IV
El primer domingo después de la llegada de Barbie al bungalow de la rectoría, Arthur Peplow ofició la ceremonia matutina como acción de gracias por el fracaso de la tentativa japonesa de invadir la India por Imphal, por la noticia de que el último soldado enemigo había sido expulsado del territorio indio y por los buenos informes constantes, procedentes de Francia, de la ofensiva aliada contra los alemanes. Tras haber anunciado que ésa sería la intención religiosa en todos los himnos y oraciones, Arthur dijo que comenzarían con una acción de gracias de índole bastante íntima. Avanzó hacia el banco delantero, donde Susan estaba sentada con su hermana y con su madre.
«Puesto que el Todopoderoso, en su bondad, se ha dignado conceder una maternidad venturosa a esta nuestra hermana, y la ha preservado del gran peligro del parto, daremos a Dios sinceras gracias y diremos: Sólo el Señor edifica la casa; la labor de quienes la construyen es casi inútil. Sólo el Señor guarda la ciudad; la vigilia del centinela es casi vana.»
Como si, felizmente, no hubiera advertido que varios miembros de la congregación (los Smalley, por ejemplo) enarcaban las cejas al ver que él incluía la fórmula de purificación de las mujeres en una ceremonia a la que asistían soldados rasos y oficiales jóvenes e impresionables, Arthur anunció el himno número 358; y es posible que hacia el fondo de la iglesia, donde un grupo de oficiales ingleses en formación se puso ruidosamente en pie, uno de ellos mirase de soslayo a la mujer de edad que se encontraba junto a él, al otro lado de la columna que se alzaba entre los bancos, sorprendido por un sonido estrangulado como el que podría haber producido una súbita constricción de la garganta. Si eso había creído debió de sentirse tranquilizado. No se registró ningún incidente. Y la ceremonia alcanzó un punto culminante con el himno misionero del obispo Heber —«Desde las montañas heladas de Groenlandia»—, que todo el mundo conocía y podía cantar alegremente, sin preocuparse mucho por la letra.
El himno elegido para clausurar la ceremonia fue «Adelante, soldados de Cristo». La gente pensó que Arthur Peplow no había privado de nada a su feligresía.
Fuera, protegiéndose los ojos de una ráfaga espléndida de sol dominical, Nicky Paynton dijo que no había nada más alegre que una buena mañana de alegría en la iglesia. Por delante quedaba una sesión igualmente alegre en el bar del club y un almuerzo de curry de Madras garantizado para provocar lágrimas purificadoras y un sentimiento de bienestar general. Clara y Nicky cenarían esa noche con los Trehearne. Preguntaron si podían hacer una parada en el trayecto para ver al bebé. Mildred accedió. Kevin y Dicky cenaban en el bungalow de las Layton. Podrían tomar una copa todos juntos antes de que Clara y Nicky fueran a casa de Maisie.
—El bebé estará dormido —les advirtió Susan—. No quisiera despertarle. Se queda dormido nada más tomar el biberón de las seis. Es su mejor hora —tiró de la manga de su madre—. Tenemos que volver. ¿Ha traído las flores Mahmoud?
—Voy a ver —dijo Dicky Beauvais, y bajó con paso enérgico por el sendero, entre los corros rezagados de fieles.
—Hemos mandado a Mahmoud a Rose Cottage —explicó Mildred—, a coger unas flores para Susan.
—Para la tumba de la tía Mabel —dijo Susan—. Porque no fui al entierro.
Dicky ya volvía, trayendo con aire cohibido un gran ramo de flores. Posiblemente Mahmoud había estado esperando en la puerta del cementerio. Susan fue a reunirse con él. Su aspecto era esbelto, hermoso y muy joven. Dicky la guió por el costado de la iglesia para que depositase su ofrenda en la tumba que Arthur Peplow había escogido para el reposo de Mabel: un lugar aislado. Era una valentía por parte de Susan ir a la iglesia tan pronto después de su salida de la maternidad, dijo Clara Fosdick; y una delicadeza por su parte haber pensado en lo de las flores.
