CAPITULO XVIII

James utilizó el dinero enviado por su padre, para iniciar una investigación en busca de su hermano. ¿Cómo puede realizar un hermano una investigación de tal naturaleza? James pronto se enteró de que los caminos para ella eran descarriados. Young Wang fue con él a todas partes. Dejó a su mujer en la posada —una y otra le eran igualmente caras ahora—, para seguir a James y guiarlo. No había medios legales para conseguir lo que querían, y empleando dinero a manos llenas, puesto que en todas partes había hambre, fueron escuchando a un hambriento tras otro y así los fueron conduciendo a los jardines del palacio, no por causa de la muerte de un muchacho o dos, sino porque los antiguos pozos de allí eran utilizados desde hacía mucho para ocultar muertes y cosas así. ¿No se arrojaban las concubinas del emperador dentro de los pozos? ¿Para qué contar cómo James y su fiel criado se arrastraron por las cavernas humanas de una ciudad grande y antigua? Estas cavernas eran sentinas humanas, no por la suciedad de los cuerpos que albergaban, sino por la inmundicia de las almas. Hombres que se morían de hambre, que se morían a causa del opio, que se jugaban a esposas e hijos, hombres que preferían matar que trabajar…; entre éstos entraba y salía James en silencio. Young Wang siempre estaba presente y ocultaba bajo su chaqueta el gran cuchillo de carnicero que había traído de la posada.

James vivió durante estos días con Su y su joven esposa. Fueron muy amables con él, pero le temían, por eso él salía de casa antes del amanecer y entraba después de obscurecido. James era el hermano de Peter, que había sido asesinado, y era peligroso ser amigo de James, aun cuando fuera hijo de Liang Wen Hua.

Llegó un día después de dieciséis de búsqueda, en que un vendedor dijo de un portero, quien habló de un mendigo y éste dio noticias de una banda de mendigos que le pagaban por permitirles dormir al abrigo de un pabellón vacío de los jardines imperiales. Entre estos mendigos se encontró uno que contó que una noche había oído voces que cuchicheaban y murmuraban alrededor de un antiguo pozo. ¡Dinero… dinero! James gastó todo el que le había enviado su padre, pero el dinero americano era dinero verdadero y cambiado resultó una fortuna y esta fortuna la ofreció James al mendigo a cambio del cuerpo de su hermano.

Él, con Young Wang detrás, fueron a los jardines imperiales, en una noche oscura, y esperaron hasta que la luna se ocultó. La puerta se abrió de golpe y no había portero que los viera pasar; los dos entraron y se sentaron bajo un ancho y añoso pino y esperaron durante media noche. Sus pensamientos eran extraños, y apenas pensamientos; eran más bien sentimientos inexpresados, percepciones, temores y resoluciones. Desde los vastos jardines, millas adentro de las cuatro elevadas murallas del pasado Imperio, venían aromas moribundos, ya no perfumes de árboles antiguos y grandes hierbas, de hongos que crecían sobre las húmedas cortezas y de musgos que se arrastraban entre piedras y ladrillos no vueltos a hollar por pies humanos. El silencio era profundo y, sin embargo, había de repente soplos ligeros de viento, que en alguna parte hacía tintinear campanillas sobre un tejado, produciendo una vibración fantasmal. James sentía que la vida a su alrededor estaba muerta y no era ya humana, pero, ello no obstante, seguía aferrándose a esas guaridas fantasmales. ¡Extraño y horrible resultaba pensar que la juvenil rebeldía de Peter hubiera quedado extinguida allí, donde todos los males de la Historia habían culminado y muerto! Había algo tan solemne en torno a esta posibilidad de la muerte de su hermano, que James no podía llorar. Se sentó acurrucado sobre la profunda cama de follaje de pino y apoyándose contra una poderosa raíz de árbol que le servía de dosel, esperó resistiendo con sus fuerzas internas a las fuerzas del pasado muerto que lo cercaban. Era joven y estaba vivo; no consentiría que lo abrumaran. Una lucha terca por la vida y su propia vida empezó a acelerar su corazón y enfriar su mente. Peter había escogido el camino rápido, el juego de la violencia contra la violencia, y había perdido. Él, James, el mayor, tomaría la lenta senda trillada y esperaba vivir para ver con claridad su meta, si no lograba alcanzarla.

Le sobrevino una gran calma conforme pasaban las horas, y en todo ese tiempo Young Wang no había hablado. ¿Los habían traicionado los mendigos, después de todo? Young Wang había retenido con prudencia la mitad del dinero, no fuera que no trajeran cuerpo alguno, y prometió que el resto sería entregado después del rescate.

En las frías horas de la madrugada, cuando los búhos chillan en los árboles, murmuró ásperamente:

—¡Ya vienen! —James se levantó y quedó esperando; detrás de sí, oyó a Young Wang dar un paso furtivo. Vieron el resplandor de una linterna de papel a través de una columnata de mármol y la luz cayó opaca sobre un grupo de pies humanos, vacilantes y cargados. Medio segundo más y los mendigos trajeron tres cuerpos empapados y los dejaron bajo el pino añoso. Estaba demasiado obscuro para ver, pero James escuchó las pisadas y oyó las voces de los mendigos.

—Tengan cuidado…, ya se están pudriendo.

Entonces se levantó y sacó del bolsillo la pequeña linterna que había traído de América, y dejó caer esta luz sobre cada uno de los muchachos muertos. Young Wang atisbaba por encima de su hombro. Al primero no lo conoció, ni tampoco Young Wang. Al Segundo James no lo conoció, pero Young Wang dio un grito sofocado:

—¡Es con quien compartía su habitación!

Al tercero lo reconocieron ambos, porque era Peter.

Así se cercioraron. Ahora se movieron con rapidez para hacer lo que de antemano habían decidido. Nadie en toda la ciudad se habría atrevido a enterrar estos cadáveres. Bajo el viejo pino la tierra era blanda y rica, y Young Wang había traído una pala oculta bajo su larga túnica china. Empezó a cavar con rapidez y la tierra salía fácilmente. Pronto tuvo hecha una cama, estrecha pero bastante amplia para los tres y bastante profunda para que fuera segura, cuyo fondo se extendía sobre las robustas raíces viejas del árbol.

Cuando estuvo lista, los mendigos le ayudaron a levantar los cadáveres y James se inclinó para sostener la cabeza de su hermano. Allí yacía Peter en medio, con su amigo a la derecha y a su izquierda el desconocido. Después Young Wang los cubrió, y cuando la tierra estuvo alisada extendió sobre ellos la profunda capa de hojas de pino que había caído allí año tras año desde que la anciana Emperatriz murió y fue enterrada.

Young Wang pagó a los mendigos y éstos desaparecieron en medio de la noche. Pero James se quedó inmóvil bajo el árbol y al lado de la recién hecha sepultura. Estaba lleno de encontrados sentimientos. No era sólo por la muerte de Peter. Por vez primera se dio cuenta de lo poca cosa que era, de cuán solo estaba y de la inmensidad del pueblo que lo rodeaba. Si Peter no hubiera muerto, no hubiera conocido nunca criaturas que jamás vieron la luz, la comodidad ni la seguridad. Bullían bajo la superficie de la vida, procreando y destruyéndose, y la vida los oprimía desde arriba y los hundía más. A su modo, Peter había conocido al pueblo más rápidamente que ninguno de ellos y trató de ayudarlos en una forma apasionadamente trágica. Sí, se decía James, en medio de su locura juvenil, Peter había muerto por salvar a su pueblo.

