CAPITULO XII

Mary conoció que la carta de su padre había sido echada al correo por su madre, porque ella había añadido una posdata.

Aunque vuestro padre está conforme en dejaros su parte de las rentas de los Liang, no creáis que la cosa salió de él fácilmente —escribía—. Yo estuve a su lado y tomé la carta en seguida y me apresuré a salir de esta pagoda extranjera, esta casa en que todavía vivimos, para echarla en el buzón. No quise dársela al hombre del sube y baja porque indudablemente hubiera robado la estampilla. En cuanto a mí, me alegro de que tu hermano y tú tengáis ese dinero.

El placer de Mary por estar así un paso más cerca de la aldea fue entibiado, sin embargo, por dos acontecimiento, que no fueron tanto acontecimientos como algo que todavía estaba en marcha. Louise se hallaba muy excitada y Mary reconoció ciertos síntomas a los pocos días de su regreso de la villa. Los ojos de su hermana estaban brillantes, sus mejillas rosadas, su voz alta, y se enojaba fácilmente como había sucedido en el verano de Vermont. Esto sólo podía significar una cosa. Louise se estaba enamorando de nuevo. Era tan claro como si estuviera a punto de sucumbir a una enfermedad, y Mary se dirigió a James la primera noche que él estuvo libre para quedarse en casa. Se había dado cuenta de que era inútil abordarle en el hospital. Allí su cerebro estaba demasiado ocupado para prestarle atención, a menos que le trajera el mensaje de alguna enfermedad nueva entre los niños que ella enseñaba en la escuela del hospital. Entre tanto, Mary espiaba a Louise, quien, al parecer, no iba a ninguna parte ni recibía visitas.

—¿Qué has hecho en todo el día, Louise? —Le preguntaba cada noche al volver a casa.

La respuesta siempre era tonta. Louise había hecho un vestido nuevo, o se había lavado la cabeza, o había leído un libro, o había dormido la mitad del día. Varias veces Mary, al notar la excitación de su hermana, se preguntaba si habría tenido un visitante secreto.

Le dolía verse tentada a averiguarlo por medio de Young Wang, pero la antipatía se lo prohibió. A Young Wang todavía le desagradaba un ama en la casa que servía, y con frecuencia pretendía no oír lo que Mary le había dicho. Cuando Mary se quejó a James de esto, él no hizo más que reírse. Por Perrito no se podía averiguar nada porque mentiría según las exigencias del momento. La madre de Perrito también estaba demasiado asustada de todos y de todo para que valiera la pena hablar con ella. Por lo tanto, Mary se vio constreñida a esperar hasta un día en que James llegó a casa con una mirada de animación en los ojos que significaba que no esperaba que nadie a su cuidado muriese por lo menos antes de la mañana.

Aquella noche, después que hubieron comido, Louise se fue temprano a la cama y Peter marchó a un mitin de estudiantes en la universidad. Mary se encontró a solas con James y Chen. Meditaba si debería hablar en presencia de Chen, puesto que lo imaginaba medio enamorado en secreto de Louise. Cuando él los dejó un momento, aprovechó la oportunidad y dijo rápidamente en inglés:

—Jim estoy segura de que Louise está enamorada otra vez de alguien.

James levantó las cejas.

—¿Esta vez de quién? —preguntó. Sin embargo, aunque parezca extraño, no demostró sorpresa.

—¿Quién lo sabe? A no ser que sea de Chen.

James meneó la cabeza.

—De Chen, no.

En este momento, volvió Chen, y James siguió tranquilamente:

—Chen, Mary cree que Louise está enamorada de alguien.

Chen tomó un aspecto pensativo en seguida, como si supiera más de lo que quería decir.

—Veo que Chen está conforme contigo —dijo James volviéndose hacia Mary.

Era una noche demasiado fría para estar sentados en el patio, así que se hallaban reunidos en el living principal de la casa. Young Wang había mandado a Perrito que encendiera un brasero de carbón vegetal, y esto daba bastante calor para la temprana estación, aunque en los rincones del cuarto el aire frío acechaba en forma que les hacía hablar de ir al mercado de los ladrones a buscar una estufa.

La lámpara de aceite ardía sobre la mesa y comunicaba una suave luz amarilla a las paredes. Mary había cortado un esqueje de bambú de la India con sus bayas rojas y lo había colocado encima de la mesa dentro de un antiguo jarro castaño. La habitación tenía un aspecto hogareño, acogedor.

Para Chen, esto era preciosísimo.

—Yo no deseo ver ningún cambio en esta casa —dijo tristemente— pero todos tenemos que darnos cuenta de que Louise no tiene aquí su corazón.

—Sin embargo, yo no la vi nunca con nadie —dijo Mary.