—Pero ahora está deseando volver a casa —dijo Mildred—. Es la primera vez que Minnie se queda sola con el niño. Pero alguna vez tenía que ser la primera. Minnie es completamente de fiar en el sentido de que al mocoso no le pase nada, aunque sea una manazas con todos los chismes. Y Pantera le está cogiendo cariño. Gruñe si el bueno de Mahmoud se acerca a la cuna. Sabe que el pequeño monstruo es propiedad de Su. No le importa que Dicky se asome a echarle un vistazo porque es la persona que les llevó a casa. Pero anoche sintió un interés desagradable por los tobillos de Kevin, ¿verdad, Kevin?
—No puedes protegerte los tobillos. Lo que hay que vigilar es la garganta.
Susan y Dicky regresaban, pero Lucy y Tusker Smalley les detuvieron a unos pocos pasos.
—Un millón de felicidades, Susan —dijo Lucy. Tusker agregó: «Ya lo creo.»
—Gracias. Y gracias por las flores preciosas que mandaron. Me temo que todavía no he escrito a todo el mundo.
—He oído que vais a llamarle Teddie —dijo Lucy.
—No, Teddie no. Edward. Es muy importante decirlo bien. Han empezado a no gustarme los motes y los diminutivos para hombres.
Miró al marido de Lucy.
—¿Por qué le llaman Tusker,[26] comandante Smalley?
Smalley señaló la insignia de su regimiento, los Mahwars: un elefante de cuyo lomo emergía, como una de esas sillas para viajar encima, un penacho de palmera.
—Mahwars. Tuskers, el apodo del regimiento.
Sí, lo sé. ¿Pero por qué le llaman Tusker a usted?
—La historia es un poco larga.
Tusker aparentó modestia, pero estaba complacido.
—... después de todo —continuó Susan, como si él no hubiera dicho nada—, nunca le llamamos muzzy Bingham a mi marido. Ni a mi padre Pankot Layton.
Hubo una pausa. Una brisa peinó las faldas de las mujeres.
—¿A qué regimiento quieres que pertenezca el pequeño Edward? —preguntó Lucy Smalley—. Será una decisión difícil, ¿no? Entre los Pankots y los muzzys. Deberías decidirlo ahora, si se pudiese inscribir a un niño en un regimiento como se le inscribe en una escuela.
La voz de Lucy Smalley fue arrastrada por el último soplo de la brisa y perseguida por la ráfaga más fuerte que azotó a continuación el cementerio y puso a Susan en movimiento. Pareció casi que el viento la había hecho girar, por lo que nadie podría haber dicho que había vuelto la espalda a los Smalley ni que se había introducido a empujones en el grupo encabezado por su madre, pero sí hubo lo que vino a ser un movimiento convulsivo, una reorganización de posiciones, un abrirle paso que concluyó bruscamente cuando ella tocó el codo de su hermana, como encontrando base, y se marchó ligeramente por delante de ella, con un paso lo bastante vivo para que Dicky tuviera que echar a andar bastante aprisa y alargar la zancada para alcanzar a ambas.
—Las niñas comen en casa —dijo Mildred—, y tienen su tonga.
—¿Está bien Susan? —preguntó Nicky Paynton.
—Está muy bien.
El grupo ancló alrededor de Mildred al no moverse ella hasta que los Smalley se acercaron. Y luego, dándoles la espalda, les desairó como si, por lo que a ella respectaba, Susan se hubiera comportado perfectamente hasta que ellos consiguieron molestarla; Lucy mencionando el nombre de Teddie y Tusker pronunciando la palabra regimiento, que era exactamente por lo que Teddie había muerto; y después, lentamente, Mildred abrió la marcha por el sendero, entre las lápidas antiguas: una mujer que puntualiza algo, algo que era menos definido que sentido; el hecho, quizá, de que si podía considerarse que la conducta de Susan era una demostración complementaria de que el tiempo se estaba agotando para las personas como Mildred, entonces cualquier cosa semejante a una riña era vulgar, una acción demasiado cansada para pensar en ella y no digamos para realizarla.
