1
Como lo señaló Don en su diario, mientras estaba sentado en su cuarto, el número diecisiete del Archer Hotel, reviviendo los meses junto a Alma Mobley, Freddy Robinson perdió la vida. Y como también señaló, tres vacas de propiedad de un granjero dueño de un tambo, llamado Norbert Clyde, aparecieron muertas. Clyde, al dirigirse caminando a sus establos la noche del hecho, vio algo que le provocó tal susto que se quedó sin aliento.
Volvió corriendo a su casa y no se atrevió a salir otra vez hasta el amanecer, cuando de todos modos era la hora de iniciar sus tareas y debía salir. Su descripción de la figura que vio inspiró a algunos de los espíritus más excitables de Milburn la versión del ser escapado de un plato volador oída por Don en el drug-store. Tanto Walt Hardesty como el agente rural, quienes revisaron las vacas muertas habían oído dicha historia, pero ninguno de los dos era suficientemente crédulo para aceptarla. Walt Hardesty, como sabemos, tenía sus propias ideas. Tenía lo que consideraba buenos motivos para creer que unos cuantos animales más caerían desangrados totalmente y luego los episodios cesarían. Su experiencia frente a Sears James y Rick Hawthor no lo llevó a reservarse para sí sus conjeturas, sin compartirlas con el agente rural, quien por su parte optó por pasar por alto ciertos hechos obvios y llegar a la conclusión de que en algún sector del condado un perro de gran tamaño se había vuelto asesino. En este sentido presentó su informe y luego volvió a su oficina regional, terminada su tarea de investigar los hechos. Elmer Scales, quien se había enterado de lo ocurrido a las vacas de Norbert Clyde y por naturaleza tenía bastante inclinación a creer en platos voladores, permaneció tres noches sentado junto a la ventana de su living-room, con una escopeta de calibre doce apoyada en las rodillas (…Ven de Marte, chico, vendrás, sí, pero veremos cuánto brillas cuando te meta mis municiones dentro.) De ninguna manera podría haber previsto ni comprendido entonces lo que haría con esa escopeta dos meses después. Walt Hardesty, a quien le tocaría limpiar lo que quedó de Elmer, estaba conforme con tomar las cosas con calma hasta el hecho raro siguiente y con pensar cómo lograría que los dos abogados se confiaran a él. Los dos abogados, y su amigo Lewis Benedikt. Sabían algo que callaban y sabían algo asimismo sobre su antiguo camarada el doctor Drogadicto Jaffrey. Era verdad que no reaccionaban normalmente, se dijo Hardesty cuando se acostó en el cuarto vacío que tenía al lado de su oficina. Junto a su catre depositó en el piso una botella de whisky. No, señor. Don Ricky snob Hawthorne cornudo y don Sears snob James no actuaban como seres normales ni mucho menos.
Pero Don no sabe nada de esto y por lo tanto no puede incluirlo en su diario. No sabe que Milly Sheehan, después de abandonar la casa de los Hawthorne para volver a la de Montgomery Street, donde había vivido con John Jaffrey, recuerda una mañana que el doctor no llegó a instalar los marcos de ventanas de invierno. Se pone, pues, un abrigo y sale a ver si puede instalarlos sin ayuda. Y mientras está contemplando las ventanas (con la certeza de que jamás podrá levantar esos pesados marcos y fijarlos tan alto) el doctor Jaffrey se acerca caminando por el costado de la casa y le sonríe. Lleva el traje que eligió Ricky para su entierro, pero no lleva medias ni zapatos y al principio la sensación de shock de verlo afuera y descalzo resulta peor que la de verlo aparecer. «Milly», le dice. «Dile a todos que se vayan. Que se alejen todos. He visto el otro lado, Milly, es horrible.» Sus labios se mueven, pero las palabras suenan como las de una película mal doblada. «Homble», repite y Milly se desmaya. El desmayo dura unos pocos segundos y vuelve en sí lloriqueando, con una cadera dolorida por el golpe, pero aun en medio de su terror no ve pisadas en la nieve junto a ella y sabe que creyó ver algo y por lo tanto, no se lo dice a nadie. A veces lo internan en un manicomio a uno por causas como ésta.
—Demasiadas historias malditas y demasiado frecuentar al señor Sears James murmura para sus adentros antes de levantarse y volver a entrar en la casa.
Don, sentado a solas en el cuarto número diecisiete, no sabe, por supuesto, la mayoría de las cosas que suceden en Milburn, mientras él mismo hace un recorrido de tres semanas por su pasado. Apenas ve la nieve, que sigue cayendo en forma copiosa. Eleanor Hardie no escatima el combustible con este frío, así como no permite que se deje de pasar el aspirador al vestíbulo principal del hotel. Por esta razón Don está muy abrigado en su cuarto. Pero una noche Milly Sheehan oye que el viento vira hacia el norte y el oeste y al levantarse de la cama a buscar una frazada, ve estrellas entre los girones de nubes. Nuevamente acostada permanece escuchando el viento cada vez más intenso, más intenso aún, hasta que sacude el borde de la ventana y se introduce por la fuerza. La cortina ondea, la persiana se sacude. Cuando despierta por la mañana, descubre que hay un montículo de nieve sobre todo el alféizar.
Y he aquí algunos hechos tomados de dos semanas en Milburn, todos ellos registrados mientras Don Wanderley, en forma consciente y minuciosa, evoca el espíritu de Alma Mobley.
Walter Barnes estaba sentado en su automóvil en la estación de servicio de Len Shaw y mientras Len le llenaba el tanque de nafta, pensaba en su mujer. Hacía meses que Christina se desplazaba por la casa como un alma en pena, contemplando el teléfono, quemando la comida, hasta que por fin Len había llegado a sospechar que estaba en medio de una aventura amorosa. Aunque lo perturbaba mucho, no podía olvidar la clara imagen de un Lewis Benedikt borracho que le acariciaba las rodillas a Christina durante la trágica fiesta de Jaffrey. La verdad era que Christina seguía siendo atrayente, mientras que él mismo se había vuelto un banquero gordo y de poca importancia, en lugar de la potencia financiera con que alguna vez soñó. La mayoría de los hombres de su misma condición social en Milburn habrían estado encantados de acostarse con Christina, pero en su caso, hacía quince años que ninguna mujer lo miraba en forma provocativa. Se sintió muy desgraciado. Dentro de un año su hijo se iría a la universidad y entonces él y Christina quedarían solos, fingiendo ser felices. Len tosió antes de preguntarle:
—¿Cómo está su amiga, la señora Hawthorne? La encontré un poco demacrada la última vez que vino… pensé que estaba por caer con gripe.
—No, está muy bien —repuso Barnes, imaginando que Len, como el noventa por ciento de los hombres, deseaba a SteIla, como la deseaba él mismo. Lo que debería hacer, pensó, era ir a alguna parte como Pago Pago con Stella Hawthorne y olvidar su soledad y el vivir casado en Milburn. En realidad no sabía que la soledad que habría de abrumarlo pronto sería mucho peor que nada que pudiese imaginar.
Y Peter Barnes, el hijo del banquero, estaba en otro automóvil con Jim Hardie mientras avanzaban a treinta kilómetros más del límite permitido en dirección a una taberna miserable, y él escuchaba a Jim, musculoso y de más de un metro ochenta, el tipo de muchacho descrito cuarenta años atrás como «nacido para la horca», el que había incendiado el antiguo establo de Pugh por haber oído decir que las chicas de Dedham guardaban sus caballos allí, contarle sus proezas sexuales con la mujer del hotel, esa mujer llamada Anna, hechos que nunca serían verdad, por lo menos tal como los imaginaba Jim.
Y Clark Mulligan estaba sentado en la cabina de proyección de su cinematógrafo, viendo Carrie por sexagésima vez y preocupado por el mal que haría toda esa nieve a su negocio y deseando que Leota tuviese por excepción algo mejor que hamburguesas en guiso para la cena y preguntándose si alguna vez volvería a sucederle algo que valiese la pena contar.
Y Lewis Benedikt se paseaba por los cuartos de su casa enorme, atormentado por un pensamiento imposible: que la mujer que se le apareció en la carretera y a la que por poco no mató era su mujer muerta. La postura de los hombros, el movimiento del pelo… cuanto más pensaba en esos pocos segundos, tanto más fugaces y vagos se volvían.
Y Stella Hawthorne estaba en una cama de un motel con el sobrino de Milly Sheehan, preguntándose si alguna vez Harold dejaría de hablar:
—Y te diré Stel, que algunos de los colegas de mi sección están estudiando el problema de la supervivencia de los indios norteamericanos porque afirman que todo ese asunto de la dinámica grupal es letra muerta. ¿Puedes creerlo? Mira, yo terminé mi tesis doctoral hace sólo cuatro años y ahora todo ese estudio ha perdido actualidad, Johnson y Leadbeater no mencionan siquiera ya a Lionel Tiger, vuelven al trabajo de campo y el otro día, te juro por Dios que alguien me detuvo en el pasillo y me preguntó si alguna vez había leído el material sobre los Manitou. ¡Los Manitou, por Dios! La persistencia de los mitos, por Dios…
—¿Qué es un Manitou? —le preguntó Stella, pero no prestó atención a la respuesta… una historia de un indio que durante días persiguió a un ciervo por una montaña, pero cuando llegó a la cima el ciervo no era ya un ciervo y lo atacó y…
Y Ricky Hawthorne, bien arrebujado en diversas prendas, dirigiéndose una mañana en automóvil a Wheat Row, pues ahora tenía colocados los neumáticos de nieve, vio a un hombre vestido con una chaqueta marinera y un gorro azul de sereno, castigando a un niño en el costado norte de la plaza. Aminoró la marcha y tuvo apenas tiempo de ver los pies desnudos del niño pateando la nieve. Por un instante se quedó tan trastornado que no supo qué hacer. Con todo, se detuvo, estacionó el automóvil junto al cordón y bajó.
—Basta —gritó—. ¡Basta, le digo! —y el hombre y el niño se volvieron a mirarlo con tal intensidad, que bajó el brazo y volvió al automóvil.
Y la noche siguiente, cuando estaba bebiendo sorbos de un té de tilo, miró hacia afuera por una ventana del piso alto y por poco no dejó caer su taza, al ver un rostro melancólico que lo miraba con fijeza… y que desapareció al instante siguiente, cuando él se sacudió y se movió bruscamente hacia un lado. También en el instante siguiente advirtió que había visto su propia cara.
Y Peter Barnes y Jim Hardie salieron de una taberna en un paraje apartado y Jim, que estaba sólo la mitad de borracho de lo que estaba Peter dijo oye, mierdita, tengo una idea fantástica y rió a carcajadas durante todo el trayecto de regreso a Milburn.
Y una mujer de pelo oscuro permaneció sentada frente a la ventana en un cuarto sumido en la oscuridad en el hotel Archer y miraba caer la nieve y sonreía para sí.
Y a las seis y media de la tarde un corredor de seguros llamado Freddy Robinson se encerró en su cuartito, llamó por teléfono a una empleada de recepción llamada Florence Quast y dijo:
—No, no creo que deba molestar a ninguno de los dos. Creo que esa muchacha nueva que tienen podría responder a mi pregunta. ¿Podría darme su nombre? ¿Y dónde dijo que se alojaba?
Y la mujer en el hotel permaneció inmóvil y sonriendo y como parte de la diversión aparecieron más animales muertos: dos vaquillonas en el establo de Elmer Scales (pues éste se quedó dormido con el arma sobre las rodillas) y uno de los caballos de las chicas de Dedham.
2
Fue así como se incorporó a la trama la figura de Freddy Robinson. Había hecho la póliza de seguros para las dos muchachas Dedham, las hijas del difunto coronel y hermanas de Stringer Dedham, muerto hacía ya tanto tiempo. Nadie se ocupaba mucho de las muchachas Dedham ahora: vivían en la vieja casa de Willow Mile Road, tenían sus caballos y no se trataban con nadie. De la misma edad que la mayoría de los miembros de la Chowder Society, no habían envejecido tan bien como ellos. Durante años hablaron obsesivamente de Stringer, quien no había muerto inmediatamente cuando la máquina trilladora le arrancó los brazos, sino que permaneció tendido sobre la mesa de la cocina, envuelto en mantas y en medio del calor bochornoso de agosto desvariando, perdiendo el conocimiento, desvariando otra vez, hasta que poco a poco la vida lo abandonó. La gente de Milburn se cansó de oír repetir lo que Stringer había querido decir en su agonía, en particular por cuanto no tenía mucho sentido. Ni siquiera las muchachas Dedham sabían explicarlo bien —lo que querían que todos supiesen era que tringer había visto algo, estaba perturbado, no era ningún tonto para haberse dejado atrapar por la trilladora, de haber estado como siempre. ¿O no? Y las muchachas echaban aparentemente la culpa a la novia de tringer, la señorita Galli, y durante algún tiempo la gente arqueaba un poco las cejas al verla pasar, hasta que un día desapareció de la ciudad. Y desde entonces la gente perdió todo interés por lo que tuviesen que lecir las muchachas Dedham. Treinta años después, muchos en la ciudad ni siquiera recordaban a Stringer Dedham, aquel hombre apuesto y bien educado que podría haberse dedicado profesionalmente a los caballos en lugar de que éstos pasasen a ser simples pasatiempos de dos nujeres de edad madura. Y por fin ellas mismas se cansaron de su antigua obsesión —al cabo de tantos años no estaban tan seguras de lo que había querido decir Stringer sobre la señorita Galli— y decidieron que los caballos eran amigos mejores que los ciudadanos de Milburn. Veinte años más tarde vivían aún, pero Nettie estaba paralizada por un ataque cerebral y la mayoría de la gente joven de Milburn nunca había visto a ninguna de las dos.
Un día Freddy Robinson pasó en su automóvil delante de la parcela de ellas, poco después de haberse instalado en Milburn, y lo que le hizo poner marcha atrás y meterse en la senda de acceso fue el nombre en el buzón, coronel T. Dedham, pues ignoraba que Rea Dedham pintaba el nombre de su padre en el buzón cada dos años. A pesar de haber muerto el coronel Tomás Dedham de paludismo en 1910. Rea era demasiado supersticiosa para borrarlo. Y Rea se lo explicó a Freddy. Además, estaba tan contenta de ver a un joven tan elegante sentado a la mesa frente a ella, que le compró una póliza de seguros de tres mil dólares. Lo que aseguró fueron los caballos. Estaba pensando en Jim Hardie, pero no se lo dijo a Freddy Robinson. Jim Hardie era una mala persona, había abrigado rencor hacia las hermanas desde que Rea lo alejó del establo de los caballos cuando era niño. Según las explicaciones del joven Robinson, lo que le hacía falta era un seguro, por si acaso, pensó ella para sus adentros, llegase otra vez Jim Hardie con una lata de nafta y un fósforo.
A la sazón Freddy era un corredor con poca experiencia y tenía la ambición de llegar a pertenecer alguna vez a la cofradía de los que obtienen pólizas por más de un millón de dólares. Ocho años más tarde estaba próximo a lograr su meta, pero no tenía ya importancia para él. Sabía que de haberse radicado en una ciudad más importante haría mucho tiempo que estaría dentro de la cofradía. Había participado en un número suficiente de conferencias, convenciones y reuniones de ventas para creer que sabía casi todo lo que cabe saber sobre seguros. Conocía el mecanismo de esta actividad y contaba con todos los recursos necesarios para vender seguros de vida o de propiedad al joven ranchero muerto de miedo que había entregado el alma al Banco y cuyos ahorros acababan de hundirse en nuevas instalaciones para ordeñar. En verdad un hombre en tales condiciones necesitaba asegurarse. Pero ocho años de residencia en Milburn habían provocado un cambio en Freddy RobinsOri. No se enorgullecía ya de su destreza para vender pólizas, por saber bien que dicha destreza se basaba en el arte de aprovecharse de la codicia y del temor. En un plano casi subconsciente, había llegado casi a despreciar a la mayoría de sus colegas, los descritos en la terminología de la compañía donde trabajaba, como los «Ases».
No fue el matrimonio ni los hijos los que cambiaron a Freddy, sino el hecho de vivir enfrente de la casa de John Jaffrey. Al principio, imaginó que los viejos que veía llegar una vez por mes vestidos de etiqueta eran sencillamente cómicos y de una vanidad presuntuosa. ¡Usar smoking! La actitud de ellos había sido de una seriedad sin precedentes. Eran cinco matusalenes que bogaban despacio hacia su fin.
Luego comenzó a notar que después de las reuniones de corredores en Nueva York volvía a casa con una sensación de alivio. Su matrimonio no marchaba bien, pues descubría que comenzaban a atraerle las niñas adolescentes a las cuales se había parecido su propia mujer, antes de tener sus dos hijos. El caso era que «casa» era para él algo más que la calle Montgomery: era todo Milburn y la mayor parte de Milburn era más tranquilo y más bonito que ningún lugar donde hubiese vivido antes. Poco a poco llegó a convencerse de que tenía una relación secreta con Milburn. Su mujer y sus chicos eran algo eterno, pero Milburn era un oasis temporario y reparador y no la ciudad provinciana que había imaginado al principio. Y una vez, durante una conferencia, un corredor nuevo sentado junto a él se quitó el distintivo que lo señalaba como un «As» y lo arrojó debajo de la mesa antes de decir:
—Soporto casi todo, pero esta charla de «Superman» me saca de quicio.
Dos hechos más, tan poco notables como éste, contribuyeron a la conversión de Freddy. Una noche, cuando caminaba sin rumbo fijo por un barrio cualquiera de Milburn, pasó delante de la casa de Edward Wanderley en Haven Lane y vio la Sociedad por una ventana. Allí estaban sentados todos, los matusalenes, conversando. Uno levantó una mano y sonrió. Freddy se sentía muy solo y ellos parecían unidos por una estrecha relación. Se detuvo a observarlos. Desde su llegada a Milburn sus veintiséis años se habían transformado en treinta y uno y estos hombres no le parecían ya tan viejos. Si bien ellos parecían los mismos, él se les había aproximado en edad. Además, y esto era algo que nunca había considerado, parecían divertirse. Se preguntó de qué estarían hablando y lo asaltó una sensación de que era algo secreto, algo que no era negocios, deporte, sexo o politica. Sencillamente se le metió en la cabeza que la conversación tenía que ser de un género que él nunca había oído antes. Dos semanas más tarde llevó a una de las adolescentes de la escuela secundaria a un restaurante de Binghamton y vio a Lewis Benedikt en el otro lado del salón con una de las camareras de la taberna de Humphrey Stalladge. (Las dos camareras habían rechazado con gran cortesía sus propias proposiciones.) Comenzaba a envidiar a la Chowder Society. Antes de mucho tiempo habría de comenzar a amar lo que a su juicio representaba este grupo, una forma de combinar la conducta civilizada con la diversión sin alarde.
Lewis era el foco de esos sentimientos de Freddy. Más próximo a Freddy por su edad, era la imagen de lo que podría llegar a ser Freddy con el tiempo.
En Humphrey’s solía contemplar a su ídolo, tomando nota mentalmente de su manera de arquear las cejas antes de responder a una pregunta, o de inclinar la cabeza hacia un lado, casi siempre, cuando sonreía, o de cómo, en fin, usaba los ojos para mirar a las mujeres. Freddy comenzó a copiar esos gestos y copió asimismo lo que imaginaba ser la conducta sexual de Lewis, pero rebajando la edad de las muchachas de Lewis de veinticinco a veintiséis años a diecisiete o dieciocho, las que le interesaban a él, de todos modos. Se compró por último sacos de sport como los que usaba Lewis.
Cuando el doctor Jaffrey lo invitó a su fiesta en honor de Ann-Veronica Moore, Freddy creyó que se le abrían las puertas del cielo. Imaginó una velada tranquila con la Chowder Society, él mismo y la actriz y ordenó a su mujer que se quedara en casa. Cuando vio esa cantidad de gente, se comportó como un tonto. Permaneció en la planta baja, demasiado tímido y desilusionado para aproximarse a los hombres mayores a quienes quería ofrecer amistad. Dirigió miradas de carnero degollado a Stella Hawthorne y cuando por fin cobró valor suficiente para abordar a Sears James —que siempre le había inspirado terror descubrió que estaba hablándole de seguros, como presa de una maldición. Después de que encontraron el cadáver de Edward Wanderley, se alejó casi arrastrándose de la casa, junto con otros invitados.
Después del suicidio del doctor Jaffrey, Freddy se sintió desesperado. La Chowder Society estaba desintegrándose sin que él hubiese tenido tiempo de demostrar cuánto merecía pertenecer a ella. Esa noche vio detenerse el automóvil de Lewis, el Morgan, delante de la casa del doctor, y corrió afuera a consolar a Lewis, para crear una buena impresión. Una vez más, no dio resultado. Estaba demasiado nervioso, había estado riñendo con su mujer y no pudo abstenerse de hablar de seguros. Otra vez había perdido a Lewis.
Por consiguiente, sin saber nada acerca de lo que Stringer hubiese intentado describir a sus hermanas cuando se desangraba sobre las mantas en la mesa de la cocina, Freddy Robinson, cuyos hijos eran ya bulliciosos extraños y cuya mujer deseaba divorciarse, no tenía la menor idea de lo que le aguardaba cuando Rea Dedham lo llamó por teléfono una mañana y le pidió que fuese a la parcela. Sin embargo supuso que lo que vio al llegar, el pedacito de echarpe de seda que se agitaba enganchado en un alambrado, era una señal de bienvenida a la elegante compañía de los amigos que necesitaba.
Al principio todo fue como cualquier mañana de trabajo, como la rutina de pagar una póliza como cualquiera. Rea Dedham le hizo esperar diez minutos en la entrada cubierta, de temperatura glacial. De vez en cuando oía el relincho de un caballo en el establo. Por fin apareció, arrugada y encorvada, con un chal de cuadros sobre el vestido, y le dijo que sabía bien quién había sido, sí, señor, lo sabía, pero había leído su póliza y en ninguna parte decía que no era posible cobrar el dinero si uno conocía al culpable, ¿verdad? ¿Le gustaría a Freddy tomar café?
—Sí, por favor —dijo Freddy y sacó unos papeles de su portadocumentos—. Bien, si pudiésemos estudiar ahora algunos de estos formularios para reclamar el pago, la compañía pasará a analizarlos con la mayor prontitud. Sin duda tendré que verificar los daños, señorita Dedham. Supongo que sufrió algún tipo de accidente, ¿no?
—Se lo dije —repuso ella—. Sé quién fue. No fue un accidente. Vendrá también Hardesty, de modo que tendrá que esperarlo.
—De modo que se trata de daño criminal —dijo Freddy, marcando una casilla en uno de los papeles—. ¿Podría describírmelo en sus propios términos?
—No tengo otras palabras que las mías, señor Robinson, y deberá esperar hasta que Hardesty esté aquí. Soy demasiado vieja para decir dos veces las cosas. Y no pienso volver a salir a ese frío, ni aun por dinero. ¡Qué frío! —exclamó, apretándose el cuerpo con brazos huesudos y se estremeció con un gesto teatral—. Ahora, no se mueva y tome un buen café.
Freddy, que había estado incómodo con todos sus papeles en la mano, además de la lapicera y el portadocumentos, buscó una silla donde sentarse. La cocina de las Dedham era una cueva sucia y llena de desechos. En una silla había un par de lámparas de mesa; en otra, una pila de diarios locales tan viejos que estaban amarillos. El alto espejo con un marco de hojas de acanto le devolvía una opaca imagen de sí mismo, la imagen de la incompetencia burocrática abrumada por rebeldes papeles. Retrocedió hacia una pared oscura, se inclinó y derribó con la cadera una caja de cartón que estaba sobre una silla y que cayó al suelo con gran estrépito. El único sol que entraba en el cuarto lo bañó de lleno.
