La ceremonia del humo
Sally se puso de pie, alarmada, y se precipitó hacia la puerta. Pero el andén estaba lleno de gente y lo único que recordaba de aquel hombre era que iba con un traje de tweed y un bombín, y había muchísima gente vestida así…
Volvió al compartimiento. Su bolso estaba en la esquina donde se había sentado. Se agachó para cogerlo y entonces vio, en el suelo y justo debajo de donde terminaba el asiento, unas cuantas hojas de papel.
El manuscrito estaba mal encuadernado; esas hojas debían de haberse caído, seguramente mientras dormía, ¡y el ladrón no las había visto!
La mayoría estaban en blanco, pero en una de ellas había algunas líneas escritas, que eran la continuación de la página anterior. Decían así:
«… un lugar en la obscuridad, bajo una cuerda anudada. Tres luces rojas brillan claramente en un punto, mientras la luna se refleja en el agua. Cógelo. Ahora te pertenece, por mi decisión de regalártelo y por las leyes de Inglaterra. Ante —quam haec legis, mortuus ero; utinam ex animo hominum tam celeriter memoria mea discedat».
Sally, que no sabía latín, dobló el papel y lo guardó en su bolso; luego, absolutamente disgustada, se dirigió hacia la casa de la señora Rees.
Mientras tanto, en Wapping, se estaba celebrando una pequeña pero siniestra ceremonia.
Una vez al día, siguiendo las órdenes de la señora Holland, Adelaide llevaba un bol de sopa al caballero del segundo piso. La señora Holland no había tardado mucho en descubrir las ansias de Matthew Bedwell, y, siempre atenta para aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase, se había despertado intensamente en ella su vieja y maligna curiosidad.
Su huésped escondía en su interior fragmentos de una historia muy interesante. Desvariaba, a veces empezaba a sudar, lamentándose de un gran dolor, mientras maldecía las visiones que le acechaban en las sucias paredes de su habitación. La señora Holland escuchaba pacientemente; le ofrecía pequeñas dosis de droga; le volvía a escuchar y le proporcionaba aún más opio a cambio de detalles sobre las cosas que decía mientras deliraba. Poco a poco toda la historia salió a la luz, y la señora Holland se dio cuenta de que tenía a su alcance una gran fortuna.
La historia de Bedwell ofrecía información sobre los negocios de Lockhart y Selby, Agentes Marítimos. La señora Holland aguzó el oído cuando oyó el nombre de Lockhart; tenía un gran interés por esa familia y la coincidencia la dejó asombrada. Pero mientras iba escuchando la historia, se dio cuenta de que se trataba de una versión totalmente nueva: la pérdida de la goleta Lavinia, la muerte del propietario, los sorprendentes grandes beneficios de la compañía procedentes de las relaciones comerciales con China, y miles de detalles más.
La señora Holland, a pesar de no ser una mujer supersticiosa, dio gracias al cielo por el golpe de suerte que le había reservado el destino.
En cuanto a Bedwell, estaba tan débil que no podía ni moverse. La señora Holland aún no estaba completamente segura de haberle sonsacado toda la información que flotaba en su cerebro, y por esa razón lo mantenía vivo, si es que podía decirse que estaba vivo. En el momento en que decidió que la habitación de atrás debía utilizarse para otros asuntos, la Muerte y Bedwell, que no se habían encontrado en los mares del sur de China, finalmente podrían tener una cita en el Támesis. Una dirección adecuada para la ocasión: el Muelle del Ahorcado.
Así pues, Adelaide, después de verter un poco de sopa caliente y grasienta en un bol, y de cortar torpemente una rebanada de pan para acompañarla, subió las escaleras hacia la habitación de la parte trasera de la casa. Todo estaba en silencio en el interior; creía que le encontraría dormido. Abrió la puerta y contuvo la respiración, porque odiaba la atmósfera viciada y el frío helado, húmedo, que salía como una vaharada cuando entraba en la habitación.
Bedwell estaba tumbado en el colchón, tapado con una áspera manta, pero no estaba dormido. Sus ojos la siguieron mientras dejaba el bol en una silla cercana.
—Adelaide —susurró.
—¿Sí, señor?
—¿Qué me has traído?
—Sopa, señor. La señora Holland dice que debe comer un poco porque le sentará bien.
—¿Me has preparado una pipa?
—Después de la sopa, señor.
Ella no lo miró; los dos hablaban en voz muy baja. Se incorporó, apoyándose sobre uno de sus codos y, con dificultad, intentó levantarse; ella se echó hacia atrás, hasta tocar la pared, como si fuera un ser vaporoso, como si fuera una sombra. Sólo sus enormes ojos parecían estar vivos.
—Tráemela aquí —dijo él.
La chica le llevó el bol, le desmenuzó el pan y lo puso dentro de la sopa; luego se fue otra vez al fondo de la habitación mientras el hombre comía. Pero él no tenía apetito; después de un par de cucharadas, la apartó.
—No la quiero —dijo—. Esto es incomestible. ¿Dónde está la pipa?
—Debe tomársela, señor, porque si no, la señora Holland me matará —dijo Adelaide—. Por favor…
—Pues te lo comes tú. Te sentará bien —dijo él—. Venga, Adelaide, la pipa.
De mala gana, abrió el armario que, junto con la silla y la cama, eran los únicos muebles de la habitación. Sacó de su interior una larga y pesada pipa, que estaba dividida en tres partes. Él la miró fijamente mientras las ensamblaba; la niña la puso luego al lado de la cama y se dirigió de nuevo al armario. Cogió un objeto marrón y cortó un buen pedazo. —Tiéndase —dijo—. Le va a subir muy rápido. Debe tumbarse, o se caerá.
