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A partir de la operación de mi madre, en marzo del 53, me propuse ir a misa de ocho cada día. Alberto me acompañó la mayoría de las veces. Por supuesto ella le restaba gravedad al asunto y decía que tener una "pechuga" menos no le ponía ni le quitaba y hacía prodigios para disimular la oquedad bajo el ropaje. El tratamiento consideraba sesiones de radiación y una serie de medicamentos, que la hicieron enfermar del estómago en un principio. Las radiaciones eran bastante intensas según deducía de su abatimiento al salir de la sala del hospital. Mi madre no quiso que nadie más allá de la familia se enterara, por lo menos hasta que no se hiciera evidente. Era en esos años un mal del que se hablaba en voz baja.
Por el doctor Álvarez —quien nos ayudó a soportar con entereza los pasos que daba la enfermedad—, sabíamos que las radiaciones tenían el fin de detener el avance hacia otros órganos. Nos dijo que existía un veinte por ciento de posibilidades de que la mamá sanara, pero de todos modos, si eso no ocurría, la terapia le ayudaría a mantenerse en buenas condiciones por más tiempo. "Buenas condiciones" usado exactamente con la misma intención que mis doctores usaron "razonables". Sólo que en ese entonces me dio esperanza y hoy me causa rebeldía.
Me instalé en la casa de mi madre cuando se agravó y ya no podía cuidar de sí misma, como un mes antes de morir. Yo estaba embarazada de seis meses. Era un embarazo del todo inesperado que venía a complicar las cosas. Alberto me alentó a que cuidara de mi madre, me aseguró que él estaría bien.
La convivencia con mi padre no fue grata. Se había vuelto todavía más taciturno y tampoco yo me esforzaba por compartir momentos con él. No disponía sus comidas y le dejaba las tareas de la casa a la empleada, que ya no era Claudia. Estábamos juntos sólo cuando él entraba a ver a mi madre y ella dormía. Se quedaba un rato de pie contemplándola en silencio, a veces por más de una hora. Me contenía para no preguntarle qué pensaba durante esas meditaciones, cuánto sufría, qué misterio buscaba resolver contemplando el rostro de la mamá, cuáles eran sus remordimientos, si los tenía, si cuando mi madre muriera le revelaría a Joaquín la verdad.
Mi hermano la visitaba cada día a la hora de almuerzo, le ayudaba con la comida y se quedaba un rato solo con ella. Luego Joaquín se reunía conmigo en la sala de estar del segundo piso donde yo tejía o leía y adquirió la costumbre de relatarme alguna anécdota de mi madre. Hay un relato que ha sobrevivido en mi memoria: una mañana cualquiera, ella caminaba distraída por la acera que corre junto al Palacio de la Moneda en la calle Morandé, a la altura de la puerta por donde salió el cuerpo de Allende el día del golpe de estado. Alguien la llamó. Eran las hermanas Echazarreta Aninat, clientas suyas, gente de alcurnia. Tenían hasta un presidente en la familia y de chicas habían jugado en los patios del palacio. Cruzaron la calle y le preguntaron: "¿Por qué no nos has llamado en todos estos años? Tú sabes que te apreciamos muchísimo". Ésta fue la respuesta de mi madre: "Amigas mías, ustedes son muy amables conmigo, pero yo no pertenezco a su clase. Estoy casada con un hombre de trabajo, un inmigrante italiano. Creo que nuestra amistad está mejor así". Esta anécdota no la conocía y Joaquín la había escuchado de su boca cuando hablaron del afán aristocrático de la familia chilena de su mujer, Laura.
Cada una de estas historias excitaba su respiración y yo le pedía que se calmara. Pero ella insistió en contármelas con todo detalle. Cuando los relatos cesaron, me dijo:
—No te cuento estas cosas por casualidad, lo hago para que comprendas que en torno a la muerte hay muchos misterios, y el mayor de todos es el cambio que opera en los corazones del que muere y los que están cerca. Tu padre se ha acercado a mí en este tiempo y me ha asegurado más de una vez que nunca dejó de amarme, y que la idea de perderme lo llena de angustia. Nunca hubiera esperado de tu padre una declaración así.
—Seguramente es cierto, mamá, yo he visto cómo sufre.
—¿Y qué sientes tú, hija, respecto de lo que me dijo?
—No importa lo que yo sienta, seguro que para usted es una tranquilidad.
—Julia, escúchame bien, mírame a los ojos, sabes lo que te voy a pedir, hazlo por mí, por mi recuerdo, para que cuando me recuerdes tengas la mente limpia. Julia, debes perdonar a tu padre.
—Imposible —dije sin pensarlo.
—Si no lo perdonas a él quiere decir que no me perdonas a mí.
—No, mamá —refuté sin darle la cara—. Usted es la víctima, no tengo de qué perdonarla.
—Ya lo conversamos ¿Recuerdas? ¿Recién nacido Juan Alberto?
—Nunca entendí la teoría esa de que usted lo había incitado a tomar una amante. Usted no haría algo tan abominable, a mí no me engaña.
—Julia, mírame..., me estoy muriendo, ¿No te das cuenta? ¿Por qué habría de mentirte ahora?
—Mamá, me está pidiendo demasiado. Miente para dejar las cosas arregladas, como siempre ha hecho con todo.
—Cuando yo me vaya, el único nexo que tu padre tendrá con esto que hemos vivido juntos —dijo contemplando con amor la habitación— van a ser Joaquín y tú, pero tan pronto tu hermano se entere de la verdad no le volverá a dirigir la palabra. Y tu padre se verá obligado a decírselo tarde o temprano. Te imploro que no lo alejes de tu lado, porque será como si yo no hubiera existido para él y la idea me resulta demasiado dolorosa —soltó una tos que prácticamente la ahogó.
—Mamá, por Dios, se acabó. Mire lo agitada que está.
—Déjame —me ordenó, aún tosiendo—, qué importa que me muera mañana o en cuatro días más. Prométeme que mantendrás el vínculo con tu padre hasta el día que se muera —dijo con una mirada imperativa.
—Mamá —dije en un lamento—. Lo haré si usted me lo pide, pero sería el mayor sacrificio que me podría imponer.
—Te lo pido —dijo de inmediato, usando el último aire que le restaba. Ya más tranquila, concluyó—: Verás que no será tan difícil, al contrario, te hará una persona más libre y podrás enterrar a tu padre con el alma en paz, como lo vas a hacer conmigo.