—¡Vaya ruido! —dijo Rea, y se encogió de hombros. Con gran cuidado Freddy extendió las piernas y ordenó los papeles sobre sus rodillas.
—Se trata de un caballo muerto, ¿no? —preguntó.
—Ni más, ni menos. Me deben ustedes dinero. Muchísimo dinero, pienso yo.
Freddy oyó rodar algo pesado en dirección a la cocina y se quejé para sus adentros.
—Comenzaré por los detalles preliminares —afirmó y se inclinó bien para no tener que mirar a Nettie Dedham.
—Nettie quiere saludarlo —le dijo Rea. Tendría que mirarla.
Un instante después, la puerta se abrió hacia adentro para permitir la entrada de un bulto cubierto de frazadas, sobre un sillón de ruedas.
—Hola, señorita Dedham —dijo Freddy, levantándose a medias y aferrando los papeles con una mano y el portadocumentos con la otra. Después de mirar apenas a Netrie se refugié en sus papeles.
Nettie dijo algo. La cabeza se le antojaba a Freddy una simple boca abierta. Estaba arrebujada hasta el mentón y mantenía la cabeza hacia atrás por alguna terrible contracción muscular que le hacía abrir la boca.
—Recordarás a nuestro simpático señor Robinson —dijo Rea a su hermana, y al mismo tiempo puso tazas de café sobre la mesa. Según parecía, Rea comía siempre de pie, pues no hizo ademán de sentarse ahora—. Va a cobrar nuestro dinero por la pobrecita Chocolate. Está llenando los formularios, ¿no? Llenando los formularios.
Nettie pronunció sonidos horrorosos, ininteligibles.
—Eso es, Nettie, nos cobrará el dinero —repitió Rea—. Nettie está muy bien, señor Robinson.
—Estoy seguro —afirmó Robinson y volvió a apartar la mirada. Vio un petirrojo embalsamado debajo de una campana de cristal y rodeado de hojas de color marrón oscuro—. Bien, hablemos del seguro, ¿eh? Deduzco que el animal se llamaba…
—Aquí llega el señor Hardesty —dijo Rea.
Freddy oyó otro automóvil que se acercaba por la senda y dejó caer la lapicera sobre los papeles que tenía sobre las rodillas. Miró con aprensión a Nettie, cuyos labios se movían mientras ella contemplaba con aire soñador el cielo raso manchado. Rea dejó su taza sobre la mesa y avanzó hacia la puerta. Lewis se la habría abierto, pensó Freddy. Seguía aferrando los indomables papeles.
—Siga sentado, por favor —le dijo bruscamente la mujer.
Las botas de Hardesty provocaban un crujido sobre la nieve. Luego subió a la entrada cubierta y debió golpear dos veces antes de que Rea llegase a abrirle la puerta.
Con demasiada frecuencia había visto a Hardesty en la taberna de Humphrey, deslizándose con aire furtivo al cuarto de los fondos y reapareciendo con pasos inseguros a mediodía, para que le tuviese respeto alguno. Tenía el aspecto de un ser fracasado y lleno de amargura, el tipo de policía que habría gozado hundiendo la culata de su arma sobre la cabeza de alguien. Cuando Rea abrió la puerta, Hardesty permaneció en la entrada, con las manos en los bolsillos, sus anteojos oscuros como una armadura sobre los ojos y no hizo gesto alguno de entrar.
—Hola, señorita Dedham —dijo—. ¿Qué problema tiene?
Rea se arrebujó más aún en el echarpe y salió por la puerta. Freddy titubeó un instante antes de decidir que no volvería a la cocina. Dejó entonces los papeles sobre la silla y la siguió. Al pasar junto a Nettie ésta agité la cabeza como un muñeco.
—Sé quién fue —le oyó decir cuando se acercó a Rea y Hardesty. La voz de la anciana era chillona, indignada—. Fue ese jim Hardie, fue él quien lo hizo.
—¡No me diga! —comentó Hardesty. Freddy se puso a la par de ellos y el sheriff lo saludó con un gesto por sobre la cabeza de Rea—. Qué poco tiempo le llevó estar aquí, Robinson.
—Papeles de la compañía —murmuró Freddy—. La documentación habitual.
—La gente como usted siempre tiene papeles escondidos en algún lugar raro —dijo Hardesty y le dirigió una sonrisa forzada.
—Seguramente fue Jim Hardie —insistió Rea—. El chico es loco.
—Bien, veremos si fue o no —dijo Hardesty. Estaban casi en los establos—. ¿Encontró muerto al animal? —preguntó.
—Ahora tenemos un muchacho aquí —le dijo Rea—. Viene a dar de comer y de beber a los animales y a cambiar la paja. Es un chico medio amanerado —añadió y Freddy levantó la cabeza, sorprendido. Olía ya los establos—. Encontró a Chocolate en su box. Son seiscientos dólares de caballo, quienquiera que haya sido, señor Robinson.
—Vaya. ¿Cómo calculó esa cifra? —le preguntó Freddy. Hardesty estaba abriendo las puertas del establo. Un caballo relinchó, otro pateé la puerta de su box. Todos los caballos tenían aspecto feroz, aun para los ojos inexpertos de Freddy. Sus belfos enormes y sus ojos muy abiertos se posaron en él.
—Porque es hijo de General Hershey y de Sweet Toog, y eran dos ejemplares magníficos. Por eso sé cuánto valía. Podríamos haber vendido a General Hershey como padrillo en cualquier parte. Era igualito a Seabiscuit, según decía Nettie siempre.
—Seabiscuit —bisbiseó Hardesty con desdén.
—Usted es demasiado joven para recordar los buenos caballos —dijo Rea—. Escriba lo que le dije en sus papeles. Seiscientos dólares. —Rea los precedía hacia los boxes y los animales que veían a su paso se encabritaban asustados o bien agitaban la cabeza, según su temperamento.
—No están muy limpios, que digamos —comentó Hardesty. Freddy los miró con más atención y vio una gran mancha de barro seco en un tordillo.
—Ariscos —dijo Freddy.
—Uno dice que son ariscos y el otro dice que están sucios. El problema es que soy demasiado vieja. Bien, aquí está la pobre Chocolate.
No necesitó decirlo, porque los dos hombres estaban contemplando ya por arriba de la puerta del box el cuerpo de un animal alazán de gran tamaño sobre el suelo cubierto de paja. Le pareció a Freddy idéntico al cadáver de una rata gigantesca.
—Diablos —dijo Hardesty y abrió la puerta. Pasó luego sobre las patas rígidas y montó sobre el pescuezo del animal muerto. En el box contiguo un animal se quejó y Hardesty estuvo a punto de caer—. Diablos —repitió y se apoyó para mantener el equilibrio contra la mampara de madera—. Diablos, ahora lo veo. —Tomando al animal por el extremo de la cabeza, la levantó hacia sí. La cabeza se separó casi.
Rea Dedham lanzó un alarido.
Los dos hombres la llevaron casi cargada fuera del establo, en medio de las dos hileras de caballos aterrorizados.
—Calma, calma —le decía Hardesty, como si la anciana fuese un caballo.
—¿Quién demonios pudo hacer semejante cosa? —preguntó Freddy. Estaba aún conmovido después de haber visto la enorme herida en el pescuezo de la yegua.
—Norbert Clyde dice que son marcianos. Dice que vio a uno. ¿No se enteró?
—Oí algo —admitió Freddy—. ¿Piensa verificar dónde estuvo Jim Hardie anoche?
—Oiga, don, me sentiría mucho más feliz si nadie me dijese cómo tengo que hacer mi trabajo —dijo Hardesty y se inclinó sobre la anciana—. Señorita Dedham. ¿Se calmó ya? ¿Quiere sentarse? —Res hizo un gesto afirmativo y Hardesty se dirigió a Freddy—. Yo la sostendré, usted abra la puerta de mi auto.
La sentaron en el automóvil con las piernas colgando hacia afuera.
—Pobre Chocolate, pobre Chocolate —gemía—. Horroroso… pobre Chocolate.
—Muy bien, señorita Dedham. Ahora quiero decirle algo —dijo Hardesty e inclinándose hacia adelante, apoyó un pie en el guardabarro—. Jim Hardie no fue, ¿me oye bien? Jim Hardie estaba bebiendo cerveza con Peter Barnes anoche. Se dirigieron en automóvil a una taberna cerca de Glen Aubrey y nosotros verificamos que estuvieron allá hasta casi las dos de la madrugada. Conozco su pequeño asunto personal con Jim y por ello hice mis averiguaciones.
—Pudo haberlo hecho después de las dos —observó Freddy.
—Estuvo jugando a los naipes con Peter Barnes hasta el amanecer. En el sótano de los Barnes. Por lo menos es lo que dice Peter. Peter ha estado saliendo mucho con Jim Hardie, pero no creo que sea capaz de hacer algo como esto, ni de proteger a alguien que lo haya hecho. ¿Usted lo cree?
Freddy hizo un gesto negativo.
—Y cuando Jim no ha estado con el chico de Barnes, ha estado con esa mujer nueva aquí. Ya sabe a quién me refiero. La bonita… la que parece una modelo.
—Sé de quién habla. Quiero decir, que la he visto.
—Muy bien. Así que él no mató este animal ni tampoco mató las vaquillonas de Elmer Scales. El agente rural dice que fue un perro que se ha vuelto asesino, de modo que si ve un perro enorme que vuela y tiene colmillos como navajas, creo que tendremos al culpable. —Mientras hablaba, miraba fijamente a Freddy. Luego se volvió hacia Rea Dedham—. ¿Está dispuesta a entrar ahora? Hace demasiado frío afuera para una mujer de edad como usted. La acompañaré adentro y volveré con alguien para que se lleve a ese animal.
Freddy dio un paso hacia atrás al verse reprendido por Hardesty. Dijo, no obstante:
—Sabe que no fue un perro.
—Así es.
—Entonces, ¿qué cree usted que fue? ¿Qué sucede aquí? —Freddy miró alrededor, seguro de que había dejado de observar algo. En un instante lo vio, y abrió la boca al mismo tiempo que advirtió el pedacito de tela de color brillante que se agitaba en el alambrado de púas próximo a los establos.
—¿Qué dice usted?
—No había sangre —dijo Freddy, mirando fijamente el pedacito de tela.
—Muy astuto. El agente rural decidió pasar por alto eso. ¿Piensa ayudarme con esta señorita?
—Dejé caer algo allá —le dijo Freddy y volvió en dirección a los establos, Oyó gruñir a Hardesty cuando levantaba a la anciana y cuando llegó a los establos, se volvió y vio al policía llevándola y pasando la puerta. Freddy se acercó al alambre de púas y arrancó el largo girón de tela. Era seda. Provenía de un echarpe y Freddy sabía dónde la había visto.
Comenzó a urdir —palabra que él nunca habría empleado— un plan.
En casa, después de escribir a máquina su informe y despacharlo por correo junto con los formularios a la oficina central, marcó el número telefónico de Lewis Benedikt. En realidad no sabía qué pensaba decir a Lewis, pero creía tener la clave del misterio que tanto buscaba desde hacía tiempo.
—Hola, Lewis —dijo—. Hola. ¿Cómo está? Habla Freddy.
—¿Freddy?
—Freddy Robinson. Usted me recuerda.
—Ah, sí.
—Dígame. ¿Está ocupado en este momento? Tengo que hablar de algo con usted.
—Hable —le dijo Lewis, pero el tono no era muy alentador.
—Muy bien. Pero siempre que no esté tomándole el tiempo… Muy bien. ¿Está enterado de los animales que mataron? ¿Sabía que mataron uno más? Uno de los caballos de las hermanas Dedham. Yo hice la póliza de seguro de estos animales, y bien… yo no creo que lo haya matado ningún marciano. Quiero decir que… ¿Lo cree usted? —Freddy calló, pero Lewis no dijo nada—. Quiero decir que eso es absurdo. Ah… mire. Esa mujer que acaba de llegar a la ciudad, la que sale a veces con Jim Hardie, ¿no es la misma que trabaja con Sears y con Ricky?
—Oí decir algo así —concedió Lewis y por su tono Freddy intuyó que debería haber llamado a los dos abogados por el apellido y no por el nombre propio.
—¿La conoce usted?
—No, no la conozco. ¿Le molesta que le pregunte a qué viene todo esto?
—Bien, creo que están pasando más cosas de las que conoce el policía Hardesty.
—¿Podría explicarse, Freddy?
—Por teléfono, no. ¿Podríamos encontrarnos en alguna parte para conversar? Le diré. En la parcela de Dedham encontré algo y no quise mostrárselo a Hardesty hasta haber hablado con usted y tal vez con ah… El señor Hawthorne y el señor James.
—Freddy, no tengo la menor idea de a qué se refiere usted.
—Bien, a decir verdad, tampoco la tengo yo, pero quería verlo, que bebamos cerveza juntos, si es posible, y que cambiemos unas cuantas opiniones. Ver, más o menos, qué podemos aclarar en este asunto.
—¿Qué asunto, por Dios?
—Me refiero a unas cuantas ideas que tengo. Yo los admiro muchísimo a ustedes tres, ¿sabe?, y quiero que sepa que si ven que surgen dificultades para cualquiera de ustedes…
—Freddy, no necesito más pólizas —le dijo Lewis—. No tengo ganas de salir. Lo lamento.
—Bien. ¿No lo veré, quizá, en la taberna de Humphrey? Podríamos hablar allí.
—Es una posibilidad —dijo Lewis y cortó la comunicación. Freddy colocó el receptor en su sitio, satisfecho de haber despertado el interés de Lewis. Era seguro que lo llamaría tan pronto como hubiese reflexionado sobre todo lo que le había dicho. Desde luego que si lo que él estaba pensando era correcto, su deber era dirigirse a Hardesty, pero había tiempo de sobra para ello. Quería pensar en todas las implicaciones del caso antes de hablar con el policía. Quería asegurarse de que la Chowder Society quedaría protegida. El hilo de sus pensamientos era más o menos el siguiente. Había visto el echarpe, de donde había arrancado el pedacito, alrededor del cuello de la muchacha a quien Hardesty llamaba «la nueva». Lo había tenido puesto en Humphrey Place cuando estaba con Jim Hardie. Rea Dedham sospechaba que Hardie había matado a su caballo. Hardesty había dicho algo acerca de un «conflicto» entre el chico de Hardie y las hermanas Dedham. El echarpe probaba que la muchacha había estado allí, de modo que ¿por qué no también Hardie? ¿Y si aquellos dos habían matado por cualquier motivo al caballo, por qué no a los otros animales? Norbert Clyde había visto una gran silueta, con algo raro entre los ojos. Podría haber sido Jim Hardie iluminado por un rayo de luna. Freddy había leído acerca de brujas modernas, mujeres locas que organizaban a los hombres para celebrar sus aquelarres. Quizás esta muchacha era una de ellas. Jim Hardie era candidato para caer bajo el poder de cualquier loca que apareciese, aun cuando su madre no se diese cuenta de ello. El caso era que la reputación de la Chowder Society sufriría un serio golpe si todo eso llegase a ser verdad y si se divulgase. Era posible hacer callar a Hardie, pero habría que dar dinero a la muchacha y obligarla a que se fuese.
Esperó dos días, lleno de impaciencia porque Lewis lo llamase.
Como Lewis no lo hizo, decidió que había llegado el momento de tomar la iniciativa y volvió a marcar el número de Lewis.
—Soy yo otra vez, Freddy Robinson.
—Ah, sí —dijo Lewis. El tono era ya lejano.
—Realmente creo que tendríamos que vernos, ¿sabe? En serio, Lewis, tenemos que hablar. Estoy pensando en su propio bien. —Luego, buscando un argumento convincente, prosiguió—. ¿Qué sucederá si el próximo cadáver es uno humano, Lewis? Me gustaría que me responda.
—¿Es una amenaza? ¿De qué diablos está hablando?
—Desde luego que no —Aquello le halagaba. Lewis no lo había tomado bien—. Oiga. ¿Por qué no nos encontramos a alguna hora mañana por la noche?
—Pienso salir a cazar —dijo Lewis sin titubear.
—Vaya —comentó Freddy, sorprendido por este aspecto insospechado de su ídolo—. No sabía que cazaba. ¿Caza coatíes? Qué divertido, Lewis.
—Es un descanso. Salgo con un viejo que tiene unos cuantos perros. Salimos juntos y perdemos el tiempo en el bosque. Es divertido si a uno le gusta. —Freddy percibió la tristeza en el tono de Lewis y por un instante esto lo perturbó y le impidió replicar—. Bien, hasta pronto —le dijo Lewis y una vez más cortó la comunicación.
Freddy se quedó mirando el propio aparato, abrió el cajón donde había guardado el girón de echarpe y lo miró. Si Lewis podía salir de caza, él podía hacer lo mismo. Sin saber en realidad por qué hallaba esto necesario, se dirigió a la puerta de su escritorio y la cerró con llave. Buscó en su memoria el nombre de la mujer que trabajaba como recepcionista de la oficina de los abogados. Florence Quast. Halló entonces su dirección en la guía telefónica y confundió a esta señora con una larga historia acerca de una póliza inexistente y cuando ella le sugirió que llamase al señor James o bien al señor Hawthorne, dijo:
—No, no creo que sea necesario molestar a ninguno de los dos. Creo que esa muchacha nueva que tienen responderá a mis preguntas. ¿Podría darme su nombre? ¿Y decirme dónde se aloja?
(¿Imaginas, Freddy, que muy pronto estará alojada en tu propia casa? ¿Y es por ello que cerraste con llave la puerta de tu escritorio? ¿Querías impedirle que entrase?)
Horas más tarde se frotó la frente, se abotonó el saco, se limpió las palmas de las manos en los pantalones y llamó al hotel Archer.
—Sí, estaré encantada de verlo, señor Robinson —dijo la muchacha con una voz muy tranquila.
(Freddy. ¿No tienes en realidad miedo de encontrarte con una mujer bonita para conversar a horas avanzadas de la noche? ¿Qué te pasa, dicho sea de paso? ¿Y por qué pensaste que ella sabía exactamente qué ibas a decirle?)
3
¿Comprendes bien? Harold Sims hizo esta pregunta a Stella HawthoTne sin dejar de acariciarle el seno derecho con aire distraído. Es sólo una historia. Es eso lo que les interesa a mis colegas ahora. ¡Cuentos! Pero lo esencial en esto que perseguía el indio era que tenía que manifestarse. No puede resistir identificarse… Es no sólo malvado, sino además, vanidoso. Y yo tengo que contar historias de horror como ésa, historias tontas, como cualquier ingenuo de pueblo.
—Bien, Jim, ¿de qué se trata? —le preguntó Peter Barnes—. ¿Cuál es esta gran idea que tienes? —El frío helado que entraba en fuertes ráfagas en el automóvil de Jim había contribuido en buena parte a que Peter se pusiera sobrio. Ahora, si concentraba la atención, alcanzaba a distinguir los cuatro haces amarillos de los faros hasta que se unían y se convertían en dos. Jim Hardie reía aún… con una risa malévola, obstinada y Peter supo entonces que Jim estaba por hacer algo, estuviese con él o bien solo.
—Mira, me encanta esto —dijo Hardie y apretó la bocina. Aun en la oscuridad su rostro era una máscara enrojecida con dos ranuras en lugar de ojos. Era la cara de Jim siempre que hacía las fechorías más espectaculares y cada vez que Peter se detenía a reflexionar seriamente sobre ello, sentía alivio al pensar que dentro de un año habría partido para la universidad y se habría alejado de un amigo tan loco como Jim. Jim Hardie, estuviese borracho o no, era capaz de actuar con un salvajismo indescriptible. Lo que era casi admirable o bien más alarmante era que jamás perdía el propio control físico o verbal, por ebrio que estuviese. Cuando lo estaba a medias, como ahora, hablaba con la mayor claridad y no trastabillaba. Cuando estaba totalmente borracho, era la imagen de la anarquía total.
—Tenemos que romper cosas —dijo.
—Perfecto —convino Peter. Tenía demasiada experiencia para hacer objeciones. Además, Jim siempre salía impune en todo lo quehacía. Desde que se conocieron en la escuela primaria, Jim Hardie había logrado siempre convencer a cualquiera de su inocencia con su palabra fácil. Era alocado, pero no tonto. Ni siquiera Walt Hardesty había conseguido nunca sorprenderlo en nada, ni aun en el incendio del galpón de los Pugh cuando la tonta de Penny Dreagerle dijo que las viejas Dedham, a quienes él odiaba, estaban usándolo como establo para sus animales.
—No te vendrá mal reírte un poco antes de irte a Corneil, ¿no? —le dijo Jim—. Y diría que será mejor que te rías ahora, porque según lo que oigo de esa universidad, es un cementerio.
A juicio de Jim, era inútil ir a la universidad, pero de vez en cuando mostraba su resentimiento ante el hecho de que Peter hubiese sido aceptado tan pronto en Corneil. Y Peter sabía por su parte, que lo que quería Jim Hardie era un compañero constante para hacer travesuras, un adolescente que no saliese nunca de sus dieciocho años.
—Milburn también es un cementerio —dijo Peter.
—Exacto, hijito. La pura verdad. Pero por lo menos animemos un poco el ambiente, ¿quieres? Esto es lo que vamos a hacer esta noche, señorita. Y por si acaso supusiste que ibas a sufrir por la sequía en el curso de nuestras aventuras, te digo que tu viejo amigo James se ocupó de eso. —Hardie se abrió la cremallera de la chaqueta y sacó una botella de whisky—. A tocarla con respeto, con respeto. —Con una mano hizo girar el tapón de metal y bebió sin dejar de conducir. El rostro se le puso rojo y tenso—. ¿Quieres? —preguntó a Peter.
Peter hizo un gesto. El olor le provocaba náuseas.
—El idiota del barman me volvió la espalda y entonces… ¡Zum! Sabía muy bien que la botella no estaba ya, pero era demasiado imbécil para decirme nada. ¿Sabes una cosa? Me deprime no tener competencia mejor. —Lanzó entonces una carcajada y Peter optó por reír también.
—Bien, ¿qué hacemos?
Hardie volvió a pasarle la botella y esta vez Peter bebió. Los haces de luz de los faros pasaron a ser cuatro y Peter agitó la cabeza para obligarlos a unirse y ser dos otra vez.
—Mira. Vamos a espiar, vamos a echarle una miradita a alguien. —Hardie bebió, lanzó una carcajada, se derramé whisky en el mentón.
—¿Espiar? ¿Como los pervertidos? —Peter dejó caer la cabeza hacia el hombro de Jiin, quien obviamente tenía bríos hasta la mañana siguiente y todo el tiempo lo sorprendía más con su energía.
—Espiar, sí. Mirar. Mirar algo interesante. Si no te gusta, bájate.
—¿Espiar a una mujer?
—No, a un hombre… ¡Estúpido!
—Cómo, escondernos en un matorral y ver cómo…
—No, nada de eso. Nada de eso. Algo mucho mejor.
—¿A quién?
—A la puta esa del hotel.
Peter estaba más perplejo que antes.
—¿Ésa de quien hablabas? ¿La de Nueva York?
—Sí —Jim condujo el automóvil alrededor de la plaza y pasó delante del hotel sin tomarse el trabajo de mirarlo.
—Creí que te acostabas con ella.
—No, te mentí, hijo. ¿Y qué? Exageré un poco. La verdad es que nunca me dejó que la tocara. Mira, lamento haber inventado esa aventurita con ella, ¿sabes? Me hacía sentir como un tonto siempre.
Llevarla a Humphrey’s, arrojarle mis mejores carnadas, y no… Bien, quiero ver un poco lo que hace sin que sepa que estoy allí.
