IV

Al llegar octubre Barbie dejó de llevar consigo las cucharas a la iglesia. La anciana debía de haberse ido. Metió las cucharillas en su estuche, escribió una carta y preguntó a Clarissa si uno de los criados podría llevarlas a la casa de gobierno. Clarissa accedió. Se había vuelto solícita. Al día siguiente Barbie recibió una carta de agradecimiento escrita a mano por el coronel Trehearne. Le preguntaba si le concedería el honor de cenar con él en la fiesta que se daba a las mujeres en el mes de noviembre.

Tardó en contestar un par de días porque sabía que no aceptaría, pero mientras su carta de disculpa y de gracias estuvo sin escribir pudo gozar el placer que la invitación le había proporcionado. Terciopelo negro hasta los tobillos, pensó; un broche; ninguna otra alhaja. Un corte de pelo especial y una permanente para realzar los suaves rizos naturales de la coronilla y la frente. Zapatillas negras y un reluciente bolso de noche negro. Quizás una roseta de terciopelo —carmesí o púrpura— en lugar del broche. No. El broche sería más elegante. Una estola de sedosa gasa negra para calentar, pero no para ocultar completamente el mármol de sus brazos y sus hombros. Para el viaje hasta allí una capa del mismo terciopelo negro que el vestido, pero con un cálido forro escarlata. Quizás una cadena de oro o de plata para el cierre de la garganta. Guantes hasta el codo. Blancos. ¿O negros? Blancos si llevaba el broche. Negros para la flor de terciopelo coloreado. Y un fino pañuelo de linón asperjado de colonia.

Después de haber enviado la carta en la que alegaba indisposición, estudió el reflejo de su cuerpo huesudo y marchito y el pelo recto y lacio que precisaba un corte. Con un vestido así solamente se vería la cabeza revuelta y descuidada, la clavícula demacrada y el cuello arrugado como canutillo, los brazos de espantapájaros y los dientes sepulcrales, demasiado grandes para su boca. Y lo que antes había sido una voz era ahora un sonido ronco y chirriante, que alternaba entre un susurro crujiente y un grito entrecortado.

Guardó la carta del coronel Trehearne en el cajón del escritorio, donde ya estaban la carta del banco y las cartas y la postal de Sarah desde Calcuta y Darjeeling. Había destruido la carta de la misión, que había llegado la mañana del bautizo, y la carta no entregada al capitán Coley. La postal de Sarah mostraba la sede central del obispo Barnard en Calcuta y llevaba matasellos del 6 de septiembre, que era el día en que Mildred había abandonado Pankot con Susan, el bebé y la niñera, y la víspera del día en que el capitán Travers había permitido a Barbie volver al bungalow de la rectoría.

«Reconocerá esta foto», le había escrito Sarah en el dorso. «Espero que esté mejor. Yo también lo estoy, de nuevo apta, como dicen, para el desgaste humano. Con amor, Sarah.»

Como otras muchas cosas relacionadas con Sarah, la postal era un enigma. El único lugar en el que normalmente podía comprarse una era la misma sede central de la misión. Pero Sarah no decía si había estado allí.

A pie, le resultaba difícil ir más lejos que St. John en una dirección y el bungalow de Maybrick en la otra. Para ir al bazar mandaba a buscar una tonga y no se apeaba hasta su regreso en ella al bungalow de la rectoría.

En el bazar ordenaba al wallah que parara en la puerta del Jalal-ud-din. La primera vez que lo hizo transcurrieron uno o dos minutos antes de que un chokra andrajoso se acercara descalzo en busca de un recado y un anna. Pero ahora le salían al encuentro en las inmediaciones doce o más niños que corrían detrás de la tonga anunciando su habilidad, su diligencia y su honradez.

Al principio el niño se había pasado a la competencia, pero, convencido de la lealtad de Barbie, ahora la esperaba en la puerta del comercio. Para llegar hasta ella tenía que abrirse paso entre un bosquecillo de brazos y de piernas, en su mayoría más robustos que los suyos. Ella le daba una lista, dinero e instrucciones claras. Mientras esperaba, Barbie repartía caramelos a los otros. Si el chico debía ir a más de una tienda, ella le daba una lista cada vez. Los demás niños perdían el interés en cuanto habían recibido los caramelos, pero el recadero iba y venía corriendo de la tienda a la tonga y de la tonga a la tienda, presentando una cuenta meticulosa de cada visita. Las compras eran sobre todo para Clarissa. Cuando había muchos paquetes, el chokra acompañaba a Barbie al bungalow, sentado al lado del conductor, y le ayudaba a transportarlos hasta el mirador. Barbie le daba de su propio bolsillo un porcentaje del gasto total. Confiaba en que el chico cobrara comisión de los comerciantes. No siempre especificaba a qué tienda iba a ir y a veces tardaba bastante tiempo en volver. Invariablemente, en ese caso, volvía con una ganga. Clarissa estaba contenta.

