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Al entrar a la universidad, Andrés experimentó un cambio físico notorio. Bajó entre siete y nueve kilos en menos de un semestre de clases. Sus ojos destacaron en el rostro. También su cuerpo fue adquiriendo una cualidad masculina que hasta el momento había estado ausente. Ver cómo su belleza se despejaba a la vista de los demás, me invadió el alma de temores. Yo conocía esa belleza, la intuía bajo la morbidez adolescente y temía que provocara pasiones que su carácter tierno y humilde no fuera capaz de sobrellevar. Era todavía un niño que se hacía del cuerpo de un hombre. Mis amigas me colmaron de elogios: "Si de niño parecía que iba a ser enano", decían, mientras Bruna —que lo adoraba— repetía una y otra vez: "Quién iba a pensar que mi gordito mateo se iba a convertir en un Adonis". Ahora que recuerdo esta etapa de Andrés, me doy cuenta de que mi reacción fue idéntica a la que tuve con mis demás hijos. Cuando comenzaban a convertirse en hombres y mujeres, se desataban dentro de mí los miedos a que la vida los hiriera. Como si el destino estuviera al acecho, esperando a que se aventurasen fuera de mi protección, para tomarlos de los hilos de sus debilidades y remecerlos como marionetas.

Las malas influencias de orden filosófico y religioso me tenían sin cuidado. A mi entender, Andrés era poseedor de una fe apasionada; en misa, sus ojos brillaban después de la comunión. En una carta, años más tarde, me contó que lloraba por ser como era, lloraba para rogarle a Dios que terminara con el tormento de sus impulsos. Tampoco me preocupaba la aparición de compañeros iluminados que le vinieran con promesas de sectas u otras formas de pensamiento. En ese sentido, en mis hijos habita un espíritu antiguo, escéptico, a ninguno le vienen con cuentos.

Las influencias políticas habían sido abolidas por el golpe. Andrés entró a la universidad en 1974, cuando arreciaba la represión. La Universidad Católica fue intervenida y el rector nombrado por la Junta de Gobierno se deshizo del decano y los profesores de tinte izquierdista. Mi hijo se oponía al golpe y afirmaba que la dictadura militar sería peor que la supuesta dictadura comunista. Yo no tenía miedo en todo caso a que entrara en alguna organización clandestina o nada parecido. Lo suyo no era más que un juicio ético por completo alejado de cualquier principio activo.

Mis temores encontraban su cauce principal en el ámbito de las costumbres. Nada aseguraba que los hábitos de sus compañeros fueran semejantes a los suyos. En buenas cuentas el sexo, acompañado posiblemente de alcohol y drogas, era el causante de mis insomnios. Andrés era un ser influenciable, de modo que un compañero de fuerte personalidad y costumbres desviadas podía borrar de un plumazo los esfuerzos para conservar la pureza de su alma y de su cuerpo.

El cambio físico de Andrés fue acompañado por una transformación de su personalidad. Se le veía menos grave, compenetrado con sus estudios de arquitectura. Pronto iniciadas las clases, un sinnúmero de nuevas amistades coparon la línea de teléfono y comenzaron a pulsar el timbre de la casa. Desde que María del Pilar se había recibido no teníamos tanta actividad intramuros. Me hacía feliz tener la casa llena de gente joven. Me esmeraba preparando las mejores recetas de tortas, küchen y queques. Deseaba ganarme a sus compañeros de estudio y así mantener a Andrés lo más cerca posible. Incluso convencí a Alberto para que le construyera un taller. Necesitaba tableros de dibujo y el único lugar donde podía trabajar junto a sus amigos era en la misma universidad. Alberto levantó en un costado del jardín, con maestros de la fábrica, un taller con espacio para cuatro tableros —también fabricados por él—, baño, mesones laterales, lavatorios para limpiar los lapiceros de tinta china, estantes, planeras y todo lo necesario. Por supuesto, el plano fue obra de Andrés. No creo que mi hijo haya sido más feliz en otro lugar que en ese taller. Llevó hasta una cama para dormir a cualquier hora cuando trabajaba en las entregas finales. Rodrigo, Eduardo y Angélica conformaban su pandilla. Su mejor amigo, diría, era Eduardo, pero tengo la impresión de que Rodrigo era el líder. Andrés me hablaba seguido de las cosas que éste hacía o decía y de la seguridad que demostraba en su visión de las cosas. Los proyectos que presentaba no eran necesariamente buenos o correctos, pero se destacaban por ser arriesgados y por apuntar a la transformación de sus puntos de vista en arquitectura. De Eduardo hablaba poco. Que era como él, tranquilo y trabajador, de una familia católica que vivía no lejos de nosotros, en un barrio llamado Jardín del Este. A veces nos encontrábamos con sus padres a la salida de misa de doce. Por último, la presencia de Angélica significaba una gran tranquilidad para mí. Era hija de unos conocidos nuestros y sus modales me hacían pensar que podría haber sido hija mía. Se vestía con moderación y se veía alegre la mayor parte del tiempo. Ella pasó a ser la garantía de que en ese taller no se estaba forjando un arma de perdición para mi hijo.

