La sociedad estereográfica

Cuando regresaron de Limehouse, Sally se fue directamen­te a la cama y durmió durante muchas horas sin que ningún sueño la perturbase.

Se despertó justo después del amanecer. El cielo estaba despejado, limpio; parecía que la noche había hecho desa­parecer todos los horrores de opio y asesinato, y Sally se sintió mucho más animada y confiada en sí misma.

Después de vestirse rápidamente y de encender la estufa de la cocina, decidió examinar el resto de la casa. De he­cho, Rosa se lo había sugerido la mañana anterior: creía que desaprovechaban espacio. Quizá habría lugar para al­gún inquilino.

Sally pensó que tenía razón. La casa era mucho más grande de lo que parecía desde la calle. Tenía tres plantas, junto con un desván y un sótano, y un gran patio en la par­te de detrás. Dos de las habitaciones estaban completa­mente llenas de aparatos fotográficos, además del cuarto de revelado y el laboratorio. La habitación contigua a la tienda, en la planta baja, había sido preparada como estudio para retratos formales. Luego Sally encontró una sala, en la planta superior, que contenía una cantidad inmensa de objetos de todas clases, y por un momento pensó que había ido a parar a un museo; pero finalmente dio con dos habi­taciones tipo desván vacías y tres más de las cuales dos con­sideró que podrían ser muy confortables, si se amueblaban adecuadamente.

Sally les explicó el resultado de su exploración mientras desayunaban. Lo había preparado ella. «Aquel día tocaba copos de avena, muy buenos para la salud» —pensó.

—Frederick, ¿estás muy ocupado esta mañana?

—Más que nunca. Pero el trabajo puede esperar.

—Rosa, ¿tienes que ensayar?

—A la una. ¿Por qué?

—Y tú, Trembler, ¿tienes un rato?

—No lo sé, señorita. Tengo que ponerme a revelar.

—Bueno, no me extenderé mucho. Sólo quería deciros cómo podemos ganar dinero.

—Bueno, para esto —dijo Rosa— dispones de todo el tiem­po que quieras. ¿Cómo podemos hacerlo?

—Es algo que pensé en Oxford el otro día. Se lo empecé a contar a Frederick en el tren.

—Hum… —dijo él—. Estereoscopios.

—No, no sólo los estereoscopios en sí, sino las fotos. Es lo que quiere la gente. He echado un vistazo al resto de la casa esta mañana y se me ha ocurrido lo que podríamos hacer. Hay una habitación llena de cosas extrañas, lanzas y tam­bores, ídolos y no sé cuántas cosas más…

—Es el despacho del tío Webster —dijo Rosa—. Ha estado coleccionando todo eso durante años.

—Bueno, pues eso es sólo una parte de la cuestión —Sally continuó—. La otra es Rosa. ¿Se podría contar una historia con fotografías? Con gente, actores, en situaciones dramá­ticas, como si fuera una obra de teatro, ¿con escenario y de­corados?

Hubo un pequeño silencio.

—¿Crees que se venderían? —preguntó Rosa.

—Se venderían como churros —dijo Trembler—. Dame mil y los venderé antes de la cena. ¡Pues claro que sí que se venderían!

—Publicidad —añadió Sally—. Podríamos conseguir una columna en todos los periódicos. Tenemos que ponerles un nombre ingenioso. Yo me ocuparé… es fácil. Bueno, ¿qué tal si las hacéis?

—Ningún problema —contestó Rosa—. ¡Es una idea mara­villosa! Podrías fotografiar escenas de las obras más popu­lares…

—¡Y venderlas en el teatro!

—Canciones —dijo Trembler—. Fotografías para ilustrar las nuevas canciones de los espectáculos musicales.

—Con anuncios en la parte de atrás —dijo Sally—, así ga­naremos dinero extra por cada foto que vendamos.

—Sally, ¡es una idea magnífica! —exclamó Rosa—. Y con todos estos complementos…

—Y en el patio hay suficiente espacio para crear un estu­dio de verdad. Como el de un artista, con el decorado, el escenario y todo tipo de cosas.

Todos dirigieron la mirada hacia Frederick, que no había dicho nada. Su expresión era de resignación. Extendió sus manos.

—¿Qué puedo hacer yo? —dijo—. ¡Adiós al artista, enton­ces!

—Oh, no seas estúpido —le recriminó Rosa—. Convierte esto en arte.