Barbie y el niño conversaban en una mezcla de urdú, inglés y dialecto de Pankot.

Dijo que se llamaba Ashok. Sus padres habían muerto en Ranpur. Había ido a Pankot a buscar trabajo. No tenía parientes. Hacía trabajillos. Dormía donde estuviera cuando terminaba la última chapuza del día. Tenía ocho años. Su ambición era trabajar en los establos de elefantes de un maharajá.

—No hay elefantes en Pankot —señaló Barbie.

No, convino él. Pero en Pankot un chico podía ganarse unas rupias. Y después podría irse a Rajputana. Había cientos de maharajás en Rajputana. Y cada uno tenía mil elefantes.

En Inglaterra, dijo Barbie, la mayoría de los chicos de su edad querían ser maquinistas. Él dijo que eso estaba bien. Siempre que no hubiera elefantes.

—¿Hay que ser de una casta especial para ser un mahout o incluso para acercarte a los elefantes?

Ashok no entendió. Dijo que su padre había trabajado para el municipio de Ranpur. No dijo en qué empleo. Ella decidió que él era un harijan, un hijo de Dios, un intocable. Los elefantes eran su sueño. Quizás en Rajputana le dejaran limpiarles los excrementos. Pero seguramente también había una casta para eso. Ella no lo sabía. Cleghorn le había dicho que el hinduismo no era una religión, sino un estilo de vida. Ella le contestó que eso mismo debería ser el cristianismo. Él le había dirigido una mirada a la antigua.

—¿Qué soy yo? —le preguntó a Ashok.

—Una sahiblog.

—No, soy una servidora del Señor Jesús.

Se sentó en los escalones del mirador de la rectoría y le tendió la mano. Ashok la miró seriamente.

—Ven —dijo ella—. Yo soy tu padre y tu madre.

Él se acercó. Ella le estrechó sus hombros delgados.

—No comprendes —le dijo en inglés. El niño olía a almizcle—. De todo eso hace muchísimo tiempo, y fue muy lejos. Tú y yo vivimos en un mundo corrompido. Te aprieto contra mi pecho pero tú lo entiendes como un acto de autoridad inflexible. Te ofrezco mi amor. Tú lo aceptas como un signo de que te sonríe la fortuna. Tu corazón late de gratitud, emoción, expectativa de rupias. Y el mío apenas late. Está muy cansado y viejo y lejos de la patria. Ashoka, Ashoka, Shokam, Shokarum, Shokis, Shokis.

En algún punto se había confundido.

Él se rió. Sus ojos eran luminosos.

— Chalo —dijo ella.

Puso una rupia de plata en su mano minúscula. Él hizo el saludo musulmán y se marchó corriendo. Al llegar a la entrada se volvió. Los dos se despidieron moviendo la mano.

«Tu es mon petit hindou inconnu», susurró ella. «Et tu es un papillon brun. Moi, je suis blanche. Mais nous sommes les prisonniers du bon Dieu.» [31]

«No sé cuánto tiempo más podré visitarle», le dijo a Mabel. Había empezado a concebir una tumba como la entrada cerrada de un túnel largo, oscuro y tortuoso, por el que había que arrastrarse sobre el vientre para alcanzar la zona de resplandor que había al final. Suponía que durante un rato habría que permanecer de rodillas y acurrucada contra la entrada obstruida, reuniendo valor para emprender el viaje. Había días en que pensaba que Mabel se había ido y otros en que la sensación de su proximidad era intensa. Ese día Mabel parecía muy próxima. «Siento que haya tan pocas flores. No hay muchas en el jardín de la rectoría. No me gusta cortarlas sin pedir permiso y no me gusta pedirlo demasiado a menudo.»

La siguiente vez que vio a Ashok le pidió que le comprara flores. Él volvió a la tonga con las manos llenas de jazmines y caléndulas sin tallo. Ella las diseminó sobre la tumba. A partir de entonces todos los días le tenía flores preparadas: algunas silvestres, recogidas de setos, otras (Barbie sospechaba), robadas en jardines. Normalmente él se negaba a cobrarlas.

