1
Aproximadamente a las siete de la mañana Ricky Hawthorne se volvió en la cama y dejó escapar un quejido. Lo invadían sentimientos de pánico y de peligro, que daban una cualidad amenazadora a las tinieblas. Tenía que abandonar la cama, moverse, para evitar una tragedia terrible.
—¡Ricky! —murmuró Stella junto a él.
—Estoy bien, estoy bien —repuso Ricky y se sentó en la cama. La ventana en un extremo del cuarto tenía un brillo gris oscuro veteado por la nieve que caía perezosa, en copos tan grandes como bolas. Ricky oía latir su corazón. Fin, fin, fin. Alguien corría un peligro horroroso. En el instante de despertar en forma súbita, había visto una imagen y sabido, con una sensación de dolor, de quién se trataba. Ahora lo único que sabía era que le resultaba imposible quedarse en la cama. Levantó pues las frazadas y sacó una pierna por el costado.
—¿Fue otra vez la pesadilla, querido? —preguntó Stella con voz ronca.
—No, no. No es eso. Estoy bien, SteIla —dijo y palmeándole un hombro, se levantó. Seguía teniendo aquella sensación de urgencia. Metió los pies en unas zapatillas, se puso una bata sobre el piyama y caminó hasta la ventana.
—Mi amor, estás agitado, vuelve a la cama.
—No puedo —Ricky se frotó la cara. Sentía siempre la sensación incontrolable, prisionera en su pecho como un pájaro, de que alguien corría un peligro mortal. La nieve había transformado el jardín de los fondos de la casa en una cadena de colinas que cambiaban de lugar y se llenaban de hoyos.
Fue la nieve que le recordó la que soplaba por un espejo en la casa de Eva Galli y la visión fugaz de Elmer Scales, con rostro crispado por su sumisión a una belleza autoritaria y cruel, corriendo torpemente entre los montículos de nieve. Esgrimiendo una escopeta, convirtiendo una silueta menuda en un chorro de sangre. El estómago de Ricky se retorció y le envió puntadas de dolor hacia los intestinos. Se llevó una mano a la carne blanda de abajo del ombligo y se quejó. La finca de Elmer Scales, donde acababa de comenzar la última fase de la agonía de la Chowder Society.
—Ricky, ¿qué te pasa?
—Es algo que vi en el espejo —dijo él, enderezándose ahora que se había disipado el dolor, consciente de que lo que acababa de decir no tendría sentido para Stella—. Quiero decir que vi algo relacionado con Elmer Scales. Tengo que ir a su finca.
—Ricky, son las siete de la mañana del día de Navidad.
—No importa.
—No puedes ir. Llámalo primero.
—Sí —dijo y ya salía del dormitorio y pasaba junto al rostro pálido y asombrado de Stella—. Probaré de llamar.
Estaba en el descansillo fuera del dormitorio, con aquella sensación de emergencia insistente que recorría sus venas (fin, fin, fin) y por un segundo se sintió indeciso entre correr al guardarropa y ponerse cualquier prenda y correr abajo a hablar por teléfono.
Un ruido abajo lo decidió. Con una mano sobre la barandilla bajó la escalera.
Sears, completamente vestido y con el gabán con cuello de piel en el brazo salía en aquel momento de la cocina. La expresión de agresiva serenidad que había sido característica en él toda la vida había desaparecido. El rostro de su viejo amigo estaba tan tenso como el suyo propio.
—Tú, también —exclamó Sears—. Lo siento.
—Acabo de despertarme —dijo Ricky—. Sé lo que sientes… quiero ir contigo.
—No intervengas —le dijo Sears—. Lo que haré es llegar allá y asegurarme de que todo marcha bien. Me siento como un gato pisando ascuas.
—Stella tuvo una buena idea. Llamémoslo primero. Después iremos allá juntos.
Sears movió la cabeza.
—No, me harás moverme más despacio, Ricky. Estaré más seguro si voy solo.
—Vamos —dijo Ricky, apoyando una mano en el codo de Sears y llevándolo hasta el sofá—. Nadie irá a ninguna parte hasta que tratemos de hablar por teléfono. Después conversaremos sobre lo que conviene hacer.
—No hay de qué hablar —afirmó Sears, pero se sentó. Volvió el cuerpo para mirar a Ricky cuando éste retiró el teléfono de su repisa y lo puso sobre la mesa baja—. ¿Sabes el número?
—Sí —repuso Ricky y lo marcó. El teléfono de Elmer sonó y sonó, y volvió asonar—. Le daré un poco más de tiempo —decidió Ricky y lo dejó sonar diez, doce veces. Y volvió a oír aquel pulso frenético: Fin, fin, fin.
—Es inútil —dijo Sears—. Será mejor que vaya. Probablemente no llegaré, de todos modos, con los caminos como están.
—Sears, es muy temprano aún —insistió Ricky, dejando el teléfono—. Puede ser que nadie lo haya oído sonar.
—A las siete… —Sears miró su reloj—. ¿A las siete y… diez de la mañana de Navidad? ¿En una casa con cinco chicos? ¿Te parece posible? Sé que pasa algo allá y si puedo llegar, quizá podré impedir que las cosas se pongan peor. No pienso esperar hasta que te vistas.
—Sears se levantó y comenzó a ponerse el gabán.
—Por lo menos, llama a Hardesty y dile que vaya hasta allá. Tú sabes lo que vi allá en esa casa.
—Qué mal chiste, Ricky. ¿Hardesty? No seas tonto. Elmer no me disparará. Los dos sabemos eso.
—Sé que no lo hará —dijo Ricky, muy deprimido—. Pero estoy preocupado, Sears. Esto es algo que está haciendo Eva… como lo que le hizo a John. No debemos dejar que nos separe. Si salimos corriendo en distintas direcciones nos agarrará, nos destruirá. Deberíamos llamar a Don para que venga con nosotros. Sé que está pasando algo terrible allá. Estoy seguro de esto, pero arriesgas que ocurra algo peor aún si tratas de ir solo…
Miró el rostro suplicante de Ricky Hawthorne y la impaciencia de su rostro se disipó.
—Stella no me lo perdonará jamás si te permito que vuelvas a sacar a pasear ese resfrío. Y llevaría a Don media hora o más llegar allá. No puedes hacerme esperar, Ricky.
—Nunca pude hacerte hacer nada que no quisieses hacer.
—Correcto —dijo Sears, abotonándose el gabán.
—No tienes siete vidas, Sears.
—¿Quién las tiene? ¿Quieres nombrarme una sola persona que las tenga, Ricky? Ya perdí demasiado tiempo, de modo que no me retengas mientras tratas de justificarte hablando de Hitler, Albert de Salvio, Richard Speck, o…
—¿De qué diablos están hablando los dos? —Stella estaba en la puerta del living-room, alisándose el pelo con las palmas de las manos.
—Clava a tu marido a ese sofá y llénalo de whisky hasta que yo vuelva —le dijo Sears.
—No lo dejes ir, Stella —le dijo Ricky—. No puede ir solo.
—¿Es urgente?
—Por amor de Dios… —murmuró Sears y Ricky hizo un gesto de asentimiento.
—En tal caso, que vaya. Espero que pueda hacer arrancar el auto.
Sears se dirigió al vestíbulo y Stella se apartó para dejarlo pasar. Pero antes de llegar a él, Sears se volvió por última vez hacia Ricky y Stella.
—Volveré. No te preocupes por mí, Ricky.
—Debes darte cuenta de que es demasiado tarde ya.
—Probablemente hace cincuenta años que es demasiado tarde —dijo Sears y volviéndose, se alejó.
2
Se puso el sombrero y salió a la mañana más fría que pudiese recordar. En seguida comenzaron a arderle la punta de la nariz y las orejas. Momentos después, la parte descubierta de su frente también le ardía de frío. Avanzó con cuidado por la senda resbaladiza y notó que la nieve de la noche anterior era menos copiosa que en las últimas tres semanas. Había sólo diez o quince centímetros de nieve fresca sobre la anterior y ello significaba que tenía probabilidades de poder sacar el viejo Lincoln a la carretera.
La llave se trabó cuando la introdujo hasta la mitad y maldiciendo de impaciencia, la retiró bruscamente y se quitó un guante para buscar su encendedor de cigarros en un bolsillo. El frío le mordió y le hirió los dedos, pero el encendedor hizo llama. Sears la pasó una y otra vez por la llave y cuando sentía ya que se le caerían los dedos de frío, la metió sin dificultad en la cerradura. Abrió la puerta y se sentó en el asiento de cuero.
Vino entonces la tarea interminable de poner en marcha el motor. Con los dientes apretados, trató de hacerlo funcionar por obra de su sola voluntad. Vio la cara de Elmer Scales tal como la viera cuando despertó a medias, mirándolo con ojos de loco y diciendo: Tiene que venir, señor James, no sé qué he estado haciendo, venga por amor de Dios… El motor hizo diversos ruidos de fricción y de explosión, y afortunadamente arrancó, Sears apretó varias veces el acelerador, haciendo rugir el motor y luego hizo que el automóvil marchase hacia adelante y hacia atrás para que pudiese salir de la depresión y de la nieve acumulada alrededor.
Cuando tuvo el vehículo ubicado en dirección a la calle, tomó la paleta de quitar la escarcha y limpió con ella el parabrisas. Los grandes copos de nieve suelta revoloteaban alrededor en un amanecer mudo. Luego Sears utilizó el lado afilado de la paleta para hacer un agujero de unos veinte centímetros directamente delante del volante. La calefacción haría el resto.
«Hay cosas que es mejor que no sepas, Ricky.», se dijo, al pensar en las huellas infantiles que había visto fuera de su ventana sobre los montículos de nieve en los últimos tres días. La primera mañana cerró bien los cortinados, por si acaso entraba allí Stella a limpiar. Un día después descubrió que el sistema de limpieza de Stella era bastante desordenado y que ni aun el soborno habría sido capaz de inducirla a entrar en el cuarto de huéspedes. Stella esperaba hasta que la mujer que hacía la limpieza pudiese llegar desde el barrio de la hondonada. Durante dos mañanas, esas huellas de pies descalzos marcaron la nieve que subía implacable hasta la ventana, aun en el lado protegido de la casa donde estaba el cuarto de Sears. Esa mañana, después de que el rostro atontado de Elmer lo sacó sin la menor ceremonia de su sueño, vio las pisadas sobre el alféizar. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que Fenny apareciese dentro de la casa de los Hawthorne, y trotase alegremente por la escalera? ¿Una noche más? Si Sears lograse apartarlo, tal vez ganaría un poco más de tiempo para Ricky y Stella.
Entretanto, debía ocuparse de Elmer Scales, y llegar allí por amor de Dios… También Ricky había captado la señal, fuese cual fuese, pero afortunadamente Stella había aparecido para retenerlo en casa.
El Lincoln llegó a la calle y comenzó a avanzar por la nieve. Se le ocurrió a Sears que tenía un consuelo, el de que a esa hora en aquella mañana de Navidad la única persona en las calles seria Omar Norris.
Hizo desaparecer la cara y la voz de Elmer Scales de su conciencia y se concentró en manejar el automóvil. Omar había vuelto a trabajar toda la noche, según parecía, porque casi todas las calles del centro de Milbum estaban barridas hasta mostrar los últimos diez o quince centímetros de nieve congelada y compacta. En esas calles el único peligro era el de patinar en la superficie dura como el vidrio bajo los neumáticos, hacer una vuelta y chocar contra algún automóvil semisepultado… pensó en Fenny Bate sobre su alféizar, levantando la ventana de guillotina, metiéndose sigilosamente en la casa, olfateando el olor de seres vivos… pero no, esas ventanas estaban protegidas por vidrios dobles y él había cuidado cerrar bien los interiores con sus pasadores.
Tal vez estuviese haciendo las cosas mal. Tal vez debería dar media vuelta y volver a casa de Ricky.
Pero cayó en la cuenta de que no podía hacer esto. Pasó la luz roja al final de la plaza y levantó el pie del acelerador, dejando que el automóvil se deslizase solo delante del hotel. No podía volver. La voz de Elmer parecía hablar más fuerte ahora, con un tono de profundo dolor, confusión (Jesús, Sears, no me da la cabeza para entender qué ha pasado aquí). Tocó apenas el volante para corregir la dirección. El único sector difícil ahora sería la carretera, esos pocos kilómetros de colinas traicioneras, con automóviles apilados en las zanjas sobre ambos costados… Quizá se vería obligado a caminar.
Jesús, Sears, no entiendo toda esta sangre… parece que esos intrusos se metieron aquí por fin y ahora estoy bien asustado, Sears, realmente asustado.
Su pie apretó el acelerador apenas un centímetro.
3
Al final de Underhill Road se detuvo. Era mucho peor lo que había temido. A través de la nieve y la penumbra de la mañana veía las luces rojas de la barredora de nieve de Omar, avanzando con una lentitud exasperante hacia la carretera. Un montículo de más de dos metros con la forma de una ola ideal para un aficionado al surf se levantaba por todo el sector sin barrer de Underhill Road. Si trataba de pasar alrededor del tractor de Omar, enterraría el Lincoln en ese montículo.
Por un segundo tuvo un loco impulso de hacer esto, ni más ni menos, de apretar el acelerador hasta el fondo, salir volando cincuenta metros hasta el pie de la colina y luego hundir el Lincoln en la nieve, pasando a través de ella y alrededor del lento trono de Omar, para irrumpir por fin con una explosión fuera del alto montículo y en la carretera… era como si Elmer le indicara que lo hiciese. Haga moverse ese auto, señor James. Lo necesito mucho…
Hizo sonar la bocina golpeando el botón con la palma de la mano y Omar se volvió para mirarlo boquiabierto. Al ver el Lincoln, levantó un dedo y lo agitó en el aire y Sears lo vio por la ventanilla de atrás de la cabina moverse con torpeza en el asiento. Llevaba una gorra pasamontañas cubierta de nieve y al verlo Sears vio dos cosas: Omar estaba ebrio y medio muerto de fatiga y le gritaba indicándole que diese media vuelta y no bajase por la colina. Los neumáticos del Lincoln jamás se aferrarían a la pendiente.
La voz insistente, plañidera de Elmer, le había impedido reparar en ello.
El Lincoln siguió unos centímetros por la larga pendiente. Omar hizo detenerse el motor de la barredora y se asomó con medio cuerpo fuera de la cabina, apoyándose en una de las hojas de la máquina. Tenía una mano con la palma hacia adelante, como un agente de tránsito. Sears pisó con fuerza el pedal del freno y el Lincoln se detuvo, tembloroso, en la carretera resbaladiza y ya barrida. Omar estaba haciendo movimientos circulares con la mano libre y le decía que se volviese o bien retrocediese despacio.
El automóvil bajó otros quince centímetros colina abajo y Sears asió el freno de mano sin pensar ya en cómo conducir el automóvil, sino en cómo hacerlo detenerse. Oyó a Elmer decirle Sears… necesito… necesito… la voz obstinada, aguda que insistía en que el vehículo se moviese.
Y entonces vio a Lewis Benedikt al pie de la colina, corriendo hacia él, agitando los brazos para que se detuviese, con la chaqueta de color oliva volando detrás y el pelo revuelto por el viento.
… necesito… necesito…
Soltó el freno de mano y empujó con el pie el acelerador. El Lincoln dio un salto y los neumáticos posteriores patinaron con un chirrido, mientras el vehículo caía por la larga pendiente, y su parte posterior se mecía de un lado a otro como la cola de un pez. Detrás de la silueta borrosa de Lewis, Sears vio la de Omar Norris, igualmente borrosa, de pie inmóvil junto a la barredora.
A cerca de cien kilómetros por hora, el Lincoln atravesó la figura de Lewis Benedikt. Sears abrió la boca y gritó, volcando violentamente el volante hacia la izquierda. El Lincoln hizo un giro de tres cuartos de círculo y chocó con la barredora con el guardabarro posterior, antes de lanzarse contra el inmenso montículo ondulado.
Con los ojos cerrados Sears oyó el ruido blando y horroroso de un objeto pesado que golpeaba el parabrisas. Momentos después sintió que la atmósfera a su alrededor se espesaba y en el segundo que siguió, interminable, el automóvil se detuvo como si hubiese chocado con una muralla.
Abrió los ojos y vio que estaba a oscuras. Le ardía la cabeza en el punto donde se había golpeado con el choque. Se llevó una mano a la sien y comprobó que sangraba. Con la otra encendió la luz irnerior. La cara enmascarada de Omar Norris apretada contra el parabrisas, escudriñaba con un ojo vacío el asiento de atrás. El automóvil estaba inmovilizado por casi dos metros de nieve que era como cemento.
—Ahora, hermanito —dijo una voz profunda desde el asiento de atrás.
Una manita con uñas llenas de suciedad se extendió y rozó la mejilla de Sears.
La violencia de su propia reacción sorprendió a Sears, pues saltó hacia un costado en el asiento, apartando el cuerpo de detrás del volante y sin haberlo planeado o previsto, movido por una repugnancia automática. Sentía la mejilla dañada donde el niño la había tocado y ya, en aquel automóvil cerrado, olía la corrupción de ellos. Estaban sentados en el asiento de atrás, inclinados hacia adelante, con los ojos relucientes y la boca abierta. También él los había sorprendido.
Lo invadió un profundo odio contra estos seres obscenos. No moriría mansamente en sus manos. Se lanzó hacia adelante con un gruñido, preparando el único golpe de puño que había propinado en sesenta años: el puño tocó la mejilla de Gregory Batey resbaló, rompiendo la carne de una blandura húmeda y maloliente. Un liquido viscoso se deslizó por la mejilla lastimada.
—De modo que es posible herirte —dijo Sears—. Por Dios que es posible…
Los dos se lanzaron sobre él con un grito de bestias.
Mediodía, Navidad
4
Ricky supo que Hardesty estaba borracho otra vez en el instante en que Walt musitó dos palabras por teléfono. Y tan pronto como el policía pronunció dos oraciones, supo que Milburn no contaba ya con sherzff
—Ya sabes dónde puedes meterte este empleo —dijo Hardesty y eructó—. Te lo metes bien allí. ¿Me oyes, Hawthorne?
—Lo oigo, Walt —Ricky se sentó en el sofá y miró a Stella, que tenía el rostro oculto detrás de las dos manos. Lamentando ya, pensó, haberlo dejado ir allá solo, haberlo enviado allá sin una bendición, sin darle siquiera las gracias. Don Wanderley estaba en cuclillas junto a Stella y le rodeó un hombro con el brazo.
—Sí, me oyes. Bien, escucha. Yo fui infante de Marina. ¿Lo sabías, avenegra? Corea. Me gané tres galones. ¿Me oíste? —Se oyó un fuerte ruido. Hardesty se había caído sobre una silla o bien derribado una lámpara. Ricky no repuso—. Tres galones de porquería. Infante. Podrías llamarme héroe. Qué me importa… Bueno, no necesité que me dijeras que fuese a la finca. Fue un vecino allí a eso de las once, y… los encontró a todos. Los mató. Y después se acostó debajo de su árbol y se saltó la tapa de los sesos. Los policías rurales se llevaron todos los cadáveres en un helicóptero. Y ahora, dime por qué lo hizo, abogado. Y dime cómo sabías que había sucedido algo allá.
—Porque una vez pedí prestado el automóvil de su padre, Walt —dijo Ricky—. Sé que esto parece un disparate.
Don lo miró desde su lugar junto a Stella, pero ella sólo hundió más aún la cara entre las manos.
—Disparate… mierda. Qué bonito. Bien, pueden buscarse un nuevo sheriff para esta ciudad. Pienso desaparecer de aquí tan pronto como entren las barredoras de nieve del condado. Puedo ir a donde quiera… con antecedentes como los míos. ¿A cualquier parte? No, por culpa de eso de allá… no, por culpa de la matanza de Scales. Con usted y sus puercos amigos ricos tapando algo todo el tiempo… todo el tiempo… y lo que sea que hace esas cosas… es más malo que un cerdo furioso. ¿Sí, o no? Fui a la casa de Scales, ¿no? Se le metieron en la cabeza. Son capaces de meterse en cualquier parte, ¿no? ¿Me oye, señor abogado? Usted… ¿me oye?
Ricky no contestó.
—Puede llamarlo Anna Mostyn, pero eso es disparate de abogado. Qué diablos, siempre creí que usted era una porquería, Hawthorne. Pero ahora se lo digo, que si aparece cualquier cosa aquí con la idea de sacarme, la haré pedazos. Usted y sus compañeros tienen todas las ideas originales, si acaso le quedan ya compañeros, y pueden hacerse cargo de la cosa. Yo me quedaré hasta que despejen las carreteras, haya mandado a mis hombres a su casa y si alguien llega aquí, el primer disparo lo haré yo. Las preguntas, más tarde. Y después, me voy.
—¿Y Sears? —preguntó Ricky, seguro de que Hardesty no se lo diría hasta que se lo preguntase—. ¿Nadie vio a Sears?
—Ah, Sears James. Sí. Curioso, eso. Los policías del Estado de Nueva York también lo encontraron. Vieron el auto medio enterrado en la nieve, al pie de Underhill Road, y la barredora toda arruinada… puede enterrarlo cuando se le antoje, compañero. Si todos en esta ciudad de porquería no terminan cortados en pedacitos y vaciados y secos o cortados por la mitad. ¡Bah! —Otro eructo—. Estoy borracho como una cuba, abogado. Y seguiré así. Y después desaparezco de aquí. Al diablo con usted y con todo lo suyo —dijo Hardesty y cortó la comunicación.
Ricky dijo entonces:
—Hardesty se enloqueció y Sears ha muerto. —Stella se echó a llorar. Luego él y ella y Don se encontraron formando un círculo todos abrazados para consolarse en esa forma elemental—. Sólo quedo yo, Stella. Mi Dios, sólo quedo yo…
Tarde esa noche cada uno de ellos, Ricky y Stella en su dormitorio, Don en su cuarto de huéspedes, oyeron la música que recorría la ciudad con estrépito de trompetas y de saxofones que carraspeaban, la música agreste de la noche del espíritu, la música líquida del fondo subterráneo de los Estados Unidos. Y había en ella una cadencia adicional de regocijo y de libertad. La banda del doctor Pata de Cabra festejaba su triunfo.
