13
La alegría de la batalla

Verano del 333 d. R.

Rojer le había dicho a todo el mundo que prefería practicar con su violín en las grandes escalinatas de la mansión antes que en su propia ala, porque ese preciso lugar tenía una acústica perfecta. En cierto sentido era verdad, pero el motivo real era que había escogido aquel sitio porque permitía una visión perfecta de la puerta que daba a las habitaciones de Amanvah y Sikvah. No había visto a las chicas en tres días.

No sabía por qué le preocupaba. ¿En qué estaría pensando al defender a Sikvah cuando tenía la excusa perfecta para rechazarlas a las dos? ¿Cómo había podido permitir que se quedaran después de que hubieran intentado matar a Leesha? ¿Realmente estaba considerando convertirse en el yerno del demonio del desierto? La idea del matrimonio siempre le había aterrado y en los últimos años había abandonado docenas de veces las aldeas de forma precipitada para evitar que le pusieran ese dogal al cuello.

«El matrimonio es la muerte de tu carrera —había dicho siempre Arrick—. Las mujeres siempre están deseosas de acostarse con los Juglares y nosotros les hacemos el favor. Pero una vez estás prometido, de repente, todas aquellas cosas que las atraían de ti al principio tienen que cambiar. No quieren que viajes más, ni que actúes todas las noches o a horas intempestivas. Después quieren saber por qué siempre escoges a una chica guapa para hacer el número de los cuchillos. Y antes de que te des cuenta, eres un maldito carpintero y puedes darte por contento si te dejan cantar el Séptimo día. Duerme en todas las camas que quieras, pero ten tus cosas empaquetadas a mano y sal pitando en cuanto oigas la palabra “compromiso”».

Aun así, había acudido al rescate de Sikvah sin pensarlo, e incluso ahora, la maravillosa armonía de sus voces seguía resonando dentro de su cabeza. El deseo de unirse a ese todo armónico era casi doloroso y cuando pensaba en el modo en que sus ropas habían caído al suelo, sentía otra clase de deseo, con una intensidad que no había sentido por ninguna otra mujer, aparte de Leesha.

Pero ella no le quería y Arrick había muerto borracho y solo.

Las mujeres de Abban entraban y salían de la habitación, llevando comida y sacando orinales, pero la puerta no se abría jamás más de un dedo y siempre se cerraba de golpe, antes de que pudiera ver lo que pasaba en el interior.

Esa noche en la alagai’sharak, Rojer no despegó sus ojos nerviosos de Jardir. Kaval había hecho que Gared y Wonda lucharan con lanza y escudo junto con los demás dal’Sharum y se habían desempeñado bastante bien. El Leñador era demasiado torpe para la sharusahk, pero no había nadie más fuerte a la hora de presionar con el escudo y nadie llegaba más lejos que él con la lanza al atacar desde el muro de escudos protegidos.

Pero Rojer sentía claramente su ausencia mientras Leesha, Jardir y él seguían la pelea escoltados por varias Lanzas del Liberador, incluso aunque Rojer los mantuviera envueltos en su música y los demonios no se acercaran. Antes o después, Jardir querría saber cuáles eran sus intenciones hacia su hija y su sobrina y era evidente que si su respuesta no era satisfactoria, tendría que enfrentarse solo a la violencia y la muerte. A la suya.

Pero el krasiano sólo tenía ojos para Leesha y se ocupaba de ella como un hombre realmente enamorado. Claro que eso no hacía más fácil pasar el tiempo con él, especialmente cuando sorprendió a la Herborista devolviéndole las mismas miradas. Rojer no era tonto. Sabía lo que eso significaba aunque ni ella misma lo supiera.

El Juglar dejó escapar un suspiro de alivio cuando terminó la batida y fueron devueltos a la ciudad. Estaba agotado. Sentía los dedos entumecidos de tocar y le dolían todos los músculos. Estaba bañado en sudor y envuelto en una grasienta capa de hollín procedente de la quema de los demonios.

Tampoco ayudaba el hecho de que Gared y Wonda, revitalizados por la magia demoníaca, parecieran acabar de saltar de la cama en vez de estar a punto de volver a ella. Rojer jamás la había probado. Después de haber visto cómo el Protegido se disipaba y oírle hablar de deslizarse hacia el Abismo, la magia de los demonios le aterrorizaba. Era mejor mantenerlos a distancia con la música y arrojarles cuchillos.

Sin embargo, después de un año en Hoya del Liberador, los efectos de la magia en aquellos que tomaban parte regularmente en la lucha eran obvios. Eran más fuertes, más rápidos, jamás enfermaban o se cansaban. Los más jóvenes crecían más deprisa y los ancianos envejecían más despacio. Rojer, en cambio, estaba a punto de desplomarse.

Se arrastró hasta su dormitorio con el deseo de hundirse en el olvido durante unas cuantas horas y al llegar vio que las lámparas de aceite krasianas estaban encendidas, aunque él las había apagado al marcharse.

Había una jarra de agua fresca en su mesilla de noche, junto con una rebanada de pan que aún estaba tibia al tacto.