—¿Sabes para qué son las flores, Ashok?

Sí, lo sabía, eran para un puja. Para un culto.

—Son para mi amiga.

Ashok pareció inquieto.

—Yo soy tu amigo —dijo.

—Sí. Me refiero a mi otra amiga.

—¿Dónde está tu otra amiga?

—En Pankot.

—¿En Pankot dónde?

—Está en todas partes.

Ashok miró alrededor. ¿Estaba allí ahora? Sí, respondió Barbie. Su otra amiga les estaba observando. Los ojos de Ashok vagaban de un lado a otro.

—¿También es amiga mía?

—Oh, sí. Pero no puedes verla.

—¿Puedes verla tú?

Barbie negó con la cabeza.

Él lo aceptó.

De un ejemplar del Onlooker recortó una foto de un elefante que llevaba un howdah lleno de deportistas. Era una foto pequeña. La encajó en el sobre color mica en donde había guardado el billete de suscripción a la biblioteca y se lo dio a Ashok.

—Mi amiga me ha pedido que te dé esto, Ashok.

Él la miró fijamente un rato. Al lado de uno de los deportistas había una mujer con un salacot.

—¿Ésta es tu amiga?

Barbie examinó la foto. La cara de la mujer estaba desenfocada.

—No —contestó—, pero es como ella. Las fotos eran importantes para un niño.

—¿Cuándo vas a ir a Rajputana, Ashok? Ashok se encogió de hombros. —¿Cuando tengas suficiente dinero? Él no contestó. —¿Has cambiado de opinión? El niño asintió.

—Pero no hay elefantes en Pankot. ¿Por qué no vas a ir a Rajputana?

—Iré si vas tú —dijo él.

Esa noche, al rezar sus oraciones, ella lloró.

Ella no lo abrió hasta mucho después de que Clarissa le entregase el sobre con el nombre de la misión y un matasellos de Calcuta; sentada en el borde de la cama observó lo callados que estaban los viejos indiscretos.

Sabía sin leerla que la carta era de Studholme, y que la única razón que podía tener para escribirle era ofrecerle un puesto en uno de los bungalows que la misión tenía en Darjeeling y en Naini Tal. Alguien había muerto y dejado una vacante. Ella no quería ocuparla. En un lugar así ella también se moriría, abandonada. Tendría que ir, pero le haría falta valor. Recogió la carta y consideró las consecuencias de destruirla sin abrir. Pero no podía engañar a Clarissa de aquel modo. «¿Eran buenas noticias sobre un alojamiento...?», le preguntaría en el almuerzo. Y ella tendría que mentir.

Entró en el cuarto de baño y se limpió de los dientes el sabor de la mentira.

Volvió al cuartito del que casi se había encariñado porque Mabel sabía que ella estaba allí y que había sobrevivido para regresar a él; Clarissa se había vuelto dócil y la enredadera de fuera de la ventana no había entrado. Una nueva tachuela mantuvo al crucifijo recto cuando lo rozó al pasar. Había descubierto que todas las uñas de los pies estaban hermosamente esculpidas. Los viejos de detrás de la cortina eran enemigos, pero los mantenía a raya. Después de que ella hubiera leído la carta separarían las cortinas, se abalanzarían sobre ella y la asfixiarían. Un acto de piedad.

Abrió el sobre con un cortapapeles de sándalo en cuyo filo superior había una hilera de diminutos elefantes tallados. Maybrick se lo había regalado para darle la bienvenida a lo que llamó el país de los vivos. Él odiaba los hospitales. Por eso no la había visitado. Era una carta bastante larga. La firmaba Studholme.

20 de noviembre de 1944

Mi querida Miss Batchelor:

Antes de nada permítame decirle que esta carta, por desgracia, no es para comunicarle una vacante en el Mountain View de Darjeeling o The Homestead de Naini Tal. Tenga, no obstante, la seguridad de que tengo muy presente su situación.

Le escribo por dos razones, y en realidad debo disculparme por no haberlo hecho hace unas semanas, cuando me dijeron que había estado enferma pero que se estaba restableciendo sin problemas. Nosotros, los viejos, tenemos todavía mucha cuerda. Al cabo de años en el país creo que desarrollamos una resistencia especial. (Lavinia Claythorpe, que está en Naini Tal, cumple este mes ochenta y ocho.)