Young Wang le tocó en el brazo.

—Vamos —murmuró—. Este lugar no es seguro.

Y tomando la mano de James con sencilla ternura, lo apartó de allí.

Mucho antes del amanecer estaban de nuevo en camino hacia la aldea ancestral. James no veía el momento de verse libre de la ciudad. Con la parte superficial de su cerebro iba pensando mientras cabalgaba qué les diría a sus padres y al Tío Tao. A sus padres les diría sencillamente que había encontrado a su hermano muerto y que le había dado sepultura. Podía decirles que Peter indudablemente se había mezclado con estudiantes rebeldes de alguna clase. Al Tío Tao le diría solamente que Peter no volvería más. Era difícil decir sólo una verdad a medias, pero James sopesó bien el asunto, y comprendió que el Tío Tao se llevaría gran susto si supiera toda la verdad. Sólo a Mary y a Chen les contaría exactamente con lo que se había encontrado. Bajo esta superficie, su pensamiento se extendía hora tras hora sobre el significado de la muerte de Peter, cómo había sobrevenido y por qué. Le llevaría toda la vida responder a cuanto se preguntó este día.

Así, al anochecer, entró a caballo en la villa, muy fatigado y silencioso y mandó a Young Wang que regresara junto a su mujer y a su posada, y no contara nunca, ni siquiera a su esposa, lo que había sucedido aquella noche.

Young Wang se ofendió un poco por esto, frunció la boca y dijo:

—¡Amo, yo no soy de esos hombres que le cuentan todo a su esposa! Soy digno de fiar y usted ya debería saberlo.

—Y lo sé —dijo James para consolarlo. Luego se separaron.

James se dirigió primero a su habitación. Esperaba encontrar a Chen allí, pero el cuarto estaba vacío. Se lavó y fue luego a buscar a Mary, pero no la pudo encontrar tampoco. Lo siguiente debía ser ir junto al Tío Tao y anunciarle que había llegado, como los jóvenes debían hacer con los más viejos, y encontró al Tío Tao sentado en la sala principal sin hacer nada. Estaba esperando que le llenaran la pipa, porque había declarado que el tabaco estaba húmedo y el nieto que le servía durante el día había ido a buscar un puñado junto al fogón de la cocina.

—¡Eh, ya has vuelto! —Alborotó el Tío Tao cuando vio entrar a James—. ¿Has encontrado al joven descarriado?

—Si —dijo James y trató de sonreír—. No volverá más, Tío Tao. Ya lo arreglé todo en la ciudad.

—Si le gusta la ciudad yo no le quiero aquí —dijo el Tío Tao. El nieto entró corriendo en este momento con el tabaco y el Tío Tao lo tomó en su mano, lo palpó y lo olió. Con esta tarea se olvidó de Peter. Cuando lo encontró de su gusto, mandó que le llenaran la pipa. Y después se dispuso a reanudar la conversación.

—¡Eh… eh!… —Empezó.

James se inclinó hacia delante para escuchar.

—Dígame, Tío Tao.

—¿Qué queréis hacer vosotros aquí? —El Tío Tao seguía fumando entre cada palabra.

—¿Qué quisiera usted que hiciera yo, Tío Tao? —preguntó James. Por ahora, sabía que, en apariencia, el Tío Tao debía dar las direcciones en todo.

—Nada… nada —dijo el Tío Tao. Había comido bien y se sentía amable esta noche—. Es decir —siguió después de tomar una gran bocanada de humo— no tienes que meterte en las cosas de la tierra. Tu abuelo se metió en eso y estuvimos todos a punto de caer en manos de los colonos antes de que yo me hiciera cargo. Los jóvenes que habéis ido a la universidad no podéis comprender la tierra.

—Yo aquí sólo puedo hacer una cosa útil para usted —dijo James con las debidas precauciones—. Noto que muchos de nuestros colonos parecen enfermizos. Seguramente no pueden realizar una jornada de trabajo. Si usted me lo permitiera, yo trataría de descubrir cuál es su enfermedad y curarla.

Los ojos del Tío Tao se entornaron.

—¡Pero sin cortar! —dijo severamente.

—No lo haré sin su permiso. —Convino James.

—Bueno, bueno —replicó el Tío Tao—. ¿Cómo empezarás?

—Con su permiso yo podría ocupar una de las habitaciones vacías y tenerla como cuarto de medicinas. Tengo unas pocas que traje conmigo cuando vine, y cuando necesite más puedo conseguirlas por medio del hospital de la ciudad. A esa habitación pueden venir los enfermos.

El Tío Tao daba vueltas y más vueltas a esto en su imaginación.

—¿Y si matas a alguno? —preguntó después de unos minutos. Este pensamiento lo llenó de horror—. No, no —dijo alarmado—, es mejor dejarlos morir de muerte natural.

—No mataré a ninguno —dijo James.

El tío Tao movió ligeramente la cabeza.

—Te echarían la culpa si muere alguno, y luego yo, como tu pariente de más edad, tendría que pagar por él.

—Considérelo. —Le recordó James—. Cuando un colono se declare enfermo y no pueda trabajar, yo veré si lo está realmente o es sólo una simulación. Además, hay los niños. Es una pena que los niños se echen a perder. Y las mujeres que mueren de parto…

—Tú no puedes ocuparte en las mujeres —dijo el Tío Tao con firmeza.

—Un doctor se ocupa en toda vida humana —respondió James.

Así, engatusando y convenciendo al Tío Tao, lo llevó al punto en que dio su conformidad a que James pudiera utilizar cierta habitación que tenía una puerta directa a la calle. Esta puerta había estado atrancada durante generaciones. Había sido hecha secretamente hacía mucho tiempo por un hijo perverso de la familia de Liang que salía de noche contraviniendo las órdenes de su padre.

Desde luego, James estaba fatigado ya por el tiempo en que el Tío Tao llegó a dar su permiso, pero cuando se levantó para irse, éste lo detuvo de nuevo.

—En cuanto a tu hermana… —Así empezó y James volvió a sentarse—. Tu hermana es… una de esas modernistas —dijo el Tío Tao solemnemente. Dejó a un lado su pipa, que ahora se enfriaba—. Produce perturbaciones en nuestra aldea. Yo ya observo que mis nueras están adelantando. La más joven me habló el otro día. Tal cosa no había sucedido antes. Yo le hablo para darle órdenes, pero no espero respuesta.

James no pudo menos que sonreír al oír esto.

—¿Qué quiere que haga con mi hermana? —preguntó.

—Debería casarse —dijo el Tío Tao con la misma voz solemne—. Las mujeres que no están casadas andan de aquí para allá cacareando como las gallinas que no ponen huevos.

James no contestó a esto. ¡Habría disgusto, sin duda, si el Tío Tao se metía a arreglar un casamiento para Mary! Sin embargo, el Tío Tao así se disponía a hacerlo ahora.

—En esta villa —dijo—, hay un tipo muy decente que no pertenece a la sangre de los Liang. Su padre vino aquí de buhonero y luego se instaló como sastre. Yo le di permiso. El hijo también es sastre. Yo hablaré con el padre.

James se dio prisa para evitar esta catástrofe.

