El caballero de Kent
Tres noches más tarde, Sally tuvo la «Pesadilla» otra vez.
Pero eso ya no era una pesadilla, se dijo para sí misma indignada; era demasiado real…
El terrible calor. No podía moverse; estaba atada de pies y manos en la obscuridad…
Se oían pasos. Y los gritos, ¡empezaron tan de repente y tan cerca de ella! Unos gritos interminables, una y otra vez…
La luz. Una luz temblorosa que se acercaba a ella. Una cara detrás de esa luz, dos rostros blancos como la cera, sin expresión, con las bocas abiertas de horror, nada más…
Voces nacidas de la obscuridad: «¡Mira! ¡Mírale! ¡Dios mío!».
Y entonces la chica se despertó. O mejor, salió a la superficie como un nadador en peligro de morir ahogado. Sally escuchó sus propios sollozos y sus gritos sofocados, y recordó: «Ya no tienes padre. Estás sola. Debes continuar sin él. Debes ser fuerte».
Con gran esfuerzo, consiguió reprimir su llanto. Apartó la ropa de cama que la asfixiaba y se entregó al aire frío de la noche. Sólo después de recuperarse, ya tiritando intensamente, se tapó de nuevo, aunque le costó volver a conciliar el sueño.
A la mañana siguiente llegó otra carta. Logró escabullirse de la señora Rees después del desayuno y abrió la carta ya en su habitación.
La había enviado el abogado, igual que la anterior, pero el sello era británico esta vez, y estaba escrita muy correctamente. La chica sacó la única hoja de papel barato que había dentro y se incorporó con cierta brusquedad para leerla.
Foreland House. Swaleness.
Kent.
10 de octubre de 1872.
Estimada señorita Lockhart:
No nos conocemos —usted nunca ha oído mencionar mi nombre— sólo el hecho de que, hace muchos años, conociera bien a su padre, puede justificar que le esté escribiendo. Leí en el periódico el desagradable suceso de Cheapside y recordé que el señor Temple de Lincoln’s Inn solía ser el abogado de su padre. Espero que esta carta llegue a sus manos. Sé que su padre ya no está con nosotros; le ruego que acepte mi más sincero pésame.
Pero el hecho de su muerte, y determinadas circunstancias que últimamente han afectado a mis propios asuntos, me obligan a hablar con usted urgentemente. Por el momento solamente puedo explicarle tres hechos: el primero, que hay una relación con el Sitio de Lucknow; el segundo, que un objeto de incalculable valor está involucrado en el asunto; y finalmente, que su vida corre un gran peligro.
Le ruego, señorita Lockhart, que vaya con cuidado, y haga caso de esta advertencia. Por la amistad que me unía a su padre —por su propio bien— venga lo antes posible y escuche lo que tengo que decirle. Hay razones por las cuales me es imposible ir a verla. Déjeme firmar como lo que he sido, sin usted saberlo, durante toda su vida.
Su buen amigo,
George Marchbanks.
Sally leyó la carta dos veces, atónita. Si su padre y el señor Marchbanks habían sido amigos, ¿por qué nunca había oído mencionar su nombre hasta la carta procedente del Extremo Oriente? ¿Y a qué peligro se refería?
Las Siete Bendiciones…
¡Claro que sí! Él debía de saber lo que su padre había descubierto. Su padre le había escrito sabiendo que una carta estaría segura allí.
Sally tenía un poco de dinero en el monedero. Se puso la capa, bajó las escaleras sin armar alboroto y salió de la casa.
Se sentó en el tren, con una sensación semejante a la de empezar una campaña militar. Estaba segura de que su padre lo habría planeado todo con la máxima frialdad, creando líneas de comunicación y centros de operaciones y forjando alianzas; pues bien, ella debía hacer lo mismo.
El señor Marchbanks afirmaba que era un aliado. Como mínimo podría contarle algo; nada era peor que no saber de qué se trataba esa amenaza que se cernía sobre ella…
Se fijó en los límites grises de la ciudad que daban paso a los límites también grises del campo, y contempló el mar a su izquierda. En ningún momento se divisaban menos de cinco o seis barcos deslizándose por el estuario del Támesis, algunos aprovechando el fuerte viento del este, mientras otros bajaban a toda máquina con el viento en contra.
El pueblo de Swaleness no era muy grande. Prefirió ir caminando y no coger ningún taxi desde la estación para ahorrar dinero, ya que el mozo de la estación de Foreland House le había dicho que no estaba muy lejos: a menos de dos quilómetros; «Tomando el camino que bordea el mar y después el del río» —le dijo el chico. Se puso en marcha enseguida. El pueblo era triste y frío, y el río, un turbio riachuelo que serpenteaba entre las salinas antes de llegar a una lejana línea grisácea: el mar. Había marea baja; y en todo aquel panorama desolador sólo pudo ver a un ser humano.
