Frederick Hawthorne
1
Ricky marchaba hacia su casa, sorprendido de ver el anuncio de la nieve en el aire. «Será un invierno infernal», pensó. «Todas las estaciones están volviéndose raras». En el resplandor que rodeaba el farol callejero en el extremo de la calle Montgomery, los copos de nieve giraban, caían y se pegaban al suelo un instante antes de fundirse. El aire frío se introducía dentro de su sobretodo de tweed. Debía caminar media hora y lamentaba no haber sacado su automóvil, el viejo Buick que Stella se complacía en no tocar jamás. Las noches frías, acostumbraba trasladarse en el automóvil. Esta noche, no obstante, había querido disponer de tiempo para pensar. Tuvo la intención de interrogar detenidamente a Sears acerca del contenido de su carta a Donald Wanderley y debía planear una táctica. Ahora sabía que no había hecho lo que pensaba. Sears le había dicho simplemente lo que quería hacer y nada más. Con todo, desde el punto de vista de Ricky, el mal estaba hecho ya. ¿Qué objeto tenía ahora saber en qué términos estaba redactada la carta? Se sorprendió a sí mismo al dejar escapar un fuerte suspiro y comprobó que su aliento había hecho volar unos cuantos copos de nieve de gran tamaño y describir complicadas evoluciones antes de posarse y derretirse.
En los últimos tiempos todos los relatos, inclusive los propios, le provocaban una tensión que duraba horas después. Esa noche sentía algo más que esto. Esa noche sentía ansiedad. Las noches de Ricky eran ahora invariablemente horrorosas, pues los sueños que había mencionado a Sears lo perseguían hasta el alba y no abrigaba dudas de que los cuentos que cambiaban él y sus amigos daban sustancia a esas pesadillas. A pesar de ello, creía que su ansiedad no se debía a sus sueños. Tampoco se debía a los cuentos, si bien el de Sears había sido peor que muchos. Todas las historias que contaban estaban volviéndose cada vez peores. Se asustaban mutuamente cada vez que se reunían, pero seguían haciéndolo porque de lo contrario habría sido más alarmante aún. Era reconfortante estar juntos, ver cómo soportaba las cosas cada uno de ellos. Hasta Lewis estaba asustado. De lo contrario, ¿por qué habría votado en favor de escribirle a Donald Wanderley? Era esto, saber que la carta estaba ya en camino, latiendo en una saca de correspondencia en algún lugar, que ponía a Ricky especialmente ansioso.
«Tal vez debería haber abandonado esta ciudad hace años», reflexioné al mirar las casas frente a las cuales pasaba. Había muy pocas cuyo interior no conociese por haberlas visitado una vez, por lo menos, por motivos de negocios o bien sociales, para ver a un cliente o para asistir a una cena. «Tal vez debí haberme ido a Nueva York cuando me casé, como quería Stella». Para Ricky ésta era una idea de flagrante deslealtad. Sólo en forma gradual y nunca del todo, había logrado convencer a Stella de que la vida de ellos estaba en Milburn, junto a Sears James y en el estudio de abogados de ambos. El viento frío le azotaba el cuello y le tiraba del sombrero. A la vuelta de la esquina, más adelante, vio el largo Lincoln de Sears estacionado junto al cordón de la acera. En la biblioteca de su amigo había luz aún. Sears no podría dormir, seguramente, especialmente después de haber contado una historia como la de esa noche. A esta altura, todos conocían los efectos de volver a vivir hechos pasados.
«Pero no se trata solamente de las historias», pensé. «No, tampoco se trata solamente de la carta. Algo va a suceder». Era por esa razón que relataban esas historias. Ricky no era muy aficionado a los presagios, pero el temor del futuro que había sentido semanas antes cuando estaba conversando con Sears volvió a asaltarlo con violencia. Era por ello que se le había ocurrido la posibilidad de abandonar la ciudad. Se internó en la avenida Melrose. Presumiblemente la llamaban «avenida» por los grandes árboles que la bordeaban. Sus ramas se prolongaban como brazos y estaban teñidas de color anaranjado por los faroles. Durante el día se les habían caído las últimas de las hojas. Algo va a sucederle a toda la ciudad. Sobre la cabeza de Ricky gimió una rama. Un camión cambió de velocidad muy lejos, a sus espaldas, seguramente en la Ruta 17. En esas noches frías los ruidos se oían desde muy lejos en Milburn. Al seguir caminando, vio las ventanas iluminadas de su propio dormitorio, en el segundo piso de su casa. Le dolían los ojos y la nariz de frío. «Después de una vida tan larga y llena de sentido común», se dijo, «no es posible que te vuelvas místico, amigo. Todos necesitaremos de la mayor cantidad de razón que podamos utilizar».
En aquel momento, próximo al lugar donde se sentía más seguro y armado mentalmente con esta sensación, tuvo la impresión de que alguien lo seguía, de que alguien aguardaba en la esquina, mirándolo con odio. Sentía ojos fríos que lo miraban con fijeza y se le ocurría que los ojos flotaban sin cuerpo, ojos simplemente, que lo seguían. Sabía qué expresión tendrían esos ojos claros, pálidos, relucientes que flotaban en el mismo nivel que los suyos. Su falta de emoción sería terrible… serían como los ojos de una máscara. Se volvió, al imaginar que los vería, tan grande era la sensación de que estaban allí. Avergonzado, advirtió que temblaba. Como era lógico, la calle se encontraba desierta. No era más que una calle desierta, aun en esa noche oscura y tan común como un cachorro ordinario.
«Esta vez sí que te arruinaste», pensó. «Tú y esas historias tétricas que contó Sears». ¡Ojos! Parecía algo de una de esas viejas cintas de Peter Lorre. Los ojos de… ¿Gregory Bate? Qué diablos… Las manos de Orlac. «Es bien claro, Ricky», se dijo. «No pasará absolutamente nada, no somos más que cuatro viejos locos que estamos perdiendo el sentido de las cosas. Imaginar que yo supuse…»
Sin embargo, no había imaginado que los ojos estaban detrás de él, mirándolo. Se trataba de una convicción.
«Qué disparate», dijo, pensando en voz alta. Con todo, se metió en su casa con mayor rapidez que de costumbre.
La casa estaba oscura, como siempre durante las noches de reunión de la Chowder Society. Al palpar a tientas el borde del sofá, Ricky evitó tropezar con la mesa baja delante de él que otras noches había sido origen de infinidad de magulladuras. Una vez salvado sin dificultad ese obstáculo, se volvió hacia el comedor y lo atravesó para entrar en la cocina. Allí podía encender la luz sin peligro de despertar a Stella. También podría encender la luz después, en el piso alto de la casa, en el cuarto de vestir que, junto con la horrorosa y lustrada mesa baja italiana para tomar el café, era uno de los últimos caprichos de su mujer. Como había señalado, los armarios de ambos estaban demasiado repletos, no tenían lugar para guardar las ropas fuera de estación y el pequeño dormitorio junto al de ellos no volvería a usarse como tal nunca, seguramente, ahora que Robert y Jane se habían ido. Así pues, por ochocientos dólares, lo habían hecho transformar en cuarto de vestir, con largas barras para colgar prendas, espejos y una alfombra nueva muy mullida. El cuarto de vestir había probado algo a Ricky: como Stella había afirmado una vez, en realidad tenía casi tanta ropa como ella. Fue más bien una sorpresa para él, tan desprovisto de vanidad que no había tenido conciencia de su propia inclinación a ser un dandy.
Una sorpresa más inmediata fue descubrir que le temblaban las manos. Había estado por prepararse una taza de té de tilo, pero cuando vio cómo le temblaban las manos, sacó una botella de un armario y se sirvió una pequeña cantidad de whisky. Viejo idiota… Pero insultarse no servía para nada y cuando se acercó el vaso a los labios, las manos seguían temblándole. Era ese maldito aniversario. El whisky tenía gusto a aceite de motores Diesel y debió escupirlo en la pileta. Pobre Edward. Enjuagó el vaso, apagó la luz y fue arriba a oscuras.
Una vez en piyama salió del cuarto de vestir y atravesó el vestíbulo de arriba para entrar en su dormitorio. Abrió la puerta sin hacer ruido. Stella estaba tendida, respirando en forma suave y acompasada, en su lado de la cama. Si lograba llegar a su propio lado sin tropezar con una silla o hacer caer las botas de ella, o rozar el espejo y sacudirlo, podría acostarse sin despertarla.
Consiguió hacerlo y con mucho cuidado se metió debajo de las frazadas. Con gran suavidad, acarició el hombro desnudo de su mujer. Era bien probable que en aquel momento tuviese un amante, o por lo menos estuviese en medio de una de sus relaciones sentimentales más serias. Ricky suponía que había vuelto a reanudar su relación con el profesor a quien había conocido hacía aproximadamente un año. Estaban esos silencios anhelantes en el teléfono, tan característicos de él. Hacía mucho tiempo Ricky había decidido que había muchas cosas peores que tener una mujer que de vez en cuando se acostaba con otro. Tenía su vida y él ocupaba una gran parte de ella. A pesar de lo que había sentido y expresado a Sears dos semanas atrás, no haber estado casado habría significado para él una pérdida.
Se estiró, en espera de lo que sabía que sucedería. Recordó la sensación de los ojos que le penetraban la espalda. Sintió deseos de que Stella lo ayudase, lo reconfortase de alguna manera, pero como no deseaba alarmarla o preocuparla y por haber tenido antes la certeza de que terminarían con cada nuevo día que pasaba, aparte de que eran suyas en un sentido único y privado, nunca le había hablado de sus pesadillas. Este era Ricky Hawthorne disponiéndose a dormir: tendido de espaldas, el rostro inteligente sin signos de emoción alguna, las manos bajo la nuca, los ojos abiertos. Cansado, aprensivo, celoso, con temor.
2
En su cuarto del hotel Archer, Anna Mostyn se detuvo junto a la ventana a contemplar los copos que caían muy separados sobre la calle. A pesar de que había apagado la luz del cielo raso y era pasada la medianoche, estaba enteramente vestida. Había dejado caer el largo abrigo sobre la cama, como si acabase de llegar o estuviese por salir.