5
Pasada Navidad hasta los vecinos dejaron de verse y los pocos optimistas que tenían aún planes para celebrar la noche del Año Nuevo los olvidaron sin hacer mayor ruido. Todos los edificios publicos seguían cerrados, como también la gran tienda de Young y la biblioteca, las farmacias y las iglesias y oficinas. En Wheat Row la nieve cubría las fachadas de las casas casi hasta las troneras de desagüe. Hasta los bares permanecían cerrados y el gordo Humphrey Stalladge se quedaba en su casa de madera a los fondos de la taberna jugando a las cartas con su mujer, pensando que cuando llegasen las barredoras de nieve del condado comenzaría a ganar más dinero que un Rockefeller, ya que nada atraía tanto a la gente a los bares como los malos tiempos. Y su mujer le decía que no hablase como un sepulturero y con ello la conversación languidecía y también el juego, durante un rato. Todos estaban enterados de lo sucedido a Sears James y a Omar Norris y lo que era peor que todo, sabían lo que había hecho Elmer Scales. Se tenía la sensación de que si uno permanecía bastante tiempo escuchando se oiría el silbido de la nieve decir que estaba esperándolo a uno para atraparlo, y transmitirle algún secreto terrible, un secreto capaz de convertir en tinieblas la vida de cualquiera. Algunos habitantes de Milburn despertaban a horas insólitas, las tres de la madrugada, por ejemplo, o las cuatro, y creían ver a uno de esos pobres chicos de Scales al pie de la cama, sonriéndoles: no identificaban bien al chico, pero tenía que ser Davey, o Butch o Mitchell. Y tomaban una píldora para volver a dormirse y olvidar el aspecto que tenía el pequeño Davey o quienquiera que fuese, con las costillas relucientes bajo la piel y el rostro escuálido reluciente también.
Por fin la ciudad se enteró acerca del sheriff Hardesty, de que estaba encerrado en su oficina con todos esos cadáveres en las celdas usadas como depósitos. Dos de los muchachos de Pegram tenían pequeños automóviles con patines para la nieve y merodeaban por la puerta de la oficina para ver qué hacía, y comprobar si estaba tan chiflado como afirmaba la gente. Una cara saturada de whisky se apretó contra la ventana cuando bajaban de sus vehículos. Hardesty levantó la pistola y la apuntó a los muchachos para que la viesen bien y les gritó que si no se quitaban esos malditos pasamontañas como máscaras y mostraban la cara, no les quedaría rostro que mostrar. La mayoría conocía a alguien con un amigo que había tenido que pasar delante de la oficina del sheriff y juraba que había oído a Hardesty gritarle a alguien, o bien gritar a solas, o en fin, a lo que fuese que se movía con tanta libertad en Milbum con ese tiempo, deslizándose dentro y fuera de sus sueños, regocijándose entre las sombras cada vez que volvían un instante la cabeza, lo que fuese capaz de explicar esa música oída por algunos aproximadamente a medianoche en Nochebuena…, música inexplicable que debería haber sonado jubilosa, pero estaba en realidad dolorosamente henchida de las emociones más sombrías que hubieran conocido. Apoyaban la cabeza en sus almohadas y se decían que era sólo la radio o bien una broma del viento. Se decían cualquier cosa, con tal de no creer que había algo allá afuera capaz de hacer un ruido tan aterrador.
Peter Barnes se levantó de la cama esa noche por haber oído la música e imaginó que esta vez los hermanos Bate y Anna Mostyn y el doctor Pata de Cabra de Don hacían una salida especial para atraparlo (pero sabía que había otra causa). Cerró su puerta con llave y volvió a meterse en la cama, tapándose los oídos con las manos. La música alocada era cada vez más fuerte, no obstante, y provenía de la calle, más y más estrepitosa.
Se detuvo directamente delante de su casa. Se cortó en mitad de un compás, como si hubiesen empujado el botón de un grabador. El silencio estaba más cargado de posibilidades que la música antes. Por fin Peter no pudo soportar ya la tensión y sin hacer ruido abandonó su cama y espió la calle por la ventana.
Allá abajo, donde en una época había visto a su padre dirigirse al trabajo con su aspecto regordete y eslavo, había una hilera de personas bajo una luna radiante. Nada pudo impedirle reconocer las figuras de pie en la nieve reciente en el punto donde debería haber estado la calle. Estaban parados allí, mirándolo con ojos entrecerrados y la boca abierta, los muertos de la ciudad y nunca habría de saber si estaban sólo dentro de su imaginación o bien si Gregory Bate y su benefactora habían confeccionado esas imágenes para conferirles luego movimiento, O finalmente, si la cárcel de Hardesty y una serie de tumbas se habían abierto para que saliesen caminando de ellas sus habitantes. Vio a Jim Hardie mirando con fijeza la ventana, al hombre de los seguros Freddie Robinson, al viejo doctor Jaffrey y a Lewis Benedikt y a Harlan Bautz, quien había muerto cuando estaba paleando nieve. Omar Norris y Sears James estaban junto al dentista. Peter sintió emoción al ver a Sears. Había adivinado que estaría allí cuando volvió a resonar la música. Una muchacha dio un paso detrás de Sears y Peter parpadeó al ver a Penny Draeger, con aquel rostro antes cautivante y lleno de vida tan impasible y muerto como los otros. Un grupiro de niños estaba de pie, silencioso, junto a un hombre con aspecto de espantapájaros y con una escopeta en la mano y Peter hizo un gesto con la cabeza, musitando el nombre «Scales». No lo había sabido. Y luego la multitud se dividió para abrirle paso a su madre.
No era el fantasma con aspecto de ser viviente que había visto en la playa de estacionamiento. Como los demás, su madre carecía del menor rastro de vida, estaba vacía aun de desesperanza. Parecía animarla tan sólo el ansia, un ansia que ocupaba un nivel por debajo de cualquier sentimiento. Con aspecto de escorzo al hallarse tan debajo del ángulo de visión de Peter, Christina se adelantó entre la nieve hasta el límite de su casa. Le extendió los brazos y su boca no se movió. Peter sabía que de aquella boca no podrían haber brotado palabras, ni tampoco de aquel cuerpo que no le pertenecía. Seguramente sólo había gemido, o gritado. Ella, ellos, todos le suplicaban que saliera, o bien suplicaban una tregua, o sueño… Peter se echó a llorar. Eran fantasmagóricos, pero no le causaban miedo. Parados allá abajo al pie de su ventana, tan lastimosamente vacíos, eran como seres meramente soñados. Los Bate y su benefactora los habían enviado, pero era a él a quien necesitaban. Con las lágrimas heladas en las mejillas, Peter se apartó de la ventana: eran tantos, tantos, tantos…
Se tendió de espaldas en la cama, contemplando el cielo raso con ojos muy abiertos. Sabía que se irían. ¿O bien al mirar por la mañana los encontraría allí todavía, congelados e inmóviles como muñecos de nieve? La música sonó ruidosamente otra vez, tan presente allí, de pronto, como un vivo corte de sangre y… sí, se alejarían, detrás del alegre ritmo del doctor Pata de Cabra.
Cuando cesó poco a poco la música, Peter se levantó de la cama y miró por la ventana. En efecto. Se habían ido. Ni siquiera habían dejado huellas sobre la nieve.
Bajó a la planta baja a oscuras. Al pie de la escalera vio una raya de luz que se filtraba por debajo de la puerta del cuarto de televisión. Con mucha suavidad, Peter empujó la puerta hasta abrirla.
La televisión mostraba un diseño de puntos que se movían, divididos por una barra que se levantaba muy despacio. El cuarto estaba saturado del olor pardusco del whisky. Su padre estaba reclinado en su sillón con la boca abierta, la corbata floja, la piel del rostro y del cuello grisácea y semejante a un pergamino. Respiraba con el ritmo suave de un niño. Una botella casi vacía, un vaso lleno en el cual se había derretido el hielo, estaban a su lado sobre la mesa. Peter se acercó al televisor y lo apagó. Agitó entonces el brazo de su padre con gran cariño.
—Mmmm. —Su padre abrió los ojos de expresión opaca y confusa—. Peter, oí música.
—Soñaste.
—¿Qué hora es?
—Cerca de la una.
—Estaba pensando en tu madre. Te pareces a ella, Peter. Mi pelo, su cara. Qué suerte… Podrías haberte parecido a mí.
—También yo estaba pensando en ella.
Su padre se levantó del sillón, se frotó las mejillas y dirigió a Peter una mirada de inesperada lucidez.
—Has crecido, Peter —dijo—. Es extraño. Lo acabo de ver… eres un hombre.
Lleno de vergüenza, Peter calló.
—No quise decírtelo antes. Esta tarde me llamó Ed Venuti… se enteró por la policía estatal. Elmer Scales… ¿Recuerdas al ranchero que vivía en las afueras de la ciudad? Tenía su hipoteca en nuestro banco. ¿El que tenía todos esos chicos? Ed dice que los mató a todos. Mató a todos los chicos y luego a su mujer y por último se suicidó. Peter, esta ciudad está perdiendo la razón. Está enferma, loca.
—Subamos —le dijo Peter.
6
Durante algunos días Milburn permaneció tan inmóvil como la partida de cartas después de que Humphrey Stalladge y su mujer pronunciaron una palabra que les pareció obscena a ambos. «Sepulturero» y «Tumbas» eran tema tabú, cuando todos en la ciudad conocían bien o estaban emparentados con los cadáveres cubiertos por sábanas en la cárcel. La gente se instaló delante de sus televisores a comer pizza sacada de la congeladora, rezando al mismo tiempo por que las líneas de energía no se derrumbasen. Evitaban encontrarse. Si uno miraba al exterior y veía al vecino luchando en su jardín para poder llegar a la puerta de su casa, éste adquiría un aspecto ultraterreno, convertido por el esfuerzo en la versión harapienta e hirsuta del hombre de fronteras que podría haber sido. Y uno estaba seguro de que atacaría a cualquiera que amenazase tocar su reserva de alimentos, cada vez menor. Lo había tocado aquella música salvaje de la cual uno había tratado de escapar y si miraba por el ventanal de vidrio doble sus ojos apenas eran los de un ser humano.
Y si el bueno del viejo Sam (subgerente del taller de reparación de neumáticos de Horn y excelente jugador de poker) o el bueno del viejo Ace (capataz jubilado de la fábrica de calzado de Endicott y hombre aburridísimo, a pesar de haber hecho estudiar medicina a su hijo) no estaban afuera, tratando de atraer la mirada de uno con una expresión hambrienta que significaba quítame los ojos de encima, canalla, era peor todavía, ya que lo que uno miraba no tenía aspecto amenazante sino de muerto. Las calles intransitables, salvo a pie, los montículos de tres o cuatro metros de altura, el constante agitarse de los copos blancos en el aire, un cielo torvo. Las casas en Haven Lane y en la avenida Melrose parecían vacías, con los cortinados corridos contra la desolación del exterior. En la ciudad la nieve se amontonaba en los techos y cubría las calles; las ventanas reflejaban una helada quietud. Milburn tenía un aspecto como si todos en la ciudad estuviesen inmóviles bajo una sábana en alguna de las celdas de Hardesty. Y cuando alguien como Clark Mulligan o Rollo Draeger, quienes habían vivido toda su vida en Milburn, contemplaba el espectáculo, un glacial susurro del viento le rozaba el corazón.
Eso era durante el día. Entre Navidad y el día de Año Nuevo la gente común de Milburn, los que nunca habían oído hablar de Eva Galli o de Stringer Dedham y asociaban la Chowder Society, si acaso alguna vez pensaban en ella, con una colección de piezas de museo, terminaron retirándose a la cama más y más temprano, a las diez, luego a las nueve y media, porque la idea de aquel tiempo horrible afuera les daba ganas de cerrar los ojos y no volver a abrirlos hasta el amanecer. Si los días eran amenazadores, las noches eran feroces. El viento rugía alrededor de las esquinas de las casas, sacudiendo persianas y ventanas dobles y dos o tres veces por noche una violenta ráfaga se aplastaba contra las paredes como una ola inmensa y con fuerza suficiente para hacer temblar todas las luces. Y a menudo sentía la gente común de Milburn que mezcladas con todos esos golpes y silbidos afuera había voces, voces que no podían contener su regocijo. Los muchachos Pegram oyeron algo que golpeaba la ventana de su dormitorio y por la mañana vieron las huellas de pies desnudos sobre un montículo de nieve. El pobre Walter Barnes con su duelo no era el único en Milburn que hallaba que la ciudad entera estaba perdiendo la razón.
El último día del año el alcalde pudo comunicarse por fin con sus tres colaboradores y les dijo que tenían que sacar a Hardesty de la oficina e internarlo en un hospital. El alcalde temía que muy pronto comenzara el saqueo de los comercios, a menos que se consiguiese despejar la nieve de las calles. Nombraría sheriff a Leon Churchill. Era el más grande y el más tonto de los miembros de la policía, el más indicado para obedecer órdenes. Dijo luego a éste que si no arreglaba la máquina barredora de nieve de Omar Norris él mismo y comenzaba a limpiar las calles, perdería su empleo para siempre. Así pues el día de Año Nuevo Leon Churchill fue a pie al garaje municipal y descubrió que los daños de la máquina no eran tan grandes como había supuesto. El gran automóvil de Sears James había doblado algunas de las chapas, pero funcionaba aún. Esa mañana sacó la barredora y durante la primera hora de trabajo llegó a sentir mayor respeto por Omar Norris que el que nunca había abrigado por el alcalde.
Pero cuando los policías llegaron a la oficina del sheriff, todo lo que encontraron fue un cuarto vacío y un catre maloliente. Walt Hardesty había desaparecido en algun momento en los cuatro días últimos, dejando alli seis botellas de whisky vacías, pero ningún mensaje, ni tampoco dirección a donde fuese posible ponerse en contacto con él, nada, sin duda, que revelase el pánico físico que sintió una noche cuando levantó la cabeza que había tenido apoyada sobre el escritorio para servirse otro trago y oyó más ruidos del fondo de las celdas. Al principio le pareció como si fuera una conversación y luego como el ruido que hace el carnicero al golpear un trozo de carne cruda sobre el mostrador. No esperó hasta que quienquiera que estuviese alli se acercase por el pasillo, sino que se puso el sombrero y la chaqueta y salió a la intemperie. Llegó hasta la escuela secundaria antes de que una mano le aferrara el codo y una voz tranquila le dijera al oído:
—¿No es hora ya de que nos conozcamos, sheriff? —Cuando el tractor de Leon lo dejó al descubierto, Walter Hardesty parecía un trozo de marfil tallado, una estatua de tamaño natural de un hombre de noventa años.
7
Si bien la estación meteorológica predijo mayores nevadas durante la primera semana de enero, no nevó durante dos días. Humphrey Stalladge abrió su taberna y trabajó solo todo el día. —Anna y Anni, en el campo todavía, estaban cercadas por la nieve— y comprobó que los negocios marchaban tan bien como había predicho. Vivió largas jornadas, trabajando dieciséis o diecisiete horas y cuando llegó su mujer para preparar hamburguesas, le dijo:
—Muy bien. Por fin limpiaron las carreteras, de modo que la gente puede conducir otra vez sus automóviles y el primer lugar a donde vienen es al bar. Y aquí se quedan todo el día. ¿Tiene algún sentido para ti?
—Tú lo has dicho —dijo ella tan sólo.
—De todos modos, es tiempo propicio para beber —comentó Humphrey.
¿Tiempo propicio para beber? Más que eso. Don Wanderley, quien se dirigía con Peter Bames a casa de Ricky Hawthorne, hallaba que aquel día gris, todavía de una frialdad brutal, era como el tiempo que reina dentro de la mente de un ebrio. No contenía ninguno de los misteriosos chispazos de sol que había observado en Milburn a principios del invierno. No brillaban las columnas de las puertas de entrada ni las chimeneas, ni tampoco saltaba de pronto a la vista ningún color. No existía ninguno de esos trucos de mago. Todo lo que no era blanco era borroso en aquel tiempo gris y empecinado. Al no existir sombras y con el sol siempre oculto, todo parecía sumido en intensa penumbra.
Don miró por sobre el hombro en dirección al paquete enrollado sobre el asiento de atrás. Sus pobres armas, halladas en casa de Edward. Eran de una simplicidad casi infantil. Ahora que tenía un plan y que los tres iban a luchar, hasta el tiempo deprimente parecía anunciar su derrota. El, un muchacho tenso de diecisiete años y un viejo muy resfriado: por un instante todo le pareció cómico, imposible. Pero sin ellos tres, no podía vivir la esperanza tampoco.
—El policía este no limpia tan bien como Omar —comentó Peter a su lado. Habló simplemente para cortar el silencio, pero Don hizo un gesto afirmativo. El chico tenía razón. Le costaba a ese policía mantener la barredora en un nivel constante y cuando terminaba de barrer una calle, ésta mostraba el aspecto de una serie de terrazas. Las variantes de ocho o diez centímetros en la superficie de la calle hacían sacudirse el automóvil como si fuera uno de los tranvías que recorren las ferias rurales. En cada lado de la calle veían los buzones inclinados en ángulos curiosos sobre los montículos de nieve. Churchill los había tocado con el borde de la barredora.
—Esta vez vamos a hacer algo —afirmó el muchacho y dio al comentario una inflexión que lo hizo sonar a medias como una pregunta.
—Lo intentaremos —dijo Don, mirándolo. Peter parecía un joven soldado que hubiese presenciado una docena de encuentros en dos semanas. Bastaba mirarlo para apreciar la amargura de toda la adrenalina que debía haber segregado.
—Estoy preparado —aseguró Peter y a la vez que Don percibió la firmeza en el tono, percibió asimismo los nervios tensos y se preguntó si el muchacho que tanto más que él y Ricky había hecho ya, podría soportar mucho más.
—Espera hasta oír lo que tengo pensado —le dijo Don—. Quizá no quieras intervenir. Y no me importaría, Peter. Yo sabría comprender.
—Estoy preparado —repitió el muchacho y Don sintió cómo temblaba—. ¿Qué vamos a hacer?
—Volveremos a la casa de Amia Mostyn —repuso Don—. Te lo explicaré en casa de Ricky.
Peter dejó escapar un profundo suspiro.
—Estoy siempre preparado —repitió.
8
—Era parte del mensaje en la cinta de Alma Mobley —dijo Don. Ricky estaba inclinado hacia adelante en su sofá y no miraba a Don, sino la caja de pañuelos de papel delante de sí. Peter Barnes lo observó un instante y se volvió otra vez, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá. Stella Hawthorne había desaparecido hacia el piso alto, pero no sin haber dirigido a Don una mirada llena de advertencias.
—Era un mensaje para mí y yo no quise que nadie más lo soportase —explicó Don—. Especialmente, tú, Peter. Los dos pueden imaginar el tipo de cosa que era.
—Guerra psicológica —observó Ricky.
—Sí. Pero he pensado en algo que ella dijo. Algo… démosle este solo nombre. Podría explicar dónde está. Creo que tuvo la intención de que fuese una pista, o un indicio, o como prefieran llamarlo.
—Prosiga —le dijo Ricky.
—Dijo que nosotros… los seres humanos… estamos a merced de nuestra imaginación, y que si deseamos buscarla, o buscar a cualquiera de ellos, debemos buscar en los lugares de nuestros sueños. En los lugares que imaginamos.
—En los lugares de nuestros sueños —repitió Ricky—. Comprendo. Quiso decir la calle Montgomery. Bien. Debí haber sabido que no habíamos terminado con esa casa. —Peter extendió un brazo por el borde del respaldo del sofá y se hundió algo más en el asiento:— Rechazo. Con toda intención no te llevamos con nosotros la primera vez que fuimos allá —dijo Ricky a Peter—. Desde luego ahora tienes mayores motivos aún para no desear ir. ¿Qué opinas?
—Tengo que ir —repuso Peter.
—Tiene que ser lo que ella quiso decir —continuó Ricky al tiempo que estudiaba disimuladamente al muchacho con los ojos—. Sears, Lewis, John y yo tuvimos todos sueños relacionados con esa casa. Soñábamos con ella casi todos los días y eso duró cerca de un año. Y cuando Sears, Don y yo fuimos allí, cuando encontramos a tu madre y a Jim, ella no nos atacó físicamente, pero atacó nuestra imaginación. Si en algo te consuela, la sola idea de volver me provoca un miedo horroroso.
Peter hizo un gesto de comprensión.
—Desde luego —dijo—. Por fin, como si la admisión por parte de otro del miedo que sentía le diese algún valor, se inclinó hacia adelante. ¿Qué tiene el paquete, Don?
Don se inclinó y levantó la frazada arrollada junto al asiento.
—Son dos cosas que encontré en la casa. Es posible que nos sean útiles.
—Después de poner el rollo sobre la mesa, los abrió. Los tres vieron entonces el hacha de mango largo y el cuchillo de caza que estaban ahora visibles sobre la frazada.
—Pasé la mañana afilándolos y aceitándolos. El hacha estaba oxidada… Edward la usaba para cortar leña. El cuchillo es regalo de un actor.
Lo utilizó en una película y se lo dio a mi tío cuando publicaron el libro sobre él. Es un hermoso cuchillo.
Peter se inclinó para tomarlo.
—Es pesado —observó yio volvió entre las manos. Tenía una hoja de veinte centímetros con una curva cruel en la punta y una ranura en toda su longitud y el mango estaba tallado a mano. Era obvio que había sido diseñado con un único fin, el de matar. Pero no, recordó Don. Ese era sólo su aspecto, no lo que era. Había sido hecho para la mano de un actor, para que se lo fotografiase bien. En cambio junto a él, el hacha tenía un aspecto brutal y torpe.
—Ricky tiene su propio cuchillo —dijo Don—. Peter, tú puedes llevar éste. Yo llevaré el hacha.
—¿Vamos allá ahora mismo?
—¿Qué objeto tiene esperar?
