V

Del «Ranpur Gazette»: 15 de agosto de 1942

INGLESAS ATACADAS

Acaba de saberse oficialmente que la tarde y la noche del 9 de agosto dos inglesas fueron víctimas de violentos ataques en la ciudad de Mayapore, de esta provincia. En el primer caso, que sucedió en el área rural de Tanpur, aún no se han realizado detenciones. En el segundo, que aconteció en la ciudad de Mayapore, han sido arrestados seis jóvenes hindúes. Se da como probable que se formule contra ellos una acusación incursa en la sección 375 del Código penal indio. Es de encomiar la rápida acción de la policía de Mayapore al prender a los sospechosos un par de horas después de perpetrada la vergonzosa agresión. El equipo policial se hallaba al mando directo del superintendente de policía del distrito. En un comunicado facilitado a la prensa el superintendente afirmaba: «No es de interés público revelar en este momento el nombre de la muchacha. Trabajaba voluntariamente en el Hospital General de Mayapore. Su familia es conocida por la distinción de sus servicios a la India. Según su declaración fue atacada por unos seis varones indios que la detuvieron de noche, cuando volvía a su casa desde el lugar donde también llevaba a cabo una tarea voluntaria y benéfica por los enfermos y los moribundos de las castas censadas. Fue apeada de su bicicleta y arrastrada hasta el lugar abandonado conocido como Jardines Bibighar, donde abusaron criminalmente de ella.» El superintendente confirmaba que entre los detenidos se encontraba un joven a quien había conocido en el curso de una visita de trabajo al dispensario de los pobres. El incidente de Tanpur, ocurrido más temprano, tuvo lugar en pleno día. Miss Edwina Crane, superintendente de las escuelas de la misión protestante en el distrito de Mayapore, fue atacada por una nutrida chusma que obstruyó el paso de su automóvil, en camino desde Dibrapur hacia el cuartel general de la misión en Mayapore. La acompañaba D. R. Chaudhuri, el maestro encargado de la misión en Dibrapur. Había dejado la escuela para proporcionar protección a Miss Crane contra las bandas de badmashes que, según rumores, vagaban por los campos al difundirse la noticia de la detención de Gandhi y otros dirigentes del Partido del Congreso. J. Poulson, subcomisario adjunto de Mayapore, dijo que había salido de la ciudad en un camión de la policía a eso de las 3.45 de la tarde del 9 de agosto para investigar los informes de que la línea telefónica había sido cortada entre Dibrapur y Mayapore y de que se estaban congregando agitadores en las zonas rurales. Declaró: «En Candgarh encontramos a la policía local encarcelada en su propio kotwali, y tras haberla liberado proseguimos la persecución del populacho responsable del acto. Estaba lloviendo. A unas pocas millas de Tanpur, vimos primero un automóvil incendiado y luego, a unos cientos de metros, a Miss Crane, sentada en el arcén, custodiando el cuerpo de Chaudhuri, que había sido apaleado hasta la muerte. Ella estaba completamente empapada. Al intentar salvar a su subordinado de la chusma, que al parecer se había opuesto a que un indio viajara en compañía de una mujer inglesa, Miss Crane había sido golpeada varias veces. Cuando recobró el conocimiento había encontrado al maestro muerto y los asesinos habían desaparecido.» Miss Crane se encuentra actualmente en el Hospital General de Mayapore, donde su estado, aunque haya experimentado mejoría, todavía es causa de inquietud. Si bien en Ranpur reina la calma, Dibrapur y Mayapore han sido escenario de graves disturbios y se han izado banderas del Congreso en el juzgado y la residencia privada del magistrado de Dibrapur. Se sabe que han salido tropas hacia la ciudad para hacer frente a la situación y que, asimismo, hay un contingente alerta en Mayapore, en previsión de una solicitud de ayuda por parte del poder civil. El oficial de más alta graduación en Mayapore es el general de brigada A. V. Reid, DSO, MC.[3] La rapidez con que toda la situación se ha deteriorado poco después del respaldo del Comité del Congreso a la campaña de Gandhi «Fuera de la India» en Bombay, el 8 de agosto, sugiere que existían planes trazados muy de antemano para estos actos de insurrección. La escala en que la desobediencia civil se ha producido en esta y otras provincias, los informes que se reciben constantemente de disturbios, destrucción desenfrenada, incendios y pillajes, difícilmente sustentan la opinión expresada en ciertos sectores de que se trata de «manifestaciones espontáneas de cólera popular por el encarcelamiento injusto de sus dirigentes». Las autoridades demostraron miopía al detener a miembros del Congreso pocas horas después de que el comité aprobara la resolución. Y es de esperar que los culpables de las agresiones depravadas e indignantes a dos inglesas inocentes y del asesinato del maestro indio comparezcan rápidamente ante la justicia.

La confirmación de los rumores que habían circulado en Pankot de que había habido ataques contra inglesas en las llanuras provocó un llenazo en la reunión del club. Los socios llegaban con sus ejemplares del Ranpur Gazette abiertos y plegados por la página en que figuraba la crónica, por si se daba la remota posibilidad de que alguien no la hubiera leído. «Ya veo que todo el mundo ha comprado el billete de vuelta», dijo un socio. Pero la cuestión no se prestaba a bromas.

El propósito de la reunión, anunciada con varios días de antelación, era decidir las disposiciones para proteger vida y hacienda en el caso de que aconteciesen desórdenes en Pankot. Tan improbables habían parecido que sólo se había previsto la asistencia de la mitad de las personas presentes. La reunión se aplazó durante un cuarto de hora para que llevaran más sillas al salón principal. Finalmente comenzó con unas palabras pronunciadas por el coronel Trehearne en su calidad de oficial superior del acantonamiento. Su voz, aunque musical, no era potente: «¡No se oye!», gritó alguien desde el fondo. Le chistaron para que callara. Los veteranos sabían por experiencia que la aportación de Trehearne a cualquier asamblea pública tenía la misma relación con lo que seguía que una obertura con respecto a una ópera. Si alguien llegaba después de que él se hubiese sentado no se perdía nada.

Le sucedieron dos funcionarios del cuartel general del distrito en Nansera: Bill Craig, asistente del subcomisario adjunto, que aseguró al auditorio que el distrito no se había visto afectado hasta el momento por los disturbios en las llanuras, y que esperaba que la calma persistiese; y Ian Macintosh, de la policía india, que confirmó el criterio y el informe de Craig y agregó que tres hombres de Ranpur, a los que el CID[4] había sometido a vigilancia, acababan de ser detenidos por perturbar la paz al haber intentado arengar a los habitantes de un pueblo cercano. Macintosh añadió que empleaba adrede la palabra «intentado», ya que los lugareños se habían limitado a reírse de ellos y hasta podrían haberles lapidado de no haber intervenido una patrulla de alguaciles que llegaron en camión y les condujeron a un lugar seguro: el calabozo.

La atmósfera reinante en el club, que al principio había sido bastante tensa a resultas de los informes publicados por el Ranpur Gazette, recobró casi la normalidad. El mar de fondo de indignación, de determinación de resistir, de miedo y de triste enojo por que las cosas hubieran llegado a aquel extremo, se vio contrarrestada por el buen humor colectivo, por la hilaridad, casi.

En este momento se levantó un oficial indio del estado mayor del general Rankin, el comandante Chatab Singh, afectuosamente conocido como Chatty (cosa que era),[5] y explicó a grandes rasgos los planes civiles y militares para controlar Pankot y Nansera (que estaba a diez millas por la carretera, en dirección a Ranpur) en caso de que ocurriera lo impensable. Habría unos puntos determinados de reunión para los residentes que quisieran refugiarse de desórdenes y ataques contra propiedades e instalaciones europeas; por ejemplo, mujeres que vivieran solas o con niños y aquellas cuyos maridos estaban de servicio en otro destino o probablemente habrían de estarlo de producirse graves alborotos en la zona. Uno de esos puntos sería el club mismo. Chatty dijo que agradecía que en adelante se llamasen trincheras y que esperaba que eso no disuadiría a la gente de usarlas si era necesario.

Habló con humor y precisión. Su hermosa mujer, que encabezaba la pequeña sección india de esposas de militares, tomó notas puntuales. El auditorio rió los chistes de Chatty, que no eran muy ingeniosos. De haberlo sido hubieran suscitado la sospecha de que Chatty albergaba pensamientos amargos en el interior de su cabeza pulcramente envuelta en un turbante.

Tras una breve pausa para el turno de preguntas, Isobel Rankin se levantó para anunciar que después del refrigerio las jefes de los diversos comités femeninos habrían de reunirse en la sala de juego. Esas mujeres fueron elegidas para formar el comité especial femenino de emergencia. Dijo que confiaba en que la sesión inaugural de la asamblea resultara ser también la de clausura. Aludió a la crónica del Ranpur Gazette y a los rumores de tales ataques, que habían sido moneda corriente en los últimos días, burdamente exagerados con respecto al número de mujeres que los habían sufrido.

No quería (dijo) minimizar la seriedad de lo que al parecer había sucedido en Mayapore, pero advirtió contra los efectos de lo que denominó una reacción excesiva. Antes de abandonar la tribuna preguntó si la señora Smalley estaba presente, y al saber que así era (nadie podía haberlo puesto en duda), le pidió que fuera la secretaria del comité de emergencia. La señora Smalley era ya secretaria de tres comités permanentes.

—Lamento encomendarle una nueva tarea, pero usted es la candidata evidente —dijo Isobel Rankin.