La siguiente vez que Mildred recorriese aquel sendero sería para el bautizo, la admisión como miembro vivo de la santa iglesia-del pequeño Edward Arthur David; y eso pondría un epílogo formal a una etapa difícil de la responsabilidad que había asumido durante la ausencia de su marido. De cosas que dijo se desprendió que no había ni que hablar de que Susan se casara con Dicky Beauvais ni con nadie hasta que regresara John Layton. La consecuencia era que lo mismo podía aplicarse a Sarah. Un hijo político muerto y nunca visto, un nieto vivo y dos hijas todavía saludables eran suficiente prueba de que la vida había seguido para que el coronel Layton, al volver, no sintiera que las cosas se habían derrumbado por falta de una mano firme. Ahora Mildred estaba afirmando los talones. No volverían a meterle prisas. Ya lo habían hecho una vez y el resultado había sido desastroso o casi. El auténtico desastre lo había evitado Susan al no permitir que el niño muriera por causa de ella o que ella muriese por causa de él.
Según Nicky Paynton, la actitud despreocupada de Mildred con el niño, el empleo de la palabra mocoso para designarle, no disimulaba el hecho de que estaba animada ante la perspectiva de tener un nieto que entregar al coronel Layton cuando él recobrase su posición de cabeza de familia. El chico era un Layton a medias. John tenía que haber lamentado muchas veces no tener un hijo propio que heredase el nombre, aunque había estado orgulloso y prendado de sus hijas. Y le había agradado el matrimonio, le había gustado, según dijo Mildred, la fotografía de Teddie. No se sabía con qué estoicismo había recibido la noticia de su muerte. Sus cartas tardaban mucho tiempo en llegar a Pankot y había pruebas de que algunas se perdían en ambas direcciones. Era posible que hubiese recibido la noticia del nacimiento del niño y que no supiese que su yerno había muerto. Era posible que desconociese ambos sucesos. No habían recibido cartas suyas desde hacía algún tiempo, y ahora que se había abierto el segundo frente quizá tendrían que prepararse para un período de silencio y de incertidumbre.
Pero estaban habituadas a ambos, y Mildred, sin bajar su guardia característica, contagiaba a sus amigas un espíritu de optimismo. El bautizo que se celebraría en el bungalow, después de una tranquila ceremonia familiar en St. John, prometía ser una reunión alegre, como un picnic entre (advirtió Mildred) cajas de embalaje que iban llenándose a medida que avanzaba el proceso de separar las pertenencias personales de las Layton del material propiedad del ejército y del departamento de obras públicas.
Cuando estuviese todo terminado quedarían pocas cosas que retrasaran la mudanza a Rose Cottage. La fiesta del bautizo tenía un cariz de despedida. A pesar de todos sus inconvenientes, el bungalow había prestado sus servicios y merecía un cumplido adiós. El oficial de intendencia estaba ya impaciente por recuperarlo para poder convertirlo en hospedaje de oficiales del nuevo contingente de emergencia y aliviar las estrecheces de otro sitio. De estar lleno de mujeres pasaría, como dijo Mildred, a estar «lleno de chicazos», y posiblemente pondrían menos reparos cuando les despertaran los bugles al despuntar el alba, o, en caso de ponerlos, tendrían menos motivo.
Y (en el club, entre semana) Mildred sonrió, dirigió la atención del camarero hacia su vaso y dijo:
—Aunque me temo que Edward va a ser más eficaz que un bugle. Parece tener un instinto para poner a todo el mundo firme a las seis en punto. ¿Verdad, Su?-Casi todos los niños se despiertan a las seis —dijo Susan—. Yo solía despertarme a esa hora en casa de la tía Lydia, en Bays-water, y en la del bisabuelo, en Surrey. Y no había bugles.
—Pero tú eres del ejército —dijo Nicky Paynton.