Hizo lo que la niña le dijo, tumbándose lánguidamente de lado. La luz grisácea y fría del anochecer intentando entrar a través de la suciedad de la minúscula ventana, daba a la escena un color sombrío semejante al de un viejo grabado de acero. Un insecto recorría muy lentamente la grasienta almohada, mientras Adelaide acercaba una cerilla encendida al trozo de opio. Pasó la droga, ensartada en un alfiler, por encima de la llama hasta que aparecieron burbujas y empezó a salir el humo. Bedwell aspiró por la boquilla y Adelaide mantuvo el opio encima del bol, y el humo, dulce y embriagador, se introdujo en la pipa.
Cuando dejó de salir humo, encendió otra cerilla y repitió el proceso. Lo odiaba. Adelaide odiaba los efectos que la droga producía en él, porque le hacía pensar que debajo de cada rostro humano se escondía el rostro babeante, con la mirada perdida, de un pobre diablo.
—Más —musitó él.
—No hay más —ella le susurró.
—Venga, Adelaide —se quejó—. Más.
—Sólo una vez más.
Volvió a encender una cerilla; de nuevo el opio volvió a burbujear, y el humo empezó a caer en el bol como un torrente que desaparece bajo tierra. Adelaide apagó la cerilla y la tiró junto a las otras que había en el suelo.
Bedwell aspiró una larga bocanada. Se había formado una capa espesa de humo en la habitación, y ella se sintió mareada.
—¿Sabes? No tengo fuerzas para levantarme e irme —dijo Bedwell.
—No, señor —susurró ella.
Algo extraño pasó con su voz mientras los efectos del opio comenzaban a afectarle; perdió el tono de rudo marinero y se puso a hablar de un modo refinado y amable:
—Pienso en ello, a pesar de todo. Día y noche. Oh, Adelaide… ¡Las Siete Bendiciones! ¡No, no! Sois unos desalmados, unos diablos, dejadme…
Empezaba a delirar. Adelaide se sentó lo más lejos posible de él; no se atrevía a irse por miedo a que la señora Holland le preguntara qué le había dicho Bedwell, y a la vez temía quedarse, porque sus palabras le producían pesadillas. «Las Siete Bendiciones»; esa frase ya la había oído un par de veces últimamente, y en ambos casos habían sido sinónimo de terror.
Se detuvo a media frase. De repente, su rostro se transfiguró y adoptó una expresión lúcida y confiada.
—Lockhart —dijo él—. Ahora recuerdo. Adelaide, ¿estás aquí?
—Sí, señor —susurró.
—Intenta recordar algo por mí, ¿lo harás?
—Sí, señor.
—Un hombre llamado Lockhart… me pidió que encontrara a su hija. Una chica llamada Sally. Tengo un mensaje para ella. Es muy importante… ¿Podrías buscarla?
—No lo sé, señor.
—Londres es una gran ciudad. Quizá no podrías…
—Lo puedo intentar, señor.
—Buena chica. Oh, Dios mío, ¿qué estoy haciendo? —prosiguió sintiendo su impotencia—. Mírame… Débil como un bebé… ¿Qué diría mi hermano?
Ahora ya casi no había luz; Adelaide parecía una madre velando a su hijo enfermo, vista a través de las distorsiones provocadas por el humo del opio. Se acercó a él y le enjugó el sudor de la cara con las sábanas sucias, y Bedwell le cogió la mano como muestra de agradecimiento.
—Un buen hombre… —musitó—, mi hermano gemelo. Somos idénticos. El mismo cuerpo, aunque su alma está limpia, Adelaide, mientras que la mía es toda corrupción y obscuridad. Es un sacerdote anglicano. Nicholas, el reverendo Nicholas Bedwell… ¿Tienes hermanos?
—No, señor. Ninguno.
—¿Está viva tu madre? ¿Tu padre, quizá?
—No tengo madre. Pero tengo padre. Es sargento del Ejército.
Era mentira. Nadie sabía quién era el padre de Adelaide, ni siquiera su madre, que también había desaparecido quince días después de su nacimiento; pero Adelaide se había inventado un padre, y se había creado la imagen de que era el más maravilloso y galante de los hombres que jamás había visto en su desgraciada vida.
En una ocasión, uno de esos hombres arrogantes, que llevaba una gorra graciosa ladeada y tenía un vaso en la mano, le guiñó el ojo mientras estaba con unos compañeros en la entrada de un pub y se rió escandalosamente de algún chiste grosero. Ella no había oído el chiste. Lo único que retuvo su mente fue la imagen de un hombre, de esplendor heroico, apareciendo súbitamente en su obscura e insignificante vida como un rayo de sol. Ese guiño ya había sido suficiente para inventarse un padre.
—Buena gente —murmuró Bedwell—. Un buen grupo de gente.
Sus ojos se cerraron.
—Debería dormir, señor —susurró Adelaide.
—No se lo digas, Adelaide. No le digas nada de lo que te he contado. Es una mujer malvada.
—Sí, señor…
Y entonces, de nuevo empezó a delirar y la habitación se llenó de fantasmas y demonios chinos, y visiones de torturas y éxtasis envenenados, y abismos que se abrían angustiosamente bajo sus pies. Adelaide permaneció a su lado, cogiéndole la mano, y se puso a pensar.