Era un fotógrafo. Había preparado la cámara, junto con una tienda de campaña, una especie de laboratorio portátil que le servía para revelar las fotografías y que era necesaria para cualquier fotógrafo en esa época, justo en el centro de un estrecho camino al lado del río. Parecía un joven simpático, y como nada le indicaba el final del camino y no podía ver ninguna casa, decidió preguntarle qué dirección debía seguir.
—Es la segunda persona que ha pasado por aquí preguntándome lo mismo —dijo él—. La casa está allí; es una casa baja y alargada.
Le indicó el camino, señalando hacia un bosquecillo de árboles esmirriados a menos de un kilómetro más allá. —¿Quién era la otra persona? —preguntó Sally.
—Una señora mayor que tenía el mismo aspecto que una de las brujas de Macbeth —dijo el chico. Sally no entendió esta alusión y, viendo su perplejidad, el fotógrafo prosiguió—: Con la cara arrugada, ¿sabe? Y espantosa y todo eso.
—Ah, ya entiendo —contestó la chica.
—Mi tarjeta —dijo el joven.
Sacó una especie de papel de la nada, como si fuera un mago. Decía: «Frederick Garland, Artista Fotográfico», y le dio su dirección de Londres. Lo volvió a mirar; le gustaba ese chico; su rostro era divertido, tenía el pelo espeso, rubio, y estaba despeinado; su expresión era despierta e inteligente.
—Perdone que le pregunte —dijo ella—, pero ¿qué está fotografiando?
—El paisaje —respondió él—. No es gran cosa, ¿verdad? Quería algo tétrico, ¿sabe? Estoy probando una nueva combinación de productos químicos. Creo que será más sensible para captar este tipo de luz que los productos habituales.
—¿Colodión? —dijo ella.
—Exacto. ¿Es fotógrafa?
—No, pero a mi padre le interesaba la fotografía… Bueno, debo seguir. Gracias, señor Garland.
El chico sonrió alegremente y volvió con su cámara.
El sendero describía una curva, siguiendo la orilla fangosa del río, y finalmente la condujo hacia la arboleda. Allí, tal como el fotógrafo le había indicado, estaba la casa, revestida de estuco desconchado y con algunas tejas del techo esparcidas por el suelo; el jardín estaba cubierto de maleza, totalmente descuidado.
Era el lugar más triste que había visto nunca. Sintió un leve escalofrío.
Se dirigió a la entrada y, justo cuando iba a llamar al timbre, se abrió la puerta y salió un hombre.
Se puso el dedo en los labios, pidiéndole que permaneciera en silencio, y cerró la puerta, esmerándose en no hacer ningún ruido.
—Por favor —dijo en voz baja—. No hable. Venga por aquí, rápido.
Sally le siguió, asombrada, mientras el hombre la conducía con rapidez hacia uno de los extremos de la casa, hasta llegar a una pequeña galería de cristal. Cerró la puerta después de que ella entrara, escuchó con atención y entonces alargó la mano.
—Señorita Lockhart —dijo él—. Soy el comandante Marchbanks.
Ella le dio la mano para saludarle. Ya era mayor, pensó, debía de tener unos sesenta años; tenía la tez amarillenta y la piel le colgaba por todas partes. Sus ojos eran obscuros y bonitos, aunque los tenía muy hundidos. Su voz le parecía curiosamente familiar y había una intensidad tan grande en su expresión que sintió cierto miedo, hasta que se dio cuenta de que él mismo también estaba asustado, mucho más que ella.
—He recibido su carta esta mañana —dijo Sally—. ¿Le escribió mi padre pidiéndole que me viera?
—No… —El hombre parecía sorprendido.
—Entonces… ¿le dice algo la frase «Las Siete Bendiciones»?
No tuvo ningún efecto. El comandante Marchbanks permaneció impasible.
—Lo siento —dijo él—. ¿Ha venido aquí para preguntarme eso? Lo siento muchísimo. Él, su padre…
Ella le contó rápidamente el último viaje de su padre, y la carta que había recibido de Oriente, y la muerte del señor Higgs. Marchbanks se puso una mano en la cabeza en señal de preocupación; parecía terriblemente desconcertado y confundido.
Había una pequeña mesa de pino en la galería y una silla de madera junto a la puerta. Le ofreció la silla, y entonces habló en voz baja:
—Tengo un enemigo, señorita Lockhart, y ahora es también su enemigo. Ella (es una mujer) es muy, muy malvada. Está en esta casa ahora, por eso nos hemos tenido que esconder aquí fuera, y debe marcharse usted enseguida. Su padre…
—Pero ¿por qué?… ¿Qué le he hecho yo a esa mujer? ¿Quién es?
