CAPITULO X

Todo el asunto empezó en el mercado de crisantemos aquel brillante día de otoño en que James escribió la carta que tanto había perturbado a sus padres. Con cierto retraso habían llevado a cabo su correría aquella tarde. Desde luego estaban muy impacientes por salir de la casa y tener un cambio de escena, porque se sentían impotentes. James escribió la carta en seguida y la leyó en voz alta. Incluso Chen estaba presente a requerimiento de todos, excepto Louise, que había guardado silencio. Hasta despertaron a Peter para que escuchara. Fue aprobada. James la había hecho corta pero clara.

Le escribía a su padre:

No podemos tener la seguridad de que mamá te comprendió bien. Suponemos que no, porque no concebimos que vayas a tomar una concubina ahora que es ilegal según la moderna ley china hacer eso, y porque, desde luego, traería la desgracia de la familia y la vergüenza para nosotros ante los pueblos de Occidente, que conocen tu nombre. Tenemos nuestra fe puesta en ti y esperamos que impondrás a mamá de la verdad en este asunto. Sólo estamos preocupados porque ella parece desgraciada. Pero, por otra parte, si los equivocados somos nosotros, permite entonces que mamá se venga para aquí en seguida y los hijos cuidaremos de ella. Tú puedes decir que te has divorciado, y así la desgracia no será pública, por lo menos, puesto que muchas personas en América están divorciadas.

Todos estamos bien; a Mary le gusta su trabajo y Peter, con sorpresa por su parte, está encantado en la universidad…

Peter había interrumpido a James para negar esto.

—Yo no estoy encantado —dijo—. Pero veo que hay una especie de labor que hacer aquí. En América los estudiantes se limitan a pasarlo bien y no se preocupan por lo demás. Pero aquí, donde el pueblo no puede hablar, tenemos que hablar nosotros por ellos. Ayer, por ejemplo, un grupo de estudiantes vio un policía pegándole a un conductor de ricksha en la cabeza con su cachiporra. Lo paramos y le preguntamos qué había hecho el hombre, y al parecer sólo había dejado que la rueda de su vehículo pasara por accidente sobre el pie del policía. No se quebrantó ninguna ley. Obligamos al policía a que dejara en paz al pobre hombre.

—Eso estuvo muy bien —comentó Mary fogosamente.

—No, no lo estuvo. —Replicó Peter—. Estábamos más furiosos contra el coolie del ricksha que contra el policía. Debería haberse defendido él solo, en lugar de humillarse. No había hecho nada malo. Nosotros lo seguimos y cuando intentó darnos las gracias, le dimos un par de golpes en la cabeza, por cobarde.

—¡Peter! —gritó Mary—. ¡Qué perversidad!

—Nada de eso. —Insistió él—. Y me pongo furioso con nuestra estúpida gente del pueblo, que se deja correr por cualquiera con una cachiporra o un fusil. ¿Por qué no luchan y se defienden?

—Porque no tienen cachiporras ni fusiles —dijo James tranquilamente. Dobló la carta y la metió en el sobre con estampilla, cerró éste y puso la dirección—. Bueno; vamos ahora al mercado a ver los crisantemos. Mary, no debes gastar demasiado dinero.

—¿A qué le llamas demasiado? —preguntó Mary—. Hoy cien dólares de nuestro papel moneda valen algo menos que diez centavos americanos.

—Quiero decir que no debes pagar más que la mitad de lo que pidan los vendedores. —Replicó James.

—Mejor será que vayamos antes de que doblen los precios para adelantarse a la inflación —dijo Chen, riéndose aún más ruidosamente que los demás.

El dinero se había convertido en una broma, y sin embargo, las compras tenían que hacerse en aquel papel, así que con los bolsillos atestados con rollos de billetes se fueron al mercado de flores. Young Wang los seguía para traer a casa las flores. Imperceptiblemente habían ido perdiendo sus costumbres americanas, de manera que cedieron a la determinación de Young Wang de no permitir que los miembros de la casa de su amo fueran vistos en lugares públicos, llevando ninguna carga, por más agradable que fuese.

Todos estuvieron conformes después en que había algo peculiar aquel día. El aire estaba tan tranquilo y despejado que casi parecía sólido. La gente se notaba favorecida por él; las caras parecían esculpidas y los ojos estaban más brillantes. Hermosas sobre todo las caras de los ancianos, porque cada arruga parecía trazada con intención. Como no había el menor soplo de viento, las ropas que llevaba la gente caían en serenos pliegues; los colores, aun los azules desvaídos y el rojo, eran firmes y ricos, y la carne humana parecía morena y cálida. Las sonrisas y los dientes blancos, los sonidos de las voces y de los instrumentos musicales, todo tenía especial relieve en la silente atmósfera magnética.

Cuando James llevó a sus hermanos y a Chen a la gran plaza donde se celebraba el mercado, la escena le impresionó con toda la fuerza de un magnífico espectáculo. En el fondo se levantaba un sublime palacio; su pesado tejado de azulejos de porcelana azul se recortaba en el claro cielo. Había arces plantados a cada lado de él desde hacía siglos, y ahora en otoño estaban dorados y rojos. Como no había viento no se desprendían las hojas, pero de vez en cuando, con la madurez de la estación, se soltaba una hoja de la rama madre y caía lentamente al suelo. Los niños jugaban con ellas. Estaban ebrios de felicidad, aunque eran hijos de pobres y tenían las ropas destrozadas. Algunos chicos se habían quitado las camisas y los suaves cuerpos morenos brillaban de sudor.

Todo el centro de la inmensa plaza estaba lleno de crisantemos, cuyos cultivadores los traían para la venta. Se erguían a cientos en tiestos, y cada propietario con su mujer o hijo vigilaba los suyos. Entre los tiestos paseaba la gente, profiriendo exclamaciones y alabanzas hasta que veían alguna planta de flores de belleza irresistible y de mala gana se sentían obligados a comprar. Ricos y pobres se juntaban allí. Porque todos reverenciaban estas flores imperiales por su tamaño y colores. Había incluso unos cuantos extranjeros y entre ellos de vez en cuando un soldado americano, con licencia quizá, que salía a ver el espectáculo. Sin embargo, allí, como en todas partes, los pobres excedían en mucho a los ricos. No podían comprar las flores, tenían que limitarse a contemplar reflexivamente, y al parecer sin envidia, las compras de los ricos. Aun cuando una flor por cualquier casualidad se rompiera, estos pobres no se atrevían a recogerla. Miraban cómo la sirvienta de alguna señora rica la recogía del suelo y se la sujetaba en el pelo. Ese pueblo tenía la misma cualidad que había puesto a Peter tan furioso con el conductor de ricksha, y que James notara en las salas del hospital, donde recibían agradecidos cualquier cosa que se hiciera por ellos, y si uno se moría, no se les ocurría la idea de vengar su muerte.

Mary iba a su lado, y sus ojos penetrantes percibieron esta diferencia entre el pueblo.

—Mira los pobres. —Le decía a James—. Parecen tener suficiente con contemplar las flores.

—Desearía ser bastante rico para comprarle un tiesto a todo el mundo —dijo James.

Se habían separado por casualidad. Chen y Peter andaban por un lado de la plaza y Louise deambulaba sola a corta distancia. Young Wang esperaba parado y mientras tanto contemplaba un juglar que actuaba para los que pudieran cansarse de flores.

Mary se paró al lado de un grupito de hombres de aspecto vulgar que con sus mujeres e hijos estaban mirando con ojos muy abiertos la compra que hacía una señora anciana vestida con túnica de raso y acompañada de sus dos nueras. Un mayordomo sacaba los tiestos mientras las damas señalaban con sus delicados dedos las que querían. Los vendedores saltaban hacia delante para poner a un lado las elegidas. Más que envidia, había en los ojos observadores de los pobres como un placer puro y soñador de que hubiera en el mundo seres capaces de permitirse la posesión de la belleza. Un niño tocó una flor y su padre lo reprendió en voz baja.

—¡Eh!, no toques, corazoncito. Una flor costaría el jornal de un domingo.

—No puedo soportarlo —dijo Mary de repente. James bajó la vista hasta ella y vio que se le escapaban lágrimas de los ojos, que brillaban como cristales a la clara luz del sol.

—No puedes cambiar lo que ha venido sucediendo desde hace tanto tiempo, Mary. —Le dijo y, sin embargo, comprendía muy bien sus sentimientos. El también conocía con mucha frecuencia esta punzada en el corazón, esta sensación de vergüenza, ante los pobres de aquí, de su propio país. Pero ¿qué podía hacer ninguno de ellos? Todo era demasiado viejo. No se puede cambiar la eternidad.

Anduvieron hasta más allá del cuadro de la plaza, separados de los demás. Este cuadrado estaba instalado en el parque perteneciente al palacio, y aquí y allá se levantaban enormes árboles viejos.

—Yo no estoy satisfecha, Jim —dijo Mary—. Quiero ir más adentro del país. Aquí todavía estamos en la superficie.

Sabía lo que ella quería decir, pero no le contestó en seguida.

Ella poseía la fácil palabra de su padre y él no. A su manera, James había estado pensando y sintiendo profundamente bajo la superficie de su vida diaria. Pekín era ahora una agradable agua estancada, una encantadora cisterna antigua. Pero no quedaba dentro de la corriente de la vida. Se podía vivir aquí e incluso realizar algún trabajo bueno, pero, sin embargo, no se alcanzaban nunca las raíces ni los manantiales.

—Me gustaría volver a nuestra aldea ancestral —dijo Mary—. Quiero saber qué clase de gentes somos en realidad. Más allá de papá y mamá, ¿quiénes somos nosotros?

No le dirigió a él la pregunta. Se la hacía a sí misma, y James se dio cuenta y no contestó. Mary continuó hablando:

—Pidamos una semana de permiso y vayamos a nuestra aldea. Entonces creo que sabré lo que quiero. Quizá ése será también tu deseo. Como estamos ahora, seguimos casi tan lejos de nuestro pueblo como si nos hubiéramos quedado en Nueva York.

Él no estaba preparado para dar su entera conformidad con tanta anticipación, pero se dio cuenta de que con su modo directo habitual de ir al asunto, Mary había escogido el paso siguiente a dar. Sería bueno para ellos ir a la aldea de sus orígenes y verla personalmente. Que les gustara o no, no era importante. Su cautela natural no le permitió hacerse a la idea demasiado rápidamente.

—Me parece una buena idea. —Le dijo a Mary—. Madurémosla durante unos días a ver si nos sigue gustando. Y ahora debemos ir juntos a Louise. ¿Te fijaste en que está hablando con un soldado americano?

Así era, en efecto. Louise, vagando por allí sola, había llamado la atención de un joven de pelo rubio con uniforme extranjero. Se había ido acercando poco a poco a ella, y aunque Louise lo advirtió no dio muestras de ello. Sin embargo, tan sutil era la percepción de su juventud y de su sexo, que él confiaba en que no lo rechazaría, y llegó a su lado cuando ella se detuvo para admirar una flor lavanda pálido, de enorme tamaño, con los pétalos flojamente rizados hacia adentro.

