CAPÍTULO XI

Seguía el invierno en Nueva York y para el doctor Liang la mejor época del año estaba a la vista. Ahora que se había llegado a acostumbrar a tener una casa tranquila, estaba empezando a gustarle. Además, la presencia de sus hijos en China le servía de protección. Cuando alguno de sus enemigos, y él estaba siempre apenado por su número, mencionaba su sorpresa de que él continuara en el extranjero cuando su país necesitaba de un modo tan patente a todos los ciudadanos instruidos podía sonreír con cierta tristeza y decir:

—Yo sostengo en este momento a cuatro ciudadanos en China. Alguien desgraciadamente, tiene que pagar los billetes, y con la inflación que hay esto se hace más fácilmente con dinero americano que con dinero chino.

El hecho de que todavía no les hubiera enviado algún dinero estaba comenzando a pesarle en la conciencia. Ni él ni la señora Liang habían vuelto a mencionar nunca la pelea por la concubina, pero ella le preguntó varias veces si les iba a mandar dinero a los hijos, y cuándo.

—Aunque James y Mary tienen trabajo, estoy segura de que no es bastante. —Le dijo un día con la obstinación que era natural en ella—. Además, nosotros somos los padres y debemos sostener a los más jóvenes, al menos con lo suficiente para pagarles su arroz.

—Tienes razón —contestó Liang con desudada cortesía hacia ella—. Tan pronto como empiece la temporada de conferencias trataré de duplicar mis compromisos y les enviaré una buena cantidad.

—¿Y entre tanto? —dijo ella impaciente.

El final de esto fue que la señora Liang abrió otra cuenta de ahorros privada. Ya tenía una. La había empezado sin propósito alguno, sólo para su comodidad en caso de que decidiera algún día que no podía soportar más América y que ni siquiera el respeto hacia un marido era todo en la vida de una mujer. El dinero no estaba depositado en un Banco. En lugar de eso lo había colocado, a préstamo para prosperar rápidamente, en Chinatown, y Billy Pan se lo manejaba, como un favor al famoso doctor Liang, quien no estaba enterado de nada. Cada mes aumentaba el capital con satisfactoria regularidad. La señora Liang a veces se incomodaba un poco porque el interés era bajo, pero el señor Pan declaró que no podía quebrantar las leyes americanas, las cuales podrían ser invocadas si los que pedían prestado creían que se abusaba de ellos.

—Me parece extraño que yo no pueda prestar mi dinero en las condiciones que quiera —decía la señora Liang.

—No se puede hacer eso, excepto en China —dijo Billy Pan lisa y llanamente. Él no se proponía quebrantar las leyes americanas, por más absurdas que fueran. América era todavía más grande que el chino doctor Liang.

—Es otra manera de robar —exclamó la señora Liang. Pero no retiró su capital acumulado.

La segunda cuenta de ahorro la puso sencillamente dentro de una caja que guardaba detrás de las toallas y sábanas en un armario. La consideraba como el dinero de los hijos, aunque no tenía la menor idea de cómo hacérselo llegar. Si Lili se hubiera casado con James habría sido fácil pedirle al señor Li que cambiara los dólares americanos por dólares chinos en Shanghai, pero los Liang veían ahora muy poco a la familia Li, la cual, según se decía, estaba a punto de irse a Inglaterra junto a Lili. Pero lo importante era tener el dinero en la mano. La señora Liang lo consiguió cargándole a su marido más por todo lo que compraba. Esto, le decía, era consecuencia del elevado coste de la vida, y si él miraba los periódicos americanos, vería que los precios aumentaban cada día. Ella seguía las listas de precios con el mayor interés y hacía una nueva alza siempre que la hacían ellos, al mismo tiempo que continuaba preguntándole al doctor Liang cuándo iba a enviar el dinero a los hijos.

Así que la carta de Mary no pudo haberles llegado en mejor ocasión. Estaba escrita para los dos. Después de reflexionar un poco, Mary decidió no tratar de explicar nada de sus sentimientos con respecto a la villa ni siquiera acerca del Tío Tao. Se limitaría a decir que James y ella creían que deberían hacer algo por la aldea ancestral, donde el pueblo era muy pobre y el Tío Tao estaba enfermo y James decía que necesitaba una operación.

Pensamos ir a vivir allí para ver qué podemos hacer por ellos —escribía—. Me entristece ver que los niños crecen sin ninguna oportunidad de ir a la escuela y nadie les dice siquiera que se limpien las narices. Realmente, papá y mamá, deberíais habernos dicho cómo son aquí las cosas, en lugar de dejarnos creer que nuestro país es una bella nube de confucionismo. Pero tal vez habéis estado lejos tanto tiempo que os habéis olvidado.

A su padre le desagradó esto.