El muchacho se volvió y la miró. Sally pensó: «Son como panteras, los dos. Se lo toman tan a pecho…».

—¡Tienes razón! —exclamó el fotógrafo de repente, dando un golpe en la mesa.

—No puedo creerlo —dijo Rosa.

—Pues claro que Sally tiene razón, estúpida. Me he dado cuenta enseguida. Y lo haremos. ¿Pero qué me dices de las deudas?

—En primer lugar, nadie nos está presionando para que paguemos. Debemos bastante dinero, pero si demostramos a nuestros acreedores que estamos haciendo verdaderos es­fuerzos para pagar, creo que saldremos adelante. En segun­do lugar, también nos deben dinero a nosotros. Hoy mismo enviaré una carta de aviso a los morosos. Y en tercer lugar, Rosa ya mencionó la posibilidad de alquilar habitaciones. Tenéis sitio de sobras, incluso contándome a mí. Eso signi­fica unos ingresos fijos, aunque sólo se trate de algunos chelines por semana. Y por último está el asunto de las existencias. Frederick, quiero que esta mañana me ayudes a deshacernos de todo lo que esté un poco anticuado o no sea útil. Lo liquidaremos; lo pondremos a la venta como oferta. Conseguiremos dinero rápido para poder pagar la publicidad. Trembler, ¿podrías empezar a organizar lo del patio? Necesitamos un espacio amplio y despejado. Y Rosa…

Sally se dio cuenta de que todos la miraban asombrados. Entonces Frederick sonrió y la muchacha sintió que se ru­borizaba de vergüenza. Miró al suelo, confundida.

—¡Lo siento! No pretendía daros órdenes… Pensé… No sé lo que pensé. Lo siento.

—¡No digas tonterías! ¡Eso es lo que queremos! —dijo Fre­derick—. Necesitamos un jefe. Y ya lo tenemos.

—Voy a empezar ahora mismo —dijo Trembler, levantán­dose de la mesa.

—Y yo limpiaré los platos —dijo Frederick—. Aunque sólo por esta vez.

Los recogió y se fue.

Rosa dijo:

—¿Sabes?, eres como dos personas muy diferentes.

—¿De verdad?

—Cuando te haces cargo de algo eres muy contundente…

—¿Yo?

—Y cuando no, eres tan tranquila que nadie diría que estás ahí.

—¡Qué horrible! ¿Soy muy mandona? No pretendo serlo.

—No, no es eso lo que quiero decir. Ni de lejos. Lo que pasa es que parece que sepas justo lo que se debe hacer, mientras que Fred y yo no tenemos ni idea… Es fantástico.

—Rosa, ¡sé tan poco! No sé ni cómo hablar a la gente. Pero lo que sí sé… No sé cómo explicarlo. No es el tipo de cosas que las chicas saben. Me encanta hacer esto, no puedes imaginarte lo mucho que me gusta, pero no es… Es que me siento culpable. Como si tuviera que ser normal y saber co­ser y todas esas cosas.

Rosa se echó a reír. Estaba magnífica; los rayos de sol pa­recía que se estrellaran sobre su pelo como las olas contra una roca, desmenuzándose de golpe en miles de brillantes gotitas suspendidas en el aire.

—¿Normal dices? —exclamó Rosa—. ¿Y qué crees que soy yo? Una actriz…, ¡algo no mucho mejor que una mujer de la vida! Mis padres me echaron de casa precisamente por eso, por­que quería ser actriz. Y nunca he sido tan feliz…, igual que tú.

—¿Te echaron de casa? ¿Y qué es lo que pasó con Frede­rick y tu tío?

—Fred tuvo una gran pelea con nuestros padres. Querían que él fuera a la universidad y todo eso. Mi padre es obispo. Fue espantoso. Y el tío Webster es una especie de viejo re­belde… A él no le tienen en cuenta, aunque no le importa ni lo más mínimo. Fred ha estado trabajando con él duran­te tres años. Es un genio. Los dos son genios. Sally, ¿alguna vez has hecho algo malo?

Sally parpadeó.

—Me parece que no.

—Entonces no te sientas culpable, ¿de acuerdo?

—De acuerdo… Tienes razón. ¡No lo haré!

—Si eres buena en algo, tienes que dedicarte a ello.

—¡De acuerdo!

Rosa se puso en pie de un salto.