—Sí —dijo Susan. Estaba sentada muy derecha en una silla del club, observando el reloj y a todas las personas que entraban y salían. Hacía meses que no pisaba el club, desde que había empezado, como ella dijo, a «aficionarse» a los baberos. Esa mañana su madre la había convencido de que se dejase ver, de que tomara las riendas de la normalidad.
—Relájate, querida —dijo Mildred—. Simplemente tienes que aprender a confiar en Minnie. Y deberías cambiar de opinión y tomar una copa, aunque sólo fuera un combinado.
—De acuerdo.
El camarero le sirvió un nimbopani. Ella sujetó el vaso con las dos manos y lo levantó con ambas para llevárselo a los labios.
—¿Tienes frío? —le preguntó su madre. Había estado lloviendo intensamente toda la mañana y la temperatura había descendido. No, contestó Susan, no tenía frío.
—Me ha parecido que tiritabas —continuó Mildred—. Espero que no estés enfermando.
No, dijo Susan otra vez. Estaba muy bien, no estaba enfermando. Posó el vaso en la mesa e hizo un esfuerzo para participar en la conversación prestando atención a la persona que hablaba; pero al cabo de un rato su mirada se desvió de nuevo hacia el reloj y hacia la gente que entraba y salía, de allí al reloj de pared y luego al suyo de pulsera. Extendió una mano hacia el vaso, lo levantó y perdió el control.
Cayó el vaso, cuyo contenido le manchó la falda y las piernas, y se hizo añicos en el suelo, a sus pies. Permaneció sentada. Hubo un silencio en la sala y después se reanudó la conversación. Llamaron a un barrendero. Clara Fosdick se examinó las medias y declaró que no tenían cristalitos y sólo estaban un poco mojadas. Susan, en cambio, dijo, estaba empapada.
—Bueno —dijo Mildred—, vaya una torpeza en ti, ¿no? Tendrás que cambiarte cuando llegues a casa. ¿No estás incomodísima?
—No, mamá.
—Quizá sea mejor que vayas al guardarropa y te seques con una toalla. Luego vuelves y tomas otra copa. Tenemos tiempo de sobra.
—No quiero otra copa.
—Bueno, pues vete a secarte.
—Estoy más cómoda sentada.
Llegó el barrendero con escoba y recogedor. Clara Fosdick, sin levantarse, movió su silla y le dejó sitio para que barriera todos los cristales, pero Susan no se movió. Observó cómo el hombre barría cautelosamente alrededor de sus pies. Cuando se hubo ido, Mildred pidió otra copa, pero la conversación encalló y Susan no volvió a levantar la mirada. Mildred dijo, irritada:
—Cariño, ¿qué demonios te pasa?-Nada. Me estoy relajando.
Sonrió y de pronto se recostó en el asiento, con los brazos cruzados. Preguntó a Nicky Paynton si había tenido noticias recientes de sus dos hijos en Wiltshire. Nicky dijo que sí. El mayor estaba impaciente por cumplir dieciocho años, terminar los estudios y alistarse en la RAF, precisamente.
—Pero esperamos quitárselo de la cabeza —añadió—, a menos que se empeñe realmente en esa carrera, como una alternativa del ejército, y que no sólo sea el encanto pasajero de los chicos de uniforme azul lo que le atraiga.
—¿Y el otro?
—Oh, él prefiere los Ranpur. Pero todavía está en la edad de pensar que su padre es el mandamás.
Susan no había dejado de sonreír, pero las demás supieron que el tema evitable había salido a relucir una vez más e invocado la sombra de Teddie. La conversación se atascó otra vez y un momento después Mildred miró por la ventana, terminó su copa y dijo:
—Ha escampado. ¿Por qué no te vas a casa y te quitas ese vestido mojado?
—Sí, me gustaría irme a casa, si no os importa.
Pero esperó a que las otras se hubiesen puesto de pie para levantarse ella. Echó a andar, con los brazos todavía cruzados, detrás de su madre y de las amigas de su madre, pasó por delante de las columnas y las palmeras en tiestos...