—Por favor…, ahora no se lo puedo explicar. Lo haré, créame. No sé nada sobre las causas de la muerte de su padre, nada de Las Siete Bendiciones, nada de los mares del sur de China, nada del comercio marítimo. Y quizá él no sabía nada de la desgracia que me ha caído encima y que ahora… No puedo ayudarla. No puedo hacer nada. Su padre se equivocó al confiar en mí…, una vez más…
—¿Una vez más?
Vio una mirada de profunda amargura atravesando su rostro. Era la mirada de un hombre desesperado, y eso la asustaba.
Sally no podía dejar de pensar en la carta procedente de Oriente.
—¿Ha vivido alguna vez en Chatham? —dijo ella.
—Sí. Hace mucho. Pero, por favor…, no tenemos más tiempo. Llévese esto…
Abrió un cajón de la mesa y sacó un paquete envuelto con un papel de color marrón. Medía unos quince centímetros de largo y estaba atado con una cuerda y sellado con lacre.
—Aquí podrá encontrar las respuestas que busca. Quizá, si él no le dijo nada sobre esto, yo tampoco debería… Se llevará una sorpresa cuando lo lea. Le ruego que esté preparada. Su vida corre peligro tanto si lo sabe como si no, así que al menos descubrirá el porqué.
La chica cogió el paquete. Sus manos temblaban exageradamente; él lo vio y durante un instante que resultó extraño las cogió entre las suyas e inclinó la cabeza hacia ellas.
Entonces una puerta se abrió.
El hombre se separó de un salto de la puerta, con la cara pálida, y una mujer de mediana edad los miró.
—Comandante…, está aquí, señor —dijo—. En el jardín.
La mujer tenía el mismo aspecto desdichado que él, y emanaba un fuerte olor a alcohol. El comandante Marchbanks hizo señas a Sally.
—Por la puerta —dijo él—. Gracias, señora Thorpe. Deprisa, ahora…
La mujer se apartó con cierta torpeza e intentó sonreír, mientras Sally pasaba no sin dificultades por delante de ella. El Comandante y Sally recorrieron con rapidez la casa; la chica quedó impregnada del triste sentimiento que surgía de las habitaciones vacías, de los suelos sin alfombras, de los ecos del pasado, la humedad y la desolación. El miedo del Comandante se contagiaba.
—Por favor —dijo Sally cuando llegaban a la puerta principal—, ¿quién es ese enemigo? ¡No sé nada! Tiene que decirme su nombre, al menos…
—La señora Holland —dijo susurrando mientras abría la puerta, que hizo un chasquido. El hombre miró afuera.
—Por favor, se lo ruego, ahora váyase. ¿Ha venido andando? Es joven, fuerte, rápida…, no se entretenga. Vaya directamente a la ciudad. Oh, lo siento tanto… Perdóneme. Perdóneme.
Pronunció esas últimas palabras muy intensamente, con un nudo en la garganta…
Sally ya estaba fuera y él cerró la puerta. Sólo había estado dentro unos diez minutos y ya se marchaba. Observó la austera pared de la casa, que se estaba cayendo a trozos, y pensó si su enemigo la estaría mirando.
Atravesó la maleza, sobrepasó la arboleda obscura y encontró el mismo camino que seguía el curso del río. La marea estaba subiendo; un flujo lento invadía la orilla fangosa. El fotógrafo ya no estaba allí, por desgracia. El paisaje era terriblemente desolador.
Se apresuró, muy consciente del paquete que llevaba en el bolso. A medio camino, en la orilla del río, se detuvo y miró hacia atrás. No sabía por qué lo había hecho, pero vislumbró una figura entre los árboles. Una mujer, vestida de negro. Una vieja. Estaba demasiado lejos como para verla claramente, pero parecía que apretaba el paso tras ella. Su pequeña silueta negra era lo único que podía distinguir entre toda aquella espesa y grisácea vegetación.
Sally también aceleró su paso aún más hasta que llegó al camino principal, y volvió a mirar hacia atrás. Parecía como si la pequeña silueta negra fuera subiendo como la marea; ya no estaba muy lejos de ella e incluso daba la sensación de que la estaba alcanzando. ¿Dónde se podía esconder Sally?
El camino que llevaba a la ciudad describía una ligera curva, separándose del mar, y pensó que si cogía un sendero lateral en ese momento, la mujer la perdería de vista y podría…
Entonces vio algo aún mejor. El fotógrafo estaba de pie frente al mar, al lado de su laboratorio de campaña, manipulando un raro instrumento. Miró hacia atrás; la pequeña figura negra estaba escondida al final, en una de las terrazas que daban al mar, junto a unas casas. Se dirigió apresuradamente hacia el fotógrafo, que la miró sorprendido, y luego la chica le dedicó una gran sonrisa.
