Frederick Hawthome

1

De todas las habitaciones donde se reunían habitualmente, la biblioteca de la casa de Sears James era la predilecta de Ricky, con sus gastados sillones de cuero, sus altas bibliotecas con puertas de vidrio, la bebida en la mesita redonda, los grabados en las paredes, la alfombra Shiraz de tonos desteñidos bajo los pies y el rico recuerdo de tantos cigarros en el ambiente. Al no haber transado con el matrimonio, Sears James tampoco había tenido que transar nunca en cuanto a sus opulentas ideas del confort. Después de tantos años de reunirse, los otros hombres habían perdido la conciencia del placer inmediato y la calma y la envidia que experimentaban en la biblioteca de Sears, así como estaban casi del mismo modo inconscientes del malestar igualmente inmediato que sentían en la casa de John Jaffrey, donde el ama de llaves, Milly Sheehan, entraba una y otra vez, cambiando las cosas de lugar. Sin embargo cada uno de ellos lo sentía, Ricky Hawthorne más, quizá, que el resto, pues habría deseado tener un cuarto como éste para sí. El caso era que Sears siempre había tenido más dinero que los otros, así como su padre también había tenido más que los padres de ellos. El dinero se remontaba a unas cinco generaciones, hasta llegar al almacenero de pueblo que con gran sangre fría amasó una fortuna y transformó a la familia James en gente refinada. Para la época del abuelo de Sears, las mujeres eran ya delgadas, palpitantes, decorativas e inútiles, los hombres cazaban y estudiaban en Harvard y todos pasaban los veranos en Saratoga Springs. El padre de Sears había sido profesor de lenguas muertas en Harvard, donde mantenía una tercera casa para su familia. Sears mismo estudió Derecho porque en su juventud había considerado inmoral no tener profesión. El año que pasó como maestro de escuela le demostró que su vocación no residía en la enseñanza. Del resto, los primos y hermanos, la mayoría había sucumbido a la vida muelle, los accidentes de caza, la cirrosis y las crisis depresivas. Sears, en cambio, el viejo amigo de Ricky, logró arreglarse en la vida hasta que, si bien no llegó a ser el viejo más apuesto de Milburn —el más apuesto era, sin duda, Lewis Benedikt— por lo menos era el más distinguido. Con excepción de la barba, podría habérselo tomado por el retrato de su padre, alto, calvo, macizo, con un rostro astuto y redondo y trajes con chaleco. Sus ojos azules seguían siendo los de un joven.

Ricky imaginaba que debía envidiarle eso también, el aspecto de profesor. El mismo nunca había sido especialmente buen mozo. Era demasiado menudo y demasiado atildado para ello. Sólo sus bigotes habían mejorado con la edad y crecían ahora algo más espesos después de haber encanecido. Cuando le aparecieron unas pequeñas bolsas en los costados de la mandíbula, no le dieron un aspecto más importante, sino simplemente de mayor inteligencia. No se consideraba en especial inteligente. De haberlo sido, habría evitado, quizás, un arreglo en el cual habría de ser siempre, en forma extraoficial, una especie de socio menor permanente en la firma. Sin embargo, fue su padre quien incorporó a ella a Sears. En aquellos años… él mismo había sentido alegría, más aún, entusiasmo, de que su viejo amigo trabajase con ellos. Ahora, instalado en un sillón innegablemente cómodo, imaginaba que todavía estaba contento de tener a Sears como socio. Los años habían unido a ambos con lazos tan fuertes, casi, como los matrimoniales que lo unían a Stella. Por otra parte el matrimonio profesional había sido mucho más apacible que el doméstico, aun cuando invariablemente los clientes que se encontraban en el mismo cuarto con él y con Sears se dirigiesen a éste cuando hablaban. Era un arreglo que Stella nunca habría tolerado. (Además, nadie que hubiese estado en sus cabales, en todos esos años de matrimonio, habría mirado a Ricky cuando tenía la oportunidad de mirar a Stella).