... e ingresó en su vida interior, su melancolía; un asunto inexplicable, peor que el de la hija de Poppy Browning, porque aquella chica había tenido una cierta justificación para lo que había hecho: un marido infiel muerto en los brazos de su amante india. Pero el marido de Susan había muerto valerosamente y, por trágicas que fueran las circunstancias entonces y más tarde en la cuestión del parto prematuro, ella se vio rodeada de amor y devoción, y el niño era indudablemente un recordatorio vivo de este hecho y del deber que tenía de mimarle, de mostrarle al menos tanto afecto como le habían prodigado a ella.
Y se lo había mostrado. Por consiguiente, el suceso que aconteció en el bungalow la tarde de la víspera del bautizo rebasó la capacidad de entendimiento de todo el mundo en mucha mayor medida de lo que lo hubiese hecho si ella hubiera seguido dando signos de rechazar a su hijo. Pero el rechazo había tenido breve duración. Su inquietud posterior por el bienestar del niño era un espectáculo enternecedor; un poco exagerado, pero no mucho más que los otros rasgos y características que habrían de componer la personalidad vital en la que siempre había parecido que residía un espíritu de determinación especial por hacer lo correcto, pero con estilo y juvenil frescura; atrayendo la atención sobre sí misma, sin duda, pero también sobre el propósito y la naturaleza de una vida basada en unas pocas, pero precisas ideas.
Y ahora, con una sola acción destruyó su propia imagen como un niño destruiría su edificio de ladrillos meticulosamente construido. Había, efectivamente, en su conducta un elemento desagradable de juego, de destrucción deliberada de un facsímil del mundo adulto en el que habitaba. Al principio se dijo que su acción había puesto en peligro la vida del niño, pero en cuanto se conocieron los hechos la idea de una tragedia evitada de milagro fue suplantada por la sospecha de que, si ella no había pretendido una parodia, la tragedia se había consumado; y esta sospecha resultó tan fuerte como la compasión sentida por una muchacha presa de una depresión posparto tan profunda que en poco se distinguía de la locura.
Pero la palabra locura no aportó ninguna ayuda. Si Susan había perdido el juicio probablemente lo había hecho porque encontraba su vida insufrible. Sin sentido. Tampoco ayudó el recordar que Susan no sólo había encajado, sino que la habían visto encajar en esa vida. Lo había intentado. Intentarlo no debería haber sido necesario. Para ella, al parecer, lo había sido; y de repente había desistido; no sólo desistido, sino borrado simbólicamente con su acto extraordinario todos los años de esfuerzo.
La tarde de la víspera del bautizo, cuando su madre estaba en Rose Cottage supervisando la medición de las nuevas cortinas, y Sarah había vuelto al daftar y dejado a su hermana al cargo de todo, Susan envió a Mahmoud al bazar a comprar cinta azul para el faldón del niño, el viejo faldón de Sarah, que Mabel había conservado en un baúl durante años y había regalado solamente un par de días antes de su muerte. Dijo a Mahmoud que se llevara a Pantera, al que ella acusaba de estar volviéndose gordo y perezoso por falta de ejercicio. Diez minutos después de haberse ido Mahmoud, arrastrando al perro reacio, Susan llamó a Minnie, que estaba ordenando sábanas y fundas de almohada para el dhobi, [27]y le dijo que corriera tras él para decirle que quería cinta blanca, no azul.
Minnie se puso en camino, pero regresó. Interrogada al respecto más tarde, dijo que a pesar de todas las pequeñas ofrendas que ella había hecho desde que Memsahib se había quedado viuda, los malos espíritus no habían sido aplacados, no se habían marchado a otro sitio, infestaban todavía el bungalow y el terreno cercado, y aquel día concreto —el día anterior a los ritos ajenos del bautizo— había sido especialmente de mal agüero. Y por ciertas cosas que la Memsahib había hecho —sacar el faldón, alisarlo, sostenerlo y hablarle; mirar al niño pero sin tocarle, como si temiera hacerlo— creyó que también ella era consciente de los malos espíritus. Había vuelto atrás desde la puerta en parte porque tenía miedo de lo que pudiera pasar si desertaba de su puesto, y en parte por curiosidad. Pensaba que la Memsahib se proponía hacer un puja cristiano especial por su cuenta.