—Un momento —dijo Ricky—. Iré arriba a decirle a Stella que salimos. Le diré que si no volvemos dentro de una hora, debe llamar a quienquiera que esté en la oficina del sheriff ahora y pedir que envíen un patrullero a la casa de Robinson. —Dicho esto salió y se lo oyó subir la escalera.
Peter volvió a inclinarse para tocar el cuchillo.
—No llevará una hora —comentó.
9
—Entraremos otra vez por los fondos —señaló Don a Ricky, inclinándose para hablarle junto al oído. Estaban en la puerta de la casa. Ricky asintió—. Habrá que moverse sin hacer ruido.
—No te preocupes por mí —le dijo Ricky. Su voz era la de un hombre más viejo y más cansado que en otras ocasiones—. ¿Sabes que yo vi la pelicula donde usaban ese cuchillo? Una gran escena… una escena sobre el proceso de templar la hoja. El hombre que lo hizo fundió un pedazo de asteroide, o de meteoro que tenía… lo utilizó para hacer el cuchillo. Se suponía que tenía… —Ricky calló y respiró con esfuerzo un instante, para estar seguro de que Peter Barnes lo escuchaba— …que tenía cualidades especiales. La sustancia más dura que hubiese visto nadie nunca. Como magia. Del espacio. —Ricky sonrió—. Típico disparate del cine. Pero con todo, parece un cuchillo muy bueno.
Peter lo sacó del bolsillo de su abrigo «Montgomery» y por un segundo cada uno de ellos, casi avergonzados de encontrarse en medio de un acto tan infantil, volvió a mirarlo bien.
—El espacio ultraterrestre hizo milagros para el coronel Bowie en sus luchas —dijo Ricky—. Por lo menos, en la película.
—Bowie… —comenzó a decir Peter, al recordar algo relativo a un curso de historia de la escuela primaria, pero de pronto cerró la boca y calló. Bowie murió en la batalla de Alamo. Tragó saliva, movió la cabeza y se volvió hacia la casa de Galli. Era lo que debería haber aprendido de Jim Hardie, que la mejor magia reside en el esfuerzo humano, exclusivamente, mientras que la mala magia puede provenir de cualquier origen.
—Vamos —dijo Don y miró con atención a Peter para asegurarse bien de que tendría tacto suficiente como para no hacer el menor ruido.
Apartaron la nieve de la puerta de los fondos con las manos para poder abrirla y luego, avanzando en silencio y en fila india, entraron. Para Peter la casa parecía casi tan oscura como durante la noche en que entraron en ella con Jim Hardie. Sólo en el momento en que Don lo precedió por la cocina tuvo la seguridad de poder dar ese primer paso dentro de la casa. Aun entonces, temió por un instante desmayarse, o lanzar un grito… las tinieblas de la casa parecían susurrar a su alrededor.
Una vez en el vestíbulo, Don les señaló la puerta del sótano, Ricky y él sacaron sus cuchillos y Don abrió la puerta. El escritor los condujo en silencio por los escalones de madera que bajaban al subsuelo.
Peter supo inmediatamente que esto y la llegada al descansillo de la escalera serían la peor parte para él. Miró un instante debajo de la escalera y lo único que vio fue una telaraña que flotaba. Luego él y Don se aproximaron muy despacio a la caldera con brazos de pulpo, mientras Ricky se alejaba hacia el lado opuesto del sótano. Sopesó el cuchillo, era grande, afilado y macizo, y aun cuando sabía que muy pronto tendría que mirar el lugar donde Sears había descubierto los cuerpos de su madre y de Jim Hardie, sabía asimismo que no se desmayaría, ni gritaría, ni haría nada digno de un chico. El cuchillo parecía comunicarle algo de su eficacia.
Llegaron al sector sumido en sombras más profundas junto a la caldera. Don se metió sin vacilar detrás de ella y Peter lo siguió, aferrando con toda su fuerza el mango del cuchillo. Hay que cortar hacia arriba, se dijo al recordar una vieja historia de aventuras. Si bajas la hoja, es más fácil que te la quiten. Entonces vio acercarse a Ricky, encogiéndose ya de hombros, desde el otro lado del sótano.
Don bajó el hacha. Los dos miraron debajo del banco de carpintero junto a la pared más próxima. Peter se estremeció, pues era alli donde habían estado los cuerpos. Sin duda no había nada allí ahora. Lo adivinó por la forma en que Don y Ricky se irguieron. No había saltado de allí ningún Gregory Bate, listo para empezar a hablarles… ni siquiera había manchas de sangre. Peter intuyó que los dos hombres aguardaban a que él se moviera. Se inclinó con viveza y miró por segunda vez debajo del banco. Sólo una pared de cemento sumida en las sombras y un piso de cemento gris. Se irguió otra vez.
—Al piso alto, ahora —susurró Don y Ricky hizo un gesto afirmativo.
Cuando llegaron a la mancha marrón en el descansillo Peter aferró aún más fuerte el cuchillo y tragó saliva. Miró por sobre su hombro para asegurarse de que Bate no estaba de pie allá abajo, con su peluca rizada de Harpo Marx y sus anteojos negros, sonriéndoles. Luego escudriñó el tramo siguiente de la escalera. Ricky Hawthorne se volvió para interrogarlo en silencio por medio de una mirada afectuosa. Peter hizo un gesto que expresaba «Estoy bien» y avanzó sigilosamente detrás de los dos hombres.
Fuera del primer dormitorio en la planta alta de la casa Ricky se detuvo e hizo otro gesto afirmativo. Peter sopesó su cuchillo. Tal vez fuese el cuarto con el cual habían soñado los viejos, cualquiera que fuese el significado de esto. Pero era además el cuarto donde había encontrado a Freddy Robinson, el cuarto donde podría haber muerto. Don se adelantó a Ricky y apoyó firmemente la mano en el picaporte. Ricky lo miró, apretó los labios y le hizo otro gesto de que abriera la puerta. Cuando Don lo hizo, Peter vio de pronto el hilo de sudor que corría por el rostro del escritor, tan súbito como un brote de vertiente y todo en su interior pareció secarse. Don atravesó con paso rápido el umbral, levantando el hacha al mismo tiempo. Las piernas de Peter lo llevaron sin que él supiese cómo dentro del cuarto, como si tirase de él una cuerda invisible.
Percibió el dormitorio como en una serie de imágenes instantáneas. Don junto a él, agazapado, con el hacha a su lado, una cama vacía, un piso polvoriento, una pared desnuda, la ventana que había forzado para saltar hacía siglos, Ricky Hawthorne de pie junto a él, boquiabierto, con la mano extendida y el cuchillo en ella, como si estuviese por regalarlo, una pared con un espejito. Un dormitorio vacío.
Don bajó el hacha y poco a poco la tensión se disipé en su rostro. Ricky comenzó a recorrer el cuarto, como si necesitase revisar cada centímetro antes de poder convencerse de que Anna Mostyn y los Bate no estaban ocultos en él. Peter advirtió entonces que sostenía el cuchillo muy flojo a un costado del cuerpo y ello le indicó que se había aflojado él mismo. El cuarto no ofrecía peligro. Y si el cuarto no ofrecía peligro, tampoco lo ofrecía la casa. Miró a Don, quien curvé apenas los labios en una levísima sonrisa.
Y entonces se sintió un idiota, por estar en ese cuarto sonriéndole a Don y dio un paso para controlar a su vez los puntos revisados ya por Ricky Hawthorne. Nada bajo la cama. Un armario empotrado vacío. Se acercó a la pared más alejada. Sentía un músculo tenso en la parte baja de la espalda, que luego se aflojó de pronto. Peter rozó con los dedos la pared: fría. Y sucia. Tenía polvillo gris en los dedos. Dirigió una mirada al espejo.
Con un grito cuya intensidad le chocó, la voz de Ricky Hawthorne llegó hasta él desde el lado opuesto del cuarto:
—¡El espejo no, Peter!
Pero era ya demasiado tarde. Lo había rozado una brisa proveniente de lo más hondo del espejo y sin pensar, Peter se volvió para mirarlo con mayor atención. Su propio rostro estaba disolviéndose hasta ser sólo un pálido contorno y debajo de él, en el lado opuesto, subiendo lentamente como en el agua, estaba el rostro de una mujer. No la conocía, pero la miró como si estuviese enamorado de ella: ligeras pecas, pelo de un suave tono rubio, ojos brillantes y de expresión tierna, la boca dibujada con la expresión más suave que hubiese visto jamás. La imagen tocó toda la tensión que sentía, todas sus sensaciones, y vio cosas en aquel rostro que estaba seguro de no comprender, promesas, cantos, traiciones que no habría de vivir en años. Sintió todo el provincialismo y la superficialidad de sus propias relaciones con las muchachas que había conocido, besado, tomado y vio que las zonas de sus vivencias con las mujeres nunca habían sido suficientes, nunca completas. Y con una ola de ternura, en medio de una nube de emoción, oyó que ella le hablaba. Mi hermoso Peter. Quieres ser uno de nosotros. Eres ya uno de nosotros. Peter no se movió ni habló, pero su gesto fue un «Sí». Y también son nuestros tus amigos, Peter. Puedes vivir a través del tiempo cantando esa sola canción que es mi canción… puedes estar conmigo y con ellos para siempre, moviéndote como una canción. Usa el cuchillo, Petar, ya sabes cómo, úsalo bien. Usa el cuchillo, levántalo, levanta el cuchillo y vuélvete…
Estaba blandiendo el cuchillo cuando el espejo comenzó a caer, hablando aún con tono musical, si bien ya no lo oía tan bien, a causa del ruido de un golpe y una voz cerca de su propia cabeza: el espejo cayó al suelo y se quebró.
—Fue un truco, Peter —le decía Ricky—. Debí habértelo advertido antes, pero temía decir nada —su rostro y sus ojos llenos de experiencia estaban junto al de Peter y éste, al mirarlo a su vez con una expresión anonadada, vio en un primer piano, casi surrealista, el doble nudo de la corbata de lazo de Ricky—. Fue un truco —repitió éste. Peter se estremeció y lo abrazó.
Cuando se separaron, Peter se inclinó hacia las dos mitades del espejo y colocó la palma sobre una de ellas. Una brisa deliciosa (La canción que es mi canción) se levantó desde el vidrio. Sintió, o bien intuyó que Ricky se ponía rígido junto a él. Apenas visible bajo su mano, había la mitad de una boca de contornos tiernos. Hundió el taco en el espejo quebrado y repitió el gesto una y otra vez, hasta que el espejo plateado quedó reducido a un rompecabezas disperso en el suelo.
10
Quince minutos más tarde habían vuelto al automóvil y se dirigían lentamente hacia el centro de la ciudad, siguiendo el trayecto caprichoso y lleno de rodeos de las calles barridas.
—Quiere hacernos como Gregory y Fenny —afirmó Peter—. Es lo que quiso decir. «Vivir a través del tiempo». Quiere convertirnos en esos seres.
—No tenemos por qué permitirlo —dio Don.
—Usted habla con tanto valor, a veces —observó Peter, agitando la cabeza—, pero ella dijo que yo era ya uno de ellos. Porque cuando vi a Gregory transformarse en… usted sabe… él dijo que él era yo. Fue como Jim. Moverse todo el tiempo. Sin detenerse. Sin dudar.
—Y a ti te gustaba esa cualidad de Jim Hardie —dijo Don. Peter asintió. Tenía el rostro surcado de lágrimas—. A mí también me habría gustado —observó Don—. La energía siempre atrae.
—Pero ella sabe que yo soy el eslabón débil —continuó Peter y se llevó las manos a la cara—. Trató de usarme y casi le dio resultado. Podría usarme para destruirlo a usted y a Ricky.
—La diferencia entre tú… entre todos nosotros… y Gregory Bate —dijo Don— es que Gregory deseaba que lo usaran. Lo eligió. Lo buscó.
—Pero ella casi me lo hizo elegir a mí —insistió Peter—. ¡Cuánto los odio!
Ricky habló entonces desde el asiento de atrás.
—Se llevaron a tu madre, a la mayor parte de mis amigos y al hermano de Don, Peter. Todos los odiamos. Podría hacernos a cualquiera de nosotros lo que te hizo a ti allá.
Mientras Ricky hablaba con tono reconfortante desde su asiento, Don no dejaba de conducir, sin preocuparse ya de reparar en la desolación provocada por la nieve. En menos de una hora nevaría otra vez, o por lo menos en menos de uno o dos días como máximo, y Milburn quedaría entonces completamente aislada del mundo exterior, como dentro de una cárcel. Una nevada intensa más y se produciría una ola de muertes que se llevaría a la mitad de los pobladores.
—Detén el auto —dijo Peter de pronto—. Detento —dijo y se echó a reír—. Sé dónde están. El lugar de los sueños. —La risa de Peter era estridente y temblorosa y partía como una espiral de la histeria del muchacho—. ¿No dijo ella «el lugar de los sueños»? ¿Y cuál es el único lugar de Milburn que permaneció abierto durante todas las tormentas de nieve?
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Don, volviéndose para mirar a Peter. El rostro de éste se veía de pronto abierto, seguro de sí mismo.
Frente a ellos, en la calle y en gigantescas letras de neón, decía:
RIALTO
Y abajo, en letras más pequeñas, había una última muestra del ingenio de Anna Mostyn:
NOCHE DE LOS MUERTOS VIVIENTES
11
Por centésima vez Stella miró su reloj y luego se levantó para ver qué hora daba el que estaba sobre la chimenea. Estaba tres minutos adelantado, como siempre. Hacía treinta o treinta y tres minutos que Ricky y los otros habían partido para alguna parte. Creía saber cómo se había sentido Ricky aquella mañana de Navidad… que si no salía de la casa y entraba en acción, sucedería algo terrible. Y ahora Stella sabía que si ella no iba a la casa de Robinson a toda prisa, Ricky se encontraría en un peligro enorme. Le había dicho que les diese una hora, pero evidentemente era demasiado tiempo. Lo que fuese que había asustado a Ricky y al resto de la Chowder Sociery se encontraba en aquella casa, aguardando para volver a atacar. Stella jamás se habría descrito a sí misma como feminista, pero hacía mucho tiempo que sabía que los hombres están persuadidos de que todo tienen que hacerlo ellos. Las Milly Sheehan se encerraban con llave y sufrían alucinaciones, o lo que fuese, cuando sus hombres las dejaban o morían. Si alguna catástrofe inexplicable se llevaba a sus hombres, permanecían acurrucadas y muertas de miedo en una pasividad propia de mujeres y esperaban así la lectura del testamento.
Ricky había supuesto, sencillamente, que ella no servía para ir con ellos. Hasta un chico les era de mayor utilidad que ella. Volvió a mirar su reloj y vio que había transcurrido un minuto más.
Del armario empotrado de abajo retiró un abrigo, se lo puso y luego volvió a quitárselo, por haber decidido que después de todo, probablemente no podría serle útil a Ricky.
—Qué tontería —dijo en voz alta y sacando otra vez el abrigo, se lo puso y salió.
Por lo menos no nevaba en aquel momento y Leon Churchill, que la miraba con admiración desde que era un niño de doce años, había despejado algunas de las calles. Len Shaw, de la estación de servicio, otra conquista lograda por control remoto, había despejado su propia senda de acceso tan pronto como pudo llegar su tractor a la casa de los Hawthorne. En un mundo carente de justicia, Stella no vacilaba nunca en aprovechar su belleza para sus fines. Puso en marcha el automóvil sin dificultades (Len, señalaba StelIa, había consagrado una atención casi erótica al motor del Volvo) y salió por el sendero hasta la calle.
Una vez hecha la decisión de ir allá, Stella tenía una prisa casi frenética por llegar a la calle Montgomery. El acceso directo era imposible a causa de algunas calles bloqueadas y aceleró para internarse luego en la red enmarañada de calles barridas por Leon. Se quejó casi en voz alta al advertir que el trayecto estaba llevándola a las inmediaciones de la escuela secundaria. Desde alli tendría que cortar camino por School Road hasta Harding Lane y luego pasar a Lone Pine Road, volviendo por donde había pasado ya, hasta dirigirse por fin a Candlemaker Street después del cine Rialto. Con este mapa intrincado en la memoria, Stella llevó el automóvil a una velocidad casi normal. Los hoyos y elevaciones dejados por el manejo del tractor barrenieve por parte de Churchill la hacían saltar contra el volante, pero dobló la esquina de School Road a buena velocidad, sin advertir en aquella penumbra espesa como lana que el nivel de la calzada bajaba de pronto unos veinte centímetros. Cuando el frente del automóvil chocó contra la nieve acumulada y compacta, empujó el acelerador hasta el fondo, tratando de pensar siempre en las calles que la llevarían a Montgomery Street una vez que saliera de Candlemaker Street.
La parte posterior del automóvil patinó hacia un costado, golpeó un cerco de metal y un buzón y luego siguió girando hasta que Stdlla se encontró atravesada en el medio de la calle. Llena de pánico, maniobró desesperadamente con el volante en el instante mismo en que el vehículo se hundía en otra de las terrazas excavadas por Churchill. El automóvil se inclinó sobre un lado, las ruedas giraron en el aire y por fin tocó sin haberse detenido, el cerco metálico.
—¡Maldición! —dijo Stella y con las manos apretadas sobre el volante respiró hondo, para obligarse a dejar de temblar. Abrió la puerta y miró. Si se deslizaba despacio del asiento y bajaba las piernas estaría aún a un metro del suelo. El automóvil podía quedar donde estaba, y por otra parte, no había alternativa. Tendría que llamar un camión de auxilio para que lo retirase del cerco. Stella extendió las piernas hasta que quedaron colgando fuera de la puerta abierta, respiró hondo otra vez y saltó del asiento.
Cayó con fuerza, pero logró mantenerse de pie y echó a andar por School Road sin mirar una sola vez hacia atrás en dirección al automóvil. La puerta abierta, la llave colocada, apoyado en el cerco como un juguete de trapo… tendría que llegar hasta donde se encontraba Ricky. Frente a ella y a medio kilómetro de distancia en la calle, la escuela secundaria era una nube vaga de color marrón oscuro.
Acababa de caer en la cuenta de que tendría que pedir que la llevase alguien cuando a sus espaldas, entre el borrón de niebla gris, apareció un automóvil azul. Por primera vez en su vida, Stella Hawthorne se volvió para enfrentar el automóvil que se aproximaba y levantó el pulgar.
El vehículo azul se acercó y aplicó los frenos. Cuando estuvo ya casi junto a ella, Stella bajó el brazo y cuando se inclinó para mirar dentro del automóvil vio a un hombre rechoncho que se inclinaba y le dirigía una mirada cordial. Inclinado sobre el asiento abrió la puerta del lado de ella y dijo:
—Está contra mis principios. Pero tiene aspecto de necesitar que la lleven.
Stella entró en el automóvil y se apoyó en el respaldo, olvidando por un instante que el comedido hombrecito no podría adivinar lo que pensaba. En seguida reanudaron la marcha y Stella dijo: —Ah, por favor, discúlpeme, pero tuve un accidente y todavía estoy confusa. Tengo que…
—Por favor, señora Hawthorne —dijo el hombre y volviéndose hacia ella, le sonrió—. No pierda el tiempo en hablar. Me imagino que iba a Montgomery Street. No se moleste. Fue todo un error.
—¿Me conoce usted? —le preguntó Stella—. Pero ¿cómo sabía que…? El hombre la hizo callar cuando extendiendo un brazo con la agilidad de un boxeador, la aferró del pelo.
—Despacio —dijo y la voz, antes tan tímida y cordial como correspondía al aspecto de su dueño, se volvió ahora la más baja que Stella hubiese oído jamás.
12
Don fue el primero de ellos que vio el cuerpo de Clark Mulligan. El dueño del teatro estaba doblado sobre la alfombra detrás del mostrador de venta de golosinas, otro cadáver con los signos de los apetitos de los Bate.
—Es verdad, Peter —dijo—. Tienes razón. Están adentro.
—¿El señor Mulligan? —preguntó Peter en voz baja.
Ricky se acercó al mostrador y miró por encima de él.
—No, no —dijo y sacó el cuchillo del bolsillo de su abrigo—. No sabes aún si lo que intentamos hacer es posible, ¿no? Dentro de lo que sabemos, bien puede ser que debamos utilizar púas de madera, o balas de plata, o fuego, o…
—No —interrumpió Peter—. No necesitamos ninguna de esas cosas. Tenemos todo lo que nos hace falta aquí mismo. —El muchacho estaba muy pálido y evitó mirar por arriba del mostrador hacia donde estaba el cuerpo de Mulligan, pero la determinación retratada en su rostro no se parecía a nada de lo que había visto Don hasta entonces: era la negación del temor—. Era así como mataban a los vampiros y a los hombres lobos… lo que imaginaban ser vampiros y hombres lobos. Podrían haber utilizado cualquier cosa. —Directamente ahora, desafió a Don—: ¿No es lo que piensa usted?
—Sí —repuso Don, sin agregar que una cosa era representar una teoría en un cuarto confortable y otra, arriesgar la vida en nombre de ella.
—Yo, también —dijo Peter. Sostenía el cuchillo con la hoja para arriba y tan rígido que Don sentía casi la tensión de los músculos hasta el brazo mismo del muchacho—. Vamos —agregó—. Sé que están adentro.
En aquel momento habló Ricky, para decir lo que era obvio.
—No tenemos alternativa.
Don levantó su hacha y retuvo la cabeza bien apretada contra el pecho pasando luego sin hacer ruido por las puertas que llevaban a la platea. Los otros dos lo siguieron.