Sí, lo admitía por milésima vez, le agradaba estar en esta biblioteca. Estaba contra sus principios y sus convicciones políticas y probablemente contra el puritanismo de la religión que hacía rato había perdido, pero la biblioteca de Sears —toda la espléndida casa de Sears— era un lugar donde un hombre se sentía a sus anchas. Stella nunca titubeaba en demostrar que también era un lugar donde una mujer podía sentirse a sus anchas. No tenía escrúpulos en tratar de vez en cuando la casa de Sears como si fuese la propia. Por suerte, Sears lo toleraba. Fue Stella, en una de esas ocasiones (doce años atrás), quien al entrar en la biblioteca como si encabezase un pelotón de arquitectos los bautizó con el nombre de Chowder Society.

—Por Dios, que aquí los tenemos —dijo—, la sociedad de las tradiciones norteamericanas, la «Chowder Society». ¿Piensas acaparar a mi marido toda la noche, Sears? ¿O bien no han terminado de contarse mentiras, muchachos?

Bien, seguramente, era la energía perpetua de Stella y sus constantes pullas lo que había impedido que sucumbiese a la vejez, como el viejo John Jaffrey. Su amigo común John Jaffrey era «viejo», a pesar de ser seis meses menor que Hawthorne y un año menor que Sears y en realidad, sólo cinco años mayor que Lewis, el miembro más joven del grupo.

Lewis Benedikt, de quien se decía que había matado a su mujer, estaba sentado frente a Ricky, la imagen de la expansiva buena salud. El tiempo que pasaba sobre todos ellos y que aparentemente les quitaba cosas, parecía añadírselas a Lewis. No había sido el caso cuando era más joven, pero ahora tenía una decidida semejanza con Cary Grant. Su mentón era firme; el pelo, espeso. Se había vuelto apuesto en un grado casi absurdo. Aquella noche, los rasgos grandes, plácidos y llenos de buen humor de Lewis mostraban, como los de los otros, una expresión de expectativa. En general era cierto que las mejores historias se contaban allí, en casa de Sears.

—¿Quién juega en la cancha esta noche? —preguntó Lewis. Lo dijo sólo por cortesía. Todos lo sabían. El grupo llamado Chowder Society tenía muy pocas reglas. Debían llevar todos ropa de etiqueta (porque treinta años atrás, a Sears le había gustado la idea), nunca bebían en exceso (y ahora eran demasiado viejos para hacerlo, de todos modos), nunca preguntaban si las historias eran verídicas (ya que aun las mentiras más flagrantes eran, hasta cierto punto, verdad), y si bien las historías circulaban en forma rotativa por el grupo, nunca se ejercía presión sobre nadie a quien se le hubiese cortado por el momento la inspiración.

Hawthorne estaba por confesar, cuando lo interrumpió John Jaffrey.

—Estuve pensando —dijo, y luego reaccionó ante las miradas llenas de curiosidad de los otros—, no, sé que no me toca a mí y me alegro mucho. Pero estuve pensando que dentro de dos semanas hará exactamente un año que murió Edward. Estaría con nosotros esta noche si yo no hubiese insistido en esa maldita fiesta.

—Por favor, John —dijo Ricky. No le gustaba mirar directamente a la cara a Jaffrey cuando sus emociones eran tan visibles. Tenía una piel que daba la impresión de que permitiría hundirle un lápiz sin que brotase sangre de ella—. Todos sabemos que tú no tuviste la culpa.

—Pero sucedió en mi casa —afirmó Jaffrey.

—Cálmate, viejo —le dijo Lewis—. No te hace bien esto.

—Soy yo quien lo decide.

—En tal caso, no nos haces bien a todos nosotros —señaló Lewis con el mismo buen humor y tono suave—. Todos recordamos la fecha. ¿Cómo olvidarla?

—Entonces, ¿por qué no hacemos algo? ¿Imaginan ustedes que están actuando como si nunca hubiera pasado? ¿Cono si hubiese sido algo normal? ¿El caso de un viejo cualquiera que se muere? Pues entonces debo informarles que no actúan así.

Se quedaron tan chocados que no dijeron nada. Ni a Ricky se le ocurrió nada que decir. Jaffrey estaba muy pálido.

—No —continuó—. No actuan en forma normal, ni mucho menos. Todos saben lo que nos viene sucediendo. Nos sentamos aquí y hablamos como un grupo de vampiros. Milly apenas puede soportar recibirnos ya en mi casa. No siempre fuimos como ahora, solíamos hablar de muchas cosas. Nos divertíamos, era una diversión. Ahora no lo es. Todos tenemos miedo. Aunque no sé si algunos de ustedes lo admiten. Bien, ha pasado un año, y no tengo reparos en decir que yo tengo miedo.