—También he hecho que Sikvah os prepare un baño, prometido —dijo una voz detrás de él. Rojer dio un grito del susto y se volvió repentinamente, mientras los cuchillos arrojadizos caían sobre sus manos, pero sólo se trataba de Amanvah, y de Sikvah, arrodillada detrás de ella y junto a una gran bañera humeante.

—¿Qué estáis haciendo en mi habitación? —les preguntó. Les ordenó a sus manos que guardaran los cuchillos pero ellas se negaron a ello.

Amanvah se arrodilló con un gesto gracioso, casi ritual, y tocó el suelo con la frente.

—Perdonadme, prometido. He estado… indispuesta últimamente y he dependido por completo de Sikvah para recuperarme. Siento un profundo dolor en mi corazón por no haber podido ocuparme de vos.

—Ah, vale… esto… no te preocupes —repuso él e hizo que los cuchillos se desvaneciesen en el interior de sus mangas—. No necesito nada.

Amanvah olisqueó el aire.

—Con vuestro permiso, prometido, necesitáis un baño. Mañana comienza el Creciente y debéis estar preparado Rojer.

—¿El Creciente? —preguntó Rojer.

—La luna nueva —aclaró ella—, cuando se dice que el príncipe de los demonios, el Alagai Ka, anda suelto. Un hombre debe disfrutar de unos días luminosos en el Creciente para poder soportar luego las noches más oscuras del ciclo.

Rojer pestañeó.

—Eso es muy bonito. Alguien debería escribir una canción sobre ese tema. —De hecho, ya estaba pensando en qué melodías le irían bien.

—Con vuestro permiso, prometido —intervino Amanvah—, pero ya hay muchas. ¿Queréis que os cantemos una mientras os bañamos?

El Juglar tuvo una visión repentina en la que ambas le estrangulaban en el baño, desnudas y cantando. Se echó a reír, nervioso.

—Mi maestro me enseñó que me cuidara de todo aquello que fuera demasiado bueno para ser verdad.

La muchacha inclinó la cabeza a un lado.

—No os entiendo.

Él tragó saliva con dificultad.

—Quizá sea mejor que me bañe solo.

Las chicas dejaron escapar unas risitas detrás de sus velos.

—Vos nos habéis visto ya sin ropa, prometido —dijo Sikvah—. ¿Os da miedo que os veamos así?

Rojer enrojeció.

—No es eso, es que yo…

—No confiáis en nosotras —comentó Amanvah.

—¿Hay alguna razón por la que debería hacerlo? —la recriminó él—. Ambas simuláis ser muchachas ingenuas que no habláis una palabra de thesano, pero luego intentáis asesinar a Leesha y resulta que habéis entendido todas y cada una de las palabras que hemos dicho. ¿Cómo sé yo que no hay hoja negra en esa bañera?

Ambas posaron las frentes de nuevo en el suelo.

—Si eso es lo que sentís, matadnos entonces, prometido —dijo la dama’ting.

—¿Qué? No pienso matar a nadie.

—Estáis en vuestro derecho —replicó ella— y no merecemos otra cosa por nuestra traición. Es el mismo destino al que nos enfrentaremos si nos rechazáis.

—¿Os matarán? ¿Siendo sangre del mismísimo Liberador?

—La Damajah nos matará por fallar al envenenar a la señora Leesha, o el Shar’Dama Ka lo hará por intentarlo. Si no estamos seguras en estas habitaciones, no estamos seguras en ninguna parte.

—Aquí estáis a salvo, pero eso no quiere decir que sea necesario que me bañéis.

—Mi prima y yo jamás hemos querido acarrearos ningún deshonor, hijo de Jessum —continuó Amanvah—. Si no nos queréis como esposas, acudiremos a nuestros padres y confesaremos.

—Yo… no sé si puedo aceptar eso.

—No tenéis por qué aceptar nada esta noche —intervino Sikvah—, salvo una canción del Creciente y un baño. —Las dos krasianas se bajaron los velos y comenzaron a cantar con unas voces no menos hermosas de cómo las recordaba. Rojer no entendía las palabras, pero el tono hechicero retrataba bien el valor de la fuerza ante la noche más oscura. Las muchachas se pusieron en pie, acudieron a su lado y le guiaron con suavidad hacia la bañera, mientras le quitaban las ropas. Pronto estuvo desnudo y sentado en el agua humeante; el delicioso calor ahuyentó el dolor de sus músculos. Las chicas tejieron a su alrededor un velo de música tan hipnótico como cualquiera de los que él había lanzado contra los demonios.

Sikvah hizo un gesto con los hombros y sus negras ropas de seda cayeron al suelo ante ella. A Rojer se le escapó un jadeo de asombro cuando la muchacha se volvió para soltar las vestiduras de Amanvah.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó cuando Sikvah entró en la bañera para sentarse frente a él, seguida por su prima.

—Bañaros, por supuesto —aclaró la dama’ting y continuó cantando mientras vertía cuencos de agua caliente sobre la cabeza del Juglar y Sikvah cogía un cepillo y un trozo de jabón.