—¿Le gusta a usted más ésta? —Le preguntó el soldado con audacia.

Ella respondió en inglés:

—Es muy linda.

El soldado se le puso al lado.

—¡Qué suerte… habla usted inglés! No sé por qué lo suponía.

—¿En qué lo notó? —preguntó Louise, mirándole por debajo de las pestañas.

—Hay algo americano en usted. —Declaró él, y notó que le había gustado.

Después de esto fue fácil conversar. Cambiaron nombres y edades, y ella le dijo que su verdadero país era Nueva York, y descubrió que él también provenía de allí. Aquí en Pekín esto era un milagro para los dos, y acababan de descubrirlo cuando James, Mary, Peter y Chen convergieron junto a ellos por diferentes direcciones. Louise les presentó al uniformado muchacho.

—Alec Wetherston, que viene de Nueva York, no demasiado lejos de donde viven papá y mamá.

—Al oeste del parque —dijo Alec, sonriendo de un modo franco y mostrando unos hermosos dientes blancos.

Ellos hicieron una inclinación de cabeza, Mary un poco fríamente, y luego dijo en chino:

—Ahora debemos comprar lo que necesitamos y volver a casa, Louise. Ya casi obscurece y las mejores flores van a desaparecer.

Sin saber cómo, todos habían vuelto la espalda al americano. Pero él no se arredró por esto. Su cara adquirió una expresión indignada y firme y le dijo a Louise en voz alta:

—¿Dónde vive usted, señorita Liang? Voy a ir a visitarla, si me lo permite.

Louise le dio el nombre del hutung y el número de la casa, y él llevó la mano a la gorra.

—Pasaré por allí uno de estos días, muy pronto —dijo, y dirigiendo una mirada abierta a Mary, Chen y James y un guiño a Peter, se fue.

—¡Louise! —Exclamó Mary—. ¿Cómo puedes…?

Louise se encogió de hombros.

—Yo no hice nada. —Declaró.

Pero todos vieron que la mirada de sus ojos había cambiado en este breve tiempo. Desapareció la desconfianza y en su lugar había una mirada de vida y aun de triunfo. Chen se volvió.

—Vamos —dijo James— compremos este blanco, este amarillo, y este hermoso rojo.

—Yo quiero también este rojo y oro —dijo Mary. Estaba demasiado indignada para volver a hablar con Louise. Young Wang se adelantó y discutió el precio con el vendedor, dieron a éste puñados de papel moneda y se encaminaron a casa. Louise, Peter y Chen iban delante, y Mary y James caminaban detrás. Todavía más atrás venía Young Wang sentado en una carretilla que había alquilado para ir con los tiestos hasta casa.

Caminaban resistiendo las súplicas de los conductores de ricksha por llevarlos. El atardecer estaba dotando a la ciudad con los colores de la puesta del sol entre una neblina de polvo. A lo largo de la calle caminaba cerca de ellos un violinista ciego tocando al andar. Era un tipo alto, bravo y fuerte, y todo su corazón cantaba a través de las dos cuerdas vibrantes bajo su arco. La melodía era alegre y chillona.

—Mira ese hombre —dijo James—. ¿Tendrá cura?

Se acercó un poco más y luego volvió a retroceder y movió la cabeza.

—No hay esperanza —le dijo a Mary—. Los globos de los ojos han desaparecido por completo.

El músico pasó sin oírlos, caminando a grandes zancadas. La gente le abrió paso, temiéndolo porque era ciego, y por lo tanto tenía, según creían, un poder especial de institución mágica.

—No puedo soportar tantas cosas que no pueden remediarse —dijo Mary.

—Te estás poniendo demasiado nerviosa —respondió James—. Yo creo que esa idea tuya es buena. Necesitamos volver al lugar de donde provenimos; si no, no seremos capaces de vivir la vida que hemos elegido.

Ninguno de ellos tenía ganas de hablar más profundamente. Los pensamientos estaban calando muy hondo, sin duda, y la conversación podía esperar.

Cuando llegaron de vuelta a la vieja casa, de la cual habían desaparecido ahora las comadrejas, Young Wang colocó los tiestos de crisantemos y Mary anduvo de aquí para allá cambiándolos. Young Wang contemplaba la disposición que tomaba forma bajo manos que consideraba inexpertas.

—De acuerdo con las reglas, joven señora —dijo en voz altanera— todo se debe colocar por parejas, y si hay dos en este lado de la puerta debe de haber dos del otro lado; sino la vida no tiene equilibrio.

—Le agradezco que me lo diga, pero yo tengo mis ideas —dijo Mary sin tratar de ofenderlo.

Young Wang no contestó nada, pero se fue a la cocina donde, sin ningún deseo de hacerlo, le dio una patada a Perrito en el tobillo y, mientras revolvía el puchero de arroz para la sopa, le gritó a su paciente madre, que estaba detrás del fogón alimentado con hierba combustible, por qué ayer la sopa sabía a petróleo. Después dijo que la persona que cuidaba de las lámparas no debía secarse las manos en el trapo de los platos.

Mary, cuando los crisantemos estuvieron arreglados a su gusto, se fue a buscar a Louise. Estaba ésta en su habitación, ensayando una nueva forma de peinado. Mary se sentó, y como veía la cara de su hermana sólo por el espejo, dijo:

—James y yo hemos decidido que debemos hacer una visita a la aldea de nuestros antepasados.

—¿Por qué? —preguntó Louise. Había separado la mitad de su pelo hacia delante, formando un largo flequillo rizado sobre la frente.

—Pareces uno de esos perros de lanas que las señoras americanas llevan atados de una correa —dijo Mary—. Queremos ver la aldea para comprendernos mejor a nosotros mismos.

—Yo no necesito verla por semejante razón —declaró Louise—. Me ha llevado bastante tiempo aprender a soportar este lugar; si veo más será demasiado.

—No te puedes quedar aquí sola. —Declaró Mary.

—Peter se quedará conmigo —dijo Louise—. Él no querrá ir.

Así resultó. Después de la comida de la noche, sentados alrededor de la mesa con el buen humor del hambre satisfecha y el buen ejercicio, Mary volvió a anunciar que ella y James iban a visitar la aldea. Peter dijo que él no podría dejar la universidad ni por un día. Habló de un modo tan impulsivo que Mary se dio cuenta de que Louise ya lo había preparado.

—¿Qué pasa en la universidad? —preguntó James. Le gustaba que Peter no hubiera vuelto a hablar de su regreso a América, aun cuando estaba a punto de llegar a la época del curso al que debía asistir para seguir su carrera de ingeniero.

—Hemos estado estudiando nuestra historia antigua —dijo Peter muy serio. Parecía haber crecido desde su llegada y su aspecto había cambiado. Llevaba el corte de pelo de los estudiantes, y su cabello, muy corto por los lados, se levantaba tieso en lo alto de la cabeza. Además, había dejado de usar las ropas americanas, excepto en ocasiones especiales, y en su lugar llevaba un uniforme de algodón azul de Sun Yat-sen. James y Mary se habían congratulado del cambio, en parte porque no había esperanza de comprar ropas occidentales nuevas y en parte porque eso demostraba que Peter estaba cambiando íntimamente. En qué consistía este cambio interior, no lo sabían, pero, desde luego, el muchacho estaba mucho más serio de lo que había sido nunca en Nueva York.

—Bueno, ¿qué tiene que ver contigo la historia antigua? —Inquirió James.

El mismo se sentía años más viejo que cuando llegó, hacia unos pocos meses. No era sólo el trabajo del hospital y la continua presencia de enfermos desesperados. Había algo en el aire de esta ciudad, tan antigua, tan inconmoviblemente bella, que aplacaba a todo el mundo. Sin embargo, esta moderación no era tristeza. En la actualidad estaba gozando de la vida más que nunca. Había bastante tiempo aquí para disfrutar con los cambios del cielo, la bondad de los alimentos, la quietud de la noche, los jugueteos de los gatitos… Porque las dos viejas gatas enviadas por el dueño de la casa para combatir a las comadrejas se habían dedicado a parir y criar grandes familias. Así que incluso los pobres aquí, pensaba, debían saborear los días y las horas.

—En nuestra historia siempre han sido los universitarios quienes se han encargado de reformar el gobierno —dijo Peter con voz firme…

James estaba un poco alarmado.

—¡Supongo que no te encargarás de nada tan peligroso! —exclamó—. Papá te puso a mi cargo y fracasaría en mi responsabilidad si te metieras en líos. Incluso podrías perder la vida si llegaras tan lejos.

Peter miró con disgusto a este cauteloso hermano mayor.

—¿Cómo te propones tú ayudar a nuestro país? —preguntó con voz altanera.

—No lo sé —dijo James honradamente—. Pero creo que no serviría de ayuda el que me mataran antes de poder hacer nada en absoluto.

Mary escuchaba, dividida entre sus dos hermanos. Admiraba el fuego y la rectitud de Peter, y, sin embargo, conservaba el amor y el respeto por James.

—Peter, aprenderás algo más sobre este pueblo si vienes a la aldea con nosotros —dijo ahora Mary.

—¡El pueblo! —Exclamó Peter impaciente—. Tú y Jim siempre estáis hablando del pueblo. Es culpa suya que el país esté tan podrido. Si hubiera tenido al menos un poco de energía, un interés en algo que no fuera sus diarias escudillas de arroz, las cosas nunca habrían llegado a esto. Yo os digo que la reforma debe hacerse desde la altura.

No se llegó a un acuerdo en esta discusión y el final de ella fue que unas semanas más tarde, antes de que se afianzara el tiempo frío, James y Mary consiguieron un permiso de doce días y se pusieron en camino hacia su aldea ancestral, Anming. Chen, después de muchas indecisiones, se quedó con Peter y Louise, pero Young Wang, temeroso por el bienestar de su amo, y con muchas maldiciones y amenazas a Perrito y su madre, se fue con James. El equipaje que había preparado para la excursión era formidable. Insistió en que nadie podía dormir en las camas de las posadas campesinas, y llevaba tres rollos con ajuares de cama, una pequeña hornilla portátil de barro, atizador, tenazas y una tetera, cacharros y platos de loza, palillos y varias libras de té, dos fardos de carbón, redes para los mosquitos y polvos extranjeros contra las pulgas. El viaje se hacía a lomo de mulas, Mary llevaba pantalones y chaqueta chinos, y James, como su hermana, también dejó de lado las ropas occidentales.