—Yo no estoy seguro de tener miedo —dijo Lewis y bebiendo un sorbo de whisky, miró sonriendo a Jaffrey.

—Tampoco estás seguro de que no lo tienes —señaló bruscamente el doctor.

Sears James tosió, tapándose la boca con el puño y de inmediato todos lo miraron. «Mi Dios», pensó Ricky, «es capaz de hacer ese gesto en cualquier momento y monopolizar nuestra atención sin el menor esfuerzo. Me pregunto por qué tuvo la idea en una época de que no sería un buen maestro. Y también, por qué yo nunca pude hacerle frente».

—John —dijo Sears con suavidad—, todos estamos familiarizados con los hechos. Todos ustedes tuvieron la gentileza de afrontar el frío para venir aquí esta noche y ninguno de nosotros es ya joven. Prosigamos.

—Pero Edward no murió en tu casa. Y esa mujer Moore, la llamada actriz, no…

—Basta —ordenó Sears.

—Bien, supongamos que recuerdas cómo llegamos al tema —dijo Jaffrey.

Sears hizo un gesto afirmativo y también Ricky Hawthorne. Fue durante la primera reunión celebrada después de la extraña muerte de Edward Wanderley. Los cuatro que quedaban se habían mostrado indecisos, pues no podrían haber tenido mayor conciencia de la ausencia de Edward si se hubiese dejado en medio de ellos un sillón vacío. La conversación se desenvolvió con vacilaciones y falsos comienzos por lo menos cinco o seis veces. Ricky había visto que todos se preguntaban para sus adentros si podrían soportar seguir reuniéndose. Sabía que ninguno de ellos, por otra parte, toleraba la idea de no reunirse. En ese momento se inspiró. Volviéndose a John Jaffrey, le dijo:

—¿Qué es la peor cosa que hiciste en tu vida?

El doctor Jaffrey lo sorprendió con su inesperado rubor. Seguidamente quedó establecido el tono de las reuniones que habrían de seguir, cuando dijo:

—No les diré es, pero les contaré lo peor que me sucedió en mi vida… lo más terrible… —y luego relató lo que en esencia era un cuento de fantasmas. Era apasionante, sorprendente, alarmante… les distrajo los pensamientos del recuerdo de Edward. Desde aquel momento continuaron en la misma vena.

—¿Crees en realidad, que se trata de una simple coincidencia? —preguntó Jaffrey.

—No comprendo —murmuró Sears.

—Todos eluden la verdad y esto es indigno de ustedes. Quiero decir que estábamos entrando en este camino, primero yo, después Edward… —La voz calló poco a poco y Ricky adivinó que había vacilado entre el uso de la palabra «murió», o bien «lo mataron».

—Se fue al cielo —acotó, en un intento de mostrarse despreocupado. La mirada de Jaffrey, semejante a la de un lagarto, le indicó que no había logrado nada. Ricky se apoyó en el respaldo del lujoso sillón, con la esperanza de desaparecer en aquel mullido fondo y no ser más visible que una de esas manchas de agua en los mapas antiguos de Sears.

—¿De dónde sacaste la expresión? —le preguntó Sears y Ricky lo recordó en seguida. Era lo que decía su padre cuando moría un cliente. «Anoche Toby Pfaff se fue al cielo… La señora Wintergreen se fue al cielo esta mañana. Habrá lío en los tribunales para la herencia». Agitó la cabeza—. Sí, es verdad —agregó Sears—, pero no sé…

—Ni más ni menos —dijo Jaffrey—. Creo que están pasando cosas sumamente raras.

—¿Qué aconsejas? Deduzco que no hablas solamente para interrumpir la reunión de siempre.

Ricky sonrió por encima de los dedos entrelazados, para mostrar que no se ofendía por el comentario.

—La verdad es que tengo una idea —Ricky veía que Jaffrey hacía todo lo posible por tratar con tacto a Sears—. Creo que deberíamos invitar al sobrino de Edward a que venga.

—¿Y cuál seria el objeto?

—¿No es una especie de experto en… en este tipo de cosas?

—¿Qué es «este tipo de cosas»?

Acorralado, Jaffrey no retrocedió.