—Déjeme hablar con mi hermana, Tío Tao. —Le rogó—. Si fracaso se lo diré a usted.

—Bueno, bueno. —Aceptó el Tío Tao—. Pero no te demores mucho. Las mujeres son una carga para la familia hasta que están casadas.

Finalmente James se fue y encontró a Chen en su cuarto, contiguo al suyo. Estaba cambiándose la vieja ropa de trabajo por la bata china que llevaba cuando se ponía cómodo.

—¿Dónde estuviste? —Le preguntó James—. Estoy en casa desde hace más de una hora. Ni a ti ni a Mary os pude encontrar… A ninguno de los dos.

—Estaba ayudándola a limpiar la escuela —dijo Chen con animación.

—¿Ya hay una escuela? —preguntó James.

—Mary ha preparado una —replicó Chen—. Yo le dije que mejor sería preguntar al Tío Tao primero; pero no, ella me contestó que se lo diría al Tío Tao cuando estuviera hecho. Las madres jóvenes están todas a su lado, la están ayudando. Quieren que sus hijos aprendan a leer, y algunas incluso hablan de aprender ellas también. La nuera más joven está completamente decidida. —Todo esto lo dijo con el mismo tono ligero, casi sin darle importancia, usual en él.

—Yo quiero hablaros a Mary y a ti de Peter —dijo James—. Iré a buscarla. Podemos reunimos en mi habitación.

Toda aquella velada la pasaron juntos y hablaron de Peter y de cuál sería la causa de que no hubiera podido ser feliz. Bien la conocían. El peso de su país, enorme y antiguo, los aplastaba a todos ellos, y tenían una conciencia tal que no podrían escapar.

—Lo que Peter no pudo comprender —dijo por último James— fue que la destrucción no cura. Porque, ¿qué puede ser destruido, si no es el pueblo? Y sin embargo, el pueblo es el tesoro almacenado de la nación.

—Y nuestro pueblo es bueno —dijo Chen.

—Yo te digo que es el mejor pueblo del mundo. Ignorante, sucio y luchando con las enfermedades sin otra cosa que su salud natural… —Lo interrumpió James y movió la cabeza.

—Peter era demasiado joven para esta vida —dijo Chen.

—Quizá demasiado mimado. —Añadió Mary en voz baja.

Los dos hombres no la contradijeron y quedaron sentados un rato sin hablar, contemplando las velas goteantes encima de la mesa.

—Cuando yo tenga hijos —dijo Mary por último, como si lo hubiera estado pensando mucho tiempo antes de hablar—, no los dejaré ir a América. Deben criarse aquí, donde está nuestra vida. Deben aprender a arreglárselas con lo que tenemos, y si quieren más tienen que labrarlo con sus propias manos. No deben soñar con lo que han hecho otros.

Así que habló de su casamiento y con esto se le ocurrió a James contarle lo que había dicho el Tío Tao. Pero no lo hizo. No era momento adecuado. Estaban hablando de cosas solemnes, y lo que había dicho el Tío Tao era sólo motivo de risa.

Al día siguiente, después de dormir tan profundamente que le dio vergüenza. James empezó a despejar la habitación que el Tío Tao le había dejado. Tenía abundancia de ayudantes, porque el lugar estaba lleno de niños ansiosos de ver cualquier cosa nueva. A estos niños los puso a trabajar con tanto gusto que todo les parecía un juego, y así fueron sacando cestos viejos con desechos, muebles rotos, trapos y papeles y todas esas cosas que se juntan en alguna parte en una casa antigua donde hay demasiada gente. El cuarto era grande —anteriormente eran dos habitaciones— y tenía el piso de tierra apisonada y las paredes de ladrillo. James trajo cal del almacén de la villa y la mezcló con agua y pintó las paredes y roció el piso. Los niños se quedaron asombrados al verle hacer todo personalmente, porque no estaban acostumbrados a que sus mayores se movieran así. Ninguno había visto al Tío Tao hacer otra cosa que ir a buscar su pipa. Cuando después de esto James compró tablas y clavos y construyó estanterías, incluso se sentían un poco avergonzados de él. ¿Quién había oído nunca que un hombre que sabía de libros se volviera carpintero? Ahora todos los Liang ancestrales estaban asombrados de estos nuevos Liang y de su amigo Chen, que les habían caído del cielo. A sus espaldas de seguro se hablaba mucho de ellos, ¿pero quién de los tres lo sabía? Se dedicaban con celo a sus asuntos, llenos de fe en que su aldea ancestral podría convertirse en un lugar donde todos estuvieran limpios, sanos e instruidos.

Era algo curativo lo que ellos hacían, y los primeros que tenían que curarse eran ellos mismos. La primavera vino y se fue, y el verano se extendió sobre la tierra. El Tío Tao dormía como un enorme Buda medio desnudo bajo la datilera, y por la noche toda la familia sacaba sus camas a los patios y allí dormían, y la calle de la aldea tenía filas de estas camas. Era una estación alegre, porque los niños corrían de aquí para allá, las mujeres chismorreaban y los hombres quedaban sentados hasta tarde bebiendo agua caliente y té y abanicándose para refrescarse cuando rompían a sudar. Día tras día, James se levantaba temprano y atendía a los enfermos que venían a verlo antes de que el sol calentara demasiado. La fama de sus curaciones se extendió por la comarca y la gente acudía a él desde largas distancias y Chen le ayudaba siempre, de manera que los dos trabajaban tan íntimamente juntos como dos manos.

Aun así no podían atender a todos los que venían, y a mediados del verano, James escribió cartas a las tres buenas enfermeras del hospital de la ciudad, Rose, Marie y Kitty, y las invitó para que vinieran a ayudar. De las tres esperaba que al menos una pudiera venir. Sin embargo, les había dirigido una carta austera, porque no quería que se desilusionaran. «Yo no puedo pagarles ni la décima parte de lo que están ganando ahora —decía—. Pero tendrán techo y comida. ¿Cómo serán recompensadas entonces? Lo mismo que lo soy yo, curando a aquellos que no tienen ninguna otra parte a donde ir en busca de curación».

De las tres vinieron dos, Rose y Kitty, porque Marie se había casado con un joven doctor, y él no quiso que abandonara su casa ni venir con ella.

En el hospital de la ciudad, desde luego, todavía se consideraba una locura que James y Chen se hubieran enterrado en una aldea y las malas lenguas decían chocarrerías.

—Les gusta ser señores entre los pobres. ¿Quién puede creer que vivan como los aldeanos?

—Ya les contaremos lo que veamos. —Prometió Kitty.

—¿Por qué han de vivir como los aldeanos si su deseo es hacer que los aldeanos vivan mejor? —preguntó Rose. La casa de los Liang se abrió para ellas dos también, y vivían juntas en una habitación al lado de la de Mary.

No se debe suponer que todas las cosas marchaban bien. Rose era una muchacha despreocupada y animosa y se encontraba bastante feliz. Pero Kitty era muy terca, y conforme pasaban los meses se enfadaba a veces, porque creía que Mary y Rose eran íntimas y no la admitían bastante en su amistad, y luego Chen notó con cierta alarma que mostraba síntomas de inclinarse hacia él en busca de compañía. Se dirigió una noche a James todo avergonzado y le dijo que debía mandar a Kitty de vuelta a la ciudad.