—Oh, no se preocupe —dijo la señora Smalley, volviendo a sentarse, y, pequeña como era, desapareció prestamente. La gente sonrió. La señora Smalley se hubiera picado si la mujer del general hubiese designado para el puesto a otra persona. Estaba hambrienta de trabajo.

Casi todas las plazas militares tenían su matrimonio Smalley; una serie de ellas lo había tenido en un momento u otro. Puesto que la pareja era anodina y no parecía ambiciosa, no provocaba envidia ni apenas recelo. En Pankot, donde estaban desde finales de 1941, llegaban a las fiestas armoniosamente juntos y después establecían distancias entre ellos, como para repartir su presencia vulgar en tantas partes de la sala como fuera posible. Al marcharse lo hacían cogidos del brazo, dando la impresión de que interpretando sus respectivos papeles en una labor colectiva habían mantenido un elemento integrante de su vida privada y afecto mutuo.

Los Smalley eran un tanto pelmazos, pero muy útiles: el comandante Smalley, con su pericia en asuntos rutinarios del cuartel general de la zona, y su mujer, la pequeña Lucy, con sus conocimientos de taquigrafía y su paciencia con el papeleo: el burro de carga perfecto para todo comité. Socialmente se les consideraba grises, pero menos mal que había un poco de grisura obvia en aquel ambiente. La imagen de Lucy y Tusker enlazados por el brazo en el pórtico al final de un cóctel, esperando en la noche la tonga que una vez más no se había quedado o no había vuelto para recogerles, despertaba el instinto samaritano de los invitados más alegres y previsores, porque estas constantes disposiciones fallidas que el matrimonio tomaba para su propia conveniencia parecía acentuar la eficiencia servicial que mostraban en asuntos de interés para el conjunto de la comunidad. Los Smalley siempre conseguían que alguien les llevara a casa.

Vivían en el hotel Smith. Tenían una suite: un cuarto de estar pequeño y oscuro y un dormitorio aún más pequeño y más tenebroso. Tusker se confesaba perfectamente satisfecho de este alojamiento (recibía una dieta especial por vivir fuera), y aunque Lucy decía a menudo que ojalá pudieran encontrar un pequeño bungalow donde recibir con más holgura a sus invitados a cenar, Pankot estaba igualmente satisfecho de este arreglo. Los cócteles eran una cosa y las cenas otra. La experiencia de sentarse al lado de uno u otro Smalley en una recepción oficial —él con el uniforme de gala que se obcecaba en ponerse a pesar de la dispensa existente por causa de la guerra y que le quedaba prieto en los hombros, y ella con su traje de noche de tafetán carmesí (lo bastante familiar al cabo de un tiempo para que la consideraran un combativo puntito de referencia paciente y modesta en un mundo agitado y, a veces, avaro)— había contribuido a que Pankot se formara la sensata opinión de que los Smalley estaban alojados inmejorablemente donde estaban. De hecho, resultaba poco menos que desagradable imaginarlos fuera del contexto del hotel Smith; casaban con la mantelería y las palmeras en tiestos; y, al residir en una habitación de hotel, estaban interesantemente investidos de los atributos de pareja en eterna luna de miel, aun después de diez años de matrimonio sin hijos. Vista así, su estampa cogidos del brazo no sólo era grata, sino que tenía una explicación satisfactoria.

Cuando Lucy Smalley ocupó su puesto en la sala de juego, con el lápiz y el cuaderno en esmerado equilibrio sobre sus piernas colocadas con esmero, agregó un toque final al cuadro de la jerarquía femenil a la que podía presumirse que ella —a su manera tímida y tenaz, y con independencia de la plaza militar que fuese— aspiraba a pertenecer. Sus miradas tímidas eran más penetrantes de lo que parecía. Contenta con parecer mediocre y lerda, buscaba oportunidades para emitir opiniones que la gente considerase lo bastante inteligentes como para confirmarles en su propia opinión de que, aunque necia, no lo era tanto, y de que era mediocre de la forma correcta, deferente y servicial.

Habían juntado seis mesas de juego para que el comité pudiese trabajar cómodamente. Ante ellas se sentaron Isobel Rankin,Maisie Trehearne, Mildred Layton, Nicky Paynton, Clara Fosdick y Clarissa Peplow, la mujer del reverendo Arthur Peplow, titular de St. John y capellán del puesto militar. Lucy Smalley se sentó a unos centímetros de uno de los extremos, enfrente de Isobel Rankin, que apoyaba los codos en la mesa del otro. Descontando la elección de asiento por parte de Isobel, no se había respetado ningún orden especial de preferencia. La omisión fue quizá deliberada. Se había establecido una especie de igualdad.

La reunión fue informal. Isobel había hecho un borrador del orden del día y, con arreglo a la charla general, de cuando en cuando dictaba a Lucy un acta para que la apuntara.

La miembro más silenciosa era Maisie Trehearne. Era alta, delgada y majestuosa, como puede ser una mujer proclive a las preocupaciones personales si posee la figura para serlo. Nadie sabía cuáles eran esas preocupaciones. Podía haber habido otra explicación de la impresión que causaba de tener cosas en que pensar más importantes que el asunto tratado.

Había quienes afirmaban que tenía la mente en blanco en igual medida que su pálida cara patricia carecía comparativa e injustamente de arrugas: pero nunca vacilaba si le pedían que comentase un punto de vista recién expresado. Rara vez sonreía. Pero rara vez estaba enfadada. La única cosa conocida de la vida emocional de Maisie Trehearne era que adoraba a los animales y le horrorizaba la crueldad con ellos. Pero expresaba el cariño y el horror con tono muy parecido al que empleaba para hablar de otras materias.

Nadie había descubierto nunca en ella el corazón de acero que una carrera militar en la India exigía normalmente y que era, posiblemente, el responsable de su tiesura incluso cuando estaba sentada. Quizá se debiese a un corsé incómodo, pero parecía demasiado serena para que así fuese. La serenidad era la característica principal de Maisie. De no ser por la guerra, su marido hubiera estado muy cerca del retiro, pero ella no delataba ni placer ni decepción por la postergación —como en su caso, curiosa pero oportunamente, ocurría— de Cheltenham.

De las demás mujeres, sólo Clarissa Peplow tenía una cierta afinidad física con Maisie. Era también pálida, aunque regordeta. Era asimismo majestuosa, pero su majestad era la de alguien consciente de la dignidad de militante de la iglesia de Cristo. Con excepción de Lucy Smalley, Clarissa era la mujer menos importante de la reunión; pero importante en términos temporales. Sus ojos azul claro proclamaban circunstancias en las que otros términos prevalecían.

Frente a ella tenía a la viuda Clara Fosdick, cuya hermana estaba casada con el juez Spendlove, del tribunal supremo de Ranpur. Clara era huesuda y entrada en carnes. Tenía una voz resonante de contralto que le facultaba para argumentar persuasivamente, aun cuando fuese obvio que había llegado a un criterio mediante un proceso de razonamiento emocional, no una deducción lógica. Se entendía muy bien con hombres jóvenes. Encarnaba en muchos sentidos la idea que un joven tiene de la madreperfecta. Les parecía afectuosa, ecuánime, jovial, tranquila, dura cuando era necesario, pero dotada de una capacidad considerable de comprensión y tolerancia en aquella parte de su cuerpo que a su edad y con su constitución podía llamarse con propiedad un seno. A los jóvenes no les sorprendió enterarse por su amiga Nicky Paynton que Clara Fosdick había perdido a su hijo único a los cinco años, cuando murió de fiebres tifoideas en el Punjab.

La señora Paynton, la más habladora de las mujeres sentadas a la mesa y con quien Clara Fosdick compartía un bungalow, era recia y enjuta, tensa y enérgica. Su marido, Bunny Paynton, el oficial al mando del 1.° de Ranpur, estaba en servicio activo en el Arakan. Tenían dos chicos estudiando en Wiltshire a los que no habían visto desde el viaje de vacaciones con su marido a Inglaterra, en 1938. Ella tampoco había visto mucho a Bunny. La frecuencia con que sacaba el tema del marido ausente y de los hijos lejanos bastaba para detectar lo raramente que no estaba pensando en ellos. Pero sus alusiones eran siempre despreocupadas, en consonancia con la disciplina que la plaza esperaba que una mujer en sus circunstancias se impusiera. Ahora estaba hablando de Bunny y de la noticia del Ranpur Gazette, que designaba al general de brigada Reid como oficial al mando de las tropas de Maya-pore cuando los ataques a las dos inglesas se habían producido.

—No le voy a decir a Bunny que a Alee Reid le han dado una brigada. No le conocemos bien, pero siempre le hemos tenido por un poco zoquete. Creí que seguía en Rawalpindi, que fue donde le vimos la última vez. Se acuerda de Alee y de Meg Reid, ¿verdad, Mildred?

—Vagamente.

—Meg Reid era también un poco aguafiestas. No comprendo cómo le han dado a Alee el mando de una brigada. Ha estado años detrás de una mesa. Si le escribo a Bunny que Alee Reid tiene una brigada seguro que se vuela la tapa de los sesos.

—¿Volvemos al orden del día? —preguntó Isobel Rankin.

Dio un golpecito con el lápiz en la hoja de papel. Se le veían los nudillos. Parecían duros. Tenía las uñas pintadas de un rojo vivo. No había languidez en Isobel. Permitía un poco de cotilleo en una reunión amistosa como aquélla, pero lo controlaba y no participaba en él. Hacía que las cosas avanzasen en la dirección que ella quería. El gesto más ínfimo —ajustarse con el índice sus gafas de leer sobre el puente de la nariz— era dinámico.