—Yo no veo qué tiene que ver el confucionismo con que los niños no se limpien las narices —dijo.

—No es eso a lo que ella se refiere —dijo la señora Liang—. ¡De manera que el Tío Tao necesita ser operado! Espero que no lo opere James. Es mucho mejor dejar que el Tío Tao se muera naturalmente. Más tarde o temprano tiene que suceder. ¿Por qué evitar el destino?

—Cuando hablas así me pregunto si has aprendido algo en todos estos años que has disfrutado de las ventajas de América —dijo el doctor Liang enojado.

—Discúlpame —respondió ella, que estaba acostumbrada a la sumisión en asuntos de poca monta.

El doctor Liang siguió leyendo.

Os preguntaréis de qué vamos a vivir —escribía Mary—. Ya hemos pensado en eso. Casa y comida podemos tenerla bajo el techo de nuestros antepasados. Pero yo necesito dinero si he de tener una escuela, y James también necesitará alguno.

Aquí el doctor Liang hizo una pausa y miró severo a su esposa.

—¿Por qué han de necesitar dinero para una escuela cuando el Gobierno instala escuelas gratuitas por todas partes?

—Tú sabes que no pondrán una escuela en esa muerta aldehuela de nuestros antepasados —exclamó la señora Liang—. Haz el favor de seguir.

El doctor Liang vaciló, decidió no contestar y continuó leyendo:

El Tío Tao dice que él os envía algún dinero cada año por la renta de la tierra. Papá, yo necesito ese dinero. Puesto en moneda americana significará muy poco para ti. Es tan poco que ni siquiera nos lo has mencionado nunca. Pero en la aldea será suficiente para mí. Y hay algo bueno en el hecho de usar ese dinero en favor de la villa ancestral. Viene de nuestra tierra. Yo encuentro que es justo que quede aquí.

En este punto el doctor Liang se incomodó de veras.

—No comprendo por qué el Tío Tao dijo de ese dinero —comentó—. No es asunto de nadie, sino mío.

La sorpresa de la señora Liang desde luego fue grande.

—¡Pero, Liang, tú no has dicho nunca a nadie, ni siquiera a mí, que tenías ese dinero!

—Es demasiado poco para pensar en él. —Declaró su marido.

—Así que te lo has guardado para algún uso privado —dijo ella con sugestión maliciosa. Conocía hasta el último centavo de lo que él ganaba y aunque todos los cheques los firmaba él, ella estudiaba el talonario y podía prever el balance al final de cada mes. No había encontrado nunca la menor noticia del depósito de fondos provenientes de las rentas de China.

—Yo compro algunos libros —dijo él con amabilidad.

—Si no es más que eso, desde luego puedes dar a los hijos una suma tan pequeña. —Replicó ella—. Yo les escribiré diciéndoles que estás conforme en hacerlo y ellos pueden mostrar la carta al Tío Tao.

—Es difícil que el Tío Tao acepte una carta tuya. —Le recordó el doctor Liang. Ella inmediatamente rompió a llorar, y destruyó así la paz de su esposo—. Ya sabes que yo no puedo hacer el trabajo con que te mantengo, permíteme que te lo diga, y me sostengo a mí, si lloras y haces una desgracia de la casa. —Terminó el doctor Liang.

—¡Déjame volver a mi país! —Sollozó ella.

La escena siguió de acuerdo con el molde antiguo, y el final del asunto fue que el doctor Liang se sentó a escribir una carta para James, que éste debía mostrar al Tío Tao, pidiéndole que las rentas se entregarán a sus hijos.

Me ha conmovido la carta de mi hija —escribió el doctor Liang—, ella me dice que la villa necesita reparaciones, etc. Yo con esto presto mi contribución a nuestra familia ancestral. Dejemos que la tierra conserve lo suyo.

La señora Liang no aprobó por completo esta manera de expresarlo.

—Supongo que el Tío Tao no creerá que quieres decir que se guarde él el dinero —dijo tomando la carta.

Pero el doctor Liang no pensaba cambiar lo que había escrito. Sonaba demasiado bien.

No obstante, toda esta transacción lo puso melancólico. Entró en su estudio, cerró la puerta y se sentó en una mullida butaca de cuero y apoyó la cabeza entre las manos. Se sentía despojado y confuso. Su intimidad estaba invadida. Se sentía vagamente avergonzado de que sus hijos hubieran visto la aldea como estaba seguro de que debía estar ahora. Todos estos años desde su infancia habían transcurrido sin que se hiciera reparación alguna. Habían pasado siglos sobre la villa y cada uno había dejado su huella. Nadie había hecho mejoras. Cuando los jóvenes de la familia Liang llegaban a mayores, se iban sencillamente, si no les gustaba la villa y su sistema de vida, lo mismo que se había ido él. Los únicos que se quedaban eran los del tipo del Tío Tao, los cuales, aunque pertenecían a la hidalguía, estaban muy poco por encima de los rústicos aldeanos.