—¡Es usted! —dijo él.
—Por favor —dijo la chica—, ¿puede ayudarme?
—Por supuesto. Encantado. ¿Qué puedo hacer?
—Me están siguiendo. Esa vieja… me está siguiendo. Es peligrosa. No sé qué hacer.
Los ojos del chico brillaron de satisfacción.
—Entre en la tienda —dijo, mientras le franqueaba la entrada—. No se mueva o tirará todo al suelo. Y no se preocupe por el olor.
Ella siguió sus instrucciones, y el fotógrafo dejó caer la puerta de su tienda y ató las cuerdas para dejarla bien cerrada. El olor era intenso, bastante parecido al de las sales aromáticas. Sally estaba completamente a obscuras.
—No diga nada —dijo él en voz baja—. Ya le avisaré cuando se haya ido. Confíe en mí. Ya viene. Está cruzando la calle. Se está acercando…
Sally se quedó inmóvil, escuchando el grito de las gaviotas, el trote de los caballos y el lento avance de las ruedas de un carro que pasaba por el camino, y luego el sonido agudo del paso apresurado de unas botas con tachuelas. Se detuvo sólo a un metro más o menos de allí.
—Perdone, señor —dijo una voz, una voz cavernosa que pertenecía a una anciana que parecía respirar con cierta dificultad y que hacía chasquidos de una forma extraña.
—¿Eh? ¿Cómo dice? —La voz de Garland era apagada—. Un momento. Estoy componiendo una fotografía. No puedo dejarlo hasta que esté del todo lista… —Se alejó—. Sí, dígame señora.
—¿Ha visto a un chica joven por este camino? Va vestida de negro.
—Sí, la he visto. Tenía mucha prisa. Una chica bastante guapa, rubia, ¿es ésa?
—¡Entiendo que un hombre tan atractivo como usted se haya fijado en ella, señor! Sí, ésa es, Dios la bendiga. ¿Sabe por dónde se ha ido?
—De hecho, me pidió que le indicara el camino para ir a Swan. Me comentó que quería coger el autobús de Ramsgate. Le dije que tenía diez minutos para cogerlo.
—¿A Swan, dice? ¿Por dónde queda eso?
Le indicó el camino, y la vieja mujer le dio las gracias y se fue.
—No se mueva —le dijo en voz baja—. Aún no ha doblado la esquina. Me temo que tendrá que aguantar un poquito más el mal olor.
—Gracias —dijo la chica de modo formal—. Aunque no era necesario que me halagara de esa forma.
—¡Oh, Dios mío! De acuerdo, lo retiro. Es usted casi tan fea como ella. Oiga, ¿qué está pasando?
—Pues no lo sé. Estoy metida en un buen lío. Es horrible. Pero no puedo explicárselo…
—¡Chist!
Se acercaron unos pasos lentamente, pasaron por delante de la tienda y pronto dejaron de oírse.
—Era un gordo con un perro —dijo él—. Ya se ha ido.
—¿Se ha marchado esa mujer?
—Sí, ha desaparecido. Con un poco de suerte se habrá ido a Ramsgate.
—¿Puedo salir ya?
El chico desató los nudos de la puerta y la sostuvo para que saliera.
—Gracias —dijo ella—. ¿Qué le debo por haber utilizado su tienda de campaña?
El muchacho la miró muy sorprendido. Por un momento, Sally pensó que el chico iba a echarse a reír, pero después simplemente no aceptó que le pagara nada, de una forma muy educada. Sally sintió que estaba empezando a sonrojarse; no le hubiese tenido que ofrecer dinero. Se dio la vuelta rápidamente.
—No se vaya —dijo él—. No me ha dicho ni cómo se llama. Eso es lo único que quiero a cambio.
—Sally Lockhart —dijo mirando fijamente el mar—. Lo siento. No pretendía ofenderle. Pero…
—No me siento en absoluto ofendido. Pero, claro, no se puede pensar que se puede pagar todo. ¿Adónde se dirige ahora?
Se sintió como una chiquilla. No le gustaba esa sensación.
—Vuelvo a Londres —dijo ella—. Espero no encontrarme con esa mujer. Adiós.
—¿Quiere que la acompañe? Ya casi he acabado de todas formas, y si esa comadreja es peligrosa…
—No, gracias. Debo irme.
Sally se fue. Le hubiese encantado la compañía del fotógrafo, pero eso era algo que nunca hubiese admitido. De alguna forma pensaba que eso de fingir que estaba desamparada, que funcionaba tan bien con otros hombres, en él ni por un instante hubiera surtido el mismo efecto. Por eso le había ofrecido pagarle: no quería deberle nada. Pero tampoco le había salido bien esta vez. Pensaba que no sabía absolutamente nada y que todo le salía mal. Y lo peor de todo: se sintió muy sola.