20

Me fui acostumbrando a Alberto. Y esta no es una apreciación baladí. La costumbre ha sido una valiosa aliada, consejera comprensiva y cabal y, sobre todo, paciente. No contar con su anuencia terminó cada vez en un giro hacia otros horizontes. Para mí ha sido imprescindible acostumbrarme a las personas, a los lugares, a la temperatura, a la mirada celosa de un animal doméstico, al ruido del mar. Acostumbrarme ha constituido un ejercicio de supervivencia. Puedo afirmar que, en este punto, difiero de Joaquín. Durante su niñez y su juventud él se acostumbró a un cierto cuerpo de elementos que en algún punto de sus primeros años de adultez —creo que fue cuando mi madre murió y él se enteró de la verdad— se petrificó y de ahí en adelante permaneció inalterado. Debo admitir que también los cambios me son molestos, me duelen los huesos, sufro de dolorosas contracciones de espalda, un agobio absurdo se apodera de mí. Y no me refiero a cambios fundamentales como sería, por ejemplo, mudarse, o la muerte de mi marido. Recuerdo las miserias que mi cuerpo me hizo pasar cada vez que se presentaba en el horizonte un viaje, unas vacaciones, o cuando un cambio de estación se desencadenaba de golpe. Gracias a Dios, desde muy joven presentí que este apego al statu quo podía tornarse una forma de invalidez. Quizá presenciar cómo cambió el mundo de un minuto a otro al descubrir la relación de mi padre con Oriana, me obligó a aceptar que las cosas cambian a pesar de uno. Es así como elegí a la costumbre como la vara con la cual medir cada nueva situación que se presentaba. Por ejemplo, si debíamos viajar, le exigía a Alberto que me informara de los detalles con meses de anticipación. Primero, a la idea le tomaba tiempo hacerse un espacio entre mis pensamientos y recién entonces comenzaba a irrigar las zonas más activas de mi cerebro. Mi rutina, mis decisiones, los pensamientos más periféricos iniciaban una órbita alrededor del hecho de que próximamente me subiría a un avión y partiría lejos. De este modo invocaba la tranquilidad que acarrea la veleidosa costumbre y, poco a poco, dejándome llevar, impulsada por la conciencia que debía superar una tara, era en definitiva capaz de desembocar en las maletas, los abrazos y el adiós.

La costumbre fue también decisiva al aconsejarme con respecto a Alberto cuando se iniciaba nuestro noviazgo. Sus visitas cada vez más frecuentes podrían haber hecho saltar los fusibles de mi resistencia a lo ajeno que era él para mi entorno. Pero no ocurrió así, y me fui entregando a la agradable sensación de estar en su compañía, de oír sus risas —incluso lograba sacarle unas cuantas carcajadas a Joaquín con sus bromas ingeniosas—, de percibir el olor a limpieza en sus ropas, la frescura de su piel blanca; me acostumbré a su pelo fino y engominado, cortado idénticamente mes a mes, y también al delicado tacto de su mano sobre la mía. Me costó, eso sí, aceptar su necesidad de tenerme tomada de la mano, o bien del brazo cuando caminábamos por la calle. Me acostumbré, más que a todo, a la viva adoración con que me envolvía.

Cuando cumplimos un año de noviazgo, me había acostumbrado a él. Dentro de mi particular composición de prioridades, era lo mismo que haberlo aceptado como futuro marido, a pesar, creo, de no sentirme enamorada. Si me lo proponía, llegaría a amar a Alberto, de eso no tenía dudas. Sin embargo, aunque hubiese invocado una determinación divina no habría conseguido acostumbrarme a él a fuerza de pura voluntad.

Al correr de esta reflexión, me sorprende que no me haya sido difícil habituarme a la idea de que voy a morir pronto. Tal vez sea porque llevo muchos años haciéndole un espacio a la muerte. He vivido cada minuto con clara conciencia de su irrevocabilidad, al punto que al anunciarse ahora tan definitiva, no me amedrenta. Se despierta en mí la sospecha de que no viví del todo, y que a cada uno de mis actos le escamoteé un pedazo de existencia, algo así como un sacrificio anticipado en honor a la muerte. Y de pronto, con sólo pensarlo, morir se vuelve tan difícil como para cualquiera; me lleno de remordimientos, me recrimino por haberle robado esas muescas a los días y no me canso de repetirme que la mía fue menos vida de lo que pudo ser.