—El campo es una prueba dura. —Explicó—. Sólo aquellos que están llenos de riqueza interior pueden soportarlo. Kitty es demasiado estrecha de alma. Te procurará disgustos más tarde o más temprano.

—La tendremos ocupada —dijo James. Mientras hablaba atendía a un cultivo de una enfermedad desconocida que había visto aquel día. Nunca la había visto antes. Se localizaba en las piernas de hombres, mujeres y niños, quienes se hinchaban monstruosamente de las caderas para abajo, mientras que de caderas arriba se marchitaban. Si era contagiosa o si ocasionaba la muerte, eran cosas que todavía estaba tratando de descubrir.

De manera que Chen se vio obligado a hablar claro.

—Esta Kitty se está fijando en mí, Jim —dijo torciendo el gesto—. Una mujer que no se casa y no puede encontrar felicidad en su trabajo…, bueno, el hombre debe cuidarse de esa mujer.

—¿Por qué no te casas con ella? —Sugirió James—. Así no perdería una ayudante.

Oyó a Chen luchar con un ahogo, y cuando levantó la vista vio a su amigo rojo de furia.

—No, gracias —dijo Chen.

Pero James no era capaz de hacer nada de prisa, así que por el momento sólo vio que Kitty tenía mucho trabajo que hacer. En cuanto al subido color de la cara de Chen, lo tomó como signo de la habitual delicadeza de su amigo en lo que se refería a mujeres.

En esta época de su vida, debe decirse que James no era nada perspicaz en esta materia. Estaba sondeando demasiado profundamente en las vidas de muchos para detenerse sobre la vida de ninguno. Así había empezado a ver que muchas de las enfermedades que tenía que curar eran fruto de otros, males. Los alimentos que comía la gente no eran bastante buenos, y cuando trató de enseñar a las madres que el sarampión podía ser una enfermedad mortal aquí donde era nuevo, y que un niño lo transmitía a otro, eran demasiado ignorantes para comprender tales cosas, y nunca pudieron creer que los pepinos fueran peligrosos si se remojaban antes en agua de la cisterna y que mientras era bueno que hirvieran el agua que bebían, eso era inútil si se enjuagaban la boca con agua sin hervir. Una cortadura, por más ligera que fuese, no debía frotarse con fango, les decía, y el cordón que unía el niño a la madre, no se debía cortar con las tijeras de la cocina. La maldición de toda esta región entera eran los «diez días del cordón», como les llamaba la gente, en los niños recién nacidos, y la causa de esto era el uso de tijeras de hierro roñoso.

—¿Qué tenemos que usar entonces? —preguntaban las mujeres.

Entonces Rose les explicaba que en su aldea, situada muy lejos hacia el Oeste, habían aprendido a usar la laminilla interior de una caña, y cuanto más cerca del corazón estaba, más probable era que viviera el niño, pero James trataba de hacerles comprender que esto no era más que una confirmación de lo que ya les había dicho, porque la laminilla del corazón de una caña estaba más limpia de polvo invisible que un par de tijeras de hierro que se usaban para cortar cualquier otra cosa además del cordón del niño. Sin embargo, la verdad quedaba muy lejos de su comprensión y nadie podía creer que lo que no era visible pudiera ser una causa de muerte.

El mismo Tío Tao declaró que esto era un disparate, y lo que decía el Tío Tao tenía gran fuerza sobre los demás. Era bastante extraño, porque James no tardó en ver que al Tío Tao no lo querían bien aquí en la villa de los Liang ni la gente de las tierras circundantes. Pero era admirado, y las gentes se contaban unas a otras lo que él decía, y sus palabras medio acerbas, medio humorísticas corrían de boca en boca. Sin embargo, él tenía mano de hierro y la podía apretar en secreto, y la gente le temía porque estaba siempre del lado de los gobernantes, y a éstos el pueblo los odiaba de antiguo. Cuando se acabaron los emperadores, el pueblo se regocijó, pero ya estaban empezando a decir que los emperadores eran mejores que los gobernantes de ahora. Había habido sólo un emperador, decían, y bajo él un virrey en cada provincia y bajo el virrey un magistrado en cada distrito, y aunque todos éstos cobraban su tributo, había un límite. Ahora surgían pequeños gobernantes por todas partes. ¿Y quién sabía de dónde venían? Cada uno recogía una tasa, y si el labrador se negaba a pagarla aparecía una banda de soldados con fusiles extranjeros. Un soldado con un fusil sobra en todas partes.

El Tío Tao estaba siempre en buenas relaciones con los recaudadores de tasas. Él no las pagaba, porque declaraba que todo lo que tenía pertenecía al pueblo y entre el pueblo debía ser reunida la tasa. Así diciendo alimentaba al recaudador y al soldado, ¿y qué podía hacer el pueblo?

Todo esto lo vertieron las mujeres del pueblo en los oídos de Mary cuando se visitaban entre ellas, porque Mary era de las que escuchaban cualquier historia, y después de haber oído estas cosas se las traspasaba a James y a Chen y exigía que se hiciera algo con el Tío Tao. Ellos hablaban y discutían mucho, encerrados en sus habitaciones particulares para que ninguna oreja pudiera escucharlos y ninguna boca corriera a contárselo al Tío Tao. Porque estos tres también tenían sus enemigos menores, a pesar de todos los esfuerzos que hacían para conservarse amigos de todos. Así la nuera mayor estaba celosa de Mary porque la más joven la seguía y aprendía a leer, en lugar de pasarse el día lavando y cosiendo, y la mayor declaró que no tenía tiempo para leer y que no aprendería. Esta nuera iba junto al Tío Tao y se quejaba de que Mary producía disturbios en la casa y que todo estaba mejor antes de que vinieran esos nuevos Liang. Hablaba también con su marido y lo puso en contra de los nuevos Liang y de su amigo Chen. Y cuando llegó el otoño se supo que al Tio Tao no le gustaba tanta instrucción en la aldea y Mary encontró su escuela medio vacía.

La villa estaba dividida en dos hacia la época en que se celebraba el festival de otoño; unos eran partidarios de los nuevos Liang y otros estaban en contra, y los que estaban en contra se declaraban todos por el Tío Tao y por los antiguos sistemas. Y si esto no fuera bastante para preocuparlos, Rose le contó un día a James que Kitty estaba con los que les hacían la contra, y por lo tanto deberían mandarla de vuelta a la ciudad. James hizo buscar a Kitty al momento y en medio del trabajo de la tarde, cuando se debían envolver los vendajes y hervir el instrumental en el tanque de lata que había hecho de modo que encajara sobre un fuego de carbón, le dijo con bastante amabilidad lo que había oído. Ante esto, la boca de Kitty escupió tal chorro de veneno, que él no imaginó jamás que pudiera caber una cosa así en el corazón de una mujer.

—¡Usted, su hermana y Liu Chen! —gritó—. Son demasiado buenos para mí… y para todo el mundo. ¿Por qué están aquí? ¿Es de creer que no estén por nada? ¿Quién hace nada por nada? ¿Puede ser que estén aquí sólo porque ésta es su aldea ancestral? Nadie lo cree. Ustedes están aquí porque secretamente son comunistas… ¡Yo lo sé! ¡Sus vidas están en mi mano! ¡Una palabra a ese viejo tío gordo suyo y otra a la policía del distrito y desaparecerán!