—Vamos a ordenar todo lo que nos servirá de accesorios. No les he echado un vistazo desde hace mucho tiempo…

Trabajaron durante todo la mañana; y Trembler, animado por el entusiasmo general, vendió un estereoscopio a un cliente que sólo había entrado para concertar cita para un retrato de medio cuerpo. Finalmente, a las doce, llegó el re­verendo Bedwell.

Sally estaba detrás del mostrador en ese momento, es­cribiendo cartas de aviso para la gente que les debía dine­ro. Levantó la vista y vio la figura corpulenta del sacerdote de St. John; al principio no le reconoció, ya que llevaba un viejo abrigo de tweed y unos pantalones de pana, y se había quitado el alzacuello blanco. De hecho, no llevaba ni cue­llo, ni se había afeitado; su aspecto se había transformado de tal manera que más que un sacerdote apacible parecía un malvado rufián, y Sally estuvo a punto de pedirle que actuara en una función estereoscópica.

—Perdone —dijo el reverendo—. Ya sé que no es la ropa más adecuada para hacer una visita. Tengo mi hábito en un armario, en la consigna de Paddington. Sólo espero que pue­da encontrar un compartimiento a la vuelta… No puedo presentarme en la parroquia vestido así.

Rosa entró y Sally los presentó, y de inmediato le invitó a almorzar. Bedwell la miró un instante y aceptó enseguida. Pronto estuvieron sentados a la mesa y, mientras comían el pan con queso y la sopa que Rosa había preparado, les ex­plicó lo que había planeado.

—Cogeré un taxi hasta el Muelle del Ahorcado y le saca­ré de esa pensión aunque sea a rastras. No se resistirá, pero puede que la señora Holland sí… De todas formas, lo trae­ré aquí, si me lo permiten, para que la señorita Lockhart pueda enterarse de lo que mi hermano tiene que contarle. Luego nos iremos a Oxford.

—Vendré con usted —dijo Sally.

—No, no vendrá —dijo él—. Mi hermano está en peligro y también lo estaría usted si estuviese cerca de esa mujer.

—Vendré yo —se ofreció Frederick.

—Magnífico. ¿Ha boxeado alguna vez?

—No, pero solía practicar esgrima en el colegio. ¿Cree que habrá pelea?

—Por eso me he vestido así. Es un poco embarazoso em­pezar a arrear puñetazos vestido de sacerdote. Aunque la verdad es que no sé lo que puede pasar.

—Tenemos un alfanje en el despacho del tío Webster —dijo Rosa—. ¿Queréis cogerlo? Y a lo mejor debería maqui­llarte de pirata, Fred, con un parche en un ojo, bigotes negros, espesos… y entonces ya estaríais preparados para estereografialos juntos.

—Iré tal cual —dijo Frederick—. Si quiero bigote, dejaré que me crezca.

—¿Su hermano es totalmente idéntico a usted? —pregun­tó Rosa—. Es que he conocido a algunos gemelos que decían que eran idénticos, pero al final no se parecían tanto.

—Absolutamente iguales, señorita Garland. Aparte del opio; ¿y quién sabe? Si hubiese sido tentado de la misma manera que él, a mí también me hubiese podido suceder lo mismo. Pero… ¿qué hora es? Tendríamos que irnos. Gracias por la comida. Estaremos de vuelta… ¡dentro de un rato! Se fue con Frederick, y Rosa se quedó sentada, pensati­va, durante unos instantes.

—Gemelos idénticos —dijo ella—. ¡Qué oportunidad!… ¡Cielo santo! ¡Qué tarde es! No llegaré a tiempo… El señor Toóle se pondrá furioso…

El señor Toóle era el actor director con el que estaba en­sayando y al parecer era muy estricto con la puntualidad y con todo tipo de normas. Se echó la capa por encima y se fue rápidamente.

Trembler volvió al patio y Sally se quedó sola. La casa estaba ahora vacía y tranquila.

El reverendo Bedwell se había dejado el periódico y Sally lo cogió para mirar anuncios. La Compañía Estereo­gráfica de Londres había puesto a la venta nuevos retratos del señor Stanley, el famoso explorador, y el último retrato del doctor Livingstone. Su oferta incluía fotografías sobre más temas, pero no habían pensado en escenas dramáticas o historias explicadas en fotografías. Tendrían el mercado para ellos solos.

Entonces su mirada se detuvo en un pequeño anuncio en la sección de anuncios particulares.