En el recinto a oscuras se apretó bien contra la pared, al caer en la cuenta de que no había pensado en la posibilidad de que se estuviese proyectando una película en ese momento. Por la pantalla se movían siluetas gigantescas que aullaban y destrozaban. Los Bate debían de haber matado a Mulligan algo menos de una hora antes de haber llegado al teatro ellos tres. Clark había colocado el rollo de película, puesto en marcha el proyector como lo había hecho siempre durante las tormentas de nieve y bajado luego, para encontrarse con Gregory y Fenny esperándolo en el vestíbulo. Don se desplazó de costado junto a la pared buscando movimiento en las butacas que tenía al frente.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, vio tan sólo los respaldos redondeados desplegándose hilera tras hilera. El sonido de la película le llenaba la cabeza de gritos y alaridos. Estaba siendo exhibida a un auditorio vacío. Y de todos los espectáculos que les había brindado su enemigo, Don hallaba que sin duda éste era el más extraño de todos… los horrores de la pantalla, el tumulto de voces y de música en oleadas sucesivas entre la oscuridad, todo ello sobre aquellas butacas vacías. Miró de reojo a Peter Barnes y aun en la oscuridad vio la expresión decidida en su rostro. Señaló el pasillo más apartado de ellos. Luego se inclinó hacia adelante, para ver a Ricky, quien era sólo una sombra contra la pared y le hizo un gesto, indicando el ancho pasillo central. En seguida Peter se alejó hacia el otro costado de la sala. Ricky se dirigió más despacio hacia el centro y verificó la posición de Peter y de Don antes de inclinarse, para asegurarse de que Gregory y Fenny no estaban ocultos en esa fila. Luego todos avanzaron, revisando cada hilera sucesivamente.
«¿Si Ricky los descubre?» pensó Don. «¿Podremos llegar junto a él con tiempo para salvarlo? Está muy expuesto allí en ese espacio abierto…
Pero Ricky, sosteniendo su cuchillo a un costado del cuerpo, pasó al pasillo central y miró calmosamente hacia ambos lados como si hubiese perdido su entrada y estuviese buscándola. Actuaba con tanta minuciosidad como si hubiese estado en la casa de Anna Mostyn.
Don se movía siguiendo a los otros, tratando de ver en la oscuridad entre las filas de butacas. Envolturas de caramelos, papeles, lo que parecía ser la acumulación de polvo de todo el invierno, filas de asientos, algunos rotos, algunos reparados con cinta plástica, unos cuantos en cada hilera con los brazos quebrados y en medio de cada hilera, un pozo de tinieblas que parecía querer atraerlo, aspirarlo. Sobre su cabeza y al frente, la película mostraba una serie de imágenes que Don captaba como cuadros desconectados cada vez que miraba desde el piso de la sala. Cadáveres levantándose de sus tumbas, automóviles que viraban a una velocidad peligrosa por las esquinas, el rostro desolado de una muchacha… Don miró hacia la pantalla y creyó por un instante estar viendo una película sobre él mismo en el sótano de Anna Mostyn.
Pero, no, desde luego que no era así. La esccna era sólo parte de la película con un hombre que no se parecía a él en un sótano que tampoco se parecía al de Anna. La familia de la película se había atrincherado en un sótano y la atmósfera resonaba con el ruido de puertas que se cerraban: quizá sea así como se lucha contra ellos, refugiándose en un sótano hasta que se van… se aprietan los labios y se cierran los ojos. Y se abriga la esperanza de que agarren a tu hermano, a cualquiera antes de que te agarren a ti… y se daba cuenta de que esto era lo que habían hecho los centinelas nocturnos. Revisó las filas de butacas y las vio llenas de las víctimas de Gregory y en seguida vio a Ricky y a Peter, que lo miraban con curiosidad. Estaba dos hileras detrás de ellos. Don volvió a inclinarse y descubrió que estaba contemplando con expresión de asombro una caja de palomitas aplastada. Rápidamente avanzó por los anchos escalones para ponerse a la par de los otros.
Cuando llegaron a la primera fila sin haber encontrado nada, Don y Peter pasaron al pasillo central para reunirse con Ricky.
—Nada —dijo Don.
—Sin embargo están aquí —susurró Peter—. Tienen que estar aquí.
—Está la cabina de proyección —dijo Don—. Los baños. Y seguramente Mulligan debía de tener una oficina.
En la pantalla se golpeó una puerta: ruido de vida amurallada y de muerte encerrada junto con la vida.
—El balcón, quizá —sugirió Peter y levantó la vista hacia la pantalla. ¿Y qué hay detrás? ¿Cómo se pasa al otro lado?
Volvió a golpearse una puerta. Las voces inhumanas que armonizaban en volumen con los personajes en la pantalla, inflados de emociones fingidas, llegaban hasta ellos desde los altoparlantes.
La puerta se abrió con un ruido seco, breve, el que hace una barra metálica cuando al apretarla levanta un cerrojo. En seguida volvió a cerrarse.
—Claro —dijo Ricky—, es allí donde ellos… —pero los otros dos no le prestaban atención. Habían reconocido el ruido y estaban mirando la entrada a un túnel profundo e iluminado a la derecha de la pantalla. Sobre el túnel un cartel blanco rezaba SALIDA.
El sonido los envolvió, a un costado las formas gigantescas representaban una pantomima romántica digna de la música, pero lo que ellos escuchaban era un ruido leve, seco, proveniente del pasillo de salida en dirección a la luz, un ruido como el de manos que aplaudiesen. Era el ruido de pies descalzos.
En el final del pasillo apareció un niño y se detuvo al borde de la zona iluminada. Los miró… era una aparición salida de los estudios hechos en la década de 1930 de la miseria rural, un chico que mostraba un pecho palpitante y costillas salientes y una cara sucia y llena de sombras que nunca se vería animada por el pensamiento. Estaba en el límite de la luz del corredor y la saliva caía de su labio inferior. El chico levantó los brazos, los puños cerrados frente a sí e hizo el ademán de agitar hacia arriba y hacia abajo una barra de hierro. Luego echó la cabeza hacia atrás y rió, haciendo una vez más el gesto de cerrar una puerta pesada.
—Mi hermano les dice que las puertas están cerradas —dijo una voz más arriba de ellos. Los tres se volvieron rápidamente, Don con el hacha levantada. Gregory Bate estaba de pie en el escenario junto a la cortina roja que flanqueaba la pantalla.
—Aunque gente de aventura y tan valerosa como ustedes no querría otra cosa, ¿no? ¿Vinieron para esto, no? Especialmente usted, señor Wanderley, desde tan lejos, California, Fenny y yo lamentamos no haber sido presentados a usted como es debido allá. —Gregory se movió con agilidad hacia el centro del escenario y la imagen se deformó y cubrió la superficie con su cuerpo—. ¿Y creen, en realidad, que pueden hacernos daño con esos instrumentos medievales que llevan? Pero señores… —Gregory extendió los brazos y sus ojos brillaban como ascuas. Todo él estaba cubierto de formas gigantescas… una mano abierta, una lámpara volcada, una puerta rota.
Y debajo de todo esto, Don comprobó lo que Bate había demostrado a Peter Barnes, que la dicción cuidada y los modales teatrales eran un ropaje insubstancial para cubrir una concentración terrible, un propósito tan implacable como el de un autómata. Bate estaba parado en el escenario y les sonreía.
—Ahora —dijo con el tono de un dios que ordena que se haga la luz.
Don saltó hacia un costado, oyó algo que pasaba a toda carrera junto a él y vio el cuerpecito enloquecido de Fenny que chocaba con el de Peter Barnes. Ninguno de ellos había visto moverse al niño. Ahora estaba encima de Peter empujándole los brazos hacia el suelo de la sala, gruñendo, manteniendo alejado el cuchillo de Peter de modo que no podía usarlo, lanzando chillidos que se perdían entre los gritos que partían de los altoparlantes.
Don levantó el hacha y sintió que una mano vigorosa lo asía de la muñeca. Inmortal susurró subiendo por su brazo, ¿no quieres serlo?
—¿No querrías vivir siempre? —le dijo Gregory Bate al oído, respirándole en la cara con su aliento hediondo—. ¿Aun cuando debas morir primero? Es un buen negocio de cristianos, después de todo.
La mano lo hizo volverse con toda facilidad y Don sintió que perdía todas sus fuerzas, como si la mano de Bate sobre su muñeca se la quitase, como un imán. La otra mano de Bate lo tomó del mentón y se lo levantó, obligando a Don a mirarlo a los ojos. Recordó que Peter le había contado cómo murió Jim Hardie, que Bate le sorbió la vida con la mirada, pero era imposible no mirar. Tenía, además, la sensación de que sus pies flotaban, sus piernas eran de agua y de que en el fondo del oro reluciente de esos ojos había una total sabiduría y más en el fondo aún, una total maldad, una violencia incontenible, un huracán de muerte como el que arrasa el bosque en el invierno.
—Cuidado, inmundo —oyó decir vagamente a Ricky. La atención de Bate se desvió de él y tuvo ahora la sensación de que se le llenaban las piernas de arena y un lado de la cabeza del hombre lobo se apartó de su propia cabeza muy despacio, como en un sueño. Algo hacía un ruido ensordecedor y el rostro de perfil de Bate se deslizó junto al suyo, piel macilenta y oreja, perfecto como una estatua… Bate lo arrojó a un lado.
—¿Ves esto, inmundo? —gritaba Ricky, y Don tendido sobre su hacha (¿Y para qué era)? atrapado a medias bajo una de las butacas de la primera fila, miró como entre sueños y vio a Ricky hundiendo el cuchillo en la nuca de Fenny.
—Malo —susurró, y luego—: No —y dejó de estar seguro de que no era simplemente parte de la confusa acción que se desenvolvía arriba de todos ellos. Por fin vio a Gregory arrojar al viejo Ricky sobre el cuerpo inmóvil de Peter Barnes.
13
—No hace falta crear dificultades, ¿eh, señora Hawthorne? —dijo el hombre que la tenía asida del pelo—. Me oye bien, ¿no? —Al decir esto tiró del pelo y le causó dolor.
Stella hizo un gesto afirmativo.
—¿Y oyó lo que dije? No es necesario ir a Montgomery Street… en lo más mínimo. Su marido no está ya allí. No encontró lo que buscaba y se fue a otra parte.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de un amigo. Un buen amigo de un buen amigo. —Sin soltar el pelo el hombre extendió una mano para accionar el cambio automático y el automóvil comenzó a avanzar—. Mi amigo tiene muchas ganas de conocerla.
—Suélteme —le dijo Stella.
El hombre tiró de ella hacia sí.
—Basta, señora Hawthorne. Le esperan momentos extraordinarios. De modo que… basta. Nada de resistirse, o la mataré aquí mismo. Y sería un gran desperdicio. Ahora, prométame quedarse quieta. Vamos solamente a los arrabales, al Hollow. ¿De acuerdo? ¿Se quedará quieta?
Stella, aterrorizada y temerosa de perder el mechón de pelo del cual la tenía asida el hombre, dijo:
—Sí.
—Muy inteligente. —El hombre le soltó el pelo y posó una mano sobre su sien—. Eres una mujer tan bonita, Stella…
Stella se apartó con repugnancia.
—¿Quieta?
—Quieta —murmuró ella, y muy despacio el hombre tomó la dirección de la escuela secundaria. Stella miró por la ventanilla de atrás y no vio otros automóviles. El suyo, volcado contra el cerco, era cada vez más pequeño.
—Piensa matarme —dijo.
—No, a menos que me obligue a matarla, señora Hawthorne. Soy una persona muy religiosa en mi vida actual. No me gustaría nada tomar una vida humana. Somos pacifistas, ¿sabe?
—¿Somos?
El hombre le dirigió una sonrisa irónica, los labios levemente fruncidos, e hizo un gesto señalando el asiento de atrás. Al mirar hacia allí, Stella vio docenas de ejemplares de El Atalaya desparramados en el asiento.
—Entonces me matará su amigo. Como a Sears y a Lewis y a los otros.
—Precisamente así, no, señora Hawthorne. Bien, tal vez un poco como al señor Benedikt. Ésa fue la única muerte que nuestra amiga llevó a cabo sola. Pero puedo asegurarle que el señor Benedikt vio muchas cosas interesantes y extraordinarias antes de pasar a mejor vida. —Pasaban en aquel momento frente a la escuela y Stella oyó un ruido familiar, un chirrido, antes de reconocerlo. Miró desesperada por la ventanilla y vio el tractor barrenieve avanzando contra un montículo de cuatro metros de altura.
—La verdad es —prosiguió el hombre— que cabría afirmar que se entretuvo muchísimo. En cuanto a usted, vivirá una experiencia que muchos envidiarían… verá directamente el fondo de un misterio, señora Hawthorne, un misterio que ha persistido en su cultura durante siglos. Algunos dirían que vale la pena morir por él. Especialmente cuando la alternativa es morir en forma bastante sucia aquí mismo.
Ahora hasta la máquina barredora había quedado detrás de ellos, a una cuadra. La calle despejada siguiente, Harding Lane, estaba a unos seis metros y Stella se vio por anticipado alejada cada vez más de la seguridad, de Leon con su tractor, hacia un peligro terrible, pasiva en manos de ese Testigo de Jehová loco.
—Le diré, señora Hawthorne —dijo el hombre—, que ya que colabora tanto…
Stella dio un puntapié con todas sus fuerzas y sintió la punta de su bota hundirse bien en el tobillo del hombre. Éste dio un alarido de dolor y se volvió hacia ella. Stella se arrojó sobre el volante, interponiéndose entre éste y el hombre, quien estaba pegándole en la cabeza, y logró llevar el automóvil contra el banco de nieve dejado por el tractor.
Ahora, si sólo Leon mirase hacia ellos, rogó. El automóvil, no obstante, chocó con un ruido ahogado contra el banco de nieve.
El hombre la arrancó del volante y la empujó contra la puerta, causándole una dolorosa torcedura de las piernas. Stella levantó los puños y lo golpeó en la cara, pero el hombre apoyó todo su peso en ella y le apartó las manos. ¡Quieta!, gritaba algo en su mente y Stella estuvo a punto de desmayarse. Mujer estúpida, estúpida.
Abrió los ojos y vio la cara sobre ella, abotagada de grasa, con poros abiertos y negros en la gruesa nariz, sudor en la frente, ojos cobardes e inyectados en sangre, la cara de un hombrecito mezquino de los que dicen a quienes recogen que ello está, contra sus principios. Estaba golpeándole en los lados de la cabeza y cada golpe iba acompañado por una lluvia de saliva. ¡Mujer estúpida!.
Gruñendo, el hombre metió una pierna entre las rodillas de ella y le aferró la garganta con ambas manos.
Stella le golpeó los costados y por fin logró hundirle una mano bajo el mentón. No bastaba. Seguía apretándole la garganta y la voz en su mente repetía estúpida, estúpida, estúpida.
Recordó entonces.
Bajó las manos, tiró de su solapa con la derecha y tocó la cabeza de perla del alfiler de sombreros. Recurrió a toda la fuerza de su brazo derecho para hundfrselo en una sien.
Los ojos cobardes se volvieron saltones y la voz monótona que hablaba sin cesar en la mente de Stella se transformó en una mezcla de voces múltiples y asombradas. Qué qué (ella) no estd (espada) mujer que… Las manos del hombre se aflojaron y luego cayó sobre ella como una roca.
Entonces Stella consiguió gritar.
Se movió para abrir la puerta y cayó de espaldas en la nieve. Por unos instantes después de haber caído permaneció anhelante en el suelo, con el sabor de sangre dentro de la cabeza, mezclado con nieve sucia y sal gruesa. Se irguió y vio la cabeza calva del hombre colgando en el borde del asiento. Con un sollozo ahogado, se levantó.
Se volvió de espaldas al automóvil y corrió por School Road hacia Leon Churchill, quien estaba ahora de pie junto a la máquina, mirando algo oscuro que acababa de desenterrar, evidentemente. Stella lo llamó a gritos, disminuyó el paso hasta caminar y el hombre se volvió al verla aproximárse.
Echó una última mirada a la cosa oscura en la nieve y luego se acercó al trote a Stella, quien estaba demasiado espantada para advertir que el policía estaba tan horrorizado como ella. Cuando estuvo junto a él le dijo después de obligarla a volverse:
—Vamos, señora Hawthorne… no hace falta que vea eso, y qué le pasa, de todos modos… ¿tuvo un accidente, señora Hawthorne?
—Acabo de matar a un hombre —dijo ella—. Le pedí que me recogiera. Trató de atacarme. Le hundí un alfiler de sombreros en la cabeza. Lo maté.
—¿Trató de hacerle mal? —preguntó Leon—. Vaya… —Miró hacia donde estaba su tractor y luego el rostro de Stella Hawthorne—. Vamos, echemos una miradita. ¿Sucedió allí? —dijo, señalando el automóvil azul—. Vamos, tuvieron un accidente.
Mientras él la acompañaba hasta el automóvil, Stella trató de explicarle todo.
—Tuve un accidente con mi automóvil y él se detuvo para recogerme y luego trató de matarme. Me hizo mal. Y yo tenía este alfiler largo y…
—Bien, no lo mató, de todos modos —dijo Leon, mirándola con aire indulgente.
—No se muestre superior conmigo.
—No está en el automóvil —dijo Leon y apoyando las manos en los hombros de ella, la volvió para que mirase por la puerta abierta el asiento vacío.
Stella por poco no se desmayó.
Leon la sostuvo y trató de explicarle.
—Mire, lo que seguramente ocurrió es que usted sufrió un shock después del accidente, ese hombre fue a buscar auxilio y aun es posible que usted se haya desmayado por un instante. Se golpeó al salir el auto de la calle. ¿No quiere que la lleve a casa en el tractor, señora Hawthorne?
—No está —dijo Stella.
Un perro blanco de gran tamaño saltó a la cima del banco de nieve desde el terreno de una de las casas vecinas, marchó un poco por dicha cima y volvió a saltar hacia la calle, en medio de una lluvia de nieve.
—Sí, por favor, lléveme a casa, Lean —dijo Stella.
Leon miró preocupado en dirección a la escuela.
—Sí, de todos modos tengo que volver a la oficina. Quédese aquí y volveré en cinco segundos con la barredora de nieve.
—Muy bien.
—No diré que sea un gran carruaje —dijo Lean sonriendo.
14
—Ahora, señor Wanderley —dijo Bate—, volvamos al tema que estábamos discutiendo. Bate avanzó hacia Don por el pasillo.
Lo gritos, los gemidos, el aullido del viento furioso llenaban la sala.
—Vivir siempre.
—Vivir siempre.
Don extendió las piernas y miró atontado la pila de cuerpos tendidos bajo la tarima que llegaba al escenario. El rostro pálido del viejo estaba en una posición forzada, frente a él, y yacía sobre el cuerpo de un niño descalzo. Peter Barnes estaba debajo de los dos, moviendo débilmente las manos.
—Deberíamos haber concluido este asunto hace dos años —dijo Bate con tono suave, felino—. Se habría ahorrado tanto trabajo si lo hubiéramos hecho. Recuerda hace dos años, ¿no?
Don imaginó la voz de Alma Mobley diciendo Se llama Greg. Nos conocimos en Nueva Orleáns y recordó un momento determinado con tanta claridad como si estuviese allí otra vez: él mismo, parado en una esquina de Berkeley y contemplando con una sensación de shock a la mujer en las sombras junto a la puerta de un bar llamado El Ultimo Escollo. La súbita sensación de derrota le hizo imposible moverse.
—Tanto trabajo —repitió Bate—. Pero eso hace mucho más grato este momento, ¿no cree?
Peter Barnes, sangrando de una mejilla, logró salir a medias de debajo de los otros cuerpos.
—Alma —pudo decir Don.
El rostro de marfil de Bate se movió apenas.
—Así es. Su Alma. La Alma de su hermano. No olvidemos a David. No resulta tan entretenido como usted.
—Entretenido.
—Sí, lo que dije. Nos gusta el entretenimiento. Es justo, ya que nosotros hemos contribuido con tanto. Ahora, míreme otra vez, Donaid —dijo y se inclinó para levantar a Don del suelo, con una fría sonrisa.
Peter dejó escapar un gemido y consiguió zafarse del todo. Confuso, Don lo miró y vio que Fenny también se movía y se volvía sobre un costado, el rostro sucio, una mueca que expresaba un grito mudo.
—Hirieron a Fenny —dijo Don, parpadeando, y vio la mano de Bate acercarse poco a poco hacia él. De pronto extendió las piernas y se aparté de Bate en un movimiento tan rápido como nunca había hecho otro en su vida. Se puso de pie con dificultad y quedó interpuesto entre Gregory y Peter, quien estaba…
—Vivir siempre…
… abriendo y cerrando los ojos, delante de la figura inquieta y gesticulante de Fenny Bate.
—Hirieron a Fenny —dijo Don, y el significado del sufrimiento de Fenny se introdujo en él como corriente eléctrica. Los gigantescos sonidos de la película volvieron a restablecerle el sentido del oído.
—Tú, no —dijo a Bate y miró debajo de las butacas. Su hacha estaba fuera de su alcance.
—Yo no, ¿qué?
—Vives siempre.
—Vivimos mucho más que ustedes —afirmó Bate y el barniz de cultura de su tono se rasgó para revelar la violencia debajo. Don retrocedió hacia Peter, sin mirar a Bate a los ojos, sino a la boca—. Tú no vivirás ni un minuto más —agregó Bate y dio un paso.
—Peter —dijo Don y miró por sobre el hombro al muchacho.
Peter sostenía el cuchillo sobre el cuerpo de Fenny, quien se retorcía sin cesar.
—Hazlo —gritó Don, y Peter hundió el cuchillo en el pecho de Fenny. Algo blanco y sucio brotó hacia arriba, como un surtidor maloliente, del interior del torso de Fenny.
Gregory se abalanzó sobre Peter, dando alaridos y arrojó violentamente a Don contra la primera fila de butacas.
Al principio Ricky Hawthorne creyó estar muerto, pues el dolor de espalda era tan intenso que a su juicio sólo la muerte o bien morirse podía justificarlo. Pero luego vio la alfombra gastada contra su rostro, con sus hebras de lana que parecían tener varios centímetros de altura y oyó gritar a Don: estaba vivo. Movió entonces la cabeza. Lo último que recordaba era haberle cortado el cuello a Fenny Bate. Después lo había aplastado una locomotora.
Algo junto a él se movió. Cuando levantó la cabeza para ver qué era, el pecho desnudo y abierto dio un salto ante sus ojos, hasta parecer tener dos metros de altura y por lo menos otro sobre el piso. Por la piel blanca pululaban gusanitos blancos. Ricky se apartó y a pesar de sentir que tenía la espalda fracturada, logró sentarse.