Por un momento James no pudo hablar, tan espantado quedó ante esta perversidad y tan avergonzado de su estupidez al no ver antes que esta Kitty no era la buena mujer que él había creído en el hospital de la ciudad. Miró su cara delgada y sus amargados ojos y se le ocurrió que no era mala, sino débil. Si todo le iba bien, podría ser buena, pero la tierra de su corazón era poco profunda, y la bondad es una planta que necesita raíces profundas para vivir. Así que le habló con mucha dulzura:

—¿Para qué vino usted a nuestra aldea? —preguntó—. Nadie la obligó a venir, yo le advertí que la vida aquí era amarga. —Notó que brillaba en ella la luz de algún secreto, pero no quiso oírlo. En lugar de eso tomó la mitad de su escasa provisión de dinero, proveniente de su parte en las cosechas de otoño, y le dijo—. Debe usted dejarnos en seguida. Haga su maleta y enrolle su ajuar de cama. Yo alquilaré un carruaje que la lleve de vuelta a la ciudad. Si se va usted hoy, no daré malos informes suyos al hospital. Puede volver a su antiguo trabajo y olvidar que ha estado aquí.

Gesticuló ella un momento luchando contra su deseo de hablar y decir todo lo que le bullía en la cabeza, pero tenía prudencia y obedeció su mandato. Una vez que se fue, Rose tuvo el valor de decir la verdad, y era que Kitty había venido por causa de Liu Chen, de quien estaba enamorada hacía mucho tiempo. Al oír esto Mary se indignó a su vez y dijo:

—Esas mujeres no pueden comprender que el matrimonio no lo es todo y que el trabajo es lo primero. —Y no pudo comprender por qué Rose se rió tanto cuando dijo esto, hasta que por último Rose tuvo que cesar en sus risas para no enojar a su amiga.

Pero para James todo esto no pasaba de la superficie de la vida diaria. Estaba empezando a comprender que la enfermedad y la salud, la ignorancia y la instrucción, la pobreza y la comodidad, la guerra y la paz, la pena y la alegría, eran frutos todos de la confusión o de la sabiduría humanas. Aquí en esta pequeña aldea situada en medio de un dilatado campo estaba el mundo entero. Lo que aquí era verdad lo era en todas partes. Algo había aquí que andaba mal y nadie sabía qué. La familia de Liang tenía abundancia de alimentos, y sin embargo, había otros, a sus mismas puertas, que se morían de hambre. James, que era un Liang, había aprendido lo bastante para subir alto, y sin embargo, estaban éstos de aquí, sus familiares incluso, que no sabían leer ni su apellido si lo veían escrito. Estas diferencias permanecían a pesar de cuanto él pudiera hacer. James podría llevar ropas de algodón, comer alimentos sencillos y caminar con los pies desnudos dentro de sus zapatos y, sin embargo, la profunda diferencia seguía. ¿Y qué podía hacer?, se preguntaba.

Con tales pensamientos se alimentaba James y se ponía cada vez más caviloso y alicaído, sorprendido de su propio descontento. Empezó a considerarse como un hombre aparte, destinado para alguna cosa grande, pero no podía descubrir cómo iba a hacer nada grande en medio de tal ignorancia y tozudez como la que tenía el pueblo. La ignorancia y la tozudez corrían parejas en ellos. Sin embargo, algunos le estaban agradecidos por lo que hacía, y cuando salvaba un hijo a una madre, se sentía confortado un momento por la alegría de la mujer. Pero luego se preguntaba, ¿qué era un niño salvado entre tantos millones? Cavilaba así constantemente, sin comunicar a nadie su descontento consigo mismo. Se decía de todo corazón: «Estoy separado de la gente a quien quiero ayudar». Y esto era verdad. Aunque podía hablar con gran amabilidad con la gente que venía para que la curaran, o con los que encontraba en las calles de la villa o en la carretera, no sentía eslabón alguno de la carne ni del espíritu que le uniera a ellos. Se volvía más solitario conforme pasaban los meses, y esto lo aterrorizaba. ¿Tendría que reconocer que Su, Peng, Kang y los de su clase tenían razón? ¿No podría haber ningún lazo entre él y su pueblo?

Con este estado de ánimo, miraba con nuevos ojos a Mary y a Chen. Durante mucho tiempo no había hablado con ellos excepto de las pequeñeces diarias cuando se levantaban. Mary había llevado su escuela fuera de la casa de los Liang cuando descubrió las perturbaciones que producía, y una vez fuera de estos muros, otros de la aldea se atrevieron a venir junto a ella, y su sala volvió a estar llena. La gente que no sabía leer ni escribir creía que era una gran fortuna aprender, y las madres mandaban sus hijitos a Mary, esperando que con su enseñanza estos muchachos no tuvieran que ser solamente vulgares labradores, muleteros y carreteros. Estas pobres madres también tenían sus sueños. «¿Por qué no puedo estar yo contento como lo está Chen?», se preguntaba James. Y es que Chen y Mary habían encontrado un camino para arraigar aquí y él no. James observaba a Mary y no descubría en su mirada vivaz ni una chispa de descontento. Y Chen era demasiado feliz. No haciéndose preguntas profundas, realizaba bien su trabajo diario, y fue quien le enseñó al herrero de la villa a hacer un cuchillo de filo tan agudo que pudiera pinchar un divieso o extirpar la superficie de una úlcera. Declaraba que su esterilizador hecho en casa era mejor que ninguno, y lo utilizaba diariamente.

Ningún hombre ni mujer había permitido todavía que le cortaran ninguna parte interior, y James y Chen tenían que ver cómo decaían y se morían algunos antes que permitir que los operaran. El Tío Tao hablaba a veces en todas partes contra eso de cortar, y la gente sabía que no permitiría que James le sacara aquella cosa que le crecía en la barriga y aumentaba de mes a mes. El robusto viejo contendía aún con este desarrollo interior y comía mucho y dormía mucho y no caminaba lejos de su habitación, y a fuerza de comer y de dormir estaba más fuerte todavía. Pero algún día, James y Chen lo sabían, se debilitaría. Cuando llegara el momento, debían estar dispuestos.

El otoño seguía magnífico, y fue creciendo la luna de la cosecha. Llegó una helada, se fue, volvió el calor otoñal y pasaron un día tras otro en dorado silencio. La gente estaba tranquila y feliz durante un tiempo, porque con las cosechas todos podían comer. Los bandidos, siempre al acecho en el horizonte, no estaban hambrientos como en el invierno y la gente podía tomar un poco de descanso. La guerra se retiraba hacia el Norte una vez más, y este temor se aliviaba también, aunque sólo por algún tiempo. El final del otoño, antes de que el invierno azote, es la mejor época del año, y este año era más que bueno, porque las cosechas habían sido abundantes. Sin embargo, sólo James no estaba contento. Todo lo que hacía era demasiado insignificante y llevaba consigo, día y noche, una soledad constante.