Aunque, como su tío, Minnie profesaba la fe musulmana, los rigores de aquella religión austera pesaban ligeramente sobre las gentes de los montes de Pankot. Altares erigidos al borde de los caminos a los viejos dioses tribales todavía estaban decorados con exvotos de flores, y aquí y allá, en lugares que se creían habitados por bhuts y demonios —un árbol, una encrucijada—, a veces podían encontrarse platos de leche y mantequilla aclarada. Desde hacía algún tiempo, en lugares secretos del cercado, Minnie había depositado y reaprovisionado esos símbolos de apaciguamiento. Le interesaba ver cómo la Memsahib ejecutaba un designio similar.
Volvió al bungalow, pero se escondió y fue recompensada por la visión de Susan, sentada ahora en el mirador, vistiendo al niño con el faldón de encaje, hablándole para calmarle y luego —completado el acto de vestirle— continuando durante un rato sin hablar y mirando hacia adelante, en lugar de al niño, por lo que Minnie supuso que estaba sumisa en una especie de conjuro silencioso.
Y luego, bruscamente, Susan se había levantado, había bajado las escaleras del mirador con el bebé en brazos y caminado por la hierba hacia la tapia de ladrillo desnudo que separaba el jardín del alojamiento de la servidumbre. Minnie pensó que quizás había un número de pasos que madre e hijo tenían que dar juntos, y automáticamente empezó a contarlos. La alarma que pudo haber sentido cuando Susan se detuvo de pronto y colocó al niño de espaldas sobre la hierba húmeda fue momentáneamente acallada por la fascinación que ejercía sobre ella aquel extraño ritual, porque ahora no le cabía la menor duda de que estaba asistiendo a un rito que ningún otro indio había presenciado, pues de lo contrario hubiera oído contar cosas al respecto. Cuando Susan se alejó del niño y avanzó a lo largo de la tapia hacia el extremo donde terminaba, Minnie contó nuevamente los pasos, y cuando Susan se agachó, recogió una lata y regresó con ella, fue esta acción entera la que cautivó la imaginación de Minnie y no sólo la lata, el motivo de que Memsahib cogiera una lata que ella reconoció como la que Mahmoud tenía a mano, llena de queroseno, para encender las fogatas de basura acumulada. El queroseno era aceite. ¿Era también aceite sagrado para las personas como la Memsahib?
La acción siguiente de Susan fue la más subyugante de todas. Caminó alrededor del niño en un amplio círculo, mientras ladeaba la lata para rociar el suelo de aceite. A continuación dejó la lata cerca de la pared, se acercó al círculo y se arrodilló. Junto con la lata debía de haber habido cerillas, puesto que ella tenía una caja en la mano y estaba encendiendo una que arrojó sobre el queroseno. La llama saltó y corrió en dos direcciones, trazando la circunferencia hasta que los dos brazos ardientes se juntaron en el otro lado y cercaron al objeto del sacrificio.
Minnie no comprendía, pero había dejado de intentar descifrarlo porque había entendido lo más importante. Comprendió el fuego. Gritó, agarró una sábana del fardo para dhobi y echó a correr. La hierba del interior del círculo estaba demasiado mojada para que las llamas prendieran y se esparcieran hacia el centro, donde el bebé miraba al cielo y movía los brazos y las piernas. Pero Minnie tampoco comprendió esto. Actuó instintivamente y lanzó la sábana por encima de las llamas, que ya se estaban volviendo azules y amarillas, mortecinas; y utilizó la tela como un sendero para llegar hasta el niño. Después de recogerlo retrocedió gritando todo el tiempo a la Memsahib, que seguía arrodillada y miraba al centro del redondel de fuego donde su hijo había estado. Parecía no darse cuenta de que ya no estaba allí y de que Minnie le estaba gritando.