¡Aquellos aldeanos! ¡Cómo los despreciaba en el fondo de su corazón! Obstinados, fuertes, sin temor a nadie, no había quien pudiera dominarlos. Sus propios padres les tenían miedo. Recordaba cómo su madre suplicaba a su padre que les bajara las rentas y les diera mayor parte en las cosechas, no fuera que en su rabia se volvieran contra la casa de los Liang y la destruyeran. Cosas tales sucedían en otras villas ancestrales. Si los terratenientes eran firmes y mantenían sus justos derechos, los aldeanos podían venir contra ellos —y lo hacían de buena gana—, con azadones, mallos, mazas y hachas y, aunque raras veces mataban a nadie, rompían los muebles valiosos, acuchillaban las colchas de seda, rasgaban las cortinas de raso y destrozaban paredes y vigas. Una vez había sucedido esto incluso en la familia Liang. Podía recordar aún que cuando era niño su abuela paterna se había detenido en el camino de casa para asistir a los funerales de un primo anciano, y había señalado con dos dedos delicados una profunda zanja al lado de la tierra en que se enterraban los Liang.

—Ahí me oculté yo una vez, cuando tu padre era niño. —Le contó.

—¿Por qué te ocultaste, abuela? —Le preguntó él.

—Los hombres de la tierra se levantaron contra nosotros —dijo ella con un susurro.

—¿Por qué? —Había preguntado él, y mientras hablaba un dardo de miedo le recorrió el pecho.

Ella contestó fríamente:

—Tu abuelo quería subir las rentas. Nosotros teníamos muchos hijos, se juntaron sus casamientos y apenas podíamos pagar todo lo que había que hacer. Desde luego, los hombres de la tierra no comprenden nada de tales necesidades.

No había hecho más preguntas. Aunque niño, sabía ya lo que había sucedido. Había oído murmurar de eso en los patios. Había visto miradas temerosas en las caras de las mujeres. Los campesinos fueron los ogros de su niñez. Eran necesarios porque cuidaban de los campos y recogían las cosechas. Sin ello no había comida. Tenían que ser gobernados y al mismo tiempo aplacados y adulados porque eran hombres sin razón. Creció en el temor de ellos y odiándolos.

Sin embargo, ahora recordaba ciertos momentos buenos. En primavera, cuando el trigo joven estaba verde, las figuras de azul que se movían por el paisaje eran bellas a la distancia. Cuando se acercaba veía caras morenas bondadosas. En primavera, los aldeanos siempre se sentían felices, se reían y eran amables. Lo eran incluso con él, el hijo del amo. Recordaba a un tipo alto y moreno arrodillado para ponerse al nivel del niño que le había sonreído. Sacó de su bolsillo un pedazo de pan seco y se lo ofreció. Su niñera tiró de él gritando que ya había comido. Pero él de niño era caprichoso y gritaba que quería el pan. Así que el hombre alto y moreno se lo dio y continuó arrodillado, sonriéndole mientras lo comía.

—¿Es bueno? —Le preguntó el hombre al muchachito vestido con túnica de raso.

—Muy bueno —replicó el chico.

—Es el pan que yo como cuando el sol está más allá —dijo el hombre apuntando al cénit. Luego señaló a la tierra—. El sol arriba y la tierra abajo, ambos hacen el pan del hombre.

Dijo esto gravemente, aunque con algún significado especial que el chico no comprendió.

El doctor Liang meditaba sobre ese dicho, mientras estaba sentado en su tranquilo estudio, con la cabeza entre las manos. Aún no sabía qué quiso decir el campesino. La gente, reflexionaba, debe vivir en diferentes niveles. Algunos deben trabajar con las manos; si no, los más elevados se morirían de hambre. Él mismo, si viviera en China, sería por completo impotente sin los labradores. Aun aquí, suponía, había los obreros manuales, los hombres de las granjas americanas que tienen que hacer el trabajo duro de producir los alimentos. A tales personas no se les debía enseñar falsedades tales como que podrían o deberían realizar otros trabajos.

En este momento empezó a desconfiar de su hija Mary. James era bastante seguro con su profesión. Estaba muy bien cuidar de que los campesinos tuvieran buena salud y cuerpos fuertes para su trabajo. Pero Mary hablaba de escuelas. Sin duda no existía razón alguna por la que un aldeano tuviera que saber leer y escribir. Esto le daría los medios para elevarse sobre su clase. ¿Qué sucedería si todos en el mundo fueran estudiosos? ¿Quién entonces produciría la comida? Además, la mentalidad del aldeano era tosca. No había pasado por los siglos de refinamiento que él, Liang Wang Hua, por ejemplo, tenía en su abolengo. Frunció el ceño y determinó escribir una carta a Mary. Empezó a arrepentirse de su generosidad en el asunto de las rentas, se levantó impetuosamente y fue a buscar a su mujer.