Para acercarse a una aldea ancestral hace falta espíritu. La señora Liang les había contado muchas cosas a sus hijos, a su modo inconexo, de la aldea y de los de Liang que vivían en ella. Allí la habían llevado de novia, una joven que no pasaba de los veinte años. Su casa estaba en un suburbio de las afueras de Pekín, y aunque su familia había llegado tres generaciones antes, ella había nacido en una pequeña ciudad de la provincia de Hupeh, cuya gente es notable por su temperamento fiero y por sus formas viriles. Habían surgido más revoluciones en Hupeh que en ninguna otra parte de China, y los caudillos revolucionarios nacían allí todos los días del año. Acaudillaban las revoluciones con el mismo celo por razones poderosas que sin razón alguna, y comían pimienta roja en todas las comidas. En esta provincia, un oscuro antepasado de la señora Liang se había hecho vendedor ambulante de tela de algodón, se casó con una muchacha pobre, y se instaló con ella en una casa barata de barro fuera de las murallas de la ciudad. Con lo que le quedaba de sus fardos puso una tienda diminuta que prosperó a través de las generaciones hasta llegar a una riqueza modesta. Allí la señora Liang se había convertido en una jovencita, tan regordeta que su padre había decidido comprometerla pronto.

¿Cómo se compromete un hijo con una hija? La familia de Liang iba a Pekín con frecuencia para las fiestas, sobre todo por Año Nuevo, cuando los teatros están mejor, y allí el padre de la muchacha, que había venido a la ciudad a comprar mercaderías, conoció al padre del joven en una fiesta que celebraron con algunos amigos mutuos. El padre, ansioso de colocar a su hija, al oír de un muchacho sin comprometer, cultivó la amistad de un amigo mutuo, quien cultivó a su vez la del otro padre, y así entre los padres arreglaron las vidas de sus hijos.

Para la familia de la señora Liang el matrimonio era un avance, y tan importante, que cuando el doctor Liang, entonces un estudiante rebelde, se negó a casarse y exigió que su esposa supiera leer y escribir, la señora Liang asistió de mala gana, pero de su propia conformidad, a una escuela de señoritas.

—¡Ah, aquello fue una tortura! —Les decía a sus hijos con voz solemne—. Yo que ya sabía todo lo que una esposa debe saber, ¡verme obligada a sentarme en una habitación con niñas pequeñas y aprender las letras!

A sus hijos, desde luego, no les podía contar las agonías de casarse con un joven orgulloso, descontento y aun burlón. Así que les hablaba de la aldea de los Liang y de los hidalgos en cuya familia entraba.

—La aldea de los Liang, la casa de vuestros antepasados —les decía con frecuencia—, no está situada en un terreno bajo expuesto a las inundaciones. La verdad es que no hay montañas altas tales como las del Norte de Pekín. Pero la tierra se eleva y la aldea está sobre una loma. No es una gran villa, pero tampoco muy pequeña. Una muralla de barro fortificada con ladrillos cruzados se levanta alrededor de la villa. Las puertas son de madera, tachonadas con clavos de bronce. Se cierran por la noche. Dentro de las puertas corre la calle principal, y hay muchas callejuelas. Nuestra casa, vuestra casa solariega, está situada al Norte, de manera que las habitaciones y los patios dan al Sur. Hay dieciséis habitaciones, cuatro para cada patio. Cuando yo fui allá aún vivían los ancianos padres. ¡Ah, mi suegra, vuestra abuela, era muy severa! Yo lloraba todas las noches. Siempre que vuestro padre tosía o estornudaba, la culpa era mía.

El doctor Liang, que oía esta historia con frecuencia, sonreía al llegar a este punto.

—Sí, Liang —insistía su esposa con solemnidad—, es cierto. Tú no sabes cuánto sufrí. —Se volvía de nuevo a los hijos—. Cuando los pies de vuestro padre estaban fríos, yo tenía que frotárselos hasta calentarlos con mis manos. Cuando no comía, tenía yo que discurrir platos especiales. Os digo que ser la mujer de un hombre instruido no es cosa sencilla. Por otra parte, el padre de vuestro padre era una gran persona fácil de llevar y, aunque a mí no me hablaba nunca, era amable con todo el mundo.

Cuando él entraba en la habitación yo debía salir, pero él siempre le decía a alguien: «Dile que no se apresure». Lo lloré cuando se murió, os lo aseguro, porque eso me dejaba sola con mi suegra. Cuando murió ella, sólo quedaba el Tío Tao. Todavía está allí. ¡Ah, ese Tío Tao!

La señora Liang siempre empezaba a reírse cuando pronunciaba ese nombre.

—¿Qué pasa con el Tío Tao? —preguntaban los chicos.

En este punto el doctor Liang la hacía callar siempre.

—Te prohíbo que hables del Tío Tao —decía.

Cuando ella oía esto se tapaba la cara con las manos y se reía detrás de ellas hasta que el doctor Liang empezaba a enojarse. Entonces sacaba las manos y procuraba no reír, pero la cara se le ponía muy roja.

—No os puedo contar del Tío Tao. —Les decía—. Vuestro padre se incomodaría conmigo. Pero algún día debéis ir a vuestra casa solariega, y entonces conoceréis al Tío Tao.

—¿Y si se muere antes? —Clamoreaban ellos.

—El Tío Tao no se morirá —decía la señora Liang—. Vivirá cien años por lo menos. —Y no quería explicar más.

Cuando James, Mary y Young Wang se acercaban a la villa ancestral, allí estaba, ante ellos, exactamente como su madre se la había descrito: situada sobre una ondulación del terreno y rodeada por la muralla de barro. La puerta del Norte la tenían delante, y detrás de esta puerta estaría su casa solariega. Estaban muy cansados, porque habían cabalgado a lomo de mulas todo el día y los caminos eran muy malos. Pero a pesar de la fatiga, Mary empezó a reírse silenciosamente.

—¿Qué te pasa? —preguntó James. Habían pasado un día feliz juntos, hablando de naderías y disfrutando del baño de sol. Mary, que se sentía libre y a gusto con James, había entonado canciones y se había reído con frecuencia, y aunque bostezando, había hecho de todo menos quedarse dormida en su silla con el calor de la tarde. Oírla ahora empezar a reír de repente era sólo una parte del agradable día. Volvió su cara riente hacia él, porque iba cabalgando delante por la estrecha senda de tierra que corría al lado del camino de piedra.

—¡El Tío Tao! —Exclamó—. ¿Lo recuerdas?

—El que papá no permitió nunca a mamá que nos hablara de él —respondió James.

—¡Ahora lo veremos!

—A no ser que esté muerto… —Sugirió James.

—No estará muerto —declaró ella—. Mamá dijo que viviría cien años.

Dio un elegante golpecito a la mula con el trenzado látigo de cuero crudo y ésta apresuró el paso un corto trecho y luego ella volvió a afanarse.

—¡Oh, vamos! —decía impaciente a la mula—. ¡Toda mi vida he deseado ver al Tío Tao!

El Tío Tao, en este momento, estaba sentado en la parte interior del muro de los espíritus, impaciente por su cena. La casa se hallaba tan alborotada, porque la nuera tercera que estaba a cargo de la cocina había confundido la pronunciación de tallarines de pollo con tallarines de liquen. Era algo estúpida, por decir lo menos, y tenía terror al Tío Tao; y mientras que los tallarines de liquen se preparan fácilmente, un pollo hay que cogerlo primero, luego matarlo, desplumarlo y cocinarlo adecuadamente. El sol estaba sobre la muralla antes de que la equivocación fuera descubierta y el Tío Tao declaró entonces que esperaría hasta medianoche antes que comer tallarines de liquen. Se sentó con firmeza en la gran butaca de bambú moteado que un antepasado había traído alguna vez de Hangchow, y allí esperaba, fumando con ferocidad su pipa de una vara de larga. Mientras tanto, los tallarines de liquen sirvieron de cena rápida para los niños y las tres nueras se dedicaron a buscar las aves, que se ocultaban entre los repollos.

Se asustaron mucho más al descubrir, cuando el ave ya estaba muerta, que por equivocación habían matado la mejor gallina ponedora. La que debían comer era una gallina amarilla que sólo ponía huevos de vez en cuando, almacenando su energía en gordura. Pero esta buena gallina ponía por lo menos tres huevos a la semana y durante varios años había empollado y cuidado nidadas de polluelos, mientras que a la gallina amarilla nunca se la pudo hacer estar en el nido tiempo bastante para empollar.

—Por lo menos no se lo digáis al Tío Tao —dijo la primera nuera.

—Lo descubrirá —replicó la segunda condolida—. Tan pronto como meta sus cinco dientes en la carne de esta ave se dará cuenta de lo que hemos hecho.

Se unieron contra la tercera nuera, quien, con la cara muy pálida, se ocupaba de calentar los pucheros.

—¿Cómo pudiste ser tan estúpida? —dijo la mayor.

—¿Por qué no miraste el ave antes de retorcerle el pescuezo? —añadió la segunda.

Así le gritaban a la pobre criatura, que sólo podía temblar.

—La cogí debajo de los repollos —balbuceó—, y le retorcí el pescuezo antes de que pudiera volver a escapar.

El Tío Tao chillaba con voz poderosa desde detrás de la muralla.

—¡Quiero comer!

—De prisa. —Ordenó la nuera mayor—. Podemos acusarla después.

Como una sola mujer procedieron a partir la favorita en trocitos pequeños para que la carne se cociera más aprisa. En una cacerola doraron los trocitos con aceite y añadieron cebolla, jengibre, salsa de soja y un poco de agua, todo bien cubierto con la pesada tapa de madera. En la otra cacerola hervía el agua esperando por los tallarines.

—¡Quiero comer! —Volvió a chillar el Tío Tao.

—En seguida, Tío Tao —gritó la nuera mayor.

Todo el mundo le llamaba Tío Tao, aunque hablando con propiedad su familia no debería hacerlo, y tal cosa no se encontraba en ninguna otra villa. Había empezado el asunto cuando regresó él a vivir en la aldea, el primero de la familia que lo hacía en su generación. El padre del doctor Liang había dejado la casa solariega para estudiar en Pekín, y no volvió nunca, a no ser para hacer una visita de cortesía a sus padres y para enterrarlos cuando murieron. Le habían dado un buen puesto en la Corte Imperial en los días anteriores a la revolución y fue bastante reflexivo para adquirir cierta influencia sobre el joven Emperador, que vivía tan lastimosamente enclaustrado por la anciana Emperatriz, su madre. Cuando murió el joven Emperador, su madre, la Emperatriz, exilió al padre del doctor Liang porque era uno de los que instaron al Emperador a que hiciera la reforma de la nación. Había sido desterrado a Mogolia, pero no había pasado de su villa ancestral. Allí, mediante unas grandes dádivas al jefe de los eunucos, se le permitió vivir y aun visitar Pekín de vez en cuando, y nadie le dijo a la Emperatriz que él no estaba en Mogolia. Antes del destierro el doctor Liang había visitado la aldea ancestral sólo en el momento del funeral de sus abuelos, cuando era un muchacho de catorce o quince años. Fue durante ese destierro cuando su padre lo comprometió, y allí se había celebrado el casamiento unos tres años más tarde, después que ella hubo aprendido a leer y a escribir. Cuando a la muerte de la Emperatriz la familia volvió a Pekín, el viejo señor Liang, como hijo mayor y cuidador de las posesiones de la familia, había dejado al Tío Tao a cargo de todo. El Tío Tao era el hermano más joven, más joven sólo por media hora, porque los dos eran gemelos, y todo lo que quedaba con vida de la una vez numerosa familia Liang de las generaciones anteriores. Había numerosos primos y parientes remotos, que cuando estaban sin trabajo y con hambre volvían a la aldea para vivir, pero de la familia Liang directa quedaban solamente estos dos. Eran muy diferentes. El padre del doctor Liang era un digno y docto universitario. El Tío Tao carecía en absoluto de dignidad. De muchacho había llevado a sus padres a la desesperación por sus travesuras e indocilidad, y un día en que su buena madre tragó opio porque temía que su hijo menor muriera bajo el hacha del verdugo, su marido mandó con firmeza al muchacho a una ciudad distante, donde un primo tercero regentaba una tienda de medicamentos. La madre no murió, y el joven volvió a la casa diez años después para asistir al funeral de sus padres. Por entonces era un hombre guapo de mejillas rojas y risa sonora.