Jim se inclinó debajo del asiento y buscó algo, sin mirar por un instante la calle. Cuando volvió a erguirse, tenía una ancha sonrisa y en la mano, un anteojo de larga vista con aros de bronce.
—Mira esto, chico. Es un anteojo excelente… me costó sesenta dólares en el Apple.
—Mmmm —Peter se apoyó en el asiento—. Es lo más raro que he oído en mi vida.
Momentos más tarde, advirtió que Jim había detenido el automóvil. Se enderezó un poco y miró por la ventanilla.
—¡No! —dijo—. ¡Desde aquí, no!
—Desde aquí, chico. Aparta el culo.
Hardie lo empujó y Peter abrió la puerta y por poco no cayó. La catedral de St. Michael se levantaba delante de ellos, inmensa, amenazadora en medio de la oscuridad.
Estaban ambos tiritando bajo sus chaquetas junto a una puerta auxiliar de la catedral.
—¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Abrir la puerta de una patada? Tiene candado, que no sé si habrás visto.
—Cállate. Trabajo en un hotel. ¿O lo has olvidado? —Hardie sacó un manojo de llaves de debajo de la chaqueta. En la otra mano tenía el anteojo y la botella.
—Ve allá un instante. Mea o haz algo mientras pruebo las llaves. —Jim apoyó entonces la botella en un escalón y se puso a trabajar.
Peter se alejó por el camino a lo largo de la iglesia. Desde aquel costado, parecía una cárcel. Orinó copiosamente, trastabilló y se mojó las botas. Luego se apoyó contra la pared con un brazo, permaneció inmóvil, como sumido en profundas meditaciones y sin hacer ruido vomitó entre sus propios pies. También salía vapor de esto. Estaba pensando en caminar hacia su casa cuando Jim Hardie lo llamó:
—Ven, preciosa. —Al volverse, vio a Hardie, quien lo miraba sonriente, agitando las llaves y la botella desde la puerta abierta. Recordaba a una de las gárgolas de la fachada de la catedral.
—No —dijo.
—Vamos, te digo. ¿Qué tienes entre las piernas?
Peter dio unos pasos torpes y Hardie lo tomó con brusquedad y lo obligó a entrar.
Hacía frío adentro y reinaba una oscuridad como la del fondo del mar. Peter se detuvo, con los pies en el piso de ladrillo y tuvo la sensación del espacio infinito a su alrededor. Al extender las manos, palpó el aire helado. Detrás oyó a Jim Hardie preparar todos sus elementos.
—Dime. ¿No tienes manos? Ven, sostén esto. —El anteojo chocó con la palma de su mano. Los pasos de Hardie se alejaron hacia el costado, resonando en el piso de ladrillo.
Al volverse vio el pelo de Hardie y sus reflejos en la oscuridad. Muévete. En algún lugar aquí hay una escalera…
Peter dio un paso y tropezó con una especie de banco.
—Calla.
—¡No te veo!
—Mierda. Aquí. —Hubo un movimiento en la oscuridad y Peter comprendió que Jim lo llamaba con la mano. Con gran cautela fue hacia él.
—¿Ves esa escalera? Vamos allá, arriba. A una especie de balcón.
—Hiciste esto ya —dijo Peter sorprendido.
—Claro que sí. A veces veníamos aquí con Penny y fornicábamos entre los bancos. ¡Qué diablos! Y ella no es católica, te diré.
Los ojos de Peter comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad y la luz tenue que entraba por una ventana circular le permitió ver el interior de la iglesia. Nunca había entrado antes en St. Michael. Mucho más grande que la iglesieta de estilo suburbano donde sus padres pasaban una hora durante Pascua y otra el día de Navidad, sus vastos pilares cortaban el espacio. Un mantel de altar relucía en forma fantasmagórica. Peter eructó y sintió el sabor del vómito. La escalera que le señalaba Jim era ancha, de ladrillos, y se curvaba contra la pared interior de la catedral.
—Subimos por aquí y terminamos en el frente mismo, frente a la plaza. Su cuarto da a la plaza, ¿sabes? Con un buen telescopio como éste veremos muy bien.
—Qué estupidez…
—Te lo explicaré después, idiota. Subamos —dijo Jim y comenzó a subir de prisa, seguido por Peter. Al ver que éste quedaba rezagado, se volvió y bajó un par de escalones—. Espera. Lo que necesitas es un cigarrillo. —Sacando los suyos y con una sonrisa, ofreció uno a Peter.
—¿Fumar aquí?
—Por supuesto. No te verá nadie. —Jim encendió su propio cigarrillo y el de Peter. La llama del encendedor iluminó las paredes, dejando el resto en tinieblas. El humo contribuyó a disipar algo el gusto de la boca de Peter y en cierto modo, el vómito volvía a parecerle cerveza—. Aspira una o dos veces. ¿Viste? —Jim echó una bocanada de humo, pero con el encendedor apagado, sólo se podía oír cómo exhalaba. Al aspirar a su vez, vio que Hardie tenía razón. Lo había calmado—. Y ahora, sube de una vez. —Jim subía otra vez y Peter lo siguió.
Arriba, muy alto en la iglesia, recorrieron una angosta galería hasta que llegaron al frente, donde una ventana con un ancho alféizar miraba sobre la plaza. Jim estaba sentado sobre él cuando Peter llegó a su lado.
—¿Querrás creerlo? —preguntó Jim—. Una vez pasé unos instantes deliciosos con Penny aquí mismo. —Después de arrojar su cigarrillo al suelo lo apagó con el pie. Peter lo vio guiñar en la penumbra gris de la ventana—. Esto los vuelve locos. No alcanzan a imaginar quién estuvo fumando aquí. Ven. Bebe un poco.
Peter rechazó la botella y le dio el anteojo.
—Bien —dijo—. Ahora que estamos aquí, explícame. —Una vez sentado en el frío alféizar, se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta impermeable.
Hardie miró su reloj.
—Primero, un poco de magia. Mira por la ventana. —Peter miró: la plaza, los edificios oscuros, los árboles desnudos. El hotel Archer enfrente no mostraba ninguna ventana iluminada—. Uno, dos, tres. —Y tres de las luces de la plaza se apagaron—. Son las dos de la madrugada.
—Vaya con tu magia.
—Bien, si eres tan listo, vuelve a encenderlas. —Hardie se volvió, arrodillado en el alféizar y se acercó el anteojo a los ojos—. Lástima que la luz de ella no esté encendida. Pero si se acerca a la ventana, la veré. ¿Quieres mirar?
Peter tomó el catalejo y lo enfocó en el hotel.
—Está en el cuarto sobre la puerta principal. Enfrente mismo de nosotros y un poco hacia abajo.
—Ya veo la ventana. No hay nadie allá. —Entonces vio una llamita roja en la oscuridad del cuarto—. Espera. Está fumando.
Hardie le arrebató el catalejo.
—Es verdad. Está sentada allí. Fumando.
—Y ahora, dime por qué nos metimos en la iglesia para verla fumar.
—Te diré. El primer día que llegó al hotel traté de conquistármela. Me rechaza. Y un poco más tarde ella me pide a mí que la invite a salir. Quiere conocer la taberna de Humphrey. Y yo la llevo allá, pero apenas se ocupa de mí. Te juro, hombre, que me dio rabia. Quiero decir que para qué perder el tiempo si no le intereso, ¿no? ¿Sabes por qué? Quería conocer a Lewis Benedikt. Tú lo conoces, ¿no? El viejo que según dicen eliminó a su mujer en Francia.
—En España —le corrigió Peter, quien tenía ideas sumamente complejas acerca de Lewis Benedikt.
—¿Qué importa? Sea como fuere, estoy seguro de que fue por eso que quiso que la llevase allá. Resulta que tiene pasión por los que matan a su mujer.
—No creo que la haya matado —dijo Peter—. Es buena persona. Por lo menos, yo creo que es buena persona. Creo que a veces las mujeres lo… ya sabes cómo son…
—No me importa en lo más mínimo que lo haya hecho o no. Mira, se mueve. —Jim calló. Un instante después le sorprendió a Peter verse con el anteojo entre las manos—. Mira. Rápido.
Peter levantó el anteojo y buscó la ventana, mirando por arriba de la «A» del cartel sobre la puerta. Punto de referencia, la «A». Después, mirar directamente sobre ella. Sin querer, retrocedió unos centímetros del alféizar. La mujer estaba junto a la ventana, sonriente, con un cigarrillo en la mano y lo miraba a los ojos, a él… Sintió ganas de vomitar otra vez.
—¡Está mirándonos! —exclamó.
—Habla en serio. Estamos en el otro lado de la plaza. Afuera está oscuro. Pero ya ves lo que quiero decir.
Peter devolvió el anteojo a Jim, quien volvió a observar la ventana.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Peter.
—A que es muy rara. Las dos de la mañana y allí está en su cuarto, completamente vestida y fumando.
—¿Qué tiene de raro?
—Mira, yo he vivido toda mi vida en ese hotel, así que sé cómo actúa la gente en los hoteles. Hasta las viejas putas que suelen alojarse con nosotros. Miran televisión, piden algo para beber o comer, dejan su ropa en todo el cuarto, dejan marcas de botellas y de vasos sobre las mesas, dan fiestitas en su cuarto y después hay que fregar las alfombras. De noche las oyes hablar solas, roncar, escupir… sí, oyes todo lo que hacen. Las oyes mear en el lavatorio. Las paredes son gruesas, pero las puertas, no, ¿sabes? Si vas por los pasillos las oyes prácticamente lavarse los dientes.
—Bien, ¿qué tiene de raro? —repitió Peter.
—Que ésta no hace nada de eso. Nunca hace ruido. Nunca mira televisión. Casi nunca hace falta limpiarle el cuarto. Hasta la cama está siempre tendida. Raro, ¿no? ¿Qué hace, entonces? ¿Dormir sobre la colcha? ¿Quedarse levantada toda la noche?
—¿Todavía está allí?
—Sí.
—Déjame ver. —Peter tomó el anteojo. La mujer seguía de pie junto a la ventana, con una leve sonrisa, como si supiese que estaban hablando de ella. Peter se estremeció y devolvió el anteojo a su amigo.
—Te diré algo más. Yo le subí la valija cuando llegó al hotel. Bien, he acarreado un millón de valijas, créeme, y ésa estaba vacía. Quizás haya habido unos diarios adentro, pero no había nada más. Un día cuando ella estaba trabajando le revisé los armarios. No había nada. No había ropa. Pero por otra parte, no siempre usaba la misma, hombre. ¿Qué hacía entonces, usarla en varias capas? Dos días después volví a mirar y esta vez el armario estaba lleno de ropa, como si supiese que alguien había estado revisándole el armario. Fue la noche que me pidió que la llevase a la taberna de Humphrey y que yo me imaginé que me haría un escándalo. La verdad es que apenas me dirigió la palabra. Casi lo único que me dijo fue: «Quiero que me presentes a ese hombre». La llevé adonde él estaba y él huyó como una liebre asustada.
—¿Benedikt huyó? ¿Por qué?
—Se me ocurrió que le tenía miedo. —Jim bajó el telescopio y encendió otro cigarrillo, sin dejar de mirar a Peter—. ¿Y sabes otra cosa? Yo también le tenía miedo. Hay algo en la manera en que te mira a veces.
—Como si sospechase que estuviste revisándole las cosas.
—Puede ser. Pero es una mirada cargada, hombre. Te llega, realmente. Hay otra cosa más. Cuando recorres los pasillos de noche, sabes cuando la gente tiene las luces encendidas, ¿no? La luz se filtra por el resquicio debajo de la puerta. Bien, ella nunca tiene las luces encendidas. Nunca. Pero una noche… pensarás que lo que digo es una locura.
—Dímelo.
—Una noche vi una luz vacilante debajo de su puerta. Una luz parpadeante, como de radio o algo así, ¿sabes? Una luz verdosa. Una luz fría. No era de fuego ni de nada parecido y tampoco provenía de nuestras lámparas.
—Qué disparate.
—Lo vi.
—Pero, no quiere decir nada. Luz verde…
—No solamente verde…, como si fuera incandescente. Como si fuera plateada. De todos modos, es por eso que quería que la miremos un poco.
—Bien, la miraste. Ahora vamos a casa. ¡Mi padre se indignará si llego tan tarde!
—Espera. —Jim volvió a mirar por el telescopio—. Creo que sucede algo. No está ya junto a la ventana. ¡Qué rabia! —dijo, bajando el telescopio—. Abrió la puerta y salió. La vi salir al pasillo.
—¡Viene hacia aquí! —Peter salió del alféizar y avanzó por el pasillo en dirección a la escalera.
—No te mojes los pantalones, señorita. No vendrá aquí. No podía vernos. ¿Recuerdas? Pero si piensa ir a alguna parte, yo quiero saber adónde. ¿Vienes o no? —Jim estaba juntando ya los cigarrillos, la botella y el manojo de llaves—. Ven. Tenemos que darnos prisa. En dos minutos saldrá por esa puerta.
—¡Voy, voy!
Corrieron por el pasillo y escaleras abajo. Hardie corrió por el costado de la catedral y abrió la puerta, iluminando el interior lo suficiente para que Peter no chocase con los pilares y con los bordes de los reclinatorios. Una vez afuera y envuelto en la oscuridad, Jim deslizó el candado en la puerta y lo cerró y luego corrió hacia el automóvil. El corazón de Peter latía desaforadamente, en parte a causa del alivio que sentía al verse fuera de la iglesia. Seguía tenso de temor, no obstante imaginó a la mujer de la ventana corriendo por la plaza nevada en dirección a ellos, la reina malvada de Blancanieves, esa mujer que nunca encendía la luz o dormía en su cama y que era capaz de verlo en una noche oscura por la ventana de una iglesia.
Cayó en la cuenta de que tenía la cabeza despejada. Cuando subió al automóvil, comentó:
—El temor te quita la borrachera.
—No pensaba venir aquí, idiota —le dijo Hardie, pero a pesar del comentario se alejó del costado de la catedral y tomó el borde sur de la plaza con tanta velocidad que sus neumáticos rechinaron. Peter miró con ansiedad la vasta extensión desierta de la plaza, el suelo blanco cortado por árboles sin hojas, la estatua borrosa, pero no vio a ninguna reina malvada que se les aproximase. La imagen había sido tan nítida que siguió mirando la plaza aun después de haberse internado Jim en Wheat Row.
—Está en los escalones —susurró Jim cuando llegaron casi a la esquina.
Al mirar hacia el hotel entre los árboles desnudos, Peter la vio descender tranquilamente la escalera hacia la acera. Llevaba el abrigo largo, un echarpe que se agitaba y sombrero. Se le veía tan absurdamente normal con este atuendo y caminando por la calle desierta a las dos de la madrugada, que Peter lanzó una carcajada a la vez que se estremecía.
Jim apagó los faros y avanzó despacio hacia las luces de tránsito. A la izquierda de ellos y en el lado opuesto de la calle, la mujer se desplazó con rapidez y desapareció en la oscuridad.
—Oye, volvamos a casa —dijo Peter.
—Calla. Quiero ver adónde va.
—¿Y si nos ve?
—No nos verá. —Jim dobló a la izquierda y lentamente llegó hasta el fin de la plaza y pasó delante del hotel, con los faros siempre apagados. Aunque los faroles de la plaza estaban también apagados, los de la calle permanecerían encendidos hasta el amanecer y los dos muchachos la vieron entrar en un círculo de luz al final de la primera cuadra sobre Main Street. Jim conducía muy despacio y después de atravesar Main Street esperó hasta que ella avanzase otra cuadra más antes de proseguir.
—Está paseando —dijo Peter—. Tiene insomnio y sale a caminar de noche.
—Qué va.
—No me gusta hacer esto.
—Bien, bien. Baja y vuelve a casa a pie —murmuré Jim irritado. Extendió luego el brazo delante de Peter y abrió la puerta—. Vamos baja y vuelve a tu casa.
Peter permaneció sentado en medio del frío que entraba por la puerta abierta, casi pronto a obedecer.
—Tú también deberías volver —dijo.
—¡Jesús! ¡Vete al diablo! Baja o bien cierra la puerta —susurró Jim—. ¡Espera un segundo! —Los dos muchachos vieron otro automóvil aproximarse por la calle, delante de ellos, y detenerse bajo la luz de un farol dos cuadras adelante. La mujer se acercó con paso pausado, la puerta del automóvil se abrió y ella subió en él.
—Conozco ese auto —dijo Peter—. Lo he visto por aquí.
—Claro que lo viste, idiota. Camaro azul setenta y cinco… es el pavo ése, Freddy Robinson. —Al alejarse el automóvil de Freddy, él mismo aceleró.
—Bien, ahora sabes adónde va por las noches.
—Puede ser.
—¿Puede ser? ¿Qué otra cosa puede ser? Robinson es casado. En realidad, a mi madre le dijo la señora Venuti que su mujer quiere divorciarse de él.
—Es porque persigue chicas del secundario, ¿no? Ya sabes que a Freddy Robinson le gustan tiernitas. ¿Alguna vez lo viste con una chica?
—Sí.
—¿Quién?
—Una chica de la escuela —dijo Peter. No quería revelar que era Penny Draeger.
—Muy bien. Entonces, sea lo que fuere que esté haciendo el tonto de Freddy, no es una cita amorosa. ¿Qué demonios será?
Seguir a Robinson los llevaba por el noroeste de Milburn, por curvas que parecían tomadas al azar y que los alejaban del centro de la ciudad. Esas casas bajo el cielo negro y los montículos de nieve en el frente de sus terrenos resultaban siniestros a Peter Barnes. La inmensidad de la noche los reducía a algo mayor que casas de muñecas, pero menor que ellas mismas en la realidad. Las luces posteriores del automóvil de Freddy se movían delante de ellos como los ojos de un gato.
—Muy bien. Veamos. Doblará ahora mismo a la derecha y proseguirá hacia el oeste en dirección a la carretera del puente.
—¿Cómo lo…? —Peter calló de pronto al ver que el automóvil de Robinson hacía exactamente lo que había predicho Jim—. ¿Adónde va?
—A lo único en este sector que no tiene una serie de hamacas para niños en los fondos de los terrenos.
—La estación ferroviaria vieja.
—Te ganaste un cigarro. O mejor todavía, un cigarrillo. —Los dos muchachos encendieron sus cigarrillos y en el minuto siguiente el automóvil de Robinson se metió en la playa de estacionamiento del edificio. Era una construcción hueca con piso de madera y una ventanilla. En las vías cubiertas de maleza estaban detenidos dos viejos furgones desde que tenían memoria los muchachos. Mientras ambos observaban desde el automóvil a oscuras la carretera llamada Bridge Road, la mujer, y luego Robinson bajaron del Camaro. Peter miró a Jim, lleno de aprensión por lo que podría hacer su amigo. Hardie esperó hasta que la mujer y Robinson se alejaron por el costado de la estación y sólo entonces abrieron la puerta.
—No quiero —dijo Peter.
—Muy bien. Quédate.
—¿Para qué? ¿Para verlos en paños menores?
—No es eso lo que piensan hacer, idiota. ¿Aquí? ¿O en esa estación como una heladera y llena de ratas? Él tiene dinero suficiente para llevarla a un motel.
—Y entonces, ¿qué? —insistió Peter, suplicante.
—Quiero saber lo que ella dice. Ella lo trajo aquí. ¿Recuerdas?
Jim cerró la puerta y se alejó caminando con sigilo por Bridge Road.
Peter tocó la manija de la puerta, la empujó hacia abajo y oyó soltarse el seguro. Jim estaba loco. ¿Para qué seguir más y meterse en dificultades sin objeto? Se habían metido ya en una iglesia, fumado cigarros y bebido whisky allí, Y ahora Jim Hardie, no satisfecho con eso se arrastraba detrás de Freddy Robinson, ese corruptor de menores y de esa mujer que le daba escalofríos.
¿Qué? La tierra vibró y de algún punto desconocido lo golpeó un viento glacial. Más allá de la estación tenía la impresión de dos voces que aullaban en medio de la súbita ráfaga. Era como si una mano estuviese golpeándolo en el interior del cráneo.
Alrededor la noche se volvió más tenebrosa y creyó que se desmayaría. Oyó vagamente a Jim Hardie caer sobre la nieve más adelante y luego ambos y la antigua estación también parecieron inundarse de un resplandor de intensa luminosidad.
Se encontraba fuera del automóvil, de pie en un suelo que parecía rebotar bajo sus pies, mirando a Jim. Su amigo estaba sentado en la nieve con el cuerpo cubierto de blanco. Las cejas le brillaban con un tinte verdoso, como el de la esfera de un reloj… La nieve hacía esto a veces, cuando reflejaba los rayos oblicuos de la luna…
Jim corrió hacia la estación y Peter atinó a pensar. Es así como siempre se mete en dificultades. No es solamente loco… nunca renuncia a nada. Y ambos oyeron entonces gritar a Freddy Robinson.
Peter se puso en cuclillas junto al automóvil, como si temiese que siguiesen disparos a aquel alarido. Oyó alejarse los pasos deJim hacia la estación. Los pasos cesaron. Aterrado, Peter miró con cautela por detrás de un guardabarro. Con la espalda y las piernas cubiertas de nieve reluciente, Jim imitaba inconscientemente su propia postura y espiaba por el costado de la estación.
Peter sintió deseos de estar a doscientos metros de distancia de allí, observando todo por un telescopio.
Jim se arrastró unos metros más. Ahora veía seguramente toda la parte de atrás de la estación. Detrás de la plataforma, unos escalones de piedra bajaban hasta las vías. Los dos vagones abandonados estaban allí, semienterrados en la maleza, en los dos extremos de la estación.
Al ver correr a Jim, agitó la cabeza. Jim corría ahora muy inclinado en dirección al automóvil. No le dijo una palabra al llegar ni lo miró, sino que abrió la puerta y se metió en el automóvil a toda velocidad. Peter subió a su vez, con las rodillas rígidas por haber estado arrodillado, en el instante en que Jim ponía el motor en marcha.
—Dime. ¿Qué sucedió?
—Cállate.
—¿Qué viste?
Hardie apretó el acelerador y movió la palanca de cambios. El automóvil se lanzó hacia adelante. Hardie tenía la chaqueta y los pantalones cubiertos de nieve.
—¿No viste nada?
—No.
—¿No sentiste temblar la tierra? ¿Por qué gritó Robinson?
—No sé. Estaba tendido sobre las vías.
—¿Y no viste a la mujer?
—No. Debía estar en un costado.
—No, viste algo. Saliste corriendo.
—¡Por lo menos, yo me acerqué!
El reproche velado hizo callar a Peter, pero faltaba algo más.
—Vamos, mierdita, te escondiste detrás del automóvil como una chica de cinco años… eres menos hombre que una paloma… y escucha: si alguien te pregunta dónde estuviste esta noche, dirás que estuviste jugando al póker conmigo, que estábamos jugando al póker en el sótano de tu casa, lo mismo que anoche, ¿entiendes? No pasó nada, ¿entiendes? Tomamos unos cuantos vasos de cerveza y luego reanudamos la partida que empezamos anoche. ¿Entendido?
—Entendido, pero…
—Nada —dijo Hardie, volviéndose para mirar a Peter con los ojos muy abiertos—. Bien. ¿Quieres saber lo que vi? Te diré lo que me vio a mí. ¿Sabes qué era? Era un chico, sentado en el techo de la estación y seguramente estuvo mirándome todo el tiempo. Aquello era algo enteramente inesperado.
—¿Un chico? Qué locura. Son casi las tres de la madrugada. Y hace frío y no hay manera de subir al techo de la estación, de cualquier modo. Nosotros tratamos de subir muchísimas veces, cuando estábamos en la escuela primaria.
—Pues el chico estaba allí y me miraba. Y ahora te paso otro dato. —Hardie viró violentamente por una esquina y por poco no chocó con una serie de buzones individuales—. Estaba descalzo. Y además, creo que no tenía camisa.