La krasiana era firme y eficiente y restregó el polvo y la sangre de su piel a la vez que masajeaba sus músculos doloridos, pero él apenas lo notó, pues había cerrado los ojos y estaba borracho de sus voces y de las sensaciones de su piel, hasta que las manos de Sikvah se hundieron bajo el agua y dio un respingo.

—Shhh —susurró Amanvah rozándole la oreja con sus suaves labios—. Sikvah ya ha conocido varón y ha sido entrenada en el baile de almohada. Deja que sea nuestro regalo del Creciente para ti.

El Juglar no sabía lo que significaba con exactitud «baile de almohada», pero se lo imaginaba bastante bien. Los labios de Sikvah buscaron los suyos y él jadeó cuando ella se subió a su regazo.

Leesha no se había dado cuenta de que el dormitorio de Rojer se encontraba justo debajo del suyo hasta que no oyó los gritos de Sikvah. Al principio pensó que la chica se quejaba de algo y se sentó de golpe, preparada para coger su delantal, pero de pronto comprendió la naturaleza de los sonidos.

Intentó dormir de nuevo, pero a pesar de lo indiscreto de la situación ni la chica ni el Juglar parecían estar dispuestos a ser discretos. Se puso una almohada sobre los oídos, pero el ruido se saltó incluso aquella barrera.

No le sorprendía, la verdad. De algún modo, lo que le extrañaba era que hubiese tardado tanto. La situación de Sikvah, tras la insistencia de Inevera en hacerla pasar por una prueba de virginidad, le había escamado bastante. Era muy fácil jugar con los sentimientos caballerosos de Rojer, una forma muy conveniente de tentarlo para que las aceptara como novias. El Juglar, después de todo, sólo era un hombre.

Resopló, pues sabía que eso sólo era la mitad de la historia. La Damajah también había jugado con ella.

Lo cierto era que, aunque no aprobaba la costumbre de tener más de una esposa, pensaba que Rojer podría ser una buena influencia para las chicas y que quizá las responsabilidades de un marido le ayudarían a madurar a él también. Si era eso lo que él quería…

«Pero aunque sea así, no me apetece escucharle», pensó y se levantó de la cama. Anduvo por el vestíbulo a la búsqueda de uno de los muchos dormitorios vacíos de su piso. Cuando encontró uno, se hundió con agradecimiento entre las sábanas y esperó dormirse con rapidez, pero los sonidos la habían alterado y habían devuelto a su mente ciertas imágenes. Jardir, sin camisa, con el torso musculado y la piel cubierta de grafos. Se preguntó si hormiguearían al tocarlos, como sucedía con los de Arlen.

Al final cayó en un sueño intranquilo lleno de imágenes apasionadas. Revivió la noche en que ella y Gared habían retozado juntos al calor de la chimenea en el salón de sus padres. Los ojos lobunos de Marick. La sensación ardiente de los besos y el abrazo de Arlen.

Pero tanto Marick como Gared la habían traicionado y Arlen la había rechazado. El sueño se convirtió en una pesadilla cuando la asaltaron las imágenes, más detalladas que nunca, de aquella tarde en el camino, cuando tres hombres la sujetaron. Escuchó de nuevo sus burlas y sus bromas, sintió otra vez cómo le tiraban del pelo y revivió lo que le habían hecho. Eran cosas que había bloqueado en su mente, pues sabía que eran espantosas. Y durante todo aquel tiempo, pudo sentir de nuevo sobre sí la mirada burlona que Inevera le había dedicado durante el azotamiento de aquellos guerreros.

Se despertó con el corazón galopándole en el pecho. Sus manos temblaban a la búsqueda de algo con lo que defenderse, pero estaba sola.

Cuando se calmó, el miedo desapareció, reemplazado por una violenta cólera. «Aquellos hombres me quitaron algo en el camino, pero que me lleve el Abismo si les permito que me lo quiten todo».

La Herborista sintió la incomodidad de la pintura y los polvos en el rostro mientras se probaba lo que parecía el centésimo vestido y cuidaba a la vez de su elaborado peinado para que no se estropeara.

Jardir iba a ir a cortejarla. Le había enviado el mensaje esa mañana de que deseaba verla por la tarde para continuar con la lectura del Evejah como habían hecho durante el camino, pero nadie se engañaba respecto a lo que realmente quería.

Shamavah, la Primera Esposa de Abban, había llevado docenas de vestidos para que se los probase, realizados en una seda krasiana más suave que la piel de un bebé, de colores brillantes y corte algo escandaloso. Elona y ella la vestían como si fuera una muñeca, haciéndola desfilar ante los espejos alineados en las paredes mientras discutían sobre qué cortes la favorecían más. Wonda la observaba con diversión y quizá se sintió compensada por el trato parecido que había sufrido a manos de las costureras de la duquesa Araine.

—Esto es demasiado incluso para mí —comentó Elona acerca de la última elección.

—Quieres decir que es demasiado poco —comentó Leesha. El vestido era prácticamente transparente, como le habría gustado a Inevera. Necesitaría uno de los gruesos chales de Bruna para sentirse medio decente.

