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Cité a mi habitación al gastroenterólogo, al oncólogo, al cirujano, al doctor jefe del piso y a los jóvenes residentes a cargo de los controles diarios. Continuaba en la clínica, a pesar de haber expresado mi deseo de volver a la casa. Su insistencia en pasarme hasta por la última máquina de su "avanzado" centro de diagnóstico me mantenía cautiva.

La forma de reaccionar frente a mi decisión fue un espectáculo gracioso y sanador. Se lanzaron sobre mí, como si estuviera privándolos del derecho a ejercer su santa profesión, como si la sencilla respuesta, "no voy a hacerme nada", fuera una falta de respeto. Me inclino a pensar que les arrebaté la posibilidad de vivir un trozo de su vida, que sería reemplazado, sólo minutos más tarde, con otro paciente. Al negarme, les infligí una pequeña muerte. Se enfrentaron al abismo por una milésima de segundo, su biografía estuvo en entredicho en esa fracción de tiempo. Esos eminentes doctores, acostumbrados a la crueldad de la muerte, se horrorizaron al encarar el fugaz demonio; y ninguno de ellos encontró espacio en medio de su sorpresa para notar que yo, una vieja de setenta y siete años, en el mismo instante en que ellos alzaban sus ruegos al cielo para curarme de una pasajera locura, hacía frente a un demonio que no me abandonaría hasta el último minuto de conciencia.

Cuando les comuniqué a mis hijos la decisión que había tomado, Juan Alberto salió del cuarto sin decir palabra. Y lo entiendo, cómo no lo voy a entender, si es mi hijo, el mayor, a quien he podido pesar, más que a ningún otro, en la balanza de mis observaciones. Tiene miedo. Sin duda piensa que sus consejos son lo mejor para mí. Es su manera de expresarme cariño. Volverá a estudiar mi "cuadro" e insistirá otra vez, y me veré obligada a decirle, "hijo, soy yo la enferma, déjeme en paz". Y saldrá de la habitación donde estaré desfalleciendo con la certeza de que estoy loca, que hizo lo que estuvo en sus manos, que no tiene la responsabilidad de tener por familia a un atado de dementes, y se alejará del problema hasta sentir una incuestionable distancia. No es mi madre la que muere, se dirá, es la loca que habita en ella la que desea morir. Y enfrentará el fin desde una ribera segura. Y cuando a través de un catalejo vea naufragar a sus hermanos, también los culpará por su insensatez.

A los cuatro que quedamos en la habitación, nos tomó un instante recomponer nuestro ánimo. No éramos tan desalmados como para no sentir que con Juan Alberto una parte de nosotros salía por la puerta. Mis adoradas hijas soltaron lágrimas sin cambiar el rostro. Cuánto hubiese deseado ahorrarles esas lágrimas, como tantas veces lo hice, con una promesa, una canción, un abrazo. Ya ninguno de los que estaban ahí contaba con la inocencia suficiente para que su dolor se disipara gracias a la magia del consuelo materno. Aun Andrés, el niño eterno, se hallaba indefenso ante la muerte y yo nada podía hacer. Les ofrecí mis brazos. Cómo me reconfortó sentir sus olores, el roce de la oreja de Andrés, las mejillas húmedas de mis hijas. Lloramos un rato y luego acaricié sus rostros, mientras ellos acariciaban el lugar de mi cuerpo que les quedaba más cerca. Me pregunto si sienten lo mismo que yo cuando toco sus pieles. Todavía recuerdo la suavidad y el aroma de la piel de mi madre. Ni siquiera después de muerta, mientras la vestía, perdió esas cualidades.

Me había preparado para hablarles. Deseaba expresarles mis sentimientos y cómo quería que tomaran las cosas.

—Haremos esto bien. Ya he vivido toda una vida y lo que no hice ya no lo hice. Mis equivocaciones con ustedes no las puedo enmendar. Deseo que me perdonen. Echo de menos a su padre y, desde que se fue, no le he encontrado mayor asunto a la vida. Lo único que me queda verdaderamente vivo son ustedes, pero ya cada uno tiene su propio mundo y yo tengo que contentarme con lo que me quieran contar, cuando les alcanza el tiempo para hacerlo. No se los reprocho, es natural, pero comprendan que me aburro abbastanza. Todas esas cosas entretenidas en que ustedes están embarcados, sus familias, sus proyectos, son en mi caso parte de un pasado lejano. Su padre estuvo enfermo ocho años, murió hace doce. Ya mi vida quedó atrás. Prefiero morir tranquila, sin aferrarme. Me quiero ir, nada más. Ustedes me podrán guardar en su corazón, no necesitan estar conmigo. Búsquenme en sus hermanos, yo estoy en cada uno de ustedes, también en Juan Alberto.

—Si las cosas fueran tan sencillas —intervino Andrés—, no estaríamos llorando. Deje que cada uno pase por este trance a su manera, ya es bastante difícil como para además poner buena cara.

—No quise decir eso, Andrés...

—Ya, mamá, usted tiene que hallarle el lado bueno a todo. Deje que lloremos un poco, y también dése permiso para llorar —intercedió la Pili, fiel a su práctica honestidad.

—Es que no estoy desesperada. Claro que tengo pena —y esto lo dije con un par de lágrimas en los ojos—. Si ustedes son todo lo que tengo.

—Yo voy a llorar y harto —dijo la Tere con una risa entrecortada por las lágrimas—, le guste o no.