La concentración de energía era el rasgo que le distinguía de las demás presentes, incluso de Nicky Paynton, cuya vitalidad, potencialmente equiparable, parecía, por comparación, carecer de objetivo. Pero, por otra parte, Isobel no podía relajarse como sus colegas. Cargaba con el peso del mando. Podría haber recaído sobre varias de las otras mujeres —sobre Mildred, sobre Nicky o sobre Maisie— y lo hubieran sobrellevado con igual capacidad. La cuestión de cuál de ellas se sentaba a la cabecera de la mesa, como había hecho la mujer del gobernador, había sido decidida por su elección de maridos. Con una larga guerra y un poco de suerte, Bunny Paynton podría conseguir no solamente el mando de una brigada, sino de una división, y el marido de Mildred probablemente habría podido ser general de brigada si sus expectativas de ascenso en tiempo de guerra no hubieran llegado a un agobiante paréntesis en el norte de África.

Pero así eran las funciones castrenses. Dick Rankin nunca obtendría un mando activo. Era un administrador militar, y lo bastante joven y bien relacionado como para prever que cargos castrenses de nivel gubernamental coronarían su carrera.

De Isobel emanaba un aire de poder de mayor alcance que el solo poder del ejército. Se estaba preparando para el mundo en que las cosas se organizaban y las cuestiones de importancia se decidían. Cierta tendencia al secreto, disfrazada de discreción, insinuaba ya una familiaridad con lo que ocurría entre bastidores.

Fuera del círculo de sus amistades era, por supuesto, muy incomprendida. Los que pensaban que ella no les dispensaba el trato que merecían interpretaban sus destellos de ingenio y la dureza natural de su tono como prueba de maldad, y su impaciencia en las discusiones como indicio de inflexibilidad mental. No era estúpida ni malvada, y en realidad detectaba rápidamente la estupidez y la maldad en los demás. Y distaba mucho de ser la estricta y mezquina seguidora de normas que podía haber parecido a los ojos de personas que, desconcertadas por la actitud cortante que adoptaba con los ignorantes, los prejuiciosos y los que malgastaban el tiempo, llegaban a la conclusión de que habían fracasado socialmente.

Pero hoy, quitando a Clarissa y a Lucy, estaba entre amigas y, si después de ajustarse las gafas hubiera anunciado su credo personal en vez del asunto siguiente —las disposiciones especiales para las madres y niños indios que acudieran a las zonas defendidas en busca de protección de los disturbios, violaciones e incendios provocados—, habría encontrado un cierto grado de consenso, pues en ella residía en una forma muy desarrollada el espíritu del declinante pero aún responsable imperialismo.

Tenía un afecto severo por el pueblo y el país donde había pasado tantos años de su vida, y ningún prejuicio personal contra los indios en cuanto tales. En cuanto a los miembros de su propia raza se dejaba guiar por su instinto a la hora de separar a los indios con quienes se asociaba gustosamente de aquellos con los que tenía que tratar oficialmente o a los que podía hacer caso omiso. Entre sus amigos se contaba una serie de hombres y mujeres indios, pero eran, al igual que sus amistades inglesas, personas que consideraba dignas de confianza en lo concerniente a conservar, por el bien de la India, todo lo que los británicos y los nativos habían hecho juntos de valor reconocido como perdurable. No le dolían prendas en admitir las equivocaciones cometidas en el pasado, ni siquiera las de sus propios compatriotas en la India, pero si le hubieran preguntado cuál era el principal beneficio que los indios habían extraído de su vinculación con Inglaterra, qué podía alegarse en descargo de los fallos, errores y hasta perversidad, habría tenido perfectamente claro que era el ejemplo dado tan a menudo de fiabilidad: una virtud que procedía del coraje, la honradez, la lealtad y el sentido común, en lo que para ella significaba una definición inequívoca del bien. No veía cómo una persona o un país podía sobrevivir sin ella.

Estaba persuadida de que la mayoría de las cosas que ofrecía la seguridad de que la India habría de sobrevivir por sus propios medios en el mundo posbélico reflejaría el ejemplo de fiabilidad personal mostrado en el pretérito por sus compatriotas. Estaba indecisa respecto al provecho que podría obtenerse si la vinculación con los ingleses se prolongaba mucho. Aceptaba el hecho de que el pueblo inglés de la isla había sido a menudo indiferente a los asuntos indios, y que esta indiferencia derivaba de la ignorancia. Pero en los viejos tiempos, en que el código conforme al cual ella vivía contaba con un amplio respaldo en Inglaterra, esta indiferencia hacia la India no había importado mucho, porque quienes venían a asumir la responsabilidad confiaban en gran medida en el apoyo moral de la patria. Pero conocía la erosión que estos valores habían sufrido en Inglaterra en los últimos años, y pensaba que esto sí revestía una gran importancia, pues, aunque se gobernase la colonia desde la Casa Virreinal, la Casa de Gobierno, el bungalow del comisario, el juzgado de distrito y los cuarteles militares, la fuente del Gobierno había sido siempre y seguía siendo la madre patria, y el clima moral tenía que influir forzosamente en el clima en el que se regía la posesión imperial.

Al juzgar dicho clima no tenía muy en cuenta factores habitual-mente usados para demostrar evidencia de declive. Era una mujer tolerante en muchos de' los temas que suscitaban intolerancia en otras. Sostenía el criterio de que era malo para una sociedad mantenerse estática y de que era deseable conservar su dinamismo, distribuir sus recompensas más justamente y repartir sus oportunidades con mayor equidad. No creía que hubiese conflicto entre su idea del modo en que la sociedad debía cambiar y su convicción de que ciertos principios debían oponerse al cambio. Sabía, no obstante, que en el pensamiento de otras personas sí existía esta clase de conflicto. No comulgaba con los prejuicios del tradicionalismo empecinado ni con la influencia anárquica de quienes a menudo se proponían destruirlo. En la tentativa de despojar de poder a las autoridades veía el peligro de que se volviese común la idea de que toda autoridad era sospechosa. Para Isobel Rankin, un mundo sin autoridad carecía de sentido. No habría una cadena de confianza si no había una cadena de mando. Temía que en un clima semejante pudiera producirse en la India, por parte de los ingleses, un abandono de la autoridad que sólo sería posible calificar de deshonrosa, si por abandono se entendía, como había que entender, una exención absoluta de todas las obligaciones.

Ahora estaba resuelta a eximir de una de esas obligaciones.

—El problema de madres y niños es que las madres cuidan a los suyos en detrimento de la disciplina colectiva. Lo que queremos es una mujer decidida que sepa cuidar a los crios y entretenerles mientras las madres aportan su granito de arena a la comunidad.

—Es difícil con las madres indias —dijo Clara Fosdick.-Tenemos que pensar en una situación hipotética, un estado de sitio que dure una semana, pongamos por caso —prosiguió Isobel—. Los maestros de las escuelas del regimiento pueden ocuparse de los chicos, pero estoy pensando en las chicas. Mildred, ¿qué me dice de esa maestra retirada con la que vive su suegra política?

—Bárbara Batchelor —dijo Clarissa Peplovv antes de que Mildred tuviera oportunidad, presuponiendo que tuviese la voluntad, de contestar—. Creo que Bárbara sería la persona ideal.

—Pero nunca dejaría a Mabel —objetó Clara Fosdick—. Y Mabel no se movería de Rose Cottage aunque las hordas de Gengis Khan bajaran a galope de los montes.

—Quizá tuviera que hacerlo —dijo Isobel—. ¿Mildred? ¿Ningún comentario? ¿Sería Miss Batchelor capaz de controlar a un grupo de chicos y chicas indios?

—Probablemente ya lo ha hecho alguna vez. Creo que si Clarissa la supervisase podría ser útil.

—Quiero una persona capaz de dirigir su propio cotarro —intervino Isobel—. ¿Se haría usted cargo, Mrs. Peplow?

—Es más indicada Bárbara.

Nicky Paynton dijo, encendiendo un cigarrillo:

—Pero Clara tiene toda la razón. Nunca dejará a Mabel. Morirían juntas en el mirador de Rose Cottage. Y Aziz también.

Lucy Smalley tosió.

—Diga, señora Smalley.

Isobel había reconocido esta forma de pedir la palabra.

—Estoy segura de que Mrs. Fosdick y Mrs. Paynton tienen razón y de que sería difícil desalojar a Miss Batchelor de Rose Cottage mientras Mrs. Layton esté allí. Pero hay otra razón por la que no pienso que en este momento ella sea... en fin, de mucha utilidad.

—¿Qué razón?

—Estaba terriblemente afectada esta mañana porque la mujer atacada en Mayapore es amiga suya. Me refiero a la maestra de la misión, de la que han dicho el nombre. Miss Crane.

Toda la atención de las presentes estaba centrada en Lucy. Una de las ventajas de tener a Mrs. Smalley en los comités era su conocimiento más íntimo de la vida y milagros de las bajas esferas. Isobel se dirigió a Mildred.

—¿De verdad? ¿Amiga íntima?

—Mi querida Isobel, no me pregunte a mí. No sé absolutamente nada de las relaciones de Miss Batchelor.

Isobel miró de nuevo a Mrs. Smalley y levantó la barbilla, invitándole a dar más información.