A su lado, Gregory estaba levantando en vilo a Peter Barnes, gritando al mismo tiempo como si llevase un órgano dentro del pecho. Una parte del haz de luz del proyector iluminó los brazos de Gregory y el cuerpo de Peter y por un instante una serie de manchas blancas y negras se desplazaron sobre ellos. Sin dejar de gritar, Bate arrojó a Peter contra la pantalla.
Ricky no encontraba su cuchillo y, de rodillas, comenzó a buscarlo. Sus dedos asieron por fin un mango de cuerno y la larga hoja reflejé una línea de luz gris. Fenny se agitaba junto a él y se volvió sobre su mano, lanzando agudos chillidos. Ricky retiró entonces el cuchillo de debajo de la espalda de Fenny, sintió la propia mano mojada y se obligó a sí mismo a incorporarse.
Gregory corría en aquel momento por el escenario para perseguir a Peter a través de la rotura de la pantalla. Con su mano libre, Ricky asió el grueso cuello de su chaqueta de marinero. De pronto Bate se puso rígido pues tenía reflejos de gato y Ricky supo, lleno de terror, que lo mataría, que se volvería con manos capaces de reducir a polvo y dientes asesinos, a menos que él, Ricky, hiciese lo único que era posible hacer.
Antes de que Bate llegase a moverse, Ricky le hundió el cuchillo en la espalda.
No oía ahora nada, ni los ruidos de los altoparlantes, ni los gritos que seguramente brotaban de Bate. Se quedó inmóvil apretando con fuerza el mango de cuerno, atontado por la enormidad de lo que acababa de hacer. Bate cayó hacia atras y una vez caído de espaldas, mostró a Ricky Hawthorne un rostro que habría de acompañar a éste el resto de su vida: ojos cargados de furia, de tormenta y una boca negra y abierta como un abismo.
—Inmundo —dijo Ricky, casi sollozando.
Bate cayó hacia él.
Don saltó sobre las butacas con el hacha, en un esfuerzo desesperado por atacar a Bate antes de que le destrozase la garganta a Ricky. Vio entonces desplomarse el cuerpo musculoso, que Ricky, jadeante, empujaba lejos de sí. Bate había caído delante del escenario, pero se arrodillé. Un líquido brotaba de su boca.
—Aléjese, Ricky —le dijo Don, pero el viejo abogado no podía moverse.
Bate comenzó a arrastrarse hacia él. Cuando estuvo junto a Ricky, echó la cabeza hacia atrás y lo miró directamente a los ojos.
—Vivir siempre.
Don levantó entonces el hacha sobre su propia cabeza y dejó caer la filosa hoja en el cuello de Bate, llegando a hacerle un profundo corte en el torso. El hachazo siguiente lo degolló.
Arrastrándose, Peter Barnes pasó a través de la pantalla rota, confuso de dolor y encandilado por el haz de luz del proyector. Con enorme esfuerzo recorrió unos pocos centímetros de piso sin alfombra hasta el borde del escenario, oyendo todo el tiempo la algarabía de voces que gritaban, en la creencia de que si llegaba hasta el cuchillo antes de que Bate lo viese, por lo menos salvaría a Don. Habían matado a Ricky con el primer golpe. Estaba seguro de ello, pues había visto su fuerza. Vio entonces, bajo el haz de luz, lo que estaba haciendo Don. El cuerpo decapitado de Gregory Bate se agitaba bajo los hachazos. Junto a él Fenny se movía también sin cesar, cubierto de algo blanco que se movía.
—Déjenme —dijo, y tanto Ricky como Don lo miraron con expresiones desencajadas.
Una vez que Peter estuvo junto a ellos en el piso de la sala, le tomó el hacha a Don y la dejó caer sin fuerza, pues su estado de histeria y su odio malograron el golpe. De pronto se sintió más fuerte, no obstante, fuerte como un leñador y tuvo la sensación de arder, de estar lleno de luz. Levantó el hacha sin esfuerLo entonces, sin sentir el menor rastro de su dolor y la dejó caer otra vez, y otra y otra, pasando luego a Fenny.
Cuando los dos quedaron reducidos a jirones de piel y huesos destrozados, una leve brisa se levantó de sus cuerpos, formando volutas bajo el haz de luz del proyector y pasó junto a Peter con tanta fuerza que lo hizo apartarse.
Peter se inclinó a recoger el cuchillo.
—Por Dios… —dijo Ricky y se acercó con pasos vacilantes a una de las butacas.
Cuando salieron del cine, renqueando, con la mente atontada, repararon en el viento impaciente, apresurado, aun dentro del vestíbulo… un viento que pareció agitarse en remolinos a través del espacio vacío, en busca de una salida, agitando carteleras y las bolsas de papas fritas en el mostrador de las golosinas, buscando escapar… y cuando abrieron por la fuerza las puertas, el viento cayó sobre ellos para reunirse con el peor vendaval de la temporada.
15
Don y Peter debieron cargar casi a Ricky Hawthorne a casa en medio de la tormenta. Y ahora había dos convalecientes en casa de los Hawthorne. Peter se lo explicó a su padre en los siguientes términos:
—Pasaré la noche con el señor y la señora Hawthorne, papá… me he quedado atrapado en su casa. Don Wanderley y yo trajimos al señor Hawthome de regreso a casa en una angarilla o poco menos. Está en cama y ella también, pues se siente mal después de un pequeño accidente que tuvo con su automóvil…
—Esta tarde habrá muchos accidentes en las calles —dijo su padre.
—Y por fin conseguimos que venga un médico a darles un sedante. Y el señor Hawthorne tiene un resfrío fortísimo y el doctor dijo que se pescará una pulmonía si no hace reposo. Por eso Don Wanderley y yo nos quedemos a cuidar a los dos.
—No comprendí del todo bien, Peter. ¿Tú estabas con este Wanderley y con el señor Hawthorne?
—Sí.
—Bien, querría que se te hubiese ocurrido llamar antes. Estaba medio muerto de preocupación. Eres lo único que me queda, ¿sabes?
—Perdóname, papá.
—Bien, por lo menos estás con gente buena. Trata de volver a casa cuando puedas, pero no te arriesgues a la tormenta.
—Muy bien, papá. —Peter colgó el receptor, contento de que su padre no tuviese voz de haber bebido y, más aún, de que no le hubiese hecho más preguntas.
Prepararon con Don una sopa para Ricky y se la llevaron al cuarto de huéspedes, donde el viejo estaba descansando mientras su mujer dormía tranquila en el dormitorio.
—No sé qué me sucedió —dijo Ricky—. No podía dar un solo paso más. De haber estado solo, me habría muerto congelado allá.
—Si cualquiera de los tres hubiera estado solo… —Don no pudo terminar la frase.
—O si hubiésemos sido sólo dos —agregó Peter—, estaríamos muertos. Nos habría matado con toda facilidad.
—La verdad es que no nos mató —dijo Ricky, muy animado—. Don tenía razón en cuanto a ellos. Y ahora se ha realizado los dos tercios de nuestra tarea.
—Quiere decir que debemos encontrarla a ella —observó Peter—. ¿Cree que lo lograremos?
—Sí —repuso Don—. Es posible que Stella pueda decirnos algo. Tal vez se haya enterado de algo… oído algo. Creo que no hay duda de que el hombre del automóvil azul es el mismo que te persiguió a ti. Seguramente podremos hablar con ella esta noche.
—¿Servirá para algo? —quiso saber Peter—. Estamos otra vez bloqueados por la nieve. No podremos ir a ninguna parte en auto, aun cuando la señora Hawthorne sepa algo.
—En tal caso, iremos a pie —dijo Don.
—Sí —opinó Ricky—. Si hace falta, iremos a pie. —Se reclinó entonces en las almohadas—. ¿Saben una cosa? Ahora nosotros somos la Chowder Society. Los tres. Cuando encontraron a Sears muerto creí… dije que sólo quedaba yo. Me sentí sumamente solo. Sears era mi mejor amigo, como un hermano para mí. Y lo extrañaré mientras viva. Pero sé que cuando Gregory acorraló a Sears, debió defenderse como una fiera. Hizo todo lo que pudo por salvar a Fenny hace mucho tiempo y sé que hizo todo lo que pudo contra ellos cuando le llegó el momento de hacerlo. No, no hay motivo para estar triste por Sears… probablemente actuó mejor que cualquiera de nosotros, si hubiéramos estado solos.
Después de dejar su plato de sopa, vacío ya, sobre la mesa, prosiguió:
—Y ahora tenemos una nueva Chowder Society y aquí estamos todos. Y no hay whisky, ni cigarros, ni estamos vestidos como corresponde… ¡Mírenme a mí! Ni siquiera tengo puesta mi corbata de lazo —comentó, tirando del cuello abierto de su piyama y sonriéndoles—. Y les diré una cosa más. Basta de historias de horror y de pesadillas. Gracias a Dios.
—No estoy seguro en cuanto a las pesadillas —observó Peter.
Cuando Peter Barnes se retiró a su cuarto a descansar una hora, Ricky se sentó en la cama y miró con gran franqueza a Don a través de sus anteojos.
—Don, cuando usted llegó aquí seguramente notó que yo no le tenía mucha simpatía. No me gustaba que estuviese aquí y hasta que vi que en muchos aspectos se parecía a su tío, no me gustó mucho como persona. Pero no necesito decirle que todo eso cambió, ¿no? Dios, ¡estoy charlando como un loro! ¿Qué había en esa inyección que me dio el doctor?
—Una dosis enorme de vitaminas.
—La verdad es que me siento mucho mejor. Todavía tengo este resfrío terrible, sin duda, pero hace tanto que lo tengo que es como un amigo. Quiero decirle ahora, Don, que después de todo lo que hemos pasado juntos, no me sería posible apreciarlo más. Si Sears era como un hermano para mí, usted es como un hijo. Está más próximo a mí que mi hijo, en realidad. Mi hijo Robert no se comunica conmigo muy bien… no puedo dialogar con él… Y esto sucede desde que cumplió catorce años. Por ello creo que lo adoptaré espiritualmente, si usted no tiene inconveniente.
—Me siento tan orgulloso de mí mismo, que no podría objetar jamás —dijo Don, y le tomó la mano.
—¿Está seguro de que había solamente vitaminas en esa inyección?
—Yo…
—Si es así como hace sentirse la droga, comprendo que John se volviese drogadicto. —Ricky se apoyó en las almohadas y cerró los ojos—. Cuando haya terminado todo esto, suponiendo que aún estemos con vida, la llevaré a Stella a Europa. Le enviaré un bombardeo de tarjetas postales.
—Me encantará —dijo Don e iba a decir algo más, cuando vio que Ricky estaba ya dormido.
Poco después de las diez de la noche, Peter y Don, que habían comido abajo, llevaron un bife a la plancha, una ensalada y una botella de borgoña al cuarto de Ricky. Otro plato sobre la bandeja contenía otro bife para Stella. Don golpeó a la puerta y oyó a Ricky decir:
—Adelante. —Entró, entonces, con la cargada bandeja.
Stella Hawthorne, con el pelo envuelto en una echarpe, levantó la vista para mirar a Don desde el lugar que ocupaba junto a su marido en la cama del cuarto de huéspedes.
—Me desperté hace más o menos una hora —explicó—, y como me sentí un poco sola, vine a estar con Ricky. ¿Comida? Qué buenos son los dos… —añadió sonriendo a Peter, quien permanecía junto a la puerta con aire tímido.
—Mientras ustedes nos comían todo lo que tenemos abajo, tuve una charla con Stella —dijo Ricky. Tomó la bandeja y la apoyó en el regazo de Stella, retirando de ella un plato para sí—. ¡Qué lujo es esto! Stella, debimos haber tenido mucamas hace mucho tiempo.
—Creo haberlo mencionado alguna vez —señaló ella. Si bien estaba todavía agitada y extenuada por la experiencia, había mejorado muchísimo durante la tarde. Ahora no parecía ya una mujer de una cuarentena de años y seguramente nunca volvería a aparentar esa edad, pero tenía la mirada bien limpida.
Ricky se sirvió vino y le sirvió un poco a Stella y cortó un trozo de carne.
—No hay duda de que el hombre que recogió a Stella era el mismo que te siguió a ti, Peter. Hasta le dijo a ella que era Testigo de Jehová.
—Pero estaba muerto —afirmó Stella y por un instante el shock volvió a aparecer en su rostro. Con un gesto rápido tomó la mano de Ricky y la retuvo entre las suyas—. Estaba muerto, sí.
—Lo sé —dijo Ricky y se dirigió nuevamente a los otros dos—. Pero cuando Stella volvió con alguien que ayudase, el cuerpo había desaparecido.
—¿Quieren decirme, por favor, qué está pasando? —preguntó Stella, al borde de las lágrimas.
—Te lo diré —repuso Ricky—, pero ahora, no. Todavía no hemos terminado. Este verano te lo explicaré todo. Cuando salgamos de Milburn.
—¿Cuando salgamos de Milburn?
—Quiero llevarte a Francia. Iremos a Antibes y a St. Tropez y a Arlés, y a cualquier parte que nos atraiga. Seremos un par de turistas viejos y de aspecto raro. Pero primero tienes que ayudarnos. ¿Te molesta?
El espíritu práctico de Stella le fue útil ahora.
—No, siempre que lo que dijiste sea una promesa y no un simple soborno.
—¿Viste algo más cerca del auto cuando volviste con Leon Churchill?
—No había nadie más —replicó Stella, más tranquila.
—No me refiero a otras personas. ¿Viste animales?
—No recuerdo. Me sentía tan… tan irreal. No, nada.
—¿Estás segura? Trata de recordar la escena. El auto, la puerta abierta, el banco de nieve con que chocaste…
—Ah —recordó la mujer, y Ricky se quedó con el tenedor levantado antes de llevárselo a la boca—. Tienes razón. Vi un perro. ¿Por qué es importante? Saltó arriba del banco desde el terreno de alguien y luego saltó a la calle. Reparé en él porque era muy bonito. Blanco.
—Eso es —dijo Don.
Peter Barnes miró sucesivamente a Don y a Ricky con la boca entreabierta.
—¿Quieres un poco de vino, Peter? ¿Y tú, Don? —preguntó Ricky.
Don dijo que no, pero Peter acepto. Ricky le pasó su vaso.
—¿Puedes recordar algo de lo que dijo el hombre?
—Fue todo tan horrible… Creí que estaba loco. Y luego pensé que me conocía, llamó por mi nombre y dijo que no debía ir a Montgomery Street porque ustedes no estaban ya allí… ¿Dónde estaban?
—Te lo contaré todo bebiendo Pernod. Esta primavera.
—¿Hay algo más que recuerde? —preguntó Don—. ¿Dijo adónde pensaba llevarla?
—A casa de una amiga —dijo Stella y se estremeció—. Añadió que vería un misterio. Y habló de Lewis.
—¿Nada referente a dónde estaba esta amiga?
—No. Espere. No. —Stella miró su plato y empujó la bandeja hacia los pies de la cama—. Pobre Lewis. Basta de preguntas. Por favor.
—Será mejor que nos dejen a solas —le dijo Ricky.
Peter y Don estaban junto a la puerta cuando Stella dijo:
—Ahora recuerdo. Dijo que me llevaría al Hollow. Estoy segura de que dijo eso.
—Suficiente por ahora —señaló Ricky—. Los veré por la mañana, muchachos.
Y por la mañana Peter y Don se sorprendieron al ver a Ricky en la cocina cuando ellos bajaron. Estaba preparando huevos revueltos, deteniéndose de vez en cuando para sonarse la nariz en un pañuelo de papel proveniente de una caja que tenía cerca.
—Buenos días —les dijo—. ¿Vienen a ayudarme a pensar en el Hollow?
—Tendría que estar en cama —le reprochó Don.
—¡Por nada me quedaría en cama! ¿No huelen lo cerca que estamos?
—Lo único que huelo es huevos —contestó Don—. Peter, saca platos de la alacena.
—¿Cuántas casas hay en el Hollow? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? No muchas más. Y ella está en una.
—Está allí, esperándonos —afirmó Don, y Peter, que estaba poniendo platos sobre la mesa de los Hawthorne, se detuvo y puso el último plato más despacio—. Y seguramente anoche tuvimos treinta centímetros de nieve. Y sigue nevando. No podríamos llamarla ahora una tormenta de nieve, pero es bien posible que la tengamos por la tarde. Hay un aviso de emergencia en todo el estado de Nueva York. ¿Quieren ir a pie al Hollow y golpear cincuenta o sesenta puertas?
—No, lo que quiero es pensar —dijo Ricky y después de llevar la sartén a la mesa sirvió porciones de huevos revueltos en cada plato—. Hagamos tostadas —agregó.
Cuando tuvieron todo listo, tostadas, jugo de naranja y café, los tres se desayunaron, siguiendo el ejemplo de Ricky. Era un hombre lleno de vida, sentado a la mesa en su bata azul y parecía casi exaltado. Era obvio, además, que había estado pensando mucho en el Hollow y en Anna Mostyn.
——Es la única parte de la ciudad que no conocemos bien —dijo Ricky—. Y es por ello que ella fue allí. No quiere que la encontremos todavía. Probablemente sabe que sus secuaces murieron. Por el momento, debe postergar sus planes. Necesitará refuerzos, seres como los Bate, o bien como ella. Stella se deshizo del único otro que había, con ayuda de su alfiler de sombreros.
—¿Cómo sabe que era el único? —preguntó Peter.
—Porque estoy seguro de que habríamos visto a los otros, si estuviesen aquí.
Durante algunos minutos, comieron en silencio.
—Creo, entonces, que está escondida, seguramente en un edificio vacío, hasta que lleguen más de ellos. No debe de estar esperándonos. Debe creer que no podemos movilizarnos con esta nieve.
—Y querrá vengarse —dijo Don.
—También podría ser que tenga miedo.
Peter levantó vivamente la cabeza.
—¿Por qué dice eso?
—Porque yo ayudé a matarla una vez ya. Y te diré algo más. Si no la encontramos pronto, todo lo que hicimos se verá malogrado. Stella y nosotros tres logramos una tregua para toda la ciudad, pero tan pronto como llegue el tránsito de afuera… —Ricky mordió una tostada— las cosas serán peor aún que antes. No estará solamente deseosa de vengarse, sino llena de furia. Dos veces hemos frustrado sus planes. Será mejor, pues, que preparemos todo lo que nos sea posible llevar al Hollow. Y será mejor, además, que lo hagamos ya mismo.
—¿No era ése el lugar donde vivía antes el personal doméstico? —preguntó Peter—. ¿Cuando todo el mundo tenía sirvientes?
—Sí —repuso Ricky—. Pero tiene que haber algo más que eso. Estoy pensando en lo que ella dijo en la cinta de Don, sobre «Los lugares de tus sueños». Encontramos uno de esos lugares, pero pienso que tiene que haber otro, algún lugar a donde podrían habernos atraído si no hubiésemos encontrado a Gregory y a Fenny en el Rialto. Aunque la verdad es que no se me ocurre…
—¿Conoces a alguien que viva allá? —le preguntó Don.
—Claro que sí. He vivido aquí toda mi vida. Pero no alcanzo a ver qué relación puede haber…
—¿Cómo era antes el Hollow? —preguntó Peter—. ¿En los viejos tiempos?
—¿En los viejos tiempos? ¿Quieres decir, cuando yo era niño? Ah, muy diferente, mucho más bonito. Mucho más limpio que ahora. Un poco pecaminoso. Solíamos considerarlo el sector bohemio de la ciudad. Había allá un pintor que vivía en Milburn a la sazón… ilustraba tapas de revistas. Vivía allí, tenía una magnífica barba blanca y usaba capa… tenía el aspecto exacto que todos atribuimos a un pintor. Ah, pasábamos bastantes horas allá. Había un bar con una orquesta de jazz. A Lewis le gustaba ir… tenía un saloncito de baile. Como la taberna de Humphrey, pero más pequeño y más agradable.
—¿Una banda? —preguntó Peter, y Don levantó la cabeza.
—Sí, sí —dijo Ricky, sin advertir el súbito interés de ellos—. Una banda pequeña de seis u ocho miembros, bastante buena para lo que era posible oír en este pueblecito que era Milburn… —Ricky recogió los platos y los llevó a la pileta, enjuagándolos con agua caliente—. Ah, Milburn era hermosísimo entonces… Todos acostumbrábamos caminar kilómetros… íbamos y volvíamos al Hollow, oíamos música, bebíamos uno o dos vasos de cerveza, hacíamos paseos a pie al campo… —Ricky tenía los brazos sumergidos en agua jabonosa y de pronto se quedó inmóvil—. Mi Dios… Ya sé. Ya sé. —Con un plato enjabonado aún en la mano, se volvió hacia ellos—. Fue Edward. Fue Edward, repito. Solíamos ir a ver a Edward al Hollow. Se mudó allá cuando quiso tener su propio departamento. Yo estaba en la Liga Socialista Juvenil, algo que mi padre detestaba —aquí Ricky dejó caer el plato y pisó los fragmentos sin verlos—, y yo estaba encargado de inspeccionar las propiedades arruinadas. Y el dueño del departamento era uno de mis primeros clientes negros. ¡El edificio está todavía en pie! La municipalidad lo declaró inhabitable la primavera pasada y se supone que será demolido el año próximo. Le conseguimos a Edward ese departamento… Sears y yo —Ricky se secó las manos en la bata—. Eso es. Estoy seguro. El departamento de Edward. El lugar de nuestros sueños.
—Porque el departamento de Edward… —empezó a decir Don. Sabía que el viejo tenía razón.
—… era donde Eva Galli murió y nuestros sueños comenzaron —dijo Ricky—. Por Dios que la tenemos.
16
Vistieron toda la ropa abrigada con que contaba Ricky, poniéndose varias camisetas y dos camisas. No era posible abotonarse las camisas de Ricky sobre las prendas interiores, pero ello significaba dos capas más de aire retenido y, por último, tricotas. Dos pares de medias, y hasta Don consiguió meter los pies en un viejo par de botas con cordones de Ricky. Por esta vez, Ricky sintió placer en ver justificada su afición a la ropa.
