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No deseo pasar por el final que me espera. Los doctores me indicaron un tratamiento de quimioterapias para vivir un par de años en condiciones razonables. La sola mención de esa palabra insípida me llenó de molestia. ¿Quién más que yo podía juzgar lo que era "razonable"? Tendida en la aparatosa cama de la clínica, les exigí que precisaran su significado: la sensación en el cuerpo, los efectos secundarios de la terapia, el dolor, la independencia para moverme, cuánto tiempo de conciencia despejada, los principales indicios de la muerte cercana, incluso pedí que me relataran cómo sería el final desde el punto de vista de mis hijos. Durante la misma conversación, indagué acerca del rumbo que tomarían las cosas si no me sometía al tratamiento: cuatro meses sintiéndome bien, con una sensación de cansancio en aumento y episodios de dolor; luego un desarreglo progresivo hasta morir a más tardar dentro de ocho meses.

Lo único placentero de esa entrevista fue observar la tensión en los rostros de los doctores. A cada pregunta, a cada nueva precisión requerida, en sus ojos asomaba una mezcla de rigor científico sujeto a examen con un brote de alarma, de moral escandalizada. No están acostumbrados a que sus 'recomendaciones' sean puestas en entredicho.

¿Por qué fui tan lejos? La explicación es sencilla: mi madre murió de cáncer. Yo la vi morir, cada día, cada hora, durante lo que se suponía también serían dos razonables años. Nadie puede borrar de mi memoria el dolor en sus ojos enturbiados, ni la confusión de su mente al estar bajo los efectos de la morfina; tampoco nadie logrará hacerme olvidar su humillación cuando no consiguió ir al baño por sí sola. Gracias a Dios, después de cada vejación a su pudor, de cada punzada, de cada pérdida de conciencia, me devolvió la calma con una sonrisa. De ella aprendí que uno también muere para los demás.

Ya sola en la habitación, giré la cabeza hacia un crucifijo de bronce que colgaba junto a la cama. Buscaba consuelo. El símbolo conservó su aspecto ferroso, sin ofrecerme siquiera un destello de su pulimentada superficie como indicio de la presencia de Dios. Desde la primera consulta al doctor intuí que se trataba de algo grave. Su mirada huidiza, el ceño fruncido, las palabras escogidas con exceso de cuidado. Los semblantes de los radiólogos dijeron lo mismo. Durante una ecotomografía, uno de ellos llamó a una improvisada junta médica para que observaran la pantalla. Yo no quise mirar.

Llega el final: sólo esta idea ocupaba mis pensamientos y rebotaba en las paredes del cuarto hospitalario esa mañana. Llega el final, me decía, y la reacción a tal noticia era nula. Ni llanto, ni un agobio repentino por haber dejado algún cabo suelto, ni una natural desesperación por extender la vida, por volver a creerme inmortal. Se acaba —me dije—, finito, ya no hay nada que hacer, sólo esperar a que el pulso termine por extinguirse.

Por un capricho de la luz artificial, mi rostro se reflejaba en el vidrio que cubría una deslavada reproducción de Renoir. Un óvalo, dos ágatas, un desordenado marco de bucles negros. Mi piel mediterránea se había vuelto escamosa a causa de la calefacción. Pero era el olor a desinfectante, el olor a enfermedad, lo que más me desagradaba. La vista desde el noveno piso, el piso de los cancerosos, dominaba el sur de Santiago y no contribuía a levantar el espíritu. Un cielo cerrado imperaba sobre bodegas y pequeñas industrias, una oxidada composición de techos de zinc en diversas pendientes, interrumpida por algunos edificios del peor gusto arquitectónico.

Regresaron mis hijos. Al verlos entrar experimenté el primer sentimiento reconocible frente a lo que ocurría: me apenó la idea de perderlos, presentir el dolor que les ocasionaría mi muerte. Sus cuerpos se recortaron en el blanco de las paredes. Se habían reunido con los doctores en la sala de visitas, al final del pasillo. Seguramente cada uno se había formado una opinión sobre lo que yo debía hacer.