—Young Wang ya me había contado que sale de casa todas las tardes —dijo James tranquilamente—. Dice que se ve con un americano.

—¡Un americano! —Hizo eco Mary, estupefacta a causa de la decepción. Luego se sintió ofendida—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque tú eres una personilla muy impetuosa —le contestó él mirándola con ojos a la vez afectuosos y risueños— eres como una copa que se desborda, siempre dispuesta a derramarse, o como un pequeño cohete, listo para estallar…

Esquivó un manotazo de Mary, y Chen extendió la mano e hizo como que daba a James una fuerte bofetada. Se rieron y, al calmarse, el rostro de Mary recuperó su expresión de viva preocupación.

—Pero ¿por qué Louise se oculta de nosotros?

—Supongo que será porque cree que, puesto que papá la envió aquí para que escapara de los americanos, nosotros le pondríamos impedimentos —dijo James. Estaba fumando en su vieja pipa americana y de repente parecía fatigado.

—¡Debemos poner coto a eso! —exclamó Mary.

James no contestó. Continuó fumando, con ojos muy sombríos.

Entonces, Chen empezó a hablar gravemente:

—Varias cosas comienzan a ser evidentes para mí —dijo—. Ese niño del hospital… Mary, ¿lo has visto hace poco?

—Está muy bien —dijo Mary sorprendida—. Lo cuidan las enfermeras, no yo, tú lo sabes, pero todos los días paso junto a su camita y duerme, come o está acostadito despierto. Llora con una voz muy fuerte.

—Louise fue a ver a ese niño —dijo Chen con cautela.

James sacó la pipa de la boca.

—No hay ninguna razón para que ocultes nada a Mary ahora —le dijo a Chen—. Mejor será que se lo contemos todo. —Continuaban hablando en inglés, no fuera que algún criado los escuchase.

Pero no fue ningún criado el que escuchó. Louise, siempre sensitiva para el espionaje de Mary, había visto los ojos de su hermana siguiéndola pensativamente cuando salió del cuarto aquella noche.

Les había dado las buenas noches alegremente a los tres que quedaban después que se fue Peter, y cuando dijo que tenía sueño, Mary no le contestó. Se limitó a mirarla con sus grandes ojos serenos, demasiado llenos de pensamientos. Por lo tanto, Louise comprendió que no sería capaz de dormir. Pocos minutos después, se deslizó con pies silenciosos a lo largo de los corredores y se ocultó detrás de las cortinas que separaban una habitación de otra. Escuchó lo que estaban diciendo, y llena de terror volvió corriendo a su habitación. Allí se puso un abrigo y unos zapatos de calle y todavía en silencio se escurrió a través del patio a oscuras, pasó por delante de la ventana con celosías del living, ahora cerrada a causa del cortante aire de la noche, y así siguió hasta salir por la puerta. En la callejuela, sintió terror, pero continuó andando hasta la calle, donde llamó con la mano a una ricksha que pasaba. Sentada en ella, dio al conductor la dirección de la casa del señor Su y su señora.

La señora de Su era su única amiga. En su casa encontraba a Alec todos los días. El doctor Su no sabía nada de esto, pero a su señora le encantaba la excitación de una aventura amorosa. Todas las mejores amigas de la señora Su sabían de las entrevistas, y la mayoría de ellas se lo habían contado a sus maridos. Por lo tanto en el hospital casi todo el mundo estaba enterado de que la hermana menor del doctor Liang se veía con un americano, quien había regresado a Pekín después de su licencia como soldado, porque estaba enamorado de una muchacha china, una cualquiera, que se había muerto en el hospital después de dar a luz un niño que estaba ahora en la casa de expósitos del hospital. Louise creía su secreto seguro con la señora de Su, porque nadie se lo había contado a James ni a Mary. Ni tampoco al doctor Su, porque todo el mundo tenía simpatía a la nueva señora de Su, pero no a su marido. Los chinos chismorrean con prudencia. Mientras la cosa no importa, todo se cuenta y discute, pero nadie va más allá de lo prudente.

El peligro esta noche, recordó Louise mientras la ricksha la transportaba a través de la oscuridad, era que el doctor Su estuviera en casa. Sería una suerte que se pudiera evitar esto. Bueno, pues no tuvo esta fortuna. Cuando pagó al hombre de la ricksha y entró en la casa de estilo extranjero brillantemente iluminada que se levantaba al borde de la calle, oyó la voz del doctor Su. Fue la señora de Su, sin embargo, quien salió a recibirla cuando el sirviente la hubo anunciado.

—¡Mis hermanos están enterados! —murmuró Louise.

En este momento el doctor Su apareció en la puerta.

—¡Señorita Liang! —exclamó con la zumbona sonrisa con que se aproximaba a todas las mujeres jóvenes y bonitas—. ¿Se ha escapado usted de su casa?