Junto a la ventana, fumaba una mujer alta y atrayente con pelo oscuro y ojos azules, algo rasgados. Veía Main Street, la calle principal, en casi toda su extensión, la plaza desierta sobre un costado, con sus bancos vacíos y sus árboles desnudos, los escaparates negros de los comercios, el restaurante Village Pump y la gran tienda. Dos cuadras más allá, una luz de tránsito cambió a verde sobre la calle desierta. Main Street se prolongaba ocho cuadras, pero los edificios eran visibles tan sólo como escaparates oscuros o como edificios de oficinas. En el extremo opuesto de la plaza alcanzaba a ver los frentes negros de dos iglesias que se levantaban amenazadoras sobre las copas de los árboles sin hojas. En la plaza, una estatua de bronce de un general de las Guerras de la Independencia hacía un gesto grandilocuente con su mosquete.
«¿Esta noche o mañana?», se preguntó, mientras fumaba su cigarrillo y contemplaba la ciudad.
Esta noche.
3
Cuando por fin Ricky Hawthorne concilió el sueño, fue como si no estuviese, simplemente soñando, sino como si en realidad lo hubiesen levantado en vilo, estando aún despierto, para trasladarlo a otra habitación en otra casa. Estaba acostado en un cuarto desconocido, esperando que algo sucediera. El cuarto parecía abandonado, parte de una casa abandonada. Sus paredes y piso eran tablas desnudas. La ventana era sólo un marco vacío y la luz del sol se filtraba por una serie de resquicios. Las motas de polvo bailaban bajo esos crudos rayos de luz. No sabía cómo lo supo, pero estaba seguro de que algo habría de suceder y de que eso le daba miedo. No podía bajar de la cama, pero aun cuando sus músculos le hubiesen obedecido, sabía con la misma seguridad que no podría escapar a lo que estaba por sobrevenir. El cuarto se hallaba en un piso alto de la casa. Por la ventana veía solamente nubes grises y un cielo azul pálido. Sin embargo, lo que quería que fuese que estaba por sobrevenir, llegaría desde el interior, no desde afuera.
Tenía el cuerpo cubierto con un acolchado tan desteñido que algunos de sus cuadrados eran blancos. Bajo al acolchado, tenía las piernas paralizadas como dos columnas levantadas de tela. Al mirar hacia arriba, vio que advertía los menores detalles de las tablas de madera de las paredes con claridad inusitada: veía el curso de las vetas a lo largo de cada una de ellas, la forma de los agujeros donde faltaban nudos, la cabeza sobresaliente de los clavos arriba de ciertas tablas. Las pequeñas ráfagas llenaban el cuarto y desplazaban el polvo de un lado a otro.
En la planta baja de la casa oyó un gran ruido, el ruido de una puerta que se abría con violencia, una pesada puerta de sótano que golpeaba contra la pared. Hasta aquel cuarto en un piso alto se estremeció. Al escuchar, oyó a alguna forma compleja arrastrarse fuera del sótano. Era una forma pesada, de animal y debió abrirse paso por el marco de la puerta. Se oyó el crujido de astillas y Ricky oyó a la criatura golpear con un ruido sordo la pared. Lo que fuese esa criatura, comenzó a investigar el piso bajo, con movimientos lentos y torpes. Ricky imaginaba lo que veía: una serie de cuartos vacíos exactamente iguales a éste. En la planta baja, había seguramente pasto y maleza que aparecían entre los resquicios de las tablas del piso. El sol debía tocar los flancos y el dorso de lo que se movía allí pesadamente, con obstinación, por los cuartos vacíos. La criatura aspiró con fuerza y luego dejó escapar un chillón alarido. Estaba buscándolo. Andaba por la casa, seguro de que Ricky estaba allí.
Intentó una vez más obligar a sus piernas a moverse, pero las dos columnas cubiertas de tela no se movieron en absoluto. El objeto en el piso bajo rozaba las paredes al recorrer los cuartos, haciendo un ruido áspero. La madera crujía. Imaginó que rompía un tablón podrido del piso.
Entonces oyó el ruido tan temido. El objeto se abrió paso a través de otra puerta abierta. De pronto los ruidos cobraron fuerza… oía la respiración de la criatura. Estaba al pie de la escalera.
La escuchó lanzarse escaleras arriba.
Sonaron los golpes sordos sobre una docena de escalones, pero luego el objeto volvía a caer. Subía entonces más despacio, gimiendo de impaciencia, subiendo dos o tres escalones a la vez.
Ricky tenía el rostro cubierto de sudor. Lo que más lo asustaba era no estar seguro de estar soñando. De haber estado seguro de que no era más que un sueño, no tendría más que soportarlo hasta el fin, esperar hasta que lo que fuera que se encontrara allá abajo subiese de pronto y entrase en su cuarto. El susto lo despertaría. No tenía, sin embargo, la sensación de estar soñando. Tenía los sentidos despiertos, la mente despejada y toda la experiencia carecía de esa atmósfera incorpórea y deshilvanada de un sueño. Nunca en sus sueños había transpirado así. Y si estaba enteramente despierto, la criatura que subía por la escalera lo atraparía, porque no podía moverte.
Los ruidos cambiaron y reparó entonces en el hecho de que estaba, en realidad, en el segundo piso de una casa abandonada, porque el objeto que lo buscaba estaba en el primero. Sus ruidos eran mucho más intensos y los gemidos y el rumor resbaladizo del cuerpo al frotar las escaleras y las paredes. Se movía con mayor rapidez, como si oliese su presencia.
El polvo seguía bailando en los escasos rayos de sol. Las pocas nubes se desplazaban aún en un cielo que parecía de comienzos de primavera. El piso se sacudió cuando la criatura llegó, impaciente, al descansillo.
Ahora oía con toda claridad su respiración. Se lanzó por el último tramo de la escalera, con el ruido de la bola de una catapulta al golpear los flancos de un edificio. Tenía Ricky el estómago como un témpano de hielo. Pensó que si llegaba a vomitar, vomitaría… cubos de hielo. Se le apretó la garganta. Habría gritado, aunque a la vez sabía que esto no era verdad, que si no hacía ruido alguno, quizás el objeto no lo descubriría. El objeto chillaba y gemía, golpeando los costados de la escalera con el cuerpo. Se quebró un barrote de la barandilla.
Cuando llegó al descansillo fuera del dormitorio, Ricky vio qué era. Era una araña, una araña gigantesca, que golpeaba el marco de su puerta. La oyó comenzar a gemir otra vez. Si las arañas gemían, debían gemir de esa manera. Una cantidad de patas comenzó a arañar la puerta y los gemidos aumentaron. El terror de Ricky era infinito, un terror elemental, helado, peor que nada que hubiese experimentado jamás.
Sin embargo, la puerta no se astilló, sino que se abrió sin ruido. Detrás del marco había una silueta alta y negra. No era una araña y el terror de Ricky disminuyó una mínima fracción. El objeto negro en la puerta no se movió por un instante, sino que se quedó mirando en su dirección. Ricky intentó tragar saliva. Logró utilizar los brazos para sentarse en la cama. Las ásperas tablas le rasparon la espalda y pensó una vez más: esto no es un sueño.
La forma negra pasó por la puerta.
Ricky vio entonces que no se trataba de un animal, sino de un hombre. Entonces otro plano de negrura se separó, luego otro y vio que eran tres hombres. Bajo los capuchones que envolvían sus rostros de muertos, reconoció los rasgos familiares, Sears James, John Jaffrey y Lewis Benedikt estaban de pie a su lado, y Ricky sabía que estaban muertos.
Despertó gritando. Abrió los ojos para verse frente a las imágenes normales de la avenida Melrose, el dormitorio pintado de color crema con los dibujos adquiridos por Stella durante el último viaje que hicieron a Londres, la ventana que miraba hacia el gran jardín de los fondos, la camisa sobre el respaldo de una silla. La mano firme de Stella lo aferró de un hombro. De pronto el cuarto pareció quedar a oscuras. Obedeciendo a un fuerte impulso que no supo cómo interpretar, Ricky saltó de la cama, en un salto tan ágil como lo permitían sus rodillas de setenta años y fue hacia la ventana, Detrás de él, Stella dijo:
—¿Qué?
No sabía qué estaba buscando, pero lo que vio era algo inesperado: todo el jardín detrás de la casa, todos los tejados de las casas vecinas, todo cubierto de nieve. También el cielo parecía carecer de toda luminosidad. No sabía qué iba a decir, pero cuando abrió la boca, murmuró:
—Nevó toda la noche, Stella. John Jaffrey no debería haber dado nunca esa maldita fiesta.
4
Stella se sentó en la cama y le habló como si acabase de decir algo razonable.
—¿No fue esa fiesta de John hace más de un año, Ricky? No veo qué tiene que ver eso con la nevada de anoche.
Ricky se frotó los ojos y las mejillas apergaminadas y luego se alisó el bigote.
—Anoche hizo un año. —Y entonces oyó lo que había dicho—. No, desde luego que no. Nada que ver, quiero decir.
—Vuelve a la cama y dime qué te pasa, mi amor.
—No, estoy bien —dijo él, pero volvió a la cama. Cuando estaba levantando las frazadas para meterte debajo, Stella le dijo:
—No, no estás bien, hijo. Tienes que haber tenido una pesadilla horrible. ¿No quieres contármela?
—No tiene mucho sentido.
—Cuéntame, de todos modos. —Stella empezó a acariciarle la espalda y los hombros. Se volvió para mirarla, con la cabeza apoyada en la almohada de color azul marino. Como había dicho Sears, Stella era una belleza. Lo había sido cuando él la conoció y, según parecía, sería una belleza hasta que muriera. No era una belleza regordeta de ilustración de caja de bombones, sino algo que residía en los pómulos salientes, planos faciales limpios y cejas negras bien marcadas. El pelo de Stella se había vuelto de un decidido tono gris apenas cumplió los treinta años, pero se había negado a teñírselo, por haber advertido mucho antes que nadie el atractivo sexual que significaba una espesa cabellera canosa combinada con un rostro juvenil. Tenía ahora esa cabellera espesa y gris, pero el rostro no había dejado de ser juvenil. Mas exacto sería afirmar que nunca había tenido un rostro joven, pero que tampoco sería nunca viejo. La verdad era que con cada año que pasó, hasta los cincuenta años, cada vez se volvió más hermosa, para detenerse por fin en esa edad. Era diez años menor que Ricky, pero cuando tenía buen semblante, todavía aparentaba apenas cuarenta.
—Dime, Ricky —insistió—. ¿Qué diablos pasa?
Ricky empezó entonces a contarle su sueño y vio en el elegante rostro de Stella la preocupación, el horror, el amor y el temor. Seguía frotándole la espalda, pero ahora le acarició el pecho.
—Querido —le dijo cuando Ricky terminó la historia—, ¿tienes de veras sueños como éste todas las noches?