Y luego un día, a mediados del invierno, descubrió la causa de su descontento. La sala en que trabajaban había aumentado a dos y ahora estaban construyendo una tercera para casa de baños. En la ciudad se podían encontrar casas de baños, pero no en una aldea. Muchas enfermedades de la piel provenían de la suciedad, y mientras que en el verano un hombre podía ponerse detrás de su casa y frotarse el cuerpo con el tosco filamento seco de una calabaza del campo, en invierno ningún hombre tiene tantos deseos de estar limpio como para hacer semejante cosa. La casa de baños por lo tanto llegó a ser un sueño de Chen, quien había contratado a dos hombres para que vinieran con sus mazos y golpearan la tierra convirtiéndola en paredes. Ideó una estufa de barro en un rincón y una cañería para llevar el agua caliente de un caldero a una gran bañera redonda de madera, y un drenaje para sacar el agua sucia a una zanja de la calle de la villa. La fama de este milagro corrió por todas partes, y familias enteras vinieron de lejos para verlo.

Chen se enorgullecía mucho de la casa de baños y les explicaba a todos los que venían lo fácil y barata que era la obra y cómo cualquier hombre con un poco de energía podía hacerle a su familia una casa de baños semejante. Cuando las mujeres vieron lo cómodos que llegaban sus hombres a casa después de un baño en invierno, fueron junto a Mary y le preguntaron por qué no se había de hacer una para ellas, y Mary transmitió su demanda a James y a Chen. Chen se rió de ella, como lo hacía siempre, y le dijo con tristeza burlona a James:

—Ya ves cómo son estas mujeres modernas, ¡quieren todo lo que tienen los hombres! —Y Mary, que nunca comprendía con bastante rapidez una broma, saltó en defensa de las mujeres y Chen se hizo el asustado y exclamó—: ¡Bueno, bueno…! ¿Quién dijo que no lo quiero hacer?

Así que construyó otra casa de baños para las mujeres, y ellas eran cuidadosas y traían a sus niños a bañarse consigo, en forma que los baños se pusieron de moda, y la villa estaba orgullosa y se sentía tan buena como cualquier ciudad. Con todo, los había quejosos y la nuera mayor gruñía diciendo:

—Todo esto del baño no es nada más que un hábito de despilfarro. ¡Fijaos en mí! Ahora que me baño, me pica todo durante veinte días o así, hasta que vuelvo a bañarme. Sin embargo, antes de tener esta casa de baños, pasaba todo el invierno y no me picaba.

El Tío Tao no quería bañarse en absoluto al principio, por miedo de coger un resfriado, y además por temor de ceder ante Mary. Luego, cuando vio lo rosados que estaban los niños después del baño y lo bien que comían sus hijos y lo apaciblemente que dormían cuando estaban limpios, se armó de coraje y un día antes del año lunar se confesó dispuesto a tomar un baño él también.

Ni James ni Chen lo habían instado, pero de seguro se regocijaron ante esta señal de cambio en el Tío Tao. Chen cuidó personalmente que el cuarto estuviera tibio y el agua caliente y que hubiera dispuestas algunas sábanas de algodón para secar el enorme cuerpo del Tío Tao. Todos los demás estaban en suspenso mientras se bañaba el Tío Tao. Había decidido que el baño se efectuaría durante la luna llena en un día soleado que no hubiera viento, y esperó unos diez días antes de encontrar uno bastante bueno. Después, estaba lleno de ansia sobre lo que debería comer, y James le aconsejó que no comiera nada hasta después del baño.

El Tío Tao mostró su conformidad con esto, pero dijo:

—Tan pronto como vuelva a tener la ropa puesta debo comer bien, porque perderé muchas fuerzas con el baño. —Y ordenó que le tuvieran dispuestos todos sus platos favoritos.

El día escogido, cuando el sol estaba alto sobre los tejados, el Tío Tao se dejó conducir a la casa de baños, y dos criados le ayudaron a desnudarse mientras sus hijos permanecían a su lado y Chen cuidaba la caída del agua y James lo ayudaba a entrar en la bañera. Fue una suerte que hubieran hecho ésta tan grande como una cuba de madera, porque cuando el Tío Tao se agachó dentro de ella, con los dos hombres sosteniéndolo por los brazos y James agarrándolo de la cintura, el agua salió a chorros a su alrededor como de una fuente. Al principio, el Tío Tao tenía miedo de haber hecho una locura, pero mientras James y Chen lo frotaban bien con un jabón que habían hecho de lejía en bruto y la grasa de un buey que había muerto, el Tío Tao parecía ya contento.

—El baño es una buena cosa. —Declaró con orgullo, mirando a todos los congregados alrededor de la bañera—. Desde luego, no se puede hacer rápidamente y de cualquier manera. Ni se debe tomar con demasiada frecuencia. Debe ser en un día afortunado, el agua no debe estar muy caliente, y yo no debo permanecer demasiado tiempo en esta bañera. Añadidle un poco de agua caliente.

Cuando estuvo limpio, le vertieron dos o tres cubos de agua caliente por la cabeza abajo, y él, sentado como un enorme bebé, boqueaba bajo el chubasco, con los ojos cerrados y la boca abierta, chupando el agua. Luego se levantó lentamente, ayudándole todos, y James lo envolvió inmediatamente en las sábanas de algodón; lo secaron y le pusieron las ropas limpias que había ordenado disponer. Por último estuvo listo para comer y comió con gran placer y buen ánimo, y luego durmió, y cuando se despertó se sentía tan a gusto en toda la montaña de su ser, que mandó que toda la casa se bañara en seguida, desde el hijo mayor al más pequeño de los nietos. Esto ocasionó muchas complicaciones, pero Chen estaba muy complacido.

—¡Contémplame! —Le gritó a James, y apuntaba su pecho con el pulgar—. ¡Yo he hecho una revolución con éxito!

¿Cómo podía Chen ser tan feliz con cosas tan pequeñas? Esto se preguntaba James. Chen no era un hombre de poco cerebro, ni soñaba con cosas de poca envergadura. A veces, cuando los dos amigos hablaban de noche, Chen cesaba un momento de hacer bromas y entonces James lo veía como era, un cerebro sensato y un hombre de amplias ideas, que hacía proyectos mucho más importantes que las tareas diarias.

—Tú sostienes mi valor. —Le dijo en una de aquellas noches a Chen—. Cuando me siento débil y creo que quizá Su, Peng y Kang tenían razón, y que estos aldeanos están más allá del alcance de nuestras fuerzas para ayudarlos, cuando siento que los siglos son más poderosos que nosotros, entonces pienso en ti.

Chen oyó esto reflexivamente, frotándose la coronilla lentamente con la mano derecha, según solía.

—Desde luego la gente del campo es más fuerte que nosotros —dijo—. Ellos son la fuerza de nuestra nación y no se les puede hacer cambiar fácilmente.

—Entonces, ¿por qué creemos que debemos cambiarlos? Lo único que necesitamos hacer es demostrar que una cosa es buena y ya cambiarán solos. ¡Recuerda la casa de baños!

Estas pocas palabras abrieron una puerta en el cerebro de James. Se sentó meditando sobre ellas en silencio. Una pequeña olla de barro con carbón de madera estaba entre Chen y él, y se calentaba las manos sobre ella. Su único cuidado eran sus manos, que siguieran flexibles para que la piel no se agrietara. Necesitaba estas manos para curar y las quería sin heridas, de modo que cuando pusiera ungüento en la cabeza de un niño tiñoso, lavara alguna úlcera en la pierna de un labrador o limpiara las pústulas de un leproso, el veneno no arruinara sus manos.

Chen rompió el hilo de estos pensamientos.

—Jim, tengo algo que decirte y no me sale.

James levantó la vista sorprendido.