Peter permaneció mudo.
—Te juro, hombre, que casi me muero de miedo. Por Otra parte, sospecho que Freddy Robinson está muerto. Así que si cualquiera pregunta algo, estuvimos jugando al póker toda la noche.
—Lo que tú digas.
—Sí, lo que yo diga.
Omar Norris tuvo un desagradable despertar. Después de haberlo echado de la casa su mujer, había pasado la noche en lo que consideraba su último refugio, uno de los vagones cerca de la estación abandonada y si oyó ruidos en el curso de su sueño de borracho, no lo recordaba ya. Por lo tanto, le provocó una profunda sacudida comprobar que lo que había tomado por un bulto de ropa vieja fuera un cadáver. No dijo «¿Cómo? ¿Otra vez?» sino una serie de palabrotas, pero en realidad lo que había querido decir era lo primero.
4
Durante los días y noches que siguieron se registraron en Milburn varios hechos de diversa importancia. Algunos parecían triviales a las personas involucradas en ellos, otros resultaban desconcertantes o molestos y otros eran notables, significativos. Todos, no obstante, formaban parte del cuadro que finalmente traería aparejados tantos cambios en la ciudad y como parte de este cuadro, todos tenían importancia.
La mujer de Freddy Robinson se enteró de que su marido estaba cubierto por un seguro personal insignificante y de que el As, el futuro miembro de los exitosos en el ramo de los seguros de vida, sólo valía quince mil dólares una vez muerto. Hizo un lacrimoso llamado de larga distancia a su hermana casada en Aspen, Colorado, quien le dijo:
—Siempre te advertí que era un canalla y un miserable. ¿Por qué no vendes la casa y te mudas aquí, a un clima más sano? ¿Y qué clase de accidente raro fue ése, hermana?
Era lo mismo que se preguntaba el médico forense del condado de Brooflie, al verse en presencia del cadáver de un hombre de treinta y cuatro años despojado de la mayor parte de sus órganos y de hasta la última gota de sangre. Por un instante consideró la posibilidad de consignar bajo el renglón CAUSA DE LA MUERTE la palabra «Desangramiento», pero en lugar de ella escribió «Vaciamiento total», palabras a las que agregó una larga nota en las que expresaba la conjetura de que el «vaciamiento» podría haber sido provocado por algún animal desconocido.
Y Elmer Scales permanecía levantado todas las noches, con la escopeta sobre las rodillas, sin saber que se había matado ya la última vaca y que la figura de expresión provocativa que había visto buscaba presas de caza mayor.
Walt Hardesty, por su parte, invitó a Omar Norris a beber en el cuarto de los fondos de la taberna de Humphrey, donde oyó decir a Omar que ahora que tenía tiempo para reflexionar sobre el hecho, creía haber oído un auto o dos aquella noche y tenía la impresión de que aquello no era todo, sino que además imaginó oír algún ruido y ver una especie de luz.
—¿Ruido? ¿Luz? Sal de aquí ya mismo, Omar —le dijo Hardesty, pero se quedó bebiendo muy despacio su cerveza después de haber partido Omar, mientras se preguntaba qué demonios estaba ocurriendo.
Y la muchacha excelente empleada por los abogados Hawthorne y James dijo a sus patrones que deseaba abandonar el hotel Archer y que había oído decir que la señora Robinson pensaba poner en venta su casa. ¿Les sería posible a ellos conversar con su amigo en el Banco y arreglar una financiación? Según parecía, contaba con una sólida cuenta de ahorros en una organización de préstamos para vivienda de San Francisco.
Sears y Ricky se miraron mutuamente con una expresión que expresaba inusitado alivio, pues no les había gustado la idea de que la casa permaneciese vacía. Dijeron, pues, que probablemente podrían arreglar algo con Barnes.
Lewis Benedikt se hizo la promesa de llamar a su amigo Otto Gruebe para fijar un día y salir a cazar con los perros.
Larry Mulligan, encargado de arreglar el cuerpo de Freddy para el entierro, miró aquella cara y decidió que «seguramente vio al diablo en persona que venía a llevárselo».
Nettie Dedham, prisionera en su sillón de ruedas, como lo estaba también dentro de su cuerpo paralizado, se encontraba mirando por la ventana del comedor, como le gustaba hacerlo mientras Rea se ocupaba de dar la comida de la noche a los caballos, e inclinó la cabeza hacia un lado para poder ver el resplandor del crepúsculo en el prado. Vio entonces una silueta que se movía allá y como comprendía mucho más de lo que admitía su hermana, vio con temor cómo la figura se acercaba a la casa y al establo. Dejó escapar unos cuantos gritos ahogados, pero sabía que Rea no los oiría. La figura se acercó cada vez más, una figura que le resultaba extrañamente familiar. Nettie temía que se tratase del muchacho de la ciudad de quien hablaba su hermana siempre, el chico alocado y furioso cuyo nombre Rea había mencionado a la policía. Se estremeció al ver aproximarse la figura por el prado, al imaginar lo que sería la vida para ella si el muchacho llegase a hacerle algo a Rea. Chilló de terror y por poco no derribó su sillón. El hombre que se dirigía al establo era su hermano Stringer, con la camisa marrón que vestía el día que murió. Estaba cubierta de sangre, como el día que lo colocaron sobre la mesa y lo envolvieron en frazadas, pero tenía los dos brazos. Stringer miró por el espacio abierto la ventana por donde miraba Nettie, luego apartó con las manos los hilos del alambrado, pasó entre ellos y se acercó a la ventana. Le dirigió una sonrisa. La cabeza de Nettie se volcó hacia atrás entre sus hombros y Stringer se volvió otra vez para dirigirse a los establos.
Y Peter Barnes bajó a la cocina a tomar, como de costumbre, su apresurado desayuno, más aún en los últimos tiempos, por haberse vuelto su madre tan introspectiva, y encontró a su padre, quien debería haber salido quince minutos atrás, sentado a la mesa delante de una taza de café frío.
—Hola, papá —le dijo—. Mira que llegas tarde al Banco.
—Lo sé —repuso su padre—. Quería hablar contigo sobre algo. En realidad, últimamente no hemos conversado mucho, Peter.
—Sí, es posible. Pero ¿no podría ser en otro momento? Tengo que salir para la escuela.
—Llegarás de cualquier manera. Pero esto no puede esperar. Hace unos días que estoy pensando en ello.
—¿,Sí? —Peter se sirvió leche en un vaso, seguro de que se trataba de algo serio. Su padre nunca hablaba de temas serios sin andar con rodeos antes. Solía cavilar sobre ellos como si se tratase de préstamos bancarios y luego planteaba el asunto cuando tenía ya planeada la forma de encararlo.
—Creo que has estado saliendo demasiado con Jim Hardie —le dijo su padre—. No es una buena persona y está enseñándote malas costumbres.
—No estoy de acuerdo —replicó Peter irritado—. Además, tengo edad suficiente para tener costumbres propias. Y Jimmy no es en absoluto tan malo como la gente dice… sólo que a veces pierde los estribos y hace locuras.
—¿Hizo locuras el sábado en la noche?
Peter se sentó y miró a su padre con fingida calma.
—No. ¿Por qué? ¿Hicimos mucho ruido?
Walter Barnes se quitó los anteojos y se los limpió en el chaleco.
—No me digas que sigues pretendiendo que crea que estuvieron aquí esa noche.
Peter sabía muy bien que no le convenía insistir en la mentira. Hizo, pues un gesto negativo con la cabeza.
—No sé dónde estuvieron y no pienso preguntártelo. Tienes dieciocho años y derecho a tus actos privados. Quiero que sepas, sin embargo, que a las tres de la madrugada tu madre creyó oír ruido y yo me levanté y recorrí toda la casa. No estabas en la sala de juegos del sótano con Jim Hardie. La verdad es que no estabas en casa. —Walter volvió a ponerse los anteojos y miró a su hijo con aire muy grave. Peter sentía que estaba por revelar el plan que había concebido—. No se lo dije a tu madre porque no quería preocuparla. Ultimamente ha estado muy tensa.
—Es verdad. ¿Por qué está tan enojada siempre?
—No lo sé —repuso Barnes, aunque tenía una idea aproximada—. Creo que siente soledad.
—Pero tiene muchas amigas, como la señora Venturi. La ve casi todos los días…
—No desvíes la conversación. Quiero hacerte unas cuantas preguntas, Peter. Tú no tuviste nada que ver con la muerte del caballo de las señoritas Dedham, ¿no?
—No —murmuró Peter, escandalizado.
—Y no creo realmente que te hayas enterado de que asesinaron a Rea Dedham.
Para Peter las solteronas Dedham eran ilustraciones de un libro de cuentos.
—¿La asesinaron? No, yo… —Sus ojos recorrieron la cocina con expresión horrorizada—. Ni siquiera lo sabía.
—Lo suponía. Yo me enteré sólo ayer. El muchacho que limpia sus establos la encontró ayer por la tarde. Hoy publicarán la noticia. Por radio y por el diario de esta noche.
—¿Por qué me lo preguntaste a mí?
—Porque la gente sospechará que Jim Hardie puede estar implicado en esto.
—¡Ridículo!
—Espero que sea ridículo, por el bien de Eleanor Hardie. Y te diré sinceramente que no puedo imaginar a un hijo de ella haciendo semejante cosa.
—No, sería incapaz. Es un poco alocado y no sabe detenerse donde cualquier otro muchacho… —Peter calló ante el sonido de sus propias palabras.
Su padre suspiró.
—Estoy preocupado… La gente sabe que Jim sentía rencor contra esas pobres viejas. No, estoy seguro de que no tuvo nada que ver, pero no cabe duda de que Hardesty lo interrogará. —Barnes se llevó un cigarrillo a los labios, pero no lo encendió—. Muy bien, hijo, tendremos que aproximarnos un poco, tú y yo. El año que viene te irás a la universidad y éste es, probablemente, el último año que pasemos juntos como una familia. Pensamos dar una fiesta dentro de quince días y querríamos que tú te calmes un poco y participes de ella. ¿Cuento contigo?
Conque aquél era el plan.
—Claro —dijo Peter, lleno de alivio.
—¿Y te quedarás durante toda la fiesta? Me gustaría que disfrutases de verdad de ella.
—Claro. —Al mirar a su padre Peter lo vio por un instante como inesperadamente viejo. Tenía el rostro arrugado y flojo, con las marcas de una vida entera de preocupaciones.
—¿Y conversaremos un poco más en la mañana?
—Sí. Lo que tú quieras. Claro.
—Y pasarás menos horas recorriendo las tabernas con Hardie, espero. —El tono era de autoridad y Peter hizo un gesto afirmativo—. Podrías meterte en verdaderas dificultades.
—No es tan malo como imaginan todos —dijo Peter—. Le ocurre que no sabe detenerse, ¿sabes? Sigue y sigue y…
—Basta. Será mejor que vayas a la escuela. ¿Quieres que te lleve?
—Prefiero caminar. Llegaría demasiado temprano.
—Muy bien, hijo.
Cinco minutos después, con los libros bajo el brazo, Peter salió de su casa. Sentía aún en las tripas las huellas del temor que había tenido al imaginar que su padre le haría preguntas sobre el sábado en la noche. Aquél era un episodio que deseaba borrar de su mente para siempre, pero el temor era tan sólo una zona temblorosa rodeada de un mar de alivio. A su padre le interesaba más aproximarse a él que lo que pudiese haber hecho con Jim Hardie. El sábado se alejaría en el tiempo y no tardaría en ser algo tan ajeno a él como las viejas Dedham.
Dobló la esquina. Entre él y lo que pudiese haber sucedido, el misterio de hacía dos noches, estaba el tacto de su padre. En cieno modo, su padre lo protegía contra ello y las cosas terribles no sucederían. Hasta la propia inmadurez lo protegía. Si no hacía nada malo, no lo asaltarían esos terrores.
Cuando llegó al final de la plaza, el temor se había desvanecido casi del todo. El camino normal a la escuela lo habría llevado delante de la fachada del hotel, pero no quería arriesgar en lo más mínimo volver a ver a esa mujer. Se desvió hacia Wheat Row. El aire frío le acariciaba la cara y los gorriones se amontonaban y piaban en la plaza cubierta de nieve, desplazándose en rápidos movimientos en zigzag. Un largo Buick negro pasó delante de él y al mirar las ventanillas vio en el interior a los dos viejos abogados, amigos de su padre, en el asiento delantero. Ambos tenían un aspecto demacrado y lleno de fatiga. Saludó con una mano y Ricky Hawthorne agitó la mano y le devolvió el saludo.
Estaba ya en el final de Wheat Row y pasaba delante del Buick detenido cuando le llamó la atención un movimiento en la plaza. Un hombre musculoso con anteojos oscuros, un extraño al lugar, caminaba por la nieve. Llevaba una chaqueta marinera y una gorra tejida, pero Peter vio por la piel blanca arriba de las orejas que tenía el cráneo afeitado. El desconocido batía palmas y con ello ahuyentaba los gorriones como una salva de municiones. El hombre tenía el aspecto irracional de una bestia. Nadie más, ni los hombres de negocios que subían por los bonitos escalones del siglo dieciocho de Wheat Row, ni las secretarias que los seguían con sus cortos abrigos y sus largas piernas, lo vieron. El hombre volvió a batir palmas y Peter advirtió que tenía los ojos fijos en él. Sonreía como un leopardo hambriento. Comenzó a avanzar hacia Peter. Helado, Peter intuyó que se movía con mayor rapidez que la que podrían indicar sus pasos. Al volverse para correr despavorido, vio, sentado en una de las tumbas algo inclinadas detrás de la catedral de St. Michael, a un niñito de pelo hirsuto y un rostro tonto y sonriente. El niño, no obstante ser menos amenazador, pertenecía a la misma sustancia que el hombre. También miraba con fijeza a Peter, quien recordó en seguida lo que había visto en la estación abandonada. El rostro tonto se deformó en una carcajada. Peter, a punto de dejar caer sus libros, huyó sin mirar hacia atrás.
Nuestra señorita Dedham dirá ahora unas pocas palabras
5
Los tres hombres estaban sentados en un pasillo del tercer piso del Hospital Universitario de Binghamton. A ninguno le agradaba estar allí: a Hardesty, por sospechar que hacía mal papel en una ciudad más importante, donde nadie se enteraba de inmediato de su autoridad, aparte de que sospechaba que la misión que lo traía allí sería inútil. A Ned Rowles, porque le desagradaba alejarse de las oficinas de «El Ciudadano» durante la mayor parte de las horas del día y especialmente, dejar el diagramado del diario en manos del personal, y a Don Wanderley, porque hacía demasiado tiempo que vivía lejos del este del país y le costaba conducir bien en las carreteras congeladas. Con todo, creía que ver a la anciana cuya hermana había muerto en circunstancias tan insólitas podría ser útil a la Chowder Society.
La idea había sido de Ricky Hawthorne. «Hace años que no la veo y entiendo que hace algún tiempo tuvo un ataque cerebral, pero quizá podríamos saber algo por intermedio de ella. Si usted está dispuesto a encarar semejante viaje en un día como éste». Era un día en que el mediodía tenía la oscuridad de la noche. Las tormentas acechaban la ciudad, como si esperasen algo para desencadenarse.
—¿Cree usted que puede haber alguna relación entre ella, la muerte de su hermana y el problema de ustedes?
—Es posible —admitió Ricky—. Desde luego no lo creo, pero conviene no descuidar ni siquiera estas cosas algo externas. Diría que algo tiene que ver, de todos modos. Lo discutiremos en su totalidad más tarde. Ahora que usted está aquí, no debemos ocultarle nada. Quizá Sears no esté de acuerdo conmigo, pero estoy seguro de que Lewis, sí. —A continuación Ricky añadió con cierta amargura—: Por otra parte, tal vez le haga a usted bien alejarse de Milburn, aunque sea por poco tiempo.
Y resultó verdad, al principio. Binghamton, cuatro o cinco veces mayor que Milburn, aun en un día sombrío y torvo, era un mundo diferente, más radiante, lleno de tránsito, edificios nuevos, gente joven, el ruido de la vida urbana. Era una ciudad propia de su década que empujaba a la pequeña Milburn a algún período de novela gótica. Aquella ciudad más grande había puesto de manifiesto para él lo apartado que estaba Milburn, lo apropiado que era su ambiente para actividades especulativas como las de la Chowder Society. Era este aspecto de Milburn que al principio le recordó al doctor Pata de Cabra. Tenía la impresión de haberse acostumbrado a aquel ambiente. En Binghamton no había el rumor de lo macabro ni la anormalidad disimulada que cupiese hilvanar en historias, entre vasos de whisky y pesadillas de viejos.
Sin embargo, en el tercer piso del hospital predominaba el ambiente de Milburn. Milburn estaba presente en la suspicacia y la nerviosidad de Walt Hardesty, en sus groseros comentarios «Qué diablos está usted haciendo aquí. Usted es de la ciudad. Lo he visto en alguna parte… lo vi en Humphrey’s». Milburn estaba presente también en el pelo lacio y el traje arrugado de Ned Rowles. En Milburn, Rowles parecía convencional y hasta bien vestido. Lejos de ella, parecía casi un rústico. Uno advertía que su chaqueta era demasiado corta y sus pantalones estaban surcados de arrugas. Y la actitud de Rowles que en Milburn parecía discreta y amistosa, aquí era una simple muestra de timidez.
—La verdad es que me pareció raro que la vieja Rea muriese muy poco tiempo después de haber sido encontrado muerto Freddy Robinson. Él estuvo en casa de ellas no más de una semana antes de morir Rea.
—¿Cómo murió? —preguntó Don—. ¿Y cuándo podremos ver a su hermana? ¿No hay horas de visita vespertinas?
—Estamos esperando hasta que salga el doctor —dijo Rowles—. En cuanto a cómo murió, decidí no mencionarlo en el diario. No necesitamos del sensacionalismo para vender nuestros diarios. Sin embargo, supuse que algo habían oído circular por la ciudad.
—Estuve trabajando casi sin interrupción —dijo Don.
—Ah, un nuevo libro. Magnífico.
—¿Es eso lo que es este hombre? —preguntó Hardesty—. Ni más ni menos lo que necesitamos ahora. Un escritor, por favor. Espléndido. Yo tendré que conversar con un testigo en presencia de un valiente editor de diario y de un escritor. ¿En cuanto a esta vieja, cómo sabrá quién soy? ¿Cómo va a saber ella que soy el sheriff?
»Eso es lo que le preocupa», pensó Don. Hardesty parecía un policía de televisión y esto se debía a que era un hombre tan poco seguro de sí mismo que necesitaba que todos supiesen que llevaba una insignia y un arma.
Seguramente algo de lo que pensaba se evidenció en su rostro, porque Hardesty se volvió más agresivo hacia él.
—Bien, veamos qué tiene que decir. ¿Quién lo mandó aquí? ¿Qué vino a hacer a la ciudad?
—Es sobrino de Edward Wanderley —dijo Rowles con aire fatigado—. Está trabajando para Sears James y Ricky Hawthorne.
—Para ese par —se lamentó Hardesty—. ¿Le pidieron que viniese a ver a la vieja?
—Me lo pidió el señor Hawthorne —repuso Don.
—Vaya. Me imagino que tendría que arrojarme al suelo y jugar a que soy su alfombra roja —dijo Hardesty y encendió un cigarrillo, sin obedecer la prohibición de fumar que figuraba en un cartel al final del pasillo—. Esos dos pajarracos ocultan algo. ¡Bajo la manga! ¡Ja, ja! Eso sí que tiene gracia.
Rowles apartó la mirada. Era obvio que se sentía avergonzado. Don lo miró con aire interrogante.
—Vamos, dígaselo, Príncipe Valiente. Le preguntó cómo murió la vieja.
—No es muy agradable —Rowles, muy molesto, sorprendió la mirada de Don.
—Es un chico grande. Tiene cuerpo de futbolista, ¿no?
Aquélla era otra característica del policía. Jamás dejaba de medir las dimensiones de otros hombres en comparación con las propias.
—Vamos, hable. No es un secreto de Estado.
—Muy bien —Rowles se apoyó en la pared con un gesto cansado—. Se desangró. Le cortaron los brazos.
—¡No! —exclamó Don. Se arrepentía ya de haber venido—. Quién pudo…
—En esto sí que no puedo ayudarlo, ¿sabe? —dijo Hardesty—. Puede ser que sus amigos ricos puedan darnos una pista. Pero dígame lo siguiente. ¿A quién puede ocurrírsele circular por el lugar haciendo operaciones al ganado, como sucedió en la parcela de la señorita Dedham? ¿Y antes, en lo de Norbert Clyde? ¿Y antes aún, en lo de Elmer Scales?
—¿Cree usted que hay una sola explicación para todo eso? —Suponía Don que era esto lo que los amigos de su tío le pedían que estableciera.
Pasó una enfermera y dirigió una mirada indignada a Hardesty, quien sintió vergüenza suficiente para apagar su cigarrillo.
—Pueden entrar ahora —les dijo el médico, quien salía en ese momento.
El primer pensamiento horrorizado de Don, al ver a la anciana, fue También ella está muerta, pero de pronto notó la mirada viva y llena de pánico que se posaba en uno y otro de ellos. Seguidamente vio los movimientos de la boca y decidió que Nettie Dedham no podía comunicarse con nadie.
Hardesty, quien se había adelantado, mostraba una ruidosa indiferencia frente a la boca abierta y a la agitación evidente de la mujer.
—Soy el sheriff, señorita Dedham —le dijo—. Walt Hardesty, el jefe de policía de Milburn, ¿eh?
Al ver el pánico profundo en el ojo de Nettie Dedham, Don deseó mentalmente suerte al policía, antes de volverse hacia el editor.
—Yo sabía que había sufrido un ataque cerebral —comentó éste—, pero no que hubiese sido tan grave.
—El otro día no nos vimos —le decía Hardesty—, pero conversé con su hermana. ¿Recuerda? ¿Cuando mataron el caballo?
Nettie Dedham hizo un ruido estertoroso.
—¿Eso quiere decir «sí»?
La anciana repitió el ruido.
—Bien. Usted recuerda y sabe quién soy —Hardesty se sentó y empezó a hablar en voz baja.
—Seguramente Rea Dedham la entendía —dijo Rowles—. En una época las dos tenían fama de ser bellezas. Recuerdo haber oído hablar a mi padre de las hermanas Dedham. Sears y Ricky deben recordarlas.
—Seguramente.
—Ahora voy a preguntarle algo acerca de la muerte de su hermana —decía Hardesty en aquel momento—. Es importante que me cuente cualquier cosa que haya visto. Dígalo y yo trataré de entender lo que dijo. ¿De acuerdo?
—Gl.
—¿Recuerda ese día?
—Gl.
—Esto es imposible —susurró Don a Rowles, quien hizo una mueca y se dirigió al otro lado de la cama para mirar por la ventana. El cielo era de un color negro mezclado con el púrpura de neón.
—¿Estaba usted sentada en un lugar desde donde pudiese ver los establos donde encontraron el cuerpo de su hermana?
—Gl.
—¿Eso es «sí»?
—¡Gl!
—¿Vio acercarse a alguien hacia los establos o el galpón antes de que muriese su hermana?
—¡Gl!
—¿Podría identificar a esa persona? —Hardesty estaba sentado hacia adelante, en un ángulo exagerado—. Digamos que si la trajésemos aquí, ¿le sería posible hacer un ruido para indicar que se trata de la persona que vio?
La anciana hizo un ruido que Don identificó como un sollozo. Sentía que su presencia en este cuarto era una profanación.
—¿Era esa persona un muchacho?
Otra serie de ruidos ahogados. El interés de Hardesty se volvía ahora una impaciencia férrea.