Me sorprende cómo mi trato con la muerte cambia con las horas. Ayer nada más pensaba que había vivido en plenitud.

Como católica podría expresar estos pensamientos en jerga religiosa: resignación ante la muerte, renuncia durante la vida, paz al entrar en el Reino del Señor. Pero mi conciencia humana no se rinde ante estas nociones. Si algo le reprocho a mi religiosidad fue haberse constituido en un refugio propicio cada vez que deseé apartarme del vigoroso flujo de la vida, haber sido cómplice en el robo de esos pedazos de existencia.

El 15 de agosto de 1943, mi acostumbramiento a Alberto se entrelazó con los hechos. Me pasó a buscar en su auto —un lujoso modelo para un joven de veintitrés años, del cual no recuerdo el nombre— para ir a misa a la Iglesia de San Francisco. Era una alteración a la costumbre de asistir a la Parroquia de la Gratitud Nacional, donde nos encontrábamos con familiares y amigos. Por tratarse del día de la Ascensión de la Virgen, un feriado en mitad de la semana, no me molestó alterar el hábito. La ciudad, esa mañana, lucía un despertar primaveral. La luz había cambiado. Los magnolios estaban en su apogeo. Las calles y las fachadas, impecables luego de las lluvias invernales, parecían dispuestas para una celebración. Alberto manejaba con soltura y sólo quitaba su mano de la mía al pasar los cambios. Se veía alegre y en su mirada noté una ebullición de ideas que sólo era usual en él por las noches, o durante una animada plática. Me hablaba, creo, de pedirle permiso a mi madre para ir esa noche a la casa de unos nuevos amigos, casados hacía poco. Me contaba de ellos como si fueran los personajes más interesantes de la ciudad. Esta tendencia a encandilarse con personas que recién conocía era el absoluto opuesto a mi visceral desconfianza hacia los demás. En tantos años juntos sin embargo, esta discordancia no fue motivo de problemas sino de unión. Me atraía esa capacidad de Alberto de darse a la vida e instarme a incurrir en riesgos más allá de mi tolerancia. Cada vez que un tiempo de nuevas amistades se aproximaba, dentro de mí crecían a la par el temor y la expectación. Me dejaba llevar por su iniciativa y luego él se dejaba aconsejar por mí. Esta fue la fórmula que rigió los campos de nuestra acción en común y demostró ser válida al mantenernos activos y unidos por tantos años.

Nos estacionamos en la calle Londres, a espaldas de la iglesia, barrio de calles sinuosas, vacías de gente, flanqueadas por casonas de dos pisos, en apariencia deshabitadas, una junto a la otra. El artesonado de las cornisas y la atmósfera limpia y detenida le conferían la apariencia de una escenografía victoriana. Alberto se detuvo mientras caminábamos y me hizo girar hacia él. Me dio un beso elocuente y luego me miró con los ojos plenos de algarabía.

—Negra, casémonos.

—Alberto, son las diez de la mañana. No tengo cabeza para...

De pronto, caí en la cuenta de que era primera vez que me hablaba de matrimonio. Mi humor matutino no era propicio para recibir proposición alguna. Las sombras de mis pesadillas aún se deshilachaban a mis espaldas. Mi aura en ese instante era la de un hada negra que corre en el bosque. Habría olvidado los detalles del diálogo que siguió si Alberto no los hubiese rememorado en años venideros una y otra vez, tantas veces, no sé si para reírse de mí, o para recuperar la ternura que le despertó mi confusión de esa mañana.

—Hablemos a la salida de misa. Voy a estar más despierta.

—Negra linda, no hay nada que hablar. Dame un abrazo solamente, con eso me doy por satisfecho —dijo sin perder la sonrisa.

—No te pongas melodramático, Alberto. No te va.

—Si quisiera ser melodramático hubiese escogido otra ocasión para proponerte matrimonio.

—¿Me estás proponiendo matrimonio, en serio?

—Sí, en serio y en broma y en cualquier forma que sea posible hacerlo. Te adoro, Julia, y lo único que quiero es casarme contigo —esta vez su semblante transmitía la seriedad debida a una proposición.