Me informó de su enfermedad y recuperación una señorita llamada Sarah Layton, a quien no tenía el placer de conocer pero que me visitó un día mientras pasaba una estancia en Calcuta con unos parientes. Pues bien, ésa es la primera razón de que le escriba, para decirle que espero que se encuentre perfectamente otra vez. Me he enterado de los cuidados infatigables que usted prestó a la pobre señora cuya muerte le dejó en la incertidumbre respecto a un hogar fijo. La segunda razón es tantear el terreno para pedirle un favor especial. Me anima a ello su ofrecimiento anterior de servicios voluntarios.

Reconocerá que desde el comienzo de la guerra la afluencia de nuevos miembros a nuestra misión se ha visto reducida drásticamente. Los hombres y las mujeres jóvenes de Inglaterra han tenido que responder a otros llamamientos. Nos ha costado cada vez más cubrir eficazmente los puestos docentes, y hay una zona en la que, por diversos motivos, esta dificultad se ha convertido temporalmente en bastante acuciante.

Sin duda se acordará de Edwina Crane, ¿verdad? Era superintendente de nuestras escuelas en el distrito de Mayapore, y entre ellas estaba la pequeña escuela en las afueras de Dibrapur. Desde la muerte del maestro indio que la dirigía y de Miss Crane, el puesto de Dibrapur es uno de los que más nos ha costado cubrir.

Afortunadamente, hace seis meses pudimos otorgárselo a Miss Johnson, una cristiana eurasiática, que ha tenido mucho éxito y de quien esperamos que continúe ocupando la plaza de Dibrapur durante algún tiempo. Sin embargo, Miss Johnson nos ha anunciado recientemente su compromiso matrimonial y ha solicitado un mes de permiso a partir del 12 de diciembre para la boda y un viaje a la provincia de Madras con su marido. Naturalmente, hemos accedido a su petición. Lo más difícil de arreglar ha sido la cuestión de que un maestro ocupe su puesto mientras está ausente. La escuela de Dibrapur es un parvulario y un centro de enseñanza primaria, y casi todos sus alumnos proceden de pueblos vecinos, no de la ciudad. A diferencia de las escuelas de enseñanza media de las ciudades, sólo suele cerrar unos días durante las Navidades. La maestra vive en un bungalow cercano. Mayapore, siento decirlo, está a 75 millas de distancia. El lugar es bastante aislado. La ciudad de Dibrapur no es saludable. Pero los desórdenes ocurridos en la zona acabaron hace mucho.

La pregunta es: ¿aceptaría usted suplir a Miss Johnson? Le quedaríamos sumamente agradecidos. Resolverá el asunto un telegrama diciendo una cosa u otra. Si su respuesta es afirmativa, encargaré de inmediato a Miss Jolley en Ranpur que prepare su transporte de Pankot a Mayapore para, le sugiero, el 5 de diciembre, lo que le permitiría llegar a Mayapore el día 6 o el 7 y pasar un par de días con Miss Johnson en Dibrapur antes de que ella se marche. La superintendente de Mayapore es la señora Lanscombe, a quien no creo que usted conozca. Ella se ocuparía de todo lo necesario para recibirle y transportarle desde Mayapore. Si está conforme pediré a Miss Jolley que le telefonee al bungalow de la rectoría en cuanto haya efectuado las reservas precisas para que pueda comunicarle los detalles.

Entretanto reciba mis mejores deseos,

Cyril B. Studholme, M.A.[32]

Leyó la carta dos veces antes de doblarla y meterla en el sobre. En la segunda lectura supo lo que Sarah había hecho. Había visitado a Studholme para quitarle de la cabeza cualquier idea que hubiese albergado de que la vieja veterana estaba acabada. Lo había hecho sutilmente, de forma que él no se había percatado y hasta se había olvidado de escribir una carta deseándole un pronto restablecimiento de su enfermedad. Con aquel gesto de Sarah, práctico y discreto, Barbie sintió que su amistad había quedado sellada de un modo que le conmovía más profundamente que lo que hubiera podido hacer cualquier declaración franca de estima.

Guardó el sobre en el bolso. Una vez más, como cuando había recibido la invitación inesperada del coronel Trehearne, quiso estar recluida en el mundo de su felicidad privada para poder experimentarla plenamente, existir algún tiempo en su centro tranquilo, que no era un punto fijo en el espacio, sino un punto móvil que se deslizaba a través de un paisaje llano en la larga línea recta que era, en su imaginación, la carretera a Dibrapur. Cerró los ojos y, en el cuarto en. penumbras, giró la cara hacia el enorme cielo blanco y el aliento del sol, abrasador como un horno, que cocía la tierra y el cuerpo hasta una santa extenuación.