El primero en hablar fue Juan Alberto, el mayor. El pelo rubio cayéndole suelto sobre la frente y su delgadez lo hacían verse menor que sus cincuenta y cinco años. No estaban de acuerdo. Cuando deseaban transmitirme una opinión de consenso recurrían a la complicidad que María del Pilar, la segunda, había mantenido conmigo desde que era niña. No me fue difícil anticipar cuál sería el consejo de Juan Alberto. Se esfuerza por vencer su humana naturaleza con la razón y aunque se trate de circunstancias complejas, donde los sentimientos y las pasiones toman parte, busca dar con un principio racional que regule el desarrollo futuro en torno al asunto. Es obvio entonces que tampoco pueda soportar la irracionalidad que demuestra el cuerpo humano al enfermarse. A medida que ha envejecido se ha vuelto hipocondríaco y su afición a la medicina lo tiene convertido en consejero médico de la familia y de sus amigos. Domina casi todas las especialidades. No sería precisamente ésa la ocasión de cambiar su modo de enfrentar las cosas.

—Mamá, usted debe confiar en los doctores. Ellos saben lo que hacen y lo hacen cien veces al mes. Confíe, las quimioterapias han mejorado y no son tan desagradables como antes. Ya no se pierde el pelo. Estuve averiguando si en Estados Unidos hay drogas mejores que acá para este tipo de cáncer, pero me aseguraron que son las mismas. Ayer llamé a la Clínica del doctor Hermanssen en Nueva York.

—¿Ayer ya lo sabías? —lo interrumpí.

—No con seguridad, pero nos advirtieron que era lo más probable. Hermanssen es el principal especialista en cáncer al colon con metástasis en el hígado. El tratamiento es el mismo. El oncólogo que la ve llegó de Estados Unidos hace menos de un año y está al tanto de todo lo nuevo que ha salido. Dos años, mamá, es mucho tiempo y pueden descubrirse nuevos tratamientos.

El foco de sus apáticos ojos azules no coincidió ni por un instante con la línea de los míos. Su exposición era una forma de aplacar el miedo, de evitar el vacío en el estómago, era una estrategia para no sufrir.

Los demás permanecían cabizbajos: el desacuerdo era grande, sin duda. De inmediato acudí a tranquilizar a María Teresa con una mirada conciliadora. De los cuatro es la que más se violenta ante cualquier discrepancia. Su personalidad explosiva, la incapacidad de mantenerse dentro de contexto, las sumas y restas de un carácter rencoroso, le impiden razonar. El cuerpo de vedette no es otra cosa que el reflejo exterior de la intensidad de sus emociones. Su mente hierve y sólo un arrebato le permite seguir respirando, sólo la herida que provoca el filo de sus palabras parece calmarla. Cuando vi que se aprestaba a hablar temí que de un par de insultos hiciera trizas la frágil armonía que hasta el momento había imperado.

—No, mi amor, no diga nada, ya sé, ya sé que piensa de otra manera, pero no se exalte.

—No estoy exaltada, mamá, no se preocupe. A veces puedo hablar sin decir brutalidades —afirmó. Se acercó a la cama y me dio un beso en la frente.

Sentí un nudo en la garganta. Su gesto era la más clara constatación de la gravedad del momento y me hizo absorber de golpe la idea de que estaba desahuciada. Ese gesto de la Tere fue más explícito que la clínica descripción de los doctores.

—Yo no puedo darle un consejo —dijo con la voz agrietada—. Es su decisión. Antes del diagnóstico le pregunté a otra gente, y me aseguraron que esta cuestión de las quimios es para ganar plata. Incluso hablé con un gastroenterólogo amigo y me dijo que su cáncer es muy grave. Seis meses, dos años... ¡Ay! Mamita... que sea su decisión. No sé si quiere pasar por las quimios, usted siempre pregonó que después de la agonía de la abuela, prefería no hacer nada si le daba cáncer. Yo no sé, a la Chabela las quimios no le hacen mal, en cambio he visto a otras muriéndose...

—Mamá —interrumpió Pilar—, la Tere tiene razón —han sido buenas hermanas—, nadie más que usted puede decidir. Yo sé que ha dicho que no se haría nada. Quizá es una buena idea que se haga la primera quimio y vea cómo se siente. No sé, puede que hasta el cáncer se detenga. Vaya uno a saber. Si se siente mal, las deja y punto.

El aire ecuánime de María del Pilar, alojado en un rostro más claro que el mío, de líneas definidas y aire de limpieza, me mortificó. Aun tratándose de la muerte de su madre daba con la exacta nota de sensatez.