Al señor Liang le gustó bastante su hermano gemelo. Él había sido un obediente y sumiso hijo mayor, prototipo de rectitud y buen proceder, y los arrendatarios de la tierra le engañaban continuamente. Era demasiado fácil engañar al señor Liang, que creía a cualquiera que le dijese que las lluvias y el excesivo sol, el calor y el frío repentino de la estación habían arruinado las cosechas.

El Tío Tao pronto se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Un día, después que los padres quedaron seguros bajo tierra, le dijo al señor Liang:

—Hermano mayor, yo veo que si tú continúas cuidando las posesiones de nuestra familia nos veremos fuera en los campos cualquier día con los bueyes, y los colonos se sentarán aquí en nuestro lugares. Harías mejor dejándome a mí a cargo de ellas. Yo entiendo todo lo que pueda haber en cuestiones de engaños.

El señor Liang dio muy satisfecho su conformidad a esto. Inició la serie de sobornos que podían hacerlo regresar seguro a Pekín, y catorce meses después del casamiento de su hijo mayor, transcurridos algunos años desde el funeral de la Emperatriz, después de la revolución, la familia se fue a Pekín, dejando a cargo de todo al Tío Tao. Durante estos catorce meses, la señora Liang había llegado a conocer tan bien al Tío Tao, que se reía cada vez que pensaba en él, mientras que el doctor Liang se avergonzaba de él cada vez más.

Detrás del muro de los espíritus, el Tío Tao movía la cabeza y cerraba apretados los ojos, preparándose para gritar una vez más que quería comer. Antes de que pudiera tomar aliento, entró un colono ocioso que venía de la calle. Estaba en la taberna cuando dos extranjeros con un criado se pararon para preguntar el camino de la casa de los Liang. Él, a propósito, les había dado una dirección cambiada para que le diera tiempo a venir y advertir al Tío Tao que iba a tener visitas.

El Tío Tao abrió los ojos.

—¿Quiénes son? —preguntó con su voz bronca y tonante.

—Parecen extranjeros. —Respondió el colono—. Un hombre y una mujer. La mujer tiene el pelo corto. Quizá no sean más que unos estudiantes. No tienen el cabello rojo, los ojos púrpura ni la piel como el yeso, pero parecen gentes de la ciudad.

El Tío Tao odiaba a la gente de la ciudad.

—Diles que me he muerto —dijo y cerró los ojos. En una familia de hidalgos campesinos conocidos por su cortesía y buena educación, el Tío Tao mostraba estas cualidades sólo cuando estaba de buen humor.

Era demasiado tarde para obedecerlo. En este mismo momento apareció Young Wang dando la vuelta al muro de los espíritus. Tío Tao abrió los ojos y miró al gentil muchacho vestido con extraño uniforme. Young Wang sonrió y por un momento no hizo más que quedarse parado, con expresión cordial. Luego tosió para mostrar que estaba dispuesto a presentarse.

—¿Qué clase de hombre es usted? —Inquirió Tío Tao.

—Yo soy el mayordomo de mi amo —empezó Young Wang locuaz—, quien me envía para anunciar que él y su hermana desean ofrecerles sus respetos. Son un hijo y una hija de la familia Liang. Hijos del hijo del hermano mayor de Vuestra Señoría.

El Tío Tao oyó esto con estupefacción. Hacía tanto tiempo que ni siquiera había pensado en estos parientes, a quienes hacía mucho consideraba como muertos en alguna tierra extranjera, que su gruesa mandíbula quedó colgando.

—¿Dónde están? —preguntó.

—En la puerta, Honorable Señor —dijo Young Wang. Apenas podía contener la risa. Este caballero anciano, porque se notaba que el Tío Tao era todavía un caballero, pertenecía a una especie que él conocía muy bien. Cada aldea tiene alguno más o menos como él. Cierto que no había visto a ningún hidalgo campesino tan enorme, tan gordo y tan sucio como el Tío Tao, tan parecido al Buda de un templo olvidado, salvo en que ahora fruncía el ceño en lugar de sonreír. Sobre su gran panza se plegaba la sucia túnica de seda gris, y sus pies descalzos estaban metidos en unos zapatos viejos de terciopelo negro. En la enorme cara amarilla había unas patillas blancas, ralas, y la cabeza, aunque casi enteramente calva, tenía un puñado de pelos atrás trenzados en una pequeña coleta asegurada con un roñoso cordón negro. Esta coleta debería haberse cortado hacía más de treinta años, cuando vino la revolución, y el que el Tío Tao la hubiera conservado era una señal de obstinación, porque detestaba a todos los gobiernos por igual. Desde luego, mucho después que la revolución hubiera venido y la Emperatriz se hubiera convertido en polvo, todavía persistía él en declarar que estaba viva y pasaba por alto a los nuevos gobernantes.

—¡En la puerta! —exclamó el Tío Tao—. ¡Qué inconveniencia!

—¿Pueden entrar, Honorable Señor? —preguntó Young Wang.

—Yo todavía no he comido —replicó el Tío Tao.

Young Wang empezó a enojarse y dando la espalda bruscamente se volvió a la puerta.

—Anciano Señor —dijo el colono en tono de disculpa—. No es cosa mía y yo debería morir; pero después de todo son los hijos del hijo de vuestro hermano mayor, quien, por otra parte, es el primero de la generación siguiente después de la suya.

El Tío Tao se levantó apoyando las manos en los brazos del sillón de bambú e hizo como si fuera a arrojar personalmente al colono, quien corrió en seguida dando la vuelta al muro de los espíritus y salió por la puerta. Allí el hombre vio a los huéspedes, que lo contemplaron con sorpresa. Sonrió aturdido, y señaló con el pulgar por encima de su hombro.

—El viejo se está poniendo furioso —dijo, apresurándose a marchar.

—Creo que ese anciano pariente suyo parece tener mal genio —dijo Young Wang.

Una oleada de calor pasó por las mejillas de Mary, tostadas por el sol.

—¿Por qué tiene nadie que estar furioso con nosotros? —Le preguntó a James—. Yo voy a entrar sin más rodeos. Nosotros también pertenecemos a esta casa.

—Espera —dijo James—. Quizá sea mejor que vayamos a la posada.

—No quiero —replicó Mary—. La posada de seguro está sucia. —Y así diciendo, subió rápidamente los dos resquebrajados escalones de mármol de la puerta, pasó bajo el portal y alrededor del muro de los espíritus, para caer de lleno sobre el Tío Tao. En seguida se dio cuenta de que era él. Ningún otro podría haber parecido al mismo tiempo tan absurdo y tan formidable. Sus ojos se encontraron. El Tío Tao frunció el ceño y tiró hacia abajo de sus gruesos labios.

—¡Tío Tao! —dijo Mary.

El Tío Tao no respondió. Continuó contemplándola.

—Mi hermano mayor y yo hemos vuelto a nuestra casa solariega —dijo Mary—. Somos Liang, y nuestro padre es Liang Wen Hua.

—El Loquito de los Libros le llamé siempre —dijo el Tío Tao de repente.

Mary se rió y pequeñas arrugas cruzaron la amplia extensión de la cara plana del Tío Tao.

—Vete —dijo—. Yo nunca hablo a las mujeres.

Mientras decía esto apareció James al lado de Mary. Hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Tío Tao, debe usted perdonarnos —dijo en su mejor mandarín— por habernos introducido bruscamente. Pero nos consideramos como hijos suyos, y a esta casa como la nuestra. Si no hay inconveniente en que nos quedemos aquí unos pocos días, sírvase decírnoslo.

El Tío Tao movió ligeramente la cabeza.

—¿De dónde habéis venido? —preguntó.

—Hoy de Pekín, pero hace algunos meses vinimos del otro lado de los mares, de América.

—Oí hace unos veinte años que el Loquito de los Libros se había ido allá —dijo el Tío Tao con alguna muestra de interés. Sus gruesos párpados se levantaron ligeramente y empezó a respirar por la boca—. ¿Cómo se gana su arroz?

—Enseñando —dijo Mary.

—¿Le pagan bien? —Inquirió el Tío Tao.

—Bastante bien —contestó ella.

En este momento el Tío Tao recordó de nuevo que tenía hambre.

—Yo no he comido. —Anunció.

—Ni nosotros tampoco —dijo Mary.

—Nosotros podemos comer en la posada —intervino James rápidamente. Estaba un poco avergonzado de que Mary hablara tanto. A los caballeros a la antigua no les gusta oír hablar a las mujeres.

Antes de que el Tío Tao pudiera responder, su nuera mayor entró alegremente por la puerta.

—El ave está lista, Anciano Padre —gritó. Entonces se quedó mirándolos.

El Tío Tao se alzó pesadamente de su sillón. Cuando se puso en pie se vio que era un hombre muy alto, a pesar de su peso. Apuntó con la uña larga y sucia del pulgar a los dos huéspedes.

—Éstos son los nietos de mi hermano —le dijo a su nuera—. Es muy inconveniente que hayan llegado sin avisarme. Ahora tenemos sólo la flaca gallina amarilla de comida.

A la nuera le pareció que éste era el momento de confesar la grave equivocación cometida. Tal vez el Tío Tao se dominaría delante de extraños. Empezó dulcemente:

—Anciano Padre, los dioses nos han guiado. Indudablemente vieron que estos dos venían hacia acá. Dimos caza a la delgada gallina amarilla bajo los repollos y la más joven de nosotras metió las manos debajo, la cogió y le retorció el cuello antes de que pudiera escapársenos. Cuando sacó el ave afuera, no era la flaca amarilla, sino la gorda roja. Nos quisimos morir cuando vimos esto, pero ahora comprendo su significado. Los dioses saben más de lo que nosotros los humanos podemos saber. Hay bastante carne de gallina con los tallarines y algunos huevos que encontramos en la gallina para hacer una comida para estos dos también.