—No. —Al mirarla a la cara y estudiar lo que había bajo las emociones superficiales del momento, vio la preocupación de sí misma y la ironía que siempre estaban presentes en Stella y a las que se unía un «Eso fue lo peor». Luego, con una leve sonrisa, porque veía hacia dónde se dirigían todas esas caricias, dijo—: Este sueño fue campeón entre todos.
—En los últimos tiempos has estado muy tenso. —Stella le tomó una mano y se la besó.
—Lo sé.
—¿Todos ustedes tienen esos sueños?
—¿Todos, quiénes?
—Los de la Chowder Society —repuso ella, apoyando la mano de él en su propia mejilla.
—Creo que sí.
—Bien —dijo y se sentó en la cama para quitarse el camisón, pasándolo por sobre la cabeza—. ¿No creen, viejos tontos, que tendrían que hacer algo? —Una vez sin el camisón, sacudió la cabeza para que el pelo volviese a su lugar. Sus dos hijos le habían dejado el pecho caído y con pezones agrandados y oscuros, pero en general su cuerpo era apenas más viejo que su rostro.
—No sabemos qué hacer —confesó.
—Bien, yo sé qué hacer —dijo ella y abriendo los brazos se tendió en la cama. Si Ricky había deseado alguna vez haberse mantenido soltero como Sears, no lo deseó esa mañana.
—Viejo verde —le dijo Stella cuando terminaron—. De no haber sido por mí, habrías renunciado a esto hace tiempo. Qué gran pérdida. Si no fuera por mí, tendrías tanta dignidad que no osarías desnudarte.
—No es verdad.
—¿No, eh? ¿Qué harías, entonces? ¿Perseguir niñas como Lewis Benedikt?
—Lewis no persigue a niñas.
—Bueno, niñas de veinte años.
—No, yo no haría eso.
—Ya ves. Tenía razón yo. Tu vida sexual no existiría, como le pasa a tu queridísimo amigo Sears. —Stella acomodó las sábanas y frazadas en su lado de la cama y se levantó.
—Me ducharé yo primero —dijo. Todas las mañanas Stella necesitaba pasar un buen rato a solas en el cuarto de baño. Se puso la bata larga de color blanco tiza y adoptó una expresión como si estuviese por ordenar el saqueo de Troya—. Pero antes te diré lo que haría en tu lugar. Deberías llamar ahora mismo a Sears y contarle esa pesadilla horrorosa. No irás a ninguna parte si por lo menos no hablas un poco de ella. Si los conozco bien a ustedes dos, son capaces de pasar semanas sin decirse nada personal. Es terrible. ¿De qué hablan, dicho sea de paso?
—¿De qué hablamos? —repitió Ricky, algo desconcertado—. Hablamos de Derecho.
—Ah, Derecho —contestó Stella y se fue rápidamente al cuarto de baño.
Cuando salió, media hora más tarde, encontró a Ricky sentado en la cama con expresión confusa. Las bolsas que tenía debajo de los ojos eran más grandes que de costumbre.
—Todavía no trajeron el diario —dijo—. Fui abajo a mirar.
—Claro que no está —afirmó Stella, dejando una toalla y una caja de toallas de papel en la cama y volviéndose para dirigirse al cuarto de vestir—. ¿Qué hora imaginas que es?
—¿Qué hora? No, ¿qué hora es? Dejé el reloj sobre la mesa.
—Apenas son las siete.
—¿Las siete? —Normalmente nunca se levantaban hasta las ocho y en general Ricky daba vueltas por la casa antes de partir para la oficina de Wheat Row a las nueve y media. Aunque ni Sears ni él lo admitían, no había ya tanto trabajo para ellos. De vez en cuando los visitaban antiguos clientes, algunos juicios eran tan complicados que parecían con perspectivas de prolongarse a través de la década siguiente, siempre había un testamento o dos o un problema de impuestos que aclarar, pero en realidad podrían haber permanecido en casa dos días de la semana sin que nadie reparase en ello. A solas en su propio sector de oficinas, Ricky había estado leyendo en los últimos tiempos la segunda obra de Donald Wanderley, tratando de convencerse de que deseaba en realidad la presencia de su autor en Milbum—. ¿Qué estás haciendo levantada? —preguntó en voz alta.
—Me despertaste con tus gritos, permíteme que te lo recuerde —repuso Stella desde el cuarto de vestir—. Tenias problemas con un monstruo que quería comerte. ¿Recuerdas?
—Mmmm —dijo Ricky—. Me pareció que estaba oscuro afuera.
—No eludas la cuestión —insistió SteIla y un minuto más tarde estaba otra vez junto a la cama, completamente vestida—. Cuando uno empieza a dar gritos en sueños, es hora de tomar en serio lo que pasa, sea lo que fuere. Sé que no consultarás a un médico…
—Por lo menos, no a un psiquiatra —afirmó Ricky—. La cabeza me funciona bien.
—Lo sabía. Pero como no contemplas eso, deberías, por lo menos, hablar de ello con Sears. No me gusta ver cómo te consumes de ansiedad. —Con esas palabras, Stella se alejó hacia la escalera.
Ricky se reclinó y se quedó pensativo. Había sido, como le dijo a Stella, la peor de sus pesadillas. Sólo pensar en ella ahora le provocaba agitación. Sólo pensar en Stella alejándose por la escalera era, en cierto nivel, motivo de agitación. El sueño había sido de un extraordinario realismo con los detalles y la consistencia de hechos que ocurren en estado de vigilia. Recordó los rostros de sus amigos, pobres cadáveres patéticos. Aquello fue horrible y, en cierto modo, inmoral y el golpe causado a su sentido de la moral más aún que todo el horror, era lo que le había hecho abrir la boca y gritar. Tal vez Stella tuviese razón. Sin saber bien cómo abordaría el tema con Sears, levantó el auricular del teléfono junto a su cama. Cuando el aparato de Sears sonó una vez, decidió que esta acción no coincidía con su manera habitual de actuar y que no tenía la menor idea de por qué Stella pensaba que Sears James tendría algo de valor que decirle. Pero era ya demasiado tarde, porque Sears había respondido y estaba hablando.
—Ricky, Sears.
Sin duda era una mañana en que todos mostraban inconsistencia en su conducta, pues nada menos típico de Sears fue la reacción que tuvo.
—Ricky, gracias a Dios que llamaste —dijo—. Debes tener un sexto sentido. Estaba por llamarte en este momento. ¿Puedes pasar a buscarme dentro de cinco minutos?
—Dame un cuarto de hora —repuso Ricky—. ¿Qué sucedió? —Y al recordar su sueño, preguntó—: ¿Se murió alguien?
—¿Por qué me lo preguntas? —preguntó a su vez Sears con un tono diferente, cortante.
—Por nada. Te lo diré después. Entiendo que no vamos a Wheat Row.
—No. Acabo de recibir un llamado de nuestro Virgilio. Quiere que vayamos allá. Quiere iniciar juicio contra cuanta gente conoce. Date prisa, ¿quieres?
—¿Elmer quiere que vayamos los dos a la parcela? ¿Qué sucedió?
Sears mostró impaciencia.
—Algo devastador, según parece. Ven de una vez, Ricky.
5
Mientras Ricky se metía bajo una ducha bien caliente, Lewis hacía ejercicio corriendo al trote por un sendero en el bosque. Hacía esto todas las mañanas, recorriendo unos tres kilómetros antes de prepararse el desayuno para sí y para cualquier muchacha que hubiese pasado la noche en su casa. Hoy, como siempre después de las reuniones de la Chowder Society, no había muchacha y Lewis corría con más denuedo que el habitual. La noche anterior había sufrido la peor pesadilla de su vida. Todavía duraban sus efectos y esperaba que una buena marcha a trote los disiparía. Mientras otros hombres se confiaban a un diario o bien a su amante o bien bebían, Lewis hacía ejercicio. Y ahora con su enterizo azul marino y sus zapatillas Adidas, avanzaba sin aliento por el sendero que atravesaba sus bosques.
La propiedad de Lewis había incluido tanto los bosques como los prados, además de la parcela de piedra que amaba desde el momento en que la vio por primera vez. Era como una fortaleza, con persianas, una enorme construcción levantada a principios de siglo por un agricultor con gustos de aristócrata a quien le agradaba el aspecto de los castillos que ilustraban las novelas de Walter Scott, predilectas de su mujer. Lewis no conocía a Walter Scott ni lo admiraba, pero tantos años de haber vivido en hoteles habían dejado en él una necesidad de contar con gran cantidad de habitaciones a su alrededor. En una casa reducida habría sentido claustrofobia. Cuando decidió vender su hotel a una cadena que venia ofreciéndole sumas cada vez mayores en los seis últimos años, contó con dinero suficiente, después de pagar sus impuestos, para adquirir la única casa, ya fuese en Milburn o en sus inmediaciones, que realmente le satisfacía, además de una suma para amueblarla a su gusto. Las paredes recubiertas de madera, las armas largas y las lanzas no siempre agradaban a sus huéspedes del sexo femenino. (Stella Hawthorne, que pasó tres tardes llenas de experiencias en la parcela de Lewis poco después de su retorno, había comentado que nunca en su vida había estado en el interior de un casino de oficiales antes). Lewis vendió el prado tan pronto como pudo, pero se quedó con el bosque porque le gustaba la idea de ser dueño de él.
Al recorrerlo al trote siempre veía algo nuevo que intensificaba su sensación de vivir: un día un manchón de flores silvestres en un hueco junto al arroyo, al día siguiente un tordo con alas rojizas, grande como un gato, que lo miraba con expresión de alucinado desde las ramas de un arce. Hoy no prestaba atención, sino que corría, simplemente, por el sendero cubierto de nieve, lleno de un anhelo de que lo que fuese que estaba sucediendo terminase de una vez. Quizás el joven Wanderley pudiese enderezar las cosas. A juzgar por su libro, él mismo conocía uno que otro lugar sombrío. Tal vez John tuviese razón y el sobrino de Edward podría descubrir, por lo menos, qué estaba pasándoles a los cuatro. No podía ser solamente culpa, después de tanto tiempo. El asunto de Eva Galli había ocurrido hacía tanto que había involucrado a cinco hombres diferentes, en un país diferente. Si uno contemplaba la región y la comparaba con lo que había sido durante la década del veinte, nunca se habría dicho que era la misma. Hasta estos bosques habían sido plantados y habían crecido por segunda vez, a pesar de que a él le gustaba imaginar que no.