Louise intentó reír.

—Sólo estoy de paso, voy a otro lado —dijo—. Me detuve para ver si la señora de Su quería venir conmigo.

—¿Adónde? —preguntó el doctor Su con pronta curiosidad.

—A ver unos amigos extranjeros —dijo Louise, aterrada de que todo lo que decía estuviera demasiado cerca de la verdad.

—No se vaya, no se vaya —exclamó el doctor Su—. Quédese aquí con nosotros.

—Entonces tengo que telefonear —dijo Louise agarrándose a esta oportunidad.

La señora de Su la ayudó inmediatamente.

—Su —le dijo a su marido—, haz el favor de volver junto a nuestros otros invitados. Yo llevaré a Louise al estudio.

Volvióse el doctor Su y la señora condujo a Louise al pequeño estudio donde estaba el teléfono sobre el escritorio, y cerró la puerta.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —Le dijo en voz baja—. Tu hermano se enojará con mi marido si descubre que yo te permití que te encontraras aquí con Alec. Ya sabes que me gusta ayudarte, Louise, pero tengo que pensar en mis relaciones con mi marido. Su tiene muy mal carácter.

—¿Crees que Alec no debe venir aquí esta noche? —Balbuceó Louise.

—No debe venir más si tu hermano lo sabe —dijo la señora de Su. Su linda carita estaba pálida—. Ya sabes, Louise, que lo que tú haces puede que esté muy bien en América, pero aquí es serio. Y yo soy la cuarta esposa de mi marido. Él no es demasiado paciente conmigo. Un hombre tan fino como Su, con una buena profesión, puede conseguir todas las mujeres que quiera para casarse con él.

Louise sintió que se le endurecía el corazón contra la señora de Su y todas las mujeres chinas, pero preguntó:

—¿Puedo telefonear?

—Eso sí —dijo la señora de Su rápidamente.

—Entonces, por favor…, quiero estar sola.

La señora de Su vaciló.

—Yo debería quedarme aquí —dijo— pero también me gusta poder decir que no sé nada del asunto. Me quedaré al otro lado de la puerta.

Así diciendo salió, cerró la puerta y Louise llamó al hotel donde vivía Alec Wetherston. Respondió su voz, una voz agradable de tenor ante cuyo sonido los labios de ella temblaron.

—Alec…, soy yo, Louise.

—¡Cómo, querida! —La voz de Alec parecía algo triste—. ¿Dónde estás?

—En casa de Su. Alec, mis hermanos están enterados de lo nuestro.

Hubo un largo rato de silencio y ella dijo ansiosamente:

—¿Me oyes, Alec?

—Sí; sólo trataba de pensar con rapidez, querida. —Su voz estaba algo entrecortada—. ¿Qué harán?

—Yo no sé, pero he venido a verte.

—¿Debo ir ahí?

—La señora de Su tiene miedo.

—¿Qué vamos a hacer entonces, querida? Supongo que tú no podrás venir aquí al hotel…

—La gente me reconocería…, y ya sabes cómo son.

—Te encontraré en la puerta del hotel y podremos pasear.

—Muy bien…; dentro de quince minutos.

Colgó el auricular y salió al vestíbulo. La señora de Su todavía estaba allí parada, espiando la puerta del living. De allí salió una carcajada.

—Me voy a casa —dijo Louise—. Dile al doctor Su que a pesar de todo tuve que irme.

Las dos jóvenes atravesaron en puntillas el vestíbulo, la señora de Su abrió la puerta, y Louise salió. Estaba empezando a sentir terror porque por primera vez en su vida actuaba enteramente sola. En Nueva York, siempre había estado Estelle para alabarla por su independencia y aquí, hasta ahora, había tenido a su lado a la señora de Su. Ahora no tenía a nadie. Estelle estaba muy lejos y la señora de Su era una cobarde, como todas las chinas…, cobardes cuando se necesita el verdadero valor. ¡Cómo odiaba ser china! Tenía que volver a América. Si se casaba con un americano podía ser casi una americana. Por lo menos sus hijos serían americanos y ella, su madre… Era la única escapada.

Un viento lleno de polvo soplaba por la calle ancha. Pasaron varios minutos antes de que pudiera encontrar una ricksha en aquella luz opaca. A la caída de la noche, con el frío, los chinos entraban en sus casas y cerraban las ventanas a cal y canto. Toda la abierta animación de la ciudad en verano había desaparecido. Se sintió más aterrada aún cuando un viejo conductor de ricksha de aspecto salvaje se le ofreció, pero como no vio otro, se metió dentro. El hombre corría lentamente como si estuviera demasiado cansado, y cuando bajó las varas en la puerta del hotel, le brillaba la cara de sudor y su chaqueta de algodón tenía chorretones de humedad. Debería compadecerlo, se decía Louise, pero sólo le repelía y le dio tan poco dinero como se atrevió. El hombre estaba demasiado agotado para hacer otra protesta que un quejido y una mueca ante el dinero extendido en su palma roñosa. En seguida, a Louise se le ensanchó el corazón. Temía que Alec no estuviera allí, pero estaba esperando con el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba y el sombrero echado sobre los ojos.