«La India», pensó. «La India. La India.»

«La India», murmuró.

Dijo en voz alta: «La India. India. India.»

Los niños se reían. Dilo otra vez, Barbie mem, decían a coro. «La India», gritó. La primera sílaba era inaudible y la segunda parecía brotar como un chillido de su garganta, gravitar y luego caer como un pájaro muerto en pleno vuelo. Bajó la voz y habló en el tono velado que había adoptado para hablar con Arthur, Clarissa, Edgar Maybrick y el pequeño Ashok. Debo conservar mi verdadera voz, dijo. Conservarla para usarla en el aula de Dibrapur.

Pero su verdadera voz había desaparecido. ¿Le restauraría su vida y su vibración el aire cálido de las llanuras o estaba dañada definitivamente? ¿Completaría este daño un invierno de noches frías en Pankot? Eran preguntas retóricas. El daño que había sufrido su voz, a pesar de todas las garantías de Travers, era un castigo cuya punzada sólo sentía verdaderamente aquella mañana. Si aceptaba la propuesta de la misión estaría cometiendo un fraude.

Sólo podía rezar y, después de haber rezado, decaer, porque la oración hacía mucho que se había vuelto una cuestión de forma, de hábito. Ni siquiera se molestó en arrodillarse. «Oh, Dios», dijo, «devuélveme la voz».

Al llegar al recibidor llamó en voz alta: «¡Clarissa!»

Las cortinas de cuentas ensartadas simplemente temblaron. Tendrían que haberse abierto.

Con la carta de Studholme firmemente agarrada en una mano separó las cuentas con la otra y entró con estrépito en la habitación incorruptible verde mar. Y se detuvo.

El capitán Coley se levantó.

Clarissa dijo:

—Está usted aquí, Bárbara. Precisamente iba a mandarle decir si tenía un minuto.

—Oh, sí, todos los que quiera.

La vieja arpía, contando chismes. Había habido una noche en que había sentido que podría derribar a aquel hombre simplemente poniéndole un dedo en el pecho. ¿Tenía vello ahí? Ella no le había visto desde arriba nada más que la espalda. Miraban a todas partes, menos el uno al otro. Sobre todo miraban a Clarissa, que brillaba debajo de aquella concentración de luz. Clarissa habló: un oráculo con preguntas en lugar de respuestas. Estando Coley presente Clarissa volvía a ser la de antes. Ya no parecía solícita. Habló como hablaría a unos niños a los que por obligación tenía que arrancar secretos.

—Existe cierto misterio —dijo— respecto al baúl que hay en el cobertizo del mali, en Rose Cottage.

—Ningún misterio —contestó Barbie—. El baúl es mío. ¿Tengo que retirarlo?

Clarissa transmitió en silencio la pregunta al capitán Coley. Eficiente Coley. Barbie se volvió hacia él. Su cara (aquella cara de mártir) estaba colorada y —ella hubiera jurado— perlada de sudor en la frente angustiada, aunque el calor de la jornada de noviembre no había entrado con él en la habitación de Clarissa.

—Se agradecería —dijo él.

Clarissa explicó.

—El capitán Coley se encarga de cuidar las cosas mientras Mildred está fuera.

—¿También los utensilios de jardinería?

—No exactamente —dijo él—. Motivo de fricción. Entre el mali y el viejo Mahmoud.-¿Mahmoud no está de vacaciones?

—Ha vuelto. Va a Calcuta mañana, a reunirse con Mildred. La señora Layton.

El eficiente Coley no utilizaba muchas palabras. Al cabo de más de una década como ayudante del depósito las palabras probablemente carecían de sentido para él. Puesto que su rutina no variaba de una semana a otra, año tras año, debía de usar las mismas todos los días de su vida.

—¿Qué es ese motivo de fricción entre el mali y Mahmoud? —le preguntó Barbie.

—Sospecha de robo.

—¿Por qué demonios iba Mahmoud a sospechar un robo? Mi nombre está claramente impreso en el baúl.

—Tapado. El baúl tapado.

—¿Pero no le ha explicado el mali que era mío y que solamente tenía que cuidármelo?

—Por eso he venido. A comprobar su historia.

—Pero todavía quiere que yo me lo lleve.

Él miró alrededor de la habitación, como buscando un sitio donde colocarlo.

—Se agradecería —dijo por fin.

—¿Cuándo? ¿Hoy?

—No, por Dios.

Por un momento pareció casi incapaz de articular. Quizá temía una cosa tanto como un traslado inevitable a otro destino. La palabra «urgente».