—Posiblemente eso sea lo misterioso. Creo que podría… bien, creo que podría ayudarnos. —Sears tenía una expresión de impaciencia, pero el doctor no le permitió interrumpir—. Creo que necesitamos ayuda. ¿O soy, acaso, el único aquí a quien le cuesta dormir toda la noche? ¿Soy el único que sufre pesadillas todas las noches? —Miró a todos con su rostro desencajado—. ¿Ricky? Tú eres un hombre franco,

—No, no eres el único, John —repuso Ricky.

—No, me imagino que no —dijo a su vez Sears, y Ricky lo miró sorprendido. Sears nunca había insinuado que quizás él también pasaba noches espantosas. Sin duda tampoco se había reflejado el hecho en el rostro sereno y reflexivo—. Te refieres al libro, supongo.

—Sí, desde luego. Tiene que haber investigado… tiene que tener experiencia.

—Yo creía que su experiencia se refería a desequilibrio mental.

—Como nosotros —dijo Jaffrey sin arredrarse—. Edward tiene que haber tenido una razón para dejar su casa a su sobrino. Creo que quería que Donald viniese aquí si llegase a sucederle algo a él. Creo que sabía que le sucedería algo. Y les diré qué más pienso. Pienso que deberíamos contarle acerca de Eva Galli.

—¿Hablarle de una historia inconclusa que data de cincuenta años? Ridículo.

—La razón por la cual no es ridículo es que la historia es inconclusa —dijo el doctor.

Ricky vio que Lewis estaba tan sorprendido y aun chocado, como él, de que Jaffrey hubiese mencionado la historia de Eva Galli. El episodio estaba enterrado en una época cincuenta años atrás. Desde entonces, nadie entre ellos lo había mencionado nunca.

—¿Crees saber lo que le sucedió a ella? —dijo el doctor con aire desafiante.

—Vamos, vamos —intervino Lewis—. ¿Es necesario esto? ¿Qué objeto tiene?

—El objeto es tratar de establecer qué le sucedió en realidad a Edward. Lamento no haberme mostrado claro en este punto.

Sears hizo un gesto afirmativo y Ricky imaginó advertir en su viejo socio una expresión de… ¿Qué? ¿Alivio? Desde luego nunca lo admitiría, pero el hecho de que la expresión resultase visible era una revelación para Ricky.

—Tengo un poco de duda en cuanto al razonamiento —dijo Sears—, pero si para ustedes es una satisfacción, pienso que podríamos escribir al sobrino de Edward. Tenemos su dirección en nuestros archivos, ¿no, Ricky? —Hawthorne dijo que sí con la cabeza—. Pero seamos democráticos y sometámoslo a una votación primero. ¿Aceptamos o rechazamos verbalmente la iniciativa y votamos de esa manera? ¿Qué opinan? —Los miró después de tomar un sorbo de su vaso. Todos se mostraron de acuerdo—. Comencemos por ti, John.

—Desde luego digo que sí. Que lo hagamos venir.

—¿Lewis?

Lewis se encogió de hombros.

—Me es igual —dijo. Hágilo venir, si quieren.

—¿Eso es un «sí»?

—Muy bien, es un «sí». Pero creo que no debemos desenterrar el caso de Eva Galli.

—¿Ricky?

Ricky miró a su socio y vio que éste sabía cuál sería su opinión.

—No, decididamente, no. Creo que es un error.

—¿Prefieres que sigamos como estamos desde hace un año?

—Los cambios siempre son para peor.

Sears se mostró divertido.

—Hablas como un abogado, aunque creo que el sentimiento no corresponde a un ex miembro de un grupo de jóvenes socialistas. Yo, en cambio, digo sí, de modo que somos tres contra uno. Se aprueba la iniciativa. Le escribiremos. Y como mi voto fue el decisivo, le escribiré yo.

—Acaba de ocurrírseme algo —dijo Ricky—. Hace un año ya. Supongamos que quiera vender la casa. Está vacía desde que murió Edward.

—Calla. Estás inventando problemas artificiales. Vendrá mucho más pronto si desea vender.

—¿Cómo podemos estar seguros de que las cosas no empeorarán? ¿Puedes tú estar seguro? —Sentado como se sentaba siempre, por lo menos una vez por mes, desde hacía veinticinco años en el sillón tapizado del mejor salón que conocía, Ricky deseó con fervor que nada cambiase, que pudiesen continuar como hasta entonces y bromear mutuamente hasta quitarse la ansiedad, expresándola en la relación de pesadillas y cuentos. Mientras los miraba a todos bajo la escasa luz, con el viento agitando los árboles fuera de las ventanas de la casa de Sears, no deseó nada con mayor intensidad que poder continuar como ahora.