—¡Hola! —Le dijo con voz cautelosa—. Tardaste mucho en venir; estaba empezando a helarme. —La tomó del brazo y caminaron calle abajo—. Cuéntamelo todo.

¿Quién podía haber previsto lo que sucedió ahora? Antes de que ella pudiera contestar, seis o siete estudiantes que pasaban por la medio iluminada calle vieron una muchacha china paseando con un americano. Rodearon a la pareja a toda velocidad y una linterna que llevaba uno en la mano arrojó su luz sobre la muchacha y reveló la linda cara de Louise.

—¡Americano! —gritó un estudiante—. ¡Deja en paz a nuestras chicas!

Entonces, aunque parezca increíble, los estudiantes empezaron a armar una escaramuza. Alec sintió que lo empujaban contra una pared. Puso a Louise detrás de sí para ampararla, pero los alborotados estudiantes estaban tratando de arrancarla de allí.

—Tendremos que romper el cerco y echar a correr. —Le dijo él por encima del hombro.

¿A dónde podrían ir en toda la ciudad?

—Tendremos que ir a casa —dijo Louise.

—Cuando yo escape, no te apartes de mí. —Le ordenó Alec—. Vamos ahora… listos… prepárate… ¡Vamos!

Con lo repentino de su empuje y la velocidad de su paso, tomaron a los estudiantes por sorpresa y consiguieron una ventaja inicial. Tanto Alec como Louise eran fuertes y de largo aliento. La buena alimentación y el cuidado habían contribuido a la formación de sus cuerpos jóvenes, y los estudiantes estaban mal alimentados y eran débiles. La caza era desigual y uno por uno los estudiantes se detenían y la abandonaban. Cuando llegaron los dos al hutung no los seguía nadie.

—Mejor será que me dejes aquí —dijo Louise.

Pero Alec Wetherston había estado pensando mucho mientras sus piernas corrían. Se sentía profundamente atraído por esta linda muchacha china. Quizá estaba verdaderamente enamorado de ella…, no como lo había estado de su pequeña Lanmei, que había muerto al nacer el nene. El nene le preocupaba terriblemente. Había vuelto a China cuando supo que iba a haber un chico y tenía el propósito de casarse con Lanmei tan pronto como la joven saliera del hospital. Pero cuando llegó allí, Lanmei había muerto. Fue a visitar las dos habitaciones que Lanmei había compartido con otra muchacha, quien le contó la historia. La habitación de Lanmei ya estaba ocupada por un hombre a quien la compañera había aceptado como amante. Alec la escuchó y se volvió a ir sin saber qué hacer. «Mejor será que deje al nene en el hospital», le aconsejó la muchacha. Pero su corazón se apegaba al chico, aunque no lo había visto nunca, vacilando si reconocerlo como suyo. ¿Qué podría hacer él con un recién nacido? En su casa, no había dicho a nadie lo de Lanmei. Por último, se lo contó todo a Louise, incluso lo del nene, y ella había ido a verlo.

—El chiquito es vivo. —Le contó Louise—. Tiene los ojos grandes y sonríe cuando uno lo mira.

El padre que había en él ansiaba ver a su hijo.

Ahora tomó a Louise por los hombros y la sujetó contra la pared.

—Mira —le dijo—. Yo no te voy a dejar, querida. Entraré para ver a ese grandote hermano tuyo y decirle que quiero casarme contigo.

Louise lo miró fijamente. Ella no volvería nunca a querer a nadie tanto como había querido a Phillip. Había contado a Alec lo de Phillip. Habían cambiado entre ellos las historias de sus penas. Él incluso supo que Phillip no la quiso, y fue muy bondadoso en no tomarlo en cuenta. Pero antes de que Louise pudiera hablar escucharon pasos en el hutung. Se quedaron muy quietos en la oscuridad, esperando. De nuevo la luz de una linterna fue arrojada sobre ellos y en el rayo luminoso vieron a Peter.

—¡Peter! —Balbuceó Louise.

Sin una palabra, Peter saltó sobre Alec y lo apartó de un tirón.

—¡Maldito! —gritó.

Alec saltó sobre él. En un segundo, los dos jóvenes rodaban trenzados por el suelo y Peter en la lucha agarró a Alec por el pelo y le hizo dar con la cabeza contra los guijarros. Louise dio un chillido y cayó sobre Peter.