—No se lo des todo a la primera —admitió Elona—. Será mejor que trabaje un poco para ganarse algo más que un vistazo. —Escogió un vestido más opaco, pero la seda aún se le pegaba al cuerpo de un modo que la hacía sentir desnuda. Se estremeció y se dio cuenta de por qué esa moda no era tan popular en el norte como en el desierto.

—Tonterías —dictaminó Shamavah—. La señora Leesha tiene un cuerpo que puede rivalizar incluso con el de la Damajah. Dejemos que el Shar’Dama Ka vea lo que no podrá tener hasta que firme el contrato de boda. —Alzó un trozo de tela tan diáfano y ligero que Leesha se preguntó si debía tomarse la molestia de vestirse.

—Ya está bien —les espetó a ambas. Se sacó el vestido que Elona había escogido por la cabeza y lo arrojó al suelo. Cogió una toalla y comenzó a limpiarse las pinturas y los polvos que Shamavah le había aplicado en el rostro mientras su madre la miraba por encima del hombro y discutía con la mujer sobre el color.

—Wonda, ve y tráeme mi vestido azul —ordenó la Herborista. Su tono hizo que la sonrisa se esfumara del rostro de la chica y salió disparada.

—¿Esa cosa vieja y sosa? —preguntó Elona—. Pareces…

—Yo misma —la cortó Leesha—, no una puta angiersina pintarrajeada. —Ambas mujeres parecían a punto de protestar, pero las miró con expresión furiosa y parecieron reconsiderarlo.

—Al menos déjate así el pelo —le pidió su madre—. He trabajado toda la mañana en tu peinado y no creo que te mate ir guapa.

Leesha se volvió y admiró el trabajo que su madre había hecho con su espesa cabellera negra, que bajaba en una cascada de ondas por su espalda, y le dejaba un flequillo rebelde sobre la frente. Sonrió.

Wonda regresó con el vestido azul de Leesha, pero ella lo miró y chasqueó la lengua.

—Creo que he cambiado de idea, trae el vestido que me pongo para las fiestas. —Después le dedicó un guiño a su madre—. No hay motivo para no estar guapa.

La Herborista caminaba de un lado para otro de sus habitaciones mientras esperaba a que apareciera Jardir. Había enviado fuera a las otras mujeres, pues su charla la ponía más nerviosa aún.

Se oyó un golpe en la puerta y Leesha hizo una rápida comprobación en el espejo, metió el estómago para adentro y se recolocó el escote antes de abrir.

Pero no era Jardir el que aguardaba al otro lado de la puerta, sino Abban, con los ojos bajos, una botella muy pequeña en las manos y un vaso aún más diminuto.

—Un regalo para dar valor —le dijo al ofrecerle ambos objetos.

—¿Qué es? —preguntó ella mientras abría la botella y la olisqueaba. Arrugó la nariz—. Huele como algo que yo usaría para desinfectar una herida.

El mercader se echó a reír.

—No me cabe duda de que se habrá usado para eso más de una vez. Se llama couzi, una bebida que mi gente toma a menudo para calmar los nervios. Lo usan incluso los dal’Sharum, les da valentía cuando se pone el sol.

—¿Se emborrachan antes de salir a luchar? —preguntó la Herborista con incredulidad.

El mercader se encogió de hombros.

—Hay una cierta… claridad en el aturdimiento que proporciona el couzi, señora. Una copa, y os sentiréis relajada y tranquila. Dos, y tendréis el valor de un Sharum. Con tres, seréis capaz de bailar al borde del abismo de Nie sin caer en él.

Leesha alzó una ceja, pero la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa.

—Bueno, quizá una —dijo ella, llenando la pequeña copa—. No me vendrá mal sentirme un poco más relajada en este momento. —Puso los labios sobre el borde y se bebió el contenido de un solo trazo. Al instante estuvo tosiendo por la quemazón.

Abban se inclinó.

—Cada copa es más fácil que la anterior, señora. —Se marchó y la Herborista se sirvió una segunda copa. Era cierto que la segunda bajó con más suavidad.

La tercera sólo sabía a canela.

Abban tenía razón respecto al couzi. Leesha sentía que le envolvía como si fuera una capa cubierta de grafos, pues la abrigaba y protegía a la vez. Las voces enfrentadas que había en su mente se callaron y en ese silencio había una claridad como jamás había conocido.

Hacía calor en la habitación, incluso con aquel traje de escote tan bajo. Leesha se abanicó los pechos y notó con diversión las miradas furtivas que Jardir le lanzaba mientras intentaba fingir desinterés.

El Evejah esperaba abierto entre ellos mientras yacían sobre almohadones de seda, pero él no había leído ni un solo pasaje desde hacía un buen rato. Hablaron de otras cosas; de cómo había mejorado su habilidad lingüística, de la vida de él en el Kaji’sharaj y del aprendizaje de ella con Bruna, además de cómo la madre de Jardir había sido marginada por tener demasiadas hijas.