—Tenemos que sobrevivir hasta llegar allá —dijo. Estaba revisando una caja llena de echarpes viejas—. Nos envolveremos estas echarpes en la cara. Debe de haber algo más de un kilómetro hasta el Hollow. Me alegro de que estemos en una ciudad chica. Cuando todos teníamos veinte años, solíamos caminar allá desde este sector, al departamento de Edward y volver dos o tres veces por día.
—¿Está seguro, entonces, de poder encontrar el lugar? —preguntó Peter.
—Bastante seguro —repuso Ricky—. Bien, veamos qué aspecto tenemos.
Parecían muñecos de nieve, tan acolchados estaban por las capas de ropa.
—¡Ah, sombreros! Por suerte tengo muchos. —Dicho esto dio a Peter un alto gorro de piel, se puso él mismo una gorra roja de caza que debía tener por lo menos cincuenta años y dijo a Don—: Esta siempre me quedó un poco grande. —Era una gorra de blando tweed verde y le quedaba perfectamente a Don—. La compré para ir a pescar con John Jaffrey. La usé una sola vez. Detesto pescar. —Después de estornudar, se enjugó la nariz con un pañuelo de papel rosado que sacó del bolsillo de la chaqueta—. En aquella época, prefería la caza.
Al principio la ropa de Ricky los mantuvo abrigados, y a medida que avanzaban entre una nieve ligera que caía contra una luminosidad cruda e intensa, pasaban delante de los que luchaban por limpiar sus senderos de acceso con palas y sopletes. Sobre los montículos jugaban los niños con sus ropas para la nieve de colores vivos y eran puntos de color bajo aquel resplandor. Hacía unos cuantos grados bajo cero y el frío cortaba las partes expuestas de sus rostros, pero podría habérselos tomado por tres hombres como todos los que realizan un cometido cualquiera, por ejemplo, buscar niños que se han alejado o bien un comercio abierto.
Pero aun antes de que el tiempo cambiase, la marcha les resultaba difícil. Los pies fueron los primeros en comenzar a sentir el frío y no tardaron en sentir cansancio en las piernas a causa del esfuerzo de atravesar esa nieve tan honda. Pronto dejaron de permitirse el lujo de hablar, pues exigía demasiadas energías. El aliento se les congelaba sobre las gruesas echarpes de lana y la humedad se enfriaba y se volvía sólida. Don sabía que la temperatura estaba cayendo con mayor rapidez que nunca en su experiencia. Comenzó a nevar más fuerte y sintió el cosquilleo de los dedos helados dentro de los guantes. Sentía también el frío en las piernas.
Y a veces, cuando doblaban una esquina y miraban alguna calle oculta detrás de un largo y ancho banco de nieve apilada hasta cinco metros de altura, se le ocurría que los tres recordaban seguramente esas fotografías de exploradores polares, hombres condenados y desesperados con los labios ennegrecidos y la piel congelada, figuras diminutas en un paisaje inmenso y blanco.
A mitad de camino hacia el Hollow, Don se sintió seguro de que la temperatura había bajado más aún por debajo de cero. Su bufanda era una rígida máscara sobre la cara y el aliento al endurecerse le daba una especie de barniz duro. El frío le mordía las manos y le pies. Iban los tres caminando lentamente más allá de la plaza, levantando los pies de la nieve blanda e inclinándose para poder adelantar bien el pie que daba el paso siguiente. El árbol de Navidad levantado por el alcalde y sus colaboradores en la plaza era visible sólo como una pirámide de ramas aisladas que sobresalían de una mole de nieve. Cuando despejaba Main Street y Wheat Row, Omar Norris lo había enterrado.
Cuando llegaron a las luces de tránsito, se había vuelto muy nublado y la nieve apilada no brillaba ya, sino que tenía un aspecto tran gris como la atmósfera. Don levantó la vista y vio millares de copos que giraban entre espesas nubes. Estaban solos. Por Main Street, vieron la parte superior de algunos automóviles asomar entre la nieve como platos invertidos entre los montículos. Todos los edificios estaban cerrados. Y ahora la nieve caía en remolinos alrededor de ellos. El ambiente estaba tan oscuro que era casi negro.
—¿Ricky? —preguntó Don y al hablar sintió el sabor de la lana congelada. Las mejillas expuestas al aire, le ardían.
—Estamos cerca —jadeó Ricky—. No se detengan. Llegaré.
—¿Cómo vas, Peter?
El muchacho miró a Don por debajo de la gorra de piel cubierta de nieve dura.
—Oíste al jefe —dijo—. Sigamos.
La nieve nueva caía al principio mansamente, sin ser mayor obstáculo que la semejante a azúcar hilado del principio de la excursión. En cambio cuando recorrieron tres cuadras más en medio de un viento cada vez más Intenso, Don tuvo ya la sensación de que los pies eran como dos bloques de hielo soldados dolorosamente a sus tobillos. Esta nueva nevada era decididamente una tormenta: no caía en forma vertical, o bien girando con gracia, sino que lo hacía en diagonal, con intervalos entre ráfagas como oleadas. Donde golpeaba, provocaba ardor. Cada vez que llegaban al final de uno de los altos montículos la nieve caía sobre ellos sin piedad, siguiendo las corrientes del viento, hiriendo sus pechos y sus rostros.
Ricky cayó sentado y se quedó allí hundido hasta el pecho, como un muñeco. Peter se inclinó para ofrecerle el brazo. Don se volvió para ver si podía ayudar y sintió entonces el viento cargado de nieve contra la espalda.
—¡Ricky! —llamó.
—Tengo que sentarme. Un minuto solamente.
Respiraba con trabajo y Don estaba seguro de que el frío le laceraba la garganta y le enfriaría los pulmones.
—Faltan sólo dos o tres cuadras —dijo Ricky y tomando la mano de Peter, se incorporó—. Está allí. Unas pocas cuadras más.
Cuando Don volvió a enfrentar la tormenta le fue imposible ver por un instante. Luego vio infinidad de veloces partículas blancas que giraban hacia él, tan juntas que eran como una valla de fuerza. Vastos velos de semitransparencia lo aislaban de Ricky y Peter. Sólo en parte visible detrás de él, Ricky le hizo un gesto de que avanzara.
Nunca supo bien en qué momento entraron en el barrio llamado del Hollow. En medio de la tormenta, la hondonada no se diferenciaba mucho del resto de Milburn. Tal vez los edificios pareciesen superficialmente más derruidos, tal vez brillase menor número de luces débiles en el interior de los cuartos, haciéndolos parecer a muchos metros de distancia. Una vez había escrito en su diario que el sector tenía cierta gracia, la de las fotografías a la sepia de la década de 1930. Aquello le parecía indeciblemente inexacto ahora. Todo era ladrillo grisáceo, sombrío y sucio y ventanas reparadas con cinta adhesiva. Pero con la excepción de las pocas luces mortecinas que parpadeaban detrás de cortinados, todo el lugar parecía amenazador y desierto. Don recordó que había escrito al azar en su diario: Si alguna vez hay dificultades en Milburn, comenzarán en el Hollow. Las dificultades habían llegado a Milburn y aquí en el Hollow, un día de sol a mediados de octubre y cincuenta años atrás, era donde había comenzado.
Los tres se detuvieron bajo la débil luz de un farol callejero. Ricky Hawthorne avanzaba con pasos vacilantes y miraba atentamente la acera opuesta, donde se levantaban tres edificios de ladrillo idénticos. Aun entre los ruidos de la tormenta Don oyó la respiración de Ricky.
—Allá —dijo con voz tonca.
—No sé bien —dijo Ricky y agitó la cabeza. Una lluvia de nieve cayó de la gorra de caza roja—. No sé bien —repitió, y trató de escudriñar a través de la nieve, levantando la nariz como un perro que husmea su presa. Levantó entonces la mano que sostenía el cuchillo y con ella señaló las ventanas del tercer piso. No tenían cortinas y una de ellas estaba entreabierta—. Allí —señaló—. Allí está el departamento de Edward. Allí.
El farol callejero sobre sus cabezas se apagó y quedaron a oscuras. Don contempló las ventanas altas del desolado edificio, imaginando, tal vez, que vería aparecer allí una cara, llamándolos. Un temor más intenso que la tormenta hizo presa de él.
—Sucedió, por fin —dijo Ricky—. La tormenta derribó los cables de energía. ¿Tienes miedo a la oscuridad?
Los tres avanzaron con dificultad y cruzaron la calle.
17
Don empujó la puerta principal del edificio y entró en el vestíbulo seguido por los otros dos. Se apartaron entonces las bufandas de la cara y su aliento formaba vahos de vapor en aquel espacio frío y reducido. Peter se sacudió la nieve del sombrero de piel y del frente de su chaqueta. Ninguno habló. Apoyado en la pared, Ricky daba la impresión de estar demasiado débil para subir las escaleras. Sobre sus cabezas colgaba una lamparilla eléctrica apagada.
—Abrigos —dijo Don en voz baja, pues temía que estas prendas empapadas les harían avanzar más despacio. Don dejó el hacha en el suelo sumido en la oscuridad, se desabotonó la chaqueta y la dejó caer. Luego cayó en la echarpe, que apestaba a lana mojada. Tenía aún entumecidos los brazos por las tricotas apretadas, pero por lo menos el peso mayor no estaba sobre sus hombros. Peter se quitó también su chaqueta y ayudó a Ricky a hacer lo mismo.
Vio los rostros pálidos junto a él y se preguntó si aquel era el último acto. Contaban con las armas que habían destruido a los hermanos Bate, pero los tres estaban tan extenuados que parecían trapos. Ricky tenía los ojos cerrados, y echada hacia atrás, con los músculos flojos, su cara parecía una máscara fúnebre.
—¡Ricky! —Susurró Don.
—Un minuto. —La mano de Ricky tembló cuando la levantó para soplar sobre los dedos fríos. Luego aspiró, retuvo el aire unos instantes y lo dejó escapar—. Muy bien. Tú vas primero. Yo cierro la marcha.
Don se inclinó y levantó el hacha. Detrás de él Peter limpió la hoja de su cuchillo en una de sus mangas. Don localizó el primer escalón con una punta del pie entumecida y subió a él. Miró hacia atrás. Ricky estaba junto a Peter, apoyado en la pared de la escalera. Tenía otra vez los ojos cerrados.
—Señor Hawthorne. ¿Quiere quedarse aquí, abajo? —susurró Peter.
—Jamás.
Seguido por los otro dos, Don subió el primer tramo de escalones. Una vez, tres muchachos ricos que iniciaban su práctica del derecho y de la medicina, habían subido y bajado por aquellas escaleras. Cada uno de ellos había tenido cerca de veinte años en aquella década de los años veinte. Y por aquellas mismas escaleras había subido la mujer de quien estaban enamorados, como lo había estado él mismo de Alma Mohley. Llegó al segundo descansillo y miró con cautela por el ángulo en dirección al final del último tramo. Con parte de la mente, sintió deseos de ver una puerta abierta, un cuarto vacío, nieve que volase sin que nadie lo impidiese por un departamento vacío.
Lo que vio en lugar de ello le hizo retroceder. Peter miró y sobre su hombro e hizo un gesto afirmativo. Y por fin Ricky aparecio a su vez y miró por la puerta en el final de las escaleras.
Por debajo de la puerta se filtraba una luz fosforescente que iluminaba el descansillo y las paredes con un suave tono verdoso.
Silenciosamente llegaron desde el último escalón y quedaron dentro de esa luz fosforescente.
—A las tres —murmuró Don y levantó el hacha apenas arriba de su cabeza, Peter y Ricky hicieron un gesto, asintiendo.
—Uno, dos —Don aferró la parte superior de la baranda con su mano libre—. Tres.
Golpearon la puerta los tres al mismo tiempo y la puerta fue derribada bajo el peso.
Y cada uno oyó una palabra bien clara, pero la voz que la pronunció fue diferente para cada uno de ellos. La palabra era Hola.
18
Don Wanderley, atrapado en una distorsión inmensa, giró sobre los talones al oír la voz de su hermano. Caía a su alrededor una luz tibia y los ruidos del tránsito lo asaltaron. Tenía tan fríos los pies y las manos que temió que quizás estuviesen congelados, pero era verano. Verano en Nueva York. Reconoció la esquina casi en seguida.
Estaba en una de las calles Cincuenta del Este y era tan familiar porque cerca —en un lugar bastante cerca— había un café con mesitas al aire libre donde solía encontrarse con David siempre que viajaba a Nueva York.
No era una alucinación, no una alucinación común, por lo menos. Estaba en Nueva York y era verano. Don sintió un peso en la mano derecha y al mirar hacia abajo, vio que llevaba un hacha. ¿Un hacha? Pero, qué… Dejó caer el hacha como si hubiese saltado de su mano. Su hermano lo llamó:
—¡Don! ¡Aquí!
Sí, había estado acarreando un hacha… habían visto luz verde… había estado volviéndose, moviéndose con rapidez.
—¡Don!
Miró hacia el lado opuesto de la calle y vio a David, con aspecto de salud y prosperidad, de pie junto a una de las mesitas, sonriéndole y saludándolo con una mano. David vestía un traje liviano de color azul y unos anteojos de aviador le cubrían los ojos y sus patillas se perdían en el pelo rubio dorado.
—¡Despierta! —le gritó David por encima del rumor del tránsito.
Don se frotó la cara con sus manos heladas. Era importante no mostrar confusión delante de David. David lo había invitado a almorzar. David tenía algo que decirle.
¿Nueva York?
Sí, sí, era Nueva York y allí estaba David, mirándolo con aire divertido, feliz de verlo, lleno de cosas que contar. Don miró la acera. El hacha había desaparecido. Corrió entre los automóviles y abrazó a su hermano, oliendo a la vez a cigarros, champú, colonia fina. Estaba aquí y David se hallaba vivo.
—¿Cómo estás? —le preguntó David.
—No estoy aquí y tú estás muerto. —Esas palabras brotaron de su boca. David se mostró confuso, pero trató de disimularlo con otra sonrisa.
—Será mejor que te sientes, hermanito. No tienes que hablar ya así. —Tomándolo de un codo, David lo llevó hasta una silla debajo de las sombrillas. Un martini con hielo llenaba de escarcha el exterior de un vaso.
—Que no tengo que… —empezó a decir Don. Se sentó pesadamente en la silla, mientras el tránsito de Manhattan circulaba por la placentera calle de las Cincuenta. En la acera opuesta, por encima de la parte superior de los vehículos, leyó el nombre de un restaurante francés pintado en oro sobre vidrio negro. Hasta sus pies helados percibían que la acera estaba recalentada.
—Apuesto a que tienes calor —dijo David—. Te pedí un bife. ¿Está bien? Sé que no quieres comida demasiado suculenta —comentó, mirando con afecto a Don. Los modernos anteojos le ocultaban los ojos, pero el resto de la cara irradiaba cordialidad—. Dicho sea de paso, ¿te queda bien ese traje? Lo encontré en tu armario. Ahora que saliste del hospital, tendrás que comprarte ropa nueva. Usa mi cuenta corriente en Brooks, ¿quieres? —Don miró lo que llevaba puesto, un traje de verano de color tostado, una corbata rayada marrón y verde, mocasines marrones. Era todo un poco fuera de moda y gastado, junto a la elegancia de David.
—Ahora mírame y dime que estoy muerto —le dijo David.
—No estás muerto.
David suspiró, contento.
—Muy bien. Así me gusta. Me tenías preocupado con eso, hermano. Y ahora… ¿Recuerdas algo de lo que sucedió?
—No. ¿El hospital?
—Tuviste una de las mayores depresiones nerviosas que se haya visto, hermano. Estuviste al borde de la muerte. Pasó inmediatamente después de haber terminado tu libro, Centinela Nocturno.
—¿Centinela Nocturno?
—¿Qué otro? Perdiste todo contacto con la realidad, y cada vez que hablabas, decías locuras, que yo estaba muerto y que Alma era algo horrible y misterioso. Estabas fuera de órbita. Si no recuerdas nada se debe a los tratamientos de shock que te hicieron. Y ahora hay que estabilizaste otra vez. Hablé con el profesor Lieberman y dice que volverá a darte trabajo en otoño… Realmente te apreciaba, Don.
—¿Lieberman? No, dijo que yo era…
—Eso fue antes de que viese lo enfermo que estabas. Sea como fuere, te saqué de México y te interné en un hospital privado en Riverdale. Pagué todas las cuentas hasta que te curaste. Ya van a traer tu bife. Y es mejor que bebas ese martini. El tinto de aquí no es nada malo.
Con un gesto sumiso Don bebió unos sorbos de su bebida: aquel gusto familiar, helado, potente…
—¿Por qué tengo tanto frío? —preguntó a David—. Estoy helado.
—Consecuencias de la quimioterapia —le dijo David palmeándole la mano—. Me dijeron que te sentirías así durante uno o dos días, con frío, desorientado… ya pasará. Te lo prometo.
Llegó una camarera con la comida. David le permitió retirar su propio martini.
—Tenías todas estas ideas trastornadas —decía su hermano—. Ahora que estas bien otra vez, te chocarán. Creías que mi mujer era una especie de monstruo que me había matado en Amsterdam… estabas convencido. El doctor dijo que no podías encarar la idea de haberla perdido. Es por ello que nunca viniste a Nueva York a hablar del problema. Terminaste creyendo que lo que habías escrito en tu novela era la realidad. Después que enviaste el libro a tu agente, te quedaste sentado en tu cuarto del hotel, sin comer, sin bañarte… ni siquiera te levantabas para ir al cuarto de baño. Y tuve que ir hasta la ciudad de México a traerte.
—¿Qué estaba haciendo yo hace una hora? —le preguntó a David.
—Estabas recibiendo una inyección de sedante. Luego te metieron en un taxi y te enviaron aquí. Creí que te gustaría comer otra vez en este lugar. Algo que fuese familiar para ti.
—¿Estuve un año en el hospital?
—Casi dos. En los últimos meses, empezaste a progresar mucho.
—¿Por qué no lo recuerdo?
—Fácil. Porque no quieres. En cuanto a ti se refiere, naciste hace cinco minutos. Pero todo volverá poco a poco. Puedes recuperaste en nuestra casa de la isla… mucho sol, arena, unas mujeres… ¿Te gusta la idea?
Don parpadeó y miró a su alrededor. Todo su cuerpo estaba inusitadamente frío. Una mujer alta se acercaba caminando por la acera hacia ellos, arrastrada o poco menos por un enorme perro ovejero o a una correa. La mujer era esbelta y estaba quemada, llevaba los anteojos negros levantados sobre la frente y por un instante fue el símbolo de todo lo que es real, la esencia de todo lo que no es alucinación, imaginación, la imagen de la cordura. No era nadie de importancia, sino una desconocida, pero si lo que David le decía era verdad, representaba la salud.
—Verás a muchas mujeres —le dijo David, riendo casi—. No te quemes los ojos con la primera que se te cruza en el camino.
—Y ahora estás casado con Alma —afirmó Don.
—Desde luego. Se muere por verte. Y te diré una cosa —dijo David sonriendo y con un pedazo de carne muy bien cortado en la punta de su tenedor—. Se siente un poco halagada por ese libro tuyo. ¡Siente que ha hecho una contribución a la literatura! Y te diré algo más. —David acercó un poco su silla—. Piensa en las consecuencias de esto, si lo que decías en el libro era verdad. Si realmente existieran seres como ésos, y de todos modos, tú creías que existían, ¿sabes?
—Lo sé —repuso Don—. Yo creía que…
—Espera. Déjame terminar. ¿No te das cuenta de lo insignificantes que debemos parecerles? Vivirnos… ¿cuánto? Unos míseros sesenta o setenta años, quizá. Y ellos vivirán siglos… durante siglos. Y serían lo que quisieran ser. Nuestras vidas se producen en forma gratuita, merced a una combinación ciega de genes… ellos se hacen a voluntad. Nos detestarían y tendrían razón al hacerlo. Al lado de ellos, todos seríamos detestables.
—No —dijo Don—. Todo eso es errado. Son sanguinarios y crueles y viven de la muerte… —Tenía la sensación deque estaba por vomitar—. No puedes decir esas cosas.
—Tu problema es que sigues atrapado por la historia que te contaste a ti mismo… aunque hayas salido ahora de ella… la historia sigue merodeando por algún punto de tu memoria. Tu médico me contó que nunca había visto nada parecido… cuando tenías una crisis, la crisis se expresaba en una historia. Caminabas por un pasillo del hospital y sostenías conversaciones con gente que no estaba allí. Estbas involucrado en una especie de conspiración. Los médicos se impresionaron muchísimo. Les hablabas, y ellos te contestaban, pero tú volvías a responder como si estuvieras dirigiéndote a un individuo llamado Ricky. —David sonrió, agitando la cabeza con aire de asombro.
—¿Qué pasó al final de la historia?
—¿Qué?
—¿Qué paso al final de la historia? —Don bajó el tenedor y se inclinó hacia adelante para mirar atentamente el rostro mgenuo de su hermano.
—No te permitieron ir allá —explicó David—. Temían… dabas la impresión de estar buscando que te matasen. La verdad es que eso era parte de tu problema. Te inventaste unos seres fantásticos, hermosos, y luego escribiste tu propia inclusión en el relato en calidad de enemigo de esos seres. Pero jamás será posible derrotar algo de esa naturaleza. Por mucho que te esforzases, ellos ganarían siempre al final.
—No, eso no es… —dijo Don. Eso no era exacto. Recordaba tan sólo los vagos «contornos» de la «historia» a que David se refería, pero estaba seguro de que su hermano se hallaba equivocado.
—Tus médicos comentaron que fue la manera más interesante de suicidarse un novelista de que ellos tuviesen noticia. Por eso no podían llevar la cosa hasta el fin, ¿sabes? Tuvieron que arrancarte del intento.
Don estaba sentado como si estuviese en medio de un viento glacial.