—¡Jim, Jim! —gritó pidiendo ayuda.

Se abrieron las puertas del hutung. El criado del dueño de la casa salió corriendo.

—Estos extranjeros se están peleando —gritó. Y entró apresurado en la casa alquilada y golpeó la puerta cerrada del living—. ¡Su hermano y su hermana están matando a un extranjero! —Chilló.

Un instante después James y Chen, y detrás de ellos Mary, llevando una lámpara encendida, vieron a tres jóvenes con la ropa en desorden que se levantaban del suelo. Louise estaba llorando.

—¡Deje usted en paz a mi hermana! —Voceaba Peter. Y Alec volvió a saltar sobre él.

Fue James quien los separó, quien ordenó a Louise que entrara en casa y quien llevó a los dos jóvenes para dentro detrás de ella. Aseguró el cerrojo de la puerta contra los boquiabiertos curiosos, quienes se quedaron un rato contemplando la puerta cerrada y se fueron luego para casa comentando entre ellos que la casa acosada por las comadrejas no podía dar felicidad ni siquiera a los extranjeros.

Dentro del living soltó James a sus cautivos y Young Wang salió de su habitación con Perrito y su madre detrás.

—Tráenos algo de comer —ordenó James—, y busca té caliente. Después hablaremos tranquilos. —Se volvió hacia Peter—. ¿Qué estabas haciendo tú?

Peter, que todavía miraba a Alec con ojos que despedían llamas, replicó:

—Acababa de pasar junto a un grupo de compañeros que decían que habían corrido detrás de un americano que iba con una de nuestras muchachas. No pueden soportar eso ahora, después de todas las cosas que han hecho los americanos aquí. Yo no soñaba que la muchacha fuera mi propia hermana.

—¿Y usted? —Le dijo James, más tranquilamente todavía, a Alec.

—Yo venía aquí a pedirle a usted permiso paca casarme con Louise —dijo Alec lisa y llanamente.

—¿Quién es usted? —preguntó James con la misma temible tranquilidad.

—Alec Wetherston, antes del ejército de los Estados Unidos —dijo Alec con voz firme—. Louise y yo nos conocimos el día que ella fue al mercado de crisantemos. Usted no quiere recordarme.

—Yo si —dijo Mary. Se dio cuenta de que todavía llevaba la lámpara y la dejó sobre la mesa.

Alec la miró.

—Sí…; bueno, yo la conozco a usted también. Yo hubiera querido que Louise le contara a usted lo que había entre nosotros, pero parece tenerle miedo, no sé por qué razón.

—Porque no quieren que me case con un americano. —Intervino Louise, empezando a llorar de nuevo.

—Mary, llévate a Louise —dijo James.

Louise se dejó llevar hasta la puerta, y allí se paró con las mejillas surcadas por las lágrimas.

—Yo os aseguro que me casaré con Alec. —Declaró.

Mary la empujó hacia fuera, y James siguió tranquilamente.

—Siéntese, por favor, señor Wetherston. Yo no tengo ninguna objeción a que mi hermana se case con el hombre que ella quiera, pero debe ser un buen hombre.

Estaban todos sentados ahora, excepto Peter, que permanecía en pie con las manos en los bolsillos y el pelo tieso. Chen se había sentado. Tenía la cara muy pálida, pero no había dicho nada.

—Supongo que nadie es perfecto… en nuestros tiempos —dijo Alec francamente. Estaba empezando a sentirse mejor. El hermano de Louise parecía un tipo como es debido.

—Dígamelo todo, por favor. —Siguió James inflexible.

Alec parecía sobresaltado.

—¿Qué entiende usted… por todo?

Entonces habló Chen.

—Lo del niño del hospital…

Alec apoyó un brazo sobre la mesa.

—Supongo que usted ya lo sabe —dijo sencillamente—. Creo que no es nada distinto de lo que hicieron otros muchos durante la guerra. Sólo que yo volví…; supongo que ése fue mi error.

—¡Escúchenlo! —dijo Peter despreciativamente.

—Tranquilo, Peter. —Ordenó James. Se inclinó hacia delante y miró al americano. Le gustaba este joven alto y normal. Su pelo castaño estaba mezclado con el polvo de la calle y tenía la cara sucia. Pero era una fisonomía honrada, y para americano sus facciones eran delicadas y completamente correctas. Pudiera ser cierto que Louise no quisiera casarse nunca con un chino. Quizá las primeras percepciones humanas grabadas por la vida en un niño recién nacido fueran las únicas que en último término resultaban las más reales. Mary y él habían nacido en China, pero Louise había nacido americana. Una enfermera americana de un hospital de Nueva York la había levantado de la cama donde nació y cuidó de ella durante las primeras semanas de su vida. En casa, Nellie había actuado de niñera. Los primeros instintos de la carne de la niña estaban entretejidos con ojos azules, pelo rubio y piel blanca. Louise no podía cambiar ahora estos instintos.