—Mi madre tampoco estaba contenta por haber tenido sólo una hija.

—Una hija como vos vale por una docena de hijos —contestó Jardir—. Pero ¿qué hay de vuestros hermanos? Que ahora estén con Everam no disminuye su valor.

Leesha suspiró.

—Mi madre mintió respecto a eso, Ahmann. Yo soy su única hija y no tengo dados mágicos con los que prometerte hijos. —Mientras hablaba, sintió que se quitaba un peso de encima. Quería que la conociera de verdad, a ella, y por eso tampoco quería ropas excesivas.

El krasiano la sorprendió con un encogimiento de hombros.

—Que sea la voluntad de Everam. Incluso aunque tengas tres hijas en primer lugar, las querré y mantendré la fe en los hijos que vengan después.

—Tampoco soy virgen —soltó ella de pronto y contuvo la respiración.

Jardir la miró durante un buen rato y la Herborista se preguntó si no habría hablado de más. Pero ¿acaso su virginidad era asunto suyo?

Pero a sus ojos lo era y la mentira de su madre pesaba sobre los dos como si la hubiera dicho ella misma, pues la había confirmado con su silencio.

Jardir miró a un lado y a otro como si quisiera comprobar que estaban realmente a solas y después se inclinó, para acercarse a ella hasta que sus labios prácticamente se tocaron.

—Yo tampoco —susurró él y ella se echó a reír. Ahmann rio con ella y su risa sonó sincera.

—Cásate conmigo —suplicó él.

Leesha resopló.

—No entiendo qué necesidad tienes de una esposa más, cuando ya tienes…

—Catorce —apuntó él y movió la mano en un gesto despectivo como si no fueran nada—. Kaji tuvo mil.

—¿Recuerda alguien el nombre de la esposa número quince? —preguntó ella.

—Shannah vah Krevakh —afirmó Jardir sin vacilar—. Se dice que su padre robó sombras para hacer su pelo y que de su vientre proceden los primeros Batidores, invisibles durante la noche, aunque siempre vigilantes al lado de su padre.

La Herborista entrecerró los ojos.

—Te lo estás inventando.

—¿Me besarás si es cierto?

Ella simuló reflexionar respecto al asunto.

—Sólo si puedo abofetearte si me has engañado.

Ahmann sonrió y señaló el Evejah.

—Todas las mujeres de Kaji están anotadas aquí, para que sus nombres sean honrados durante toda la eternidad. Algunas de las entradas son bastante exhaustivas.

—¿Están apuntadas las mil? —preguntó ella, incrédula.

Jardir le guiñó un ojo.

—Los registros no comienzan a acortarse hasta que llegan a la número cien. —Leesha esbozó una sonrisa desafiante y cogió el libro—. Página doscientas treinta y siete —le indicó Jardir—, línea octava. —Ella pasó las páginas hasta llegar a la correcta—. ¿Qué dice? —preguntó él.

La Herborista aún tenía dificultades para entender buena parte del texto, pero Abban le había enseñado el sonido de las palabras escritas.

—Shannah vah Krevakh —leyó. Luego continuó con el pasaje completo e hizo un gran esfuerzo para imitar el acento musical de la lengua krasiana.

Él sonrió.

—Es una gran alegría para mi corazón el oírte hablar mi idioma. Yo también estoy escribiendo mi historia. El Ahmanjah, caligrafiado con mi propia sangre como hizo Kaji con el Evejah. Si temes que se te olvide, dime que serás mía y escribiré una duna entera para ti.

—Todavía no sé lo que quiero ser —repuso ella con sinceridad. La sonrisa de Jardir comenzó a desvanecerse, pero ella se inclinó hacia delante y sonrió a su vez—. Pero te has ganado tu beso. —Sus bocas se encontraron y un estremecimiento más poderoso que el de cualquier magia recorrió a Leesha.

—¿Qué pasa si entra tu madre? —preguntó Jardir que se había apartado al ver que ella no hacía esfuerzo alguno por romper el abrazo.

Leesha le tomó el rostro entre las manos y lo atrajo de nuevo hacia sí.

—He atrancado la puerta —le dijo y entreabrió de nuevo los labios.

Leesha era una Herborista. Una estudiosa de la ciencia del viejo mundo, y le gustaba llevar sus propios experimentos a cabo. Por encima de todas las cosas, amaba aprender algo nuevo, tanto si era sobre hierbas, protección o lenguas extranjeras, y no había habilidad que practicara en la que no introdujera sus propias innovaciones.

Y así fue cómo aquel día en su cama, cuando se quitaron las ropas, la Herborista que había pasado la última década y media aprendiendo a curar cuerpos, finalmente aprendió cómo hacerlos cantar.

Jardir parecía estar de acuerdo cuando se separaron, sudorosos y jadeantes.

—Has avergonzado incluso a las bailarinas de almohada, las jiwah’Sharum.

—Deben de ser los años de pasión reprimida —comentó ella y estiró la espalda perezosamente, sin avergonzarse por su desnudez. Jamás se había sentido tan libre—. Tienes suerte de ser el Shar’Dama Ka. Un hombre menos valeroso no habría sobrevivido.