Eran sus amigos, en cierto modo estaba tan casado con ellos como hacía un momento se había considerado unido a Sears. Y poco a poco cayó en la cuenta que temía por ellos. Los hallaba tan vulnerables, sentados allí con sus miradas interrogantes, como si cada uno de los otros imaginase que nada podía ser peor que unas cuantas pesadillas o un cuento de fantasmas contado dos veces por mes. Creían en la eficacia del conocimiento Veía, no obstante, un plano de tinieblas, creado por la pantalla de una lámpara, y proyectado sobre la frente y los pensamientos de John Jaffrey. John está muriéndose en este momento. Hay una clase de conocimiento que ellos nunca afrontaron, a pesar de las historias que cuentan. Y cuando aquel pensamiento asaltó su cabeza menuda y bien cuidada, fue como si lo que estaba involucrado en dicho conocimiento estuviese allí, en algún punto, afuera, entre los primeros signos del invierno. Afuera, pero cada vez más cerca de ellos.

Sears dijo:

—Hemos decidido, Ricky. Es lo mejor. No podemos consumirnos en nuestro propio jugo. Ahora —dijo mirando en torno de sí, el círculo que formaban y en un sentido metafórico, frotándose las manos, preguntó—: ¿Ahora que esto está decidido, quién, como dijo Lewis, está en la cancha esta noche?

En el interior de Ricky Hawthorne el pasado se desplazó de pronto y le devolvió un momento tan fresco y completo, que supo que tenía una historia que contar, a pesar de no haber tenido planeado nada y creído que tendría que abstenerse de hablar. Dieciocho horas del año 1945 brillaron con toda nitidez en su memoria y le hicieron anunciar:

—Bien, me toca a mí.

2

Cuando los otros dos se fueron, Ricky se quedó, después de decirles que no tenía prisa en salir al frío. Lewis le dijo:

—Te dará un poco de sangre en las mejillas, Ricky. —El doctor Jaffrey, en cambio, se limitó a hacer un gesto. Realmente hacía un frío inusitado para octubre, tanto frío como para que nevase. Sentado a solas en la biblioteca mientras Sears se alejaba a servir algo más de bebida, Ricky oyó el ruido del automóvil de Lewis al ponerse en marcha. Lewis tenía un Morgan importado de Inglaterra cinco años atrás y era el único modelo deportivo cuyo aspecto agradaba a Ricky. En una noche como esta, no obstante, la capota de tela no sería mucha protección y Lewis daba la impresión de tener dificultades para poner en marcha el motor. Por fin, estaba en marcha ahora. En esos inviernos del Estado de Nueva York hacía falta, en realidad, algo más grande que ese pequeño Morgan de Lewis. El pobre John estaría congelado cuando Lewis llegase con él a casa y lo dejase en manos de Milly Sheehan en la gran mansión de Montgomery Street, doblando la esquina y unas siete cuadras de distancia. Milly estaría sentada en la semioscuridad de la sala de espera del doctor, manteniéndose despierta para poder levantarse de un salto tan pronto como oyese la llave en la puerta, ayudarlo a quitarse el sobretodo y servirle chocolate bien caliente. Mientras Ricky estaba sentado allí, escuchando, el motor del Morgan carraspeó y dio señales de vida. Los oyó alejarse, e imaginó a Lewis encasquetándose el sombrero, sonriendo al mirar a John y diciendo: «¿No te dije que este encanto cumpliría?». Después de dejar a John en su casa, saldría de la ciudad y tomaría la Ruta 17 hasta llegar a los bosques y volvería así a la propiedad que se había comprado a su regreso. Fuera lo que fuese que había hecho Lewis en España, la verdad era que había ganado mucho dinero.