A principios del segundo año, Andrés me contó que él y Angélica habían comenzado a salir. La noticia me llenó de alegría. Con ella a su lado, no tendría que preocuparme por las malas influencias. Mi única condición fue que no estuvieran solos en el taller. Con la compañía de Rodrigo o Eduardo no había problema. Era sólo por las apariencias. Angélica era una mujer que dado el caso se haría respetar y Andrés no era un muchacho insensato. Si se hubiese tratado de Juan Alberto, les habría exigido que dejaran de estudiar juntos. En su época universitaria, lo único que deseaba mi hijo mayor con respecto a las mujeres era meterlas a la cama.

Y caigo en un tema que fue enormemente desagradable para mí. El matrimonio de Juan Alberto. Tenía veintiún años cuando dejó embarazada a su polola, Loreto Arriagada, de sólo dieciocho, recién ingresada a periodismo, compañera de curso de María del Pilar. Supimos del embarazo una tarde del verano de 1966 en Villarrica. Regresamos a Santiago de inmediato para hablar con los padres de Loreto. Formaban una familia tradicional, de costumbres anticuadas, cercana al naciente movimiento del Opus Dei. La idea de ser enjuiciados por el comportamiento de nuestro hijo me llenaba de rebeldía. No me parecía justo haber trabajado una vida entera para ser reconocidos como gente respetable y que todo se fuera a buena parte por una calentura juvenil. Alberto lo tomaba con una calma indignante, parecía sentirse orgulloso de que su hijo mayor hubiese seducido a la bella y aristocrática Loreto. A nuestro favor teníamos la notoria coquetería de niña presumida de la cual Loreto hacía gala en público. La manera de agitar su pelo, el aleteo de sus pestañas al hablar y la falta de pudor para vestirse —minifaldas, hotpants—, la delataban. Su descaro, disfrazado de caprichos infantiles, me escandalizó desde el día que la conocí, al punto de enrostrárselo a Juan Alberto en más de una ocasión. "Esa niñita no te conviene. Tiene la cabeza en cualquier parte, es una coqueta y pertenece a una clase de gente que no va a dudar en tomarte en menos por ser descendiente de italianos". Me contestó que no era asunto mío, que le gustaban las mujeres coquetas, que le fascinaba que fuera un poco loca y que lo mío era resentimiento social.

En casa de los padres de Loreto, un caserón estilo francés en el barrio El Golf, la empleada nos hizo pasar a un salón oscuro del que recuerdo estanterías repletas de libros y unas cortinas de terciopelo. Tuve la impresión de que todo estaba saturado de polvo. Los Amagada nos esperaban sentados en unos sillones de respaldo curvo enjuncado. El se puso de pie, nos saludó y nos llevó hasta su señora, que permaneció sentada con sus manos en descanso sobre las rodillas. Se veía pálida y la rigidez de su postura hacía pensar que realizaba un esfuerzo extremo para permanecer en ese sillón. Le pregunté si le sucedía algo. Se limitó a decir que estaba cansada. Era una mujer enjuta, alta, veinte años mayor que yo —Loreto era la menor—, y él era un hombre de contextura gruesa, de rostro bonachón, con la piel invadida de manchas ocasionadas por la edad. Muy a pesar suyo —ésas fueron las palabras del padre de Loreto—, pensaban que un matrimonio rápido era la única solución. Alberto y yo no estábamos seguros si debíamos forzar un matrimonio sólo por una cuestión de decoro. Tenía la seguridad de que esa mujer haría infeliz a mi hijo y eso era muchísimo más importante que correr un tupido velo sobre el asunto. A mi modo de ver el mal ya estaba hecho.

