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Maybrick agita los brazos en el aire. Páginas de Bach vuelan de sus manos, se arremolinan, se abaten, planean, caen. Retuerce su cara la angustia del hombre que precisa orden, pero no puede mantenerlo. Permanecemos erectos en esta tempestad de papel de música. Entonces me vuelvo, fingiendo que me voy; y eso que acabo de llegar. Espera hasta que estoy en la puerta y grita: «¡Vuelva!» Ya no le tengo ni pizca de miedo, pero obedezco porque le gusta hacer de sargento. Me imagino a Maybrick aterrorizando a culíes que sonríen cuando les vuelve la espalda, porque nunca les hace el menor daño. Me lo imagino mandoneando a su mujer, antes de que cayera enferma, y la veo a ella no sólo protegiendo con una mano sus ojos de la luz, sino escondiendo su sonrisa, con la que empieza a realizar lo que él le pide, pero a su manera y para su propia satisfacción, que ella sabe que será también la de él.

Vaya lío que hay aquí, le digo, y me siento en la única silla que no está repleta de cosas que no tienen que estar encima de sillas. Estamos hundidos en Bach hasta los tobillos. La situación parece insoluble, más desesperada para él que para mí, porque las páginas están numeradas y sólo hace falta paciencia y aplicación —cualidades que normalmente él no posee— para restablecerlas en su orden primero. El problema será volver a encuadernarlas. Se queja de la calidad de la goma que usé la última vez, de la calidad de la encuadernación original, de no tener sitio actualmente para guardar las cosas, del clima que hace que todo se desarme, de la decadencia de la artesanía antigua, del hecho de que ya, como él dice, a nadie le importa un bledo; y finalmente —el quid, porque explica el porqué ha desperdigado las hojas, en un acceso de rabia pueril— falta una hoja doble.

«¿Ha mirado en el triforio del órgano?», pregunto. Declara que es imposible que la hoja doble esté en el triforio. Dice: «No adelantamos nada si usted se queda ahí mirando. ¿A qué espera?»

Le digo: «El té.» Le digo que necesito una taza de té antes de ir a la iglesia y mirar en el triforio, mientras él empieza a ordenar el caos que ha organizado.

En el camino a St. John reparo, de pronto, en la enorme mejoría que mi estancia en Pankot ha forjado en mi carácter. Aplicación y paciencia las tenía, pero de un tipo cuestionable. Si en los viejos tiempos me hubiera enfrentado a las ruinas de Bach, me habría abalanzado ávidamente sobre las hojas dispersas y, de un modo u otro, habría agravado la confusión inicial. Y no me hubiera atrevido a insistir en lo del té.

Veo que he adquirido cualidades de jefatura y mando. Por un momento el orgullo por mi logro es desproporcionado con su mé-rjto. Siento un poso profundo de satisfacción. Alargo mi zancada. Aunque hace mucho calor llevo puesto mi vestido heliotropo. El sol desciende hacia West Hill. Vuelvo la cara hacia él. Soy feliz. Pienso que siempre he hecho todo lo que estaba en mi mano y que ahora disfruto de mi recompensa en esta tierra de belleza serena hacia el atardecer.

Cuando entro en el cementerio el reloj da las cinco y media. Ya en la iglesia voy derecha al triforio. No hay luz suficiente. Me agacho, busco, convencida de que encontraré la hoja que falta. Y la encuentro en un rincón. Ostenta la huella polvorienta del zapato de Maybrick. Sonrío. Y luego oigo un sonido, el sonido de un pestillo levantado en la puertecilla lateral por la que acabo de entrar en la iglesia, el ligero chirrido de las bisagras, el ruido de la puerta que se cierra. Maybrick me ha seguido.

Me pongo de pie y grito: «¡Eureka!», y miro al punto donde él debería estar. Pero no hay nadie. La iglesia está vacía. Grito de nuevo, con menos audacia. No hay respuesta. Tengo la hoja perdida en una mano. Dirijo la otra hacia el cuello, automáticamente, y después hacia la cadena y la cruz.

Salgo, sin apresurarme. Me digo que mi llegada debe de haber perturbado las devociones privadas de algún feligrés a quien no he visto al entrar y que ha aprovechado la oportunidad de que yo subiera al órgano para marcharse sin ser advertido. Sigo lentamente al devoto solitario fuera de la iglesia y por el sendero entre lápidas mortuorias, pero él —o ella— es todavía invisible. Regreso a la casa de Maybrick.

Le encuentro sentado en el suelo, rodeado de páginas diseminadas que ha dejado sin tocar. Está escuchando el noticiario de la radio y me dice chssss cuando empiezo a censurarle su ociosidad. Resignada, desalojo cosas de la silla que también está ahora repleta. Me dice otra vez chssss. Me dejo caer en el asiento. Durante un rato no escucho las noticias, pero luego lo hago y me doy cuenta de que son importantes. Pero no cojo el hilo. Termina el noticiario. Pero el locutor repite el titular, al que le sigue música marcial.

Parece que los ingleses y las fuerzas aliadas han invadido Normandía. Han abierto el segundo frente. Maybrick llama a gritos a su camarero y acto seguido me levanta de la silla y da unos pasos de baile. Su entusiasmo es contagioso. El pobre Bach corre el riesgo de ser pisoteado. Maybrick dice a su criado que traiga jerez. Dice que, cuando los alemanes hayan sido derrotados, los ejércitos aliados volcarán todo su peso contra los japoneses y todos volveremos a vivir en un mundo civilizado.

¡Y todos los prisioneros de Alemania serán liberados! Grito: «Tengo que telefonear a casa...» Voy al recibidor, descuelgo el auricular y espero pacientemente a que responda la operadora. Estoy ansiosa de que Susan lo sepa, a causa de su padre. Pido el.número y sigo esperando. La operadora me dice que el número comunica. Vuelvo, cabizbaja, al cuarto de estar. Conjeturo que Mildred se ha enterado en el club y está hablando ya por teléfono con Susan. Bebemos jerez. Diez minutos más tarde vuelvo a telefonear, pero la operadora me dice que todavía están hablando-Probablemente Mildred ha vuelto a casa de Mabel y está llamando a todas sus amigas. Renuncio a mi papel de mensajero de buenas noticias. «Vamos», le digo a Maybrick, «vamos a ocuparnos del pobre Bach».