Mientras corría, le agradaba pensar en los inmensos bosques naturales que en una época cubrieron casi la totalidad de América del Norte: el vasto cinturón de árboles y vegetación, la riqueza silenciosa por la cual se movían sólo él y los pieles rojas. Y unos pocos espíritus. Sí, en la interminable cripta de esos bosques cabía creer en los espíritus. La mitología indígena estaba llena de ellos. Armonizaban con el paisaje. Ahora, en cambio, en el mundo de los Reyes de la Hamburguesa y de las canchas de golf con dispositivos automáticos para jugar, seguramente todos aquellos fantasmas tiránicos del pasado habían sido ahuyentados.
Todavía no han sido ahuyentados del todo, Lewis. Todavía no.
Era como otra voz que hablase en su interior. Qué disparate, que no se hubiesen ido, pensó, pasándose una mano por la cara.
Aquí, no. Todavía no.
Qué diablos. Se estaba asustando a sí mismo. Todavía lo afectaba la maldita pesadilla. Quizás había llegado el momento de que todos hablasen mutuamente de sus pesadillas, de que las describiesen. Y suponiendo que todos tuviesen la misma… ¿Qué significaría? La mente de Lewis no osaba adelantarse tanto. Bien, significaría algo y por lo menos hablar del asunto sería útil. Creía haber sentido tanto miedo que se despertó, esa mañana. Hundió el pie en la nieve mezclada con barro y vio con claridad la imagen final del sueño: los dos hombres que se apartaban los capuchones para mostrar los rostros cadavéricos.
Todavía no.
Maldición. Se detuvo, exactamente en la mitad del trayecto que cumplía siempre y se enjugó la frente en la manga de su chaqueta de punto. Sintió deseos de que hubiese terminado ya la carrera y de encontrarse otra vez en su cocina, preparando café, o disfrutando del aroma del tocino frito en la sartén. Se dijo a sí mismo que era mucho más fuerte de lo que parecía serlo en aquel momento, Viejo buitre… Siempre debió ser fuerte, desde el día que Linda se mató. Por un instante se apoyó en el cerco al final del sendero, donde describía una curva para volver a internarse entre los árboles y miró con aire distraído el prado que había vendido. Estaba ahora con una fina capa de nieve, una extensión de superficie despareja en la cual momentáneamente la luz cruda se reflejó y pareció hacer ruido. Todo eso tendría que haber sido el bosque. Donde se ocultan seres oscuros.
Qué demonios… Bien, si se ocultaban allí, en aquel momento no veía a ninguno. El aire estaba pesado y vacío y se veía casi toda la extensión del valle, la hondonada hacia la cual iban los camiones por la Ruta 17 en dirección a Binghamton y Elmira, o bien en dirección opuesta, hacia Nueva York o Poughkeepsie. Sólo por un instante, los bosques a sus espaldas le hicieron sentirse aprensivo. Se volvió, pero no vio más que el sendero que serpenteaba entre los árboles. Oyó solamente una ardilla indignada y quejándose de que pasaría hambre ese invierno.
Hermana, todos hemos pasado hambre algunos inviernos. Estaba pensando en la estación inmediata al suicidio de Linda. Nada aleja tanto a los huéspedes como un suicidio que se divulga. ¿Y la señora Benedikt existe? Sí, sí, es ella, sangrando en todo el patio… sabe, la que tiene el cuello torcido en forma tan rara. Se fueron uno a uno y lo dejaron con una inversión de dos millones de dólares y sin la menor entrada en efectivo. Debió despedir a tres cuartas partes del personal y pagar al resto de su propio bolsillo. Pasaron tres años antes de que sus negocios se recuperasen y seis años antes de que pudiese pagar sus deudas.
De pronto tuvo deseos, no de café y tocino frito, sino de una botella de cerveza de O’Keefe. Cinco litros de cerveza. Tenía la boca seca y le dolía el pecho.
Sí, todos pasamos inviernos de hambre, hermana. ¿Cinco litros de O’Keefe? Habría bebido un barril. Al recordar la muerte de Linda, sin sentido, inexplicable, ansió intensamente embriagarse.
Era hora de volver. Sacudido por los recuerdos, pues la cara de Linda se le había presentado con total claridad, llamándolo a través de los nuevos años transcurridos, se volvió del cerco y respiró hondo. Correr, no beberse cinco litros de cerveza, era su terapia de hoy. El sendero a través de los dos kilómetros de bosque le parecía más estrecho, más oscuro. Tu problema, Lewis, es que eres cobarde.
Fue la pesadilla que reavivó todos aquellos recuerdos. Sears y John, con esos ropajes de la tumba, con esos rostros macabros. ¿Por qué no Ricky? Si estaban los otros dos miembros que quedaban en la Chowder Society, ¿por qué no el tercero?
Antes de empezar a correr estaba ya cubierto de sudor. El camino de regreso describía una larga curva hacia la izquierda antes de volver en la dirección de la parcela. Normalmente el largo y calmoso rodeo representaba para Lewis la parte predilecta del ejercicio de la mañana. Los bosques se cerraban frente a él casi de inmediato y antes de haber avanzado quince pasos, uno olvidaba la existencia del prado abierto que quedaba detrás. Más que ningún otro sector del sendero, el bosque parecía aquí el primitivo, con sus gruesos robles y sus abedules esbeltos como jóvenes que luchaban por espacio para sus raíces entre los apretados helechos que se adelantaban hacia el sendero. El placer al recorrerlo hoy era casi inexistente. Todos aquellos árboles, por su número y su solidez, eran vagamente amenazadores: haberse alejado en su carrera de la casa era como haberse alejado de su seguridad. Sus pasos levantaban la nieve en una nube de polvillo blanco e hizo un último esfuerzo para acortar el camino que lo llevaba a casa.
Cuando tuvo la sensación por primera vez, trató de ignorarla, en una promesa muda de no dejar que el miedo lo invadiese aún más. Se le había ocurrido de pronto que alguien estaba oculto en el punto de origen del sendero de retorno, exactamente donde estaban los pinos. Sabía que no podía haber nadie allí, pues era imposible que alguien pudiese haber atravesado el prado sin que él lo hubiese visto. Sin embargo, la sensación persistía y no pudo disiparla con los argumentos que se formulaba a sí mismo. Los ojos de su observador parecían seguirlo y penetrar cada vez mis la espesura. Una cuadrilla de cuervos levantó vuelo de los robles al frente. En cualquier otra ocasión eso le habría encantado, pero en ésta dio un brinco al oír la algarabía y por poco no cayó.
Después la sensación cambió y se volvió más intensa. La persona que había estado a sus espaldas lo perseguía y lo miraba fijamente, con ojos enormes. Frenético, desesperado, corría hacia casa sin osar mirar hacia atrás. Sentía los ojos que lo miraban y la sensación persistió hasta que hubo alcanzado el sendero que cortaba el jardín a los fondos de la casa desde el borde del bosque hasta la puerta de la cocina.
Mientras corría por el sendero, sentía el dolor de su pecho al respirar afanosamente. Abrió con rapidez la puerta y entró, golpeándola tras sí. En seguida se acercó a la ventana junto a la puerta. El lugar estaba desierto y las únicas huellas de pisadas eran las suyas. Estaba asustado, a pesar de ello, y miró entonces el límite del bosque. Por un instante un extraño impulso nervioso en el cerebro le dijo que quizá debería vender todo y mudarse a la ciudad. Pero no había huellas, no era posible que hubiese nadie allí, invisible detrás de la protección de los árboles. No permitiría que el miedo lo ahuyentase de esa casa que le era indispensable, ni que la propia debilidad lo llevase a cambiar este solitario esplendor por la incomodidad de un ambiente reducido. Se aferraría a esta decisión, tomada en medio de su fría cocina el primer día de nieve.
Puso una marmita en el fuego, retiró su cafetera de un estante, llenó el molinillo eléctrico con granos de café y lo hizo funcionar hasta que pulverizó los granos. Qué diablos… Abrió la heladera, sacó una botella de cerveza O’Keefe y quitándole la tapa de prisa la bebió hasta vaciarla casi, sin tomarle el gusto a la cerveza. Y al sentir caer el liquido en el estómago, un pensamiento doble lo dejó sorprendido: Quisiera que Edward viviese. Quisiera que John no hubiese insistido tanto en esa maldita fiesta.
6
—Bien, habla —le dijo Ricky—. ¿Se trata otra vez de intrusos? Te explicamos ya nuestra posición. Tiene que saber que aun cuando ganase un juicio, no ganaría lo suficiente para pagar las costas.
Estaban en las primeras estribaciones de las colinas que rodean el valle de Cayuga y Ricky manejaba el viejo Buick con gran precaución. Los caminos estaban resbaladizos y aunque en circunstancias normales habría colocado sus cubiertas para nieve antes de cubrir siquiera los doce kilómetros hasta la parcela de Elmer Scales, esa mañana Sears no le había dado tiempo para hacerlo. Sears mismo, enorme, con sombrero negro y abrigo de invierno con cuello de piel, parecía tan consciente de la sensación de urgencia como Ricky.
—Piensa en el volante —le dijo—. Dicen que hay hielo en los caminos de las inmediaciones de Damascus.
—No vamos a Damascus —señaló Ricky.
—Aun así.
—¿Por qué no quisiste usar tu auto?
—Esta mañana están colocándome las cubiertas para nieve.
Ricky repuso con un gruñido, divertido. Sears estaba en uno de sus estados de ánimo hoscos, consecuencia habitual cada vez que hablaba con Elmer Scales. Era uno de sus clientes más antiguos y también más difíciles. (Los había consultado por primera vez cuando tenía quince años, dándoles una larga lista de personas a las que deseaba entablar juicio. Nunca habían logrado deshacerse de él, ni tampoco Scales, por su parte, había dejado de considerar un juicio inmediato como la mejor manera de encarar cualquier indicio de conflicto). Era un hombre delgado y excitable, con orejas salientes y voz aguda, a quien Sears había dado el apodo de «nuestro Virgilio» por las poesías que escribía y enviaba sistemáticamente a las revistas católicas y a los diarios locales. Ricky entendía que en forma igualmente sistemática las revistas se las devolvían —en una ocasión Elmer le mostró un fichero repleto de fichas de manuscritos rechazados—, pero los diarios locales le habían publicado una o dos. Eran poemas edificantes, cuyas imágenes tenían origen en la vida de Elmer como agricultor: Las vacas hacen muu, Las ovejas hacen mee. La Gloria Divina ilumina nuestra Fe. Iluminado por su fe en los litigios, Elmer marchaba sin arredrarse, con sus ocho hijos.