Se había ido. La casa estaba en silencio excepto por la doncella Nellie, que golpeaba algo en la cocina. Él no le hablaba nunca a Nellie, si podía evitarlo. Indudablemente la carta ya estaba despachada. Se quedó un momento irresoluto, preguntándose si valdría la pena de escribir otra y echarla al correo sin decir nada. Pero desde luego su mujer se enteraría, y ahora que estaban solos los dos en la casa, su paz dependía sobre todo de ella.

Sonó el teléfono, y pronto entró Nellie en la habitación.

—Es el Club Femenino de Arte —dijo—. Preguntan si puede asistir usted a un almuerzo mañana. El orador está enfermo y lo necesitan mucho.

—Estoy muy ocupado —murmuró en el tono distante que reservaba para ella—. Espere…, yo les hablaré.

Fue al teléfono y escuchó la voz de una mujer arrogante explicándole la crisis. Las mujeres americanas tenían voces arrogantes.

—No puedo abandonar mi trabajo para llenar el lugar de otro orador, señora Page —dijo con amabilidad.

El tono arrogante se hizo en seguida persuasivo.

—Bueno —concedió él—, sólo porque me interesa mucho el arte y el público americano tiene tan poco conocimiento… —Hizo una pausa para recibir las gracias, y luego dijo con benévola firmeza—. Mis honorarios son cien dólares.

Oyó un suspiro al otro extremo de la línea y luego vino una rápida recuperación.

—¡Pero desde luego, doctor Liang!

Se arrepintió de no haber dicho doscientos. Estaban en un aprieto. Desechó este pensamiento como indigno de él.

La señora Liang había echado la carta al correo en seguida, y luego tomó un taxi para Chinatown. El gasto era importante, pero nunca había logrado encontrar su camino en el metro y le daba vergüenza que la vieran en un autobús como si no fuera la esposa del doctor Liang. En el metro no encontraría a ningún conocido, pero no había comprendido nunca qué tren debía coger, o una vez en él dónde debería salir. Varias veces había tratado de ir a Chinatown en el metro, atraída por lo barato del viaje, pero después de una hora más o menos bajo tierra se había visto obligada a subir y tomar un taxi. La última vez había salido cerca de un suburbio llamado Queens[2] y el marcador del taxi había subido a dos dólares. Además, ¿quién era esa reina? Suponía que debía ser la señora Roosevelt.

—¿La señora de Franklin Delano Roosevelt vive por esta parte? —preguntó al conductor del taxi por pura curiosidad.

—Usted está chiflada, señora. —Replicó aquél con muy poca urbanidad. Esto tampoco lo entendió y había aprendido por experiencia que las preguntas no esclarecían nada. Así que aceptó sencillamente la contestación.

Hoy quería ir a Chinatown a comprar en varias tiendas de comestibles cosas que no se podían adquirir en cualquier parte. Puesto que disponía de tiempo abundante, porque hoy era uno de los días de Neh-lí, se enteraría también del estado de la cuenta de sus ahorros y quizá visitaría un ratito a la señora de Billy Pan, a quien había llegado a estimar. Cierto que no se comprendían muy bien, puesto que la señora de Pan era cantonesa. Pero sería agradable sentarse un rato con una mujer china a quien no tenía por qué temer. Con las amigas de Liang siempre se avergonzaba fácilmente. Temía que se sorprendieran para sus adentros de que la esposa del gran Liang no fuera joven y hermosa. Pero con la señora de Pan ella era la superior…, la esposa del gran doctor Liang.

El taxi, pensaba mientras iba arrellanada en medio del asiento, era después de todo la ricksha de América. En Pekín ella había tenido su ricksha particular, ¡y qué agradable era! Le pagaba al viejo Yin, el conductor, siete dólares al mes; el hombre comía los restos de la cocina y dormía en la portería. Sin embargo, siempre que ella quería ir a cualquier parte de la ciudad él estaba dispuesto a llevarla allí, creyéndose feliz por tener cama y comida seguras todos los días. Mientras pasaba largas horas hablando de todas las cosas con muchas amigas y jugando al mahjong el viejo Yin dormía en el estribo de la ricksha, con la cabeza contra el asiento. Pensando en él sonrió. ¿Dónde estaría ahora? Tan fiel, de tan buen carácter, tan cortés. ¡Cuánto mejor que el conductor del taxi!