—Yo tampoco lo habría sabido —dijo Lucy—, si no la hubiera visto en el bazar hace un par de días. Estaba bastante preocupada por las noticias de que las cosas iban mal en Mayapore. No le presté mucha atención; bueno, es un poco habladora. No hace falta escuchar cada palabra, ¿no? Pero cuando he leído la Gazette esta mañana y he visto el nombre de esa mujer me he acordado de que Miss Batchelor me había hablado de una amiga suya de la misión que se llamaba Crane y que, por lo visto, había sido una heroína en Mayapore en tiempos remotos. Entonces le he llamado por teléfono esta tarde. Ella acababa de leer la noticia y no ha estado muy coherente. Como si pensara que yo era otra persona que le llamaba con noticias de su amiga. Así que no creo que sea muy útil cuidando a los niños si tenemos disturbios en Pankot. Por el modo que hablaba daba la impresión de que su amiga era la otra pobre muchacha, la que ha sido criminalmente atacada.

—Violada —sentenció Isobel. Lucy Smalley se ruborizó—. Y se llama Miss Manners. Su tío era gobernador de Ranpur allá por finales de los años veinte o principios de los treinta. Han intentado mantener su nombre secreto, pero se ha filtrado, como ocurre siempre. ¿Conoció a Sir Henry Manners, Mildred?

—Estábamos en Peshawar y en Lahore cuando él ocupaba el cargo. Era más bien proindio, ¿no? Quiero decir políticamente.

—¿Nicky?

—También estábamos fuera.

—Dicky dijo que tenía buena reputación —dijo Isobel—. Su viuda vive todavía en Rawalpindi, me parece, pero nada se sabe de la chica. Podría ser un caso peliagudo, por lo que he oído.

No dijo lo que había oído. Dio un nuevo golpecito en el papel.

—Bien —dijo—, está claro que descartamos a Miss Batchelor, y no tengo muchas ganas de nombrar a la mujer de Chatty Singh responsable de todo lo relativo a la comunidad india. Ya está sobrecargada de trabajo. ¿Qué me dice de la bibliotecaria, Mrs. Stewart?

«Mi querida, mi pobre Edwina», escribió Barbie, «me impresionó tanto enterarme por el Ranpur Gazette de su experiencia realmente terrible. He estado horas dando vueltas distraída, queriendo ayudar pero sin saber cómo. Mayapore está muy lejos, y aun así, ¿qué podría hacer yo? Mi buena amiga de aquí, Mabel, al entrar y verme en este estado de inquietud, este estado de gran y abrumadora preocupación, y al saber el motivo, me dijo al momento que si podía debía telefonear para saber cómo estaba usted y dejar un mensaje. ¡Qué mujer más práctica! Seguí su consejo. Tardaron siglos, pero por fin' hablé con la centralita de Mayapore y luego con el hospital, donde me pusieron con una tal hermana Luke que me dijo que usted estaba bastante tranquila, superada la crisis, y que le daría mis recuerdos y por supuesto todas las cartas que le enviase. ¡Superada la crisis! No me atreví a preguntar de qué. La hermana Luke parecía creer que yo lo sabía, aunque Dios sabe cómo. Una vez más ha sido Mabel la que ha levantado el velo de mi incertidumbre con su sugerencia de que después de aquella conmoción y de haber estado en un descampado esperando y esperando bajo la lluvia, usted debió de haber contraído fiebre y quizá neumonía. Mi pobre Edwina. Ahora que está mejorando, tiene que cuidarse, cuidarse.

»Todo esto 'fue ayer. He postergado hasta hoy esta carta para Poner en orden mis pensamientos. La cosa es que dentro de poco, cuando se encuentre mejor, la misión querrá que usted curse baja por enfermedad para que recupere las fuerzas como es debido. Por favor, obedezca esta medida sensata. Dios sabe lo que durarán estos horribles desórdenes —a nosotros no nos han afectado en esta plaza preciosa y pacífica—, pero sólo podemos esperar y rezar para que acaben antes de que se pierdan más vidas. Son ellos, ellos, pobre gente, los que lo sufrirán a la larga.

»Y ahora quiero decirle que cuando esté mejor, cuando éste en condiciones, hay una habitación para usted aquí. Lo ha propuesto Mabel. Dice que nunca he recibido visitas. Es cierto. Pero sería maravilloso estar con usted todos los días que quiera pasar con nosotras antes de reemprender el trabajo, como sé que hará pero no debe hacer en seguida. No le diré más por el momento. Pero que quede la idea. Pankot es un lugar precioso. He sido feliz aquí, como usted saber por mis cartas anteriores. Puede estar segura de la más cálida acogida, pero también de la intimidad y aislamiento que quiera, o de lo contrario. Se ha sabido en seguida que yo le conocía y la gente se ha interesado por usted muy amablemente. Hoy, en el bazar, me han parado muchas veces para preguntarme por su estado. Todas las personas de quienes le he hablado en otras cartas me han pedido especialmente que le transmita sus buenos deseos. El reverendo Arthur y Clarissa Peplow, el señor Maybrick, que toca el órgano en St. John, Mabel, por supuesto, y la dulce Sarah. No he visto a Susan hace un par de días. Una teme muchísimo por esas muchachas, me refiero después de la espantosa noticia de lo ocurrido a esa otra pobre chica de Mayapore. La Gazette no ha publicado su nombre, pero han circulado rumores de antemano y ahora gente de aquí que al parecer la conoce dice libremente que se llama Manners y es sobrina de quien fue en un tiempo gobernador de la provincia. Pobre chica, pobre chica. Probablemente usted la conoce, porque parece que participaba en la labor benéfica entre los intocables y que vivía con una señora india, una amiga de su tía, que ahora vive en Rawalpindi y que debe estar sufriendo. Estoy realmente atónita. Percibo un misterio, un imponderable... quiero decir por lo que respecta a los afectados como usted, Edwina. Usted ha consagrado su vida tan plenamente a ellos. Le escribiré otra vez muy muy pronto. Entretanto reciba mi cariño y oraciones. Que Dios la proteja, a través de Jesús. Mis sinceros, mis más sinceros deseos, Barbie.»

Miss Crane, Miss Manners; Miss Manners, Miss Crane. A veces había tendencia a confundirlas, a olvidar por un momento cuál de las dos víctimas era la que Miss Batchelor conocía, hasta que al cabo de unos segundos se establecía entre ellas el vínculo de la docencia; y entonces surgía una confusión distinta, porque al no haber nada con que identificar a Miss Crane el camino más corto hacia ella era la cara y la figura familiares de Miss Batchelor. Consecuentemente, en cualquier momento podía surgir, cuando Barbie bajaba la cuesta rumbo al bazar, un fugaz atisbo de la desconocida Crane haciendo eso mismo sin ninguna razón especial, como no fuese captar el pensamiento del observador y concentrarlo en un asunto específico: la seguridad de las mujeres.

Ahora irrumpiría en el aire con fragancia de pinos y efluvios de metal bélico una brisa intensa como las que refrescaban sin que su soplo se sintiera, y que en el aire de Miss Batchelor (de Miss Crane) despertaba toda suerte de horrores emparejados y multiplicados, y le confería el aspecto de una mujer en peligro que no era consciente del mismo, caminando en plena luz del día, invitando a la agresión y creando las condiciones en que pudiera perpetrarse.

Vista de frente, tenía la feliz apariencia sorprendida de quien unos minutos antes había sobrevivido a un asalto. Era irritante comprobar que no poseía información; es decir, ninguna información que superase la criba de su cháchara intrascendente.

—Me acuerdo de Miss Sherwood —decía—. Amritsar, 1919. También era superintendente de la misión. No la conocí, no era de la fundación del obispo Barnard, pero estoy casi segura de que Edwina sí llegó a conocerla. Tenía un bonito nombre cristiano. Marcella. Quizás a las misioneras nos escogen porque nos ven como agentes de la oscuridad, aunque en realidad lo seamos de la luz. Salvó la vida por los pelos. La rescató una mujer hindú en aquel sitio horrible, aquella callejuela que luego tapiamos para obligar a la gente a reptar sobre el estómago, tocando polvo y tierra, como castigo. A veces pienso que todas esas cosas no se han perdonado.

La palabra «perdonado» parecía inoportuna en las circunstancias presentes, y la mención de otro nombre más, Miss Sherwood, una complicación innecesaria. Mis Sherwood no era Miss Crane ni tampoco Miss Batchelor, que después de todo era ella misma y no corría más peligro que el del tráfico circundante. Aquello a lo que ella había sobrevivido estaba en el Pankot en guerra, pero no pertenecía a la ciudad: tres años de oscuridad relativa ahora interrumpidos por una breve prominencia como amiga de la menos interesante de las víctimas de Mayapore.

Pero era una figura sobradamente familiar, reconocible desde una cierta distancia, por ejemplo la longitud del bazar, cuya carretera bulliciosa ella tenía la costumbre de cruzar y recruzar o la de internarse de lleno en su tumulto, esquivando de milagro tongas, bicicletas y camiones militares; absorta en realizar gestiones innumerables y aparentemente urgentes en el banco, la oficina de correos y comercios, en el menor tiempo posible; el menor según ella. La auténtica economía de su método dejaba espacio a la duda, pero posiblemente Mabel Layton se daba por satisfecha. Poco a poco Miss Batchelor había asumido el gobierno de la casa de Mabel. Si ésta hubiera estado buscando a alguien que hiciera más fácil su retiro, no habría encontrado a nadie más idóneo que la misionera jubilada; era evidentemente la clase de persona que pedía a gritos que la utilizaran, como una vaca con la ubre llena que muge para que el vaquero la lleve a ordeñar.