—Tú y yo hemos hablado siempre sin ninguna dificultad, Chen.

—Sí, pero esto es otra cosa.

La cara de Chen adquirió de repente un subido color rojo y James recordó otro azoramiento así.

—¿No te arrepientes de haber mandado marchar a Kitty? —preguntó, medio de broma.

Chen soltó un bufido.

—¡Aquella Kitty! No…, no… Pero ¿por qué pensaste en una chica, Jim?

—Porque te pusiste colorado.

Chen empezó de nuevo a frotarse la coronilla.

—Ah… sí… bueno… —Así balbucía.

—¡Vamos…, vamos! —dijo James.

Chen tragó saliva, cruzó las manos muy apretadas sobre su regazo y se lanzó.

—Quiero casarme con Mary —dijo bruscamente.

—¿Eh? —preguntó James como un estúpido.

—Ya me oíste —dijo Chen. Había enrojecido hasta los ojos.

—Pero tú siempre te estás riendo de ella —dijo James con el mismo aire estúpido—. Y ella nunca comprende de qué te ríes. ¡Y os peleáis con mucha frecuencia!

—Los matrimonios se pelean siempre —contestó Chen.

—¡Ah, Chen, pero vosotros no os portáis como los enamorados!

—¿Has estado enamorado tú alguna vez?

Cuán raras veces pensaba James en Lili, cuán resueltamente la había apartado de sí, y sin embargo, ahora su dulce cara encantadora, su voz infantil, volvieron a su memoria. Recordó su amor por ella, y cómo, mientras vivió, aquel amor lo había envuelto en un sueño. Mary y Chen no caminaban en sueños. Ella estaba ocupada y llena de vida y mandaba a Chen que hiciera esto y aquello, y Chen se reía de ella algunas veces y hacía una gran exhibición de obediencia, y otras se limitaba a reírse y no hacer nada, y cuando ella le acometía con violencia se hacía el aterrorizado. No se parecía en absoluto a lo que había habido entre él y Lili.

—Yo estuve enamorado —dijo James gravemente.

—¿Murió ella?

—Se casó con otro.

—¡Qué estúpida! —Exclamó Chen apasionadamente—. Bueno, mejor suerte para mí, Jim…, y para ti también algún día.

—Yo no me casaré pronto —dijo James.

—Yo, sí —replicó Chen—. Pero el asunto es… ¿cómo puedo decírselo a Mary?

Se sentó con las piernas extendidas y abiertas, las manos sobre las rodillas, el pelo tieso, y su cara cuadrada tan implorante que James estalló en una carcajada.

—Tú le dices cualquier cosa. ¿Por qué no le puedes decir esto?

Pero Chen estaba serio.

—No, no. Esto es diferente. Es serio. Un hombre no puede acercarse sencillamente a una mujer y decirle eso.

—¿Por qué no? Tú no eres un aldeano enamorado, ¿verdad?

Chen continuaba con expresión grave.

—Es delicado. El estilo antiguo no es bueno… para nosotros… Sin embargo, a mí no me gusta tampoco para nosotros el estilo americano. Lo vi en las películas. Me resulta desagradable… e insultante para Mary.

Era tan asombroso ver a Chen, siempre dispuesto a emprender cualquier cosa, así desconcertado por el amor, y enamorado de Mary, a quien veía todos los días y hacía enfadar con la misma facilidad que respiraba, que James se quedó sin poder pronunciar palabra durante unos minutos, medio divertido y medio impresionado. En este silencio Chen continuó hablando.

—Además, ¿cómo puedo saber si ella piensa de mí lo que yo desearía que pensara? Puede ser que necesite una pequeña preparación… ya sabes, alguien que le dijera, por ejemplo: «¡Eh, Mary: ese Chen que es un tipo tan bromista y brusco…, de corazón es otra cosa! Es bastante bueno. Es muy fiel…». Una cosa así, Jim.

—¿Quieres que yo se lo diga? —preguntó James.

—¿Lo harás, buen hermano? —dijo Chen, con la cara muy colorada otra vez—. Eso es lo que quería pedirte.

—¿Por qué no? Yo le diré eso y mucho más.

—¿Te gusto bastante? —preguntó Chen con ligera ansiedad—. Tu padre, por ejemplo…, ¿no se opondría?

—Mi padre me parece estar tan lejos que ni siquiera pensé en él. En cuanto a mí, tú ya eres mi hermano, y con alegría te daré mi hermana para que se confundan nuestras sangres.

Chen volvió a sentarse y se enjugó la cara con una manga y exhaló un suspiro de alivio.

—Bueno, ahora ya me siento mejor —dijo en voz alta—. Desde luego, no debo alegrarme demasiado todavía. Tal vez a ella no le guste como marido.

—A esto, si he de ser sincero, no te puedo contestar —dijo James—. Yo no he notado nunca que pensara en ningún hombre, ni siquiera en un marido.

Cambiaron impresiones sobre Mary, y Chen preguntó excitado:

—Jim…, ¿qué te parece? ¿Por qué no preguntárselo a ella ahora?

—Pero estará por irse a la cama.

—Chen se levantó y miró a través del patio.

—Tiene la luz todavía detrás de la ventana —dijo—. ¡Eh…! ¿Cómo podría yo dormir ahora mientras no lo sepa?

—¿Y cómo podrás dormir si ella no te quiere? —preguntó James en respuesta.

Nadie pudo responder a esto. Los dos jóvenes se miraron. Chen se puso repentinamente pálido. Apretó sus agradables labios formando una mueca.

—Debo saberlo —murmuró.

James no demoró un momento más.

—Entonces yo se lo preguntaré —dijo, y se fue a hacerlo.

Mary estaba acepillándose su corta cabellera, negra y lacia, cuando oyó un golpecito en la puerta. Se había quitado la ropa de calle y tenía puesta una bata de baño de lana roja que había traído de América. Abrió la puerta y vio a su hermano.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Quiero hablarte unos minutos, Mary.

—Entra —dijo—. Pero ¿de qué se trata, para no poder esperar hasta mañana?

Estaban hablando en inglés, y algo había en este idioma que dificultaba la expresión de lo que debía decir, así que volvió al chino.

—Vengo por un extraño motivo.

—¿Qué es ello? —preguntó Mary, todavía en inglés.

—Soy un intermediario, un casamentero, y te traigo una proposición.

—¡No seas tonto! —Exclamó ella.

—¿Es esto tonto? Quizá lo sea —contestó James—. Porque yo le dije a él que viniera junto a ti a decírtelo, pero no pudo. Se siente tímido contigo cuando se trata de amor.

¿Se dio cuenta Mary de lo que estaba hablando? Le pareció que sí. Los ojos se le obscurecieron y agrandaron, las mejillas se le sonrojaron y se entreabrieron sus labios. James esperó que hablara, pero no lo hizo. Se sentó en el borde de la cama y él en la banqueta de al lado de la mesa y continuaron mirándose.

—Chen te quiere, Mary —dijo sencillamente y pronunció estas palabras en inglés.

—¡Oh! —Exclamó Mary, y fue un suspiro muy suave, como el de un niño.

—¿No me dices nada más? —Inquirió él.

—Pero… ¿cómo lo sabe? —preguntó.

—Parece saberlo bien —dijo James con ternura.

Ella se quedó contemplándolo, más sonrojadas las mejillas todavía.