El krasiano se echó a reír y la besó.

—He nacido para la guerra y combatiré en esta batalla jubilosa contigo cientos de veces si es necesario. —Después se puso en pie y le dedicó una profunda reverencia—. Pero me temo que el sol se está poniendo y debemos participar en otra batalla. Esta noche es la primera del Creciente y los alagai se habrán fortalecido.

Leesha asintió y ambos se vistieron a desgana. Él cogió la lanza y ella su delantal con bolsillos.

Nadie les dijo nada cuando se encontraron con Gared, Wonda y Rojer en el patio, así como con las Lanzas del Liberador. La Herborista se sentía diferente y estaba segura de que era algo evidente para los demás, pero no dieron muestra alguna de haberlo detectado.

A Leesha le costó concentrarse durante la alagai’sharak al estar cerca de Jardir. Él parecía sentirse de la misma manera y no se apartó de su lado mientras ella inspeccionaba y curaba las pocas heridas menores que sufrieron los curtidos combatientes.

—¿Puedo ir a leerte mañana de nuevo? —le preguntó él cuando hubo terminado la batalla. Durante las horas siguientes le seguirían necesitando, pero los hoyenses ya podían regresar al Palacio de los Espejos.

—Puedes venir a leerme todos los días, si así lo deseas —repuso ella y los ojos de Jardir se iluminaron ante la perspectiva.

El príncipe de los abismales mantuvo una distancia respetuosa mientras observaba al heredero y a sus hombres matar a los demonios menores. El mentalista había estado observando al heredero cada ciclo desde hacía tiempo y, como había temido, era un unificador. Estaba claro que no era consciente de las capacidades de la lanza y la corona de hueso de demonio, pero aun así, su poder seguía creciendo y los esclavos humanos estaban organizándose hasta convertirse en algo más que una simple inconveniencia. Ya sería difícil matar al heredero, pero incluso aunque tuviera éxito, había muchos otros que podrían tomar su lugar.

Pero la hembra norteña era una nueva variable, una debilidad en la armadura del heredero. Su mente no estaba protegida y sabía mucho acerca del heredero y de aquel otro que su hermano había detectado en el norte.

Cuando ella se separó de los demás, el mentalista la siguió.

Ya de regreso en el palacio, Leesha prácticamente subió volando las escaleras hasta sus habitaciones.

—¿Qué te ha entrado? —le preguntó Wonda.

—Nada que no te haya entrado a ti también, según parece. —Wonda la miró sin comprender y ella se echó a reír—. Vete a la cama. El instructor Kaval aparecerá por aquí dando voces antes de que te hayas dado cuenta.

—Kaval no es tan malo —repuso ella, pero hizo lo que le dijo.

La Herborista caminó de puntillas por delante de la puerta de las habitaciones de su madre y rezó para que la mujer tuviera al menos la decencia de esperar hasta el día siguiente para interrogarla. Le dio gracias al Creador cuando consiguió pasar y encerrarse en el dormitorio donde ella y Jardir habían hecho el amor.

Sola al fin, la amplia sonrisa que había estado reprimiendo a lo largo de toda la noche afloró a su rostro.

Y entonces le taparon la cabeza con una capucha.

Intentó gritar, pero alguien tiraba de una cuerda situada en la base de la capucha y no la dejaba respirar, de modo que su grito se convirtió en un jadeo ahogado. Una mano fuerte le sujetó las suyas a la espalda y usaron la misma cuerda para atárselas. Su asaltante la golpeó entonces en el hueco de las rodillas y le ató los tobillos con la misma cuerda cuando ella cayó al suelo. Al principio, Leesha intentó debatirse pero cada movimiento sólo servía para apretar más la cuerda que le rodeaba la garganta, así que no tardó en calmarse para evitar estrangularse a sí misma.

Notó cómo la colocaban sobre unas espaldas y la llevaron hacia una ventana. Comenzó a temblar en el frío aire de la noche cuando la sacaron y la hicieron descender por una escalerilla. No hicieron ruido alguno, pero por el modo en que se balanceaba la escalera comprendió que sus captores eran al menos dos.

El hombre que cargaba con ella no dio muestras de fatiga por su peso y corrió por las calles con la respiración y los latidos del corazón constantes. Leesha intentó no desorientarse pero le resultó imposible. La subieron por unos cuantos tramos de escaleras y luego entraron en un edificio, dentro del cual recorrieron una serie de pasillos y atravesaron una puerta. Finalmente, los hombres se detuvieron y la dejaron caer al suelo sin demasiada ceremonia.

El aterrizaje le cortó la respiración, pero como había caído sobre una gruesa alfombra no sufrió daño alguno. Cortaron las cuerdas de los tobillos y las muñecas, y le arrancaron la capucha de la cabeza. La habitación no estaba demasiado iluminada, pero tras la oscuridad de la capucha, se sintió aturdida por la luz de las lámparas de aceite. Alzó una mano temblorosa para protegerse los ojos mientras estos se adaptaban a la luz. Una vez lo consiguió, se encontró tirada boca abajo ante Inevera, que yacía en una pila de almohadones y la observaba como un gato a un ratón acorralado.