DESAPARECIDA. Desaparecida, desde el martes, 29 de octubre, una JOVEN de 16 años; delgada, de pelo rubio y ojos marrones; llevaba un vestido negro de muselina y una capa ne­gra, o un vestido verde obscuro holandés, y za­patos con hebillas de latón. Se llevó una ma­leta pequeña de piel negra, con las iniciales V. L. Les agradeceremos cualquier informa­ción que puedan aportar. Referencia: Sr. Tem­ple, de Temple & King, Lincoln’s Inn.

De repente, Sally sintió un escalofrío, como si todos los ha­bitantes de Londres la estuvieran buscando. ¡Tendría que cambiar de ropa! Y no salir mucho de casa, aunque no iba a poder esconderse para siempre; seguramente, Londres era lo suficientemente grande para pasar desapercibida…

El problema era que ella no sabía hasta qué punto se po­día fiar del señor Temple. Parecía un buen hombre y la verdad es que su padre había confiado plenamente en él, excepto en lo de las diez mil libras que faltaban (¿dónde diablos podrían estar?); pero eso no era suficiente para que ella también lo hiciera.

El abogado ya debía de haber averiguado que se había marchado de la casa de la señora Rees; quizá la preocupa­ción del abogado por ella lo había llevado incluso a pedir su tutela en el tribunal de menores… ¿Y eso qué implicaría? Que tendría aún menos libertad que antes.

No, un día iría a ver al señor Temple y se lo explicaría todo; pero, hasta entonces, se quedaría con los Garland y se escondería.

Pero ¿por cuánto tiempo podría estar allí, sin dinero?

Tanto como quisiera, si trabajaba para conseguirlo.

Fregó los platos y se sentó para escribir una serie de anuncios, con la intención de enviarlos a los periódicos más importantes. Eso la volvió a animar. Luego apareció un cliente que quería hacerse un retrato con su prometida, y Sally siguió el ejemplo de Trembler y consiguió venderle un estereoscopio. Pronto tendrían la mejor selección de es­tereografías de Londres, le comentó ella. El hombre se fue impresionado.

Pero de nuevo se encontró inmersa en la «Pesadilla»: el ca­lor agobiante, la obscuridad, el miedo atroz que le era tan fa­miliar… Y otra vez lo nuevo: las voces…

—¿Dónde está?

—¡No está conmigo! Se lo ruego… Por el amor de Dios, lo tiene un amigo…

—¡Que vienen! ¡Deprisa!

Voces que podía entender perfectamente, aunque no ha­blaban en inglés… Una sensación muy extraña, como si pu­diera ver a través de las paredes. ¡Pues claro que sí! ¡Era indostaní! Su padre y ella lo habían utilizado como lenguaje secreto cuando era pequeña. ¿Qué podía ser lo que te­nía un amigo? ¿Quizá el rubí? Era imposible saberlo. Y el rostro de su padre, tan joven, tan valiente; y la voz que ahora, después de ese desolador día de Swaleness, sabía que pertenecía al comandante Marchbanks…

Se sintió invadida por un escalofrío tan intenso que ni si­quiera el calor que pudiera producir la estufa podría aliviar­la. Algo había pasado en esos escasos minutos, hacía dieciséis años, algo que había originado durante ese tiempo persecu­ciones…, el peligro…, la muerte. Quizá más de una muerte. Y para saber más, debía volver a entrar en la «Pesadilla»…

Empezó a temblar; se sentó y aguardó a que volvieran.

Ese día, Jim Taylor se tomó una tarde libre sin permiso. No le resultaba muy difícil: sólo tenía que salir del edificio con un falso paquete, como si fuera a la oficina de correos y de­jar uno o dos mensajes contradictorios por la oficina di­ciendo dónde iba y quién le había enviado. Ya había utilizado ese mismo truco alguna que otra vez, pero no quería hacerlo con demasiado frecuencia.

Cogió un tren en la estación del Puente de Londres que se dirigía al mismo lugar donde Sally había ido, hacia Swa­leness. Quería echar un vistazo; y además, tenía una idea. Se le había ocurrido leyendo la revista Penny Dreadful, ¡y era una buena idea! Sólo hacía falta tener un poco de pa­ciencia y una cierta habilidad persuasiva; si eso se cumplía, sabía que iría bien encaminado.