Seguía en el mismo sitio cuando Mahmoud volvió del bazar y encontró a Minnie en el mirador, abrazando al bebé que ahora lloraba, sin atreverse a acercarse a su señora ni tampoco a perderla de vista. Susan seguía en el mismo sitio cuando, llamada por Mahmoud, Mildred volvió. Hizo caso omiso de todas las órdenes y súplicas de su madre para que se levantara. Tampoco hizo caso a Travers cuando llegó. Permaneció donde estaba hasta que Sarah, transportada a casa por Dicky Beauvais, se apeó y habló con ella. Dejó que Sarah la condujese al interior de la casa y poco después a la ambulancia que Travers había llamado para llevarla a la clínica. En todo ese tiempo no había mirado a nadie ni hablado con nadie, sino que había sonreído como si fuera feliz por primera vez en su vida.
El relato se divulgó rápidamente por los alojamientos de la servidumbre. Llegó al bazar y a los pueblos circunvecinos esa misma noche, antes de que el último fuego hubiese sido extinguido y la última luz apagada. La joven Memsahib había sido invadida por la especial santidad de la locura, y sus gritos de melancolía pudieron oírse en los montes, apenas discernibles de los aullidos de las manadas de chacales que excitaron a los perros y les hicieron ladrar. El sonido se oyó toda la noche, pero remitió conforme llegaba la mañana, dejando un profundo e inquietante silencio e inmovilidad que parecía dividir a las razas, a los de piel oscura de los de piel blanca, e imprimir en cada movimiento de estos— últimos un aire furtivo del que ello«mismos tenían conciencia si se fijaban en su expresión distante y preocupada.
Ciertamente un aire furtivo gravitó sobre la ceremonia que Arthur Peplow, ante la insistencia de Mildred, ofició, como estaba previsto, a las once de la mañana, recibiendo a los asistentes y hablándoles en un susurro, como si el rito estuviese prohibido y todos ellos fueran mártires en potencia, temerosos de Dios pero también de ser descubiertos. Los débiles lloros del bebé fueron una amenaza constante, al igual que las toses nerviosas, el arrastrar de pies, las palabras que mascullaba Arthur y los murmullos de respuesta de los fieles.
No hubo fiesta después. Mildred la había suspendido. Se consideró que era un prodigio que hubiese conseguido asistir al bautizo. Fuera de la iglesia, los Rankin, tras haber cumplido su cometido de padrjnos, volvieron meditabundos a Flagstaff House, mientras Sarah y Dicky llevaban a Mildred a casa. Ante el círculo de los íntimos reunidos para el almuerzo, Isobel informó de que Mildred había estado serena pero poco comunicativa, menos en un aspecto. «¿Qué estaba haciendo esa maldita mujer en la iglesia?», había preguntado, refiriéndose a Miss Batchelor, a quien todos habían visto sentada lo más lejos posible de la pila, en el primer banco, donde nadie la había visto antes; y de rodillas, rezando como si su presencia fuera a ser determinante para que un bautizo tuviera «éxito» o no.
—Pero no estoy tan segura —dijo Isobel— de que Mildred no esté demasiado obsesionada por Miss Batchelor.
Preguntada por Nicky Paynton a qué se refería exactamente, Isobel mostró cierta renuencia a responder. Las cosas ya estaban bastante mal, dijo, lo suficientemente mal para la plaza militar como para que las agravaran las críticas y el cotilleo. Pero al final reveló que Clarissa Peplow, que al igual que Isobel se había presentado en el bungalow la noche anterior para ver si podía ayudar en algo, había sido obligada por Mildred a llevarse un estuche de cucharillas que la vieja maestra había obsequiado a Susan como regalo de boda. Clarissa había intentado declinar el encargo, pero Mildred se había puesto «sumamente excitada». Juró que nada había salido bien desde que Susan las había recibido, y dijo que no las quería en casa ni un minuto más. Clarissa podía tirarlas si no se atrevía a devolvérselas a la maestra, pero de todos modos tenía que llevárselas. Todo lo cual, dijo Isobel, sugería que a Mildred se le había metido entre ceja y ceja que Miss Batchelor era una mala influencia y la culpable de todo.
