CAPÍTULO VII

Mucho hacía que la señora Liang aprendiera a no abrir los sobres dirigidos a su marido. Por lo tanto, no abrió el sobre amarillo que esperaba trajera noticias de la feliz llegada de sus hijos. Llegó después del almuerzo, cuando el doctor Liang estaba echando un sueñecito en su estudio, y ella se acercó de puntillas hasta la puerta y escuchó. Podía oírlo respirar pesadamente, suspiró y se retiró al living y se sentó junto a la ventana. Tenía el sobre en la mano, porque no quería ni por un momento abandonarlo. Había muchas cosas que deseaba saber y que, desde luego, esto no le diría. Claro que había muchas cosas que ella deseaba saber y que nadie podría decirle, porque sólo alguien como ella las percibiría. Por ejemplo, ¿cómo se vivía realmente ahora en Pekín? Amaba a Pekín. Íntimamente le llamaba por el viejo nombre de Pekín, como hacen la mayoría de los chinos, aunque delante de extranjeros tenía cuidado de decir Peiping, para demostrar que era una mujer moderna y leal al Gobierno presenté.

Sin embargo, no le había gustado del todo madame Chiang Kai-shek cuando vino a Nueva York. Ella y el doctor Liang le habían enviado un gran ramo de crisantemos amarillos que costaban un dólar la pieza, pero madame Chiang ni siquiera dio las gracias. Algún secretario se había limitado a borronear una nota de recibo. Cuando más tarde habían asistido con otros chinos a una recepción, Liang había tomado la mano de madame muy afectuosamente, pero ella ni tocó la mano de madame Chiang. Hizo una ligera inclinación de cabeza y dijo en chino:

—Han venido ustedes, ¿verdad? —Exactamente como en su hogar pasado de moda recibía su madre a los invitados que no le gustaban. La cara de madame Chiang no cambió. Los americanos la encontraban hermosa, pero en China había muchas mujeres más bellas.

«¡Eh! ¿Por qué pienso yo en madame Chiang?», se preguntaba ahora la señora Liang.

Fuera, en el parque, las hojas estaban empezando a caer y esto significaba que el invierno llegaría pronto. Temía el largo frío de los inviernos americanos. También en Pekín hacía frío, pero los días eran siempre soleados. Aun cuando viniera alguna tormenta de nieve del Norte, pasaba rápidamente. ¡Pekín bajo la nieve! No había nada más bello. ¡Y cómo solían resplandecer a través de la blancura de la nieve las brillantes bayas rojas del bambú de la India! Se enjugó los ojos sosegadamente. Aquella casa de Pekín, asentada tan firme sobre la tierra que ningún viento podía conmoverla, era aún su recuerdo más querido. Cuando los vientos soplaban allí, el alto edificio retemblaba y ella siempre tenía miedo, aunque había aprendido a no mostrarlo, porque Liang se enojaba con ella. Liang con frecuencia se enojaba con ella y por muchos motivos ella no le censuraba. No es muy feliz aquí, pensaba. Nadie es feliz lejos de la tierra y las aguas de su país. ¿Por qué entonces se quedaba aquí?

Había también la familia de Li. ¿Por qué se quedaban aquí? Lili estaba volviéndose famosa ahora entre los americanos. La habían tomado como un juguete y aún el otro día había visto la cara de Lili en una revista de cine, mirándola desde una página entera. «Belleza China», estaba escrito debajo, y luego venía una historia sobre ella que decía que era considerada como la muchacha más hermosa de China. Pero nada de la historia era cierto. Había muchas muchachas en China más bellas que Lili. James tuvo suerte en no casarse con ella. Sin embargo, si se hubiera casado, seguiría aquí y todos los hijos estarían también, y la casa no parecería tan silenciosa. Cuando los chicos estaban aquí ella tenía muchas cosas que decir, pero ahora no se le ocurría nada de qué hablarle a Liang.

De repente lo oyó toser. Luego escuchó sus pasos, y corrió de nuevo a la puerta y la abrió suavemente. Estaba despierto, pero pálido y no parecía encontrarse bien.

—Liang, aquí hay un cable de los niños —dijo. Ahora que estaban solos había vuelto ella a hablar enteramente en chino, a no ser que algún extranjero viniera a visitarlos. Su inglés se le estaba escapando.

—Dámelo —dijo él.

Quedóse en pie esperando mientras él rasgaba el sobre con la uña y sacaba la hoja de dentro. No lo leyó en alto. Ella esperó.

—Llegaron felizmente y todos están bien. James envía estas palabras —dijo al fin.

Una vaga felicidad invadió todo su ser.

—Así que están a salvo —murmuró.