—Hola. Bienvenido —dijo Sears—. Todos hemos tenido ese sueño, pero me imagino que eres el primero que lo tienes en una de nuestras reuniones.
—¿Qué? —preguntó Ricky, levantando la cabeza vivamente.
Estaba en la amada biblioteca de Sears, con sus anaqueles cerrados por vidrios, los sillones de cuero dispuestos en círculo, las ventanas oscuras. En seguida, Sears, frente a él, aspiró su cigarro y lo miró de una manera que reflejaba algo de exasperación. Lewis y John, con sus vasos de whisky y vestidos como Sears de smoking parecían sentirse más turbados que fastidiados.
—¿Qué sueño? —preguntó Ricky y agitó la cabeza. También él vestía traje de etiqueta: por el cigarro, por la calidad de la oscuridad, por mil detalles familiares, sabía que estaban en la fase final de una reunión de la Chowder Society.
—Te dormiste —dijo John—. Tan pronto como terminaste tu cuento.
—¿Cuento?
—Y luego —agregó Sears— me miraste de frente y me dijiste «estás muerto».
—Ah. La pesadilla —dijo Ricky—. Sí, recuerdo. ¿Dije eso? Vaya, qué frío tengo.
—A nuestra edad, todos tenemos mala circulación —señaló el doctor Jaffrey.
—¿Qué día es hoy?
—En verdad te dormiste —dijo Sears, arqueando las cejas—. Es el nueve de octubre.
—Y Don, ¿está aquí? ¿Dónde está Don? —Ricky miró desesperado por toda la biblioteca, como si el sobrino de Edward pudiese estar oculto debajo de un mueble.
—Realmente, Ricky —rezongó Sears—. Acabamos de votar en favor de escribirle, si puedes recordarlo. Es poco factible que aparezca antes de que le hayamos escrito.
—Tenemos que contarle acerca de Eva Galli —dijo Ricky, al recordar el voto—. Es esencial.
John sonrió apenas. Lewis se apoyó en el respaldo de su sillón y miró a Ricky como si sospechase que había perdido la razón.
—La verdad es que tienes los contrastes más increíbles —afirmó Sears—. Señores, como nuestro amigo necesita obviamente irse a dormir, propongo que levantemos la sesión.
—Sears —dijo Ricky, movido de pronto por otro recuerdo.
—Sí, Ricky.
—La próxima vez que nos reunamos, cuando nos reunamos en casa de John, no cuentes la historia en que estoy pensando. No puedes contarla. Tendrá las consecuencias más horrorosas.
—Quédate aquí un momento, Ricky —le ordenó Sears y al mismo tiempo acompañó a los otros dos que se retiraban.
Volvió con su cigarro encendido otra vez y una botella.
—Pareces necesitar un trago. Tiene que haber sido un sueño terrible.
—¿Estuve dormido mucho tiempo? —Ricky alcanzaba a oír, abajo en la calle, el ruido del Morgan de Lewis al ponerse en marcha.
—Diez minutos. No más. Y ahora, ¿qué es eso sobre mi cuento para la próxima vez?
Ricky abrió la boca, trató de recordar una vez más algo que había sido tan importante minutos antes y cayó en la cuenta de que debía de estar dando la impresión de ser un tonto.
—No lo recuerdo ya —dijo—. Algo referente a Eva Galli.
—Puedo asegurarte que no pensaba hablar de eso. No creo que ninguno de nosotros lo haga nunca y además estoy convencido de que es mejor así. ¿No lo crees?
—No, no. Tenemos que… —Ricky advirtió que estaba por mencionar otra vez a Don Wanderley y se ruborizó—. Supongo que fue, seguramente, parte de mi sueño. ¿Está abierta mi ventana, Sears? Estoy helándome. Además, me siento muy cansado. No alcanzo a imaginar qué…
—Edad. Ni mas ni menos. Estamos llegando al final de nuestro ciclo, Ricky. Todos nosotros. Hemos vivido ya lo suficiente, ¿no?
Ricky negó esto con la cabeza.
—John esta muriéndose ya. Lo ves en su rostro, ¿no?
—Sí, creí ver… —dijo Ricky al recordar un momento en los comienzos de la reunión— un plano de sombras que se deslizó por la frente de John.
—Y ahora dicho momento le pareció sumamente lejano.
—La muerte. Es lo que imaginaste ver. Es la verdad, mi viejo amigo. —Sears le sonrió con aire benévolo—. He estado pensando muchísimo en esto y el hecho de que hayas mencionado a Eva Galli… bueno, lo revive todo. Te diré lo que he estado pensando. —Sears chupó su cigarro y se inclinó con todo su peso hacia adelante—. Yo creo que Edward no murió por causas naturales. Yo creo que tuvo una visión de una belleza tan terrible y sobrenatural que el choque sufrido por su pobre organismo mortal lo mató. Creo que hace un año que andamos vagando por los bordes de la belleza que mencioné, con nuestros cuernos.
—No, belleza, no —dijo Ricky—. Es algo obsceno… algo terrible.
—Espera. Quiero que consideres la posibilidad de que exista otra raza de seres… seres poderosos, hermosos, que todo lo saben. Si existiesen, nos detestarían. Seríamos como ganado, comparados con ellos. Vivirían siglos… cien siglos, de tal manera que tú y yo seríamos niños para ellos. No estarían restringidos por el azar, la coincidencia o la ciega combinación de genes. Tendrían razón para detestarnos: junto a ellos, seríamos detestables. —Sears se levantó, depositó su vaso sobre la mesa y empezó a pasearse—. Eva Galli. Fue entonces cuando perdimos nuestra mejor oportunidad. Ricky, podríamos haber visto cosas que valian todas nuestras vidas patéticas.
—Ellos son más vanidosos aún que nosotros, Sears —señaló Ricky—. Ah, ahora lo recuerdo. Los Bate. Esa es la historia que no puedes contar.
—Ah, todo eso terminó ahora —dijo Sears—. Todo terminó ahora. —Acercándose a Ricky, se apoyó en su sillón para mirarlo—. Me temo —continuó— que a partir de ahora todos nosotros estamos… ¿Cómo se dice? ¿Hors de commerce, o bien hors de combat?
—En tu caso, estoy seguro de que es bors de combat —dijo Ricky, al recordar el papel que debía recitar. Se sentía enfermo, aterido y consciente de los estragos del peor resfrío sufrido en su vida, un resfrío que parecía humo en sus pulmones y pesaba sobre sus brazos como la nieve de todo un invierno.
Sears se inclinó hacia él.
—Eso se aplica a todos nostros, Ricky. Pero, con todo, nuestro viaje fue feliz, ¿no? —Quitándose el cigarro de la boca, extendió una mano para palpar el cuello de Ricky—. Imaginé haber visto ganglios inflamados. Tendrás suerte si no mueres de una pulmonía. —La mano maciza de Sears rodeó la garganta de Ricky.
Sin poder hacer nada, Ricky estornudó.
—Escúchame bien —le dijo David—. ¿Comprendes la importancia de esto? Te colocaste en una posición donde el único fin lógico es tu muerte. De manera que si bien imaginaste conscientemente a estos seres que inventaste como malvados, en el plano inconsciente advertiste que eran superiores. Es por ello que tu «cuento» era tan peligroso… Insconscientemente, según tu médico, viste que iban a matarte. Inventaste algo tan superior a ti que querías entregarles tu vida. Todo esto es peligroso, hermanito.
Don lo negó con la cabeza.
David bajó el tenedor y el cuchillo.
—Hagamos una prueba —dijo—. Yo puedo probarte que quieres vivir. ¿Quieres?
—Sé que quiero vivir. —Don contempló la calle, indiscutiblemente real, y vio la mujer indiscutiblemente real que caminaba por la acera opuesta, siguiendo siempre al perro ovejero. No, no caminaba por la acera de enfrente, según veía ahora, sino que bajaba de ella, como si se hubiese acercado a él. Era como una película que muestra a la misma extra en diferentes escenas, en diferentes papeles y que al sacudirnos con su presencia, nos recuerda que todo es algo ficticio. A pesar de ello, allí estaba, caminando con paso ágil detrás del hermoso perro, no algo ficticio, sino parte de la escena callejera.
—Lo probaré. Te apretaré la garganta y te asflxiaré. Cuando quieras que deje de apretar, dímelo.
—Qué ridículo.
David se estiró rápidamente por sobre la mesa y lo asió de la garganta.
—Basta —le dijo Don. Los músculos de David se pusieron tensos y en el mismo instante, David mismo se levantó de su silla, empujando la mesa. La garrafa de vino se volcó, el vino se derramó sobre el mantel. Ninguno de los otros comensales pareció darse cuenta de nada, sino que siguieron comiendo y conversando, con sus modales indiscutiblemente reales, introduciéndose bocados obviamente reales en sus bocas también reales—. Basta —intentó decir David otra vez, pero ahora las manos de David lo apretaban demasiado y no podía formular la palabra. El rostro de David era el de quien está escribiendo tranquilamente un informe o lanzando lejos su línea de pescar. Al mismo tiempo derribó la mesa con la cadera.
Y luego la cara de David dejó de ser tal para convenirse en la cabeza de un ciervo enorme, de una lechuza, o bien de ambas cosas.
A una distancia tan corta que le provocó un shock, alguien estornudó estrepitosamente a su lado.
—Hola, Peter. Conque quieres mirar detrás de escena. —Clark Mulligan retrocedió de la puerta de su cabina de proyección y lo invitó a entrar—. Me alegro de que lo haya traído, señora Barnes. No me visitan mucho aquí. ¿Qué pasa? Pareces algo confuso, Peter.
Peter abrió la boca, volvió a cerrarla.
—Yo…
—Podrías darle las gracias, Peter —dijo su madre con sequedad.
—Esa película lo asustó un poco, seguramente —observó Mulligan—. Tiene ese efecto sobre la gente. La he visto ya centenares de veces, pero sigue dándome miedo. No era nada, Peter. Sólo una película.
—¿Una película? —preguntó Peter—. No… estábamos subiendo las escaleras… —Al extender la mano, vio que tenía ella el cuchillo de caza…
—Allí es donde terminó el tambor. Ti madre dijo que te interesaba ver cómo se ve todo desde aquí arriba. Y como ustedes son las dos únicas personas en la sala, no tiene nada de malo hacerles el gusto, ¿no?
—Peter, ¿se puede saber qué haces con ese cuchillo? —le preguntó su madre—. Dámelo ahora mismo.
—No, tengo que… Mmmm… tengo que… —Peter retrocedió un paso y dirigió una mirada extraviada a toda la cabina de proyección. Una chaqueta de cordero colgaba de una percha. En la pared del fondo estaban fijos con tachuelas un calendario y un papel mimeografiado. Hacía tanto frío como si Mulligan estuviese proyectando la película en plena calle.
—Será mejor que te pongas cómodo, Peter —le dijo Mulligan—. Bien. Desde aquí puedes ver nuestros proyectores y el último tambor está listo para ser colocado. ¿Ves? Los preparo todos de antemano y cuando aparece una marquita en dos o tres imágenes del que está por terminar, sé que tengo tantos segundos para colocar el…
—¿Qué pasa al final? —preguntó Peter—. No alcanzo a aclarar dentro de la cabeza cuál es…
—Bah, mueren todos, desde luego —repuso Mulligan—. No hay otra manera de terminarlo, ¿no? Cuando los comparas con los que están combatiendo, parecen todos algo patéticos, ¿no? Son gente insignificante, que vive por accidente, después de todo, y lo que combaten es… bien, espléndido, en definitiva. Si ustedes quieren, pueden ver el final desde aquí, conmigo. ¿Está de acuerdo, señora Barnes?
—Será mejor para él —repuso la señora Barnes, acercándose con cautela hacia el muchacho—. No sé qué tipo de trance tuvo cuando estaba abajo. Dame ese cuchillo, Peter.
Peter ocultó el cuchillo detrás de la espalda.
—Ah, lo verá todo bien pronto, señora Barnes —aseguró Mulligan y levantó una palanca en el segundo proyector.
—¿Saben? —dijo Peter—. Estoy muriéndome de frío.
—Se rompió la calefacción. Yo corro peligro de tener sabañones aquí. ¿Saben? Bien, primero matan a esos dos, como es lógico, y después… pero debes verlo por ti mismo.
Peter se inclinó para mirar por la ranura en la pared y allí estaba el interior vacío del Rialto, allí el hueco haz de luz que se ensanchaba al aproximarse a la pantalla…
Junto a él un Ricky invisible estornudó muy fuerte y Peter tuvo conciencia de que todo volvía a cambiar, las paredes de la cabina de televisión se ondulaban, vio retroceder algo con una expresión de disgusto, algo con la cabeza enorme de un animal que retrocediese como si Ricky hubiese escupido sobre él y luego Clark Mulligan volvió a aparecer en su imagen real y dijo:
—La película tiene un punto defectuoso aquí, pero aquí está ya bien —pero su voz temblaba y la madre de Peter le decía una vez más:
—Dame el cuchillo, Peter.
—Es todo un truco —dijo Peter—. Es otro truco asqueroso.
—No seas grosero, Peter —lo reprendió su madre.
Clark lo miró con aire preocupado y cierta perplejidad retratada en el rostro. Peter, recordando un consejo de alguna vieja historia de aventuras, hundió su cuchillo en el gran estómago de Mulligan. Su madre gritó, derritiéndose ante sus propios ojos, como todo lo que le rodeaba y Peter apretó ambas manos alrededor del mango de cuero y lo levantó hacia arriba. Dejó escapar un grito de sufrimiento y pesar y Mulligan cayó hacia atrás sobre los proyectores, derribándolos de sus soportes.
19
—¡Sears! —dijo Ricky con voz anhelante. Le ardía la garganta—. ¡Ay, mis pobres amigos! —Por un momento todo había cobrado vida y su frágil mundo había vuelto a integrarse. La doble pérdida de sus amigos y de su mundo confortable reverberaba a través de todo su ser y las lágrimas brotaban ardientes de sus ojos.
—Mire, Ricky —oyó decir a Don y la voz era tan autoritaria que no pudo menos que volver la cabeza. Cuando vio lo que sucedía en el suelo del departamento, se sentó.
—Fue obra de Peter —oyó decir a Don cerca de él.
El muchacho estaba parado a unos dos metros de ellos. Tenía los ojos fijos en el cuerpo de una mujer tendida algo más lejos. Don estaba de rodillas, frotándose el cuello. Ricky miró a Don y vio reflejados en los ojos de éste el horror y el dolor, y por fin ambos miraron a Anna Mostyn.
Por un instante presentó el aspecto que había tenido la primera vez que la vieron en la oficina de recepción de Wheat Row una mujer joven con un bello rostro y cabellos oscuros. Ahora, hasta el viejo Ricky vio la inteligencia astuta y la falsa humanidad del rostro ovalado. La mano aferraba el mango de hueso que sobresalía exactamente debajo de su esternón. La sangre oscura manaba ya de la larga herida. La mujer se sacudía en el suelo, con el rostro crispado. Parpadeaba. Unos copos de nieve entraron por la ventana abierta y cayeron sobre cada uno de ellos.
Los ojos de Anna Mostyn se abrieron de pronto y Ricky se preparó, seguro de que ella diría algo, pero los hermosos ojos dejaron de enfocarlos y no parecían reconocer ya a ninguno de los tres. Una ola de sangre brotó de su herida, luego otra, que le cubrió el cuerpo y llegó a las rodillas de los dos hombres. Anna sonrió apenas y una tercera ola surgió de su cuerpo y formó un charco en el piso.
Por un instante tan sólo, como si el cadáver de Anna Mostyn fuese una película fotográfica, un diapositivo transparente dispuesto sobre otra sustancia, los tres vieron el agitarse de la vida a través de la piel —no como de un ciervo o una lechuza, no como un cuerpo humano o animal, sino como una boca abierta debajo de la boca de Anna Mostyn, y un cuerpo contenido dentro del ropaje sangriento de Anna Mostyn que se agitaba con feroz vitalidad. Era tan removido y variado como una mancha de petróleo en el mar y lanzó destellos furiosos hacia ellos durante los momentos que duró. Por fin se ennegreció y se disipó y sólo quedó en el suelo la mujer muerta.
En el segundo siguiente, el color del rostro pasó a una blancura de tiza y los miembros se curvaron hacia adentro, movidos por un hálito que los otros no percibían. La muerta se encogió como una hoja de papel arrojada al fuego y todo el cuerpo se curvó sobre sí mismo como los brazos y las piernas. La vieron agitarse y perder consistencia delante de sus propios ojos: se redujo primero a la mitad, luego a la cuarta parte de su tamaño normal y dejó ya de ser algo humano. Era solamente un trozo de carne torturada que se enroscaba y se encogía, movida y golpeada por aquel viento que nadie sentía.
El cuarto mismo del arruinado departamento dio la sensación de suspirar, con un suspiro sorprendentemente humano que pasó por lo que fuera que restaba de la garganta de Anna Mostyn. Una luz verdosa brilló frente a ellos y se levantó como la de mil fósforos encendidos. Y el resto del cuerpo de Anna Mostyn se agitó por última vez y desapareció dentro de sí mismo. Ricky, quien estaba ahora inclinado hacia adelante y apoyado sobre las manos y las rodillas, vio caer las partículas de nieve donde aquel cuerpo se había agitado en un vendaval para seguir a éste a la nada.
A trece cuadras de distancia, la casa frente a la de John Jaffrey en Montgomery Street estalló hacia adentro. Milly Sheehan oyó la explosión y cuando se acercó corriendo a la ventana del frente llegó a tiempo para ver la fachada de la casa de Eva Galli doblarse sobre sí misma como un cartón y luego desintegrarse en mil ladrillos que cayeron dentro de la hoguera que rugía ya por el centro de la casa.
—El lince —susurró Ricky. Don apartó los ojos del punto en el suelo donde Anna Mostyn se había convertido en aire y vio un gorrión posado en el alféizar de la ventana abierta. El pajarito inclinó la cabeza hacia un lado al verlos. Don y Ricky se arrastraban ya por el suelo hacia él, Peter, mirando siempre el espacio vacío. Entonces el gorrión levantó vuelo del alféizar y salió por la ventana.
—Se acabó, ¿no? —preguntó Peter—. Terminó todo ya. Y nosotros lo logramos.
—Sí, Peter —dijo Ricky—. Todo terminó ya.
Y por un instante los dos cambiaron miradas de comprensión mutua. Don se levantó y se acercó con pasos lentos hacia la ventana. Lo único que vio fue una tormenta que comenzaba a amainar. Volviéndose al muchacho lo abrazó.
20
—¿Cómo te sientes? —preguntó Don.
—Me preguntas cómo me siento —contestó Ricky, apoyado en las almohadas de su cama en el hospital de Binghamton. Una neumonía no es lo más divertido que hay. Tiene efectos negativos sobre el organismo. Te aconsejo que te abstengas de tener una.
—Haré lo posible —dijo Don—. Estuviste a punto de morir. Lograron habilitar la calle con el tiempo justo para acercar la ambulancia y traerte aquí. Si no hubieses sobrevivido, tendría que haber llevado a tu mujer a Francia esta primavera.
—No se lo digas a Stella. Vendrá corriendo y me arrancará los tubos de oxígeno —dijo Ricky con una sonrisa maliciosa—. Tiene tantas ganas de ir a Francia que hasta iría con un cachorro como tú.
—¿Cuánto tiempo tendrás que quedarte aquí?
—Dos semanas más. Aparte de cómo me siento, no estoy tan mal. Stella consiguió tener aterradas a todas las enfermeras y me cuidan muy bien. De paso, gracias por las flores.
—Te he extrañado mucho —le dijo Don—. Y Peter también te extraña.
—Gracias —dijo Ricky con sencillez.
—Es muy curioso todo este asunto. Me siento más cerca de ti y de Peter, y de Sears, creo que debería agregar, que de nadie desde que conocí a Alma Mobley.
—Ya sabes lo que opino sobre esto. Los eliminé a todos cuando ese doctor joven me dopó hasta la boca. La Chowder Society ha muerto, viva la Chowder Society. Sears me dijo una vez que le habría gustado no ser tan viejo. En ese momento me quedé un poco desconcertado, pero ahora estoy de acuerdo con él. Me gustaría ver madurar a Peter Barnes… me gustaría ayudarlo. Tendrás que hacer esto en mi nombre. Le debemos la vida, ¿sabes?
—Lo sé. Todo lo que no debemos a tu resfrío.
—Estaba completamente confuso, allá en el cuarto.
—También yo.
—Bien, gracias a Dios por haber tenido a Peter. Me alegro de que no se lo hayas dicho.
—Sí. Pasó ya bastante. Pero todavía queda un lince por matar.
Don asintió con la cabeza.
—Porque —prosiguió Ricky— de lo contrario ella volverá. Y seguirá volviendo hasta que todos nosotros y la mayoría de nuestras familias hayan muerto. Y por mucho que deteste tener que decírtelo, sospecho que la tarea te tocará a ti.
—Desde todo punto de vista —dijo Don—. En realidad fuiste tú quien destruyó a Gregory y a Fenny. Y Peter maté a su patrona. Yo debo ocuparme del resto.
—No te envidio la tarea, pero tengo fe en ti. ¿Tienes el cuchillo?
—Lo recogí del suelo.
—Me alegro. No me gustaría nada que se hubiese perdido. Te diré que en aquel cuarto horroroso creo haber visto la respuesta a uno de los enigmas que Sears y yo y el resto solíamos comentar. Creo que vi la razón del ataque cardíaco que sufrió tu tío.
—Yo también creo que la vi —dijo Don—. Por un solo segundo. No sabía que también tú lo advertiste.
—Pobre Edward. Seguramente entró en el cuarto de huéspedes de John, pensando que lo peor que habría de encontrar sería a su pequeña actriz acostada con Freddy Robinson. Pero en lugar de ello… ¿qué hizo la chica? Se arrancó la máscara.
Ricky estaba ahora muy fatigado y Don se levantó para irse. Dejó una pila de libros y una bolsa llena de naranjas sobre la mesa junto a la cama de Ricky.