Pero suministraba una información escasa y nació la sospecha de que ella sabía que Miss Crane no estaba tan bien como al principio había dado a entender su actitud. Si el asunto de la superintendente no hubiera sido tan serio, la amistad de Miss Batchelor con ella podría haber aportado un toque de comedia; pero era indudablemente serio y había preguntas para las que sería interesante disponer de respuestas. Por ejemplo: ¿significaba algo el hecho de que el automóvil quemado estuviese a unos cien metros del cadáver del maestro? ¿Había tomado las de Villadiego y retrocedido por la carretera hacia Dibrapur, en un intento de salvar el pellejo, antes de que le atrapara el populacho? ¿Y por qué, después de muerto, ella se había quedado junto al cuerpo en vez de tratar de refugiarse en el pueblo más cercano? ¿Reconocería ella a los hombres que la habían golpeado?

Por muy satisfactoria que hubiese sido la resolución de estas incógnitas, la imagen de Miss Crane sentada junto a un cadáver en la carretera bajo el aguacero era de un interés menos intenso que la figura de la otra víctima, la chica criminalmente asaltada, Miss Manners, a quien nadie en Pankot conocía, de quien nadie había oído hablar nunca a pesar de que su apellido resultaba familiar a las personas cuya relación con la provincia se remontaba a diez o quince años atrás. Que el difunto gobernador Sir Henry tuviese una viuda que vivía en Rawalpindi fue una sorpresa para la mayoría; que tuviese una sobrina que vivía en Mayapore con una mujer india (eso decían las crónicas) produjo mayor asombro.

Su nombre de pila, al parecer, era Daphne, que para quienes todavía recordaban fragmentos de la mitología clásica evocaba a una muchacha que huía corriendo del abrazo del dios sol Apolo, con sus miembros y cabellos ondeantes delineando ya la forma arbórea en que su castidad se encarnaría, preservada para siempre, para siempre verde. De ella, pues, el dios ya no podría arrancar más que hojas. Pero esta imagen no se sostenía y la otra Daphne desconocida salía dando traspiés de la antigua luz del sol moteada de laurel a una vulgar oscuridad doméstica, investida de anonimato, y algo simple, blanco, que armonizase con su fragilidad, su belleza y su vulnerabilidad imaginadas; ahora medio incorporada, medio acostada en un sofá, en una habitación en la penumbra, con los ojos cerrados y una mano vuelta hacia abajo, apretando su frente dolorida, muda en presencia de amigos que sonreían cuando estaban con ella, pero por lo demás apesadumbrados.

Y la violencia ejercida contra ella aún no había terminado. En su momento tendría que abandonar la habitación oscura y encarar, medio cegada por la luz del sol (o empapada por la lluvia), la dura prueba de comparecer en el juzgado, a menos que se le ahorrase el mal trago, cosa que no era probable, tan profundamente había el proceso democrático socavado el privilegio personal. No habría puerta cerrada para Miss Manners. La prensa se ocuparía de eso. Y a los hombres detenidos no les faltarían inteligentes abogados bengalíes que actuarían sin cobrar honorarios, ávidos de publicidad y aprovechando la ocasión de arrojar barro, de impugnar la moralidad de una muchacha inglesa. Sería un caso del tribunal supremo, con la sala atestada y la policía desplegada en la ciudad para desalentar las manifestaciones inevitables en nombre de los acusados. Posiblemente el juez sería indio. Eso se esperaba. Las sentencias de cadena perpetua en una penitenciaría causarían menos alboroto si las dictaba el juez Chittaranjan que el cuñado dé Clara Fosdick, Billy Spendlove. Y entonces, sólo entonces, podría la pobre Miss Manners desvanecerse en el olvido del que tan cruelmente le habían arrancado.

Pero su nombre quedaría escrito en las tablillas.

Los disturbios se extendieron a Ranpur. Varios camiones con tropas inglesas e indias abandonaron Pankot, aparentemente para unas maniobras de convoy, pero en realidad destinadas a un acuartelamiento en las afueras de la ciudad. La policía de Ranpur disparó para dispersar a la multitud. Los militares les auxiliaron en dos ocasiones. Se descubrió a tiempo una tentativa de sabotaje contra el ferrocarril que unía Ranpur y Pankot. El tren de noche hacia el norte y el de día hacia el sur circulaban ahora con protección armada. La línea telefónica estuvo cortada varias horas. Cuando fue reparada llovieron las llamadas. Las oficinas del Ranpur Gazette tenían las ventanas rotas. Una chusma había penetrado en el sector civil con intención de rodear la Casa de Gobierno. Esta muchedumbre enarbolaba pancartas exigiendo la liberación de «las víctimas inocentes de Bibighar», refiriéndose a los jóvenes detenidos por la violación. Aparecieron octavillas calumniosas que acusaban a la policía de Mayapore de torturar y maltratar a los seis jóvenes hindúes, azotándoles y obligándoles a ingerir carne de vaca. Las fábricas estaban paralizadas, al igual que el transporte público. Los informes decían que reinaba la calma en el acantonamiento de Ranpur, pero era sin duda la sensación de la calma que precede a la tormenta. Se decía que las cosas estaban muy mal mucho más lejos, sobre todo en Mayapore y Dibrapur.

En Ranpur, la situación política era difícil; en Pankot, tranquila y, climáticamente hablando, maravillosa: cielos despejados de día, lluvia refrescante de noche, una combinación perfecta y rara incluso en la vieja ciudad, protegida de la chorreante y humeante monotonía del monzón del suroeste por los mismos montes que hacían a Ranpur tan húmeda y lluviosa. Como dijo Isobel Rankin: al menos el clima era probritánico.

Hubo bridge en Rose Cottage: la primera partida desde hacía algún tiempo. Mildred dijo que estaba harta del club donde habían celebrado sus sesiones los comités de emergencia de Pankot. Por la puertaventana abierta llegaba el olor aterciopelado de las rosas y el olor a tienda de campaña de la hierba segada. A mitad de la jornada Aziz sirvió bebidas en el mirador y todas dejaron las cartas. Mabel estaba todavía en el jardín, cortando flores para la casa. Miss Batchelor había salido a hacer compras en el bazar. Mildred Layton, Maisie Trehearne, Clara Fosdick y Nicky Paynton tenían la casa para ellas solas. Las chicas no tardarían en llegar con algunos oficiales; y en el club habría un curry de almuerzo. Pero en este idilio, en esta escena reminiscente de tiempos más pacíficos, Barbie irrumpió de repente, acompañada de los espectros de las malditas víctimas y la esposa del reverendo Arthur Peplow, la Clarissa de ojos azules, cuya expresión era de desafío constante al diablo, un atributo incómodo pero útil siempre que no se le escapara de la mano, cosa que nunca había ocurrido. Su presencia era una especie de correctivo al exceso de optimismo, y al mismo tiempo era tranquilizadora. Poseía una voz sedante y clara y la utilizaba eficazmente, como un don aprovechado para propósitos profesionales.

—Claro que —estaba diciendo Miss Batchelor— no todas estábamos obligadas por esas cosas con el obispo Barnard. Oh, hola. Hola. Le estaba diciendo a Clarissa que la enseñanza era lo primero todo el tiempo, bueno, prácticamente hablando, es decir, sobre todo después de la gran guerra. Miss Jolley es disidente, lo que oculta multitud de pecados. En mi época y en la de Edwina tenías que ser católica o anglicana. Lo tengo en mi baúl, o debería tenerlo. Voy a buscarlo y lo voy a traer para que lo vea todo el mundo. Si lo encuentro. A pesar de mi resolución de ser limpia y ordenada, el ser humano, como decía mi padre, no es más que una urraca.

Entró en la casa. El silencio que siguió fue explícito. Mildred lo rompió, adelantando a Clarissa por media cabeza.

—¿Qué delicia nos tiene reservada? —preguntó.

Tenía los codos apoyados en los brazos de la silla de mimbre y su vaso a la altura del pecho, sujeto por los dedos de ambas manos con las muñecas curvadas, y de este modo parecía definir el límite de su aportación al interés público por Miss Batchelor como amiga de una víctima de los disturbios. Su indiferencia hacia ella, en su calidad de copartícipe del reino de Mabel, no había variado. Clarissa, tiesa en su taburete, con los pies juntos y el bolso sobre las rodillas, dirigió a Mildred una mirada cristiana, pero al no encontrar tacha en ella, como no fuese en el vaso largo de ginebra y limón, convocó su voz clara y dijo:

—Me parece que un cuadro. Algo que tiene que ver con su amiga.

— ¿Cómo es su amiga? —preguntó Nicky Paynton.

—Lo que más me preocupa —respondió Clarissa— es cómo es ella. Se ha estado comportando de un modo muy extraño en Club Road.

Caminando sin el debido cuidado; un peligro para sí misma y también para otros, por el largo trecho desde la calle del club, con tongas que bajaban lanzadas o subían con esfuerzo, calle que nadie recorría nunca o, de hacerlo, a sabiendas del riesgo de accidente, arrimándose bien a la orilla, por el borde del campo de golf, y de frente al tránsito de caballos, bicicletas y vehículos; no —como Bárbara— por el lado izquierdo y menos todavía por el centro, parando, reanudando la marcha, concentrando su atención o la de un acompañante invisible en algún aspecto de la vida ciudadana que debía de haber visto cientos de veces. Y hablando. No en voz alta. Pero hablando, incuestionablemente. Para sí.__He pensado —dijo Clarissa, después de haber descrito este comportamiento singular y peligroso— que se imaginaba en compañía de su amiga, Miss Crane. He mandado parar a mi tonga y la he recogido, y en cuanto ha estado dentro me ha dicho que Mabel era muy amable por dejarle que invitase a Miss Crane a Rose Cottage cuando se repusiera. Y luego ha empezado a hablar de un cuadro y ha insistido en que tenía que venir a verlo.