—Desde luego. —El doctor Liang se inclinó y se puso las zapatillas—. ¡Tú eres siempre tan asustadiza!

—Pero el océano es terrible. —Se quejó ella.

—No con los grandes vapores modernos. —Replicó Liang—. Te portas como si no hubiera más que los antiguos juncos.

Comprendió ella que la siesta lo había dejado pesado e incómodo, así que dijo:

—Te voy a buscar un poco de té caliente y luego te hará bien dar un paseito por el parque. Tienes que dar una larga charla esta noche delante de damas americanas.

—No veo por qué siempre me veo obligado a esas charlas. —Gruñó el doctor.

Apresuróse ella a darle la razón.

—Ni yo tampoco, Liang. ¿Por qué no te niegas? Es tonto que pierdas así el tiempo. ¿Cómo pueden entender las mujeres las cosas que tú hablas?

Esperaba consolarlo, pero en lugar de eso lo puso muy enojado.

—No todas las mujeres son como tú —dijo fríamente—. Hay algunas mujeres que incluso aprecian el asunto al que he dedicado mi vida.

—Yo siempre estoy equivocada —dijo ella dando media vuelta, y se fue a la cocina. Si los hijos hubieran estado aquí le habría respondido con el mal genio que le era propio, pero ahora no le quedaba ninguno. Bueno, una mujer sin sus hijos no tiene valor delante de un hombre. Sola en la cocina, porque ahora no tenía la sirvienta más que medio día, llenó la tetera y prendió la cocina de gas. Secretamente tenía miedo de lo repentinamente que se prendía el gas, pero se obligaba a encender el fósforo y sostenerlo junto a la hornilla.

Hizo el té y lo llevó al estudio. Liang estaba sentado ante su escritorio, absorbido con algunas notas, y no habló mientras ella le servía el té en la taza y lo colocaba sobre la mesa, así que se fue de puntillas y se sentó al lado de la ventana en el living. Estaba empezando a levantarse viento. Vio caer las hojas más de prisa abajo, en el parque, y el edificio parecía inclinarse en un lento movimiento rotativo. Desde luego lo oía crujir. Una mirada de terror pasó por su cara y se agarró al vano de la ventana con ambas manos.

A su manera, el doctor Liang también sufría. Su filosofía no lo abandonaba, ni creía haber hecho nada malo. Por lo tanto, no podía comprender por qué su buen humor usual lo había abandonado y por qué se sentía seco y triste. La casa estaba tranquila, pero a él le gustaba la quietud. Había realizado una gran cantidad de trabajo desde que los chicos se fueron, tanto que había hecho enteramente notas nuevas para su curso de literatura china contemporánea. La madre de sus hijos estaba desde luego un poco deprimida. Eso era inevitable. Ella pertenecía al tipo maternal más bien que al tipo de esposa. Había llegado a esta conclusión hacía tiempo. A su manera, el doctor Liang pensaba mucho en las mujeres. Ninguna podría haberlo sacado de la senda de la rectitud y era un hombre sinceramente casto. Pero pensaba, no obstante, acerca de las mujeres, y analizaba muchas mujeres en su imaginación, sin ningún pensamiento de relacionarse con ellas. Desde luego, no quería nada de las mujeres. Eran meramente ejemplares interesantes de la raza humana. Confucio había pensado poco en ellas, y hacía mucho que él había meditado sobre este aspecto de la mente de su maestro. Debía haber habido una razón para este desprecio. Quizá el maestro había tenido que soportar una esposa testaruda y había tomado secreta venganza dejando sentado por escrito su ferviente esperanza de que las mujeres no fueran tomadas en cuenta por los hombres. «Mujeres, niños y locos», eran sus palabras, aunque recientemente el doctor Liang se había inclinado a creer que Confucio se equivocaba en parte en esta clasificación, porque estaba convenciéndose de que no todas las mujeres eran tontas.

He aquí, por ejemplo, a Violet Sung. Belleza auténticamente exótica, cultivada, instruida incluso, Violet había venido de París hacía unos meses para tomar Nueva York por asalto. La acosaban los pretendientes de todas las nacionalidades, y no pensaba casarse con ninguno de ellos. El matrimonio, decía con su sosegada y profunda manera de hablar, no era para las mujeres como ella. Se oían rumores ahora, sin embargo, de que había aceptado el amor de un guapo inglés de mediana edad cuyos negocios le retenían la mitad del año en Nueva York. Si esto era verdad, era un affaire del más extremado buen gusto. Violet y Ranald Grahame se veían juntos, pero no con demasiada frecuencia. Raras veces llegaban juntos a ningún lugar público y no salían solos jamás.

