantes colores para anunciar su oficio. Se considera una profesión de gran honor y sus practicantes son a menudo figuras muy admiradas que inspiran a los demás.

Jardir asintió lentamente, mientras digería la nueva información.

—Su música tiene poder sobre los alagai, consigue someterlos con ella. ¿Qué sabes de eso?

El tullido se encogió de hombros.

—Las historias que corren sobre el Protegido hablan de un hombre como ese, uno que hechiza a los alagai con su magia, pero no sé nada de su poder. No creo que sea muy común.

Rojer observaba con inquietud cómo los krasianos lanzaban miradas furtivas en su dirección. Era obvio que hablaban de él, pero aunque el oído entrenado del Juglar había comenzado a aislar los sonidos y cadencias de aquel lenguaje sorprendentemente musical, aún estaba muy lejos de comprenderlo.

Aquellos guerreros le fascinaban tanto como le aterrorizaban, al igual que el Protegido. Rojer era contador de historias tanto como violinista, y había tejido más de un cuento sobre Krasia sin haber conocido jamás a nadie de allí. Tenía miles de preguntas que hacerles, pero todas se le hacían un revoltijo en la cabeza antes de poder expresarlas, pues aquellos guerreros no se parecían en nada a los exóticos príncipes de sus historias. Rojer había recorrido el camino hasta Rizón y contemplado su obra. Cultos o no, eran asesinos, violadores y bandidos.

Jardir echó una ojeada de nuevo en su dirección y sus ojos se encontraron antes de que el Juglar pudiera apartar la mirada. Rojer dio un respingo, y se sintió como una liebre acorralada.

—Perdonadme, hemos sido poco educados —se excusó el krasiano con una inclinación.

El Juglar simuló rascarse el pecho, pero sólo era una excusa para tocar el talismán. Tanto el medallón como la presencia de Gared a su lado le daban seguridad. No era la primera vez que se alegraba de la promesa que había realizado el poderoso Leñador al Protegido de mantenerle a salvo.

—No me he sentido ofendido —repuso.

—Nosotros no tenemos Juglares. Su profesión nos parece muy interesante.

—¿No tenéis músicos? —preguntó Rojer, atónito.

—Sí, claro, pero en Krasia los músicos sólo se dedican a la adoración de Everam, no a hechizar demonios en el campo de batalla. Decidme, ¿ese poder es común en el norte?

El Juglar dejó escapar una risa que sonó como un ladrido.

—En absoluto —apuró su taza de té con el deseo de que hubiera dentro algo más fuerte—. Ni siquiera soy capaz de enseñarlo a los demás. No sé cómo lo hago.

—Quizá Everam os ha hablado —sugirió Jardir—. Quizá Él ha bendecido a vuestro linaje con ese poder. ¿Alguno de vuestros hijos ha mostrado la misma capacidad?

Rojer se echó a reír de nuevo.

—¿Hijos? Pero si ni siquiera me he casado.

Los krasianos se mostraron de lo más sorprendidos ante aquel hecho.

—Un hombre de su poder debería tener muchas esposas para que le dieran hijos.

El Juglar dejó escapar una risita y alzó la taza en su dirección.

—Estoy de acuerdo. Debería tener muchas esposas.

Leesha resopló.

—Ya me gustaría ver cómo te las apañas con una. —Todos los presentes a ambos lados de la mesa se rieron a expensas de Rojer. Él lo soportó en silencio; las bromas a su costa no eran nada nuevo en Hoya, pero aun así seguía ruborizándose. Miró a Jardir, y descubrió que el krasiano no estaba entre los que se reían.

—¿Puedo haceros una pregunta personal, hijo de Jessum?

El Juglar rozó el medallón con el nombre de su padre y luego asintió.

—¿Cómo os hicisteis esa cicatriz? —le preguntó, señalando la mano mutilada de donde faltaban dos dedos y parte de la palma—. Parece una herida antigua, demasiado antigua para que la sufrierais siendo ya un hombre capaz de combatir a los alagai; además veo que os estorba poco. Como si hubierais tenido muchos años para acostumbraros a ella.

El Juglar sintió que se le helaba la sangre. Sus ojos se posaron sobre el gordo mercader envuelto en aquellas sedas brillantes. Sus compañeros le trataban con desprecio por ser un tullido. Se preguntó si los krasianos le consideraban menos hombre por tener sólo media mano.

Todo el mundo había dejado de hablar a la espera de su respuesta. Ya antes habían estado escuchando a medias, pero ahora les miraban abiertamente.