El Tío Tao oyó esto y por un momento puso mala cara, pero no habló. Se dirigió pesadamente hacia la puerta, chupándose los gruesos labios al pensar en la comida. Allí se detuvo y se volvió hacia su nuera.

—Supongo que has llenado aquellas habitaciones de mi hermano con tus hijos, y que no nos queda ni una cama vacía.

—No es cierto lo que usted dice —replicó la nuera—. Yo puedo espantar a los chicos de allí como si fueran moscas. —Se volvió hacia Mary—. ¡Vamos, entre! En pocos minutos tendré dos habitaciones vacías para ustedes.

—Nosotros hemos traído nuestras camas —dijo Mary agradecida. Le gustaba esta parienta campesina de cara redonda.

—Las nuestras están limpias —replicó la parienta, algo ofendida—. No tenemos piojos en esta casa.

—Ya lo sé —dijo Mary.

—No se ofenda. —Intervino James—. Estamos muy contentos de estar bajo el techo de nuestros antepasados.

—Entonces vengan a lavarse y coman —dijo la mujer y los guió al interior de la casa. Young Wang, que había estado de pie esperando delante del muro de los espíritus, salió y metió las mulas, que estaban al otro lado de la muralla, donde las había atado a una datilera, y en lugar de eso las ató dentro del patio al tronco grueso de un viejo granado cargado de rojo fruto. Allí descargó los ajuares de cama y las maletas, y entró él también.

Por la noche llovió. Mary oía desde su cama el tranquilo gotear de los aleros de azulejos y se despertó. La cama era más dura que ninguna en la que hubiera dormido hasta ahora, y consistía sólo en un fondo de tablas colocado sobre bancos. No obstante, se sentía descansada. Tenía un grueso y duro colchón de algodón debajo de su cuerpo y una limpia colcha, también de algodón, doblada encima. Las parientas no habían permitido que se abrieran los otros equipos de cama.

—Tenemos abundancia de todo. —Insistieron—. ¿No estás en tu casa? Nuestros antepasados se alzarían contra nosotras si os dejáramos dormir bajo otras ropas, como si esto no fuera más que una fonda.

La noche era tan fría que no había mosquitos, y Mary no dejó bajar las pesadas cortinas de lino de la cama. Estaba acostada en la oscuridad escuchando la lluvia, respirando un vaga mohosidad en la habitación, el olor de la madera antigua, del yeso de las paredes y de generaciones de su familia. La casa de ninguna manera estaba demasiado limpia, eso lo había visto durante la noche, y sus parientas, bueno, no se bañaban con frecuencia. Se habían reunido en su habitación para observar cómo se preparaba ella para ir a la cama, cordiales, afectuosas y llenas de curiosidad y no tuvo valor de despedirlas. Habían proferido exclamaciones ante la blancura de su ropa interior y la limpieza de su piel.

—Nosotros, la gente de la aldea —había proclamado la mayor— no tenemos tiempo para lavarnos. En el verano es cierto que nos echamos agua sobre el cuerpo cada día, pero en el invierno hace demasiado frío para bañarse.

¿Por qué no se ofendía ella de su curiosidad? Era amable e infantil. La habían admirado mucho, haciendo notar con ternura la estrechez natural de sus pies que no habían sido vendados nunca, la pequeñez de su cintura y la belleza de sus senos. No había nada grosero en sus ojos, ni tampoco envidia.

—¿Estás desposada? —Le preguntaron, y cuando les dijo que no, les había parecido una lástima, y habían lamentado que sus padres se descuidaran en el cumplimiento de su deber. Había tratado de explicarles que no deseaba contraer esponsales, pero aquí no podían comprenderla—. ¡Ah!, pero debes celebrarlos. —Había exclamado una y las otras asintieron con movimientos de cabeza. No discutió con ellas. Pertenecían a otro mundo.

¡Y el Tío Tao! Se rió silenciosamente en la oscuridad al acordarse de él. Había regido toda la velada. ¿Cuál era aquella canción que había aprendido ella en el jardín para niños en Nueva York, hacía mucho tiempo? «¡El viejo rey de Tulé era un tipo alegre, un tipo alegre era él!». Ése era el Tío Tao. Colérico hasta que estuvo lleno de comida. Una vez que hubo mondado los huesos de la gallina gorda, comido los últimos fragmentos de tallarines y terminado el último de los platos y los dulces, se volvió cordial. A su alrededor la familia descansaba con comodidad y los niños que se habían alejado de él se acercaron ahora y se apoyaron sobre sus enormes rodillas y se reían del tamaño de su panza, reposando como en una almohada sobre su gran regazo.

Él alborotaba con sus roncas carcajadas, y el reírse le hacía toser hasta que quedaba congestionado y, mientras los chicos corrían en busca de la escupidera, sus hijos le frotaban la espalda. Se recuperaba para emitir sonoros eructos y enjugarse las lágrimas de los ojos, y todo el mundo volvía a sentirse a sus anchas.

Fue James quien lo persuadió para que hablara del pasado.

—Háblenos de nuestro abuelo y de los viejos tiempos, Tío Tao —dijo James.

Habían quedado sentados escuchándolo hasta bien entrada la noche, y los niños se quedaron dormidos en brazos de sus madres, mientras el Tío Tao hablaba. Mary había escuchado agitada por extraños sentimientos. La desnuda sala con sus paredes de yeso y vigas con telarañas, la buena gente de aldea de fisonomía abierta, éstas eran las cosas verdaderas y eran las suyas. Se acurrucó en la enorme cama.

—Me gusta esto —murmuró—. Me gusta más esto que ningún otro lugar del mundo.

Del otro lado del tabique de madera James también estaba despierto. No le había llevado mucho tiempo ver que sus parientes tenían el tracoma. Hasta los ojos de los niños estaban rojos. ¡No era de admirar, cuando usaban todos la misma toalla gris, la misma palangana de lata! Si no estaba equivocado, el hijo mediano tenía tuberculosis. ¡Y éstos eran los hidalgos!

James vio que al Tío Tao no le gustaría ningún cambio. Y, sin embargo, decidió: cambio era lo que él traería a su aldea ancestral. Se levantó de la cama y prendió las velas de encima de la mesa. Estaban colocadas en palmatorias de bronce retorcidas, con la forma del carácter para la vida larga. Él les traería una larga vida con la salud. Su corazón se dulcificó al recordarlos, aun al Tío Tao.

«Son buenos —pensó—. Son verdaderamente buena gente».

La mañana siguiente empezó con una pelea entre James y Mary. Cuando salieron de sus habitaciones y se encontraron en la gran sala central de la casa, estaba sólo la nuera mayor allí.

—Las personas de afuera —dijo, refiriéndose a los hombres—, han ido a ver las plantaciones del trigo de invierno. Me pidieron que los excusara con vosotros y que os diga que estarán en casa antes del mediodía. Os ruegan que comáis y os sintáis cómodos en vuestra casa. El Tío Tao no se levanta temprano. Uno de nuestros hijos está escuchando a su puerta y cuando el Tío Tao empieza a protestar el pequeño viene a decírnoslo. Así ocurre todas las mañanas.

—Por favor, no se moleste por nosotros, buena tía —dijo James.

—No es molestia —replicó ella—. ¿Qué queréis comer? Nuestro alimento es pobre.

—Cualquier cosa —dijo Mary—, yo tengo apetito. —Y añadió impulsivamente—. No nos trate como a huéspedes. Déjenos entrar en la cocina con usted y buscar nuestra comida.

La parienta se rió, pero no dijo que no, así que la siguieron a través del patio hasta la cocina. La mañana era clara y brillante, y la luz del sol mostraba de modo muy manifiesto que las parientas no eran unas amas de casa cuidadosas. Mary miró a James significativamente, y James le dijo en voz baja y en inglés:

—No te preocupes, la mayoría de los gérmenes mueren con el calor.

Allí había calor abundante. La parienta abrió la tapa de madera de las grandes ollas y salió vapor del fragante mijo. El cucharón de hierro estaba tan caliente que no se le podía tocar sin un paño, y Mary, cuando vio el trapo oscuro que le ofrecían, utilizó en su lugar el pañuelo. Los huevos de pato salados, fríos y con cáscara estaban bastante limpios, y el pescado salado era seguro, así que llenaron sus tazas y salieron afuera, a comer al sol. La casa estaba tranquilla porque las otras parientas y los niños mayores se habían ido a los campos y a lavar ropa en los remansos. Sólo los niños más pequeños jugaban por allí en medio del polvo.

—Vamos a los campos también. —Le dijo Mary a James.

Cuando hubieron comido y lavado sus tazas volvieron a encontrar a la parienta, que estaba ahora hilando tela en un cuarto de atrás. Oyeron el clac-clac del telar y al acercarse allí la vieron sentada en lo alto del mismo, trabajando en medio de un espeso polvo.

—Vamos a salir a ver las tierras. —Le gritó Mary, y ella movió la cabeza en señal de asentimiento y volvió a su trabajo.

Y entonces fue cuando empezó la pelea. Tan cerca estaba un hermano del otro que sus ideas coincidían con frecuencia como si tuvieran un solo cerebro, y a Mary no le cupo la menor duda de que James sentía lo mismo que ella esta mañana. Volvió la cara resplandeciente hacia él cuando pasaban por la calle de la villa.

—¡Jim vengámonos a vivir aquí!

Los chicos se paraban en la calle para mirarlos y las mujeres salían corriendo a las puertas. No era una aldea pequeña; había callejuelas que cruzaban la calle y corrían hasta las cuatro murallas del cuadrado. En conjunto habría quizá un centenar de casas. El centro de la calle principal estaba pavimentado con bloques de mármol pulidos por generaciones de pies de los Liang, y las casas estaban construidas con ladrillos de fabricación casera y con tejados de azulejos negros no vidriados. Aquí y allá se veía una casa más pobre de paredes de tierra bajo un techo de paja. Los niños estaban alegres, pero sucios.

James los miró y vio adenoides y amígdalas, ojos enrojecidos y mala alimentación.

—¿De qué podríamos vivir, Mary? —preguntó. Ella habría llegado a la misma conclusión demasiado rápidamente, y aunque por la noche había tomado la misma decisión, era irritante que fuera la primera en anunciarla. No daría su conformidad en seguida, sino que insistiría en las inevitables dificultades.

—Nosotros pertenecemos a la familia Liang, ¿no es así? —Replicó ella—. Supongo que podremos tener alojamiento y comida lo mismo que el Tío Tao y los demás.

—Pero no podemos arreglarnos sólo con un techo y la comida —dijo él, prudente—. A mí me gustaría instalar un hospital y supongo que tú querrás hacer algo por estos niños. Para eso hace falta dinero.

—No se necesita mucho —dijo Mary reconociendo de mala gana que su hermano tenía razón—. Yo podría hacer una escuela en una habitación vacía y la gente podría pagar los libros y cosas así. No costará nada poner limpios a esos niños, por lo menos.