—¿De verdad quiere usted casarse con mi hermana? —preguntó James a Alec.

Éste levantó la cabeza.

—Lo he pensado todo —dijo—. Quiero casarme con ella y volver a mi país. Llevaremos al niño con nosotros. Ella me ha contado todo lo suyo y sabe todo lo mío. Lanmei fue la primera muchacha a quien amé y seré más feliz con Louise de lo que lo sería con cualquier muchacha americana corriente. Además, el nene será más fácil de explicar. Y la gente está menos anticuada de lo que solía. Uno no se puede casar con una negra, pero a la mayoría de la gente no le preocupa una china.

Peter estalló al oír esto. Sus manos apretadas salieron de los bolsillos volando.

—¡No les preocupa un chino! —Vociferó—. ¡Pero a nosotros nos preocupan los americanos! ¿Se entera? Esta noche en la Facultad elevamos una protesta al Gobierno… sobre la forma cómo los americanos se están entrometiendo en China. ¡Uf, cuando les diga que mi hermana se va a casar con uno de ellos! —Su ira terminó en un quejido.

James se volvió hacia él con ojos de desaprobación, pero Peter le sostuvo la mirada. Luego se rindió y salió de la habitación.

Alec intentó sonreír.

—No se les puede criticar —dijo— pero lo que ellos no pueden comprender es que los individuos como yo no podemos evitar lo que hacen los Gobiernos. Somos impotentes. Yo, por mi parte, quiero sacar el infierno de aquí.

James había estado pensando intensa y velozmente. Y ahora habló con repentina claridad.

—Me parece que es lo que usted debe hacer. Mañana puede volver y hablarme de su familia y de su situación. Si me satisface, le diré a Louise que, por lo que a mí respecta, puede casarse con usted.

Alec levantó la cabeza.

—Quiero agradecérselo, señor. —Tartamudeó—. Quisiera saber cómo puedo agradecérselo.

Chen dijo:

—¿Y tus padres, Jim?

—Yo ocupo el lugar de mi padre —replicó James—. Él ha dejado a mi hermano y mis hermanas a mi cuidado.

Alec se levantó.

—Le veré mañana… ¿aquí?

—En mi despacho del hospital, por favor —dijo James—. Luego veremos al niño juntos. Louise es muy joven para el cuidado de un chico tan pequeño. Pero supongo que puede aprender.

Se quedaron en pie mientras Alec les daba la mano e iba hasta la puerta, donde sonrió y se fue. Entonces, James se volvió hacia Chen.

—Dime que he obrado bien. —Le rogó.

Se sentaron frente a frente a la mesa.

—Me parece que has obrado bien —admitió Chen—, pero ¿cómo puedo saberlo?

Hubo un ruido de pisadas en la puerta y entró Mary.

—¿Qué fue lo que hiciste? —preguntó. Se sentó en el tercer lado de la mesa, entre ellos.

—Le he dicho que puede casarse con Louise —dijo James sencillamente.

Mary se quedó sentada un buen rato. Luego se levantó y dijo:

—Voy a decírselo a Louise. Sigue llorando. —Pero se detuvo un momento y miró a Chen—. Yo creí que tú ibas a enamorarte de ella. —Terminó con naturalidad.

Chen abrió mucho los ojos.

—¿Yo? ¿Enamorarme? —Soltó una gran carcajada y ella lo dejó riéndose todavía.

La boda se celebró sin ruido. Alec y Louise no quisieron invitados. Los dos eran ciudadanos americanos y fueron al consulado americano una tarde, con Mary y James como testigos y allí, ante el resignado cónsul, fue celebrado el casamiento. Peter no quiso asistir y Chen había rehusado, diciendo que no se necesitaban más que dos testigos y que él se quedaría con el nene. Éste estaba en el hotel al cuidado de Chen, cuando el grupo regresó de la boda.

—Yo soy una buena ama —declaró Chen—. Mejor ama que doctor.

Tenía el nene en sus brazos, y el chiquillo, vestido con bombachón amarillo nuevo que le había hecho Mary, apretaba el pulgar de Chen y miraba la tosca cara. Unos cuantos días antes de la boda habían trabajado mucho con la ropa nueva, no para la novia, sino para el bebé, toda hecha a la americana. Louise y Alec se habían dedicado a buscar fórmulas y listas, y Mary revistió una cestilla china con tela de algodón guatada y seda azul como cuna de viaje. Otra cestilla de tapa llevaba botellas, esterilizador y todo lo que un niño pudiera necesitar en un largo viaje.