Miró por la ventanilla ansiosamente, convencida como siempre de que el chófer le hacía recorrer varios kilómetros sin necesidad. Por más que viniera con frecuencia a Chinatown nunca estaba segura del camino. Se reclinó hacia atrás y cerró los ojos. En cualquier auto se sentía mareada. Y tenía otra preocupación. Cuando volvieran a China, si Liang quería volver alguna vez, ¿quién le sostendría la cabeza? A bordo, había estado siempre con ella uno de los hijos. Liang no podía soportar ver a alguien mareado, y siempre salía de la habitación. Sonrió al recordar un incidente. Un día el mar había estado malo y hasta Liang se mareó. ¡Qué bueno fue aquello! Se había tumbado en la litera de abajo gruñendo e insistiendo que una langosta que había comido no estaba fresca. Pero lo único que tenía era que estaba mareado.

Bueno. Liang era su marido y ella nunca tendría otro. Aunque hubiera sido joven y hermosa no habría corrido de hombre a hombre como hacían las mujeres hoy en día. Pero no era joven ni hermosa, y gracias con que tenía a Liang. Era honroso ser su mujer, y si él tenía mal humor en casa, peor podría haber sido. Nunca le había pegado y ella aprendió, después de tantos años, cómo torturarlo.

El chófer la despertó.

—¿A qué parte de Chinatown va usted? —preguntó con aspereza.

—A la esquina entre Mott y Pell —dijo al instante.

Gruñó él, dio vueltas por varias calles y luego se paró dando un frenazo. Ella trató de salir y no pudo.

—¡Arriba, arriba, arriba! —dijo enojado el conductor.

—¿Arriba? —contestó ella sin comprender, mirando el vidrio del techo—. Yo entré por la puerta.

—La manija —gritó el chófer—. Empújela hacia arriba.

La señora Liang de repente lo odio.

—Hágalo usted —dijo y esperó. Contó el cambio cuidadosamente, rebajándole la propina a la mitad por ser tan grosero. Retuvo el dinero en la mano mientras él protestaba y abría la puerta. Segura en la acera, le dio el dinero y dando media vuelta entró en el almacén, echando una ojeada a la cara furiosa del hombre antes de que se fuera. Suspiró.

—¿Qué desea usted? —Preguntó una voz americana. Vio a un muchacho chino detrás del mostrador, un empleado nuevo.

—¡Eh! —le dijo—. Tú no hablas como un chino.

—Soy americano —replicó él—. ¿Qué quiere usted, señora? Tenemos hoy unos hermosos repollos verdes…, y también raíces frescas.

—Dos libras de repollo y un cuarto de libra de raíces.

Así eran las cosas, reflexionó. ¡Este muchacho chino era un americano! Según esto, Louise también era americana. ¡Ella madre de una americana! ¡Así hacían las cosas estas naciones extranjeras! Os quitaban hasta vuestros hijos. Era bueno que Louise estuviera en China. Después de terminar las compras, y de detenerse a saludar a la señora de Pan, se iría a casa y le escribiría una carta a Mary. «Deja que tu hermana haga amistad con algún buen muchacho chino». Tal vez engatusara a Mary así. Pidió pollos descuartizados, camaroncitos secos y un jarro de salsa de soja. Compró hojas de mostaza en vinagre, nabos salados, habichuelas curadas frescas y pescado salado. Luego esperó a que le hicieran un paquete de todo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al muchacho.

—Louie Pak —respondió él.

—¿Vas a la escuela? —Le preguntó con su infinita curiosidad humana.

—Sí, acabo de terminar el grado superior.

—¿Vas a volver a China ahora?

—No —replicó burlón—. ¿Para qué voy a ir allá? Entraré en el trabajo de almacenes.

Ella se sentía apenas menos extraña con este muchacho que si hubiera tenido delante a un mozo de ojos azules y pelo rubio. Había algo ultrajante en él y se sentía vagamente indignada.

—Todos los muchachos deben volver a China —dijo con firmeza—. China necesita muchachos instruidos.

El joven ató el cordel con un nudo doble.

—¿Sí? Bueno, pues tendrá que pasarse sin mí —replicó.

Tomó ella su paquete y se fue, sintiendo que el joven la miraba con atrevimiento, sin duda criticando su robusta figura y su traje chino. Cuando llegó a casa de la señora de Pan, entró llena de protestas contra los tales muchachos. La señora de Pan estaba planchando la ropa en su pequeña cocina atestada. Era madre de muchos hijos y su planchado no se terminaba nunca. Pero cuando vio a la señora Liang dejó la plancha y entró apresuradamente en la aseada salita.

—¡Ah, señora Liang! —gritó con voz alta y cordial—. Entre, estaba deseando dejar de planchar.

La señora Liang se sentó.

—Yo no sé qué piensa usted, señora de Pan, pero yo creo que deberíamos hacer algo para que nuestros muchachos quieran volver a China.