La casa de Ricky estaba virtualmente a la vuelta de la esquina, a menos de cinco minutos de marcha. Antes Sears y él acostumbraban ir caminando a la oficina todos los días. Cuando había buen tiempo todavía lo hacían. Stella los llamaba «Mutt y Jeff», como los cómicos personajes de historieta. Esto se dirigía más a Sears que a él mismo. A Stella nunca le había gustado mucho Sears. Sin duda nunca dejó que esta antipatía interfiriese con sus intentos de tratar de dominarlo un poco. Era indudable que Stella no estaría también esperándolo levantada con chocolate caliente. Seguramente se había acostado hacía horas, después de dejar una luz encendida arriba. Stella consideraba que si él iba a divertirse a case sus amigos y no la llevaba, bien podía arreglarse en la oscuridad al volver a casa y golpearse las rodillas contra el vidrio y el metal cromado de los muebles modernos que ella le había hecho comprar.

Sears volvió a la biblioteca con dos vasos en las manos y un nuevo cigarro encendido en la boca.

—Sears —le dijo Ricky—. Creo que eres la única persona ante quien podría yo admitir que a veces desearía no haberme casado.

—No malgastes tu envidia en mí —repuso Sears—. Estoy demasiado viejo, gordo y cansado.

—No eres nada de eso —aseguró Ricky, tomando el vaso que le ofrecía su amigo—, te das simplemente el lujo de poder fingir que eres viejo, gordo y que estás cansado.

—Te diré que te ganaste el premio mayor —dijo Sears—. La razón por la cual nunca dirías lo que acabas de decir a nadie más es que la gente se quedaría atónita. Stella es una belleza famosa, y si se lo dijeras a ella, te mataría. —Sears se sentó en el sillón que había ocupado antes, extendió las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos—. Prepararía un cajón, te metería dentro, te enterraría en cinco minutos y luego se escaparía con un cuarentón de aspecto atlético con olor a mar y a loción capilar. La razón por la cual puedes decírmelo a mí es que… —Sears vaciló y Ricky temió que le dijese «a veces yo también desearía que no te hubieses casado»—. …¿Será acaso que yo estoy hors de combat, o mejor dicho, hors commerce?

Mientras escuchaba a su socio y sostenía su vaso en la mano, Ricky pensó en John Jaffrey y Lewis Benedikt alejándose a toda velocidad hacia sus casas, en su propia casa recientemente decorada de nuevo. Tuvo conciencia entonces de lo estables que eran sus vidas, de cuánto en ellas se había convertido en una cómoda rutina.

—Bien, ¿cuál de las dos posibilidades? —preguntó Sears. Ricky repuso:

—Ah, en tu caso es hors de combat, estoy seguro —y al decirlo sonrió, con una intensa conciencia de lo próximos que estaban el uno al otro. Recordó lo que había dicho antes: «Todo cambio es para peor» y pensó: «Es verdad, por desgracia». De pronto vio a todos ellos, sus viejos amigos, él mismo, como si estuviesen suspendidos en un plano frágil e invisible muy alto en el aire sombrío.

—¿Sabe Stella que sufres pesadillas? —le preguntó Sears.

—Bien, yo no sabía que tú lo sabías —repuso Ricky, como si fuera un chiste.

—No vi razón para hablar de ellas.

—¿Y tienes pesadillas desde hace…?

Sears se echó atrás más aún en su asiento.

—¿Tú tienes las tuyas desde…?

—Hace un año.

—Yo también. Un año. Y también los otros dos, según parece.

—Lewis no parece muy afectado.

—Nada afecta a Lewis. Cuando el Creador hizo a Lewis, dijo: «Te daré un rostro hermoso, un buen físico y un genio parejo, pero como éste es un mundo imperfecto, seré menos generoso en cuanto a seso». Se enriqueció porque le gustaban los puertos de pesca españoles, no porque supiese lo que iba a ocurrir con ellos.

Ricky pasó por alto el comentario. Todo formaba parte de la forma en que Sears acostumbraba caracterizar a Lewis.

—¿Comenzaron después de la muerte de Edward?

Sears hizo un gesto afirmativo con su gran cabeza.

—¿Qué crees que le sucedió a Edward? —preguntó Ricky.

Sears se encogió de hombros. Habían formulado demasiadas veces la misma pregunta.

—Como sin duda sabes, no sé más que tu.

—¿Crees que seremos más felices si lo establecemos?

—¡Vaya, qué pregunta! Tampoco puedo responder a eso, Ricky.

—La verdad es que yo no lo creo. Nos pasará algo terrible. Creo que nos acarreará el mayor de los desastres si invitas a ese joven Wanderley.