Una o dos veces por año uno u otro de los dos socios debía acudir a la parcela de Scales, donde Elmer lo llevaba hasta un agujero en un cerco por donde un cazador o un chico había cortado camino a través de los campos. A menudo Elmer había identificado a estos intrusos con sus binoculares y siempre quería entablar un juicio. Generalmente conseguían disuadirlo, pero siempre estaba en medio de un litigio de algún tipo. Esta vez, Ricky sospechaba que los problemas de Scales eran más serios que de costumbre. Nunca antes había pedido —o mejor dicho, ordenado— a ambos socios que fuesen a la parcela.
—Como bien sabes, Sears —dijo ahora—, soy capaz de manejar y pensar al mismo tiempo. Voy a unos moderados cuarenta kilómetros por hora. Creo que puedes confiarme lo que ha inventado Elmer esta vez.
—Murieron algunos de sus animales —señaló Sears, con los labios tan apretados que parecía indicar su temor de que salieran de la huella en cualquier instante.
—Entonces, ¿para qué vamos allá? No podemos resucitarlos.
—Quiere que los veamos. Llamó asimismo a Walter Hardesty.
—Entonces no murieron simplemente.
—¿Quién puede saberlo, cuando se trata de Elmer? Y ahora, te pido que te concentres en que lleguemos allá sanos y salvos, Ricky. Esta experiencia será ya bastante sangrienta por sí sola.
Al mirar a su amigo, Ricky observó por primera vez esa mañana qué pálido estaba. Bajo la piel tirante unos vasos azulados llegaban en ciertos puntos a hacerse visibles, muy cerca de la superficie. Bajo los ojos azules de mirada vivaz había manchas grises de piel surcada de arrugas.
—No dejes de mirar el camino —le dijo Sears.
—Tienes un aspecto terrible.
—No creo que Elmer lo note.
Los ojos de Ricky estaban por suerte fijos en el camino otra vez, lo cual lo autorizaba a volver a hablar.
—¿Pasaste una mala noche?
—Creo que está empezando a derretirse —dijo Sears.
Como esto era una flagrante mentira, Ricky decidió ignorar la respuesta.
—Te pregunté si pasaste una mala noche.
—Ricky, el observador. Sí, pasé mala noche.
—Yo, también. Stella cree que debemos conversar sobre esto.
—¿Por qué? ¿También ella pasa malas noches?
—Creo que discutirlo sería útil.
—Eso suena como algo típico de una mujer. Hablar no hace más que reabrir heridas. No hablar ayuda a cicatrizarlas.
—En tal caso, fue un error invitar a Donald Wanderley a venir.
Sears murmuró algo, exasperado.
—Fui injusto al decir eso —dijo Ricky—. Siento haberlo hecho. Creo, con todo, que deberíamos hablar por la misma razón por la que tú consideras que debemos hacer venir al muchacho.
—No es un muchacho. Debe tener treinta y cinco años. Y aun cuarenta, quizá.
—Sabes qué quiero decir —Ricky respiró hondo—. Y ahora, deseo pedirte perdón de antemano, porque estoy por contarte mi pesadilla. La tuve anoche. Stella dice que me desperté gritando. De cualquier manera, fue el peor de los sueños que he tenido hasta ahora. —El cambio en la atmósfera interior del auto indicó a Ricky que Sears mostraba un profundo interés—. Estaba en una casa vacía, en un piso superior, y una bestia misteriosa estaba tratando de encontrarme. Omitiré el medio, pero la sensación de peligro era avasalladora. Al final del sueño entró en el cuarto donde yo estaba, pero no era ahora un monstruo. Eran tú, Lewis y John. Los tres estaban muertos. —Al mirar de reojo, Ricky vio la curva de la mejilla manchada de Sears y la del ala de su sombrero.
—¿Nos viste a los tres?
Ricky hizo un gesto afirmativo.
Sears se aclaró la garganta y seguidamente bajó el vidrio de la ventanilla unos centímetros. El auto se llenó de aire glacial. Debajo del abrigo negro, el pecho de Sears se expandió y algunos pelos rígidos de su cuello de piel se aplastaron bajo la ráfaga.
—Qué extraordinario —dijo—. ¿Dices que estábamos los tres?
—Sí. ¿Por qué?
—Extraordinario. Porque yo tuve un sueño idéntico. Pero cuando esa cosa horrible se metió en mi cuarto, vi solamente a dos hombres. Lewis y John. Tú no estabas.
Ricky percibió una nota en la voz de su amigo que le llevó un momento identificar, pero cuando lo hizo, el darle un nombre basté para hacerle guardar silencio hasta que doblaron en el largo camino que conducía a la parcela de Elmer: era envidia.
—Nuestro Virgilio —declaró Sears. En esto pensaba Ricky mientras avanzaban despacio por la senda en dirección a la casa de dos pisos, solitaria y aislada, cuando vieron a Seales, obviamente lleno de impaciencia, con gorra y chaqueta a cuadros, que los esperaba en la galería. Al mismo tiempo se le ocurrió que tanto la casa como Scales mismo parecían salidos de un cuadro costumbrista de Andrew Wyeth, o mejor aún de una ilustración del dibujante Norman Rockwell con sus temas tradicionales. Las orejas aparecían enrojecidas bajo las orejeras de su gorra, atadas arriba del cráneo. En el espacio despejado delante de la entrada estaba estacionado un Dodge de color gris y cuando Ricky detuvo el suyo junto a él, vio que tenía el sello del jefe de policía en la puerta.
—Está Walt aquí —dijo. Sears hizo un gesto mudo.
Bajaron ambos del automóvil ajustándose bien los abrigos alrededor del cuello. Scales, flanqueado por dos niños que tiritaban de frío, no se movió de la entrada cubierta por un alero. Tenía la expresión alterada y a la vez rígida de obstinación con que acudía a sus litigios más violentos. La voz aguda los llamó: —Ya era hora de que llegasen mis dos abogados. Hace diez minutos que está aquí Walt Hardesty.
—No tuvo que viajar tanto —rezongó Sears. El ala del sombrero se le levantó con el viento que corría sin obstáculo por los campos.
—Sears James, estoy seguro de que nadie se quedó jamás con la última palabra al hablar contigo. ¡Vamos, chicos! Métanse en casa o se les congelará el trasero. —Al decir esto dio leves palmadas a ambos crios y los dos chicos desaparecieron detrás de la puerta. Scales estaba un paso más arriba de los dos hombres y sonreía sin mayor humorismo.
—¿Qué pasa, Elmer? —le preguntó Ricky, sin soltarse el cuello del abrigo. Tenía los pies, dentro de los lustrados zapatos negros, hechos un par de témpanos.
—Tendrán que verlo. En realidad no están vestidos para caminar por los prados, como que son gente de la ciudad. Bien, mala suerte para ustedes. Esperen un segundo. Traeré a Hardesty. —Después de desaparecer unos instantes en la casa volvió acompañado por el jefe de la policía, Hardesty, que vestía una chaqueta suelta de algodón forrada de piel de carnero y llevaba un sombrero de alas anchas. Después de haber oído el comentario de Scales, Ricky no pudo menos que advertir que el sheriff calzaba gruesas botas de cuero.
—Señor James, señor Hawthorne —los saludó. El vapor brotaba de su bigote, más espeso e hirsuto aún que el de Ricky. Con su atuendo de vaquero, Hardesty aparentaba tener quince años menos de los que tenía en realidad—. Ahora que llegaron ustedes —dijo—, puede ser que Elmer nos muestre el misterio de que habla.
—No duden de que se los mostraré —afirmó Scales. Bajaron los escalones de la entrada y con el dueño de casa abriendo la marcha, se alejaron por una senda en dirección al establo salpicado de nieve.
—Por aquí, señores. Verán lo que voy a mostrarles. Hardesty caminaba a la par de Ricky y Sears, solo, con inmensa dignidad, el último del grupo.
—Frío de perros —comentó el sheriff—. Sospecho que tendremos un invierno largo.
—Espero que no —dijo Ricky—. Soy demasiado viejo para soportar inviernos largos.
Con gestos exagerados y una expresión semejante a alegría en el rostro huesudo, Elmer Scales abrió el candado en un largo cerco de madera que llevaba a un potrero cerrado.
—Y ahora, fíjate bien, Walt —dijo—. Ve si eres capaz de encontrar huellas. —Al decir esto señaló unas pisadas en ángulo, como las de un gato, sólo que eran humanas—. Estas son las mías de esta mañana, al ir y volver. —Las de regreso estaban bien separadas, como si Scales hubiese vuelto corriendo—. ¿Dónde está tu libreta? ¿No piensas anotar nada?
—Cálmate, Elmer —repuso el sheriff.— Primero quiero ver de qué se trata.
—Tomaste notas bien rápido cuando mi chico mayor chocó con el auto.
—Vamos, Elmer. Muéstranos lo que quieres que veamos.
—Ustedes, dandies de ciudad, se arruinarán los zapatos —dijo Elmer—, pero no hay remedio. Síganme.
Hardesty obedeció y siguió a Elmer. Sus anchas nalgas bajo el abultado chaquetón daban al agricultor a su lado el aspecto de un ágil adolescente. Ricky miró hacia atrás en dirección a Sears, que llegaba ahora al portón y contemplaba el prado cubierto de nieve con aire de malhumor.
—Podría habernos avisado que debíamos traer calzado para nieve —se quejó.
—Mira, Elmer se divierte —le dijo Ricky con aire sorprendido.
—Se divertirá mucho más cuando yo me atrape una pulmonía y le inicie un juicio a él —murmuró Sears—. Bien, ya que no hay alternativa, sigamos.
Con aire decidido puso un pie bien calzado en el suelo del potrero, donde inmediatamente se le hundió en la nieve hasta los cordones. Con una exclamación de disgusto, lo levantó y lo sacudió. Los otros estaban ya en la mitad del camino al atravesar el potrero.
—No seguiré —afirmó Sears, metiéndose las manos en los bolsillos del excelente abrigo que llevaba—. Qué diablos… que venga a la oficina.
—En tal caso, será mejor que yo vaya —dijo Ricky y fue detrás de los otros dos hombres. Walter Hardesty se había vuelto para mirarlos y al hacerlo se acariciaba el gran bigote, policía de frontera trasladado a un campo nevado en el Estado de Nueva York. Aparentemente, sonreía. Elmer Scales seguía avanzando, sin reparar en nada. Ricky avanzó a su vez, apoyando los pies en las huellas dejadas por los otros. Detrás de él oyó a Sears dejar escapar un ruidoso suspiro, suficiente para inflar un globo, y emprender la marcha para seguirlos. Con un aire de triunfante alegría, Elmer se detuvo en una eminencia del terreno. Junto a él, cubiertas a medias por la nieve, había pilas de ropa sucia. Cuando Hardesty llegó junto a estas pilas grisáceas, se arrodilló y hurgó bajo la pila. Luego gruñó, empujó y Ricky vio aparecer cuatro patas negras y rígidas, levantadas en el aire.