—¡Don! —Hasta la voz del viejo estaba áspera de agotamiento.
—¿Qué?
—No pienses tanto en mimarme. Mata solamente un lince en mi nombre.
21
Tres semanas después, cuando por fin dieron de alta a Ricky del hospital, las tormentas habían cesado del todo y Milburn, libre ya del estado de sitio, convalecía y se reponía con la misma rapidez que el viejo abogado. Llegaban las mercaderías a los comercios y supermercados, Rhoda Flagler vio a Bitsy Underwood en el mercado «Bay Tree», se puso roja como un tomate y corrió hacia ella a pedir disculpas por haberle tirado del pelo.
—No es nada —dijo Bitsy—. Fueron días terribles. Seguramente te habría dado primero si hubieses llegado tú antes a ese maldito zapallo.
Las escuelas reabrieron sus puertas, los hombres de negocio y los banqueros volvieron a su trabajo, levantando sus persianas y enfrentando las montañas de papeles acumuladas en sus escritorios y, poco a poco, los aficionados al aerobismo y a la marcha reaparecieron en las calles. Annie y Anni, las dos hermosas camareras de Humphrey Stalladge lloraban la muerte de Lewis Benedikt, pero se casaron con los hombres con quienes vivían. Concibieron sus respectivos hijos con una semana de diferencia. Si llegasen a ser varones, los llamarían Lewis.
Algunos comercios no volvieron a abrir sus puertas. Unos pocos habían quebrado. Hay que pagar alquiler e impuestos en un comercio, aunque esté enterrado bajo una montaña de nieve. Otros cerraron por motivos más sombríos. Leota Mulligan consideró la posibilidad de manejar ella misma el Rialto, pero terminó vendiendo el cine a una cadena de salas y meses más tarde se casó con el hermano de Clark. Larry no era tan soñador como Clark, pero se podía contar con él, era buena compañía y le gustaba cómo cocinaba Leota. Ricky Hawthorne cerró sin mayor ruido su oficina, pero un abogado joven lo persuadió deque le vendiese el nombre de la firma, así como el prestigio de que gozaba. El nuevo titular volvió a tomar a Florence Quast y colocó nuevas chapas en la puerta del edificio. Hawthorne y James era ahora Hawthorne, James y Whittacker.
—Qué lástima que no se llame Poe —comentó Ricky, pero Stella no halló bueno el chiste.
Durante todo este tiempo, Don esperaba. Cuando vio a Ricky y a Stella, hablaron de los folletos de viajes que cubrían ahora la enorme mesa baja. Cuando vio a Petar Barnes, hablaron de Cornell, de los autores que estaba leyendo el muchacho y de la forma en que estaba adaptándose su padre a la ausencia de Christina. Dos veces Ricky y Don fueron en automóvil a Pleasant Hill y dejaron flores en todas las tumbas ocupadas después del entierro de John Jaffrey. Enterrados el uno al lado del otro en una hilera estaban Lewis, Sears, Clark Mulligan, Freddy Robinson, Harlan Bautz, Penny Draeger, Jim Hardie… tantas tumbas nuevas, tantas pilas separadas de tierra, todavía húmeda. Con el tiempo, cuando la tierra se asentase, habría losas en cada tumba. Christina Barnes estaba sepultada algo más lejos debajo de otro montón de tierra húmeda, en la mitad de un lote doble adquirido por Walter Barnes. La familia de Elmer Scales estaba algo más cerca de la cima de la colina, en el lote familiar adquirido entre los primeros por el abuelo de Elmer. Un ángel de piedra carcomido por el tiempo velaba sobre ellos. Allí también depositaron flores.
—Ni rastros de lince por ahora —comentó Ricky cuando volvían a la ciudad.
—Ni un lince —dijo Don. Ambos sabían que cuando apareciera, no sería un lince y que la espera podría durar meses, años.
Don leía mucho, esperaba con placer las cenas en casa de Ricky y Stella, miraba series completas de películas en el televisor (Clark Gable con una chaqueta de caza en los trópicos, transformándose en Dan Duryea en un traje muy entallado y reemplazado a su vez por un elegante y simpático Fred Astaire en un smoking digno de la Chowder Society) y descubrió que no podía escribir. Esperaba. A veces despertaba en mitad de la noche, sollozando. También él debía curarse.
En la mitad de marzo, en un día sombrío y tormentoso como los que habían soportado él y la Chowder Society, una camioneta postal le entregó un pesado paquete de una compañía de alquiler de películas de Nueva York. Le había llevado dos meses encontrar una copia de Perla de China.
Preparó el proyector de su tío, intaló la pantalla y vio que le temblaban tanto las manos que había necesitado tres intentos para encender un cigarrillo. Sólo una serie de movimientos necesarios para colocar en el proyector la única película hecha por Eva Galli trajeron a su memoria la aparición de Gregory Bate en el Rialto, donde todos ellos podrían haber muerto. Descubrió, asimismo, que temía comprobar que Eva Galli tenía la cara de Alma Mobley.
Había conectado los parlantes, por si acaso hubiesen agregado sonido a la película muda, ya que databa de 1925. Cuando hizo funcionar el proyector y se sentó en el sillón con un vaso de whisky para calmar sus nervios, notó que la compañía distribuidora había alterado el original. No se trataba solamente de Perla de China, pues se había agregado sonido y comentario y la pelicula figuraba con el número treinta y ocho en una serie llamada Clásicos del Cine Mudo. Esto significaba, seguramente, que la película estaba bastante recortada.
«Uno de los grandes astros de la era del cine mudo fue Richard Barthelmess», dijo la voz sin inflexiones del comentarista y la pantalla mostró al actor caminando por la reproducción de una calle de Singapur. Iba rodeado de filipinos y japoneses de Hollywood vestidos de malayos, aunque se suponía que eran chinos. Pasó luego el orador a describir la carrera de Barthelmess y luego resumió una historia sobre un testamento, una perla robada, una falsa acusación de asesinato: habían suprimido el primer tercio de la película. Barthelmess estaba en Singapur buscando al verdadero asesino, quien había robado «la famosa perla de Occidente». Lo secundaba Vilma Banky, dueña de un bar «frecuentado por la escoria de los muelles», pero quien por ser una muchacha de Boston, «tiene un corazón tan grande como Cape Cod…»
Don hizo callar los parlantes. Durante diez minutos contempló al actor, menudo y con los labios pintados, mirar con ojos de carnero degollado a Vilma Banky, derribar a la «escoria de los muelles», desplazarse en bote. Esperaba poder reconocer a Eva Galli si aparecía en esta versión cortajeada. El bar de Vilma Banky cobijaba a un número de mujeres que se enroscaban en los clientes y con aire lánguido bebían de altos vasos. Algunas de estas prostitutas eran feas; algunas de ellas, deslumbrantes: cualquiera de ellas, suponía Don, podría haber sido Eva Galli.
Pero entonces apareció una muchacha recortada contra el marco de una puerta del bar y con un fondo de niebla de estudio a sus espaldas e hizo una mueca mirando la cámara. Don vio el rostro sensual y de ojos enormes y sintió que se le helaba el corazón. Rápidamente hizo funcionar el sonido otra vez.
«… la notoria Sal de Singapur», decía el comentarista. «¿Atrapará al protagonista?». Desde luego, no era la notoria Sal de Singapur, invención de quienquiera que hubiese preparado el absurdo comentario. El sabía, en cambio, que era Eva Galli. Caminó con pasos elegantes delante del bar y se aproximó a Barthelmess. Le acarició la mejilla y cuando él le apartó la mano, se sentó en sus rodillas y levantó una pierna bien alta. El actor la dejó caer al suelo. «Así terminó Sal de Singapur», dijo satisfecho el comentarista.
Don desconectó otra vez el sonido de un tirón, detuvo la proyección y volvió a pasar la película desde la entrada de Eva Galli. Otra vez miró toda la toma.
Había pensado que sería hermosa, pero no lo era. Debajo del maquillaje, era una muchacha común, más o menos bonita. No se parecía en lo más mínimo a Alma Mobley. Se había divertido representando ese papel, según pudo apreciar, el papel de una muchacha ambiciosa que interpretaba un papel. ¡Cuánto habría gozado de ser estrella! Como Ann-Veronica Moore, había jugado otra vez con el mismo tema. Hasta Alma Mobley habría sido apta para ser actriz de cine. La cara pasiva y bella podría haberse adaptado a muchísimos papeles. Pero en 1925 se había equivocado, cometido un error. Las cámaras mostraban demasiado, y lo que se veía al mirar la pantalla era una mujer joven y no muy atrayente. Tampoco Alma había sido simpática y Anna Mostyn misma, observada con atención, como en la fiesta de los Barnes, daba la impresión de ser fría y perversa, motivada por una fuerte voluntad. Por un tiempo podían despertar amor humano, pero nada en ellas era capaz de retribuirlo. Lo que se veía, en definitiva, era lo vacías que eran y podrían disimular esto algún tiempo también, pero nunca en forma definitiva y en ello residía el gran error, el error de su existencia. Don se creía capaz de reconocerlo en cualquier parte ahora, en cualquier centinela nocturno que fingiese ser un hombre o una mujer.
22
En los primeros días de abril Peter Barnes vino a visitarlo. El muchacho, que aparentemente había estado recuperándose del invierno terrible, se sentó pesadamente en una silla y se cubrió el rostro con las manos.
—Lamento interrumpirte. Si estás ocupado, me iré.
—Siempre puedes venir a verme —le dijo Don—. Nunca debes pensarlo dos veces. Lo digo sinceramente, Peter. Nunca sentiré otra cosa que alegría al verte. Te lo aseguro.
—Esperaba que dijeras algo así. Ricky se va dentro de una o dos semanas, ¿no?
—Sí. Los llevaré al aeropuerto el próximo viernes. Los dos están entusiasmados con el viaje. Pero si quieres ver a Ricky ahora, no tengo más que llamarlo por teléfono. Vendrá.
—No, por favor —repuso el muchacho—. Es bastante ya que te moleste a ti…
—Por amor de Dios, Peter —dijo Don—. ¿Qué sucede?
—Nada. Me he sentido muy mal en los últimos tiempos. Por eso quería verte.
—Me alegro de que hayas venido. ¿Qué pasa?
—Todo el tiempo veo a mi madre. Quiero decir que sueño con ella todo el tiempo. Es como si estuviese otra vez en casa de Lewis y veo otra vez a Gregory Bate asiéndola y sueño siempre con el aspecto de Bate cuando estaba en el suelo del Rialto. Todos esos trozos de él que se movían. Que no querían morir. —Peter estaba a punto de llorar.
—¿Hablaste de esto con tu padre?
Peter hizo un gesto afirmativo.
—Lo intenté. Quería contarle todo, pero no escucha. No escucha con atención. Me mira como si yo tuviese cinco años y estuviese contándole unos disparates que he inventado. Me callé, entonces, antes de haber empezado, en realidad.
—No puedes culparlo mucho, Peter. Nadie que no hubiese estado con nosotros podría creerlo. Si puede escuchar alguna parte de la historia sin pensar que estás loco, basta. Parte de él te escuchaba, seguramente. Puede ser que parte de él te crea. Te diré que hay otro problema, además. Creo que temes que si renuncias al horror y al temor, renunciarás al mismo tiempo a tu madre. Tu madre te quería. Pero ahora está muerta y murió de un modo terrible, pero te dio su amor durante diecisiete o dieciocho años y eso es mucho amor. Lo único que puedes hacer es proseguir acompañado por ese amor.
Peter asintió.
—Una vez —prosiguió Don— conocí a una muchacha que pasaba todo el día en la biblioteca y afirmaba tener una amiga que la protegía contra lo vil. No sé qué fue de su vida, pero sé, en cambio, que nadie puede proteger a los demás contra la vileza. Ni contra el dolor. Lo único que puedes hacer es no permitir que te quiebre en dos partes y proseguir hasta llegar al otro lado.
—Sé que es verdad —dijo Peter—, pero hacerlo me parece tan difícil…
—Estás haciéndolo ahora mismo. Venir aquí y hablar conmigo es parte de llegar al Otro lado. Ir a Cornell será otra gran parte. Tendrás tanto trabajo que no tendrás tiempo de cavilar sobre Milburn.
—¿Te veré otra vez? ¿Cuando esté ya en la universidad?
—Puedes venir a verme todas las veces que quieras. Y si no estoy aquí, te escribiré para que sepas mi nueva dirección.
—Me alegro —dijo Peter.
23
Ricky le envió postales desde Francia. Peter siguió visitándolo, pero poco a poco Don vio que el muchacho estaba dejando a los hermanos Bate y Anna Mostyn perderse en el fondo de sus experiencias. Con el buen tiempo y con una nueva amiga que también estudiaría en Cornell, Peter comenzó a aflojarse.
Pero era una paz falsa y Don seguía esperando. Nunca dejaba a Peter ver su propia tensión, pero dicha tensión aumentaba semana tras semana.
Había vigilado a las personas recién llegadas a Milburn y conseguido inspeccionar a todos los turistas que se alojaban en el hotel Archer, pero ninguno de ellos le había provocado la sensación de temor proyectada por Eva Galli a través de cincuenta años. Varias noches después de haber estado bebiendo demasiado, marcó en el dial el número telefónico de Florence de Peyser y dijo:
—Anna Mostyn murió.
La primera vez, la persona en el otro extremo de la línea se limitó simplemente a colgar el receptor. La segunda vez, una voz femenina preguntó:
—¿No habla el señor Williams del Banco? Creo que el préstamo está por ser cancelado, señor Williams. —La tercera vez, la voz de una operadora le dijo que habían pasado ese teléfono a un número que no figuraba en las nóminas de abonados.
La otra mitad de su ansiedad derivaba del hecho de que estaba quedándose sin dinero… No tenía en el Banco más de doscientos o trescientos dólares… y ahora que había vuelto a beber demasiado, esta suma duraría sólo un par de meses. Después tendría que buscar trabajo en Milburn y, cualquiera que fuese, le impediría patrullar las calles y las casas de comercio, en busca del ser cuya llegada le había anunciado Florence de Peyser.
Todos los días pasaba dos o tres horas, ahora que hacía buen tiempo, sentado en un banco cerca del sector de juegos infantiles de la única plaza de Milburn. Se decía que debía recordar la escala del tiempo de ellos. Debía recordar que Eva Galli se había concedido cincuenta años para atrapar a la Chowder Society. Un niño que creciese sin ser advertido en Milburn podría conceder a Peter Barnes y a él mismo quince o veinte años de aparente tregua, antes de comenzar a jugar con ellos. Y para entonces, sería alguien a quien todo el mundo conociese. Tendría un lugar en Milburn. No sería tan visible como alguien de afuera. Esta vez, el centinela nocturno desplegaría mayor cautela. El único límite en el tiempo residía en que querría actuar antes de que Ricky muriese por causas naturales. En vista de ello, tendría que estar pronto ya dentro de unos diez años.
¿Qué edad tendría que tener ahora? Ocho o nueve años. Diez, quizá.
Si acaso…
24
Y así fue como la encontró. Al principio tuvo dudas, mientras observaba a la niña que apareció en el sector de juegos esa tarde. No era bonita, ni aun atrayente: morena y reconcentrada, con ropa que nunca parecía estar limpia. Los otros niños la evitaban, pero los niños suelen hacerlo. Y su aire de estar aparte de ellos, cuando se mecía describiendo arcos en un columpio o bien saltaba hacia arriba y hacia abajo en un sube y baja vacío, bien podría ser la reacción defensiva de una niña normal frente al rechazo.
Era posible, no obstante, que los niños fuesen más rápidos para identificar verdaderas diferencias que los adultos.
Sabía que debería decidirse pronto. No le quedaban en el Banco más de ciento veinticinco dólares. Pero si se llevaba a la niña y descubría que se había equivocado, ¿en qué quedaría convertido? ¿En un maniático? Comenzó a llevar el cuchillo atado a la cintura debajo de la camisa cuando iba al parque.
Aun cuando estuviese en lo cierto y aquélla fuese el «lince» de Ricky, ella podía aferrarse al papel que representaba ahora. Si Don se la llevaba, podría causarle un daño irreparable al no revelar nada y esperar que la policía los localizase. El caso era que el centinela nocturno los quería muertos. Si él estaba en lo cierto, no creía que ella permitiría que la policía o el sistema legal lo castigase en lugar de ella. Le agradaban los desenlaces más espectaculares.
La niña parecía no advertir su presencia, pero comenzó a aparecer en sus sueños, sentada cerca de él, mirándolo impasible, y Don imaginaba que aun cuando estaba sentada en un columpio, absorta en apariencia en el juego, estaba espiándolo a hurtadillas.
Tenía sólo un elemento de juicio que indicase que no era la niña como todas que aparentaba ser y Don se aferraba a dicho elemento con la desesperación de un fanático. La primera vez que la vio, había sentido una ola de frío.
Se convirtió en una presencia permanente en el parque, un hombre inmóvil que nunca se hacía cortar el peio y rara vez se afeitaba y al cabo de varias semanas de verlo allí, en aquel banco, era tan normal como ver la hilera de columpios. Ned Rowles había escrito un breve artículo sobre él en «El ciudadano» al comenzar la primavera, y por ello todos lo reconocían y nadie lo molestaba, ni lo hacían retirarse con la policía. Era escritor, presumiblemente estaba preparando un libro y tenía una propiedad en Milburn. Si la gente lo hallaba raro, le agradaba tener un excéntrico famoso en la ciudad. Además, todos sabían que era amigo de los Hawthorne.
Don cerró su cuenta bancaria y retiró todo el dinero que le quedaba en efectivo. No podía dormir, ni aun cuando bebía. Sabía que estaba recayendo en los síntomas de su crisis nerviosa después de la muerte de David. Todas las mañanas se colocaba el cuchillo con ayuda de tira adhesiva en un costado, antes de ir caminando al parque.
Sabía que si no actuaba, llegaría el día en que no seria capaz de abandonar la cama. La indecisión se apoderaría otra vez de cada átomo de su vida. Lo paralizaría. Esta vez no podía liberarse de la parálisis escribiendo.
Una mañana hizo un gesto a uno de los chicos y el niño se acercó con aire tímido.
—¿Cómo se llama esa chica? —preguntó, señalándola. El niño parpadeó, agitó los pies en el polvo y repuso:
—Angie.
—¿Angie qué?
—No sé.
—¿Por qué no juega nadie con ella?
El niño entrecerró los ojos para mirarlo, con la cabeza hacia un lado. Cuando decidió que podía confiar en Don, se inclinó con un gesto simpático y se rodeó la boca con las manos, como para revelar un secreto sombrío.
—Porque es horrible —repuso y huyó brincando. La niña estaba en el columpio, hamacándose, ida, vuelta, ida, vuelta, más alto, más alto, sin prestar atención a nada.
Angie. Sentado con sus ropas transpiradas bajo el cálido sol de las once, Don se quedó inmóvil, helado.
Esa noche, en mitad de una pesadilla atormentadora, Don se cayó de la cama y se levantó trastabillando. Se llevó las manos a la cabeza, pues la sentía como si se le hubiera fracturado como un plato que hubiesen dejado caer. Fue a la cocina a buscar aspirina y un vaso de agua y vio —o imaginó ver— a Sears James sentado a la mesa del comedor y jugando al solitario. La alucinación lo miró con aire disgustado y le dijo:
—Sería hora ya de que se te aclarasen las cosas, ¿no?
Dicho esto, reanudó su juego de naipes.
Don volvió al dormitorio y comenzó a meter ropa dentro de una valija y sacando el cuchillo de arriba de la cómoda, lo envolvió en una camisa y también lo metió en la valija.
A las siete de la mañana, por resultarle imposible ya esperar más, fue al parque en su automóvil y una vez en su banco, esperó.
La niña apareció, caminando por el pasto húmedo, a las nueve. Vestía un gastado vestidito rosado que había visto muchas veces ya y caminaba con rapidez, absorta en su aislamiento. Estaban solos por primera vez desde que Don tuvo la idea de observar el sector de juego del parque. Cuando Don tosió, la niña lo miró con fijeza.
Y Don creyó comprender entonces que todas esas semanas en las que él había permanecido sentado allí, pegado al banco y temiendo por su propia salud mental, mientras ella jugaba sola, ensimismada, concentrada, había sido parte del juego de la niña. Hasta la duda (que no se le disipaba del todo) era parte del juego. Lo había fatigado, debilitado, torturado como seguramente había torturado a John Jaffrey antes de persuadirlo de que saltase del puente al río helado. Si estaba en lo cierto.
—Oye —dijo.
La niña se sentó en un columpio y lo miró a través del sector de juego.
—Ven aquí.
La niña se levantó de la silla del columpio y se acercó. No podía evitarlo… le inspiraba miedo. Se detuvo a cincuenta centímetros de él y lo miró con ojos inescrutables, oscuros.
—¿Cómo te llamas?
—Angie. Nadie me habla nunca.
—¿Angie qué?
—Angie Messina.
—¿Dónde vives?
—Aquí. En la ciudad.
—¿Dónde?
Angie señaló vagamente hacia el oeste, en la dirección del Hollow.
—¿Vives con tus padres?
—Murieron.
—Entonces, ¿con quién vives?
—Con gente.
—¿Alguna vez oíste hablar de una mujer llamada Florence de Peyser?
Angie hizo un gesto negativo con la cabeza. Quizá fuese verdad, quizá, no.
Don levantó los ojos hacia el sol, bañado en sudor, sin poder hablar.
—¿Qué quieres? —le preguntó la niña.
—Quiero que vengas conmigo.
—¿A dónde?
—A andar en auto.
—Bueno —dijo la niña.
Tembloroso, Don se levantó. Qué fácil. Qué fácil. Nadie los vio alejarse.
¿Qué es la peor cosa que hiciste en tu vida? ¿Secuestraste a una niña desamparada y la llevaste, sin dormir, comiendo apenas, robando dinero cuando se acabó el tuyo?… ¿Le pusiste un cuchillo contra el pecho huesudo?
¿Qué fue lo peor? No fue la acción, sino las ideas relacionadas con la acción, la película violenta que se desenvolvía en tu mente.