—Digamos, entonces, que era un muchacho. ¿Era el muchacho llamado Hardie?
—Reglas del testimonio —murmuró Rowles sin volverse.
—Glooor —gimió la anciana.
—Mierda. ¿Quiso decir que no? ¿Que no era él?
—Gloooorg.
—¿Podría tratar de nombrar a la persona que vio?
Nettie Dedham estaba temblando.
—Glngr. Glngr. —El esfuerzo que hacía por hablar era tal que Don lo sentía en sus propios músculos—. Glngr.
—Bien, dejemos esto por ahora. Tengo un par de preguntas más. —Hardesty volvió la cabeza para dirigir una mirada de furia a Don, quien imaginó ver, además, ciertos indicios de vergüenza en el rostro del Policía. Se volvió otra vez hacia la mujer y habló en voz más baja. Don lo oía, no obstante.
—Supongo que no oyó ruidos raros, ¿no? ¿Ni vio luces, o cosas raras?
La cabeza de la mujer caía de un costado al otro y sus ojos se movían rápidamente por todo el cuarto.
—¿Ruidos o luces raras, señorita Dedham? —A Hardesty le desagra daba muchísimo preguntarle esto. Ned Rowles y Don cambiaron una mirada de interés y perplejidad al mismo tiempo.
Hardesty estaba enjugándose la frente, pronto a renunciar al interrogatorio.
—Muy bien. Es inútil. Cree haber visto algo, pero ¿cómo diablos puedo saber qué fue? Me voy. Quédense o váyanse. Hagan lo que se les ocurra.
Don siguió al sheriff fuera del cuarto y se detuvo en el pasillo mientras Hardesty hablaba con el médico. Cuando salió Rowles de la habitación, reflejaba en su rostro de muchacho avejentado una expresión pensativa, interrogante.
Hardesty se apartó del médico para mirar a Rowles.
—¿Es usted capaz de sacar algo en limpio de esto? —preguntó.
—No, Walt. Nada que tenga sentido.
—¿Y usted?
—Tampoco —repuso Don.
—Por mi parte, estoy por empezar a creer en marcianos, o en vampiros, o cualquier cosa de ésas bien pronto. —Con estas palabras, Hardesty se alejó por el pasillo.
Ned Rowles y Don lo siguieron. Cuando llegaron a los ascensores, Hardesty estaba ya en uno de ellos, apretando con violencia el botón. Antes de que Don pudiese entrar, la puerta del ascensor se cerró sin que el policía hiciese el menor gesto de detenerla. Era obvio que no deseaba la compañía de los otros dos hombres.
Momentos más tarde llegó otro ascensor y Rowles y Don entraron en él.
—Estuve pensando en lo que Nettie podría haber intentado decir —le dijo Rowles. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó un silencioso descenso—. Pero le juro que es una locura.
—En los últimos tiempos no he oído nada que no sea una locura.
—Y usted es el hombre que escribió El centinela nocturno.
«Ya empezamos», pensó Don.
Don se cerró el abrigo y siguió a Rowles, dirigiéndose ambos hacia la playa de estacionamiento. No obstante vestir sólo el traje, Rowles no sentía aparentemente el frío.
—Venga, suba a mi auto unos minutos —le dijo el editor.
Don se ubicó en el asiento y miró con atención a Rowles. Estaba pasándose una mano por la frente. Se lo veía mucho más viejo, ahora que estaba dentro del automóvil. Las sombras parecían hundirse en las arrugas de su rostro.
—«¿Glngr?» ¿No es lo que dijo, esa última vez? ¿Usted oyó esto, también? Por lo menos sonaba bastante como esto, ¿no? Bien. Yo nunca llegué a conocerlo personalmente, pero hace muchos años las hermanas Dedham tenían un hermano y creo que hablaron sobre él durante mucho tiempo después de su muerte…
Don volvió a Milburn por la carretera bordeada de campos, siempre bajo el extraño cielo empurpurado de rayas relucientes. Volver, volver a Mjlburn, con parte de la historia de Stringer Dedham como compañía. Volver a Milburn, donde la gente comenzaba a encerrarse a medida que las nevadas se intensificaban y que las casas parecían fundirse unas con otras; a Milburn, donde había muerto su tío y donde los amigos de éste soñaban horrores. Alejarse del siglo actual para volver al ambiente enclaustrado de Milburn, el que cada vez más coincidía con el de su propio estado de ánimo.
Violación de domicilio, primera parte
6
—Mi padre dice que no debo verte tan a menudo, de aquí en adelante.
—¿Y qué? ¿Te importa algo? ¿Cuántos años tienes? ¿Cinco?
—La verdad es que está preocupado por algo. No lo veo muy feliz.
—Ay, no lo ve tan feliz —lo remedó Jim—. Es viejo. Quiero decir, ¿cuántos años tiene? ¿Cincuenta y cinco? Tiene un empleo aburrido y un automóvil viejo y está demasiado gordo y su hijito predilecto está por volar del nido dentro de nueve o diez meses. Echa una miradita a esta ciudad, hermano. ¿A cuántos ves con anchas sonrisas en esas caras viejas y arrugadas? Esta ciudad está repleta de viejecitos tristes. ¿Piensas dejar que te dirijan la vida? —Jim se echó hacia atrás en el taburete del bar y sonrió a Peter, en la actitud obvia de que sus argumentos de siempre tenían el mismo poder de persuasión.
Peter tuvo la sensación de hundirse otra vez en la incertidumbre y la confusión. Los argumentos de su amigo eran hábiles. Las preocupaciones de su padre nada tenían que ver con él y nunca se había planteado la cuestión de que no sintiese afecto por él, pues lo sentía. Ocurría, simplemente, que cabía preguntarse si siempre debería obedecer las órdenes de su padre, según las palabras de Jim, dejar que «le dirigiese la vida».
¿Había hecho, en verdad, algo malo con Jim? Gracias a las llaves de Jim, ni siquiera se habían introducido por la fuerza en la iglesia. Después siguieron a una mujer. Eso era todo. Freddy Robinson había muerto, y era una lástima, aun cuando ellos nunca hubiesen sentido afecto por él, pero nadie estaba diciendo que su muerte no había sido natural. Tuvo un síncope cardíaco, se cayó y se hirió en la cabeza…
Y no había habido ningún chico en el extremo de la estación.
Y no había habido ningún chico sentado sobre la tumba.
—Supongo que debo estar agradecido a tu padre por haberte permitido salir conmigo esta noche.
—No, las cosas no son tan graves. Considera que no debemos pasar tanto tiempo juntos y no que no debamos vernos nunca. Sospecho que no le gusta que venga a lugares como éste.
—¿Este? ¿Qué tiene de malo «éste»? —Jim hizo un gesto teatral para abarcar todo el bar con su aspecto descuidado—. ¡Oye, Sunshine! —gritó—. ¿No dirías que éste es un lugar estupendo? —El barman miró por sobre un hombro y le dirigió una sonrisa tonta—. Es tan civilizado como lo que se te ocurra, Divina Dama. Y el duque, el que me está mirando, está de acuerdo conmigo. Yo sé bien de qué tiene miedo tu viejo. No quiere que frecuentes malas compañías. Es verdad que yo soy mala persona. Pero si yo lo soy, también lo eres tú. Lo peor ha sucedido ya, entonces, y ya que estás aquí, bien puedes calmarte un poco y divertirte.
Si fuese posible anotar las cosas que decía Hardie y estudiarlas después a solas, habría sido posible hallar las fallas, pero al oírlo hablar uno se convencía de cualquier cosa.
—Mira. Lo que los viejos consideran locura no es más que una forma más de mantenerse cuerdo… si vives bastante tiempo en esta ciudad, corres peligro de que se te apolille el cerebro y hay que recordarse todo el tiempo que el mundo no se limita tan sólo a Milburn.
Jim miró con atención a Peter, bebió unos sorbos de cerveza y sonrió. Y Peter vio el brillo demencial de los ojos y supo entonces, como lo sabía ya antes, que debajo de aquella conducta loca para «mantenerse cuerdos había otra locura», una locura auténtica.
—Admítelo, Peter —le dijo Jim—. ¿No hay veces en que quisieras ver toda esta maldita ciudad en llamas? ¿Toda la ciudad derribada y aplanada por una máquina? Es una ciudad de fantasmas, hombre. Está llena de Rip Van Winkles, todos dormidos desde hace años, un Rip Van Winkle tras otro, todos viejos dormidos con la cabeza vacía de todo lo que sea nuevo y con un jefe de policía borracho y unas cochinas tabernas por toda vida social…
—¿Qué ha sido de Penny Draeger? —lo interrumpió Peter—. Hace tres semanas que no sales con ella.
Jim se encorvó sobre la barra y rodeó el vaso de cerveza con una mano.
—Uno —dijo—, se enteró de que invité a salir a esa mujer Mostyn y se enojó. Dos, sus padres, el viejo Rollie e Irmengard se enteraron de que salió un par de veces con el extinto F. Robinson. En vista de ello la arrestaron en su casa. Nunca me lo contó, ¿sabes? Me alegro de que calló. También yo la habría arrestado.
—¿Crees que salió con Robinson porque tú llevaste a esa mujer a Humphrey’s?
—¿Cómo diablos puedo saber por qué hace las cosas, hombre? ¿Acaso ves alguna relación, muchacho?
—Tú, ¿no? —Lo más seguro era responder a las preguntas de Jim con otra.
—Qué diablos —dijo Jim, inclinando la cabeza hirsuta sobre la madera mojada de la barra—. Para mí, todas estas mujeres son un misterio.
Hablaba en voz baja, pero Peter vio los ojos relucientes entre los párpados entrecerrados y tuvo la convicción de que estaba representando una comedia, como siempre.
—Puede ser. Puede ser que tengas razón en parte. Podría haber una relación, después de todo, Clarabelle. Podría ser. Y si la hay, en tal caso esa mujer, Anna, además de no haberme dado nada después de tantas provocaciones, me arruinó la vida sexual con que contaba en forma segura. En realidad, si lo miras desde ese punto de vista, podría afirmar, decididamente, que me debe unas cuantas vueltas. —Jim volvió apenas la cabeza para mirar a Peter con sus ojos relucientes—. Y te diré sinceramente que esto se me había ocurrido ya. —Permanecía sentado allí, bien inclinado sobre la barra, como si la cabeza fuese un objeto aparte del cuerpo, con su sonrisa de loco fija en Peter—. Sí. Se me ocurrió ya, compañero.
Peter tragó saliva.
De pronto Jim se irguió y golpeó la mesa con los nudillos.
—Dos jarros más, Sunshme —pidió.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Peter. Tenía la certeza de que Jim lo arrastraría a lo que fuese. Al mirar por las ventanas grasientas de la taberna vio un panel de tinieblas surcado de blanco.
—Veamos. ¿Qué quiero hacer? —murmuró Jim pensativo. Con una profunda sensación de inquietud, Peter vio que todo el tiempo Jim había sabido qué quería hacer y que la invitación a tomar cerveza era tan sólo el primer paso del plan. Lo había llevado poco a poco hasta esta conversación con la misma seguridad con que lo habría conducido en un paseo por el campo, y todo ello, como una forma más de «mantenerse cuerdo»; incluso el tema de la ciudad fantasma figuraba en una cuidadosa lista escondida en algún rincón de la mente de Hardie—. ¿Qué quiero hacer? —repitió Jim, inclinando la cabeza hacia un lado—. Hasta este palacio se vuelve aburrido después de un vaso o seis vasos de cerveza. Por ello diría que volver a nuestra querida Milburn no dejaría de ser grato. Sí, creo que decididamente volveremos a nuestra querida Milburn.
—No la veamos —le pidió Peter.
Jim fingió no oír.
—Te diré que nuestra atrayente amiguita se mudó del hotel hace quince días. Ay, cuánto la extrañarnos. La extrañarnos, Peter. Extraño no ver su hermoso trasero contoneándose por la escalera. Extraño esos ojos que relampaguean por los pasillos. Extraño su valija vacía. Extraño ese cuerpo asombroso. Y estoy seguro de que tú sabes adónde se mudó.
—Mi padre arregló la hipoteca. La casa de él. —El gesto enfático de Peter fue exagerado, hecho que le hizo advertir de inmediato que comenzaba a estar borracho.
—Tu viejo es un enanito muy servicial, ¿no? —dijo Jim con una sonrisa simpática—. ¡Camarero! —gritó, golpeando la mesa—. Para mi amigo y para mí, dos porciones del mismo whisky boirbon. —Con aire resentido el barman sirvió dos porciones del mismo whisky que Jim le había robado antes—. Bien —prosiguió Jim—. Volvamos al grano. Nuestra arniguita a quien tanto extrañarnos se va de nuestro excelente hotel y se instala en la casa de Robinson. Dime. ¿No es coincidencia bastante curiosa? Pienso que tú y yo, Clarabelle, somos las únicas dos personas en el mundo que sabemos que se trata de una coincidencia. Porque somos las únicas personas que saben que ella estaba en la estación cuando reventó el viejecito Freddy.
—Fue el corazón —murmuré Freddy.
—La verdad es que ella te da en el corazón. Te da en el corazón y en los testículos. Pero es gracioso, ¿no crees? Freddy cae sobre la vía …¿dije cae? No: flota. Lo vi, no lo olvides. Flota hasta caer sobre las vías como si estuviese hecho de papel de seda. Y entonces ella se calienta de impaciencia por ocupar su casa. ¿Será otra coincidencia, hermano? ¿Ves también una relación en esto, Clarabelle?
—No —susurró Peter.
—Vamos, Peter, no fue así como obtuviste tu inscripción adelantada en esa universidad de porquería. A usar esos poderosos sesos, chico. —Jim apoyó una mano en la espalda de Peter y se inclinó hacia él, despidiendo un vaho alcohólico sobre la cara de su amigo—. Nuestra amiguita preciosa busca algo en esa casa. Imagínala allí. Te diré, hombre, que me siento curioso… ¿Tú, no? Esa mujercita llena de pimienta vagando en esa casa vieja de Freddy… ¿Qué busca? ¿Dinero? ¿Joyas? ¿Drogas? ¿Quién puede saberlo? El caso es que busca algo. Paseando ese cuerpecito sensual por esos cuartos, revisando todo… ¡Qué bueno sería verla! ¿No crees?
—No quiero —dijo Peter. El whisky se le pegaba a las tripas como si fuera aceite.
—Creo —le dijo Jim— que es hora de que empecemos a dirigirnos a nuestro medio de transporte.
Peter se encontró afuera, de pie junto al automóvil de Jim. No podía recordar por qué estaba solo allí. Pisó el suelo varias veces, volvió la cabeza y llamó:
—¡Jim, ven!
Instantes después apareció Hardie con una sonrisa de tiburón.
—Lamento haberte hecho esperar. Tuve que decirle a nuestro amigo allá dentro cuánto disfruté de su compañía. No pareció creerme y tuve que repetir varias veces el mensaje. Evidenció lo que podrías llamar una total falta de interés. Por suerte, conseguí solucionar el problema de nuestra necesidad de refuerzo líquido durante el resto de la noche. —Al decir esto, se bajó en parte el cierre de cremallera de la chaqueta hasta dejar ver el cuello de una botella de whisky.
—Eres un loco.
—Loco como un zorro, querrás decir —Jim abrió el automóvil y se inclinó para abrir la puerta del lado de Peter—. Volvamos ahora al tema de nuestra conversación anterior —dijo.
—En serio, deberías ir a la universidad —observó Peter cuando Jim puso en marcha el automóvil—. Con la capacidad que tienes para hacer disparates, te harían miembro de la mejor sociedad estudiantil.
—Te diré que alguna vez pensé que no sería mal abogado —dijo Jim en un comentario inesperado—. Vamos, bebe un trago —agregó, pasando la botella a Peter—. ¿Qué es, después de todo, un abogado, sino un mentiroso de óptima calidad? Piensa en el viejo Sears. Si alguna vez vi yo a alguien que sería capaz de engañarte desde aquí hasta Florida…
Peter recordó la última vez que había visto a Sears James, sentado como una mole en un automóvil, el rostro pálido detrás de la ventanilla empañada. Seguidamente recordó la cara del chico sentado sobre la lápida de la tumba junto a la iglesia de St. Michael.
—No nos acerquemos a esa mujer —pidió.
—Mira, es justamente lo que quiero discutir contigo —dijo Jim, dirigiendo a Peter una mirada penetrante—. ¿No habíamos llegado al punto en que la dama misteriosa vaga por la casa en busca de algo? Si mal no recuerdo, Clarabelle, te invité a considerar esta imagen.
Peter hizo un gesto lúgubre con la cabeza.
—Y pásame esa botella si no piensas usarla para nada. Bien. Hay algo en esa casa, ¿no? ¿No sientes curiosidad por saber qué es? Pasa algo, compañero, y tú y yo somos los únicos que estamos enterados. ¿Estoy en lo cierto hasta ahora?
—Es posible.
—¡VAMOS! —vociferó Hardie y Peter se sobresaltó—. ¡Eres una MIERDA! ¿Qué otra cosapuede ser, estúpido? Hay alguna razón por la cual ella quería esa casa… es lo único que tiene algo de sentido. Hay algo allí que ella quiere.
—¿Crees que se deshizo de Robinson?
—No sé. No vi nada, salvo a Robinson, flotando, o algo parecido, hasta que cayó sobre la vía. ¿Qué diablos quieres que te diga? Lo que sí puedo asegurarte, es que quiero mirar un poco esa casa.
—No, por favor —se lamentó Peter.
—No hay por qué tener miedo —insistió Jim—. No es más que una mujer cualquiera. Tiene costumbres extrañas, pero es una mujer, Clarabelle. Además, no soy tan tonto como para ir cuando ella está en casa. En fin, si eres tan gallina que no quieres ir conmigo, bájate y camina a tu casa.
Caminar, caminar, por la carretera rural en tinieblas. Caminar por esa carretera oscura hasta Milburn.
—¿Cómo sabrás que no está? Dijiste que todas las noches se sienta a oscuras.
—Tocas el timbre, estúpido.
En la cima de la última colina antes de llegar al desvío, Peter, medio enfermo ya de aprensión, contempló la carretera y vio las luces de Milburn, todas juntas en una pequeña hondonada. Casi se las habría podido recoger con una sola mano. Era algo arbitrario, Milburn como una población nómade compuesta de tiendas y a pesar de haberla conocido toda su vida, aunque en realidad, era lo único que había conocido, Peter la encontraba poco familiar.
En ese instante comprendió el porqué.
—Jim. Mira. Todas las luces en el sector oeste de la ciudad están apagadas.
—La nieve hizo caer los cables.
—Pero no nieva ahora.
—Nevaba cuando estábamos en el bar.
—¿Viste realmente al chico sentado en el tejado de la estación esa noche?
—Qué va. Imaginé haberlo visto. Seguramente era nieve o un diario, o algo por el estilo… mierda, Clarabelle, ¿cómo puede subir allí un chico de esa edad? Sabes muy bien que no puede. Sinceramente, Clarabelle, reconozco que aquella noche había allí un ambiente de fantasmas.
Prosiguieron el camino hacia Milburn a través de la oscuridad cada vez mayor.
7
Allá, en la ciudad, Don Wanderley estaba sentado a su escritorio en el ala occidental del hotel Archer y vio que de pronto la oscuridad se extendía sobre la calle bajo su ventana, a pesar de que su propia lámpara sobre el escritorio seguía encendida.
Y Ricky Hawthorne contuvo una exclamación al invadir las tinieblas su living-room y Stella dijo que trajese las velas, que era sólo aquel punto de la carretera donde las lineas de alta tensión caían por lo menos dos veces todos los inviernos.
Y Milly Sheehan, al ir en busca de sus propias velas, oyó unos golpecitos en la puerta principal, golpecitos a los que no respondería ni en los próximos mil años, no, jamás.
Y Sears James, encerrado en su biblioteca súbitamente a oscuras, oyó un resonar de pasos alegres en la escalera y se dijo que había estado dormitando.
Y Clark Mulligan, que había estado exhibiendo el ciclo de dos semanas de ciencia ficción y películas truculentas y tenía la cabeza llena de imágenes horripilantes —puedes exhibirlas, hombre, pero nadie te obliga a mirarlas— salió del Rialto a tomar un poco de aire en mitad de un rollo y creyó ver en la repentina oscuridad a un hombre que era un lobo y que pasó velozmente por la calle, empeñado en una misión feroz, con una prisa malvada por llegar a algún punto (nadie te obliga a mirar esas cosas, hombre).
Violación de domicilio. Segunda parte
8
Jim detuvo el automóvil a unos cien metros de la casa.
—Si no se hubiesen apagado las luces… —comentó. Ambos contemplaban la fachada impasible de la casa, con sus ventanas sin cortinas, detrás de las cuales no pasaban siluetas ni brillaban velas.
Peter Barnes recordó lo que había visto Jim Hardie, el cuerpo de Freddy Robinson flotando, hasta caer sobre las vías cubiertas de maleza y el chico que no estaba allí, pero a la vez estaba encaramado en los tejados de las estaciones y en las losas de las tumbas. Y en seguida pensó: Tenía razón la última vez. El temor te vuelve sobrio. Al mirar a Jim, y que éste estaba tenso de expectativa.
—Yo pensaba que de todos modos ella nunca las encendía.
—Con todo, hermano, querría que no se hubiesen apagado —dijo Jim y se estremeció. Su rostro era una máscara surcada por la gran sonrisa—. En un lugar como éste —dijo, señalando con un gesto amplio el respetable barrio de casas de tres pisos—, quiero decir, en este paraíso de rotarianos, es posible que nuestra amiguita tenga ganas de no parecer fuera de lugar. Bien podría tener encendidas las luces para que nadie sospeche que es un poco rara. —Hardie inclinó la cabeza—. Comó por ejemplo, la casa vieja de Rayen Lane donde vivía el escritor… Wanderley, ¿no? ¿Pasas a veces por allí de noche? Todas esas casas alrededor de ella están iluminadas, mientras que la de Wanderlçy está oscura como una tumba, hombre. Te pone la piel de gallina.
—Esto me pone piel de gallina —observó Peter—. Aparte de que es ilegal.
—La verdad es que eres el colmo. ¿Lo sabías? —Hardie se volvió en el asiento y miró con atención a Peter, quien vio a su vez la impaciencia apenas dominada por moverse, por hacer, por atacar cualquier barrera que el mundo pudiese oponerle—. ¿Acaso tienes la sensación de que nuestra amiguita se preocupa por lo que es legal o lo que no lo es? ¿Crees que consiguió esta casa porque le preocupaban las malditas leyes, o Walt Hardesty? ¡Por favor! —Hardie movió la cabeza en un gesto que expresaba disgusto real, o bien fingido. Peter sospeché que estaba creándose el estado de ánimo propicio para cometer actos que aun para él mismo eran extremadamente audaces.
Jim se apartó un poco y puso en marcha el automóvil. Por un instante Peter tuvo la esperanza de que Hardie diese la vuelta a la manzana y volviese al hotel, pero su amigo no pasó de primera y se limité a llevar lentamente el automóvil a lo largo de la calle hasta que se encontraron frente a la casa.
—O me sigues, o eres un estúpido, estúpido —dijo.
—¿Qué piensas hacer?
—Primero, echar una miradita por una ventana de abajo. ¿Eres bastante hombrecito para eso, Clarabelle?
—No verás nada.
—Me hartas —comenté Jim y bajó del automóvil.
Peter titubeé sólo un instante. Luego bajó a su vez y siguió a Jim por el césped cubierto de nieve y por un costado de la casa. Los dos muchachos caminaban con rapidez y algo inclinados para evitar ser vistos por los vecinos.
Minutos después estaban en cuclillas sobre un montíçulo de nieve bajo una de las ventanas laterales.