Sentado en el tren que volvía a Londres (con mucho más cuidado que Sally), se preguntó hasta dónde podría llegar todo ese asunto, aunque en realidad ya lo sabía. Des­pués de todo, había algo en común con lo que sucedía en las historias de Relatos policíacos para chicos británicos o en Las aventuras de Jack Harkaway; la revista Penny Dreadful le demostró una vez más que era un excelente reflejo de lo que sucedía en la vida real. Y Penny Dreadful siempre deja­ba muy claro lo que significaba todo aquello que procedía de Oriente: problemas.

Problemas sobre todo para Sally, con quien había esta­blecido una fuerte amistad la semana anterior.

«De momento, no se lo explicaré —pensó Jim—. Será lo mejor. Más adelante».

Mientras tanto, la señora Holland había recibido noticias. Jonathan Berry, uno de los delincuentes a quien recurría de vez en cuando para sus «trabajitos», la visitó más o me­nos a la misma hora en que el reverendo Bedwell llegaba a Burton Street.

Berry era un hombre enorme, medía casi dos metros y era de constitución fuerte; era tan grande que casi no cabía en el estrecho vestíbulo de la Pensión Holland y dejó a Adelaide completamente aterrorizada. La izó con una mano y la sostuvo en el aire cerca de su sucia oreja.

—La s–s–s–s–señora Holland está con el caballero, señor —le susurró Adelaide, empezando a gimotear.

—Dile que venga —gruñó Berry—. No hay ningún caballe­ro aquí. ¡Me estás mintiendo, insecto!

La soltó, y Adelaide se escabulló como un ratón. Berry se rió; una risa siniestra que resonaba como un desprendimiento de rocas en una cueva.

A la señora Holland no le gustó demasiado que la inte­rrumpiera. Bedwell estaba hablando, en medio del delirio, de un personaje llamado Ah Ling, un nombre que siempre le hacía estremecer de miedo; había mencionado por pri­mera vez una embarcación —un junco— en su historia, y un cuchillo y luces bajo el agua y todo tipo de cosas. La seño­ra maldijo a Berry y ordenó a la niña que se quedara y es­cuchara atentamente.

Adelaide esperó a que la vieja se marchara y luego se tumbó junto al marinero, que, entre sudores y murmullos, se ponía a gritar desesperadamente. La niña le cogió la mano.

—¡Ah, Berry, eres tú! —dijo la señora Holland al visitan­te, después de haberse puesto la dentadura. ¿Hace mucho que has salido?

Se refería a la prisión de Dartmoor.

—Salí en agosto, señora.

Berry se comportaba tan educadamente como podía; in­cluso se había quitado su gorra grasienta y estaba retor­ciéndola con nerviosismo mientras se sentaba en la peque­ña butaca que la señora Holland le había ofrecido en la sala de visitas.

—He oído que está interesada en saber quién mató a Henry Hopkins —prosiguió él.

—Podría ser, señor Berry.

—Bueno, pues, he oído que Solomon Lieber…

—¿El prestamista de Wormwood Street?

—El mismo. Bueno, lo que decía: he oído que ayer llegó a sus manos un alfiler de diamantes, idéntico al que Hopkins solía llevar.

La señora Holland se levantó al instante.

—¿Estás ocupado, Berry? ¿Te parece si vamos a dar una vuelta?

—Me encantaría, señora Holland.

—¡Adelaide! —gritó la mujer desde el vestíbulo—. Voy a sa­lir. No dejes entrar a nadie.

—¿Un alfiler de diamantes, señora? —dijo el viejo prestamis­ta—. Precisamente tengo por aquí uno que es precioso. ¿Es un regalo para su amigo? —preguntó mirando con los ojos bien abiertos a Berry.

Como respuesta, Berry le agarró de la bufanda de algodón que colgaba alrededor de su cuello y tiró de él violentamen­te hasta tirarlo de bruces sobre el mostrador.

—No te vamos a comprar ninguno, queremos saber quién te lo trajo ayer —dijo el matón.

—¡Como usted diga, señor! ¡Ni se me ocurriría no decír­selo! —dijo el viejo cogiendo aire, agarrado débilmente de la chaqueta de Berry para evitar ser estrangulado. El señor Berry le soltó y se estampó en el suelo.

—¡Oh! Por favor, por favor no me hagan daño, por favor, señor, no me golpee, ¡se lo ruego, señor! Tengo esposa…

El prestamista estaba temblando y tartamudeaba sin ce­sar mientras se agarraba a los pantalones de Berry. El ma­tón le apartó de un golpe.