Sin embargo, el doctor Liang se sentía inclinado a creer en el rumor aunque no fuera más que en vista del cáustico chismorreo que corría entre los chinos. Desde luego no entre los chinos vulgares de Chinatown, que no eran más que comerciantes, sino entre la sociedad china de emigrados ricos. Los chinos se mostraban de lo más acerbos, como si sintieran que Violet hubiera rechazado a cada uno de ellos individualmente mientras aceptaba a un inglés. El doctor Liang había filosofado bastante para disfrutar con estos celos y reconocer medio en broma que él también tenía algunos. Se habría alarmado en extremo si Violet lo persiguiera a él, porque sabía que no era capaz de un violento affaire de amor ni, desde luego, lo deseaba. No era de ese tipo físico. No obstante, disfrutaba con la deferencia que Violet le había mostrado siempre en público, y ante los demás se permitía un pequeño flirt dominante, por ser mucho más viejo que ella y un hombre muy famoso, además. Una vez se había encontrado a solas con ella por casualidad cuando llegaron algo temprano a una fiesta nocturna a la que la señora Liang no estaba invitada, y él había temido a Violet Sung y estuvo de lo más correcto. Le preguntó con toda formalidad dónde estaba la casa de sus antepasados en China. Ella eludió un poco esta pregunta, diciendo que provenía de Shanghai, y que creía que la casa de sus antepasados estaba en alguna parte de Chekiang, aunque su padre hacía mucho que vivía en París. Mirándola antes de que vinieran otros invitados y recordando su modo de evadirse, se le ocurrió que bien pudiera ser hija de una francesa y un chino. Sí, tenía el toque de la sangre extranjera, aunque muy sutilmente disimulado. Era más original ser china que francesa. Y desde luego la fuerte sangre china predominaba siempre.

Así Violet Sung constituía un tipo muy interesante para ser estudiado por un filósofo. Algún sía podría dar una conferencia sobre las diferencias entre el tipo madre y el tipo Violet, y si un hombre debería tener ambos tipos en su vida, y en ese caso, cómo podría armonizarse tal relación con las exigencias de la vida moderna. En la China antigua, desde luego, todo estaba bien arreglado. La primera esposa era la madre. Más tarde el hombre tomaba una concubina del otro tipo. Pero esto, al parecer, ofendía a la civilización más nueva de los americanos, que no eran tan naturalistas como los tipos más antiguos de Asia, o para el caso, de Europa. Aquí todavía había que encontrar una fórmula. El presente número de hijos ilegítimos, que a su entender era muy grande, era una prueba de la necesidad para el hombre, incluso aquí, de los dos tipos de mujeres.

En este momento el doctor Liang sintió la falta de un auditorio. No había ninguno en la casa excepto su mujer, y aunque no sentía respeto alguno por su inteligencia, sus pensamientos fluían con más claridad cuando los pronunciaba en voz alta.

Levantóse y se dirigió con cierta impetuosidad al living.

—¡Eh! —dijo—. Quiero hablar contigo. —Tan absorbido se hallaba que no reparó en que la cara de ella estaba encendida ni en que se agarraba a la ventana de un modo extraño. Cuando la señora Liang lo vio soltóse y se echó hacia atrás en su butaca—. Se aproxima una gran tormenta —murmuró, pero él no la escuchaba.

Tomó asiento en la butaca frente a ella, e inclinándose hacia delante con los codos sobre las rodillas cruzó flojamente sus manos largas y exquisitamente modeladas.

—Quiero hacerte una pregunta como buena madre que eres —dijo—. ¿Tú prefieres la manera occidental de tener concubinas en secreto fuera de casa, o nuestra antigua forma de traerlas al seno de la familia y permitir que todos los hijos nazcan bajo el mismo techo?

La señora Liang quedó desolada de miedo. ¿Estaba hablando de tomar una concubina ahora que los hijos se habían ido? Se le resecaron los labios y se quedó contemplándolo.

—¿Qué idea es la tuya? —Interrogó.

Pero él no vio su temor. Estaba enteramente absorbido por el hilo de la conferencia que desarrollaba en su interior rápidamente.

—Quiero saber lo que piensas tú. —Insistió.

Recogió ella sus aterrados pensamientos. Habían estado bastante distraídos por la tormenta, pero ahora, ¡menuda distracción tenían también dentro de casa! Empezó a hablar, y sus labios gordezuelos temblaron.

—Desde luego, nuestra fórmula es mejor —tartamudeó—. De otra manera la semilla del hombre se siembra a lo loco y los hijos no tienen nombre. ¿Por qué han de sufrir los hijos por lo que hacen sus padres?