Una tras otra, y la de Clarissa la última, las cabezas se volvieron hacia el jardín donde Mabel permanecía inmóvil, salvo por las manos y brazos que cortaban rosas. En el aire pesado, el chasquido de las podaderas era claramente audible. El sonido poseía un efecto ligeramente enervante, pero de pronto hubo otros, voces en el interior, todas ellas masculinas, salvo una. Se oyó un ladrido y Pantera salió en tromba al mirador para saludar a las contertulias una por una, con un olfateo de curiosidad y un meneo de rabo de homenaje antes de corretear hacia la puertaventana, ladrando y emprendiendo un resbaladizo retroceso cuando Susan salió delante de cuatro alféreces de aire amable.

—A Nigel ya le conocen —dijo—, y éstos son Bob, Derek y Tommy. Mi madre, Mrs. Trehearne, Mrs. Paynton, Mrs. Fosdick, oh, y Mrs. Peplow, hola, no, Pantera, ven aquí.

—Espero que haya cerveza fría —dijo Mildred—. Uno de ustedes toque la campanilla, Nigel, nos conformamos con otra ronda, encontrará el carrito dentro. No, no se moleste, Aziz se le ha adelantado, pero dígale que traiga la cerveza, y si no le importa tráigame otra copa de éstas y pregunte a las demás si quieren algo. Susan, pareces acalorada. Hay un poco de hielo en el carrito, vete a saludar a tu tía Mabel primero mientras uno de los chicos te sirve una copa, pero que ese perro no empiece a enredar, por el amor de Dios. ¿Va a venir Sarah o la vemos en el club?

—Ha dicho que nos vería en el club y quizá tarde. Vamos, Pantera, ven conmigo, muchacho. Oh, no hagas el tonto. Eso, eso es.

Agarró al perro por el fuerte collar de cuero y le hizo bajar las escaleras que él recordaba como la escena del castigo, y en ese mismo momento reapareció Barbie.

—¡Lo he encontrado! —anunció. Los hombres se apartaron para dejarle pasar. Sujetando el cuadro enmarcado, que medía doce por ocho pulgadas, empezó a limpiar el cristal con la manga de su chaqueta, agarrando el puño con los dedos para obtener una superficie de fricción firme—. ¿No es curioso lo familiar que te resulta algo que no has visto durante un tiempo? La manera en que el hombre sostiene el cepillo de limosnas y el otro se apoya en el bastón. Si me hubieran dicho que lo dibujara de memoria no habría podido, pero una simple mirada ahora y dices: ¡por supuesto! Estaban así, el artista los dibujó así y así quedaron, captados en mitad de un gesto para que estén siempre haciéndolo y parezca que nunca se cansan.

Entregó el cuadro a Mrs. Peplow y se colocó a un lado y a un paso detrás de ella, con las dos manos a la espalda, las piernas separadas (que tensaban la falda en las pantorrillas) y la cabeza ladeada, mirando por encima del hombro de Clarissa.-Tiene que imaginárselo mucho más grande, en la pared del aula, detrás de la mesa y todos los niños alrededor, igual que la gente que rodea a la reina, y Edwina con un puntero, no es que la haya visto dando una clase, porque se marchó de Muzzafirabad antes de que yo llegara, pero el señor Cleghorn me hizo una demostración y quería que yo lo intentara, pero le dije que no, no, cada cual tiene que arar su propio surco. Le estoy viendo ahora mismo, imitando a Edwina. Aquí está la reina. La reina está sentada en el Trono. El uniforme del sahib es escarlata. Este cielo es azul. ¿Quiénes son estas figuras en el cielo? Son ángeles. Tocan trompetas doradas. Protegen a la reina. La reina protege al pueblo. El pueblo lleva presentes a la reina. El príncipe sostiene una joya sobre un cojín de terciopelo. La joya es la India. Ella colocará la joya en su corona.

—Sí, ya veo —dijo Clarissa. Sujetaba el cuadro como si fuera un espejo—. Realmente admirable. Enseñar inglés y lealtad. Gracias por enseñármelo.

Le devolvió el cuadro. Miss Batchelor lo cogió, dio una zancada y se lo tendió a Mildred, que tenía las dos manos ocupadas con el vaso nuevamente lleno, por lo que un joven de pecas y moreno alargó galantemente el brazo, cogió el cuadro y lo situó donde pudiera captarlo la mirada de Mildred, que lo miró fugazmente.

—Hágalo pasar —dijo Miss Batchelor—. Es una reproducción de un cuadro que mi amiga Edwina Crane utilizó durante muchos años. Los niños lo adoraban. Las ilustraciones son muy importantes en la educación de los jóvenes. Pero hay que tener cuidado. Edwina me dijo una vez que tenía una sospecha muy seria de que al final los niños la confundían a ella ¡con la reina Victoria! ¿No es ridículo? Tiene que reconocer que el pintor lo incluyó todo, Mrs. Fosdick. Disraeli está ahí, el que tiene el rollo y la expresión engreída. Generales, almirantes, estadistas, príncipes, pobres, babus, banias, guerreros, campesinos mujeres y niños. Y la buena de Victoria en medio sentada en el trono, bajo un dosel al aire libre, un detalle bastante absurdo pero alegórico, desde luego, porque ella nunca vino a la India. Tiene un aire asombrado, ¿no le parece, Mrs. Trehearne? Pero creo que es el efecto de la reducción de escala. La copia que había en la pared del aula era diez veces más grande y recuerdo que allí —gracias, Mrs. Paynton—, tenía una expresión tremendamente sabia, bondadosa y comprensiva.

Al recibir de nuevo la pintura de la señora Paynton, a través de un joven con bigote rubio, la volvió a mirar.

—Siempre me pareció que el tema del cuadro era el amor más que la lealtad. Quizá viene a ser lo mismo. ¿Qué opina usted?

Miró al alférez de bigote, que tenía la boca fruncida, en gesto de concentración. Se tiraba del lóbulo de la oreja izquierda.

—¿Tienen medio de transporte? —preguntó Mildred a uno de los hombres, que le respondió que sí tenían—. Entonces, cuando acaben la cerveza, tenemos que ponernos en camino hacia el club.

Hubo movimientos de partida. Dos de los jóvenes fueron al jardín para rescatar a Susan.

—Oh, ¿se van todos? —preguntó Miss Batchelor, con su voz elevada de maestra—. Permítanme decirles que agradezco mucho que sean tan amables, tan solícitos con Edwina.

Clavó un clavo en la pared, encima del viejo escritorio de campaña, y colgó el cuadro. Aziz lo aprobó. Hizo una pausa en su trabajo para examinarlo, en la misma postura que uno de los niños de Muzzafirabad, crecido pero aún obsesionado. Ella le había hablado de su amiga Miss Crane, que estaba hospitalizada en el lejano Mayapore tras haber sido herida por tratar de salvar a alguien que había muerto a resultas de un ataque, y que quizá viniese a pasar una o dos semanas en el cuartito de huéspedes cuando se repusiese. Él expresó a la manera india que lo comprendía. En Aziz era un gesto de gran economía. Poseía la dignidad de la gente de los montes más altos, que caminaban envueltos en mantas y secreto y hacían incursiones a Pankot en cumplimiento de recados misteriosos cuyo objeto se le escapaba a Barbie, puesto que se volvían con las manos vacías, como si hubieran bajado simplemente a mirar y cerciorarse de que nada sucedía en un valle que no les gustaba.

Mabel, en sus paseos solitarios, tomaba la misma dirección que ellos, pero en los últimos tiempos lo hacía con menos frecuencia. En los suyos, por el lado opuesto de la cuesta, Barbie se había acostumbrado a sentirse como una paloma enviada a verificar el nivel de las aguas. Al cabo de tres años la oscuridad seguía cubriendo el alma de Mabel y Barbie se sentía un poco desanimada. Pero desde el incidente en la carretera de Dibrapur parecía haber cambiado la naturaleza de sus expediciones y el itinerario habitual se había vuelto inusual. Preveía una revelación.

Mentalmente ella también custodiaba el cadáver. Yacía tendido cerca del mojón que marcaba la mitad del trayecto de ida (o de vuelta) por la calle del club. Rebasar el mojón le producía una especie de mareo; era casi como una levitación. El acto de custodiar el cuerpo del maestro había sido de una pureza y una simplicidad asombrosas que posiblemente sólo una mujer como Edwina había tenido ocasión de realizar, y al realizarlo condensar el sentido de su vida en la India. Desde la puerta del aula de Muzzafirabad al lugar en la carretera de Dibrapur había una distancia mensurable en millas, en años, pero entre las ocasiones no existía distancia. Desde el mismo principio Edwina había estado próxima a Dios y, por tanto, a sí misma. No enseñar, sino amar. Su cara sencilla y su manera de ser quizá no lo hubieran mostrado. Solamente sus actos. Y a Barbie le parecía que en el más reciente, en la custodia del cadáver del indio, Edwina Crane había alcanzado su apoteosis.