—Señora de Liang, tome un poco de té, por favor, y sírvase un pastelito. Tiene suerte de que sus hijos se conserven patriotas. Esto es porque el doctor Liang y usted son tan buenos. Nuestros hijos son muy malos. Yo le digo a Billy todos los días que no es un buen padre. Los hijos todos quieren ser americanos. Y desde luego, no tienen oportunidades aquí, siendo chinos. ¡Mire, Sonia quiere ser mecanógrafa! Nosotros tratamos de instruirla mejor, pero ¿qué podemos hacer?

La señora Liang, recordando que Sonia había pasado una vez por su imaginación como posible esposa para James, preguntó con melancólica curiosidad:

—¿Cómo es Sonia?

—¡Oh, Sonia es una muchacha encantadora! —respondió la señora de Pan con voz animada—. Su patrón vende estufas y refrigeradores eléctricos; así, pues, ella me los consigue a un precio especial.

La señora de Pan, aparentando no dar importancia a la cosa, abrió de par en par una puerta para mostrar un pequeña cocina y una cabina enorme, reluciente como una montaña de nieve.

—¡Qué bien! —Exclamó la señora Liang, con la voz llena de pesar por la nuera ahora imposible de conseguir.

Las señoras disfrutaron bien su mañana de ocio.

Poco antes del mediodía dijo la señora de Pan:

—Por favor, quédese a comer hoy con nosotros, señora Liang. Hay mucho camino hasta su casa y ya son cerca de las doce.

La señora Liang dio un respingo de sorpresa.

—¿Puede ser tan tarde? Mi marido estará hambriento.

La señora de Pan soltó una carcajada cordial.

—Usted es demasiado buena con él, señora Liang. ¡Aprenda de las señoras americanas a no ser tan solícita! Llámelo por teléfono y dígale que se queda a comer aquí con nosotros. Mi marido nunca come en casa a mediodía. A Sonia le digo: «¡Come en el almacén, por favor!». Así, que, señora Liang, no tendremos más que una comidita vulgar para usted y para mí solas. Dígale al doctor Liang que yo quiero que me ayude a organizar el hospital para Chinatown, y esto es verdad.

La señora Liang no pudo resistirse. Envalentonada por esta señora de Pan de mejillas rosadas, llamó al doctor y le dijo un poco tímidamente:

—Liang, estoy aquí con la señora de Pan. Estamos ocupadas. Proyectamos impulsar lo del hospital.

El doctor Liang no respondió en seguida. Luego dijo con bastante frialdad:

—En ese caso, Nellie puede servirme algo. Pero por favor, no prometas ningún dinero por mí.

—¡Oh, no! —Convino ella. Pero Liang ya había colgado el receptor.

—¿Está furioso? —preguntó la señora de Pan.

—De ninguna manera —dijo la señora Liang con orgullo.

—¡Qué bien! —Exclamó la señora de Pan—. Ya ve usted cómo es bastante amable.

Empezó a trajinar en la cocina. Revolvió huevos, picó repollo verde para rehogarlo en aceite de cacahuete e hirvió agua para los tallarines. En menos de media hora las dos señoras se instalaron ante una sencilla pero substanciosa comida. Cuando hubieron comido con buen apetito y bebido varias tazas de té, la señora de Pan le contó a la señora de Liang lo que hacía cuando una joven chino-americana inducía al señor Pan a abandonar la senda de la virtud, y la señora Liang cedió a la tentación de confiar en la señora de Pan y contarle que sólo su firmeza había evitado que el doctor Liang tomara a Violet Sung como concubina. Además, un joven americano se había enamorado de Louise y por eso Mary se la había llevado a China, y Peter fue con ellos para cuidarlas a las dos.

La señora de Pan escuchó con avidez y luego preguntó:

—Pero ¿por qué se fue James a China?

La señora de Liang se inclinó un poco más hacia ella.

—Lili Li —murmuró—, fue Lili Li la que…; bueno, nosotros le dijimos que no era buena para él. Las muchachas ricas son demasiado holgazanas. James es gran trabajador. Así que se marchó a China.

—Cómo me gustaría que viviera usted en Chinatown —dijo la señora de Pan afectuosamente.

—Yo lo desearía también —contestó la señora Liang con igual afecto. Le confió algo más todavía—. En tal caso, yo hubiera querido a su Sonia como nuera.

La señora de Pan quedó abrumada.

—¡Oh, señora Liang! —exclamó—. ¡Tanta felicidad para nosotros! Pero Sonia quizá no querría ir a China.

—Si ella se hubiera casado con mi hijo James, puede ser que él estuviera aquí.

Las dos señoras se olvidaron de China y lamentaron en silencio lo que ya nunca podría ser.

