Milburn observado a través de la nostalgia

Un día a comienzos de octubre Frederick Hawthorne, abogado de setenta años que había perdido muy poco con la edad, abandonó su casa en la avenida Meirose de Milburn, en el Estado de Nueva York, para atravesar la ciudad hacia sus oficinas en Wheat Row, junto a la plaza. La temperatura era algo inferior a la prevista para el comienzo del otoño, pero Ricky llevaba su atuendo invernal de sobretodo de tweed, echarpe de cachemira y discreto sombrero de castor gris. Caminaba con paso vivo por la avenida Meirose para activar su circulación, avanzando bajo robles inmensos y arces algo menores que ya ostentaban los conmovedores tintes de naranja y de rojo, otro toque que no correspondía a la época. Era susceptible a los resfríos y si la temperatura llegase a caer otros cinco grados, le sería necesario ir en el automóvil.

Pero entretanto, mientras pudiese protegerse el cuello del viento, le agradaba caminar. Después de salir de la avenida Meirose en dirección a la plaza, sintió bastante calor como para caminar más despacio. Ricky no tenía mayores motivos para apresurarse a llegar: rara vez aparecían clientes antes de mediodía. Su socio y amigo Sears James no aparecería, probablemente, en otros tres cuartos de hora, lo cual daba tiempo a Ricky para caminar con tranquilidad por Milburn, saludando a todos y observando todo lo que le agradaba.

Lo que más le agradaba observar era Milburn en sí, Milburn, la ciudad en la cual había pasado toda su vida, salvo los años en la universidad, en la Facultad de Derecho y en el ejército. Nunca había sentido deseos de vivir en otra parte, si bien en los primeros años de su matrimonio su mujer, hermosa e inquieta, había dicho a menudo que la ciudad era aburrida. Stella había deseado ir a Nueva York. Lo deseó en forma obstinada. Fue una de las batallas que él ganó. Era incomprensible para Ricky que alguien hallase aburrido Milburn. Cuando uno la observaba atentamente durante setenta años, era como ver el avance del siglo. Ricky imaginaba que si uno observase Nueva York durante igual período, lo que vería sería simplemente el avance de Nueva York. Allá los edificios se levantaban y caían con demasiada rapidez para el gusto de Ricky, todo cambiaba con demasiada rapidez, envuelto en un capullo personal e ensimismado de energía, girando con demasiada velocidad para reparar en nada al oeste del río Hudson, salvo las luces del Estado de Jersey. Además, Nueva York contaba con unos doscientos mil abogados. Milburn tenía tan sólo cinco o seis que eran realmente importantes, y durante cuarenta años él y Sears habían sido los dos más destacados entre este grupo. (Claro que Stella nunca se había preocupado en absoluto por los cánones que determinaban el ser alguien destacado en Milburn.)

Llegó al barrio comercial, que se extendía a lo largo de dos cuadras sobre la plaza y avanzó dos cuadras más por la acera opuesta, pasó frente al Teatro Rialto de Clark Mulligan y se detuvo a mirar la marquesina. Lo que vio le hizo fruncir la nariz. El cartel en la puerta del Rialto mostraba el rostro manchado de sangre de una muchacha. En cuanto a las películas que le gustaban a él, sólo era posible verlas en la televisión. Para Ricky, la industria cinematográfica había perdido el rumbo más o menos cuando William Powell se retiró como actor. (Pensaba que Clark Mulligan estaba, probablemente, de acuerdo con él.) Demasiados filmes de hoy eran como sus propios sueños, que en el último año se habían vuelto particularmente vívidos.

Se alejó deliberadamente del teatro en busca de una perspectiva más grata. Estaban aún las casas de madera de dos pisos, a pesar de que la mayoría de ellas eran ahora oficinas y aún los árboles eran más jóvenes que las casas. Caminaba y sus zapatos negros bien lustrados agitaban las hojas secas y poco a poco dejó atrás otras casas muy parecidas a las de Wheat Row, mientras recordaba su niñez, que había transcurrido en aquellas mismas calles. Sonreía y si alguien de las personas a quienes saludaba le hubiese preguntado en qué pensaba, podría haber dicho (de haberse permitido mostrarse algo pomposo): «La verdad es que… en las aceras. Estaba pensando en aceras. Uno de mis primeros recuerdos es la vez que pusieron aceras a lo largo de toda esta calle, Candlemaker, aquí mismo, hasta la plaza. Arrastraban esos grandes bloques con caballos. Le diré que las aceras han contribuido más a la civilización que el motor de explosión. Antes, durante la primavera y el invierno había que hundirse en el barro y no era posible entrar en ninguna sala sin ensuciar el piso. ¡Durante el verano, había polvo en todas partes!». Sin duda, no tardaba en reflexionar, la moda de las salas fue desapareciendo casi en la misma época en que se hicieron las aceras.