—Bien, por lo menos tuviste ánimo para mirar por la ventana, Clarabelle.
—No me llames así —dijo Peter—. Me molesta.
—Buen momento elegiste para decírmelo —señaló Hardie sonriendo y luego levantó la cabeza para mirar por encima del alféizar—. Mira, fíjate en esto.
Muy despacio, Peter levantó la cabeza por arriba del alféizar. El cuartito del costado era apenas visible bajo la luz de la luna que brillaba sobre sus hombros. No tenía muebles ni alfombra.
—Qué mujer macabra —observó Hardie. En su tono había risa contenida—. Vayamos a los fondos —añadió y se alejó sin hacer ruido, siempre encorvado. Peter fue detrás.
—Te diré que no creo que esté —dijo Hardie cuando Peter llegó a la parte de los fondos de la casa. Se había erguido y estaba apoyado en la pared, entre una ventanita y la puerta de servicio—. Tengo la sensación de que la casa está vacía. —Ahí, donde nadie podía verlos, los dos se sentían más cómodos.
El terreno alargado de los fondos terminaba en un promontorio blanco que no era otra cosa que el cerco sepultado en la nieve. Entre ellos y el cerco había una fuentecita para los pájaros, de cemento, con la palangana llena de nieve, como el baño de una torta. Aun bajo La luz de la luna, era un objeto común que tranquilizaba un poco. No cabía asustarse de una fuentecita para los pájaros que estuviese mirándolos, pensé Peter y consiguió sonreír.
—¿No me crees? —lo desafió Hardie.
—No es eso. —Ambos hablaban con sus voces normales.
—Bien, en tal caso, mira tú primero.
—Voy —dijo Peter y se dirigió con paso decidido hacia la ventanita.
Por ella vio el pálido brillo de una pileta, el piso de madera y una cocina dejada seguramente por la señora Robinson. Un vaso para agua olvidado en el bar, usado para el desayuno reflejaba la luz de la luna. La fuentecita para los pájaros había resultado reconfortante, pero esto, en cambio, tenía aspecto desolado, un solo vaso juntando polvo sobre el mostrador, y en seguida Peter decidió estar de acuerdo con Jim en que la casa estaba vacía.
—Nada —dijo.
Hardie, a su lado, hizo un gesto afirmativo. Saltó entonces sobre el pequeño escalón de cemento delante de la puerta de servicio.
—Oye, si alguien contesta, corre como el demonio. —Apreté entonces el timbre.
El timbre resonó por toda la casa.
Ambos muchachos se pusieron tensos y contuvieron la respiración. No se oyeron pasos ni voces que respondiesen.
—¿Viste? —dijo Jim con una sonrisa angelical—. ¿Qué me cuentas?
—Estamos haciendo mal esto —señaló Peter—. Lo que deberíamos hacer es ir a la puerta principal y fingir que acabamos de llegar. Si nos ve alguien, no seremos más que dos muchachos que vienen a verla. Si no responde, podremos hacer lo que haría cualquiera en este caso y miraremos por las ventanas del frente. Si alguien llega a vernos arrastrándonos como antes, llamará a la policía.
—No está mal pensado —dijo Jim al cabo de un instante—. Muy bien, haremos eso. Pero si nadie contesta, volveré aquí y entraré. La idea era ésa. ¿Recuerdas?
Peter hizo un gesto afirmativo. Lo recordaba.
Como si también sintiese alivio por no tener que seguir caminando agazapado, Jim avanzó con paso rápido y espontáneo hasta el frente de la casa. Peter lo siguió más lentamente y Jim atravesó el espacio de césped nevado hasta la puerta principal.
—Vamos —dijo.
Mientras esperaba junto a su amigo, Peter pensó: «No puedo entrar». Una casa vacía, pero llena de cuartos sin muebles y de la atmósfera de la mujer que había decidido vivir en ella, parecía fingir solamente su quietud.
Jim tocó el timbre.
—No perdamos tiempo —dijo y con ello manifestó su propia aprensión.
—Espera. Actúa como siempre.
Jim se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y movió los pies sobre el escalón.
—¿Basta ya?
—Unos segundos más.
Jirn exhaló una espesa nube de vapor.
—Muy bien. Unos segundos más. Uno… dos… tres. ¿Y ahora?
—Vuelve a llamar. Como llamarías si creyeses que está en casa.
Jim apretó el timbre por segunda vez. El ruido reverberó y luego cesó en el interior.
Peter levantó los ojos para mirar la hilera de casas calle por medio. No había automóviles. Ni luces. A unas cuatro casas de distancia el débil resplandor de una vela brillaba en una de las ventanas, pero no había rostros curiosos que observasen a los dos muchachos parados en un escalón de la casa de la nueva vecina. La casa del viejo doctor Jaffrey, exactamente enfrente, tenía un aspecto tétrico.
Sin que supiesen de dónde provenía, en forma totalmente inexplicable, una música lejana llegó flotando hasta ellos. El zumbido de un trombón, las cadencias insinuantes de un saxofón, música de jazz, ejecutada muy lejos de ellos.
—¿Oyes? —Jim Hardie levantó la cabeza y se volvió—. Suena como… ¿Qué?
Peter tuvo la imagen de las casas rodantes, de los músicos negros tocando sin cesar hasta entrada la noche.
—Suena como un circo ambulante.
—Claro. Llegan muchos a Milburn. En noviembre.
—Debe de ser un disco.
—Alguien tiene la ventana abierta.
—Tiene que ser eso.
Y sin embargo, la idea de que apareciesen de pronto los músicos de un circo ambulante en Milburn era alarmante para ellos, Ninguno de los dos quería admitir que aquellos sonidos contagiosos eran demasiado auténticos para provenir de una grabación.
—Y ahora miraremos por la ventana —dijo Jim—. Por fin.
De un salto se apartó de los escalones y se acercó a la ventana del frente. Peter permaneció bajo el alero sobre la puerta batiendo palmas muy despacio, escuchando la música lejana. El camión del circo estaba entrando en la ciudad, en dirección al centro y a la plaza, según suponía. Pero ¿qué sentido tenía eso? El ruido cesó.
—No puedes imaginar lo que estoy viendo —le dijo Jim.
Sorprendido, Peter miró a su amigo. El rostro de Jim seguía impasible.
—Un cuarto vacío —sugirió.
—No del todo.
Sabía que Jim no le diría nada y que tendría que mirar por sí mismo. De un salto bajó del escalón y se acercó a la ventana.
Al principio vio lo que había esperado ver: un cuarto vacío sin alfombra y con una invisible capa de polvo en todas partes. En el lado opuesto a la ventana, el arco negro de una puerta. A su lado, el reflejo de su propia cara que lo miraba desde el vidrio.
Sintió por un segundo el terror de encontrarse atrapado allí, como su propio reflejo, de verse obligado a pasar por esa puerta, a caminar por esos tablones desnudos. El terror tampoco tenía mayor sentido que la música de la banda, pero como la música, estaba presente.
Entonces vio a qué se había referido Jim. En un costado, apoyada en el zócalo, había una valija marrón en el suelo.
—¡Es la de ella! —le dijo Jim al oído—. ¿Sabes lo que significa?
—¡Está aún aquí! Está en la casa.
—No. Lo que ella quiere está aún en la casa.
Peter se alejó de la ventana y miró el rostro enrojecido y obstinado de Jim.
—Basta de titubeos —dijo—. Voy a entrar. ¿Vienes… Clarabelle?
Peter no pudo replicar, porque Jim se había alejado ya hacia el costado de la casa.
Segundos más tarde oyó el ruido seco, seguido de un tintineo, de vidrio roto. Con un quejido ahogado, se volvió y vio sus propios rasgos reducidos en la ventana. Reflejaban temor e indecisión.
Vete. No. Tienes que ayudarlo. Vete, no, tienes que…
Peter fue hacia los fondos de la casa con tanta rapidez como le era posible sin correr.
Jim había subido los escalones delante de la puerta de servicio y metido una mano por el agujero hecho al romper uno de los vidrios. Bajo la luz escasa e inclinado como estaba, era laimagen del ladrón. Volvió a recordar las palabras de Jim. Así que ha sucedido ya lo peor y bien puedes calmarte y disfrutar.
—Ah, eres tú… —dijo Jim—. Creí que estabas ya escondido debajo de alguna cama.
—¿Qué sucederá si vuelve?
—Salimos corriendo por la puerta de servicio, tonto. Hay dos puertas, ¿recuerdas? ¿O acaso temes no saber corrertan rápido como una mujer?. —Su rostro se inmovilizó un instante, lleno de concentración. Se oyó entonces abrirse el cerrojo—. ¿Vienes?
—Puede ser. Pero no pienso robar nada. Y tú tampoco lo harás. Jim murmuró un comentario burlón y entró por la puerta. Peter subió los escalones y metió la cabeza para mirar. Hardie avanzaba por la cocina y se metía cada vez más adentro de la casa sin molestarse en mirar hacia atrás.
Bien puedes calmarte y disfrutar. Al trasponer el marco de la puerta vio a Hardie delante de él, marchando ruidosamente por el pasillo, abriendo puertas y armarios.
—Calla —susurró Peter.
—Calla tú —repuso Jim, hablando fuerte, pero los ruidos cesaron de inmediato, lo cual hizo comprender a Peter que, lo admitiese o no, Jim también tenía miedo.
—¿Adónde piensas buscar? —preguntó Peter—. ¿Y qué estás buscando?
—¿Qué sé yo? Lo sabremos cuando lo veamos.
—Está demasiado oscuro aquí para ver nada. Se veía mejor desde afuera.
Jiin sacó fósforos de un bolsillo y encendió uno.
—¿Qué tal? —preguntó. En verdad era peor. Antes habían tenido una visión borrosa de todo el vestíbulo, pero ahora veían solamente lo que había dentro de un pequeño círculo de luz.
—Bien, no nos separemos —dijo Peter.
—Podríamos revisar la casa con mayor rapidez si nos separásemos.
—No quiero.
—Como prefieras —dijo Jim, encogiéndose de hombros. Precedió a Peter y entró antes que él en el comedor. El cuarto tenía un aspecto más lóbrego aún que visto desde afuera por la ventana. Las paredes, con dibujos aquí y allá hechos por los lápices de colores de los niños mostraban los rectángulos pálidos de los puntos donde había habido cuadros colgados. La pintura se desprendía en cáscaras y manchas. Jim estaba recorriendo el cuarto, golpeando las paredes, encendiendo un fósforo tras otro.
—Mira la valija.
—Ah, sí. La valija.
Jim se arrodilló y abrió la valija.
—Nada —dijo. Peter observaba por encima de su hombro mientras volvía la valija, la sacudía y tornaba a dejarla sobre el piso.
—No encontramos nada —susurró.
—Jesús, buscamos en dos cuartos y estás ya listo para abandonar —Jim se levantó de un salto y en el mismo momento se le apagó el fósforo.
Los rodeó una oscuridad total antes de que Peter susurrase:
—Enciende otro fósforo.
—Es mejor así. Nadie podrá ver la luz desde afuera. Se te acostumbrarán los ojos.
Permanecieron callados y a oscuras unos cinco o seis segundos, y la imagen de la llama se borró de sus ojos hasta ser sólo un puntito en la negrura absoluta. Esperaron luego unos segundos más y poco a poco los contornos de la casa se perfilaron.
Desde un punto de la casa se oyó un ruido y Peter se sobresaltó.
—Por Dios, cálmate.
—¿Qué fue eso? —murmuró Peter. Sentía el temor histérico en su tono.
—Crujió una escalera. Se cerró la puerta de servicio. No es nada.
Peter se tocó la frente con los dedos y advirtió que le temblaban contra la piel.
—Escucha. Hemos estado hablando, golpeando paredes, luego rompimos una ventana… ¿No crees que aparecería si estuviese aquí?
—Es probable.
—Bien, probemos el piso de arriba.
Jim lo asió por la manga y lo arrastró fuera del living-room hasta que se encontraron otra vez en el vestíbulo. Alli lo soltó y Peter debió seguirlo hasta el pie de las escaleras.
Arriba estaba oscuro… arriba había territorio desconocido. Cada vez se sentía Peter más aprensivo y al mirar esas escaleras, su temor era mayor aún que el sentido desde que habían entrado en la casa.
—Sube tú. Yo me quedaré aquí.
—¿Quieres quedarte aquí solo y a oscuras?
Peter trató de tragar saliva, pero no pudo. Agitó la cabeza.
—Muy bien. Tiene que estar allí. Lo que sea.
Jim apoyó un pie en el segundo de los escalones descascarados. También les habían quitado la alfombra. Subió un poco y se volvió para preguntar:
—¿Vienes? —Seguidamente volvió a subir de a dos escalones a la vez. Peter lo miraba desde abajo. Cuando Jim llegó a la mitad, puso toda su voluntad en seguirlo.
Las luces se encendieron cuando Jim llegó al final de las escaleras y Peter había avanzado dos tercios del camino.
—Hola, muchachos —dijo una voz profunda y tranquila desde abajo.
Jim Hardie lanzó un alarido.
Peter trastabilló en los escalones y medio paralizado de miedo, creyó que caería escaleras abajo hasta caer en manos del hombre que los miraba.
—Quiero llevarlos hasta donde está la dueña de casa —dijo el hombre con una sonrisa impasible. Era el hombre más extraño que hubiese visto jamás Peter. Tenía una gorra azul tejida sobre un pelo rubio y rizado como el de Harpo Marx y llevaba anteojos negros. Vestía un enterizo pero no llevaba camisa y su rostro tenía la palidez del marfil. Era el hombre de la plaza—. Estará encantada de volver a verlos —añadió—. Como son sus primeros visitantes, pueden contar con una bienvenida realmente cálida. —La sonrisa del hombre se hizo más ancha. Lentamente comenzó a subir las escaleras.
Cuando hubo subido unos pocos escalones levantó una mano y se quitó la gorra azul. Junto con ella salieron los rulos. Eran los de una peluca como la de Harpo Marx.
Cuando se quitó los anteojos, sus ojos relucían con un color amarillo, uniforme.
9
De pie junto a la ventana del hotel y mientras contemplaba el sector de Milburn sumido en la oscuridad, Don oyó los arabescos de los saxofones y los trombones que resonaban en el aire frío y pensó: Llegó el doctor Pata de Cabrá.
Detrás de él sonó el teléfono.
Sears estaba delante de la puerta de su biblioteca, escuchando los pasos suaves en sus escaleras, cuando sonó el teléfono. Sin responder, hizo girar la llave de la puerta y la abrió. Las escaleras estaban vacías.
Fue entonces a contestar el teléfono.
Lewis Benedikt, cuya gran casa estaba en el sector exterior de la zona afectada por el corte de energía no oyó la música ni los pasos infantiles. Lo que oyó, llevado por el viento, o bien en el interior de la propia mente o, en fin, arrastrado por una leve ráfaga a través del comedor y abrazando el poste de madera al pie de las escaleras antes de avanzar hacia él, era el sonido más desesperado que conocía: la voz desfalleciente, casi inaudible de su mujer muerta que lo llamaba una y otra vez: «Lewis, Lewis». Hacía dos días que la oía en forma esporádica. Cuando sonó su teléfono, se dirigió hacia él con una sensación de alivio.
Y también sintió alivio al oír la voz de Ricky Hawthorne.
—Me volveré loco sentado aquí a oscuras. Hablé con Sears y con el sobrino de Edward y con gran amabilidad Sears propuso que nos reunamos esta misma noche y sin mayor aviso previo en su casa. Yo opino que necesitamos reunirnos. ¿No estás de acuerdo? Romperemos una regla e iremos tal como estamos vestidos, ¿eh?
Se le ocurrió a Ricky que el joven estaba adquiriendo el aspecto de un auténtico miembro de la Chowder Society. Bajo la máscara de sociabilidad que cabría haber esperado en un sobrino de Edward, tenía un estado de nerviosidad. Apoyado en el respaldo de uno de los magníficos sillones de cuero de Sears, bebía despacio su whisky y contemplaba (con un gesto que reproducía automáticamente la ironía de su tío) el cuidado interior de la biblioteca (¿La veía acaso tan anticuada como Edward había afirmado siempre?), hablaba entre pausas, pero en todo ello había una corriente subterránea de tensión.
«Puede que esto lo convierta en uno de nosotros», pensó Ricky. Y vio entonces que Don era el tipo de individuo que siempre habrían protegido, años y años atrás. De haber nacido cuarenta años antes, habría sido amigo de todos ellos por derecho natural.
Con todo, había algo secreto en él. Ricky no alcanzaba a explicarse qué quiso decir cuando les preguntó si alguno de ellos había oído música durante el comienzo de la noche. Cuando pidieron mayores explicaciones, Don eludió las preguntas y dijo:
—Comenzaba a tener la sensación de que todo lo que ocurre tiene relación directa con lo que escribo.
Este comentario que habría parecido algo egocéntrico en otras circunstancias adquirió cierto peso al ser expresado así, bajo la luz de las velas. Cada uno de ellos se agitó en su sillón.
—¿No es ésta la razón por la cual lo invitamos a venir? —dijo Sears.
Después Don les dio explicaciones. Ricky escuchó, con aire perplejo, la descripción hecha por Don de una idea para un nuevo libro, seguida de la del carácter del doctor Pata de Cabra y de la afirmación de que había oído la música del saltimbanqui antes de recibir el llamado telefónico de Ricky.
—¿Quiere usted decir que los sucesos de esta ciudad son hechos de un libro no escrito aún? —preguntó Sears con tono incrédulo—. ¡Qué disparate!
—A menos —dijo Ricky pensativo— …a menos que… es que no sé bien cómo expresar esto. A menos que las cosas aquí en Milburn se hayan concentrado… hayan adquirido una significación que no tenían antes.
—Quiere decir usted que el foco de esa concentración soy yo —dijo Don.
—No sabría decirlo.
—Esto no tiene sentido —interpuso Sears—. Hablar de concentración, de focos… todo lo que ha sucedido es que estamos consiguiendo asustarnos mutuamente cada vez más. Es en eso que debe concentrarse usted. Los fantaseos de un novelista no pueden tener nada que ver con esto.
Lewis se mantenía apartado, ensimismado, absorto en alguna desdicha personal. Cuando Ricky le preguntó qué opinaba, repuso:
—Disculpa, estaba pensando en otra cosa. ¿Puedo servirme otro trago, Sears?
Muy serio, Sears hizo un gesto afirmativo. Lewis bebía al doble de la velocidad habitual, como si su presencia en una reunión vistiendo una camisa vieja y una chaqueta de tweedlo excusase de obedecer otra de sus reglas habituales.
—¿Qué se supone que señala este foco misterioso? —preguntó Sears con tono agresivo.
—Lo sabes tan bien como yo. Primero que nada, la muerte de John.
—Coincidencia —dijo Sears.
—Las ovejas de Elmer… todos los animales que mataron.
—Ahora crees en los marcianos de Hardesty.
—¿No recuerdas lo que nos contó Hardesty? Que era una especie de diversión… de diversión a la que se dedicaba algún ser. Lo que quiero sugerir es que se juega ahora por mayores valores. Freddy Robinson. La pobre Rea Dedham. Hace meses tuve la sensación de que nuestros cuentos estaban provocando algo y… temo, mucho me temo, que mueran más personas aún. Lo que quiero decir es que nuestras vidas y las de muchos en esta ciudad pueden hallarse en peligro.
—Bien, sostengo lo que dije. No hay duda de que conseguiste asustarte bien —dijo Sears.
—Todos estamos asustados —señaló Ricky. El resfrío daba aspereza a su voz y le latía la garganta, pero hizo un esfuerzo para proseguir—. Todos. Creo, no obstante, que la llegada de Don aquí ha sido como la ubicación de la última pieza de un rompecabezas… que cuando Don se unió a todos nosotros, las fuerzas, o como quieran ustedes llamarlas, se hicieron más poderosas. Creo que las invocamos. Nosotros, con nuestros cuentos y Don con su libro y su imaginación. Vemos cosas, pero no creemos en ellas. Sentimos cosas… que nos observan, que seres siniestros nos siguen… pero las rechazamos como fantasías. Soñamos horrores, pero tratamos de olvidarlos. Y entretanto, han muerto tres personas.
Lewis contemplaba fijamente la alfombra. Luego hizo girar con un gesto nervioso un cenicero que estaba sobre la mesa frente a su sillón.
—Acabo de recordar algo que dije a Freddy Robinson la noche que me acorraló fuera de la casa de John. Le dije que alguien estaba aplastándonos uno a uno, como a moscas.
—Pero ¿por qué habría de ser este joven, a quien ninguno de nosotros había visto nunca hasta hace poco, el último elemento del rompecabezas? —preguntó Sears.
—¿Porque es el sobrino de Edward? —preguntó Ricky. La idea se le ocurrió en forma súbita e instantes después tuvo una dolorosa sensación de alivio de que sus hijos no pensasen venir a Milburn para Navidad—. Sí —dijo—. Porque es el sobrino de Edward.
Los tres hombres mayores sentían casi palpablemente la gravedad de lo que Ricky acababa de calificar como las fuerzas afrededor de ellos. Tres hombres llenos de temor, sentados bajo la luz ardiente de las velas, contemplando el propio pasado.
—Es posible —dijo Lewis y apuró su whisky—. Pero no comprendo el caso de Freddy Robinson. Quería que nos encontrásemos. Me llamó dos veces. Yo lo eludí con pretextos. Le hice una vaga promesa de verlo en un bar algún día.
—¿Tenía algo que decirte antes de su muerte? —le preguntó Sears.
—No le di oportunidad de hablar. Creí que quería venderme una póliza.
—¿Por qué creíste eso?
—Porque dijo algo de dificultades que podrían oponerse en mi camino.
Todos guardaron silencio otra vez.
—Tal vez —dijo Lewis— si lo hubiese visto, estaría aún vivo.
—Lewis —le dijo Ricky—, eso suena exactamente como John Jaffrey. El se culpaba de la muerte de Edward.
Por un instante los tres hombres miraron a Don Wanderley.
—Puede ser que no esté aquí por algo relacionado con mi tío —dijo Don— Querría ganarme la entrada a la Chowder Society.
¿Qué? —exclamó Sears—. ¿Ganársela?
—Mediante un cuento. ¿No es ése el precio del ingreso a la sociedad? —Don dirigió una sonrisa cautelosa a todos—. Lo tengo muy claro en la mente, porque hace algún tiempo que lo escribí por entero en mi diario. Además —añadió, quebrando otra de las reglas—, esto no es ficción. Esto sucedió tal como yo lo cuento… no podría utilizarse como ficción porque no tiene un verdadero desenlace. Pasó a segundo plano cuando sucedieron todos los demás hechos. Pero si el señor Hawthorne («Ricky» susurró el abogado) tiene razón, murieron cinco, no cuatro personas. Y mi hermano fue la primera de ellas.
—Los dos estuvieron comprometidos con la misma mujer —dijo Ricky. De pronto recordó uno de los últimos comentarios de Edward.
—Los dos estuvimos comprometidos con Alma Mobley, una muchacha a quien conocí en Berkeley —comenzó diciendo Don. Los cuatro se repantigaron en sus sillones—. Yo diría que esto es un cuento de fantasmas —añadió, sacando, tal como lo hacía el doctor Pata de Cabra, un dólar de un bolsillo de sus vaqueros.
Los mantuvo completamente absortos mientras contaba la historia dirigiéndose a la llama de la vela, como quien busca un punto inquieto de la propia mente. No la contó en los términos en que aparecía en su diario, incluyendo deliberadamente todos los pormenores que recordaba, pero la relató en su mayor parte. Le llevó una media hora hacerlo.