En realidad (siguió diciendo Isobel) Mildred había llegado casi nada menos que a acusar a Barbara Batchelor de indisponer adrede a Mabel con su familia. Dijo que si Mabel no hubiera sido encandilada y adulada por Miss Batchelor desde el mismo principio, se habría desembarazado de la maldita intrusa y mudado al cuartito para que Mildred y las chicas ocuparan el resto de la casa, y que si eso hubiera ocurrido Susan probablemente no se habría casado con Teddie Bingham, que era un buen chico pero no el marido que Susan merecía. Él probablemente nunca hubiera superado el rango inferior de la oficialidad. La vida mugrienta en el bungalow del ejército había desfigurado el panorama de Susan, le había crispado los nervios, trastornado totalmente, hasta que de pronto había visto el matrimonio como una escapatoria, elegido a Teddie sin pensarlo dos veces y casado con él para encontrarse otra vez en el punto de partida, primero con el marido ausente, luego viuda y después madre de un niño sin padre. Y ahora Dios sabe lo que iba a ser de ella.
—Según Travers, Susan no ha dicho una palabra a nadie, sino que se limita a estar sentada en la habitación que le han dado, mirando por la ventana y sonriendo —concluyó Isobel.
Eso era lo horroroso: haber hecho lo que había hecho y, sin embargo, sonreír. ¿Pero qué había hecho? Cuanto más se pensaba en ello más incomprensible resultaba. Hasta la mecánica del acto —y no digamos el motivo— carecía de sentido, hasta que uno de los hombres, Dick Rankin en persona, dijo que le recordaba una de esas cosas que los niños hacían a los escorpiones para ver cómo se mataban clavándose el aguijón antes que ser abrasados vivos.
—Pero no es cierto —señaló Rankin—. Si metes a un escorpión en el centro de un aro de fuego arquea la cola como si fuese a clavarse el aguijón, pero sólo es un acto defensivo reflejo. Esos bichos mueren achicharrados, porque a pesar de su apariencia tienen una piel muy fina, y por eso salen sobre todo cuando llueve. Cuando hace calor se esconden debajo de las piedras.
Pero Dios sabía por qué la muchacha le había hecho al bebé lo que los niños hacían a los escorpiones. Debía de haber perdido totalmente la chaveta. Quizás en su estado de enajenación había querido recrear las circunstancias de la muerte de Teddie, que había muerto abrasado. ¿Pero a santo de qué el círculo cuidadosamente trazado? Si se analizaba lógicamente la escena, el bebé no había corrido más peligro que el de pescar un resfriado, riesgo que su joven niñera había aprovechado la oportunidad de evitar, bañándole y envolviéndole en ropas calientes.
—Bueno —resumió Rankin—. Supongo que el psiquiatra sacará algo en limpio. No se puede aplicar la lógica ordinaria a un caso como éste. Pero es un condenado embrollo para la plaza militar.
Y uno volvía a la sonrisa y a través de la sonrisa a la incómoda sensación de que Susan había hecho una declaración sobre su vida que de un modo u otro era también válida para la vida de todos: declaración que les reducía —ahora que Dick Rankin había emitido su dictamen— al tamaño de un insecto; un insecto completamente rodeado por un elemento destructivo, de tal forma que aunque te retorcieses, girases, atacases o te defendieras estabas igualmente perdido, no por las fuerzas coligadas contra ti sino por la terrible ineficacia de tu propia armadura. Y si por armadura se entendía conducta, ideas, principios, el código por el que se regía tu vida, entonces el sentido que podía leerse en la por lo demás disparatada parodia de Susan era, por decir lo mínimo, provocador.