—¿Y tú no dices nada? —preguntó James.

—Estoy tratando de descubrir qué es lo que siento —dijo—. Creo que me siento… feliz.

—¡Magnífico! Tómate un poco más de tiempo. —La animó.

Esperaron y él la vio bajar los ojos hasta sus menudos pies descalzos.

—No he tenido tiempo de ponerme las chinelas. Se me enfrían los pies.

—¿Dónde están? Yo te las buscaré.

—No, están aquí, debajo de la cama. —Encontró las chinelas y se las puso.

—Tienes que tener cuidado con estos pisos de tierra —dijo James. Se levantó—. Bueno, ¿quieres que le diga que mañana hablarás con él?

Alzó ella las largas pestañas rectas.

—Sí —murmuró. Se volvió y recogió otra vez el cepillo y quedó contemplando un instante la negra lisura de sus cabellos.

—Yo quiero que seas feliz, Mary —dijo por último James.

—Siempre soy feliz —contestó ella con aquella mirada de dulce firmeza que él tan bien conocía. Y James la dejó para volver con Chen.

Encontró a su amigo paseando inquieto alrededor del cuarto.

—¡Cuánto tiempo tardaste! —Exclamó Chen.

—No mucho —contestó James—. Ella no lo había pensado…

—¿No había pensado en mí? —Gimió Chen.

—Digamos… en el casamiento.

Chen sintió como si de repente se le aflojaran las piernas.

—Pero todas las mujeres tienen que casarse. —Objetó.

—No hoy en día. Estás demasiado anticuado, Chen.

—Entonces supongo que ella no quiere…

—Ella quiere hablar personalmente contigo mañana.

—Quieres decir que no…

—No te rechaza —contestó James lenta y claramente—. Lo está pensando. Me atrevo a decir que pasará pensando en eso toda la noche. Pero conociéndola, no me cabe duda que mañana Mary sabrá lo que quiere.

Chen gruñó:

—Yo no dormiré en toda la noche.

—Serás un estúpido y mañana no presentarás tu mejor aspecto.

Esto lo alarmó.

—Es verdad… mejor será que me vaya ahora a la cama.

Se volvió apresurado y se encaminó a su habitación. James siguió despierto también durante bastante tiempo aquella noche. Entonces era por esto por lo que Chen había estado tan contento aquí en la aldea. Su amor estaba aquí. El hombre puede vivir y trabajar si tiene amor. Su imaginación retrocedió sin querer a Lili… Estúpidamente, se decía, porque ahora estaba casada y quizá hasta sería madre de algún hijo. Pero él la había conocido tal como ella era durante algún tiempo y este fragmento de recuerdo era todo lo que le quedaba. Hubo en América muchachas enamoradas de él, se había dado cuenta bastante bien, pero no las quiso nunca. Cuando notaba que el afecto de estas muchachas hacia él aumentaba, enfriaba las relaciones y se refugiaba en su trabajo. Su carne era ajena a la suya. ¿Pero iba a vivir solitario toda la vida? No, gritaban cuerpo y corazón. Pero ¿cómo podría encontrar aquí una mujer de quien enamorarse? Él no pertenecía ni a lo antiguo ni a lo nuevo. Quería una esposa que pudiera ser una compañera para él lo mismo que una madre para sus hijos. Quería amor al mismo tiempo que compañerismo.

No pudo encontrar un lugar cómodo en su cama aquella noche y casi amanecía cuando se durmió.

Pero Mary reposaba tranquila en la cama. Estaba acostada de espaldas y contemplaba el dosel que tenía encima. La luna brillaba fuera y la habitación estaba enteramente a oscuras. La noche era fría y apacible. Estaban a mediados de invierno. Llevaban en la aldea un año. Ella no había pensado nunca en enamorarse, porque estar enamorado ocasionaba siempre muchos trastornos. Louise estaba enamorada siempre, y Jim lo había estado. Ella y Peter no se enamoraron nunca, pero Peter estaba muerto.

¿Qué significaba estar enamorado? Ella no había separado nunca a Chen y a Jim en sus pensamientos, pero ahora recordaba que siempre ponía a Chen primero…; es decir, siempre los nombraba así: Chen y Jim.

Una vez Peter se lo había reprochado.

—¿Por qué dices el nombre de Chen antes del de tu hermano? —Le preguntó.

Ella le había devuelto la mirada.

—No lo sé —contestó honradamente.

Cerró los ojos y pensó en toda la gente que conocía. La cara de Chen fue la primera que apareció en la oscura cortina de sus párpados. Cuando quiso hacer el cuarto para su escuela, recurrió a Chen, no a James. Habían trabajado duro, pero les pareció como un juego. Chen la hacía reír. A veces la incomodaba, pero resultaba agradable estar enojada con él. A él no le molestaba. Podía estar todo lo incomodada que quisiera con él, que no le importaba. Se sentía cómoda a su lado. Con Chen podía ser tal como era. ¿Era esto estar enamorada? «Se lo preguntaré a él mañana», pensó.

No era fácil para un hombre y una mujer estar solos en una villa ancestral. Las malas lenguas trabajaban activamente y se daba por sentado que la mujer y el hombre estaban interesados sólo por cosas del sexo. Era necesario, aun para una nueva Liang, trabajar mientras hablaba con un hombre. Así que Mary al día siguiente por la tarde limpió el cuarto de James mientras hablaba con Chen. Los niños andaban por allí y cruzaron el patio uno o dos criados, un nuevo colono que buscaba al Tío Tao y dos mujeres que querían mandar sus hijos a la escuela. Todos ellos vieron que Mary estaba trabajando de verdad para limpiar el cuarto de su hermano y Chen leyendo un libro en el umbral del suyo que se abría sobre el mismo patio. Cuando no pasaba nadie, Chen y Mary paraban. Hablaban en inglés para mayor seguridad:

—¿Es esto estar enamorada? —preguntó ella, cuando le terminó de explicar lo que sentía.

—Si tú estás contenta de estar conmigo, es bastante para empezar —dijo Chen lleno de alegría—. No puedo esperar que una buena chica como tú, Mary, proceda como una salvaje mujer del Oeste.

—Pero tienes que prometer que me dejarás seguir enseñando.

—Te lo prometo —dijo Chen al instante—. Más que eso, insisto en ello.

—Yo podría querer dejarlo. —Replicó Mary de repente.

—¡Te lo prohibiré! —Exclamó Chen. Le chispeaban los ojos. Luego se rió—. Tú harás exactamente lo que quieras, ahora y siempre. —Le dijo con ternura.

Se quedó mirándola vacilante, y tan adorable estaba su cara con los ojos grandes y oscuros y la boca tan roja y llena, que se sintió enloquecido de felicidad. Miró apresuradamente a su alrededor y no vio a nadie. Vencido por esta felicidad avanzó impetuosamente, la tomó en sus brazos, con escoba y todo, y la besó exactamente como había visto hacer en las películas americanas. Nunca había soñado que esto fuera posible ni ella tampoco. Ambos quedaron asombrados de lo bien que se besaron. Chen dio un paso hacia atrás.

—¿Te molesto? —preguntó humildemente.

Ella parecía transfigurada, contemplándolo y con la escoba apretada entre las manos. Respondió con un movimiento negativo de cabeza a su pregunta, y sus ojos seguían extasiados.