James no respondió de momento. Habían llegado a la puerta Sur de la muralla de la villa, y pasando por ella se encontraron en el campo. Todos, excepto los niños mayores, se habían vuelto ahora y con una escolta de no más de una docena, avanzaron por los senderos que atravesaban los campos. Hasta donde la vista podía alcanzar, la tierra llana se extendía oscura y trasquilada bajo el brillante cielo azul. Las mieses estaban segadas y sólo los repollos y las cebollas se veían verdes. El azul de los trajes de los labradores lucía puro y claro, y una manada de gansos blancos, que corría a través de un campo recién segado para recoger el grano perdido, prestaba una nota de nieve.

—¡Oh, qué hermoso es esto! —Suspiró Mary. Estaban hablando en inglés como lo hacían siempre cuando se encontraban solos. En Nueva York instintivamente lo habrían hecho en chino.

—¿Por qué no dices algo, Jim? —Lo interrogó.

Lo miró y vio como no había visto nunca qué guapo era. Se había vestido con ropa vieja; unos pantalones castaños muy usados y un sweater rojo descolorido. Parecía extranjero y muy joven, y sin embargo, su perfil, suave y fuerte, pertenecía al paisaje.

—Estoy pensando —respondió él—. Sé muy bien que tenemos que hacer algo así, Mary. Sentí que me asaltaba esta idea por la noche, lo mismo que a ti, supongo. Es una cosa extraña. Los desterrados que volvemos a la tierra parecemos tomar dos direcciones distintas. Algunos, como Su, Peng y Kang y los demás compañeros, con sus esposas, hijas, etc., quieren ignorarla y escapar. Y luego hay los que son como nosotros, que estamos confundidos porque nada es como suponíamos y, sin embargo, no podemos separarnos.

—¿Tú crees que papá sabía que esto era realmente así? —preguntó ella.

—¿Así cómo?

—Bueno, digamos lo peor…: sucio —contestó ella francamente—. Sucio, y los niños asquerosos, y la gente ignorante.

—Yo me imagino que papá lo ha olvidado todo excepto en lo íntimo de su corazón —respondió James—. Gente sucia la hay en todas partes… La hay abundante en Nueva York.

—¡Tú sabes lo que quiero decir, Jim! Sabes tan bien como yo que no esperabas encontrar tanta gente pobre, tantos sucios y tantos ignorantes como hemos encontrado. Nosotros hemos vivido bastante bien, pero no hemos vivido entre ellos.

—Yo no creo que papá crea que nada de esto es cosa suya. ¿Por qué crees tú que es cosa nuestra?

—Porque lo es.

—No estoy seguro —replicó James.

Aquí empezó la pelea. Mientras Mary discutía, resistía James, hasta que al fin en un momento de pasión ella se plantó firme y no lo dejó dar un paso más.

—¿Pero por qué estás tan enojada conmigo? —Protestó él.

—Porque tú sabes, y yo sé que lo sabes, que no me estás diciendo lo que verdaderamente piensas —dijo Mary en voz alta. Una bandada de cuervos que se había instalado en un campo al lado del camino levantaron la vista asustados y con gran revoloteo se fueron formando un remolino.

—Hasta asustaste a los cuervos —dijo James riendo.

—Jim —gritó ella, estampando un pie en el polvo—. ¡Contéstame!

Pero James no le contestó, y dirigiéndole una mirada iracunda Mary echó a andar.

Ahora llegaron a una pared que era un templo erigido a un dios de la tierra, una construcción pequeña no más alta que Mary. Dentro, cuando miraron a través de la abertura, vieron al pequeño dios y a su esposa. Sobre el muro bajo que rodeaba la estructura, Mary se sentó y James lo hizo a su lado. Detrás de este templo había túmulos sepulcrales.

—Supongo que serán de nuestros antepasados —dijo James—. Los ponían en cualquier lado en medio de los campos, según parece.

Mary los miró sólo un segundo y volvió a su discusión.

—Jim, si tú no vienes a vivir a la aldea, vendré yo sola.

Él se puso serio al oír esto.

—Querida mía, estoy seguro de que eres capaz de hacerlo —dijo—. Pero yo no digo que no quiera venir. Estoy meditando cómo… y quizá cuándo… y con qué. Si nos limitamos a venir aquí a vivir entre gentes ignorantes, podríamos volvernos ignorantes nosotros también. Tenemos que pensar en el género de vida que vamos a hacer aquí. No queremos solamente enterrarnos… con nuestros antepasados.

Su seriedad y su amabilidad la calmaron. Quedó sentada en silencio durante un largo rato refrenando sus vehementes ideas. Él tenía razón. Había un mundo de diferencia entre ellos y estos parientes; siglos de diferencia, espacio y tiempo amontonados en una sola generación.

James siguió:

—Ante todo quiero hablar con el Tio Tao. Tenemos que conseguir su ayuda, ya lo sabes. Si se pusiera en contra nuestra no podríamos hacer nada. Él tiene que comprender.

—¿Tú crees que comprende nada fuera de su comida y de su sueño? —preguntó Mary.

—Bajo esa montaña de carne yo creo que comprende muchas cosas —dijo James.

La pelea se había desvanecido como una neblina, pero ella no podía dejarla disipar del todo.

—Por lo que veo, tú estás pensando en el asunto —dijo— y según creo realmente quieres volver a tu pueblo y no limitarte a andar a la deriva con esos Su y Peng y Kang, y gentes por el estilo.

—Yo no quiero andar a la deriva —dijo James.

—Hasta ahora estás muy descontento de todo, lo mismo que yo. —Siguió Mary con una risa velada.

—Estoy por completo descontento. —Afirmó James.

—Entonces, alegrémonos. —Mary rió, levantóse y atisbo dentro del templo—. ¡Pobres diosecillos! ¡Parecen aterrados!

Cuando volvieron al mediodía, el Tío Tao estaba despierto y paseando lentamente arriba y abajo por el patio, digiriendo su tardío desayuno. Terminada la cosecha, las tres comidas de los días de trabajo se habían reducido al programa de invierno de dos, y todavía no se notaban preparativos para la comida siguiente. Sobre la mesa de la habitación principal había un plato con kakis y una bandeja cuadrada para los postres dividida en compartimientos que contenían semillas de melón, de calabaza y algunos dulces añejos.

—¡Eh, eh! —dijo el Tío Tao perezosamente cuando entraron James y Mary.

—¿Cómo está usted, Tío Tao? —preguntó James.

—Muy ocupado, muy ocupado —dijo el Tío Tao, poniendo sus gruesas manos sobre el estómago—. ¿Dónde habéis estado?

—Afuera, en los campos —respondió James—. Pero no vimos a ninguno de nuestros parientes.

—Fueron a un lugar apartado de nuestras tierras —dijo el Tío Tao sin precisar—. Los mandé allá para medir la semilla del trigo. Esos viejos de la tierra no hay vez que no engañen al propietario, si pueden.

—¿Cómo fijan ustedes la renta? —preguntó James.

—Nosotros tomamos la mitad —contestó el Tío Tao. Ahora que vio que iban a tener una conversación seria, se sentó en su butaca de bambú que ningún otro usaba—. Nosotros proveemos la mitad de la semilla, y obtenemos la mitad de la cosecha. La tierra es nuestra, los bueyes son suyos. Ellos tienen el trabajo fácil, nosotros el difícil.

—¿Cómo es eso, Tío Tao? Usted parece cómodo aquí sentado.

—Ah, tú no conoces la verdad de nuestra vida aquí —dijo el Tío Tao con vigor. Ahora, despierto, su enorme cuerpo concordaba con su estado de ánimo. Su cabeza grande se sostenía redonda y calva sobre los anchos hombros, y el moreno pescuezo emergía grueso del cuello desabrochado. Nunca se tomaba molestias con los botones. Sostenía la túnica gris alrededor del cuerpo con una ancha y suave faja de seda vieja y sus manos grandes salían de las largas mangas moviéndose al unísono de su conversación, gesticulando con gracia peculiar. Estas manos eran suaves, aunque estaban sucias, y tenían hoyuelos en los nudillos.

—Todos vosotros, los jóvenes —decía en voz alta, como si se dirigiera a millones—, no comprendéis. Creéis que los viejos de la tierra son todos buenos y honrados. Nada es menos cierto. Yo te aseguro que estos hijos de perra que arriendan nuestra tierra de Liang, son ladrones. Venden el trigo de la semilla y luego se quejan de las cosechas pobres. Recogen la cosecha temprano y venden nuestra parte. Mis tres hijos y yo caminamos con fatigas de aquí para allá observando, pesando y midiendo. Ahora que se les ha dado la semilla tenemos que cuidar que se siembre. Cuando lo sembrado empieza a crecer, debemos calcular la cosecha mes por mes. Durante la recolección debemos estar en todas partes a la vez, si no queremos que corten el grano antes de que nos podamos enterar de lo que pesa. ¡Compadeced al pobre terrateniente, compadecedlo!

Durante la conversación había entrado Young Wang, y no atreviéndose a interrumpir, se quedó en pie esperando. Cuando el Tío Tao dijo esto, el muchacho se puso muy encendido y mostró las venas de las lisas sienes. James lo observó y comprendió muy bien. Young Wang pertenecía a los hombres de la tierra. Se volvió a un lado para escucharlo.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Young Wang habló sin reparar en el Tío Tao.

—Amo, veo que ustedes están muy bien aquí. ¿Cuánto tiempo se van a quedar?

—Siete u ocho días, si el Tío Tao nos lo permite —dijo James.

—Quedaos, quedaos —dijo el Tío Tao con tono indulgente.

—Entonces, tengo tiempo suficiente para visitar a mis ancianos padres —dijo Young Wang—. Debía haber ido hace mucho, porque los dejé en la ciudad después de las inundaciones. El agua ya se habrá ido y querrán volver a sus casas, si es que éstas no se han fundido en el agua. En ese caso tendrán que hacer otras nuevas. Tienen un amo muy malo que nos les ayuda, y yo debo ir allá para procurar que no les obligue a vender los bueyes con que tienen que arar la tierra, si es que no se han de morir todos de hambre.

James comprendió bastante bien que Young Wang decía esto por el Tío Tao y contestó en seguida:

—Vete y quedemos en salir de aquí dentro de ocho días por la mañana.

—Entonces me voy —dijo Young Wang. Y sin más formalidades, se marchó.

El Tío Tao había cerrado los ojos durante esta interrupción y parecía dormir. Los abrió ahora y tomó la palabra donde la había dejado.

—Si no hubiera sido por mí —declaró—, la familia Liang no tendría hoy un lugar en la tierra. Tu abuelo, mi hermano mayor, no era más que un estudioso. No comprendía de la vida más que un niño. Estaba lleno de buenas palabras y cualquiera podía engañarlo dándole la razón. Supongo que tu padre será lo mismo.

—Quizá —dijo James.