—¿Te has vuelto loco? Tengo veinte años apenas, ¿y tú quieres que me case contigo? ¿A estas horas de la mañana?

—A estas horas: vamos adentro y le pedimos al cura que nos case.

—Me refiero, tonto, a que me pides matrimonio a esta hora, antes de misa. No sé qué te bajó.

—El apuro más grande, la urgencia más espantosa, quiero tenerte a mi lado siempre, no puedo vivir sin ti, mi negrita adorada —dijo con una sonrisa socarrona dibujada en el rostro.

—No me tomes el pelo, Alberto. No tengo humor para estas cosas. Vamos a llegar tarde a misa. Déjate de tonterías.

Alberto me tomó de la cintura, y desde abajo, como si ascendiera hasta mis labios elevados, me besó con un temblor en el cuerpo. Me escurrí de su abrazo y caminé decidida hacia el frontispicio de San Francisco. Cuando entramos en la nave penumbrosa, dejé caer mi velo como una invocación de orden.

La misa había comenzado. Nos sentamos en las últimas filas. No lograba escuchar al sacerdote. Recuerdo las angulosas cabezas de los hombres y la caída de los velos traslúcidos de las mujeres, en una larga secuencia hasta los pies del altar. Todos iguales, como si formaran un regimiento. Deseaba seguir el rito, pero mis ojos vagaban entre los rostros de los santos y clérigos pintados en los grandes cuadros coloniales que flanqueaban la nave. Escrutaba sus expresiones cercanas al éxtasis y al martirio y sus lágrimas de sangre y la tortuosa expresión de sus manos alzadas al cielo. Me sentía mareada. En su vagar mis ojos se encontraron con el perfil de Alberto. Fue como despertar de una pesadilla. Ahí estaba, con toda su confianza en la vida brotando de sus ojos, enmarcados por una expresión profana, más allá del mundo de los sacrificios. Ahí estaba, habitado por la alegría de su proposición, con el día por delante, con la vida por delante. En ese momento supe que me casaría con él.

Al llegar el Agnus Dei sentí a Alberto moverse junto a mí. Yo rezaba de rodillas, con mi frente apoyada en la cúspide del triángulo formado por mis antebrazos. El velo me impidió indagar la causa. Una mano intrusa depositó una cajita de terciopelo azul justo en la caída vertical de mi mirada. En su interior, un anillo coronado por una piedra iridiscente ofendía con sus destellos la atmósfera recogida. Esperé hasta el alzamiento, tomé la caja y me la eché al bolsillo. La señora a mi lado vigilaba de reojo. Reprendí a Alberto con un golpe de vista. Me tomó de la mano y dijo en voz alta:

—¿Vamos a comulgar, mi negra? Las personas en la fila delantera giraron sus cabezas, ofendidas por el vozarrón.

—Alberto, por favor cállate —dije en un susurro metálico.

Los fieles —me gusta esta palabra— iniciaron su marcha hacia el altar. Nos unimos a la fila. Posó una mano en mi cintura mientras avanzábamos y me murmuró al oído:

—Negra, te quiero más que a nada en el mundo. Cásate conmigo.

Me sentí diferente, dueña de mis miembros y de mi destino. Él y yo brillábamos como esa piedra lo hacía en medio de la oscuridad que emanaba de las paredes de adobe. La conciencia de las fronteras de mi piel me infundió una inesperada sensación de libertad. Ya no era una mujer más en esa fila. Hasta el día de hoy no me explico mi reacción, pero en el recuerdo permanece como una demostración de independencia. Me detuve, giré hacia Alberto, saqué el anillo de la cajita, me lo calcé en el dedo anular de la mano derecha y dije mirándolo a los ojos:

—Me voy a casar contigo y voy a estar a tu lado.

Luego me levanté el velo y nos besamos. Los feligreses pasaban en dirección al altar, remarcando su rechazo con una leve exageración de los movimientos. Contuvimos la risa. Ahora mi voluntad se unía a la suya. Me tomó de la mano y caminamos hacia las antiguas puertas de madera, arrastrando a nuestro paso un sinnúmero de miradas reprobatorias. Salimos a la luz. La salmodia se apagó a nuestras espaldas. Junto a ese hombre podría formar una familia feliz, de eso no había dudas.