Andrés se hallaba en una esquina de la habitación, sentado en un estrecho sofá. Él es mi debilidad, mi concho. Se fue de Chile hace veinte años y no había regresado hasta ahora. Vive en Nueva York. A pesar de sus cuarenta y cinco años, todavía lo siento como si fuera mi niño. Cuando se enteró que estaba enferma, se vino a Chile de inmediato. Ayer me aseguró que se quedará hasta que me sane o me muera. Le rogué que no lo hiciera: "Ya he vivido, hijo, no hay necesidad de que postergues tu vida por mí". Está empecinado en quedarse, quizá como una manera de compensar un sentimiento de culpa por no haber estado aquí durante tanto tiempo.

Mientras hablaban sus hermanos, sus ojos negros absorbían la luz en vez de reflejarla. De su mirada surge por lo común la esperanza, sin ningún pudor ni el menor sentido de la realidad. Tantas veces vi apagarse ese fulgor ingenuo, contrariado por la agresividad de la vida, pero cada vez volvió a brotar milagrosamente. En ese momento su mirada parecía no hallar su generosa fuente. Una de mis tareas, antes de irme, consistirá en dejar el camino abierto para que el brillo retorne a esos ojos. Para mí será una forma de inmortalidad.

Andrés se demoró en hablar un segundo más allá del ritmo establecido por los demás. Al notarlo, sus hermanos se volvieron hacia él, molestos por los aires de estrella que le endilgan. Le gusta llamar la atención, no puedo negarlo, pero en esas circunstancias su natural exhibicionismo se hallaba postergado por otros instintos y lo que en verdad sucedía es que no tenía claro cómo actuar ni qué decir. Ya lo había visto reaccionar así durante la niñez. Si el problema superaba su comprensión, o mejor dicho, si no era capaz de incorporarlo al flujo de sus emociones, se paralizaba. Unos instantes después, se alzó con dificultad del sofá donde se había atrincherado, se acercó a un lado de la cama, me tomó una mano y me miró implorante, como si pidiera permiso para no dar su opinión.

—Todo va a ser para mejor. Confía en el Señor, acuérdate de confiar —dije.

—Estoy tranquilo, mamá —respondió con voz grave, mientras me acariciaba el dorso de la mano.

Este diálogo de seguro molestó a Juan Alberto; desde siempre despreció la fragilidad de Andrés y su afán de protagonismo en los asuntos familiares. Yo me moría y, sin embargo, me preocupaba de que Andrés estuviera tranquilo —era con seguridad el juicio de Juan Alberto y no estaba lejos de la verdad—.

Aprecié el esfuerzo que hicieron para no explotar en mutuas recriminaciones. Pasar por una conversación trascendente, dándose espacio para que cada uno expresara su opinión, debió ser un ejercicio difícil. Y se los agradezco: al menos, todavía, la idea de tener la misma madre los apacigua, o tal vez me engaño y el apaciguamiento se debió a la presencia de la muerte. Por lo general, ninguno de mis hijos tolera que se diga una frase completa que discrepe de su punto de vista sin interrumpir a su interlocutor, más aún si es un tema en que me hallo involucrada. Cada uno lucha por que yo sea "su" madre, y que con mi manera de pensar o a través de mis decisiones demuestre que mi halo maternal recae sobre él, sobre ella, dejando fuera a los demás. Cada uno lee entre líneas si yo privilegio su manera de ver la vida por sobre las visiones de los otros. Está más allá de sus posibilidades aceptar que todos estuvieron en mi vientre; es su campo de batalla, su Jerusalén, cada cual lo reclama como suyo. No me envanezco de ello. A veces intento consolarme pensando que, embarcada en la audaz empresa de tener una familia feliz, les di demasiado, tanto como para que ahora exijan todo para sí. Pero no me presto a engaño: el gesto vital que repetí una y otra vez para que una familia deformada como la mía se constituyera, es una verdad que no voy a eludir ahora que terminan mis días. Por eso escribo. No se trata de una indagación morbosa... es tan sólo que... quisiera pedir perdón y, si es posible, perdonarme. Quisiera entrar en la muerte sin miedo y sin culpa. Quisiera en estas páginas recorrer el camino que siguió mi familia hasta su lamentable estado actual. ¿Cómo se gestaron rencores tan hondos y separaciones insalvables, a pesar de haberme entregado en cuerpo y alma a lograr lo contrario? ¿Por qué mis hijos ven en la familia un campo minado más que un refugio? ¿Por qué cada uno ha decidido vivir su vida fuera del alcance de la vista de los demás? Son todas preguntas que me acosan: ahora que debo aguardar la muerte con obligada paciencia y reconcentrada humildad, tal vez halle una nueva perspectiva que me permita acercarme a sus respuestas.