Aquella noche la novia y el novio con el niñito tomaron el tren del Sur para Shanghai. Era una extraña fiesta de bodas, y, sin embargo, feliz. James, Mary y Chen los vieron partir y se quedaron hasta que el tren desapareció en la noche, las persianas bajas contra posibles bandidos y sólo la gran luz de la cabeza de la locomotora llameando.

Al contemplar el tren en marcha, James se abrochó la chaqueta.

—Ahora, debemos cablegrafiar a papá —dijo.

Mary se colgó de su brazo al volver para casa y Chen se colocó a su lado.

—Yo sé que hemos hecho bien —dijo ella con su antigua tozudez afectuosa—. No importa lo que diga papá.

—Louise nunca habría sido feliz aquí —comentó Chen. Empezaron a caminar juntos con pasó igual por la calle medio vacía. La noche era fría y debía de estar helando. La gente pasaba enfundada en sus ropas y marchaba de prisa.

—Se necesita ser una persona especial para vivir en China ahora —murmuró Chen.

—¿Qué clase de persona? —preguntó Mary.

—Alguien que pueda ver el verdadero significado de las cosas, alguien que no solamente quiera un mundo mejor, sino que crea que puede mejorarse y se enoje porque no se mejora; alguien que no desee ocultarse en uno de los pocos lugares buenos que quedan en el mundo… ¡alguien que sea duro!

Pasaban por delante de la tienda de un ferretero y éste, detrás del mostrador, seguía con su trabajó y no había bajado las persianas todavía. Batía sobre el yunque un trozo de hierro retorcido con el que estaba haciendo un cuchillo que le había encargado un estudiante aquel día. El metal flameante despedía chispas e iluminaba su cara, que tenía fija una expresión de esfuerzo. Sus dientes blancos relucían. Esta misma luz cayó sobre los tres y Chen miró la cara de Mary, vuelta hacia arriba cuando pasaban.

—Alguien duro —repitió medio en broma—. Alguien como tú… y como yo… y como Jim. —Mary se rió, sacó su otra mano del bolsillo y la puso en el brazo de Chen, y así prosiguieron su marcha, al mismo paso.

Peter se quedó en su habitación durante la boda. Young Wang estaba pasmado y horrorizado y cuando los otros se fueron, se acercó a la puerta. Le gustaba el hijo más joven de la familia y deseaba estar en buenos términos con él. Se imaginaba que eran casi amigos, más bien que amo y criado. A veces, cuando acepillaba los grandes zapatos de Peter después de una lluvia y limpiaba las costras del barro de Pekín debajo de las suelas, se imaginaba hablando así, y aun pronunciando el nombre de Peter: «¡Escúchame, Pe-tah! Yo soy más viejo que tú, aunque nacido en familia baja. Tu familia es de hidalgos, la mía no es más que de pequeños labradores. Pero en estos tiempos nuevos, ¿quién es alto y quién es bajo? Seamos amigos. Yo te aseguro que los estudiantes no son buenos. En otros tiempos, nosotros, los tipos del pueblo, mirábamos respetuosamente a profesionales y estudiantes. Ellos eran los gobernantes. Pero yo te digo —y aquí Young Wang acepillaba los zapatos con furia— que ahora sabemos que somos nosotros, las gentes comunes, quienes debemos resistir a los universitarios, los terratenientes, los ricos y los magistrados. Estos cuatro son los enemigos del pueblo».

¿Era Peter un comunista? Eso era lo que Young Wang deseaba descubrir continuamente. Él no lo era, porque el Gobierno cortaba la cabeza a todos los comunistas o los mataba a tiros. Pero escuchaba a veces en los rincones de las casas de té y en las tabernas. En su aldea, cuando había ido a recoger a su familia en la isla en la cual vivían agrupados, escuchó a un joven y una mujer que vinieron juntos y los ayudaron a trasladarse y se quedaron mientras se levantaban nuevas casas de tierra en los campos. Éstos decían siempre: «¿Dónde están vuestros amos? ¿Dónde vuestros admirables estudiantes? ¿Dónde está vuestro Gobierno? ¿No viene nadie a ayudaros? Sólo nosotros os ayudamos, nosotros, los comunistas».

Los aldeanos estaban muy preocupados por su ayuda, sabiendo bien que en este mundo nadie hace nada de balde, y meditaban mucho respecto a por qué esta joven pareja de caras tan audaces había venido en su ayuda. Cuando descubrieron que eran comunistas cayeron en un tremendo pavor, porque ninguno en aquellas regiones podía ser comunista y vivir, puesto que el Gobierno enviaba ejércitos todos los días contra el comunismo. Peor aún que su propio Gobierno, porque al suyo ya estaban acostumbrados, eran los americanos, quienes exigían ahora, según decían a los aldeanos, que se matara a cada comunista. Así que Young Wang y su familia se habían unido a los aldeanos para echar a estos dos jóvenes comunistas con azadones, rastrillos y varas de bambú. Los dos se habían ido cantando una de sus canciones y habían gritado a los campesinos:

—¡Nosotros os ofrecemos la paz, pero nos rechazáis! ¡Volveremos con espadas y fusiles!