—Así pues, el «Quién es Quién» probó que todo lo que me había dicho era falso —dijo por fin—. David estaba muerto y nunca volví a verla. Desapareció, simplemente. —Donald se pasó un pañuelo por la cara y suspiró—. Eso es todo. ¿Es o no un cuento de fantasmas? Ustedes dirán.
Ninguno de ellos habló por un instante. Díselo, Sears, rogó Ricky para sus adentros. Miró a su viejo amigo, quien tenía las yemas de los dedos unidas delante de la cara. Dilo, Sears. Díselo.
Los ojos de Sears se encontraron con los suyos. Sabe lo que estoy pensando.
—Bien —dijo Sears y Ricky cerró los ojos—. Tan cuento de fantasmas como cualquiera de los nuestros, diría yo. ¿Fue ésa la serie de hechos sobre los cuales usted basó su libro?
—Sí.
—Como historia es mejor que el libro —comenté Sears.
—Pero no tiene desenlace.
—Por ahora no, quizá —dijo Sears. Con el ceño fruncido, miró las velas, consumidas hasta el borde de los candelabros de plata. Ahora, rogó Ricky, con los ojos siempre cerrados—. Este hombre joven que según usted se asemejaba a un hombre lobo se llamaba… aaah… ¿Greg? ¿Greg Benton? —Ricky volvió a abrir los ojos y si cualquiera lo hubiese mirado en aquel instante, habría visto la gratitud retratada en todos sus rasgos.
Don asintió. Era obvio que no comprendía qué importancia podía tener ese dato.
—Yo lo conocí bajo un nombre diferente —dijo Sears—. Hace muchos años se llamaba Gregory Bate. Y su hermanito retardado se llamaba Fenny. Yo estaba presente cuando Fenny murió. —La sonrisa de Sears era la del hombre obligado a ingerir algo que detesta—. Eso tuvo que ocurrir bastantes años antes de que su… su Benton… decidiera usar la cabeza rapada.
—Si hizo dos apariciones, sospecho que puede hacer tres —afirmó Ricky—. Yo lo vi en la plaza hace menos de quince días.
Las luces, sumamente crudas después de horas de iluminación de velas, se encendieron de pronto. Los cuatro hombres en la biblioteca de Sears, borrada toda distinción o impresión de bienestar por las luces intensas, después de la de velas, tenían un aspecto horrible. Estamos medio muertos ya, pensó Ricky. Era como si las velas los hubiesen aproximado en un círculo cálido, el formado por ellas, el grupo y un cuento. Ahora estaban de pronto separados, dispersos en un páramo desolado.
—Parece que te oyó —dijo Lewis. Estaba ebrio—. Puede ser que haya sido eso lo que vio Freddy Robinson. A lo mejor vio a Gregory transformándose en lobo. ¡Ja, ja!
Violación de domicilio. Tercera parte
10
Peter recobró el equilibrio en las escaleras, sin reparar en que se había ordenado a sí mismo moverse y subió, retrocediendo, los escalones hasta detenerse junto a Jim en el descansillo.
El hombre lobo subía despacio, sin detenerse, hacia ellos, sin la menor prisa.
—Quieren verla, ¿no? —La sonrisa era feroz—. Estará encantada. Tendrán una gran bienvenida, se lo prometo.
Peter miró en todas direcciones, aterrorizado y vio luz fosforescente por debajo del resquicio de una puerta.
—Quizá no esté todavía en condiciones de verlos, pero la cosa resulta más interesante así, ¿no? A todos nos gusta ver a nuestros amigos sin su máscara.
Habla para que no nos movamos, pensó Peter. Es como hipnotismo.
—¿No les interesa la exploración científica? ¿Los telescopios? Qué bueno es conocer a dos jóvenes como ustedes, con mentalidad llena de inquietudes, a dos jóvenes que quieren ampliar sus conocimientos. Hay tantos que se conforman con vivir en forma opaca, tantos que temen correr riesgos. La verdad es que no cabe decir eso de ustedes, ¿eh?
Peter miró a Jim. Estaba boquiabierto.
—No, fueron sumamente valientes. Ahora volveré junto a ustedes en un instante y quiero que estén tranquilos y me aguarden… quédense muy tranquilos y esperenme.
Peter golpeó con el dorso de la mano las costillas de Jim, pero éste no se movió. Miró otra vez la horrorosa figura que se acercaba hacia ellos y cometió el error de mirar directamente a los ojos impasibles y dorados. De inmediato una voz musical que no partía del hombre comenzó a hablar en el interior de su propia cabeza. Flojo, Peter, flojo. La verás…
—¡Jim! —gritó.
Hardi se estremeció violentamente y Peter supo, aun entonces, que estaba ya perdido.
Calma, muchacho, no es necesario todo ese ruido…
El hombre de los ojos dorados estaba casi junto a ellos y extendía la mano izquierda. Peter dio un salto hacia atrás, demasiado asustado para saber lo que hacía.
La mano pálida del hombre se acercó más y más hasta la izquierda de Jim. Peter se volvió y subió corriendo la mitad del tramo siguiente de la escalera. Cuando se volvió, la luz debajo de la puerta que daba al descansillo tenía tal intensidad que las paredes tenían un ligero tinte verdoso: y bajo esa luz, también Jim parecía verdoso.
—Tómame de la mano —dijo el hombre. Estaba dos escalones más abajo de Jim y sus manos se tocaban casi.
Jim rozó con los dedos la palma de la mano del hombre.
Peter miró hacia arriba, por el hueco de la escalera, pero no pudo dejar a Jim.
El hombre más abajo reía. A Peter se le heló el corazón. Volvió a mirar hacia abajo. El hombre tenía a Jim asido de la muñeca con la mano izquierda. Los ojos de lobo estaban distendidos, relucientes.
Jim lanzó un grito agudo.
El hombre que lo tenía aferrado posó ambas manos en la garganta de Jim y le torció el cuerpo con una fuerza inmensa, golpeando la cabeza del muchacho contra la pared. Abrió luego las piernas para afirmarse mejor y una vez más estrelló la cabeza de Jim contra la pared.
Ahora, tú.
Jim cayó sobre los escalones de madera y el hombre lo aparcó de un puntapié, como si no tuviese más peso que una bolsa de papel. En la pared había una gran mancha de sangre, como pintada por los dedos de un niño.
Peter corrió por un largo pasillo con puertas en ambos lados. Abrió una al azar y se metió por ella en el cuarto. Al instante se quedó inmóvil.
Contra una ventana se dibujaba una cabeza.
—Bienvenido a casa —dijo la voz opaca de un hombre—. ¿La viste ya? —preguntó y se levantó de la cama—. ¿No? Cuando la veas, no la olvidarás jamás. Es una mujer increíble.
El hombre, una silueta negra recortada contra la ventana, comenzó a acercarse a Peter muy despacio, mientras éste permanecía paralizado junto a la puerta. Cuando el hombre estuvo cerca, vio que era Freddy Robinson.
—Bienvenido a casa —le dijo Robinson.
Te encontré.
Los pasos en el pasillo se detuvieron fuera de la puerta del dormitorio.
Tiempo. Tiempo. Tiempo. Tiempo.
—Sabes, no recuerdo con exactitud…
Presa del pánico, Peter se lanzó contra Robinson con los brazos abiertos, con la intención de apartarlo de su camino. Cuando tocó la camisa de Freddy, éste se desintegró en una masa informe de puntos luminosos. Sintió que sus dedos ardían. En un instante todo se esfumó y Peter se lanzó a través del espacio que había ocupado la masa.
—Sal. Peter —dijo la voz fuera de la puerta—. Todos queremos que salgas. —Entretanto la otra voz, dentro de su mente, repetía: Tiempo.
De pie delante del extremo de la cama, Peter oía agitarse el picaporte. Subió de un salto a la cama y con la base de las palmas golpeó la parte superior de los marcos de la ventana.
La ventana se levantó como si estuviese aceitada y el aire frío invadió el cuarto. Sintió su otra mente buscándolo, diciéndole que fuese hasta la puerta, que no fuera tonto. ¿Acaso no deseaba ver que Jim estaba bien?
¡Jim!
Saltó por la ventana en el momento en que se abría la puerta. Algo corrió hacia él, pero estaba ya en el tejado y saltando hasta un nivel más bajo del mismo. Desde allí saltó sobre el del garaje y desde allí a un montículo de nieve.
Al pasar a toda carrera junto al automóvil de Jim miró hacia un costado, en dirección a la casa. Se la veía tan sólida y común como cuando llegaron. Sólo las luces en el pozo de la escalera y en el vestíbulo estaban encendidas y proyectaban un acogedor rectángulo luminoso y amarillo sobre el sendero de acceso. Aparentemente aquello dijo algo a Peter Barnes: Imagina la paz de tenderte con las manos cruzadas sobre el pecho. Imagina dormir cubierto por el hielo…
11
—Lewis, estás borracho ya —le dijo Sears con severidad—. No sigas haciendo tonterías.
—Mira, Sears —repuso Lewis—, es muy curioso, pero cuesta mucho no hacer tonterías cuando tocamos temas como éste.
—Tienes algo de razón pero, por favor, deja de beber.
—¿Y sabes, Sears? Tengo la sensación de que nuestros pequeños gestos rituales no nos servirán ya para mucho.
—¿Quieres que dejemos de reunirnos?
—Lo que me pregunto es… ¿Qué diablos somos? ¿Los Tres Mosqueteros?
—En cierto modo, sí. Somos los que quedamos. Más Don, desde luego.
—¡Ay, Ricky! —se quejó Lewis—. Lo más admirable en ti es esa bendita lealtad que tienes.
—Sólo para quienes la merecen —dijo Ricky y estornudó dos veces con gran ruido—. Perdonen. Tendría que estar en casa. ¿Realmente quieren que cesen las reuniones?
Lewis empujó su vaso hacia el centro de la mesa y se aflojó en su sillón.
—No sé —dijo—. No, supongo que no. No conseguiría cigarros excelentes como los de Sears si dejásemos de reunirnos dos veces por mes. Y ahora que tenemos un nuevo miembro… —Estaba por interrumpirlo bruscamente Sears, cuando Lewis levantó la vista y los miró a todos. Era tan apuesto como siempre—. Y tal vez sentiría miedo de no reunirnos. Tal vez eres todo lo que dijiste, Ricky. Desde octubre he tenido un par de experiencias que… desde la noche en que Sears nos habló de Gregory Bate.
—Yo, también —dijo Sears.
—Y yo —acotó Ricky—. ¿No es eso lo que estábamos diciendo?
—Por ello quizá deberíamos ponernos fuertes y seguir reuniéndonos —dijo Lewis—. Desde el punto de vista intelectual, ustedes juegan en un cuadro superior al mío, y es probable que también sea el caso de este muchacho, pero por otra parte pienso que se trata de mantenernos unidos o bien que nos destruyan a todos por separado. A veces, allá en mi casa, siento muchísimo miedo, como si hubiese alguien acechando y contando los segundos hasta atraparme. Como atraparon a John.
—¿Creemos nosotros en hombres lobos? —quiso saber Ricky.
—No —dijo Sears. Lewis hizo un gesto negativo.
—Yo, tampoco —aseguró Don—. Pero hay algo… —Aquí calló, pensativo, y al levantar los ojos vio que los tres hombres mayores lo miraban a su vez con aire de expectativa—. Todavía no lo tengo bien meditado. Se trata sólo de una idea vaga. Debo pensar en ella un poco más antes de poder expresarla.
—Bien, hace ya rato que se han encendido las luces —dijo Sears con toda intención— y hemos oído un buen cuento. Puede ser que hayamos avanzado algo, pero no lo veo muy bien. Si los hermanos Bate están en Milburn, quiero suponer que harán lo que sugiere el inefable Hardesty y que se alejarán cuando se cansen de nosotros.
Don leyó la expresión en los ojos de Ricky e hizo un gesto de asentimiento.
—Esperen —dijo Ricky—. Perdona, Sears, pero yo había enviado a Don a visitar a Nettie Dedham en el hospital.
—¿Ah, sí? —Sears estaba ya aburrido y adoptaba ahora un aire superior.
—Sí, fui a verla —afirmó Don—. Encontré allá al sheriff y a Rowles. Todos tenían la misma idea.
—La de ver si ella decía algo —dijo Ricky.
—No podía decir nada. No puede hablar —señaló Don, mirando a Ricky— Seguramente usted llamó por teléfono al hospital.
—Llamé. Pero cuando el sheriff le preguntó si había visto a alguien el día que murió su hermana, trató de pronunciar un nombre. Era obvio que quería decirlo.
—¿Qué nombre? —preguntó Sears.
—Lo que dijo fue una mezcla de consonantes, algo como Glngr. Lo dijo dos o tres veces. Hardesty renunció a hacerla hablar, ya que no lograba entender una sola palabra.
—Me imagino que nadie podría entenderla —dijo Lewis, dirigiendo una mirada a Sears.
—El señor Rowles me llevó aparte en la playa de estacionamiento y me dijo que según él, había tratado de pronunciarel nombre de su hermano. ¿Stringer? ¿No es ése el nombre?
—¿Stringer? —repitió Ricky y se cubrió el rostro con la palma de una mano.
—Creo que hay algo que no entiendo aquí —dijo Don—. ¿Podría explicarme alguien por qué es tan importante esto?
—Sabía que sucedería esto —dijo Lewis—. Lo sabía.
—Cálmate, Lewis —le ordenó Sears—. Don, tendremos que discutir esto entre nosotros primero. Pero creo que te debemos una historia digna de comparar con la que nos contaste. No la oirás esta noche, pero cuando lo hayamos discutido nosotros, creo que vas a oír el cuento de fantasmas definitivo de nuestra sociedad.
—En tal caso, quiero pedirles otro favor —dijo Don—. Si deciden contármelo, ¿podrían hacerlo en casa de mi tío?
No pudo dejar de advertir la resistencia de los tres hombres.
De pronto los vio más viejos y hasta Lewis tenía un aspecto frágil.
—Quizá no sea mala idea —dijo Ricky Hawthorne. Era la imagen del resfrío adornado con bigote y corbata de lazo con motas—. Fue en una casa de su tío donde todo comenzó para nosotros. —Ricky consiguió sonreírle a Don—. Sí. Creo que va a oír lo definitivo en materia de historias de la Chowder Society.
—Y que el Señor nos proteja hasta entonces —dijo Lewis.
—Y que El nos proteja después —añadió Sears.
12
Peter Bames entró en el dormitorio de sus padres y se sentó en el borde de la cama. Su madre estaba cepillándose. Hacía meses ya que estaba en su modalidad abstraída, lejana: hacía meses que fluctuaba entre esa frialdad glacial —recalentaba comidas envasadas y salía a hacer largas marchas sola— y un maternalismo cargoso. En la segunda de las modalidades prodigaba a Peter presentes como suéteres nuevos, lo arrullaba durante el almuerzo y lo perseguía a propósito de sus estudios. En estos períodos maternales de su madre Peter intuía a menudo que estaba al borde del llanto. El peso de las lágrimas no derramadas le cargaba la voz y los gestos.
—¿Qué hay hoy para la cena, mamá?
Su madre inclinó la cabeza y contempló la imagen de su hijo reflejada en el espejo durante casi un segundo.
—Salchichas con choucroute —dijo.
—Ah. —Las salchichas le agradaban, pero su padre las detestaba.
—¿Es eso lo que querías preguntarme, Peter? —Su madre no lo miró esta vez, sino que mantuvo la mirada fija en las manos reflejadas al pasar el cepillo por el pelo.
Peter siempre había tenido conciencia de que su madre era una mujer de un atractivo excepcional, no una belleza fabulosa, como Stella Hawthorne, pero de todos modos, más que simplemente bonita. Tenía un encanto lleno de vivacidad juvenil y era rubia. Siempre había tenido aquel aire espontáneo, el de un barco de vela que se suele ver muy lejos en el horizonte, avanzando en la brisa. Peter sabía que los hombres la deseaban, si bien no le agradaba mucho pensar en tal cosa. La noche de la fiesta en honor de la actriz, había visto a Lewis Benedikt acariciarle las rodillas a su madre. Hasta entonces había imaginado ciegamente (según veía ahora) que la adultez y el matrimonio significaban la liberación de las intensas confusiones que asaltan a los jóvenes. Sin embargo, su madre y Lewis Benedikt podrían haber sido Jim Hardie y Penny Draeger.
Formaban una pareja mucho más natural que ella y su padre. Y no mucho después de aquella fiesta sintió que el matrimonio de sus padres comenzaba a desmoronarse.
—No, en realidad, no —dijo—. Me gusta mirarte cuando te cepillas el pelo.
Christina Barnes se quedó inmóvil, con el cepillo apoyado en la parte superior de la cabeza, hasta que lo llevó hacia abajo en un movimiento lento y diestro. Miró a su hijo otra vez y en seguida apartó la mirada, con un gesto casi culpable.
—¿Quiénes vienen a la fiesta mañana? —preguntó Peter.
—La gente de siempre. Los amigos de tu padre. Ed y Sonni Venuti. Unos cuantos más. Ricky Hawthorne y su mujer. Sears James.
—¿Vendrá el señor Benedikt?
Esta vez Christina lo miró deliberadamente a los ojos.
—No sé. Puede ser. ¿Por qué? ¿No te gusta Lewis?
—A veces me gusta. Pero no lo veo tan seguido.
—Nadie lo ve mucho, querido —dijo ella. Las palabras animaron un poco a Peter—. Lewis es casi un recluso, a menos que uno sea una chica de veinticinco años.
—¿No estuvo casado en una época?
Christina volvió a mirarlo con mayor atención aún.
—¿Qué quiere decir todo esto, Peter? Estoy tratando de cepillarme el pelo.
—Lo sé. Perdona. —Con aire nervioso, Peter alisó la colcha con una mano.
—¿Qué ibas a decir?
—Estaba preguntándome si eres feliz.
Su madre dejó el cepillo sobre la mesa tocador y el mango de marfil hizo un ruido seco sobre la madera.
—¿Feliz? Claro que soy feliz, hijo. Ahora, ve abajo y dile a tu padre que ya vamos a comer.
Peter salió del dormitorio y bajó al cuartito lateral donde su padre estaba seguramente mirando televisión. Aquel era otro signo de que las cosas no marchaban bien. Peter no recordaba haber visto nunca a su padre antes optar por mirar televisión a esa hora, pero hacía meses que llevaba su portadocumentos al cuarto donde estaba el televisor, diciendo que tenía que revisar unos papeles. Minutos más tarde se oía el tema musical de un programa popular como «Starkie y Hutch» o «Los ángeles de Charlie» por detrás de la puerta cerrada.
Peter asomé la cabeza, vio el sillón de respaldo graduable delante de la pantalla luminosa, el bol lleno de nueces saladas sobre la mesita, el paquete de cigarrillos y el encendedor junto a él, pero su padre no estaba allí. El portadocumentos cerrado se hallaba en el suelo junto al sillón.
Se alejó, pues, del cuarto, con sus imágenes de bienestar solitario y recorrió el pasillo para ir a la cocina. Al llegar Peter allí, Walter Barnes, que vestía un traje marrón y gastados zapatos del mismo color con punteras perforadas, estaba echando una aceituna en su copa de martini seco.
—Hola, viejo —dijo a su hijo.
—Hola, papá. Dice mamá que la cena está casi lista.
—Me pregunto qué querrá decir eso. Una hora… una hora y media. ¿Qué preparó, a propósito? ¿Te lo dijo?
—Salchichas de Viena.
—¡Aj! ¡Por favor! Creo que necesitaré más de éstos, ¿eh, Peter? —comentó, levantando su copa y sonriendo a Peter antes de beber un sorbo.
—Mira, papá…
—¿Sí?
Peter dio un paso hacia un costado, hundió las manos en los bolsillos y de pronto se sintió incapaz de hablar.
—¿Estás contento con la fiesta que van a dar?
—Sí —dijo su padre—. Será divertido, Peter, ya verás. Todo irá muy bien.
Barnes se alejó de la cocina hacia el cuarto de televisión, pero algo instintivo lo llevó a mirar a su hijo, quien se movía sobre los talones, con las manos siempre en los bolsillos y una gran emoción retratada en el rostro.
—¡Hijo! ¿Alguna dificultad en la escuela?
—No —dijo Peter con aire melancólico. Seguía balanceándose sobre uno y otro pie.
—Ven conmigo —le dijo su padre.
Recorrieron el pasillo, Peter, de mala gana. Frente a la puerta del cuarto de televisión, su padre le dijo:
—Oí decir que tu amigo Jim Hardie no volvió todavía.
—No. —Peter sintió que sudaba.
Su padre apoyó la copa en una carpetita y se dejó caer pesadamente en el sillón. Ambos contemplaron el televisor encendido. La mayoría de los chicos de la familia Brady estaban arrastrándose entre los muebles de su living-room, un cuarto muy parecido al de los Barnes, buscando algún animalito doméstico, una tortuguita, o un gatito, o tal vez, como esos chicos Brady tan bonitos eran también muy traviesos, algún roedor.
—Su madre está preocupadísima, enferma de preocupación —dijo Barnes y se metió un puñado de nueces en la boca. Cuando las tragó, prosiguió—: Eleanor es una mujer excelente, pero nunca comprendió a ese chico. ¿Tienes alguna idea de adónde puede haber ido?
—No —repuso Peter. Observaba la caza del roedor en la pantalla como si buscase allí claves para llevar su vida familiar.
—Desapareció sin más en su auto. Peter hizo un gesto. Durante el trayecto a la escuela al día siguiente de su huida de la casa había ido hasta Montgomery Street y desde media cuadra de distancia, comprobado que el automóvil no estaba.
—Yo diría que Rollie Draeger siente bastante alivio —comentó su padre—. Seguramente se debe a la suerte tan sólo de que su hija no esté embarazada.
—Mmmmm…
—¿No tienes la menor idea de adónde puede haber ido Jim? —insistió su padre, mirándolo con atención.
—No —dijo Peter. Era arriesgado, pero le devolvió la mirada.
¿No se confió a ti en alguna de esas salidas a tomar cerveza?
—No —repuso Peter. Se sentía muy desgraciado.
—Debes extrañarlo mucho —dijo su padre—. Y quizás estés preocupado por él. ¿Estás preocupado?
—Sí. —Peter estaba ahora tan próximo a llorar como imaginaba que estaba su madre muchas veces.
—Bien, no te preocupes demasiado. Un chico como Jim siempre causará mayores dificultades a los otros que las que se causa a sí mismo. Y te diré algo más. Yo sé dónde está.
Peter miró a su padre, sorprendido.
—Está en Nueva York. Seguramente está allí. Huye de algo, por uno u otro motivo. Y me pregunto si no tuvo algo que ver con lo que le sucedió a Rea Dedhazn, después de todo. Es raro que haya huido, ¿no crees?
—No huyó —dijo Peter—. No huyó, te aseguro. No pudo haber huido.
—Con todo, creo que te irá mejor junto a un par de viejos idiotas como tus padres que con ese amigo, ¿no? —Al no recibir la conformidad que esperaba de Peter, Barnes extendió una mano hacia su hijo y le tocó el brazo—. Una cosa que debemos aprender en este mundo, Peter, es que los muchachos revoltosos pueden ser muy divertidos, pero nos irá mejor si nos mantenemos alejados de ellos. Cultiva a la gente que es tu amiga, a la gente con quien estarás en nuestra fiesta y verás qué bien te irá. El mundo es ya bien difícil para que vivas en él buscándote dificultades mayores. —Barnes soltó el brazo de Peter—. Dime. ¿Por qué no acercas un sillón para que miremos un poco de televisión juntos? Hagámonos un poco de compañía.
Peter se sentó y fingió mirar la pantalla. De vez en cuando oía el chirrido de la máquina barredora de nieve que se acercaba poco a poco a la casa. Luego prosiguió en dirección a la plaza.