La Damajah miró a los dos guerreros que tenía a su espalda. Ambos iban vestidos de los pies a la cabeza con la negra vestimenta de los dal’Sharum y llevaban alzados los velos que portaban durante la noche, pero ninguno llevaba la lanza ni el escudo, sino una escalera en perfecto equilibrio sobre uno de los hombros.

—Nunca habéis estado aquí —ordenó la sacerdotisa y los hombres hicieron una reverencia y desaparecieron.

Entonces bajó la mirada hasta Leesha y sonrió.

—Los hombres pueden ser útiles. Por favor, únete a mí. —Hizo un gesto en dirección a otra pila de cojines que había frente a ella.

La Herborista se tambaleó un poco mientras la sangre volvía a circular por sus pies insensibles, pero se incorporó lo más rápido que pudo y controló el deseo de frotarse la garganta mientras echaba una ojeada por la gran habitación. Era una habitación del placer, cubierta de almohadones por todos lados, escasamente iluminada y perfumada, donde todas las superficies a la vista estaban cubiertas con terciopelo o seda. Tenía la puerta justo tras ella.

—No hay ningún guardia al otro lado —le dijo Inevera con una carcajada e hizo un gesto con la mano como si le diera permiso para que lo comprobara. Cuando Leesha alargó la mano para asir el pomo de bronce, hubo un estallido mágico y fue arrojada de espaldas contra el suelo, donde aterrizó con un golpe sordo sobre la suave alfombra. Vio unos grafos flamear alrededor del dintel, las jambas y el umbral de la puerta, pero se desvanecieron al instante y no quedó nada de ellos salvo unas imágenes fantasmales que danzaron ante sus ojos.

Leesha sintió más curiosidad que miedo, y se puso en pie y caminó hacia la puerta, para estudiar los grafos grabados con maestría en oro y plata alrededor del marco de la puerta. Muchos le resultaron nuevos, pero reconoció grafos de silencio entrelazados con los demás. Nadie podría oír lo que sucediera dentro de aquella habitación.

Pasó un dedo por la red y observó cómo los grafos se activaban con una llamarada en torno al punto de contacto hasta iluminar una red bien tejida y asegurada.

«¿De qué se alimenta?», se preguntó Leesha. No había abismales cerca para suministrar la magia necesaria y sin magia, los grafos no eran más que simple escritura.

Leesha sabía que, con el tiempo suficiente, podría deshacer los grafos y escapar, pero durante dicho tiempo tendría que apartar su atención de Inevera y no tenía idea de lo que podría hacer la mujer. Se volvió hacia la Damajah, que aún seguía reclinada sobre los almohadones.

—Muy bien —respondió Leesha, mientras se dirigía hacia donde se encontraba Inevera y se acomodaba al otro lado—. ¿Cuál es el tema a debatir?

—¿Pretendes burlarte de mí? —inquirió la sacerdotisa—. ¿Creías que no me enteraría cuando pusiste tus manos sobre él?

—¿Y qué pasa si lo sabes? No es un crimen. Según vuestras propias leyes, un hombre puede acostarse con quien desee, siempre que no sea la esposa de otro hombre.

—A lo mejor el modo que tienen las mujeres en el norte de procurarse un marido es comportándose como prostitutas, pero entre mi gente, a esas mujeres las mantienen a raya las esposas de sus víctimas.

—Ahmann pidió mi mano mucho antes de que me acostara con él —aclaró la Herborista, intentando enfadar a la sacerdotisa mientras pensaba en una manera de escapar—. Y dudo mucho que se considere a sí mismo una víctima. —Sonrió—. Su buena disposición quedó bastante patente en el vigor con el que se condujo. —Inevera siseó y se incorporó de golpe y Leesha supo que su comentario había dado en el blanco.

—Renuncia a la proposición de mi esposo y huye de Don de Everam esta noche. Es tu única oportunidad de continuar con vida.

—Tus dos últimos intentos de acabar con mi vida han fracasado, Damajah. ¿Qué te hace pensar que uno más podría tener éxito?

—Porque esta vez no lo dejaré en manos de una niña de quince años —repuso ella— y porque mi esposo no nos encontrará a tiempo para salvarte. Les diré a todos que viniste a asesinarme la noche en que sedujiste a mi marido. Nadie cuestionará mi derecho a acabar con tu vida.

Leesha sonrió.

—Yo cuestiono si serás capaz de hacerlo.

Inevera sacó un pequeño objeto de entre las almohadas, y una llamarada iluminó la habitación y golpeó a la Herborista con un intenso rayo de calor.

—Puedo incinerarte en este mismo momento.

Era un truco impresionante, pero Leesha, que se había pasado cerca de una década fabricando artefactos ígneos, encontró menos interesante el efecto que el medio con el que se había realizado. No había hecho saltar una chispa, ni mezclado elementos químicos ni dado golpe alguno. Observó con más atención el objeto que había en la mano de la sacerdotisa y lo entendió.