—¿Cuál es su verdadero modo de ganarse la vida allí? —Inquirió el Tío Tao con vivo interés—. La enseñanza no puede llenar el estómago. Yo le mando gran parte de las rentas cada año, pero supongo que eso tampoco es bastante.

—¿Le envía usted la renta? —preguntó Mary.

—Su parte —dijo el Tío Tao, sin mirarla. Él no miraba nunca a ninguna criatura hembra a la luz del día—. Antes del Año Nuevo divido todo en proporciones exactas, a cada uno su parte de acuerdo con su lugar en la familia. Así tu padre obtiene lo mismo que mi hijo mayor, de la misma generación.

—¡Papá nunca nos dijo eso! —exclamó Mary.

—¿Eh? —dijo el Tío Tao—. ¿Por qué no?

—Supongo que no se le ocurrió —razonó James—. Lo que él gana enseñando es bastante más que eso.

—¿De veras? —Exclamó el Tío Tao con los ojos brillantes—. ¿Enseña a leer y escribir a los extranjeros?

—Ellos ya saben —dijo Mary.

—No en nuestra lengua —replicó el Tío Tao.

Mary se agarró a este cambio de conversación.

—¡Tío Tao! —dijo con firmeza.

El Tío Tao miró para el suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Cree usted en la ventaja de leer y escribir?

—Yo sé leer y escribir. —Replicó.

—Pero para las demás gentes. —Insistió Mary.

—No para las mujeres —dijo el Tío Tao con resolución—. Cuando una mujer tiene el vientre lleno de caracteres, no hay lugar para un hijo.

—Para los hombres, entonces —dijo Mary tragándose su orgullo por el momento.

—Depende de qué hombres —contestó el Tío Tao—. Los hombres como yo y mis hijos, desde luego todos leemos y escribimos. No demasiado, ¿comprendes?, pero lo suficiente.

James dirigió a Mary una mirada de advertencia. «Vete tranquila —le aconsejaron sus ojos—. Déjamelo a mí». Ella se levantó.

—Voy a ver si puedo ayudar en la cocina.

El Tío Tao lanzó una ligera mirada en la dirección de su voz.

—Muy bien —dijo— eso está muy bien, es lo más propio.

Esperó hasta que ella se hubo ido y luego miró a James.

—Debes casar a esta hermana rápidamente —dijo con voz solemne—. Permitir que una mujer corra de aquí para allá, es tentar a los diablos. Vamos, vamos, ¿qué habéis hecho?

—Ella quiere enseñar en una escuela —dijo James con audacia.

—Lo ves. —Respondió triunfante el Tío Tao—. Yo te lo dije…, ¡nada de leer y escribir para las mujeres! Ninguna de mis nueras sabe leer. Yo insistí en eso. Recuerdo que tu padre quiso que tu madre leyera. Bueno, supongo que corre por todas partes. Nunca está en casa, ¿eh? ¿Cuántos hijos tiene?

—Somos cuatro.

—¿También tú enseñas en la escuela?

—No, yo soy doctor.

—¡Un doctor! —Exclamó el Tío Tao—. ¿Un doctor de los que cortan o un doctor en medicina?

—De los que cortan —dijo James—, aunque a veces los trato primero.

—¡Cortar! —dijo el Tío Tao sombríamente—. Yo no creo en eso. No he visto nunca a nadie a quien hubieran cortado que viviera.

—¿Ha visto usted alguna vez a alguien a quien hayan cortado? —preguntó James sonriendo un poco.

—No —dijo el Tío Tao sencillamente—. Pero no creo en eso.

Bostezó, guardó un breve silencio y luego empezó a frotarse la panza lentamente, con la mano derecha.

—¿Qué es eso? —preguntó James.

—Nada, nada —dijo el Tío Tao. Pero sin abrir los ojos añadió algo con ansiedad—. Hay veces en que podría creer que soy una mujer a punto de tener un hijo. Pero siendo hombre, eso es imposible.

Continuó sentado con los ojos cerrados mientras se frotaba el vientre; James esperaba.

—¿Eh, no es así? —dijo el Tío Tao de repente, abriendo los ojos.

—Me parece imposible —dijo James esforzándose por no reír.

—¿Entonces qué hay aquí?

Sin otra advertencia tiró de la banda, y abrió de golpe la túnica. Su enorme panza quedó al descubierto.

—Palpa esto —le dijo a James.

James se inclinó sobre él y apretó la enorme masa blanda.

—¿No palpas algo como la cabeza de un niño? —preguntó con ansiedad el Tío Tao.

—Sí, pero no es eso.

—¿Qué es?

—Una protuberancia que no debiera estar ahí.

—Cangrejos —dijo el Tío Tao desanimado—. Comí demasiados cangrejos un año, y poco después empezó esto.

—No son cangrejos.

—¿Entonces qué es?

—No lo sé. Tendría que mirarlo a través de un cristal especial.

—¿Puedes ver a través de mí?

—Sólo parcialmente.

—¿Y luego qué?

—Probablemente tendría que cortar —dijo James con mucha dulzura.

El Tío Tao se tapó de nuevo la panza.

—No creo en eso de cortar —dijo—. Hablemos de otra cosa. De los hombres de la tierra, por ejemplo.

Pero James no lo escuchaba. Todo parecía caer de un modo muy claro en su lugar. El porvenir, que lo veía confuso esta mañana cuando habló con Mary, se acercaba, y lo vio desfilar paso a paso. El Tío Tao, con un tumor en el vientre, abriría el camino, sin saberlo.

Young Wang volvió después de siete días y en involuntario silencio hizo las maletas, retiró los ajuares de cama que no se usaron nunca, acepilló la mula en que había viajado hacia el Sur hasta su aldea y reclamó las otras dos, instaladas en los establos de la posada mientras él estuvo fuera. A la mañana siguiente, apareció poco después de amanecido para volver a la ciudad; James y Mary estaban preparados. Todos los de la casa se habían levantado para verlos marchar e invitarlos a regresar a gritos. Hasta el Tío Tao, en un esfuerzo heroico, abandonó la cama despeinado y legañoso y se acercó a la puerta para inclinar la cabeza en despedida y murmurar vagamente:

—¡Nos volveremos a ver!…, ¡nos volveremos a ver!

Tan pronto como los dos se hubieron ido se echó sobre la cama para dormitar. El sueño era la única manera de poder escapar del miedo horrible que se apoderaba de su corazón durante todas las horas de vigilia. ¡El joven que era su sobrino nieto había dicho que lo tenían que cortar! Pensó un instante en esto antes de dormirse. Después habló resuelto consigo mismo: «Todo lo que esté dentro de mí, es mío, y nadie puede sacármelo si yo no lo permito». Con este momentáneo consuelo volvió a sumirse en el sueño.

La aurora rompía sobre la aldea cuando los dos hermanos la dejaron. El cielo estaba iluminado con muchas nubecillas doradas, porque el sol no había llegado aún al horizonte. La calle parecía fresca a esta luz nueva, y el humo que salía retorciéndose de los tejados de las cocinas era de color púrpura. Las voces de los niños detrás de las puertas, parecían gorjeos como de polluelos que despertaran, y sólo los gansos blancos estaban levantados y a punto de dedicarse a sus asuntos. Llegaban a casa por la noche, como hombres buenos y decentes, y se cobijaban bajo las murallas, pero al amanecer se agitaban y caminaban dignos y silenciosos hacia los campos, en contraste con los ruidosos patos graznadores que iban de cualquier manera y no guardaban filas. Entre los gansos y los patos no hay comunicación.

La puerta de la villa ya estaba entreabierta y James tuvo que agachar la cabeza, tan alto quedaba sentado en su mula. Fuera de la muralla la tierra se extendía con el prístino resplandor del rocío que desaparece tan pronto se levanta del todo el sol. Los campos eran de un rico color castaño, porque en estos pocos días habían sido arados para el grano de invierno. Los cauces estaban dorados alrededor de las aldeas que salpicaban la llanura.

—Mira esas aldeas —dijo James—, podemos llegar a cincuenta de ellas en una jornada.

—Empezaremos por la nuestra —contestó Mary.

Habían hablado muy poco durante los últimos días que pasaron en su casa solariega. Ambos estaban rumiando ideas, y hasta que estuvieran claras preferían mantenerse separados. Mary se había unido a la vida de sus parientas. Trabajó y descansó con ellas, contestando a sus preguntas constantes sobre ella misma, sus ropas, sus padres, su educación, América, todas las gentes extrañas que allí había y sus extrañas costumbres. Dondequiera que lo hubieran oído, algo sabían las mujeres de las cosas del otro lado del mar y de aquellas lejanas tierras, pero su información estaba tejida sobre sueños, mitos e imaginaciones. Así creían que por allá los niños nacían con el pelo blanco y que éste se les oscurecía con la edad. Creían también que los hombres y las mujeres no se aparejaban y producían hijos de una manera humana —es decir, a su manera—, sino de alguna inconcebible forma mística. La comida de las tierras extrañas las horrorizaba, porque habían oído que consistía en carne cruda y leche de vaca, que les desagradaba mucho. Habían oído que la gente estaba cubierta de pelo de la cabeza a los pies, que su piel era de todos colores y que tenían los ojos azules, purpurinos y amarillos como los de los animales salvajes. Con la pasión del que nace para enseñar, Mary les explicaba lo que a su juicio era la verdad y a su vez les hacía preguntas. Se enteró de que sólo la mayor de las nueras se atrevía a hablar con el Tío Tao, y eso solamente desde la muerte de la esposa del tío, una mujercita amable y bondadosa a quien había querido todo el mundo y que desobedecía al Tío Tao en todo sin ofuscarlo.

—¡Ah, la mujer del Tío Tao, nuestra madre! —Suspiraba la nuera mediana—. ¡Qué buena era! Llegó a ser famosa como suegra. Algunas mujeres temen a las madres de sus maridos, pero nosotras no la temíamos. Nos consideraba como carne de su carne y sangre de su sangre; no era capaz de decirnos una palabra dura, y con eso nosotras trabajábamos mucho más. ¡Era demasiado sabia para cualquier hombre! Siempre que el Tío Tao regañaba a cualquiera de nosotras, renunciaba a su posición de esposa. «¡Tao! —así le llamaba—. ¡Eh, Tao, yo no te sirvo! Ya veo que no puedo gobernar tu casa. Por favor, trata de conseguir una concubina buena y fuerte; yo me retiraré y la dejaré que lo vigile ella todo». Así decía.

—¿Y él no lo hizo nunca? —preguntó Mary. Siempre encontraba interesante estos asuntillos que le contaban las parientas.

—¿Él? —Gritaron las nuevas a coro. Y tuvieron un ataque de risa.

Era una casa alegre y el temor a los enojos del Tío Tao no hacía más que añadir animación a sus días. Él era bueno bajo su propio techo, y su cólera, aunque llenaba de terror, también los enorgullecía, porque creían que no había otro como él en el mundo. Hasta sus hijos se vanagloriaban de la furia y la gordura de su padre, de su panza y de sus carcajadas. Le querían mucho, mientras él fomentaba el temor que se le tenía y daba direcciones a sus vidas.