—Volverán por Navidades. Exactamente el veinte. Cantidad de tiempo. Un mes, en realidad.

—¿Pero le gustaría decirle a Mahmoud antes de que se vaya a Calcuta que puede olvidarse del baúl porque ya no estará?

Sonó el teléfono.

Clarissa se levantó.

—Será Isobel por lo de los premios para su baile de despedida. ¿Irá usted, capitán?

—Me temo que esa noche estoy de guardia.

Barbie sabía que por baile de despedida Clarissa se refería al primero y más importante. Habría varios más, por orden decreciente de importancia, con orquestas más pequeñas que terminarían en un cuarteto. Los Rankin no partirían hasta después de Navidad. Nadie sabía adonde. Ellos fingían ignorarlo.

—Qué lástima —dijo Clarissa. Al pasar por delante de Barbie añadió—: El capitán Coley baila maravillosamente el vals.

Al quedarse solos la tensión entre ellos alcanzó su apogeo y luego pura y simplemente se extinguió, como si hubieran sobrevivido a un acto de Dios y se encontraran varados y no beligerantes.

—Yo también bailaba como una peonz —se oyó graznar Barbie. La palabra «peonz» le interesó incluso mientras la decía. Era una pronunciación que podría satisfacer a un hombre como Coley—. Lo que quizá le sorprenda. Bailábamos en un sitio que se llamaba el Ateneo. No era el Ateneo, naturalmente. Creo que el nombre completo era Asamblea de Templanza el Ateneo. Todos los años había un baile benéfico organizado por la iglesia. Me encantaba la mazurca. Mi padre me enseñó a bailar cuando era una niña. Tarareaba la música. Una vez bajó bailando conmigo por toda la calle Lucknow.

—¿Lucknow?

—Lucknow Road. Camberwell.

—Oh.

—¿Cuándo le parece bien?

—¿Qué?

—Lo del baúl.

—Ah, eso. Se lo mandaré aquí.

—No se moleste.

—No es molestia.

—No había sitio, ¿comprende? Para el baúl. Pero ahora es distinto. —Agitó la carta de la misión—. Vuelvo al trabajo. Voy a Dibrapur. —El «coleysmo» era contagioso—. A Clarissa no le importará lo del baúl porque sólo faltan una o dos semanas para que me marche. Después, ¿quién sabe? Si lo hago bien Studholme estará contento conmigo, ¿no? Y luego puedo quedarme en Mayapore una temporada. Edwina está enterrada allí. Mi amiga, Miss Crane. Supongo que se acuerda. Y después no me importará nada ir a Darjeeling o a Naini Tal. Con todo mi equipaje. Siempre puedo escribir al coronel Layton cuando la guerra termine. Puedo dejar de su cuenta que decida el sitio donde Mabel debería estar sepultada. Pero me gustaría ver Rose Cottage una vez más, capitán Coley. A ser posible después de que Mahmoud se haya ido a Calcuta.

—Va a primera hora de la mañana. Le incluyo en un convoy a Ranpur.

—Entonces a segunda hora. Pongamos a las once, ¿le parece?

—Mañana tengo guardia, me temo.

—Oh, pero eso no importa. Dígaselo al mali. No hace falta que esté usted.

Coley inclinó la cabeza. Había en él una gracia pueril que ella entendió de repente y consideró agradable. Sintió que en el fondo conservaba una caja vieja de juguetes. Fue con él al recibidor donde Clarissa, que hablaba por teléfono sonriente, levantó la mano para impartir un adiós augusto.

En las escaleras del mirador Barbie dijo:

—Gracias por haberme devuelto mi sueste, capitán Coley. La tarde en que intenté entregarle las cucharas no había nadie en su casa. Debí de perderlo cuando corría... corría bajo la lluvia.

Él enrojeció ligeramente, pero la expresión de mártir había desaparecido fugazmente, como podría haber ocurrido siglos antes si un hombre del palacio del obispo hubiera galopado hasta el lugar de la ejecución agitando un papel que apagara el fuego antes de haber prendido. Él le tendió la mano y ella la estrechó.

—Gracias a usted —dijo.

Vaciló. Ella temió una declaración más intensa.

—El regimiento muy agradecido. Por las cucharas.

Se volvió, bajó las escaleras poniéndose la gorra y colocando su bastoncito debajo del brazo izquierdo, y se dirigió hacia un Austin 7, viejo y abollado, que los dos sabían que había estado en el cobertizo cerrado de chapa ondulada aquel día concreto.