«Oh cómo anhelo», pensó Barbie, quedándose inmóvil de repente, tras haber sobrepasado el mojón y aceptado el hecho de que allí no había un cuerpo para que ella lo guardara, «cómo anhelo una apoteosis así, nada espectacular, no, nada en absoluto grandioso y ni siquiera grande, sino, como la de Edwina, callada, con un núcleo silencioso que manifieste no mi liberación de la vida terrenal, aunque también pudiera hacerlo, sino de su viscosidad e incertidumbre, su costumbre más bien desesperada de demostrar siempre que hay dos caras en toda cuestión; mi liberación de esto y la tranquilidad de saber que mi labor ha sido aceptable, buena y quizás útil, quizá no, pero llevada a cabo con amor, con amor y humildad, por supuesto, humildad, en efecto, y singularidad, integridad de propósito. Esto es lo más importante de todo».

Pero sin saber qué clase de apoteosis podría ser siguió caminando hacia el bazar para saldar una cuenta en los comercios de Jalal-ud-din y Gulab Singh Sahib y comprar más sellos para escribir más cartas que Edwina no contestaría. Sin noticias, le dijo a Sarah, que se las pidió, porque estaba en la tienda de Jalal-ud-din poniendo en duda una factura que atestiguaba el creciente coste de la vida en la ausencia continua de su padre, que no haya noticias es buena noticia. Barbie esperaba que en beneficio de todos así fuera.

Estaba prendada de Sarah Layton y de su hermana Susan, pero más de la primera, que parecía necesitarlo más. Estaba enamorada de Pankot y de su vida allí, de su deber para con Mabel y del viento en invierno. Tenía miedo de estar enamorada del señor Maybrick, que tocaba el órgano en St. John y era viudo y jubilado del Té, porque empezaría por ser un hombre y luego se volvería un hombre cascarrabias y encerrado en sí mismo que normalmente no suscitaba pruebas de afecto, ni siquiera del tipo de las de Barbie, que no se extendían a la carne. En todo caso él tenía manos grandes, con más pelo en las muñecas que en la cabeza, y cuando tocaba el órgano sus manos parecían extraordinariamente vividas y emprendedoras. Vivía solo, exceptuando a su criado asamés, en un bungalow diminuto y muy desordenado, no muy lejos del bungalow de la rectoría y en la misma carretera flanqueada de árboles. En su casa había muchas fotos de su mujer fallecida, y en la mayoría ella tenía la mano encima de los ojos para protegerlos del sol, un hecho que a Barbie le producía la impresión de encontrarse a la intemperie en lugar de bajo techo.

Al volver del bazar entró en St. John para recoger el álbum de Handel, que se estaba cayendo a pedazos y que ella se había ofrecido a reparar. Maybrick estaba ensayando. Barbie oía el órgano conforme se acercaba a la puerta de la iglesia. Bach. Toccata y fuga.

Se sentó en un banco y escuchó. Imaginó la cara roja y la cabeza calva del organista reflejadas en el espejo de encima del teclado. El espejo será un cuadro enmarcado. ¿Quién es éste? El colono. El sol ha enrojecido la cara del colono. Aquí está su esposa. Se cubre los ojos para protegerse de la luz. Es del norte y le hace daño este clima. Pero no se arredra. ¿Qué está haciendo el colono? Está enseñando a los culíes el modo de recoger sólo las hojas tiernas. Mientras les instruye Dios canta en sus dedos. Las hojas son verdes. Cuando se sequen serán de color pardo. La música se conservará en cajitas de té. El colono y los culíes aportarán juntos Té a las teteras de la nación.

Pensó: «Traeré a Edwina a St. John para que oiga a Maybrickensayando y los domingos para que escuche el sermón de Arthur Peplow. Y después volveremos a Rose Cott.age. Y volveré a ser pródiga y mesurada en mi devoción, tan próxima a Edwina que Dios lo recordará y no volverá a apuntarme como ausente en su lista.»

La postura de la reina inclinando el cuerpo y extendiendo las manos fue, de repente, una imagen de Edwina en la carretera de Dibrapur, juntando las manos protectoramente por encima del cuerpo del indio. Las llamas del automóvil incendiado se reflejaban en el cielo, donde la luz angélica horadaba abultadas nubes de monzón.

En esta imagen Barbie tenía un sustituto de Dios, una casa de intercesión a mitad de camino, capaz quizá de elevar las señales débiles desde la estera de junco y transmitirlas a través del crepitante éter sobrecargado que sus plegarias directas no conseguían traspasar. Se arrodilló con el cuerpo erguido, delante del escritorio y del cuadro que señalaba la realidad de un acto cristiano, con las palmas de las manos hacia arriba para recibir cualquier clase de ofrenda. Expuso bien el pecho por debajo de la cruz de oro colgante, para que el metal tuviera espacio para actuar como un pararrayos, y en algunos momentos sintió que lo entibiaba la luz reflejada del vehículo ardiendo; lo cual era un comienzo prometedor. Por lo demás, todo seguía igual que antes.

Una vez a la semana visitaba la biblioteca de suscripción del club, siempre para Mabel y rara vez para ella misma, que encontraba lo que Cleghorn había llamado el libro de la vida suficientemente entretenido y desconcertante como para mantenerla ocupada sin necesidad de recurrir a la letra y el papel de la aventura imaginaria y retocada.

Perdida entre las estanterías por donde vagarían ella y Edwina, oyó decir a una voz:

—Me han dicho que lo malo del asunto es que estaba enamorada del indio. Hubiera hecho cualquier cosa por salvarle.

Reconoció la voz de la menuda Mrs. Smalley, la cotilla local, y luego a Clarissa respondiendo:

—No se puede saber eso.

A lo que contestó Lucy Smalley:

—Es lo que dice la gente en Mayapore, según Tusker, y ellos han estado en condiciones de juzgar. Dicen que salían juntos y que se cogían de la mano en público. Y ahora ella amenaza con decir las cosas más espantosas contra las autoridades si a los detenidos se les acusa y procesa, porque él es uno de ellos. El oficial de policía que hizo los arrestos está casi fuera de sus casillas.

Barbie apareció armado de un volumen de Emerson todavía abierto en la página y con el dedo pulgar en la línea «Lo que explica a un hombre es nada menos que toda su historia», que un momento antes le había hecho contener el aliento. Exclamó:-¿De quién están hablando?

No de Edwina, al parecer, sino —explicó Lucy Smalley, rápidamente repuesta del desagradable sobresalto de Barbie emergiendo y abalanzándose como una Furia— de «esa joven Manners», la otra víctima.

—No habrá pensado que estábamos hablando de su amiga, ¿verdad?

Barbie se llevó el Emerson a casa. No había tenido intención de llevárselo, pero lo tenía en la mano cuando llegó ante la mesa de Mrs. Stewart y ésta lo anotó como préstamo alzando las cejas, porque Mrs. Stewart, una viuda de Madras que tenía mentalidad literaria, estaba más acostumbrada a recibir de Barbie la interpretación que la maestra hacía del pedido regular de Mabel, «algo ligero», que por lo general resultaba ser tan fácil para la mente y el regazo que Mabel daba cabezadas en su sillón de orejas con el libro del que poco antes había declarado que era «lo ideal».

Al recibir los ensayos de Emerson, Mabel dijo:

—Oh, los leí de joven, no creo que me apetezcan ahora.

—Mañana lo devuelvo —prometió Barbie—. Ha sido un error o más bien un despiste, tenía la atención en otro sitio, como me sucede con tanta frecuencia. Vaya, en fin, en fin. Lo siento.

Pero Mabel se limitó a sonreír y tocó el brazo de Barbie como alguna que otra vez hacía para compensar todas las ocasiones en que quizá no había conseguido comunicar a su huésped que la apreciaba.

Barbie se sentó ante el escritorio y abrió el libro rechazado. «Si la totalidad de la historia es un solo hombre», leyó, «todo debe explicarse a partir de la experiencia individual. Existe una relación entre las horas de nuestra vida y los siglos del tiempo». Cerró el libro bruscamente y desplegó una gran actividad abriendo cajones y reordenando su contenido.

No devolvió el Emerson, sino que volvió a leerlo diariamente, como un gorrión al que el más leve sonido espanta de una prometedora extensión de migas, con una sensación constante de tener más deberes que la inteligencia. Era bastante evidente que ella no estaba exiliada de la vida filosófica, pero mediante Emerson se cernía sobre ella como la sombra de un ave de presa agazapada que observa a sus pies, pacientemente, el ritual de la supervivencia. El ave debería haber sido un ángel.

Empezó a sentir lo que creía que Emerson quería que sintiera: que en su propia experiencia residía una explicación no sólo de la historia, sino de las vidas de otras personas y, por consiguiente, una explicación de las cosas que les habían acontecido a Edwina y a Miss Manners, de quien tenía únicamente una imagen muy vaga, la más común que circulaba por Pankot de una figura recostada, de blanco, en una habitación en penumbras. Pero ahora había cambiado. La mano de la muchacha ya no apretaba, con la palma hacia abajo, la frente dolorida, sino que descansaba en otra mano morena como la del maestro muerto. La imagen relucía, se tornaba fluida. Colores y trazos se desteñían. Cuando Barbie se sentaba ante su mesa y miraba el cuadro real ya no estaba segura de lo que veía: a Edwina custodiando el cuerpo; a Mabel arrodillada para arrancar cizañas o encorvada para recoger rosas; a ella misma, Bárbara, rodeada de los niños que había supuesto que llevaba a Dios; o a Miss Manners en alguna forma de relación inaceptable con un hombre de otra raza a quien se había propuesto salvar.