13
Al día siguiente la atmósfera tanto exterior como interior había cambiado. Su madre no estaba en ninguno de los dos estados de ánimo habituales en ella, sino que se desplazaba alegremente por la casa, pasando la aspiradora y quitando el polvo, hablando por teléfono, escuchando la radio. Peter, en su cuarto, escuchaba música intercalada con los informes sobre el tiempo. Las carreteras estaban en tan malas condiciones que no habría clases. Su padre había ido al Banco a pie. Peter lo había visto partir con sombrero, abrigo pesado y botas de goma. Parecía menudo, un ruso, casi. Varios rusos más, sus vecinos, caminaban a su lado cuando llegó al final de la cuadra. Los informes sobre la nieve repetían un tema monótono. Saquen los trineos, chicos, veinte centímetros anoche y más pronosticada para el fin de semana, accidente en la Ruta 17 provocó congestión de tránsito entre Damascus y Windsor… accidente en la Ruta 79 detuvo la circulación entre Oughwoga y Center Vilage… Acoplado de turismo volcado en la Ruta 11 seis kilómetros al norte de Castle Creek… Omar Norris pasó con la barredora poco antes de mediodía, enterrando dos vehículos bajo una mole de nieve enorme. Después del almuerzo su madre le hizo batir claras de huevo a punto de nieve. El día era un rollo interminable de tela gris: interminable.
A solas otra vez en su cuarto, Peter buscó en la guía telefónica el nombre Robinson, F. y lo discó, con el corazón casi en la boca. Después de dos llamados, alguien levantó el auricular y volvió a colocarlo en su lugar.
La radio enumeraba desastres. Un hombre de cincuenta y dos años en Lester murió de un síncope cardíaco cuando despejaba con una pala la nieve de su camino de acceso. Dos niños murieron al chocar el automóvil guiado por su madre con una saliente de un puente cubierto de nieve, cerca de Hillcrest. Un anciano en Stamford murió de frío… carecía de dinero para calentarse.
A las seis la barredora pasó otra vez ruidosamente delante de la casa. Para entonces Peter estaba en el cuarto de televisión, esperando las últimas noticias. Su madre asomó la cabeza rubia llena de ideas de cocina, y le dijo:
—No olvides cambiarte para la cena, Peter. ¿Por qué no llegas al colmo y te pones corbata?
—¿Vendrá alguien con este tiempo? —Peter señaló la pantalla, borrosa de copos de nieve y de vehículos bloqueados. Unos hombres llevaban en una camilla el cadáver del hombre muerto de frío, Elmore Vesey, de setenta y seis años, fuera de una cabaña semiderruida y enterrada casi en la nieve.
—Claro. Nadie vive muy lejos. —Presa de una inexplicable alegría, su madre se retiró.
Su padre llegó media hora más tarde, con el rostro macilento y lo saludó:
—Hola, Peter. ¿Qué tal? —En seguida subió a meterse en una bañera llena de agua caliente.
A las siete volvió al cuarto de televisión donde estaba su hijo, con un martini en la mano y el bol lleno de nueces.
—Dice tu madre que le gustaría verte con corbata. Como está de tan buen humor, ¿por qué no le haces el gusto por esta vez?
—Muy bien —dijo Peter.
—¿No hay noticias aún de Jim?
—No.
—Eleanor debe de estar loca de preocupación.
—Seguramente.
Peter volvió a su cuarto y se tendió en la cama. Estar presente en una fiesta, responder a las preguntas de siempre («¿Estás contento de ir a estudiar a Cornell?»), pasearse de un lado a otro con una bandeja, o con jarras llenas de bebida era lo que menos tenía ganas de hacer en aquel momento. Lo que más deseaba era acurrucarse bajo una frazada y quedarse allí en cama tanto tiempo como se lo permitiesen. Así nada podría sucederle. La nieve subiría de nivel todo alrededor de la casa, los termostatos harían su ruido característico al funcionar, él mismo caería en grandes círculos de sueño…
A las siete y media sonó el timbre y Peter se levantó de la cama. Oyó a su padre abrir la puerta, voces, bebidas que se ofrecía a los invitados. Los recién llegados eran Hawthorne y otro hombre cuya voz no reconoció. Peter se puso una camisa limpia y una corbata, se peinó con los dedos y salió del cuarto.
Cuando llegó a la parte superior de la escalera y vio desde allí la puerta, su padre estaba colgando abrigos en el armario para invitados. El desconocido era un hombre alto, de algo más de treinta años, con pelo rubio y espeso, un rostro cordial, algo cuadrado, chaqueta de tweed y camisa azul, sin corbata. No es abogado, pensó Peter.
—Escritor —exclamó su madre en ese instante, levantando la voz muy por sobre su registro habitual—. ¡Qué interesante! —Peter se estremeció de vergüenza.
—Aquí baja nuestro hijo Peter —dijo su padre y los tres invitados lo miraron, Hawthorne, con una sonrisa, el desconocido, simplemente con una mirada atenta. Peter les dio la mano y se preguntó, al estrechar la de Stella, como lo hacía siempre cuando la veía, cómo aquella vieja lograba mantenerse tan hermosa como cualquier estrella de cine.
—Me alegro de verte, Peter —dijo Ricky Hawthorne y le estrechó la mano en la suya, seca y ágil—. Tienes aspecto de cansado.
—Estoy bien —repuso Peter.
—Y éste es Don Wanderky, escritor y sobrino del señor Wanderley —le dijo su madre. La mano del escritor era firme y cálida—. Ah, tenemos que hablar de sus libros. Peter, ¿quieres ir a la cocina y preparar el hielo?
—Se parece un poco a su tío —observó Peter.
—Gracias.
—Peter, el hielo.
Stella Hawthorne dijo entonces:
—En una noche como ésta, creo que voy a querer mis tragos al vapor, como si fueran mariscos.
Su madre interrumpió su risa.
—Peter, el hielo, por favor… —y luego se volvió a Stella Hawthorne con una rápida sonrisa nerviosa—. No, las calles parecen estar bien por ahora —oyó que Ricky le decía a su padre. Se alejó hacia la cocina por el pasillo y allí comenzó a picar hielo y meterlo dentro de un recipiente. La voz de su madre, demasiado alta, se oía desde donde estaba.
Momentos después estaba junto a él, retirando cosas de la parrilla y mirando dentro del horno.
—¿Sacaste las aceitunas y las galletitas de arroz? —Peter hizo un gesto afirmativo—. Entonces, toma éstos y ponlos en una bandeja y pásalos, por favor, Peter. —Eran arrollados de huevo e hígado de pollo envueltos en tocino. Al pasar todo a la bandeja se quemó los dedos. Su madre se acercó sin hacer ruido y lo besó en la nuca.
—Peter, qué amor eres —le dijo. Sin haber bebido nada, su madre actuaba como si estuviese ebria—. Bien. ¿Qué tenemos que hacer ahora? ¿Están listos los martinis? Entonces, cuando vuelvas con la bandeja, saca la jarra grande y ponla en otra bandeja con las copas, ¿quieres? Tu padre te ayudará. Y ahora, ¿qué tenía que hacer yo? ¡Ah! Pisar alcaparras y anchoas para poner en ese bol. Qué buen mozo estás, Peter. Me alegro de que te hayas puesto corbata.
Volvió a sonar el timbre: más voces conocidas. Harlan Bautz, el dentista y Lou Price, con su aspecto de hombre malo de una película de gangsters. Sus mujeres, una de ellas vulgar y la otra sometida.
Estaba pasando la primera bandeja cuando llegaron los Venuti. Sonny Venuti se metió un arrollado de huevo en la boca y dijo: —¡Qué calentito!—. Luego lo besó en la mejilla. Tenía los ojos saltones y el rostro desencajado.
—¿Estás contento de ir a estudiar a Cornell, hijo? —preguntó Ed Venuti, socio de su padre. Su aliento de gin le rozó la cara.
—Sí, señor.
Pero Venuti no lo oyó:
—Bendito sea el tranvía de Martoonerville —dijo, cuando el padre de Peter le llenó la copa.
Cuando Peter ofreció la bandeja a Hartan Bautz, el dentista le palmeó la espalda y le dijo:
—Apuesto a que te mueres de impaciencia por irte a Cornell, ¿no, muchacho?
—Sí, señor —Peter huyó hacia la cocina.
Su madre estaba poniendo cucharadas de una mezcla verdosa dentro de una fuente térmica humeante:
—¿Quién llegó? —preguntó.
Peter se lo dijo.
—Por favor, termina de echar este mejunje aquí y vuelve a poner la fuente en el horno —le indicó su madre, pasándole la fuente—. Tengo que ir a saludar. Ah, me siento tan festiva hoy…
Cuando se fue, Peter quedó solo en la cocina. Echó el resto de la sustancia espesa y verdosa dentro de la fuente térmica y revolvió todo con una cuchara. Estaba metiéndola dentro del horno, cuando vino su padre y le preguntó:
—¿Dónde está la bandeja para las bebidas? No debí haber preparado tantos martinis. Casi todos beben whisky. No, llevaré la jarra y usaré los otros vasos del comedor. Mira, Peter, hay ya gran movimiento. Tendrías que conversar con ese escritor. Es un hombre interesante. Creo que escribe cuentos de fantasmas. Recuerdo que Edward me comentó algo de eso. Interesante, ¿no? Sabía que lo pasarías bien si estabas un rato con nuestros amigos. Te diviertes, ¿no?
—¿Qué dijiste? —preguntó Peter, cerrando la puerta del horno.
—Te pregunté si te diviertes.
—Sí, por supuesto.
—Bien. Sal a conversar con la gente. —Barnes agitó la cabeza, sorprendido—. Increíble —agregó—. Tu madre está llena de entusiasmo. Se divierte muchísimo. Es bueno verla otra vez como era antes.
—Sí —dijo Peter y se alejó hacia el living-room con una bandeja llena de canapés que había olvidado su madre.
Allí estaba, «llena de entusiasmo», como había dicho su padre: como si le hubiesen dado cuerda, ni más ni menos, hablando con rapidez en medio de una nube de humo de cigarrillos, alejándose de prisa de Sonny Venuti para levantar un bol lleno de aceitunas negras y ofrecérselo a Hartan Bautz.
—Dicen que si esto sigue así, Milburn quedará incomunicada —dijo Stella Hawthorne. Tenía una voz mas baja y fácil de soportar que la de su madre y la de la señora Venuti. Tal vez por esta razón, hacía que toda conversación cesase a su alrededor—. No contamos más que con esa barredora y la del condado debe de estar enteramente ocupada en despejar las carreteras.
Lou Price, sentado en un sofá junto a Sonny Venuti, observó:
—Y no olvidemos quién maneja nuestra barredora. El Concejo municipal no debió dejar nunca que la mujer de Omar Norris los persuadiese de confiársela. La mayor parte del tiempo Omar está demasiado borracho para saber adónde va.
—Vamos, Lou, vamos, es el único trabajo que hace Omar Norris en todo el año… ¡Y hoy pasó dos veces frente a casa! —Su madre ponía demasiado celo en defender a Omar Norris. Peter vio que estaba observando la puerta y tuvo la seguridad de que aquella alegría febril era causada por alguien que no había llegado aún.
—Estos últimos días debe de haber dormido en los vagones de la estación —afirmó Lou Price—. En los furgones, o bien en su garaje, si acaso su mujer le permite acercarse tanto. ¡No se puede dejar a un hombre como él conducir una barredora de dos toneladas muy cerca de nuestros autos! Estoy seguro de que sólo con su aliento podría impulsar cualquier motor.
Sonó el timbre y su madre por poco no dejó caer su vaso.
—Yo abriré la puerta —le dijo Peter y se dirigió a ella.
Era Sears James. Bajo el ala ancha de su sombrero se veía un rostro tan fatigado y pálido que las mejillas estaban casi azuladas. Saludó a Peter con un «¡Qué tal, Peter!» y al decir esto su aspecto se volvió más normal. Luego se descubrió y se disculpé por llegar tarde.
Durante veinte minutos Peter pasó canapés en bandejas, llenó vasos y copas y se salvó de hablar. (Sonny Venuti le tomó la mejilla con dos dedos para decirle: «Apuesto a que te mueres de impaciencia por irte de esta ciudad horrorosa y empezar a perseguir a las chicas de Corneil, ¿eh, Peter?») Cada vez que miraba a su madre, estaba en mitad de una frase, con ojos que volaban a cada instante hacia la puerta. Lou Price explicaba a gritos algo relacionado con la soya a Harlan Bautz, quien estaba a su lado. La señora Bautz aburría a Stella Hawthome dándole consejos sobre decoración («Yo diría que hay que comprar palorrosa»). Ed Venuti, Ricky Hawthorne y su padre estaban conversando en un rincón sobre la desaparición de Jim Hardie. Peter retornó a la esterilizada paz de la cocina, se aflojé el nudo de la corbata y apoyó la cabeza en un mostrador manchado de verde. Cinco minutos después sonó el teléfono.
—No te molestes, Walt. Voy yo —oyó decir a su madre en el living-room.
La extensión de la cocina dejó de sonar segundos después. Su madre hablaba por teléfono en el cuarto de televisión. Peter miró el teléfono blanco adosado a la pared de la cocina. Quizá no fuese lo que él imaginaba. Quizá fuese Jim para decirle No te preocupes, viejo, estoy en el Apple… Tenía que cerciorarse. Aun cuando fuese lo que temía. Levantó pues el receptor. No escucharía más de un segundo.
La voz era la de Lewis Benedikt y sintió que se le oprimía el corazón.
—… no puedo ir, no, Christina —decía Lewis—. No puedo. El camino está bajo casi dos metros de nieve.
—Hay alguien en la línea.
—No seas paranoica —le dijo Lewis—. Además, Christina, seria una pérdida de tiempo que salga. Lo sabes.
—Peter, ¿eres tú? ¿Estás escuchando?
Peter contuvo el aliento, pero no colgó el receptor.
—No, Peter no está escuchando. ¿Por qué habría de escuchar?
—Maldito chico. ¿Estás allí? —El tono de su madre era agudo como el zumbido de una avispa.
—Christina. Perdona. Seguimos siendo amigos. Vuelve a tu fiesta y diviértete mucho.
—A veces sabes mostrarte como el peor de los canallas —dijo su madre y colgó el receptor con violencia. Un segundo después, en estado de shock, Peter colgó a su vez el suyo.
Sentía las piernas flojas y estaba casi seguro del significado de lo que acababa de oír. Se dirigió a ciegas hacia la ventana de la cocina. Pasos. Detrás de él, la puerta se abrió y se cerró. Detrás de su propia imagen reflejada —tan fría y pálida como cuando contempló el cuarto vacío de Montgomery Street—, veía la de su madre como un rostro que era un borrón deformado por la furia.
—¿Te enteraste, espía? —Hubo luego otro reflejo entre ambos, algo que duró un momento, otro borrén pálido que se deslizó entre el suyo y el de su madre. Se acercó más aún y Peter se encontró mirando una carita que no era un reflejo, sino una cara directamente afuera de la ventana, una cara infantil implorante y crispada. El chico le imploraba que saliera—. Cuéntame, espía —le ordenó su madre.
Peter dio un grito y se metió el puño en la boca para ahogar el grito. Cerró los ojos.
Al instante sintió los brazos de su madre abrazándolo, la voz murmurando disculpas, y las lágrimas no latentes ahora, sino tibias sobre su cuello. Alcanzó a oír también, dominando el ruido que hacía su madre, la voz declamatoria de Sears James:
—Sí, Don, vino a tomar posesión de su casa y también a ayudarnos con un problemita… un problema de investigación. —Entonces una voz confusa, que podría haber sido la de Sonny Venuti dijo algo y Sears replicó—: Queremos que investigue los antecedentes de esa muchacha Moore, la actriz que desapareció. —Más voces confusas que expresaban leve sorpresa, leve duda, leve curiosidad. Peter se apartó el puño de la boca.
—Está bien, mamá —dijo.
—Peter, lo siento tanto…
—No diré nada.
—No es… Peter, no fue lo que imaginas. No debes dejar que te apene.
—Pensé que podría ser un llamado de Jim Hardie.
Sonó el timbre.
Su madre aflojó los brazos alrededor del cuello de su hijo.
—Mi pobre querido, con un amigo loco fugitivo y una madre loca como yo —dijo y después de besarlo en la nuca, añadió—: Y lloré sobre tu camisa limpia.
El timbre volvió a sonar.
—Ah, allí llega uno más —dijo Christina—. Tu padre preparará más bebida. Pongámonos normales antes de dejarnos ver otra vez en público, ¿eh?
—¿Es alguien a quien invitaste?
—Pero, claro, Peter. ¿Quién más podría ser?
—No sé —repuso Peter, mirando otra vez por la ventana. Sólo vio reflejadas en el vidrio la propia cara y la de su madre, brillantes como luces pálidas—. Nadie.
Su madre se irguió y se enjugó los ojos.
—Sacaré la comida del horno —dijo—. Es mejor que salgas y saludes.
—¿Quién es?
—Alguien conocido de Sears y Ricky.
Peter fue hasta la puerta y miró hacia atrás al alejarse, pero su madre estaba ya abriendo el horno y metiendo las manos dentro de él, como cualquier dueña de casa que retira la cena para una fiesta.
No distingo entre lo irreal y lo real, pensó y volviéndole la espalda salió al vestíbulo. El desconocido, el sobrino del señor Wanderley estaba conversando junto a la arcada del living-room.
—Bien, lo que me interesa en este momento, a decir verdad, es la diferencia entre invención y realidad. Por ejemplo, ¿por casualidad oyeron ustedes música hace unos días? ¿Una banda que tocaba en algún punto de la ciudad?
—La verdad es que no —dijo Sonny Venuti en voz baja—. ¿Y usted? Peter se detuvo bruscamente junto a la arcada y se quedó mirando boquiabierto al escritor.
—Ven, Peter —lo llamó su padre—. Quiero que conozcas a tu compañera para la cena.
—¡No! Yo quería sentarme al lado de este lindo muchacho —dijo Sonny Venuti, mirándolo con ojos muy abiertos de ingenua.
—Te condenaron a soportarme —le dijo Lou Price.
—Vamos, ven, hijo —volvió a llamarlo su padre.
Peter se apartó con un esfuerzo de Don Wanderley, quien lo miraba con curiosidad y se acercó a su padre. Tenía la boca seca. Su padre tenía un brazo rodeando a una mujer alta con un hermoso rostro de rasgos afilados, como los de una zorra.
Era el rostro que le había parecido tan alarmante cuando lo miró por el extremo opuesto del telescopio que enfocaba a través de una plaza sumida en la oscuridad.
—Anna, mi hijo Peter. Peter, la señorita Mostyn.
Los ojos de ella se pasearon sobre él como una lamida. Tuvo conciencia por un instante de estar entre la mujer y Don Wanderley, mientras Sears James y Ricky Hawthorne observaban todo, como espectadores en un partido de tenis. Con la diferencia que él y la mujer y Don Wanderley formaban las puntas de un triángulo angosto y agudo como un trozo de vidrio candente y luego los ojos de Anna volvieron a pasearse sobre él y tuvo conciencia del peligro en que se encontraba.
—Estoy segura de que Peter y yo tendremos muchas cosas de que hablar —dijo Anna Mostyn.
De los diarios de Don Wanderley
14
Lo que debió haber sido mi presentación a los círculos sociales más amplios de Milburn terminó en un desastroso fracaso…
Peter Barnes, el muchacho alto y de pelo negro con aspecto de tener capacidad además de sensibilidad, fue la bomba que produjo la explosión. Al principio parecía simplemente poco comunicativo, algo comprensible en un chico de diecisiete años que debe actuar como mayordomo en la fiesta de sus padres. Chispazos de afecto hacia los Hawthorne. También él responde a Stella. Pero debajo de la distancia que guardaba había algo más, algo que poco a poco decidí que era… ¿pánico? ¿Desesperación? Aparentemente un amigo que tenía desapareció sin dejar rastro y era obvio que los padres atribuían a esto la causa de su estado taciturno. Sin embargo era más que eso, y lo que creí ver en él era temor. La Chowder Sociery me había predispuesto en este sentido, o bien me había llevado a proyectar el propio temor en una dirección errónea. Estaba yo haciendo mis pedantes comentarios a Sonny Venuti, cuando Peter al oírme calló y se detuvo en seco, mirándome fijamente. La verdad es que me escudriñó con la mirada y tuve la sensación que deseaba muchísimo conversar conmigo… y no sobre libros. Lo asombroso es que sospeché que también él había oído la música del doctor Pata de Cabra.
—Y si esto es verdad…
Si esto es verdad… estamos, entonces, en el centro de la venganza del doctor Pata de Cabra y toda Milburn estallará.
Por una circunstancia extraña, fue algo dicho por Anna Mostyn que le provocó un desmayo a Peter. Tembló al verla por primera vez. Estoy seguro de eso: le tenía miedo. Ahora bien, Anna Mostyn es una mujer que es casi una belleza, no en un estilo impresionante como el de Stella Hawthorne. Tiene ojos que parecen remontarse muy lejos, a Norfolk y Florencia, de donde afirma que eran sus antepasados. Según parece se ha vuelto indispensable para Sears y Ricky, pero su mayor don no es el de estar cortésmente en la oficina, ayudando cuando es necesario, sino en actuaciones como la del día del funeral. Sugiere bondad y comprensión, pero no abruma con un exceso de estos sentimientos. Es discreta, callada, y por lo menos en lo exterior, sumamente serena y tranquila. La verdad es que no hace notar su presencia, pero con todo, tiene una sensualidad que resulta inexplicable y perturbadora. Da la impresión de ser fría, sensualmente fría. La suya es una sensualidad referida a sí misma, una sensualidad egocéntrica.
Vi cómo inmovilizaba a Peter durante unos instantes con esa actitud provocativa cuando estábamos comiendo. Peter mantenía los ojos fijos en su plato, con lo cual obligaba a su padre a desplegar una cordialidad casi forzada y además, fastidiaba a su madre. No miró ni una vez a Anna Mostyn, quien estaba sentada a su lado. Los otros invitados no reparaban en él y hablaban del tiempo. Peter ardía de deseos de levantarse de la mesa. Anna le tomó entonces el mentón y tuve la certeza de la mirada que él estaba recibiendo de ella. Luego Anna le dijo en voz baja que quería hacer pintar algunos de los cuartos de su nueva casa y que tal vez Peter y uno o dos compañeros de la escuela querrían ir a hacer el trabajo. Peter se desmayó. Perdió el conocimiento, ni más ni menos, como lo expresa el giro tradicional. Se desmayó, quedó inconsciente, cayó hacia adelante… desmayado. Al principio creí que había sufrido un ataque, y también creyeron esto la mayoría de los otros presentes. Stella Hawthorne nos calmó a todos, ayudó a Peter a levantarse de su silla y su padre lo llevó arriba. La cena terminó poco después.
Y ahora noto lo siguiente, por primera vez. Alma Mobley. Anna Mostyn. Las iniciales, la gran semejanza de los nombres. ¿Estoy en el punto en que pueda permitirme llamar a cualquier coincidencia «una simple coincidencia»? No es en ningún sentido parecida a Alma Mobley. A pesar de ello, es como Alma Mobley.
Y sé en qué sentido es como Alma Mobley… Es ese aire de eternidad. Pero mientras Alma hubiese pasado con pies alados delante del hotel Plaza en la década del veinte, Anna Mostyn habría estado en el interior, sonriendo ante las gracias de los hombres con frascos de plata chatos en el bolsillo, con hombres juguetones, que hablasen de automóviles deportivos y de la bolsa de valores, haciendo todo lo posible por cautivarla.
Esta noche pienso llevarme las páginas escritas para la novela sobre el doctor Pata de Cabra y quemarlas en el incinerador del hotel.