Era el cráneo de un demonio del fuego.

«Así es como alimenta los grafos», comprendió, y se preguntó cómo no se le había ocurrido a ella meses atrás. Alagai hora, los huesos de demonio.

Aquello era una puerta a infinitas posibilidades, pero ninguna importaría si no conseguía sobrevivir a esa noche e Inevera la quemaría viva antes de que tuviera tiempo de dibujar grafos para contrarrestar el fuego.

—¿Así es cómo mantienes el poder del marco de la puerta? —le preguntó y se volvió a echarle una ojeada—. ¿Hay huesos de demonio ocultos en la madera?

La Damajah miró en dirección hacia la puerta y en ese momento la mano de la Herborista salió disparada hacia uno de los bolsillos de su delantal, y sacó un puñado de cohetes que lanzó hacia ella.

Los pequeños paquetitos de papel explotaron con chasquidos y relámpagos, completamente inocuos, pero Inevera chilló y alzó los brazos para protegerse la cara. La Herborista no desaprovechó el tiempo: cruzó el espacio que las separaba y la agarró de la muñeca con la que sujetaba el cráneo de demonio. Presionó con fuerza el dedo contra un punto nervioso y el cráneo cayó al suelo. Su otra mano no había quedado ociosa pues se había cerrado en un puño. Leesha golpeó a la Damajah y le rompió el cartílago de la nariz, que cedió con un crujido de lo más satisfactorio.

La Herborista se apartó para propinarle un segundo golpe, pero Inevera rodó por el suelo y se dio la vuelta para sujetar a Leesha por los hombros. Cuando la tuvo bien sujeta, le propinó un rodillazo entre las piernas con tanta fuerza que habría hecho enorgullecerse a un camello.

—¡Puta! —chilló Inevera mientras el dolor explotaba en el interior de la Herborista—. ¿Te ha montado bien mi marido? —le gritó a la vez que le daba otro fuerte golpe en el mismo lugar—. ¿Te ha montado con fuerza? —Y la golpeó por tercera vez.

Leesha jamás había sentido un dolor como aquel. Intentó agarrar el pelo de la Damajah pero Inevera le cogió los puños de sus mangas y guio sus brazos como un Juglar dirige los de una marioneta, hasta retorcérselos a la espalda. Con aquellas pesadas faldas, fue incapaz de resistirse cuando ella se colocó a su espalda y soltó las mangas para asfixiarle el cuello.

—Gracias —le susurró la sacerdotisa al oído—. Podría haberte quemado sin estropearme las uñas, pero esto es mucho más satisfactorio.

La Herborista se debatió y se sacudió de un lado a otro, pero no le sirvió de nada. Inevera enlazó las piernas en torno a su cintura y mantuvo su rostro cubierto con los brazos. De esa manera, no podía alcanzar ningún punto vulnerable con la mano o sus polvos, de modo que el mundo comenzó a volverse borroso conforme le faltó el aire en los pulmones. Leesha consiguió liberar una mano con la que buscó el cráneo de demonio por el suelo, pero Inevera lo alejó de una patada. Sentía que estaba a punto de desvanecerse cuando encontró el cuchillo protegido en su cinturón y lo hundió en el muslo de la Damajah.

Un chorro de sangre caliente le mojó la mano y le revolvió el estómago, pero Inevera gritó y la soltó. Leesha pudo apartarse de ella y tragar una gran bocanada de preciado aire. Después rodó hasta quedar arrodillada con el cuchillo por delante de ella para protegerse. Inevera rodó en dirección contraria, metió la mano en la bolsita que llevaba a la cintura y arrojó algo en dirección a la Herborista.

Leesha se inclinó hacia un lado cuando pasó rozándola lo que parecía y sonaba como un enjambre de avispones. Gritó cuando uno le tocó el muslo y otro se le alojó en el hombro. Se lo arrancó y comprobó que era un diente de demonio. Estaba cubierto por su propia sangre, pero notó los grafos tallados al pasar el pulgar por su superficie. Después se lo metió en uno de sus bolsillos para estudiarlo con más calma.

En ese momento Inevera ya se había puesto en pie y lanzó un nuevo ataque contra Leesha, pero ella alzó el cuchillo mientras se incorporaba a su vez. La Damajah se le acercó, comenzó a andar en círculos a su alrededor y sacó un cuchillo curvado del cinturón, con una hoja protegida tan afilada como los escalpelos de la Herborista.

Leesha metió la mano en otro de los bolsillos de su delantal mientras Inevera hacía lo propio con la bolsita de terciopelo negro que llevaba a la cintura.

El príncipe abismal observaba divertido cómo las hembras adoptaban las mismas posturas que los príncipes cuando la reina estaba buscando un nuevo compañero. Al principio, había planeado consumir la mente de la hembra norteña y reemplazarla por su mimetizador para acercarse y matar al heredero, pero sus propias relaciones le parecían mucho más entretenidas. Así podrían acabar con la moral del heredero y con sus sueños de unidad de un solo golpe.

Todo lo que necesitaban era un suave empujón.