—Qué superstición —dijo Sears—. Qué disparate. Creo que algo terrible nos ha sucedido ya y que este muchacho Wanderley es quien puede tal vez aclararlo.

—¿Leíste su libro?

—¿El segundo? Lo hojeé.

Era una forma de admitir que lo había leído.

—¿Qué te pareció?

—Un buen ejercicio de literatura de costumbres. Más literario que la mayoría. Unas cuantas frases bien construidas, una buena trama.

—Pero, sus intuiciones…

—No creo que nos rechace de inmediato como a un grupo de viejos tontos. Eso es lo principal.

—Ojalá hiciera eso —se lamentó Ricky—. No quiero que nadie venga a hurgar dentro de nuestras vidas. Lo único que quiero es que las cosas sigan como hasta ahora.

—Pues es posible que empiece a hurgar, como dices, y termine por convencernos de que estamos creándonos los propios fantasmas. Y puede ser que Jaffrey deje de torturarse por esa maldita fiesta. Insistió en darla sólo porque quería conocer a esa actriz insignificante. Esa chica de Moore.

—Pienso mucho en esa fiesta —dijo Ricky—. He estado tratando de recordar cuándo la vi aquella noche.

—Yo la vi —afirmó Sears—. Estaba conversando con Stella.

—Es lo que dicen todos. Todo el mundo la vio hablando con mi mujer. Pero ¿adónde fue después?

—Estás poniéndote tan mal como John. Esperemos hasta ver al joven Wanderley. Necesitamos un punto de vista nuevo.

—Creo que lo lamentaremos —insistió Ricky, por última vez—. Creo que será nuestra ruina. Seremos como esos animales que se comen la propia cola. Tenemos que dejar todo esto atrás.

—Está decidido. No seas melodramático.

Quedó, entonces, decidido. No era posible hacer cambiar de idea a Sears. Ricky lo consultó sobre otra idea que lo preocupaba.

—Durante nuestras veladas, ¿sabes siempre lo que vas a decir, cuando te toca a ti hablar?

Los ojos de Sears lo miraron, maravillosos, límpidos, azules.

—¿Por qué?

—Porque yo no lo sé. La mayoría de las veces. Me siento, espero y de pronto me llega, como esta noche. ¿A ti te sucede lo mismo?

—Con frecuencia. Aunque eso no prueba nada.

—¿Será el caso de los otros, también?

—No veo por qué habría de serlo. Vamos, Ricky, tengo ganas de dormir y debes irte a casa. Stella debe estar esperándote.

No sabía si Sears estaba mostrándose irónico o no. Se tocó la corbata de lazo. Las corbatas de lazo eran parte de su vida, como la Chowder Society, que Stella apenas podía soportar.

—¿De dónde salen estas historias? —preguntó.

—De nuestros recuerdos —dijo Sears—, o si te gusta más, de nuestros subconscientes sin duda freudianos. Vamos. Tengo ganas de estar solo. Tengo que lavar los vasos antes de acostarme.

—¿Puedo preguntarte una vez más…?

—¿Y ahora, qué?

—¿… si podrías desistir de escribir al sobrino de Edward? —Ricky se levantó y su propia audacia le hizo latir con fuerza el corazón.

—Mira que eres insistente, ¿eh? Sin duda puedes pedírmelo, pero cuando volvamos a reunirnos, él habrá recibido ya mi carta. Creo que será para bien de todos.

Ricky hizo un gesto de duda y Sears dijo:

—Insistente, sin ser agresivo. —Se parecía mucho a algo que podría haber dicho Stella. Y entonces Sears lo sorprendió al añadir—: Es una buena cualidad, Ricky.

Junto a la puerta, Sears le sostuvo el sobretodo cuando se lo puso.

—Me pareció que el aspecto de John era peor esta noche —dijo. Sears abrió la puerta a la noche oscura iluminada por los faroles frente a la casa. La luz anaranjada brillaba sobre el césped agostado y corto y sobre la acera angosta, ambos cubiertos de hojarasca. Por el cielo negro se desplazaban enormes nubes oscuras. Había sensación de invierno.

—John está muriéndose —dijo Sears sin emoción alguna en la voz, expresando el propio pensamiento de Ricky—. Cariños a Stella.

La puerta se cerró detrás de Ricky, el hombrecito atildado que estaba ya tiritando bajo el aire frío de la noche.