Con los zapatos empapados y los pies helados, Ricky llegó a su vez junto a ellos. Sears, con los brazos bien separados para mantener el equilibrio, seguía avanzando hacia ellos, con el ala del sombrero aplastada hacia arriba por el viento.
—No sabía que criabas aún ovejas —oyó decir a Hardesty.
—¡No las crío! —gritó Scales—. Tenía sólo esas cuatro y ahora no las tengo. Alguien las maté. Las tenía como recuerdo de los viejos tiempos. Mi padre tenía unas doscientas, pero no hay ganancia en esas tontas hoy en día. A los chicos les gustaban, eso es todo.
Ricky miró los cuatro animales muertos. Tendidos sobre los flancos, los ojos vidriosos, la nieve sobre la lana apelmazada. Ingenuamente, preguntó:
—¿Qué las mató?
—¡Exacto! Es eso, ¿ven? —Elmer entraba ahora en un estado de furia—. ¡Qué! ¡Bien, ya que ustedes representan la ley aquí, díganmelo!
Arrodillado junto al cuerpo grisáceo de una de las ovejas que había vuelto hacia arriba, Hardesty miró a Scales exasperado.
—¿Quieres decir que no sabes, siquiera, si estos animales murieron por causas naturales?
—¡Yo sé, yo sé! —dijo Scales, levantando los brazos en un gesto dramático. Parecía un murciélago pronto a levantar vuelo.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé que nada es capaz de matar a estas bestias, es eso lo que sé. ¿Y qué demonios podría matar a las cuatro a la vez? ¿Síncopes? ¡Vaya!
Sears se reunió con ellos y su silueta junto a Hardesty arrodillado hizo parecer pequeño a este último.
—Cuatro ovejas muertas —dijo, contemplándolas—. Y ahora supongo que quieres hacerles juicio.
—¿Qué? ¡Encuentra al loco que hizo esto y le haré juicio!
—¿Y quién podría ser?
—No sé, pero…
—Dilo —dijo Hardesty, levantando los ojos de las ovejas tendidas junto a sus rodillas.
—Se los diré adentro. Entretanto, don sheriff, mírelas bien y tome nota de lo que les hizo él.
—¿Él?
—Adentro.
Hardesty, con el ceño fruncido, hurgaba una carcaza.
—Para esto necesita un veterinario, Elmer, no a mí. —Sus manos se movieron sobre el pescuezo del animal.
—¡Un momento! —exclamó.
—¿Qué? —dijo Scales, dando casi un salto de expectativa.
En lugar de responder, Hardesty se desplazó de costado hasta la oveja siguiente y hundió profundamente las manos en la lana del pescuezo.
—Podrías haber visto esto tú mismo —dijo y asiendo la nariz y la boca de la oveja retiró hacia atrás la cabeza.
—Jesús —dijo Scales. Los dos abogados se quedaron mudos. Ricky miró la herida, visible ahora: era como una gran boca, el largo corte en el pescuezo del animal.
—Buen trabajo —observó Hardesty—. Excelente trabajo. Bien, Elmer. Probaste lo que querías probar. Volvamos a la casa —agregó—, limpiándose los dedos en la nieve.
—Jesús —repitió Elmer—. ¿Degolladas? ¿Las cuatro?
Con un gesto de fatiga, Hardesty tiró hacia atrás las cabezas de los otros dos animales.
—Todas —repuso.
Unas viejas voces resonaron con claridad en la mente de Ricky. Se miraron con Sears y luego apartaron la vista, turbados.
—¡Perseguiré hasta la muerte al que me hizo esto! —chilló Elmer—. ¡Mierda! ¡Sabía yo que había algo raro aquí! ¡Mierda!
Hardesty miraba ahora el potrero desierto.
—¿Estás seguro de que subiste aquí una sola vez y volviste directamente a casa?
—Claro.
—¿Cómo supiste que pasaba algo raro?
—Porque las vi aquí esta mañana, desde mi ventana. Generalmente cuando me lavo la cara por la mañana, lo primero que veo es esas estúpidas. ¿Comprenden? —dijo, señalando los campos en dirección a la casa. Al mirar todos, vieron los vidrios relucientes de la ventana de la cocina—. Aquí hay pasto debajo de la nieve. No hacen más que pasearse todo el día y llenarse la panza. Cuando la nieve se vuelve realmente espesa, las meto en el establo. Hoy miré y las vi, pero como están ahora. Pasaba algo malo y por lo tanto me puse las botas y el abrigo y vine. Después te llamé, Walt, y a ustedes, los abogados. Quiero iniciar juicio y quiero que arresten a quienquiera que haya hecho esto.
—No hay huellas, aparte de las nuestras —observó Hardesty, palpándose el bigote.
—Lo sé —dijo Scales—. Las borró.
—Podría ser. Pero generalmente se nota en nieve fresca.
Jesús, se movió. No es posible, está muerta.
—Además, noté otra cosa —dijo Ricky, rompiendo el silencio lleno de suspicacia entre los dos hombres y acallando a la vez la voz de demente que hablaba dentro de él mismo—. No hay sangre.
Por un instante los cuatro hombres se quedaron mirando las ovejas y la nieve fresca. Era verdad.
—¿Podemos irnos de esta estepa, ahora? —preguntó Sears.
Elmer seguía mirando con fijeza la nieve y tragando saliva. Sears emprendió el regreso a través del potrero y muy pronto lo siguió el resto.
—Muy bien, chicos, fuera de la cocina. Vayan arriba —gritó Scales cuando llegaron a la casa y se quitaron los abrigos—. Tenemos que hablar en privado. Vamos, fuera —dijo haciendo gestos con las manos a los chicos congregados en el vestíbulo, mirando absortos la pistola de Walter Hardesty—. ¡Sarah! ¡Mitchell! Arriba ya mismo. —Llevó luego a los hombres a la cocina, donde una mujer tan delgada como Elmer se levantó de un salto de una silla y retorciéndose las manos, dijo:
—Señor James, señor Hawthorne… Les vendría bien un poco de café, ¿no?
—Una toalla de papel, por favor, señora Scales —dijo Sears—. Luego café.
—Toalla…
—Para limpiarme los zapatos. Sin duda el señor Hawthorne necesita lo mismo.
La mujer miró consternada los zapatos del abogado.
—¡Ah, veo ahora! Venga, se los limpiaré —dijo y sacando un rollo de toalla de papel del armario, arrancó un pedazo largo e hizo el ademán de arrodillarse a los pies de Sears.
—De ninguna manera —le dijo éste, tomando el papel arrugado de manos de ella. Sólo Ricky sabía que Sears estaba perturbado y no era simplemente grosero.
—Señor Hawthorne… —Un poco desconcertada por la frialdad de Sears, la mujer se volvió hacia Hawthorne.
—Sí, por favor, señora Scales, ayúdeme —dijo Ricky—. Es muy amable.
A su vez aceptó un largo trozo de toalla.
—Estaban degolladas —relató Elmer a su mujer—. Qué te dije… Anduvo un loco por aquí. Y además —en ese punto levantó la voz— es un loco que vuela, porque no dejó huellas de pisadas.
—Diles —dijo la mujer a Elmer. Este la miró fijamente y ella se apresuró a preparar el café.
—¿Que nos diga qué? —quiso saber Hardesty. Sin su atuendo de personaje de televisión, el sheriff había vuelto a aparentar sus cincuenta años. «Chupa más que nunca», pensó Ricky al ver la red de venas en el rostro de Hardesty, la falta de firmeza cada vez más obvia. La verdad era que a pesar de su aspecto de Texas Ranger, de la nariz aguileña, de las mejillas curtidas y de los ojos azules de buen tirador, Walt Hardesty era demasiado holgazán para ser un buen funcionario de la policía. Era típico que hubiese sido necesario señalarle el segundo par de ovejas. Y Elmer Scales tenía razón: debería haber tomado notas.
Ahora el agricultor estaba satisfecho de sí mismo y dispuesto a dar la nota sensacional. Los tendones le sobresalían en el cuello flaco y sus orejas de murciélago tenían un tono más rojo que de costumbre.
—Qué diablos… Yo lo vi, ¿no? —Al decir esto, puso cara de compungido, con la boca entreabierta y miró a todos por turno.
—Lo vio —repitió su mujer, a sus espaldas, en un eco que tenía algo de irónico.
—Calla, mujer, ¿qué más? —dijo Scales golpeando la mesa con el puño—. Prepara ese café y deja de interrumpirme. —Volviéndose a los tres hombres, prosiguió—: ¡Grande como yo! ¡Más grande que yo! ¡Mirándome! ¡Lo más raro que haya visto nunca! —Disfrutaba del instante y abrió los brazos—. ¡Afuera, ni más ni menos! Apenas un poquito más lejos que esto, de donde estoy ahora. ¡Como las manzanas!
—¿Lo reconociste? —le preguntó Hardesty.
—No lo vi bien. Les diré ahora cómo fue. —Elnier se paseaba por la cocina, sin poder quedarse quieto y Ricky recordó una vieja idea de que nuestro Virgilio escribía poesías porque era demasiado inquieto para detenerse a pensar que no era capaz de escribirlas—. Estaba aquí anoche, tarde ya. No podía dormir, como siempre.
—Como siempre —repitió con soma su mujer.
Se oyeron chillidos y golpes sordos en el piso alto.
—Deja el café y sube. Ponlos en vereda —le dijo Scales. Mientras ella se iba, calló. Muy pronto se oyó otra voz sobre la cacofonía general y luego, silencio.
—Como estaba diciendo… Estaba aquí, leyendo unos folletos de equipo rural y unos catálogos de semillas. ¡Y entonces…, oigo algo en el establo! ¡Merodeador! ¡Maldición! Me levanto de un salto y me acerco a la ventana. Veo que está nevando. Mañana habrá que trabajar, me digo. Y entonces, lo vi. Junto al establo. No, entre el establo y la casa.
—¿Cómo era? —dijo Hardesty. Seguía sin tomar notas.
—¡No sé! ¡Estaba demasiado oscuro! —Su voz pasó ahora de medio soprano a soprano—. ¡Lo vi allí, mirando, mirando!
—¿Lo viste en la oscuridad? —le preguntó Sears, con tono hastiado—. ¿Tenías encendidas las luces de afuera?