La señora de Pan se repuso primero:

—De todas maneras —dijo con renovado afecto—, puede ser que algún día viva usted aquí como vecina.

—¡Qué agradable sería! —contestó la señora Liang—. Pero no lo creo. A Liang le gusta la soledad.

Había transcurrido media tarde antes de que la señora Liang se fuera a su casa. Entró en el silencioso departamento. Estaba enteramente vacío.

—¡Neh-lí! —llamó, pero no obtuvo respuesta. La muchacha había terminado su trabajo y se había ido. Al doctor Liang no se lo veía por ninguna parte. No podía hacer otra cosa que tomarlo con calma. Pero el día había sido excitante y sintiéndose inquieta, entró en la cocina y decidió arreglar la heladera.

En un apartado rincón de un pequeño restaurante francés estaba el doctor Liang hablando con Violet Sung. Cierto vago sentimiento de venganza lo había impulsado a llamarla cuando le telefoneó su esposa. Violet Sung estaba en casa, y, según dijo, sin saber qué hacer.

—A mí me pasa lo mismo. —Le explicó el doctor Liang—. ¿Quiere usted almorzar conmigo?

Ella vaciló un momento. Luego añadió con delicadeza:

—¿Está usted seguro de que me necesita?

—Completamente seguro.

Así que se habían encontrado en el restaurante que sugirió ella, un lugar donde iba con frecuencia cuando estaba sola, porque a Ranald no le gustaba la comida francesa. Estaban completamente reconciliados, el lazo mutuo entre ellos era más fuerte que nunca. Pero Violet sabía ahora que había espacios áridos en el cerebro de Ranald. Tenía una inteligencia profunda, pero estaba espiritualmente sin desarrollar. Físicamente era mucho más apasionado que ella y con frecuencia la fatigaba. Sin embargo, después de las primeras confesiones de fatiga, tuvo que disimular, porque él se incomodaba si le parecía que ella sentía menos deseos que él. Las mujeres inglesas son así, declaró, pero no esperaba frigidez en una combinación de Francia y China. Ella había sonreído al oír esto sin decir nada; después la simulación fue fácil. La mente en todo momento estaba libre de su cuerpo, y dentro de la intimidad de su cerebro sus pensamientos vagabundeaban por el Universo. Ranald, más agudo que intuitivo, no notaba que el espíritu de ella se hallaba ausente de su cuerpo.

Con el doctor Liang sentía una intimidad que no tenía nada que ver con la carne. Se sentía profundamente atraída por el bello y alto caballero chino, cuyo cabello negro se plateaba en las sienes. Físicamente la complacía sin despertar el deseo. Sus bellas manos y su graciosa y esbelta figura eran agradable símbolo de su cultivado cerebro. La grosera piel sonrosada y blanca de los hombres del Oeste, su vellosidad y gordura, sus narices grandes y sus huesos protuberantes, la disgustaban íntimamente. Pero siempre había sido vergonzosa con los chinos. La rectitud y austeridad de su padre la conmovían, aunque la hacían sentir temor de él. No podía imaginarse un amante chino. Los chinos, si reparaban siquiera en las mujeres, les otorgaban una grave cortesía que implicaba la convicción de su igualdad.

Cuando el doctor Liang le teléfono hoy había sido casi telepatía. Estaba sentada sola en su cuarto en uno de esos ataques de meditación que casi eran como un trance, y estaba pensando en él, no de un modo romántico, pero con una imaginación adivina, como pensaba de muchas personas, hombres y mujeres, que le interesaban. Si hubiera sido más activa físicamente, podría haber escrito esas meditaciones y hacer novelas con ellas, pero Violet no se movía nunca sí podía evitarlo, excepto para bailar. Podía sentarse inmóvil durante horas cuando estaba sola, nada más que pensando en una persona u otra, recordando, ensayando, oyendo de nuevo el sonido de una voz, viendo lo artificioso de un gesto. Así estaba poblada su soledad interior. Un ensueño así había interrumpido el teléfono cuando Violet levantó el auricular y oyó la voz del doctor Liang.

Ahora, sentada frente a él en el restaurante que a esta hora tardía estaba casi vacío, sentía Violet una profunda sensación de paz. Tenía pocas ganas de hablar y flotaba sobre el reposo del momento.

El doctor Liang la contemplaba admirativamente. La joven había, dejado escurrir de los hombros su capa de visón y la lana violeta oscuro de su traje sencillamente cortado y el sombrerito se fundían con la riqueza de su pelo y sus ojos oscuros y de la piel cremosa. No había visto nunca una criatura tan bella.

—Cuando estoy con usted siempre siento deseo decir sólo la verdad —dijo él—. Así que quiero decirle que está usted perfectamente hermosa hoy.

—¿Sólo hoy? —preguntó ella con una semisonrisa.