Rojer frunció el ceño. Se preguntó si los hoyenses eran realmente tan distintos a los krasianos. Ninguno de ellos, incluida Leesha, se había atrevido nunca a mencionar su mano mutilada; hacían como que no existía, y después la observaban cuando pensaban que él no se daba cuenta.

«Al menos él ha sido honesto en cuanto a su curiosidad —pensó y le devolvió la mirada a Jardir—. Y me importa una mierda de abismal lo que piense de mí».

—Los demonios irrumpieron a través de los grafos de mi casa cuando yo era un niño —repuso—. Mi padre se enfrentó a ellos con un atizador de hierro de la chimenea y los contuvo mientras mi madre huía conmigo. Pero un demonio del fuego saltó sobre su espalda, y mordió mi mano y su hombro.

—¿Cómo sobrevivisteis a eso? —le preguntó el hombre—. ¿Os salvó vuestro padre?

Rojer sacudió la cabeza.

—A esas alturas mi padre ya estaba muerto. Mi madre mató al demonio del fuego y me empujó dentro de un refugio.

Una serie de jadeos sorprendidos se oyeron alrededor de la mesa e incluso los ojos del krasiano se abrieron por la sorpresa.

—¿Vuestra madre mató a un demonio del fuego?

El Juglar asintió.

—Me lo sacó de encima y lo ahogó en un abrevadero. El agua hirvió y para cuando el demonio dejó de debatirse, mi madre tenía los brazos rojos y cubiertos de ampollas.

—¡Oh, Rojer, qué cosa más horrible! —gimió Leesha—. ¡Jamás me habías contado nada de eso!

Él se encogió de hombros.

—No me lo preguntaste. Nadie me había preguntado nada sobre mi mano. Todos, incluso tú, evitáis mirarla.

—Siempre pensé que preferías mantener tu intimidad. No quería que te sintieras incómodo haciendo mención a tu…

—¿Deformidad? —finalizó él, irritado por la compasión que traslucía su voz.

Jardir se puso en pie, con el rostro deformado por la cólera. Todos los presentes se pusieron tensos, preparados para huir o combatir al instante.

—¡Es la cicatriz de una herida de alagai! —gritó y alargó la mano por encima de la mesa, tomó la del Juglar y la alzó para que todos la vieran—. Que Nie se lleve a quienes os miren con piedad: ¡esto es un testigo de vuestro valor! Las cicatrices muestran cómo desafiamos a los alagai ¡Y a la misma Nie! Le dicen que hemos mirado dentro de las fauces de Su Abismo y escupido en su interior. ¡Hasik!

Jardir señaló al más corpulento de sus guerreros. Al recibir una orden suya, el hombretón se puso en pie y se abrió las ropas acorazadas para mostrar un semicírculo de marcas de dientes que cubrían la mitad de su torso.

—Demonio de la arena —dijo, con un fuerte acento—. Grande —añadió y luego extendió los brazos para dar idea de su tamaño.

Jardir se volvió hacia Gared y entrecerró los ojos en mudo desafío.

—Nada tan malo como eso —gruñó él—. Aunque me han dado de lo lindo, eso es cierto. —Tras decir eso se abrió la camisa para mostrar el pecho musculoso y se dio la vuelta para que pudieran ver las gruesas cicatrices de unas de garras que descendían desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda—. El leñosito me dio a base de bien. A un hombre más pequeño lo habría partido por la mitad.

Rojer observó maravillado cómo los comentarios se extendían por ambos lados de la mesa como una ola, pues todos se levantaban de sus asientos para mostrar sus cicatrices y contar sus historias a gritos, discutiendo sobre cuáles eran más terribles. Tras el año pasado en Hoya, a duras penas se podía encontrar a alguien en la ciudad que no tuviera al menos una.

Pero en la habitación no se respiraba un ambiente pesaroso. La gente rugía de risa al recordar las pifias cometidas y en algunos casos las escenificaban; hasta los krasianos se golpeaban las rodillas en pleno ataque de risa. El Juglar miró a Wonda, la chica con el rostro horriblemente deformado por las cicatrices, y la vio sonreír por primera vez desde que la conocía.

Cuando la cacofonía estaba en su punto álgido, Jardir se puso en pie sobre el banco como si fuera un maestro Juglar.

—¡Dejemos que los alagai vean nuestras cicatrices y caigan en la desesperación! —gritó, mientras se despojaba de su ropa.

Los músculos se movían bajo su piel de color aceitunado, pero no fue eso lo que arrancó jadeos de asombro a todos los presentes. Fueron sus cicatrices. Eran grafos. Cientos de ellos, puede que miles, acuchillados en su piel como los tatuajes del Protegido.

—Por la Noche, quizá él sí sea el Liberador —murmuró el Juglar para sus adentros.