—Señor abogado, debe estar bromeando. Con las cuentas de electricidad que tenemos… No, pero lo vi y sé que era grande.
—Vamos, ¿cómo lo sabes, Elmer? —dijo Hardesty. La señora Scales bajaba por las escaleras de madera, con un ruido característico de sus zapatos al golpear cada escalón. Ricky estornudó. Un niño comenzó a silbar y calló bruscamente al detenerse los pasos en la escalera.
—¿Acaso no le vi los ojos? ¿No se los vi? ¡Mirándome! ¡A cerca de dos metros del suelo!
—¿Le vio sólo los ojos? —preguntó Hardesty, incrédulo—. ¿Y qué diablos hacían los ojos de este hombre, Eliner? ¿Brillar en la oscuridad?
—Acabas de decirlo —repuso Elmer.
Ricky se volvió con viveza hacia Elmer, que miraba a todos con evidente satisfacción. Luego, sin haber tenido la intención de hacerlo, miró a Sears por sobre la mesa. Sears se había puesto rígido, tenso al oír la última pregunta de Hardesty y trataba de no mostrar emoción, pero en el rostro redondo de su amigo vio lo mismo. Sears también. Para él también significaba algo.
—Bien, yo espero que lo atrapes, Walt y que ustedes dos, mis abogados, le hagan un juicio que lo deje sin un cobre —dijo Elmer con aire decidido.
Su mujer entraba en la cocina en aquel momento y apoyaba con gestos lo dicho por su marido. Luego retiró la cafetera del fuego.
—¿Y usted vio algo anoche, señora Scales? —le preguntó Hardesty. Ricky vio entonces en los ojos de Sears una expresión que indicaba haber reconocido algo y supo que se había delatado a sí mismo.
—Lo único que vi fue un marido muerto de miedo —contestó ella—. Supongo que eso no lo dijo.
Elmer carraspeó. Se le movió la nuez de Adán.
—La verdad es que fue muy raro —afirmó.
—Sí —dijo Sears—. Creo que sabemos ya todo lo que necesitamos saber. Disculpen todos, pero Hawthorne y yo debemos volver a la ciudad.
—¡Primero, tome su café, señor Sears! —dijo la señora Scales, apoyando una taza de plástico de gran tamaño sobre la mesa—. Si piensa entablar juicio contra alguien hasta dejarlo sin un cobre, necesita conservar bien las fuerzas.
Ricky se obligó a sonreír, pero Walt Hardesty festejó el comentario con una risotada.
Afuera Hardesty, otra vez bajo la protección de sus ropas de Texas Ranger, se inclinó para hablar en voz baja por la rendija de unos centímetros dejada por Sears en la ventanilla.
—¿Vuelven ustedes a la ciudad? ¿Podríamos encontrarnos en alguna parte para conversar? Podría ser importante, o bien, no. Con todo, quisiera hablarles.
—Muy bien. Iremos directamente a su oficina.
La mano enguantada de Hardesty se acarició el mentón.
—Preferiría no hablar de esto en presencia de los otros muchachos.
Ricky tenía las manos en el volante, el rostro alerta vuelto hacia Hardesty, pero una única idea en la mente: Comienza. Comienza y no sabemos qué es.
—¿Qué propones entonces, Walt? —preguntó Sears.
—Que nos detengamos en el camino, en algún lugar no muy concurrido, donde podamos hablar tranquilos. Por ejemplo, ¿conocen Humphrey’s, enseguida de pasar los límites de la ciudad, en la ruta de las Siete Millas?
—Creo haberlo visto.
—Suelo usar un salón al fondo como oficina cuando tengo asuntos confidenciales. ¿Les parece que nos encontremos allá?
—Si insiste —dijo Sears, sin molestarse en consultar a Ricky.
Siguieron el auto de Hardesty de regreso a la ciudad, viajando a mayor velocidad que en el viaje de ida. El hecho de que ambos sabían lo que Elmer Scales había visto de aterrador les impedía hablar. Cuando por fin Sears lo hizo, el tópico elegido fue neutral.
—Hardesty es tonto e incompetente. Asuntos confidenciales… Su único asunto confidencial es su botella de alcohol.
—Bien, ahora sabemos dónde pasa las tardes. —Ricky abandonó la carretera para entrar en la Ruta de Siete Millas. La taberna, único edificio visible allí, era una colección de ángulos y salientes grises doscientos metros más adelante, sobre la derecha.
—Mira. Traga bebida gratuita en el salón de los fondos de Humphrey Stalladge. Le iría mejor en una fábrica de zapatos en Endicott.
—¿De qué crees que nos hablará?
—Lo sabremos bien pronto. Aquí está el lugar de la cita.
Hardesty los esperaba junto a su automóvil en la gran playa de estacionamiento, casi vacía a esa hora. Humphrey’s no era en realidad más que una taberna de carretera, con una fachada adornada con techos quebrados y en ángulo agudo y dos grandes ventanales negros. En uno de ellos el nombre aparecía en luces de neón. En la otra había otro letrero luminoso que anunciaba en forma intermitente Utica Club. Ricky se detuvo al lado del automóvil del sheriff y los dos abogados bajaron y afrontaron el viento helado.
—Síganme —les dijo Hardesty con falsa cordialidad. Después de mirarse mutuamente con una sensación de aprensión compartida, subieron las escaleras de cemento detrás de Hardesty. Ricky estornudó muy fuerte dos veces seguidas tan pronto como se encontró dentro de la taberna.
Omar Norris, miembro de la pequeña colectividad local de bebedores empedernidos, estaba sentado en un taburete junto al bar y los miró lleno de asombro. El gordo Humphrey Stalladge se movía entre los compartimientos del salón, vaciando ceniceros.
—¡Walt! —saludó y luego hizo otro gesto de saludo a Ricky y a Sears.
El porte de Hardesty era diferente ahora. Dentro de la taberna se sentía más alto, más señorial y su actitud hacia los dos hombres mayores sugería que ellos habían venido alli en busca de su consejo. Entonces Stalladge miró con mayor atención a Ricky y dijo:
—El señor Hawthorne, ¿no? —y con una sonrisa, añadió—: ¡Vaya! Ricky adivinó entonces que Stella había visitado aquel lugar en alguna oportunidad.
—¿Podemos pasar al salón privado? —preguntó Hardesty.
—Para ustedes, siempre está libre —Stalladge señaló una puerta que decía «Privado», en un rincón detrás de la larga barra y miró a los tres hombres mientras atravesaban el salón por el piso lleno de polvo. Omar Norris, sorprendido aún, los miraba. Hardesty caminaba como un miembro de la FBI, Rocky se destacaba solamente por su sobria minuciosidad en el vestir; Sears, por su presencia imponente, que recordaba, como se le ocurrió sólo en ese momento a Ricky, a Orson Welles.
—Traes buena compañía hoy, Walt —dijo Stalladge en voz alta a espaldas de ellos. Sears hizo uno de sus ruidos guturales de disgusto. Al mismo tiempo, Hardesty aceptó el comentario con un gesto displicente de la mano enguantada. Con un gesto de príncipe, Hardesty les abrió la puerta.
Pero una vez detrás de la puerta, después de indicarles que debían recorrer el oscuro pasillo hasta el salón que se encontraba al final de él, Hardesty aflojó los hombros, adoptó una expresión menos tensa y dijo:
—¿Quieren beber algo? —los dos hombres respondieron negativamente—. Yo tengo un poco de sed —dijo entonces y volvió a salir por la puerta.
Sin decir una palabra los abogados recorrieron el pasillo y entraron en el sucio saloncito de los fondos. La mesa, cubierta de cicatrices de mil generaciones de cigarrillos estaba en el centro, rodeada por seis sillas plegables. Ricky encontró el conmutador y encendió la luz. Entre la lamparilla invisible y la mesa, había pilas de barriles de cerveza que llegaban casi hasta el techo. Aun con la luz encendida, la porción del frente del cuarto estaba tan oscura como antes.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Ricky.
Sears se sentó pesadamente en una de las sillas plegables, suspiró, se quitó el sombrero y lo puso con gran cuidado sobre la mesa.
—Si lo que preguntas es qué saldrá de esta fantástica excursión, te respondo que nada, Ricky, nada.
—Sears —empezó a decir Ricky—, creo que debemos hablar de lo que Elmer vio allá.
—Delante de Hardesty, no.
—Estoy de acuerdo. Ahora.
—Ahora, no. Por favor.
—Todavía tengo los pies fríos —dijo Ricky y Sears le dirigió una de sus poco frecuentes sonrisas.
Oyeron que se abría despacio la puerta en el extremo del pasillo y a poco apareció Hardesty con un vaso lleno de cerveza, en una mano y una botella llena hasta la mitad y su sombrero de alas anchas en la otra. Tenía la tez algo más congestionada, como si la hubiese azotado un fuerte viento del Far West.
—La cerveza es lo mejor para la garganta seca —dijo Hardesty. Bajo el camuflaje de cerveza que se expandió en su aliento al hablar se percibía otro olor más intenso, más penetrante, el del whisky ordinario—. Realmente humedece las cañerías. —Ricky calculó que el sheriff había conseguido tragarse un vasito de whisky y media botella de cerveza en el instante que había pasado junto al bar—. ¿Estuvieron aquí antes?
—No —repuso Sears.
—Bien, es un lugar cómodo. Se puede estar a solas y Humphrey cuida que nadie moleste si tenemos algo confidencial que decir. Además está más o menos apartado, de manera que es poco probable que nadie vea al sheriff y a dos de los abogados más distinguidos de la ciudad metiéndose en una taberna.
—Nadie, salvo Omar Norris.
—Es cierto, pero no creo que él lo recuerde —Hardesty pasó una pierna sobre una silla, como si tuviese intención de montar en ella, se sentó y al mismo tiempo dejó caer su sombrero sobre la mesa. Sears movió el propio un poco más cerca de su abdomen, mientras el sheriff bebía un gran sorbo de su vaso.
—Si puedo repetir una pregunta hecha por mi socio aquí, ¿qué estamos haciendo en este lugar?
—Señor James, quiero decirle una cosa. —Los ojos del seudo vaquero tenían la límpida sinceridad de un borracho—. Debe comprender por qué teníamos que alejarnos de Elmer para hablar. Nunca vamos a descubrir quién mató esas ovejas. —Después de beber, contuvo un eructo con el dorso de la mano.
—¿No? —por lo menos, la terrible comedia de Hardesty lograba distraer la mente de Sears de sus propias preocupaciones. Ahora fingía sorpresa e interés.
—No, no hay manera, no hay forma. No es la primera vez que sucede algo como esto.