Young Wang estaba tan atemorizado como el resto. No obstante, esto se le clavó en el cerebro como una verdad… Nadie hacía nada por los hombres como él y su familia. Luchaban solos lo mejor que podían, muriéndose de hambre y enfermedad, con sus hijos, sucios y sin instrucción, y todo esto a pesar de su labor continua. ¿Quién les había ayudado a construir de nuevo sus casas después de la inundación?

Que Peter estaba enojado por algo, Young Wang lo sabía. Había oído discutir al joven con su tranquilo hermano mayor y con Chen.

—Vosotros seguid con vuestra tolerancia y vuestra paciencia. —Había dicho Peter amargamente a estos dos—. El único modo de despertar a nuestro pueblo es usar la violencia con ellos.

—¿Matarlos? —Había inquirido Chen cortésmente—. ¡Bueno, el pueblo no despierta de la muerte!

—Quiero decir matar a todos los que no cambien —declaró Peter.

—¡Oh, Peter, no seas estúpido! —exclamó Mary.

James había escuchado con su tranquilidad habitual. Luego dijo:

—Cuando los hombres empiezan a matarse unos a otros, un ansia de muerte entra en su corazón, y matar se vuelve la solución para cada dificultad, por pequeña que sea.

—Hay algo del confucionismo de papá en ti —exclamó Mary.

—Quizá lo haya —replicó él.

Ahora Young Wang caminaba despacito hacia la habitación de Peter y miró hacia dentro por la ventana. El joven estaba sentado ante su escritorio escribiendo furiosamente. Cuando Young Wang lo miró, dejó la pluma y se sentó ceñudo y preocupado. Young Wang fue hasta la puerta y tosió.

—Vete de ahí —dijo Peter reconociendo la tos—. Estoy ocupado.

Young Wang abrió la puerta lo suficiente para meter la cabeza.

—¿No quiere usted ir siquiera al tren para verlos marchar? —preguntó con voz suave.

—Sal —contestó Peter.

Young Wang sopesó el tono de la voz. Las palabras eran ásperas como las de un americano, pero la voz no lo era demasiado. Entró con apacible continente y se quedó con la espalda contra la puerta.

—Te dije que te fueras, ¿no es cierto? —gritó Peter, levantando la vista con gran impaciencia.

—Ya me iré. —Prometió Young Wang—. Pero primero quiero decirle lo que oí hoy. Se está preparando algo en el puente de mármol.

Peter le dirigió una aguda mirada.

—¿Dónde oíste eso?

—Me lo dijo un vendedor de nueces.

Peter levantó la pluma, pero la volvió a dejar.

—Sigue —ordenó—, dime lo que oíste.

—Pasó por allí a medianoche, hace poco —dijo Young Wang en voz baja—. Había estado en un teatro para vender nueces. Por eso iba tan tarde. Pasó por allí y vio alguna gente debajo del puente. Desde luego creyó que eran mendigos que se guarecían allí. Pero entonces uno de ellos lanzó un grito de dolor. Un compañero le había dejado caer una espada o un azadón sobre un pie. Y este grito no fue el grito de un pordiosero, dijo el vendedor. Era la voz y la maldición de un estudiante.

Young Wang hizo una pausa.

—Bueno, ¿y eso qué? —preguntó Peter.

—El vendedor volvió a la noche siguiente y a la otra —siguió Young Wang—, y allá va todas las noches. Ahora, le paga la policía secreta. —Young Wang miró los zapatos de Peter—. Yo los limpié. Pero esta noche tenían arcilla amarilla. Sé que hay de esta arcilla debajo del puente. Nuestro suelo es arenoso y polvoriento en cualquier otra parte. Pero debajo del puente hay arcilla. Sin duda nuestros antepasados hundieron las grandes piedras en las entrañas del río y trajeron arcilla amarilla del Sur hasta aquí para sostener con firmeza los cimientos.

Peter saltó de la silla y se precipitó contra Young Wang. Pero éste se escurrió por la puerta como un gato.

No obstante, Peter cerró la puerta con llave y fue al escritorio, donde tomó las hojas de papel que había escrito, las rompió en mil pedazos, vació la botella de tinta sobre ellas y las arrojó al cesto de los papeles. Luego empezó a pasear por la habitación lleno de inquietud.