—Siempre, pero hoy tiene como un aura.

—Hablemos en chino, ¿quiere? —dijo Violet—, no puedo hacerlo muy bien, pero ansío lograr hablarlo… perfectamente, es decir, con una palabra deslizándose dentro de la otra, y sin embargo, cada una perfectamente clara.

—Entonces hablaremos en chino —respondió él—. Yo también prefiero nuestra lengua. Ha sido hablada durante tanto tiempo por seres humanos, que se adapta a las necesidades del hombre. ¿Tenía su padre una de aquellas piezas manuales de jade o de ámbar?

—Tenía siempre en la mano una de ónice —contestó Violet sonriendo. Su chino era puro y bueno, pero el vocabulario no era extenso y ansiaba conocer todas las palabras que necesitaba.

—Y llegó a formarse para su mano —continuó el doctor Liang—. Fue pulida por su carne hasta que brillaba a la luz de una vela, ¿no es así? Reposaba en su palma y él no sentía nunca la mano vacía.

—Encontraba gusto en eso. —Convino ella—. Cuando yo era niña, no sabía por qué. Y le dije; «Papá, ¿por qué no tomas mi gatito o unas flores? ¿Por qué siempre la misma cosa?». Y él me contestó: «¡Me gusta por ser siempre la misma!».

—Sí —respondió el doctor Liang. Murmuró unas pocas palabras al camarero sin preguntarle a Violet qué deseaba comer, y a ella esto le gustó. Evitaba molestarse en pensar si siquiera sobre su comida. Era más fácil comer lo que escogían para ella, y tenía confianza en la elección de Liang. Cuando apareció un caldo delicado, con picatostes tostados sobre la clara superficie, lo tomó muy contenta y en silencio, y después de esto disfrutó con unos pescaditos frescos dorados en manteca. Era un cambio del bistec con puré de patatas que comía Ranald todos los días.

La pastelería francesa era casi china, y el doctor Liang hizo un largo y cuidadoso escrutinio de la bandeja antes de elegir. A ella le gustó su atención china en materia de comidas, eso de que cada bocado pudiera saborearse.

Hablaron muy poco durante la comida, y esto también era chino. Cuando vino el té, y él fue firme en sus indicaciones de que las hojas debían mezclarse sin las bolsas de tela, se miraron a través de la mesa y el doctor Liang sintió el impulso, bastante raro en él de hablar de su corazón.

—Mi mujer está celosa de usted —dijo con un conato de sonrisa—. Eso, indudablemente, no es cosa nueva para usted en las esposas.

—A mí me gusta su mujer —respondió Violet Sung—. Me produce una sensación agradable. Es como la tierra firme y dura bajo los pies.

—Entonces la comprende muy bien —dijo él—. Por eso siempre le soy fiel. No pretendo ser mejor de lo que soy. A mis pensamientos les gusta juguetear a veces…, lo confieso. Nuestro matrimonio fue a la antigua, hecho por nuestros padres. Sin embargo, yo insistí en que ella aprendiera a leer y escribir y nos vimos sólo una vez antes del día de la boda.

—¡Qué momento! —murmuró Violet en francés.

—Sí, ¿no es cierto? —respondió él en la misma lengua. Luego continuó en chino—. Yo la miré…, baja, aún entonces un poco gruesa, de mejillas rosadas, y me horrorizó.

—Así es ahora —dijo Violet otra vez en chino.

—Yo no la amé —dijo el doctor Liang— pero me di cuenta de que sería una buena esposa.

—Una buena esposa —repitió Violet—. Es lo que un hombre como usted debe tener.

Sus ojos se encontraron y ella se rió con dulce simpatía.

Algo pícaro chispeó en las graves líneas de la cara suave del doctor Liang.

—Al mismo tiempo —siguió— hay otras facetas en mi naturaleza. La imaginación de un hombre, si es inteligente, busca también compañía femenina. Yan y Yin no están hechos sólo de carne. La mente y el espíritu entran también en el círculo. Por eso le telefoneé a usted hoy.

Nunca había sido tan osado. Aclaró bien ante ella que no tenía deseos de unas relaciones apasionadas. No obstante, dijo con audacia que quería una mente de mujer que complementara la suya, un espíritu femenino para llenar el suyo. Fuera ella lo que fuese para el inglés, había indicado, no tenía que ver el doctor Liang con él más de lo que la señora Liang tenía que ver con ella. Podían ignorar a tales personas.

Violet comprendió y quedó complacida. Ahora estas largas meditaciones suyas no necesitarían ser enteramente silenciosas ni solitarias.

El doctor Liang se inclinó ligeramente hacia ella.

—Me gustaría penetrar en su cerebro con el mío —dijo—. Me gustaría taladrar los misterios de su alma.