—Trae a tu mujer aquí y le arrancaré las piernas —dijo con un gruñido. Busca ese alfiler, ¡rápido!

Al prestamista le temblaban las manos; abrió un cajón y sacó el alfiler.

—¿Es éste, señora? —dijo Berry, cogiéndolo.

La señora Holland lo examinó atentamente.

—Sí, éste es. Dígame ahora quién lo trajo, señor Lieber. Ya sabe que si no lo recuerda, el señor Berry podría refres­carle la memoria.

Berry dio un paso hacia él y el viejo asintió rápidamente.

—Por supuesto que me acuerdo —dijo él—. Su nombre es Ernie Blackett. Un chaval joven, de Croke’s Court, Seven Dials.

—Gracias, señor Lieber —dijo la señora Holland—. Veo que es un hombre con sentido común. Tiene que ir con cuidado a quién le presta su dinero. No le importa que me lleve el alfiler, ¿verdad?

—Es que… quiero decir que sólo hace un día que lo ten­go… Es que no me está permitido venderlo aún…, es la ley, señora —dijo desesperado.

—Bueno, no lo estoy comprando —dijo la mujer— enton­ces ya está bien, ¿verdad? Buenos días, señor Lieber.

La señora Holland se fue, y Berry, después de haber va­ciado unos cuantos cajones en el suelo como si no quisiera, de romper media docena de paraguas y de darle algunas patadas en las piernas al señor Lieber, también salió de la pequeña tienda.

—Seven Dials —dijo ella—. Vamos a coger el autobús, Berry. Mis piernas ya no son lo que eran.

—Tampoco las suyas —dijo Berry, gruñendo de admira­ción por la rapidez de su propio ingenio.

Croke’s Court, en la zona de Seven Dials, era el laberinto más abarrotado e infame que se podía encontrar en todo Londres; pero su infamia era diferente de la de Wapping. La proximidad al río daba un cierto carácter náutico a los crímenes que se producían en los alrededores del Muelle del Ahorcado. En cambio, Seven Dials era simplemente un lugar sórdido en el centro de una metrópolis. Además, allí la señora Holland estaba fuera de su territorio. Sin embargo, la enorme presencia de Berry lo compensaba.

Utilizando sus encantos persuasivos, pronto encontra­ron el lugar que estaban buscando: un bloque de pisos ha­bitado por un irlandés, su mujer y sus ocho hijos, un músico ciego, dos floristas, un vendedor de baladas impresas y de las últimas confesiones de asesinos, y un titiritero. La mu­jer del irlandés les indicó la habitación en cuestión. Berry derribó la puerta y, al entrar, vieron a un joven gordo dur­miendo en un catre. Se movió, pero no se despertó.

Berry olfateó el ambiente.

—Es un borracho —dijo—. Un asqueroso borracho.

—Despiértale, Berry —ordenó la señora Holland.

Berry levantó el pie de la cama y la volcó, con el hom­bre encima, las mantas, el colchón y todo lo demás.

—¿Qué pazzzza? —dijo el joven, con la almohada en la boca.

Berry le respondió recogiéndole del suelo y lanzándole contra el único mueble que había en la habitación, una ca­jonera desvencijada que se partió de inmediato, y el joven quedó tendido en el suelo, refunfuñando, entre los restos del mueble.

—¡Vamos, levántate! —ordenó Berry—. ¿Es que no tienes modales?

El joven se levantó con dificultad, apoyándose en la pa­red. El miedo, sumado a lo que debía de ser una resaca con­siderable, había hecho que su cara adquiriera una curiosa tonalidad verdosa. Miró somnoliento a sus visitantes.

—¿Quiénng sois? —consiguió decir.

La señora Holland chasqueó la lengua, enfadada.

—Bueno, por fin —dijo ella—, ¿qué sabes sobre Henry Hopkins?

Nara —contestó el joven, y Berry le golpeó—. ¡Irooooz! ¡Ay! ¡Dejarme en paz!

La señora Holland sacó el alfiler de diamantes.

—¿Qué me dices de esto, eh?

Sus pequeños ojos se fijaron, con un gran esfuerzo, en el objeto.

—No lo he visto en mi vida —dijo él, y retrocedió.

Pero esta vez Berry sólo se limitó a hacer un gesto nega­tivo con el dedo.

—Será mejor que te esfuerces en recordar —dijo él—. Nos estás decepcionando, ¿sabes?