¿Por qué, en verdad? Su corazón se apiadaba de sí misma. Desde luego si Liang quería a otra mujer debía traerla a esta casa. Sería una vergüenza para él descender a esas cosas que hacían los extranjeros. Pero ¿podría ella soportar otra mujer aquí? ¡No! Si venía, que viniera. Ella le pediría el dinero suficiente para un pasaje de vuelta a su país y se iría con sus hijos. Estaba a punto de levantarse con dignidad de la silla y decirle a Liang que en este caso se iría a China.

Pero no le dio tiempo de irse ni de hablar, porque él se levantó rápidamente.

—Gracias —dijo con una cortesía poco usual—. Quería saber lo que pensabas tú, el tipo madre… —murmuró. Se volvió de prisa a su estudio, cerró la puerta firmemente y en seguida se sentó y empezó a escribir con facilidad sobre su mesa de trabajo. Escribió durante dos horas, y cuando hubo terminado se sintió contento de sí mismo y muy hambriento. Salió de su estudio para encontrarse con que la señora Liang le tenía ya preparada la comida sobre la mesa. Ella dijo que no quería comer y le sirvió en silencio. La comida era buena. Había calentado caldo de pollo con tallarines y hecho una tortilla de camarones y puntas de rábano y gachas de arroz. Esto, con pescado salado, constituía una verdadera comida. El doctor Liang comió con apetito, aunque echaba de menos el gusto a ajo con que le habrían sazonado la comida si no tuviera que salir esta noche. Hacía mucho tiempo que había inculcado la norma de que no debían poner nunca ajo en la comida cuando tuviera que dar una conferencia para señoras americanas. A éstas les desagradaba ese olor, y no se podía proteger contra la ansiedad con que se apretaban a su alrededor después de terminada la lectura. Tomó dos tazas de té en silencio mientras repasaba lo que iba a decir. La señora Liang estaba acostumbrada a este silencio antes de que él saliera a la vida pública, así que no lo rompió. Al salir él, lo acompañó al vestíbulo y le entregó el abrigo y el sombrero.

—No me esperes levantada —dijo él bondadosamente, y salió sin esperar respuesta.

Después que se hubo ido, quedóse ella incierta por un momento, luego subió a su habitación, tomó una hoja de papel y empezó a escribir a sus hijos.

«Queridísimos míos», siguió después del encabezamiento formal. ¡Qué suerte había tenido de que le enseñaran a leer y escribir! Bueno, eso se lo debía a Liang, porque la enseñaron sólo a causa de que él había insistido. Aun así, sabía que con frecuencia cometía equivocaciones en las radicales de ciertos caracteres. Pero sus hijos podían siempre leer sus cartas.

Tengo un profundo disgusto —escribía—. Vuestro padre está pensando en traer otra mujer a nuestra casa. Esto es demasiado para mí aquí en América. En China las casas son grandes, y hay muchos sirvientes y podríamos vivir separadas. Pero ¿cómo podría soportar yo aquí hacerle su comida y servirle el té? Si él decide hacer esto le pediré dinero para el pasaje…

Se detuvo. La casa realmente se estaba inclinando con la tormenta. Se sintió un poco mareada y rápidamente volvió a levantar la pluma.

Me siento muy sola aquí. Vuestro padre se ha ido a hablarles a las damas americanas. Yo no debería quejarme, porque gana cien dólares americanos cuando lo hace. Pero esta noche hay un gran viento del lado del mar, y siento oscilar la casa. Vuestro padre dice que eso es imposible, porque está construida con hierro. Sin embargo, yo la siento oscilar, diga él lo que quiera, y creo que al Cielo no le agradan estas casas altas. Nosotros estamos hechos para vivir sobre la tierra…

Se enfrascó en una larga carta incoherente, contándoles a sus hijos todo lo que le venía a la cabeza.

El doctor Liang, después de una hora y veinte minutos, estaba terminando su conferencia. La sala del distinguido club se hallaba llena de mujeres, todas sentadas en silencio. Luces hábilmente colocadas arriba y abajo hacían resaltar la alta y esbelta figura del doctor Liang con espléndido relieve.

—En cuanto a mí —decía con una ligera sonrisa— como chino y confuciano, prefiero el tipo de la madre. Ella es quizá la verdadera mujer china. Mi esposa pertenece a ese tipo, y ella y yo hemos enviado a los hijos de vuelta a China para renovar el lazo con la madre tierra. Yo quiero que ellos sean chinos en el más profundo sentido, hijos de la tierra… ¡e hijos de la aurora!

Terminó con voz reverente, la cabeza levantada, e hizo una inclinación. Hubo un momento de silencio y luego oleadas de aplausos le obligaron a repetir las inclinaciones una y otra vez. No sabía exactamente qué quería decir con eso de «hijos de la aurora», pero la frase le había salido así y le gustó.