De ello afloraba una figura, la de un indio desconocido: muerto en un aspecto, vivo en otro. Y al cabo de un rato se le ocurrió la idea de que el indio desconocido era lo que había sido su vida en la India. La idea le alarmó. Hasta entonces no lo había pensado en estos términos, y ahora que lo había hecho no sabía qué hacer al respecto. No podía ponerse a buscar al desconocido porque no sabía dónde. Aziz, por ejemplo, parecía contentarse incluso con su personalidad alternativa de un hombre de los montes con una manta y un secreto. A ella no le parecía en modo alguno un hombre angustiado.

Pero el cadáver en las proximidades del mojón se había movido. De la noche a la mañana se había producido una reordenación de sus miembros, como si se hubiese incorporado en las horas de oscuridad. Y aullado. Los montes estaban infestados de chacales. La gente no lo habría notado. Pero ella pensó que en adelante podría distinguir entre el grito del hombre y los de los animales.

Comenzó otra carta a Edwina.

«4 de septiembre. ¿Por qué no me contesta, Edwina? Necesito su carta.» La rompió en pedazos y empezó otra más sensata.

«Ha estado aquí un matrimonio de Mayapore. Yo no lo he visto, pero una mujer que se apellida Smalley y que vive en el hotel Smith, donde la pareja se ha hospedado un par de días, le ha dicho a Clarissa Peplow que según los visitantes, cuyo nombre me parece que era Patterson o Pattison, que usted se estaba restableciendo bien y a punto de recibir el alta. Qué alegría me ha dado la noticia. No he telefoneado otra vez al hospital debido al gasto y la tardanza en conseguir línea, y total sólo para que me diesen una brevísima respuesta oficial a mi pregunta. Pero he escrito varias veces. Espero que todas mis cartas hayan llegado. El correo ha sufrido muchos retrasos; en realidad ha estado interrumpido. Si ya le han dado de alta sin duda el hospital le hará llegar esta nota a su bungalow. Pondré en el sobre que, por favor, lo reexpidan a la nueva dirección y probablemente le mandaré una nota separada a su casa. Qué contenta estará de nuevo en casa. Espero, sinceramente espero que esté recuperada, Edwina.

»¿Hay alguna posibilidad de que haga el viaje a Pankot? La invitación sigue en pie. Mabel me ha pedido que se lo recalque y me ha dicho también que la protegeremos de los fisgones y de los curiosos. Confío en que no esté desagradablemente involucrada en las repercusiones de aquel horrible incidente. Se dice oficialmente que el país esta retornando a la normalidad y que ahora es, sin duda, el momento de mostrarse magnánimos. Pero se oyen los relatos más siniestros y los comentarios más amargos. Estoy un poco preocupada por usted, mi querida Edwina, como resultado de algo que Clarissa dijo, haciéndose eco de Lucy Smalley y posiblemente de esos Patterson o Pattison. Sería monstruoso que después de todo lo que usted ha pasado le criticaran, aunque fuera un poco, por declarar que no podría describir ni reconocer a algunos individuos de aquella chusma de malvados. Tuvo que haber sido una pesadilla, y después de una pesadilla los detalles, gracias a Dios, se olvidan. Sólo los que tienen un carácter vengativo desearían que usted sacase a la luz algún detalle que les sirva para emprender acciones quizá demasiado justicieras y con toda probabilidad injustas. Tengo la certeza de que usted cree, como yo, que Dios castigará o quizá ya ha castigado. Como dice Clarissa, es posible que los hombres que le hirieron a usted y mataron al maestro hayan muerto a su vez en los disturbios. ¡Sanción divina!»

En este punto la pluma de Barbie vaciló como por su cuenta, y ella no pudo continuar. Lo de la sanción divina estaba muy bien. Pero no ayudaba al indio desconocido que esa mañana parecía haber gritado más fuerte, pero aún inaudible, suplicando justicia y no alivio. Le resultaba difícil distinguir entre el maestro que había muerto en el ataque contra Edwina y el indio de quien supuestamente estaba enamorada Miss Manners. Lucy Smalley opinaba que el muchacho nativo de quien Miss Manners creía estar enamorada tenía que haber sido una especie de hipnotizador. Pero quizás el amor, a fin de cuentas, era una forma de hipnosis. ¿Acaso la misma Barbie no había estado mesmerizada durante años y años?

«Mi vida», pensó, «se ha vuelto extraordinariamente complicada. Hay más de una persona en mí, y una de ellas, no sé bien cuál, tiene una tarea seria que cumplir». «Es algo horroroso (escribió de repente, consintiendo que la punta de la Waterman fluyese ahora a su antojo) que al cabo de unas semanas la pobre Daphne Manners se haya convertido en "esa joven Manners".» Y continuó durante un par de páginas, transformándose, mientras lo hacía, en una proyección de aquella pobre criatura maltratada que, según decían, no era frágil y bonita, al fin y al cabo, sino más bien grande y desgarbada y que necesitaba gafas, de forma que la transferencia comprensiva de Barbie a Daphne y viceversa era más fácil de hacer de lo que habría sido si la idea de Miss Manners como delicada, etérea y hermosa en su blancura de víctima hubiera resultado exacta.

Aquí, en cambio, se ajustaba al testimonio de personas que habían estado en condiciones de saber: con un vestido bastante sucio que convenía a las circunstancias derivadas de su insólita conducta, levantando persianas, atisbando miope y amenazando con hacer una escena, en medio de rayos de luz de sol poblados de partículas de polvo. Barbie entendía esta imagen mejor que la otra.

Miss Manners dijo que los detenidos no eran los culpables. Barbie se preguntaba cómo era posible, pero le impresionaba la porfiada insistencia de la chica, que parecía haber indignado a todo el mundo, del mismo modo que todos parecían dispuestos a indignarse por la obstinación de Edwina en que no podía colaborar en la identificación de unos cuantos hombres integrados en una multitud. En aquellas circunstancias todos parecían iguales, con sus dhotis oscuros, sus gorras a lo Gandhi y sus turbantes mugrientos. Y aquel olor. Humanidad sufriente, sudorosa, fétida, violenta. Era el fondo contra el cual había que ver la obra de Jesús. La gente no se acordaba de este detalle importante de Su Presencia. Edwina sí. ¿Y Miss Manners? ¿O lo único que le interesaba era confundir a la policía para salvar a su amante? Al parecer cambiaba continuamente su versión de los hechos. Según los Patterson había amenazado con decir que si los seis jóvenes entre los que se encontraba su amante eran acusados y juzgados por violación ella se levantaría para declarar que los hombres que la habían asaltado podrían igualmente haber sido soldados ingleses con la cara ennegrecida.

En aquella amenaza, aquel arranque que había escandalizado a sus compatriotas, Barbie percibía lo que consideraba la desesperación de la muchacha, y se compadecía de ella. Le hubiera gustado estrechar a Miss Manners en sus brazos y consolarla. Pero no estaba convencida de que la chica dijera toda la verdad, por lo que también se apiadaba del oficial de policía que había detenido a los jóvenes y estaba persuadido de su culpabilidad. Los Patterson o Pattison habían dicho que el policía había advertido a Miss Manners de que no se relacionara con aquel indio en concreto, que era un chico guapo, si se quiere, y educado en Inglaterra —o eso decía—, pero que ciertamente estaba fuera de su medio social y había sido ya interrogado respecto a algo referente a afiliaciones políticas. Barbie pensaba que a la vista de esto el indio a lo mejor era culpable, que había seducido a la joven, riéndose de ella a sus espaldas, como Lucy Smalley había insinuado, y que había planeado atacarla en la oscuridad, cuando ella volvía a casa tras una de sus visitas de caridad, en compañía de cinco amigos occidentalizados, del tipo de estudiantes, que se acercaron a ella por detrás, la desmontaron de la bicicleta y la arrastraron a los Jardines Bibighar, donde le taparon la cabeza con la capucha de su propio impermeable, la violaron y la soltaron para que regresara a casa dando tumbos, dolorida, atormentada y completamente desorientada.

Si le habían tapado la cabeza ¿cómo pudo ver quiénes fueron? ¿Cuándo se la taparon? ¿Solamente después tuvo un vislumbre (como al parecer empezaba en decir), una visión momentánea pero suficiente para poder insistir en que eran campesinos sucios, no muchachos peripuestos y vestidos al estilo europeo como los detenidos? Y había habido cierta confusión respecto a la bicicleta. ¿La había encontrado la policía en la zanja que había delante de la casa del joven indio? Al principio se había dicho esto, pero posteriormente fue desmentido por el policía mismo. Pero no habían fementido lo más endiablado de todo. Cuando le detuvieron, el chico se estaba lavando la cara, que tenía arañazos y magulladuras. No quiso decir por qué; no lo dijo nunca, se negaba en redondo a hablar. Los otros negaban toda complicidad, toda relación con la novia inglesa de su amigo, y afirmaban que habían estado toda la tarde bebiendo hooch, [6] en una choza cercana a los Jardines Bibighar, donde había tenido lugar la agresión. Habían sido detenidos en la choza.

Ahora todos ellos habían ingresado en la cárcel, sin juicio, en calidad de detenidos políticos. Y Miss Manners parecía haberse salido con la suya. ¿Pero qué había ganado, salvo la deshonra entre su gente? ¿Y de qué le había valido a su novio indio?

Barbie ni siquiera conocía su nombre. Empezó a soñar con él, pero en estos sueños era el indio a quien Edwina había intentado salvar. En sus sueños tenía los ojos cegados por cataratas. Tenía una garganta de músculos poderosos que quedaba al descubierto porque la cabeza estaba levantada y la boca abierta de par en par, lanzando un grito continuo e insonoro.