Y entonces Berry le golpeó. El hombre cayó de rodillas, lloriqueando.

—Vale, vale, lo encontré. Se lo llevé a Lieber y me dio cinco libras. No sé más, ¡de verdad! —declaró gimiendo.

—¿De dónde lo sacaste?

—¡Ya os lo he dicho, lo encontré!

La señora Holland suspiró profundamente. Berry movió su cabeza mientras pensaba en la estúpida e inútil tozudez de la naturaleza humana, y luego le volvió a golpear. Esta vez el joven perdió los nervios. Atravesó rápidamente la habitación, como una rata, y rebuscó en la cajonera par­tida, hasta encontrar una pistola.

Los dos visitantes se quedaron mudos.

—Acércate y te juro que disparo —le amenazó el chico.

—Venga, vamos, adelante —dijo Berry.

—¡Lo haré, lo haré!

Berry se acercó a él y le arrebató el arma como si cogiera una manzana de una árbol.

El joven se desplomó.

—¿Le vuelvo a dar, señora? —preguntó Berry.

—¡No! ¡No! ¡Basta ya! —gritó temblando—. ¡Os lo diré todo!

—Dale de todas formas —dijo la señora Holland, cogiendo la pistola. Una vez acabó con esta formalidad, prosiguió—: ¿Qué más le robaste a Henry Hopkins?

—El alfiler. La pistola —sollozó—. Un par de soberanos. Un reloj… y una cadena… y una petaca de plata.

—¿Qué más?

—Nada más, señora, se lo juro.

—¿Ningún trozo de papel?

El joven abrió la boca.

—¡Ajá! —dijo la señora Holland—. Berry, dale una buena paliza, pero que pueda hablar.

—¡No, no! ¡Por favor! —gritó Ernie Blackett, mientras Berry levantaba el puño—. ¡Están aquí! ¡Están aquí! ¡To­mad!

Hurgó en un bolsillo, sacó tres o cuatros pedazos de pa­pel y se apartó, temblando. La señora Holland se los arre­bató de un golpe y los examinó mientras Berry esperaba.

Ella alzó la vista.

—¿Esto es todo? ¿No hay nada más?

—Nada de nada, lo juro, ¡de verdad!

—Ya. Pero antes no nos ha dicho la verdad —dijo la seño­ra Holland sin piedad—. Ése es el problema. Bien, vámonos, Berry, nos llevaremos la pistola como recuerdo de nuestro buen amigo Henry Hopkins. Que descanse en paz.

La vieja salió cojeando hasta llegar a la puerta y esperó en el pestilente rellano a Berry, que aún estaba hablando con el chico.

—No me gusta ver a un joven de tu edad bebiendo —dijo con solemnidad—. Es la ruina de los jóvenes esto de la be­bida. Noté que estabas bebido desde el mismo momento que entré. Un simple vasito de alcohol es el primer paso hacia la locura, las alucinaciones, el debilitamiento del cerebro y la decadencia moral. Te rompe el corazón ver cómo muchas vidas se han arruinado por culpa del alcohol. Alé­jate de la bebida, éste es mi consejo. Venga, adelante, re­nuncia al alcohol, como yo hice. Serás una persona mejor si lo haces. Toma —buscó en uno de sus bolsillos—. Te deja­ré un panfleto muy útil, que te ayudará a mejorar. Se llama «El lamento del borracho», escrito por Uno Que Ha Visto La Luz Bendita.

Metió el «valioso» documento en la mano temblorosa de Ernie Blackett y siguió a la señora Holland escaleras abajo.

—¿Esto es todo, señora Holland?

—Sí, Berry. Esa maldita chica es más lista de lo que me pensaba, la pequeña zorra.

—¿Eh?

—Nada, nada… Volvamos a Wapping, Berry.

Ernie Blackett tuvo suerte de haber conservado los pa­peles y de habérselos entregado a la señora Holland a tiem­po. De otra forma, el siguiente paso de la vieja hubiera sido ordenarle a Berry que le registrara; y cuando encon­traran los papeles, Ernie inmediatamente hubiera ido a pa­rar, como Henry Hopkins, a esa esquina del más allá reser­vada para los criminales metropolitanos de poca monta, donde hubiesen podido conocerse un poquito mejor. Viendo cómo había ido todo, había salido bastante bien parado de la transacción, con sólo dos costillas rotas, un ojo amorata­do y un panfleto de condena al alcohol como castigo.