Al llegar a la plaza tuvo otra desagradable sorpresa. Algunos de los árboles que bordeaban el gran espacio cubierto de césped estaban ya casi sin hojas, y la mayoría tenía por lo menos unas cuantas ramas desnudas. Todavía se veían muchos de los colores que él había esperado encontrar, pero durante la noche el equilibrio había cambiado y aquellos brazos y dedos de esqueletos negros, los huesos de los árboles, se destacaban contra las hojas como presagios del invierno. La plaza tenía una alfombra de hojas secas.

—Hola, señor Hawthorne —le dijo alguien a su lado.

Al volverse vio a Peter Barnes, alumno de último año del secundario, cuyo padre, veinte años menor que Ricky, se hallaba en el segundo círculo de sus amistades. El primero consistía en cuatro hombres de su misma edad… antes habían sido cinco, pero Edward Wanderley había muerto el año anterior. Más pensamientos sombríos, cuando estaba empeñado en no tenerlos.

—Hola, Peter —dijo—. Me imagino que vas a la escuela.

—Hoy empieza una hora más tarde. Se rompieron las calderas otra vez.

Peter Barnes estaba a su lado, un muchacho alto y de expresión cordial, con vaqueros y un suéter de esquí. Para Ricky el pelo que llevaba era casi tan largo como el de una chica, pero en cambio el ancho de sus espaldas auguraba que cuando engordase un poco, sería mucho más grande que su padre. Seguramente aquel pelo no resultaba femenino para las muchachas.

—¿Estabas paseando? —preguntó.

—Sí —repuso Peter— A veces es divertido caminar por la ciudad y ver cosas.

Ricky estuvo a punto de reír de placer.

—¡Cuánta razón tienes! Es ni más ni menos lo que yo pienso. Siempre disfruto de mis paseos a pie por la ciudad. Se me ocurren las cosas más extrañas. Estaba pensando en este momento que las aceras cambiaron el mundo. Hicieron que todo fuese más civilizado.

—¿En serio? —preguntó Peter y lo miró con curiosidad.

—Lo sé, lo sé… te dije que se me ocurren cosas extrañas. ¡Ah! ¿Y cómo está Walter últimamente?

—Muy bien. Está en el Banco.

—¿Y Christina está bien, también?

—Sí —dijo Peter. Hubo algo de frialdad en la breve respuesta a la pregunta sobre su madre. ¿Problema allí? Recordó que hacía unos meses Walter se había quejado de que Christina estaba un poco deprimida. Para Ricky, no obstante, que recordaba a la generación de los padres de Peter en la época en que eran adolescentes, sus problemas eran siempre un poco ficticios. ¿Cómo podía una persona con una vida por delante hablar de problemas realmente serios?

—Sabes una cosa —dijo—, hace años que no conversábamos así. ¿Se reconcilió tu padre ya con la idea de que irás a la universidad de Cornell?

Peter sonrió apenas.

—Supongo que sí. Creo que no tiene idea de lo difícil que es entrar en YaIe. Era mucho más fácil cuando él ingresó.

—Sin duda —observó Ricky, quien acababa de recordar las circunstancias en que había conversado por última vez con Peter Barnes. En la fiesta de John Jaffrey, la noche que murió Edward Wanderley.

—Bien, creo que me meteré a curiosear un poco en la tienda grande —dijo Peter.

—Muy bien —dijo Ricky. Estaba recordando, a su pesar, todos los detalles de aquella reunión. A veces le parecía que la vida se había vuelto más sombría desde esa noche, que había dado un giro la rueda.

—Me voy entonces —anunció Peter y dio un paso hacia atrás.

—No quiero retenerte —le dijo Ricky—. Sólo que… estaba pensando.

—¿En aceras?

—No, pillo —Peter se volvió sonriendo y despidiéndose y se alejó con paso tranquilo por el borde de la plaza.

Ricky vio el Lincoln de Sears James pasando a poca velocidad delante del hotel Archer, en el extremo de la plaza, como siempre veinte kilómetros más despacio que todos. Apresuró el paso hacia Wheat Row. No se había superado su estado de ánimo sombrío. Vio otra vez las ramas esqueléticas entre las hojas brillantes, la implacable cara ensangrentada de la chica del cartel y recordó que le tocaba contar el relato esa noche en la reunión periódica de la Chowder Society. Siguió caminando, preguntándose qué había sido de su alegría. Lo sabía muy bien: Edward Wanderley. Hasta Sears los había seguido, a los otros tres miembros de la Chowder Society, en esa melancolía. Tenía doce horas para pensar de qué hablaría.

—Ah, Sears —dijo en los escalones del edificio que ocupaban. Su socio estaba en aquel momento bajando del Lincoln—. Buen día. Es en tu casa esta noche, ¿no?

—Ricky —repuso Sears—. No me vengas con eso a estas horas.

Sears avanzó pesadamente y Ricky lo siguió, dejando a Milburn fuera de las puertas.