Todo esto lo vio Mary, pero no lograba que le gustara Tío Tao.

—Por ejemplo, el Tío Tao —le decía ahora a James, mientras las mulas daban tumbos por los estrechos senderos hacia la carretera principal que conducía a la ciudad—, ¿qué es sino una masa de ignorancia y suciedad? Yo no voy a permitir que se interponga en mi camino. Él desprecia a las mujeres, pero yo lo desprecio a él. Seguiré mi camino y haré lo que proyecto hacer.

—¿Qué es lo que proyectas hacer? —preguntó James, sonriendo a su franca y decidida hermana. Ella constituía un cuadro que nada tenía de formidable. El áspero viento de otoño agitaba su melena; tenía las mejillas coloradas y los obscuros ojos brillantes. Su perfil, que se recortaba en el horizonte de cielo y tierra, era joven y exquisito, y su cuerpo menudo se mantenía leve y airoso sobre la renqueante y huesuda mula.

—Haz tú lo que quieras, Jim —dijo vivamente—. Yo voy a volver a vivir a la aldea.

—¿De qué?

—Con las rentas de papá —contestó Mary con calma.

A James le hizo mucha gracia oír esto, pero se mantuvo serio.

—¿Cómo piensas sacarle las rentas al Tío Tao? —preguntó.

—Le diré a papá que le escriba que voy a cobrarlas yo. Si el Tío Tao no le hace caso a papá, le haré la vida imposible hasta que me lo haga a mí. Después de todo, yo pertenezco a la familia y tengo un derecho bajo su techo.

—Hasta que estés casada. —Le recordó James.

—No me casaré.

—¿Estás declarando guerra eterna contra el Tío Tao? —dijo James.

—¡Sí!

Empujaron las mulas a un lado unos minutos, porque encontraron una larga fila de labradores que llevaban el grano a la ciudad. Iba apilado en cestas de bambú, llevadas a cada extremo de una vara flexible de madera. Aunque el aire era frío, los hombres sudaban y se habían abierto las chaquetas de algodón, mostrando los cuerpos morenos de músculos ondulantes.

—Somos una hermosa raza —dijo James al contemplar a los hombres.

—Somos admirables. —Convino Mary. Cambiaron una larga mirada de satisfacción entre ellos y luego continuaron.

—Mira —dijo James con tono reflexivo—, el Tío Tao también es admirable a su manera.

—Tú le gustas porque eres hombre. —Replicó Mary.

—Bueno, en el fondo, a los hombres les gustan más los hombres —dijo James. Una chispa de travesura le salió a los ojos—. Y a las mujeres también, Mary. Ésta es la raíz de las querellas entre hombres y mujeres.

Ella rechazó esta escapada a la teoría.

—El Tío Tao tiene más de montaña que de hombre —dijo sin pasión—. Nunca le escuché decir nada digno de oírse.

—Él no hablaba cuando tú andabas por allí. —Respondió James.

Mary no se dejó conmover.

—Jim, por favor, no trates de simular que de verdad te gusta el Tío Tao. Bien sabes que será tu principal obstáculo y el primer enemigo cuando vayas a vivir allí.

—¿Quién dijo que yo iba a vivir allí? —Inquirió James.

—Ya sabes que sí. Puede que aun a ti mismo sigas diciéndote que no lo has decidido. Pero sí lo decidiste. Te lo noto.

James concedió graciosamente:

—Tienes razón, Mary, aunque no comprendo cómo lo sabes. Voy a volver allí para toda la vida. No sé cómo ni cuándo. Ni apenas sé por qué. Pero voy a ir.

Mary recuperó todo su buen humor.

—¿Y cómo crees que vas a ganarte la vida? —Le preguntó con afectuosa malicia fraternal.

—No lo sé. No he llegado tan lejos todavía. Pero tengo la idea de que en cierto modo el Tío Tao me ayudará.

Mary prorrumpió en carcajadas.

—¡Oh, Jim, Jim! —Exclamó—. ¡Jim, el soñador silencioso!

Era de noche cuando llegaron a la casa de la ciudad. El hutung estaba silencioso, porque la lluvia había empezado a caer; era una lluvia fría de otoño, y los niños estaban dentro de sus casas. Dejaron las mulas a la puerta, gritando primero que viniera Perrito a buscar el equipaje, Young Wang llevó las bestias a su propietario. Perrito vino corriendo; luego, Peter y Louise y, por último Chen, salieron a recibirlos. Chen había estado un poco disgustado cuando lo dejaron en la casa con Louise, con sólo Peter como tercero, pero se habían reído de él por anticuado. No obstante, había estado muy escrupuloso y tan ocupado en el hospital, que no quedó solo con Louise ni una sola vez mientras James y Mary estuvieron afuera. Una cosa extraña había ocurrido en el hospital; estaba preocupado por ella y se alegró de ver a James en casa de nuevo. Pero no dijo nada de eso por ahora.

—¿Qué tal? ¿Cómo os fue a los dos? —preguntó amable, con los pelos sobre su cara grande y honrada—. ¿Habéis vuelto sanos y salvos de cerca de vuestros antepasados?

—Los dos oléis a ajo. —Declaro Louise.

Peter se quedó haciendo guiños, con las manos en los bolsillos.

—Yo creí que tal vez no volveríais. —Sugirió.

—Teníamos que volver para tomar un baño, aunque no fuera para otra cosa —dijo alegremente James.

Entraron todos juntos en la casa. Un rico olor a comida flotaba en las habitaciones. La madre de Perrito salió corriendo con la cara negra de hollín.

—¡Oh, cielos, ojalá no hayan comido todavía! —gritó—. Tengo la comida lista.

—No hemos comido. —Replicó Mary—. Pero espere, buena madre, hasta que nos hayamos lavado.

—Perrito irá a la tienda de agua caliente en seguida y comprará agua hirviendo. —Prometió la mujer.

Así que en muy pocos minutos trajeron el agua caliente en grandes jarros humeantes y los vertieron en la bañera de loza vidriada del cuarto de lavarse. Éste fue para James, y la madre de Perrito buscó una bañera de madera y la puso en el cuarto de Mary, para que la comida no tuviera que retrasarse demasiado.

¡Qué buena era el agua caliente, y qué bendición el jabón! «Cuando vaya a la aldea —murmuró Mary en medio de esta comodidad— lo primero de todo haré una casa de baños para las mujeres».

En su bañera de loza, James se sentó con las piernas cruzadas como un buda joven. «Una casa de baño para los hombres —pensó—. Ésa será la primera cosa para la aldea».

Llegaron a la mesa con un apetito monstruoso, ansiando contarlo todo, y oírlo todo.

—Primero escuchad —dijo James— y luego contad.

Pero parecía que no había mucho que escuchar. Louise estaba muy silenciosa. Interrogada, dijo que había leído varios libros que le trajo Chen de la biblioteca del hospital, y que asistió a una reunión que había dado la nueva señora de Su, en la que hubo baile… Era la primera vez que había bailado desde que salió de su país, como persistía llamar a Nueva York. Ni James ni Mary la corrigieron. Su país para ellos estaba surgiendo tras las murallas oscuras de la villa que se levantaba en la terrosa llanura. No podían imaginarse a Louise allí.

—Yo quiero hablar contigo a solas de la universidad —dijo Peter bruscamente a Jim—. Están pasando allí cosas que no me gustan.

Chen hizo un breve informe del hospital.

—La estación saludable está llegando, y no hemos tenido más cólera. Hubo el número usual de nacimientos ya medio arruinados por estúpidas comadronas, y Peng está amenazando con dimitir porque los auditores extranjeros quieren examinar los libros que él llevó durante la guerra. —Vaciló y continuó luego—. Más tarde Jim, cuando tengas tiempo, quiero decirte algo.

—¿Por qué todos tenéis secretos? —preguntó Mary.

—Yo no tengo ningún secreto —dijo Louise rápidamente. Miró a Chen, que no respondió a su mirada ni le habló, y Peter no prestó atención. Su apetito siempre era excelente. Tenía las escudillas de arroz, jugo de carne, repollo e hígado de pato, hecha por él en forma que juzgaba perfecta.

James, presintió algún enredo que no se podía revelar ahora y empezó a hablar de la aldea.

—Yo no sé cómo describiros al Tío Tao… —Empezó a reírse y los demás se rieron como él cuando continuó.

Sentados alrededor de la mesa iluminada por velas, todos lo escuchaban y Mary no le interrumpió. Cuando este hermano suyo, tan alto y tan guapo, emprendía una cosa, lo hacía superiormente bien. Chen estaba profundamente conmovido. Abrió las manos hacia arriba sobre la mesa.

—Todo lo que tú explicas es tan conocido para mí como las palmas de estas dos manos —dijo cuando James hubo terminado—. Sin embargo, nunca comprendí hasta ahora que eso tuviera que ver algo conmigo.

—Nosotros podemos hacer todo lo que yo he dicho —siguió James— pero debemos movernos de una manera que parecerá lenta al principio. La gente debe estar con nosotros.

—¡Lenta! —Exclamó Peter—. Tan lenta que estaremos muertos todos antes de ver el cambio.

Sólo Louise no estaba conmovida. Su cara permanecía inmóvil, con expresión afectada.

—Todo eso me parece horrible —dijo y se enjugó la mano pulcramente en la servilleta, la cual, con asombro de la madre de Perrito, insistía en que se la mudaran a cada comida.

Aquella noche, solos durante unos minutos después que los demás se fueron a sus habitaciones, Chen le dijo a Jim:

—¿Recuerdas al niño que nació mientras tú estabas en Shanghai, cuya madre murió, por vergüenza mía, porque era mi paciente?

—¿El que puse al cuidado de Mary? —preguntó Jim.

Chen asintió con un movimiento de cabeza.

—Rose se me acercó hace unos días y me pidió que fuera a verlo. Es un varón, ya lo sabes.

Jim asintió con un movimiento de cabeza.

—Ese niño —dijo Chen con un énfasis peculiar—, no es enteramente chino.

—¡No! —gritó James—. Pero tú decías que la madre…

—La madre era china, ciertamente. Una muchacha joven…, no una estudiante ni una chica de buena familia, sino una de estas jóvenes modernas… Tú la conoces, Jim. Había dejado a su familia. Supongo que sería una prostituta, pero era muy limpia y el niño está sano. Bueno eso no es muy extraño. Pero… —Chen apretó los labios.

—Sigue —dijo Jim—. ¿Qué puede haber en eso que temas contarme?

Chen dijo tras muchas vacilaciones y poniéndose colorado:

—Helo aquí entonces. Después del baile, a última hora de la noche, Louise fue a ver a este niño.

—Pero ¿por qué? —Exclamó James.

—Yo no sé por qué —dijo Chen—. Vino sola y le pidió a la enfermera de guardia que le mostrara el niño. Utilizó tu nombre para entrar.