—Sí, tal vez... —dijo Alberto.

—No estoy segura —intervine.

—¿A qué se refiere? —preguntó la mujer, cuya voz apagada no se condecía con el gesto imperativo.

—Creo que son muy jóvenes, llevan menos de un año de pololeo y ni siquiera han terminado la universidad.

—Obviamente no es el escenario perfecto —dijo ella—, pero no veo otro modo.

—Pueden continuar como pololos si lo desean, esperar a que nazca el niño y en dos o tres años más decidir con madurez si lo que quieren es casarse.

El silencio que sobrevino y la censura en su mirada es el alfiler que mantiene fijo el episodio en mi memoria. Sin mover un solo músculo de su rostro, como si no hubiese escuchado bien, dijo:

—No le entiendo.

—Pienso que deberíamos considerar la posibilidad de que no se casen todavía —dije, afirmando el tono de voz.

Ella continuó en su posición hierática por un momento, luego se puso de pie con dificultad y salió del salón con paso tembloroso, sin mirarnos. Su marido, estupefacto como nosotros, inspiró profundamente antes de decir:

—Creo que será mejor que continuemos esta conversación en otra oportunidad.

Juan Alberto nos esperaba en la casa. Defendí mi posición con elocuencia. Desplegué ante él los escenarios posibles que se presentaban de tomar una u otra opción. Dentro de mí palpitaba la certeza de que esa mujer de apariencia inocente, era su enemiga; ella lo desviaría del buen camino y, sobre todo, lo haría infeliz. Iba a ser la madre de nuestro primer nieto, no había cómo evitarlo, pero eso no la exoneraba de su falta de principios. Antes de un año estaría metida en la cama con otro hombre. En el fondo, yo la culpaba de todo. A mí no me venían con historias de jóvenes ingenuas que creyeron que se trataba de un juego. Pamplinas. Una mujer puede meter a un hombre a la cama con una sola mirada. No al revés. Y se lo he dicho a mis nietas hasta el cansancio: "No se permitan un mal pensamiento ni siquiera con la mirada. Su cuerpo es templo del Señor y con él no se juega".

Juan Alberto me desarmó con su resolución:

—Me quiero casar.

—Hijo, no tienes por qué hacerlo todavía —dije intentando razonar con él—. Termina tu carrera y después decides.

—Estoy enamorado, mamá, y para Loreto es importante que nos casemos. Ella no me ha dicho nada, pero yo sé que es así.

—¡Cómo no va a ser importante para ella! Si te metió un hijo y no te diste cuenta —dije, sin disimular mi enojo.

—Fui yo quien la... No tengo por qué dar explicaciones. Me voy a casar y punto.

—¿Y de qué vas a vivir, se puede saber? —dije al tiempo que me ponía de pie y me plantaba ante él.

Alberto me tomó de un brazo para calmarme.

—Si ustedes no me ayudan, voy a trabajar en el taller mecánico del papá de un amigo. La familia de Loreto no tiene plata, la perdieron toda.

Le crucé el rostro de una bofetada.

—¡No tienes idea de lo que estás hablando! —grité—. Por una vez en tu vida deberías escuchar a tus padres. Nosotros sí sabemos.

—¿Sabes qué es lo que sabes?

—No se te ocurra faltarle el respeto a tu madre... —intervino Alberto.

—Sabes cómo ganarte el odio de un hijo —exclamó Juan Alberto saboreando las palabras. Luego salió.

Él no me odiaba por ese golpe, me odiaba hacía largo tiempo: era la oportunidad de enrostrármelo y oírselo decir no fue más que una confirmación. Soy su antagonista y él el mío, como quizá Alberto es el antagonista de María Teresa y no hay nada que pueda romper la polaridad. A pesar del amor y de los cuidados, a pesar de haber dado todo de mí por hacer de él un hombre feliz y orgulloso, nunca me amó como su madre protectora, ni tampoco me concederá un espacio en su recuerdo. Creo que para él no he sido otra cosa que un ave rapaz empecinada en robarle su independencia.

El matrimonio se realizó dos meses más tarde, con la asistencia de las familias directas y nadie más. Argüimos que la situación del país no se prestaba para fiestas. Los casó el cura Pérez, bailé el vals con Juan Alberto y, cuando nació Alfonso, dijimos que había sido sietemesino y no permitimos visitas hasta dos meses más tarde. El pelo y las uñas ya no lo delatarían.