—¿No? —preguntó Ricky y se sentó, mientras se preguntaba cuánto ganado habían matado en las inmediaciones de Milburn sin que él se hubiese enterado.
—No, ni mucho menos. No aquí, les diré, pero en otros puntos del país.
—Ah —Ricky se apoyó contra la silla desvencijada.
—Recordarán hace unos años, cuando fui a la convención de la policía en Kansas City. Viajé en avión y permanecí allí una semana. Viajé espléndidamente.
Ricky recordaba esto, porque después del regreso de Hardesty el policía había hablado en los Leones, los Kiwanis, el Rotary y otras organizaciones cívicas, la Asociación de Tiro, la Logia Masónica y la Sociedad John Brch, y por último a agrupaciones de veteranos y amigos de los bosques. Las organizaciones habían costeado su viaje y por obligaciones de orden social, Ricky pertenecía a la tercera parte de ellas. Su tema había sido la «Necesidad de contar con una fuerza bien equipada en defensa de la ley y el orden en las ciudades más pequeñas de los Estados Unidos».
—Bien —dijo Hardesty, sosteniendo la botella de cerveza en una mano como si fuese un chorizo—. Una noche en el motel, me puse a conversar con un grupo de jefes de policía de ciudades pequeñas. Eran de Kansas, Missouri y Minnesota. Ustedes saben. Hablaban de regiones exactamente como la nuestra y sobre el mismo problema, esos crímenes raros que nunca se esclarecen. Ahora lo que quiero señalar es esto. Por lo menos dos o tres de esos hombres se vieron frente a lo mismo, ni más ni menos, que vimos hoy. Un número de animales muertos en un campo, bang, bang, muertos de la noche a la mañana. No se veía el origen de la muerte hasta que uno miraba mejor y encontraba… Ya saben qué. Heridas muy bien hechas, como las que haría un cirujano. Y nada de sangre. Exangües, como los llaman. Uno de esos hombres dijo que hubo una ola de estos hechos en todo el valle del río Ohio durante la década del sesenta. Caballos, perros, vacas… probablemente somos los primeros en tener ovejas. Pero usted, señor Hawthorne, me hizo recordar todo esto cuando dijo que no había sangre. Es la verdad, eso me hizo recordarlo. Cabria imaginar que esas ovejas sangrarían. Y en Kansas City sucedió lo mismo exactamente un año antes de la conferencia, alrededor de Navidad.
—Qué disparate —dijo Sears—. No pienso seguir escuchando estas cosas absurdas.
—Discúlpeme, señor Sears. No es un disparate. Todo esto sucedió. Podría encontrarlo en el «Kansas City Times» Diciembre de 1973. Un montón de ganado muerto, sin huellas de pisadas, sin sangre. Y había allí también nieve fresca, como hoy aquí. —Mirando a Ricky, guiñó un ojo y apuró su cerveza.
—¿Nunca arrestaron a nadie? —preguntó Ricky.
—Nunca. En todos esos lugares, jamás encontraron a alguien. Era como si algo malo hubiese llegado, dado su función y partido otra vez. Mi idea es que estas cosas tienen algo de broma pesada.
—¿A qué se refiere? —dijo Sears con vehemencia—. ¿Vampiros? ¿Demonios? Qué locura.
—No, no digo eso. Qué diablos, sé bien que no existen los vampiros, así como sé que ese maldito monstruo en el lago de Escocia tampoco está allá. —Hardesty se echó hacia atrás en su silla y apoyó la nuca en las manos entrelazadas—. Pero nadie encontró nunca nada y tampoco lo encontraremos. Ni siquiera tiene sentido buscar. Lo que he pensado es que mantengamos conforme a Elmer diciéndole que estamos trabajando muchísimo en el asunto.
—¿Realmente es todo lo que usted piensa hacer? —preguntó Ricky, sin poder creerlo.
—No, quizá mande a uno de mis hombres a revisar algunas de las parcelas y a preguntar si vieron algo raro anoche, pero eso es más o menos todo.
—¿Y nos trajo especialmente hasta aquí para decimos sólo eso? —preguntó Sears.
—Sí.
—Vamos, Ricky. —Sears retiró su silla y tomó su sombrero.
—Y realmente pensé que los dos abogados más distinguidos de nuestra ciudad podrían decirme algo.
—Yo podría hacerlo, pero dudo que usted me escuchase.
—Seamos menos soberbios, señor James. Estamos ambos en el mismo equipo, ¿no?
Ricky dijo entonces, tratando de cubrir la explosión del aliento indignado de Sears:
—¿Qué imaginó que podríamos decirle?
—Por qué creen saber algo de lo que sucedió en casa de Elmer anoche. —El sheriff se palpó una arruga en la frente y sonrió—. Ustedes dos, señores, se quedaron rígidos cuando Elmer habló de lo que había visto. Por lo tanto, saben algo, o bien oyeron o vieron algo que no quisieron mencionar a Elmer Scales. Bien, supongamos que presten un poco de apoyo al representante de la policía local y hablen.
Sears se levantó lentamente de la silla.
—Yo vi cuatro ovejas muertas. No sé nada. Y eso, Walt, es todo. —Retirando bruscamente su sombrero de la mesa, dijo a Ricky—:
—Vamos. Hagamos ahora algo útil.
—Tiene razón, ¿no?
Doblaban en aquel momento la esquina de Wheat Row. La vasta mole gris de la Catedral de San Miguel se elevaba hacia el espacio a la derecha. Las grotescas y sagradas figuras arriba de la puerta y junto a las ventanas vestían túnicas y llevaban tocas de nieve fresca, como si hubiesen quedado congeladas en su lugar.
—¿Sobre qué? —Sears señaló el edificio de sus oficinas—. Milagro de milagros. Lugar para estacionar delante mismo de nuestra puerta.
—Sobre lo que vio Elmer.
—Si le resulta obvio a Walt Hardesty, tiene que ser muy obvio. Realmente.
—¿Tú viste algo?
—Vi algo que no estaba allí. Tuve una alucinación. Cabe Suponer, entonces, que estaba demasiado cansado y de alguna manera afectado por el cuento que les conté.
Con mucho cuidado, Ricky entró en marcha atrás en el lugar que quedaba delante del edificio de oficinas.
Sears tosió, apoyó la mano en el picaporte de la puerta, pero no se movió. A los ojos de Ricky, tenía ya el aspecto de quien se arrepiente de antemano de algo que va a decir.
—Entiendo que tú viste más o menos lo mismo que vio nuestro Virgilio —dijo Ricky.
—Sí —repuso Sears—. No, lo sentí, pero sabía lo que era.
—Qué me dices…
Sears volvió a toser y Ricky se puso tenso de expectativa.
—Vi a Fenny Bate.
—¿El chico de tu historia? —Ricky se quedó atónito.
—El chico a quien traté de enseñar. El chico a quien supongo que maté, en cierto modo… pues contribuí a que muriera.
Sears retiró la mano del picaporte y apoyó todo su peso en el asiento del automóvil. Por fin estaba dispuesto a hablar, ahora.
Ricky se esforzó por comprender.
—Yo no estaba seguro de que tu historia fuese… —Se detuvo en mitad de la frase, consciente de estar infringiendo una de las reglas de la Chowder Society.
—¿De que era una historia verídica? No, era verídica, Ricky. Bien verídica. Hubo un Fenny Bate y murió.
Ricky recordó la ventana iluminada de Sears.
—¿Estabas mirando por la ventana de la biblioteca cuando lo viste? Sears movió la cabeza.
—No. Iba arriba. Era muy tarde, probablemente las dos de la mañana. Me había quedado dormido en el sillón después de lavar los platos. Me temo que no me sentía muy bien… y me habría sentido peor de haber sabido que Elmer Scales iba a despertarme a las siete esta mañana. Bien, apagué las luces de la biblioteca y cerré la puerta. Luego comencé a subir las escaleras, Y entonces lo vi allí, mirándome, sentado en un escalón. Parecía estar dormido. Llevaba los mismos harapos que yo recordaba y estaba descalzo.
—¿Qué hiciste?
—Estaba demasiado asustado para hacer nada. No soy ya un hombre vigoroso de veinte años. Mira, Ricky, me quedé parado allí durante…, no sé cuánto tiempo. Temí desmayarme y cuando apoyé la mano en la barandilla para sostenerme, se despertó. —Sears tenía las manos apretadas y Ricky veía que estaban crispadas—. No tenía ojos. Sólo órbitas vacías. Con el resto de la cara sonreía. —Las manos de Sears se levantaron hacia la cara y se cerraron debajo del ala del sombrero—. ¡Jesús! Quería jugar, Ricky.
—¿Quería jugar?
—Es lo que imaginé. Estaba tan sacudido que no podía pensar con claridad. Cuando la… la alucinación se… se paró, bajé corriendo las escaleras y me encerré en la biblioteca. Me acosté en el sofá. Tenía la sensación de que se había ido, pero no pude resolverme a subir esas escaleras. Por fin me dormí y tuve la pesadilla de que hablamos. Había visto «visiones», como se dice vulgarmente. Y no creía, como lo creo ahora, que estos temas estén dentro del dominio de Walt Hardesty. Ni tampoco de nuestro Virgilio, dicho sea de paso.
—Mi Dios, Sears —dijo Ricky.
—Olvídalo, Ricky. Olvida lo que te conté. Por lo menos hasta que llegue este muchacho Wanderley.
Jesús, se movió, no puede ser, está muerta… El mensaje habló otra vez en la mente de Ricky. Volvió los ojos del panel de instrumentos, donde los había tenido fijos mientras Sears le pedía que hiciera lo imposible, olvidar, y miró de frente el rostro pálido de su socio.
—Basta —dijo Sears—. Sea lo que fuere, basta. Tengo ya suficiente.
… no meter los pies primero
—Sears.
—No puedo, Ricky —Sears bajó del automóvil.
Hawthorne bajó a su vez por su lado y por encima del automóvil miró a Sears, un hombre imponente vestido de negro. Por un instante vio en su viejo amigo los rasgos macilentos que le había conferido en su sueño. Detrás de él, todo alrededor, la ciudad flotaba en medio del viento invernal, como si ella también hubiese muerto en secreto.
—Pero te diré una cosa —le dijo Sears—. Querría que Edward viviese aún. A menudo deseo eso.
—También yo —admitió Ricky, pero Sears se había vuelto y comenzaba a subir los escalones que llevaban hasta la puerta principal. Un viento más intenso le mordió la cara y las manos y rápidamente siguió a su amigo, volviendo a estornudar.